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Todo el paisaje se desparramaba desde lo alto de la colina.

El sol trepaba por el cielo cerúleo cuando Duchess, en el asiento de atrás junto a su hermanito, le cogió la mano.

Walk condujo por su calle y se detuvo frente a la vieja casa. Luego los acompañó dentro. Trató de hacerles el desayuno, pero la alacena estaba vacía. Tuvo que dejarlos e ir corriendo al café de Rosie a comprar unas tortitas. De vuelta en la casa, le dio gusto ver que Robin se comía tres de una sentada.

Tras lavarle la cara a Robin y prepararle la ropa, Duchess se asomó por la puerta y descubrió a Walk sentado en el escalón. Contempló el tranquilo inicio de la jornada en Cape Haven, vio pasar al cartero y a Brandon Rock, el vecino de al lado, salir y ponerse a regar el césped. El hecho de que no les llamara la atención el coche de policía aparcado frente a la casa de los Radley la alegraba y la entristecía a la vez.

—¿Quieres que te lleve en el coche?

—No. —Duchess se sentó a su lado y se puso a anudarse el cordón de una zapatilla.

—¿La recojo yo solo?

—Me dijo que llamaría a Darke.

Duchess desconocía la verdadera naturaleza de la amistad entre su madre y el jefe de policía Walker, aunque sospechaba que éste quería follársela, como todos los demás hombres del pueblo.

Observó el desolado jardín de la casa. El verano anterior había estado plantando rosas floribundas, malvas índicas y lilos de California con su madre y Robin, que iba y venía con una regaderita, mojando la tierra para ablandarla, con las mejillas rojas de tanto viaje.

Las flores murieron por abandono.

—¿Te ha explicado tu madre lo que pasó anoche? —preguntó Walk en tono amable—. ¿Sabes por qué lo hizo?

Era la clase de pregunta cruel que Duchess no esperaba oír de labios de Walk, más que nada porque, por lo general, no había ninguna razón en particular. Sin embargo, sabía por qué se lo preguntaba: estaba al corriente de lo sucedido con Vincent King y con su tía Sissy, que yacía enterrada en el cementerio junto al borde del acantilado. Todos conocían su tumba, situada tras el poste de madera deslucida que indicaba la zona donde estaban los niños. Niños a los que el mismo Dios al que sus padres tanto le rezaban había dejado morir.

—No me ha explicado nada —respondió.

Oyeron a Robin a sus espaldas. Duchess se levantó y le atusó el pelo, le limpió con un poco de saliva una mancha de pasta de dientes que tenía en la mejilla y miró en su mochilita escolar para asegurarse de que llevaba el libro de lectura, el cuaderno y el botellín de agua.

Se la colocó a su hermano en la espalda. Robin volvió la cara y ambos sonrieron.

Juntos, miraron al coche de policía alejarse por la larga calle. A continuación, Duchess le pasó el brazo por el hombro a su hermano y echaron a caminar.

El vecino dejó de regar y se acercó a la linde de su jardín delantero con aquella leve cojera que tanto se esforzaba en disimular. Brandon Rock. Ancho de hombros, bronceado por el sol, un aro en una oreja, peinado ochentero, batín de seda. A veces hacía ejercicios con pesas con la puerta del garaje abierta y heavy metal a toda castaña.

—¿Otra vez tu madre? Alguien tendría que hablar con los servicios sociales. —Su voz hacía pensar en una nariz rota nunca arreglada del todo. En una mano sostenía una mancuerna que de vez en cuando levantaba y llevaba hacia el pecho. Su brazo derecho era considerablemente más voluminoso que el izquierdo.

Duchess se volvió hacia él.

Llegó una ráfaga de viento y el batín se le abrió de golpe.

Duchess arrugó la nariz.

—Enseñándosela a una niña. Tendría que llamar a la policía.

Brandon no le quitó los ojos de encima mientras Robin la cogía de un brazo y se la llevaba de allí.

—¿Has visto que a Walk le temblaban las manos? —preguntó el pequeño.

—Siempre le tiemblan más por la mañana.

—¿Por qué?

Duchess se encogió de hombros, aunque conocía la respuesta. Los problemas que tenían Walk y su madre, y cómo los gestionaban.

—¿Mamá te dijo algo anoche, cuando yo estaba en mi cuarto...?

En aquel momento, Duchess estaba ocupada haciendo los deberes: su árbol genealógico. Robin aporreó la puerta de pronto y la avisó de que mamá estaba otra vez mal.

—Había sacado las fotos... —siguió el chico— las viejas fotos con Sissy y el abuelito.

Robin se había enterado de que tenía un abuelo, aquel hombre alto que aparecía en las fotos, la primera vez que las vio. Le alegraba saberlo, aunque no lo hubiese conocido y su madre prácticamente no hablara de él. Necesitaba contar con gente, aunque fueran sólo nombres vacíos, para sentirse menos vulnerable. Ansiaba tener primos y tíos, disfrutar de partidos de fútbol y barbacoas los domingos, como los demás niños de su clase.

—¿Sabes algo de Vincent King?

Duchess lo cogió de la mano mientras cruzaban hacia la calle Fisher.

—¿Por qué lo preguntas? ¿Qué sabes tú de él?

—Que mató a la tía Sissy hace treinta años, en los setenta, cuando los hombres llevaban bigote y mamá se peinaba muy raro.

—Sissy no era nuestra tía en realidad.

—Sí que lo era —repuso simplemente Robin—. Se parecía mucho a ti y a mamá. Era igualita.

Duchess se había enterado de lo esencial de la historia a lo largo de los años, de labios de su madre, cuando la contaba arrastrando las palabras, y por sí misma, en la biblioteca de Salinas, donde había estado trabajando en su árbol genealógico durante la primavera anterior. Había dado con las lejanas raíces de los Radley, y el libro se le había caído al suelo el día que estableció la relación con un forajido prófugo de nombre Billy Blue Radley. Se trataba del tipo de hallazgo que la enorgullecía: fue un placer subir a la tarima y contárselo a la clase entera. Sin embargo, por la parte de su padre no había nada más que un interrogante que la llevó a discutir agriamente con su madre. Star se había quedado embarazada no una, sino dos veces, de sendos desconocidos y se las había arreglado para quedarse soltera y con dos niños que durante toda la vida iban a preguntarse qué sangre corría por sus venas.

—Puta... —murmuró Duchess aquella vez.

Lo pagó con creces: un mes entero encerrada en casa.

—¿Te has enterado de que Vincent King sale hoy de la cárcel?

Robin se lo dijo en un susurro, como si se tratara de un grave secreto.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Ricky Tallow.

La madre de Ricky Tallow trabajaba en la comisaría de Cape Haven.

—¿Qué más te ha dicho Ricky?

Robin desvió la vista.

—¿Robin?

—Que tendrían que haberlo freído por lo que hizo, pero entonces la señorita Dolores se puso a gritarle.

—«Tendrían que haberlo freído.» ¿Sabes lo que quiere decir?

—No.

Duchess lo cogió de la mano y cruzaron hacia Virginia Avenue, donde los solares eran algo mayores. El pueblo de Cape Haven estaba organizado de cara al mar, y el valor del terreno disminuía contra más alejado se hallara de la costa. Duchess tenía claro cuál era su lugar: no era casual que su casa estuviera en la calle más alejada del océano.

Formaron detrás de un grupo de niños. Duchess los oyó hablar de los Lakers y de las últimas contrataciones.

Cuando llegaron a la entrada, volvió a atusarle el pelo a Robin y se aseguró de que tuviera bien abotonada la camisa.

—Pórtate bien, ¿eh?

—Claro.

—No le cuentes a nadie lo de mamá.

Lo abrazó, le dio un beso en la mejilla y luego un empujoncito para que entrara. No le quitó los ojos de encima hasta que la señorita Dolores se hizo cargo de él. Entonces, se marchó por la acera llena de niños.

Agachó la cabeza mientras pasaba frente a un grupito sentado en unos escalones: Nate Dorman y sus amigos.

Con el cuello de la camisa subido y las mangas de la camisa arrolladas sobre los flacos bíceps, Nate le espetó:

—He oído que tu madre ha vuelto a joderla.

Risas.

Duchess se dio la vuelta y se plantó delante de él.

Nate no se arredró.

—¿Pasa algo?

Duchess lo miró a los ojos.

—Para que lo sepas, yo soy una forajida: Duchess Day Radley. Y tú, Nate Dorman, eres el cobarde de esta película.

—Estás loca.

Duchess dio un paso hacia él. Lo miró tragar saliva.

—Vuelve a mencionar a alguien de mi familia y te corto la cabeza, hijo de puta.

Nate trató de responder con una risa sardónica, pero no lo consiguió. Corrían rumores sobre esa chica: a pesar de la cara bonita y el cuerpo liviano, a veces se le cruzaban los cables hasta tal punto que ni sus amigas se atrevían a intervenir.

Duchess lo apartó desdeñosamente de su camino y lo oyó espirar pesadamente a sus espaldas mientras seguía andando hacia la escuela con los ojos ardiéndole tras otra noche de tormento.