32

Se acostumbraron a llevar una existencia fragmentada. Por las mañanas seguían en silencio a Mary Lou y a su hermano, unos pasos por detrás, mientras éstos iban encontrándose con sus amigos de camino al colegio. A veces todos se daban la vuelta, cuchicheaban y se reían. Un día, Duchess resbaló al caminar por la acera helada, se desgarró los vaqueros y se hizo un raspón en la rodilla. Nadie se detuvo a ayudarla. Reemprendió el camino en silencio, cojeando, con su mochila y la de su hermano en las manos.

La señora Price puso una sábana de plástico en la cama de Robin. La maldita sábana crujía tanto por las noches que Robin terminaba por despertar y colarse en la cama de Duchess.

Conocieron a dos parejas.

Primero, al señor y la señora Kolene. Duchess supo desde el primer momento que Shelly había tenido que insistir para que se sentaran a una de las mesas de madera que había en el parque de Twin Elms Avenue. Duchess estuvo empujando a su hermano en el columpio mientras los Kolene y Shelly bebían café de un termo y los contemplaban como si fueran dos animales en un zoológico.

—¿Por qué coño nos miran de esa forma? ¿Es que quieren que nos pongamos a hacer monerías?

—No hables tan alto, que van a oírte.

Duchess se sonó la nariz ruidosamente con un pañuelo de papel y volvió a columpiar a su hermano mientras Shelly la contemplaba sonriente.

—El tío parece un bibliotecario.

—¿Por qué lo dices?

—Por esas gafas que me lleva, y el chalequito de punto. Esos dos son muy mayores para tener hijos, de ahí que estén planteándose adoptarnos. El hombre igual tiene un esperma que no vale, o ella es más estéril que el Mojave.

—¿Qué significa estéril?

—Que no le funciona...

—Parece estar sana.

—Rezuma amargura por todos los poros. Tendrían que haber congelado unos óvulos. No nos querrá como es debido.

—Pero no ha venido nadie más...

—Ya vendrán. Shelly nos dijo que tuviéramos paciencia, ¿recuerdas?

Robin bajó la vista.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Bueno, supongo que todo saldrá bien.

—A estas personas las miran con lupa, no creas. Y les dan clases y todo para que se lo curren y sean unos buenos padres.

Se puso a empujarlo con renovados bríos hasta que la cadena del columpio empezó a chirriar entre los gritos y carcajadas. A Duchess la maravillaba su capacidad de adaptación, la forma en que les sonreía al señor y la señora Price con el fin de ganárselos.

Por su parte, hacía lo posible por controlar su temperamento. No decía nada cuando Mary Lou sonreía burlona o Henry se negaba a jugar con Robin. Había sepultado aquella parte de su ser que insistía en pensar en Hal y en la forma en que había muerto, en su madre y en la forma en que había muerto. Veía viejas películas del Oeste, leía libros e iba haciéndose a la idea de que la vida humana podía verse tan ensombrecida por la sed de venganza como para oscurecer todo cuanto había de bueno en una persona.

El recuerdo de Walk era lo que evitaba que cometiese alguna tontería: Walk era quien la empujaba por el buen camino, llevándola hacia el futuro sin quedarse anclada en el presente. Walk le recordaba que los hombres podían ser buenos. Pensaba en él y se abstenía de plantarse frente a los Shelly y los Kolene para decirles que se fueran a tomar por culo de una vez, que llevaba toda la vida cuidando a Robin y que ni en sueños iba a dejar de hacerlo. La señora Kolene saludó con la mano, Robin sonrió de oreja a oreja y le devolvió el saludo con entusiasmo, como si no se diera cuenta de lo que en realidad estaba pasando. Los Kolene apenas les habían dirigido la palabra, contentándose con formular un par de preguntas con su acento del Medio Oeste, aunque quién sabe de dónde exactamente. Eran uno de esos matrimonios empeñados en llenar un hueco en sus vidas, pero habían decidido nada más verlos que los hermanos Radley no eran lo que andaban buscando.

—No exactamente —les dijo Shelly al volante mientras volvían a la casa de los Price en coche.

La señora Price se mostró desagradable con ellos esa noche, como si para ella las cosas tampoco estuvieran saliendo según lo esperado, como si empezara a cansarse de ellos y quisiera un par de caras nuevas, más jóvenes, para lucir en la iglesia los domingos.

El encuentro con el siguiente matrimonio no fue mejor. El señor y la señora Sandford: un coronel del ejército retirado y un ama de casa que no tenía nada que hacer.

Sentados en el banco junto a Shelly, estuvieron hablando de tonterías mirando a los hermanos de vez en cuando. El coronel no dejaba de reír y de palmearle la rodilla a su esposa con tanta fuerza como para dejarle marca.

—Este hombre nos pegará —dijo Duchess de pie junto al columpio.

Robin se la quedó mirando.

—Hará que te cortes el pelo al cero y te alistes en el ejército.

—Igual ella te enseña a hacer pasteles —dijo el pequeño.

—¡Serás hijo de puta!

—Huy, creo que te han oído.

Levantaron la vista y, en efecto, el coronel estaba observándolos. Duchess hizo un remedo de saludo militar. Shelly sonrió con nerviosismo.

• • •

El deshielo llegó a principios de marzo.

Cada noche, Duchess se sentaba frente a la ventana a contemplar el continuo gotear del tejado mientras los colores volvían poco a poco a Montana. Por las mañanas hacía sol, un sol frío, pero sol al fin y al cabo. El hielo se fundía en las aceras, los jardines emergían, las matas de guillomos iban del pardo al blanco en flor, proyectándose hacia el firmamento. Duchess veía el cambio, pero no encontraba belleza en ninguna parte.

Su pequeña vida transcurría en piloto automático, sin sentimientos, de tal manera que a veces no llevaba la cuenta de los días. Cuidaba de Robin, lo llevaba a la escuela y hacía caso omiso de Mary Lou y su secuaz, Kelly, quienes se mofaban de sus zapatos y su camiseta, de la marca de los vaqueros que vestía. Shelly iba una vez por semana y de vez en cuando los llevaba a tomar helados. Una vez incluso los llevó al cine. Robin fantaseaba con la nueva familia: cómo el padre sería igual que Hal y le enseñaría a pescar y a jugar al béisbol. Era una convicción a la que se aferraba con todas sus fuerzas, con mayor ansia cada día.

Un sábado, Shelly los llevó a ver el rancho. Iba a pasar un tiempo antes de que cayera en manos de sus nuevos propietarios, así que de momento seguía siendo el rancho de Radley. Por el camino recogieron a Thomas Noble.

Aquella mañana hacía un espléndido tiempo primaveral. Robin llevó a Shelly al corral y le habló de los trabajos que solía hacer. Duchess y Thomas Noble salieron a pasear por los trigales abandonados, llenos de malas hierbas y de terrones. Duchess estaba tan triste que apenas podía articular palabra. A cada nuevo paso que daba se acordaba de Hal, del olor de su cigarro... Subieron al porche, se sentó en la hamaca y empezó a columpiarse entre chirridos de cadenas. Le entraron ganas de llorar, pero no lo hizo. Luego visitó el campo donde solía pastar la yegua gris. La echaba en falta casi tanto como a su abuelo.

Abandonaron el rancho sumidos en un profundo silencio, tan sólo roto cuando Robin se echó a llorar. Duchess le cogió la mano. Cuando llegaron a la casa de los Price se sentaron en la acera sin nada mejor que hacer, mirando a los chavales que pasaban en bicicleta. Empezaba a hacer calor. Aún faltaba un poco para el verano, pero podían presentirlo.

—Tengo a otros —indicó Shelly.

Duchess creyó detectar algo en su voz. Apenas un matiz, pero estaba ahí.

—¿Quiénes son? —quiso saber Robin.

—Se llaman Peter y Lucy. Son de Wyoming, donde yo trabajaba antes. En principio buscan solo un niño, pero, claro, les he explicado que los dos sois muy especiales y...

—Les has mentido —cortó Duchess.

Shelly sonrió.

—Escúchame, por favor. Son de un pueblo pequeño. Él es médico y ella es maestra de escuela.

—¿Qué clase de médico?

—Un médico de verdad.

—¿Un psiquiatra? Lo pregunto porque no tengo ganas de que me revuelvan la mente y...

—Es un médico de cabecera con su propia consulta, un médico normal y corriente, de los que curan a las personas.

—A mí me gustan los médicos —dijo Robin.

Duchess suspiró.

—Podréis conocerlos la semana que viene, si queréis.

Robin dirigió a Duchess una mirada suplicante, hasta que ella asintió.

Fueron por la autovía 5, desde Medford hasta Springfield, en el Prius de Martha.

Unos ciento cincuenta kilómetros después de Salem, dejaron atrás las luces brillantes y el asfalto liso para adentrarse por oscuros caminos rurales llenos de baches que conducían a Marion y a otros puebluchos similares que probablemente no aparecían en los mapas modernos.

Martha dormía. Cuando el camino se suavizaba un poco, Walk se permitía echarle una mirada y al momento volvía a sentir el dolor que lo atormentaba desde el día en que ella volvió a formar parte de su vida. Su rostro estaba tranquilo, en paz, tan hermoso que él tenía que luchar contra el abrumador impulso de besarla.

El amanecer los sorprendió en la autovía de Calasade. Walk estaba tan agotado que el volante se le fue y el coche casi se pasó al carril contrario. Con delicadeza, Martha estiró la mano y enderezó el volante.

—Tendrías que haber parado para echar una cabezadita.

—Ya me conoces: voy directo, sin paradas.

Mientras conducían hacia Silver Falls contemplaron la lenta irrupción del sol entre las montañas, pintando las tierras de labranza de una decena de tonos de verde. Desayunaron en una cafetería: huevos con beicon y un café tan fuerte que Walk de inmediato se sintió revivir.

—No estamos lejos —comentó Martha mientras examinaba el mapa desplegado en la mesa.

Se dirigían a Unity, una clínica privada situada en Silver Falls. Dickie Darke había estado haciendo pagos a esta entidad desde hacía mucho tiempo, a juzgar por la información bancaria de que disponían. Dee al final había sido de ayuda: la noche anterior había llamado a la puerta de Walk y le había entregado un papelito con el nombre del beneficiario de las transferencias.

Reemprendieron la marcha tres tazas de café después. La cafeína corría por las venas de Walk cuando el parque estatal de Silver Falls apareció ante sus ojos. Siguió las indicaciones de Martha, quien no apartaba la vista del mapa, y los árboles pronto quedaron atrás. Unos peñascos se levantaban sobre unas laderas tan verdes como empinadas. Al pasar junto a unas cascadas, Walk abrió la ventanilla para disfrutar del estruendo del agua.

Una nueva curva y se encontraron ante la verja que daba a los terrenos de la clínica. Walk había llamado de antemano, explicando que le gustaría visitar el lugar. Dio su nombre por el interfono y las puertas se abrieron al momento.

Siguieron por un largo camino hasta que la clínica como tal apareció ante sus ojos. Un edificio moderno, de formas elegantes, con cristales ahumados y ladrillo de arenisca. Bien podría pasar por un edificio de viviendas de lujo enclavado entre los árboles.

Una mujer de apellido Eicher, con quien Walk había hablado por teléfono, los recibió en la puerta con una gran sonrisa y los hizo pasar a un extenso vestíbulo decorado con una escultura moderna que probablemente representaba un águila. En el interior reinaba la calma. Los médicos se paseaban de aquí para allá y las enfermeras pasaban con calma delante de ellos, sin prisas ni estrés. En un principio, Walk creyó encontrarse en una especie de centro de descanso como los que frecuentan los directivos de empresa agobiados, pero Eicher procedió a explicarles el tipo de trabajo que hacían, las complejas necesidades de sus pacientes, los cuidados que el personal ofrecía día y noche.

Caminaba con paso firme a pesar de los veinte kilos que le sobraban y hablaba con un deje curioso, posiblemente alemán, pero matizado por modismos de la zona. En ningún momento preguntó por el paciente que estaban pensando ingresar en la clínica. Por teléfono, Walk se había limitado a hablar de un pariente que se encontraba mal y necesitaba de cuidados médicos, y Eicher lo había invitado a acudir y a echar un vistazo al centro sin ningún compromiso. Valía la pena meditarlo bien antes de ingresar a su familiar en la clínica.

A su lado, Martha se mantenía en silencio, aunque no dejaba de reparar en las vastas salas comunes, los numerosos ascensores, la moqueta tan gruesa que los pies se hundían en ella.

Eicher se explayó sobre la historia de la clínica, su cercanía al parque estatal y la tranquilidad que en ella se respiraba. Estaban preparados para cualquier eventualidad, pues la unidad de urgencias contaba con cinco médicos de guardia y treinta enfermeras.

Los condujo a los jardines, que se extendían hasta las aguas de un arroyo emplazado tras una cerca. Walk reparó en un par de celadores que fumaban junto a unas puertas. Eicher les lanzó una mirada y ambos apagaron los cigarrillos y volvieron al interior.

—¿Puedo preguntar cómo han sabido de nosotros? —dijo la mujer.

—A través de un amigo: Dickie Darke.

Eicher sonrió exhibiendo unos dientes muy blancos, pero con un notorio hueco entre los incisivos centrales.

—El padre de Madeline —dijo.

Walk no hizo comentario alguno.

—Es una chica excepcional. Y el señor Darke es muy valiente, después de todo lo que pasó... después de haber perdido a su mujer de aquella manera. ¿Ustedes conocían a Kate?

Martha respondió de inmediato:

—No lo bastante, la verdad.

De pronto, Eicher pareció triste: la primera grieta en su prístina fachada.

—Kate era de por aquí, ¿saben? Creció en Clarkes Grove. Madeline es su vivo retrato.

Los acompañó por el resto del edificio, les hizo entrega de un folleto y prometió llamarlos en unos días. Walk no necesitaba hacer preguntas: había encontrado lo que quería.

—Por cierto, saluden de mi parte a Dickie —pidió Eicher de repente—. Espero que esté recuperándose bien.

Walk la miró con extrañeza.

—Ah, lo siento —aclaró Eicher—. Me refería a ese accidente que tuvo. Porque Dickie cojeaba la última vez que lo vimos por aquí. Una mala caída, nos dijo.

Walk la miró con atención.

—¿Y eso cuándo fue?

—Hace una semana más o menos. Hay personas que parecen atraer la mala suerte. —Eicher les dedicó una nueva sonrisa, se dio la vuelta y los dejó a solas.

Condujeron una veintena de kilómetros y llegaron a Clarkes Grove, cuya pintoresca calle Mayor era muy semejante a la de Cape Haven. La biblioteca municipal se encontraba al fondo: un edificio bonito aunque algo destartalado, como si sólo sobreviviera gracias a las donaciones de particulares. Dentro no había casi nadie. Era un lugar fresco y algo oscuro, con un olor que devolvió a Walk a sus dos años de estudios en la Universidad de Portola.

La anciana sentada tras el mostrador no apartaba la vista de la pantalla, por lo que entraron en la sala de lectura, equipada con un par de ordenadores. Martha se sentó frente a uno de ellos, muy pegada a Walk, rozando su pierna. Él la miró con atención: la forma en que fruncía el entrecejo, el bombeo de su pecho al respirar.

—Veo que no me quitas el ojo de encima, señor jefe de policía.

—No, no, nada de eso.

—Pues qué lástima.

A Walk se le escapó la risa.

Martha tecleó «Kate Darke» y en la pantalla aparecieron una decena de referencias. Dieron con la noticia precisa y leyeron en silencio: un accidente de tráfico, muerta en el acto. Su hija, Madeline Ann, sufrió gravísimas lesiones cerebrales. Unas cuantas fotos. Tras patinar con el hielo en la calzada, el Ford había salido de la carretera precipitándose por un empinado talud hasta estrellarse contra los árboles, de tal forma que el parabrisas saltó hecho trizas. Detrás, las aguas del lago Eight transmitían una extraña placidez a la imagen del coche destrozado.

Una solitaria foto de la familia en los buenos tiempos.

Martha amplió la imagen y Walk observó la cara de Darke: la expresión gélida, la mirada vacía... ya las tenía de antes, eran visibles en la foto.

—Si no me equivoco, Madeline ahora tiene catorce años —dijo Martha.

—Eso es.

—Dios mío, ha estado nueve años metida en esa clínica, más o menos el tiempo que Darke lleva haciendo sus operaciones. Esta clínica debe de salir por un ojo de la cara.

Walk encontró un segundo artículo de interés, centrado en Madeline, que hacía énfasis en el trabajo realizado en la clínica Unity. Un texto que decía mucho y nada a la vez. La chica seguía con vida porque estaba conectada a una máquina.

Darke estaba esperando un milagro.