30

Walk despertó sentado frente al escritorio. Los rayos del sol caían sobre los papeles en desorden. Le costó trabajo erguirse en el asiento: el dolor era tan intenso que a punto estuvo de gritar. Encontró las pastillas en el cajón y tragó dos sin agua.

Había hecho que Leah le comprase una camisa, una chaqueta y unos pantalones nuevos. La báscula indicaba que había perdido once kilos.

Alguien aporreaba la puerta. A saber cuánto rato llevaba, pero había algo de frenético en su forma de llamar.

Se levantó como pudo, trató de estirarse y el dolor casi le hizo vomitar. Respiró hondo, hinchando el pecho mientras salía del despacho y encogiéndose nuevamente al ver que sólo era Ernie Coughlin, el de la ferretería.

—Buenos días.

Walk lo invitó a pasar, pero Ernie no cruzó el umbral.

—¿Dónde está el carnicero? —le espetó con las manos en los bolsillos de su bata marrón.

Walk lo miró sin entender.

—El carnicero —repitió Ernie—. Son más de las siete y él siempre vuelve de las vacaciones el mismo día, todos los años. ¿Cómo es que la carnicería está cerrada?

—Estará cazando por ahí —aventuró Walk—. Quién sabe, es posible que se haya cogido un día más.

—El muy estúpido... mira que andar persiguiendo pavos. ¿A quién se le ocurre? Hace veintidós años que heredó el negocio de su padre, Walk. Veintidós años que llevo comprándole las salchichas para el desayuno. Las compro, cruzo la calle y Rosie me las prepara con sus tres tortitas, su sirope de arce y dos tazas de café fuerte.

—¿No puedes comer otras salchichas? Que Rosie las compre en el supermercado, digo yo.

Ernie se lo quedó mirando con disgusto.

—¿Has leído el periódico? Van a construir nuevas casas en las afueras. Acabarán por destrozar el pueblo. Supongo que votarás en contra, ¿no es así?

Walk asintió con la cabeza. Bostezó y se remetió los faldones de la camisa bajo los pantalones.

—Voy a ver qué pasa con Milton.

Ernie negó con la cabeza, se dio la vuelta y se fue.

Walk regresó a su escritorio y llamó a Milton, pero saltó el contestador. Luego volvió a las cintas de seguridad de Cedar Heights. Moses, el de la caseta de entrada, se las había dado sin poner muchos reparos; ni siquiera exigió las órdenes del juez, que Walk, por supuesto, no tenía.

En la pantalla apenas se percibía movimiento, pero la calidad de la imagen era tan penosa que tenía que prestar mucha atención por si alguien se había marchado a pie. Ignoraba las franjas temporales en que debía buscar, por lo que seguramente iba a tener que pasarse varios días observando las grabaciones. Vio transcurrir un día entero ante sus ojos: el cartero, el vecino al volante de su Ford...

Al cabo de una hora por fin dio con algo. Ralentizó las imágenes y las observó tres veces. Conocía muy bien esa vieja camioneta Comanche. Entornó los ojos y alcanzó a distinguir la calcomanía pegada detrás: la silueta de un ciervo. Era Milton.

Observó con interés mientras se alzaba la barrera y después buscó poniendo las imágenes en cámara lenta. Tres horas más tarde, cuando la camioneta había salido, el ángulo de la imagen era peor, pero no había dudas de que se trataba del mismo vehículo.

Al cabo de otras tres horas de grabación se veía llegar un sedán más que parecido al de los hombres que andaban buscando a Darke.

Los vio salir diez minutos después.

A Boyd le costó diecinueve minutos coger por fin el teléfono, pero luego necesitó sólo dos para negarle a Walk una orden de registro de la casa de Darke. Walk mencionó que había dos tipos buscándole, pero se sintió como un novato estúpido cuando Boyd le pidió la matrícula del coche: Walk no conseguía discernir los números en la pantalla.

Colgó, se aflojó el nudo de la corbata y empezó a darse de cabezazos contra el escritorio hasta hacerse daño.

—Algo me dice que llego justo a tiempo.

Levantó la mirada, vio a Martha y se las compuso para sonreír. En la mano llevaba el maletín lleno de carpetas.

—¿Tienes algo de beber en este agujero? —preguntó dejándose caer en el asiento situado enfrente.

Walk abrió un cajón y sacó una botella de Kentucky Old Reserve: un regalo que le había hecho una veraneante por haberse ocupado de vigilar su casa durante los meses del invierno. Dio con un par de tazas de café y sirvió un poco para cada uno.

La contempló mientras bebía a la espera del ligero rubor que solía aparecer en sus mejillas, el mismo que mostraba cuando se enfadaba o se ilusionaba por algo. Martha May: seguía conociéndola a la perfección.

—Bueno. Pues no he encontrado nada —anunció ella con un énfasis excesivo.

—¿Y has venido hasta aquí para decírmelo?

—Quizá también tenía ganas de verte.

Walk sonrió.

—¿En serio?

—Claro que no. Te he traído algo de comer —abrió el bolso y sacó un recipiente de plástico.

—¿De qué se trata, si puedo preguntar?

—Un poco de pasta que ha sobrado, nada más.

—¿Y...?

—Nada.

Walk parpadeó esperando la respuesta.

—Vale, pimienta cubanela —repuso ella finalmente—. Una pimienta para freír que ni pica ni es pimienta ni es nada. Tienes que comer, Walk. Cada vez estás más flaco. Me preocupas, ¿sabes?

—Y yo agradezco que te preocupes por mí.

Martha se levantó y empezó a pasearse por el despacho. Le contó unas cuantas cosas que él ya sabía, volvió a tomar asiento y él entonces le habló de Darke y de las cintas de seguridad.

—Tendrás alguna hipótesis, ¿no?

Walk se frotó el cuello.

—No, la verdad. Todavía no. Quiero registrar la casa de Darke y averiguar a quién está haciéndole todos esos pagos. Si no puedo detenerlo por lo de Hal o lo de Star, haré que lo empapelen por cualquier otra cosa. A ese sujeto lo voy a poner fuera de circulación.

—Si el del tiroteo en Montana era él, es muy posible que esté muerto.

—Si conseguimos demostrar que estuvo en Montana, entonces podremos establecer una vinculación con el asesinato de Star. Es posible que el chaval oyera algo y que Darke quisiera matarlo por eso. Podemos usarlo. Sólo necesito una prueba tangible.

—¿La transferencia bancaria?

—He llamado al director de la sucursal, pero no va a decir una palabra sin un mandamiento judicial. Era de esperar.

—Es el First Union. Igual te conviene apuntar más abajo: quizá podrías hablar con uno de los cajeros.

Walk arqueó la ceja.

—¿Qué pensabas? ¿Que no sé moverme por el mundo? Para que lo sepas, en mi trabajo tengo que sacarles los cuartos a un montón de padres divorciados que esconden sus ingresos para no pagarles la pensión a sus ex mujeres. Y en esos casos, lo mejor es ir directamente a las fuentes.

—¿Y funciona?

—No siempre. Todo se reduce a pedir un favor con la idea de que un día vas a devolverlo. Así es la vida de una abogada. Tú conoces a toda la gente de este pueblo, Walk. Seguro que hay alguien a quien puedas acudir.

Caminó por la calle Mayor cabizbajo ignorando los saludos de la gente. Tan sólo se detuvo cuando Alice Owen le bloqueó el paso con la perrita en los brazos.

—¿Puedes cuidármela un momento, Walk? Tengo que entrar en...

—Tengo prisa, Alice.

—Un minuto nada más.

Ella le arrojó la perra a los brazos y entró en la charcutería de Brandt. Walk la vio charlar con la chica del mostrador, seguramente pidiéndole alguna monstruosidad de soja de la máquina que acababan de comprar mientras se decidía por alguno de los quesos carísimos que vendían. Miró a la perra, que de inmediato le enseñó los dientes, y luego otra vez a Alice, sumida en una animada cháchara con Bree Evans.

Miró la placa que llevaba prendida en la pechera de la camisa y maldijo su suerte, su perra suerte, la vacía existencia que le había tocado vivir.

Dejó a la perra en la acera, le soltó la correa del pescuezo y la tiró a la papelera.

La perrita lo miró con la confusión pintada en sus ojos bulbosos y, a continuación, no sin algo de recelo, miró el campo libre alrededor, respondió a la llamada de la selva y se marchó al trote por la calle Mayor.

Walk también se marchó, atajó por un solar vacío, se masajeó las manos y enderezó la espalda. Así estaban las cosas a estas alturas, eso era lo que tenía para ofrecer al mundo: hincharse a pastillas y andar medio atontado por la vida sin poder concentrarse en nada.

Se detuvo al llegar frente a la vieja casita. La estudió con atención. No había visto que hubieran estado haciendo obras, ni siquiera sabía que la casita había sido restaurada. Había caído en la cuenta una hora después de que Martha se marchara de la comisaría, mientras estaba ocupado releyendo entrevistas por enésima vez.

Dee Lane.

Dee había conocido a Darke en el banco First Union, donde trabajaba como cajera desde siempre. Walk había llamado a Leah al advertir que no tenían actualizada la dirección de Dee y se quedó preocupado al enterarse de que ésta seguía residiendo en la casita destartalada de Fortuna Avenue propiedad de Darke, quien se proponía venderla.

Pero la casa ya no estaba en mal estado. Las ventanas y el porche habían sido restaurados, la pintura de la madera todavía brillaba. Gran parte del césped y las flores del jardín estaban recién plantados y también había una valla: había orgullo en lugar de desolación.

Dee le abrió la puerta sin darle tiempo a llamar. Sonrió ligeramente, se hizo a un lado y lo dejó entrar.

El interior estaba como siempre. En lugar de las cajas de cartón por todas partes, vio una vida ocupando su lugar, las fotos y los muebles en sus sitios correspondientes. Dee fue a preparar café. Él le preguntó si podía ir un momento al baño y subió por las escaleras. En la habitación de la hija mayor había un banderín de la universidad de Yale. Hacía mucho que no las veía, pero las dos niñas tenían fama de ser listas. El cuarto de la menor estaba recién pintado de rosa y la cama tenía una colcha nueva. El gasto no resultaba obsceno, pero la tele y el ordenador también eran nuevos. Antes sabía el nombre de las dos chicas, pero ahora mismo no los recordaba en absoluto.

Volvió a la planta baja y Dee lo llevó al jardín, donde se sentaron ante una mesita.

—Sé lo que estás pensando —dijo ella.

—Me alegro de que Darke te deje seguir viviendo en tu casa de siempre. Pensaba que ya la habría echado abajo con la idea de sacarse unos cuantos miles de dólares.

Dee bebió un sorbo y contempló las aguas del océano como si también fueran nuevas, y no algo viejo que sólo ella veía por primera vez.

—La vista es impresionante —comentó él.

—Y que lo digas. Sigo asombrándome al verla por las mañanas. Y últimamente me levanto muy temprano, a las cinco, a las seis... y también me encanta contemplar la puesta de sol sobre el mar. ¿Verdad que es bonita, Walk?

—Ya lo creo.

Dee prendió un cigarrillo y tragó el humo como si fuera lo único que podía hacer para no ponerse a gritar. Walk sabía lo que ella había hecho, y ella sabía que él lo sabía. Pero no por ello dejaba de ser necesario que representaran sus papeles en la más tediosa de las comedias.

—Y bien, Dee. Aquella noche estuviste con Darke, ¿verdad? La noche en que mataron a Star de un disparo.

Dee frunció la nariz con disgusto, como si la pregunta fuera innecesaria.

—Ya lo hemos hablado antes, ¿no?

—Cierto.

—Se te ve cansado, Walk.

Walk trató de controlar el temblor de la mano, que terminó por esconder bajo la mesa. Se ajustó las gafas de sol sobre el puente de la nariz, aunque el cielo se estaba cubriendo.

—Darke estuvo aquí esa noche. ¿Y qué hicisteis? Recuérdamelo, anda.

—Follar —dijo ella sin emoción en la voz.

En otros tiempos él se hubiera ruborizado. Ahora, en cambio, se limitó a sonreír con cierta tristeza. Walk se hacía cargo: no había odio allí.

—Me he pasado la vida trabajando como una burra... —Dee aspiró el humo del cigarrillo—. Siempre he pagado los impuestos, he cuidado de mis niñas. No maté a mi marido por mucho que me pusiera los cuernos, no he robado nada a nadie.

Walk bebió un sorbito de café. Estaba demasiado caliente para saborearlo.

—¿Tú sabes cuánto gano al año, Walk?

—No lo suficiente.

—Mi ex no me paga la pensión de mis hijas, ¿sabes? Tiene todo su dinero escondido para no tener que pagar lo que debe a las niñas que trajo al mundo. —Dee bajó la vista—. Y bien, ¿qué pasa con los hermanos Radley? ¿Están...?

—Su madre ha muerto.

—Por Dios, Walk —la mujer se mesó el cabello. Tenía las muñecas finas, con las venas abultadas—. Te has propuesto amargarme el día. Ya tenéis al asesino, ¿no?

—¿No se te ocurrió preguntar dónde pudo estar Darke esa noche?

Dee echó la cabeza hacia atrás, entreabrió la boca y exhaló una nubecilla de humo.

—Espero que por lo menos consiguieras que te lo pusiera todo por escrito, para no llevarte sorpresas.

—No sé de qué me estás hablando.

Dee lo miraba con lágrimas en los ojos.

—Podría llamarte como testigo ante el juez, que te vieras obligada a prestar declaración. ¿Tú sabes qué condena puede caerte por perjurio?

Walk quizá podría demostrar que Darke había mentido, pero con eso tampoco ganaría una mierda, no sin tener algo mucho más sólido.

Dee cerró los ojos.

—No tengo más familia. Mis dos hijas y yo estamos solas en el mundo, completamente solas.

Walk no estaba dispuesto a separar a una madre de sus hijas: era un precio excesivo. Lo había aprendido hablando con Hal sobre Duchess y Robin.

—Necesito un favor. Es posible que no sirva de nada, pero tengo que intentarlo.

Dee asintió con la cabeza sin preguntar de qué se trataba.

Walk le tocó la mano y Dee lo agarró con fuerza, como si lo último que quisiera fuese soltarse, como si la mano de Walk pudiera absolverla de sus pecados.