Walk se encontró con Martha en la iglesia.
Apoyó la mano sobre la vieja puerta y contempló el agua, las flores en las lápidas...
Martha estaba sentada sola en primera fila con la vista puesta en la vidriera y el púlpito, el mismo lugar que ocupaba todos los domingos cuando su padre era el pastor. Walk tomó asiento en la última fila sin hacer ruido, tratando de no molestarla. Se había pasado la mañana al teléfono. Primero llamó a Boyd, para contarle lo de Milton. Le reveló su vinculación con Darke, el hecho de que salían de caza juntos y la circunstancia de que habían visto a Milton entrando y saliendo de la casa de Darke. No podía mencionar la sangre, pero Boyd le dio a entender que se ocuparía del tema y que obtendría una orden judicial. A continuación telefoneó a Carter, un abogado de Clearlake cuyo contacto le había facilitado Martha. Carter quería ir a la cárcel a hablar con Vincent King, pero Walk no sabía cómo conseguirlo. La vista estaba al caer, faltaban pocas semanas y era imposible preparar una defensa con tan poco tiempo.
—Te necesito, Martha —dijo de pronto, y sus palabras retumbaron en la vieja iglesia. Martha dejó de rezar, pero no se volvió.
Walk caminó hacia ella y se sentó a su lado, frente a la antigua cruz y las tumbas de los vecinos.
—Te necesito en el juicio.
—Lo sé.
Walk bajó la vista y miró su corbata, el pasador dorado, la vieja camisa. Nunca se había sentido tan débil. O quizá siempre se había sentido así y no se había dado cuenta hasta ahora. En su última visita, Kendrick le había aumentado la dosis. No había forma de evitar lo que vendría.
—Cometería errores —dijo ella—, errores garrafales.
—Sé que estoy pidiéndote algo muy difícil.
—Es peor que difícil: es cuestión de vida o muerte. En su día me propuse dar la cara por los demás, ayudar a la gente que atraviesa malas rachas, convertirme en un apoyo cuando las cosas venían mal dadas. Pero él me arrebató eso: mi padre.
—Aún podrías...
Con los ojos empañados de lágrimas, Martha zanjó:
—No quería vivir una mentira.
—Milton, el carnicero, ha muerto. Creo que Darke lo mató, y que mató a Hal para enviar un mensaje a los niños.
—Teme que el crío recuerde lo que pasó.
Walk asintió con la cabeza.
—En este momento, Darke no puede volver aquí porque le debe dinero a cierta gente, gente de cuidado.
Walk había comprobado la matrícula del sedán y esta vez tuvo suerte: el automóvil estaba registrado a nombre de una empresa de construcción con sede en Riverside, y uno de sus directores estaba vinculado a una conocida familia criminal. Los problemas de Darke no iban a desaparecer así como así.
Martha lo miró.
—Habla con Boyd y cuéntale lo que sabes: es preciso proteger a los niños.
—Ya he hablado con él, pero sigue sin creerme.
—Porque sigue estando convencido de que el culpable es Vincent King.
—Pero si lo declararan inocente, si pudiéramos conseguir que lo absolvieran...
—Joder, Walk. Ni el mejor abogado del país podría lograrlo.
—Si Vincent es inocente, a quien busca Darke es a Robin Radley, no a Duchess. —Walk cerró los ojos para no ver los temblores de su mano. Se frotó el cuello, tenía la musculatura tan rígida que le dolía al girar la cabeza.
—¿Vas a contarme lo que te pasa? ¿O crees que no me he fijado? Se te ve cansado, y has perdido mucho peso.
—Es cosa del estrés, no hay más.
—Si lo repites mil veces, igual terminas por creértelo.
—No me hace falta.
Una anciana entró, se arrodilló y se puso a rezar. Quizá eso la ayudara a dormir mejor por las noches.
—Eres un caso, Walk. Yo antes te miraba y leía todo cuanto pasaba por tu mente.
—Quiero volver a ser ese hombre, lo que pasa es que... todo está cambiando. Ya no sé ni dónde estoy. Lo pienso todos los días: el mundo ahora es otro. Antes he pasado junto a los terrenos de los Toller, ¿quién iba a pensar que un día estarían llenos de casas?
—La gente tiene que vivir en algún sitio, Walk.
—Estamos hablando de segundas residencias. El pueblo está cada vez peor.
—A ti te gusta que las cosas no cambien, lo noto en tu casa, en tu despacho... te aferras al pasado con todas tus fuerzas.
—Hubo un tiempo en que todo era mejor. Cuando éramos niños, ¿te acuerdas? Me decía que tenía la vida encarrilada: iba a ser policía en mi pueblo natal, me casaría y tendría hijos. Jugaría al béisbol con ellos, saldríamos de acampada...
—Claro, y Vincent viviría al otro lado de la calle, y vuestras esposas serían buenas amigas. Saldríais juntos de vacaciones, haríais barbacoas, miraríais a vuestros chicos jugar en la playa...
—Aún puedo verlo. De eso hace treinta años y lo veo claramente. Pero no puedo cambiar lo que ha pasado.
—Háblame del Vincent que recuerdas.
—Hacía lo que fuese por mí, era un amigo leal a más no poder. Siempre tenía chicas detrás, pero para él Star era la única. Era rápido con los puños, pero nunca empezaba una pelea. A veces desaparecía, incluso durante varios días, y yo sabía que era por su padre, pero también era muy divertido. Era mi mejor amigo, mi hermano. Es mi hermano.
Walk tampoco conseguía ver en los ojos de Martha lo que estaba pensando. El sol brillaba en el exterior, los pájaros trinaban.
—Y estaba convencido de que me casaría contigo, Martha, ¿lo sabes?
—Lo sé.
—Siempre estoy pensando en ti. Al levantarme por las mañanas y al acostarme por las noches.
—La masturbación es un pecado.
—No hables de masturbación en la iglesia.
—Te gusto porque te doy seguridad, Walk. Soy tu espejo. No cambio ni te vengo con cosas raras. Siempre fui una persona sencilla, alguien en quien podías confiar, hasta que tu idílica infancia saltó por los aires.
—Eso no es verdad.
—Sí que lo es, pero no pasa nada. Tú y yo nos dedicamos a ayudar a los demás, Walk. No hay mejor forma de vivir.
—O sea que vas a hacerlo.
Ella no respondió.
—¿Tú crees que estuvimos juntos en una vida anterior?
—Ésta todavía no se ha acabado, jefe.
Y buscó las manos de Walk para calmar los temblores con la calidez de las suyas.
Peter y Lucy los recogieron en la puerta de la casa de los Price.
Shelly estaba sentada en el asiento de atrás del monovolumen revisando unos papeles. El vehículo se puso en marcha.
Peter y Robin hablaron sin parar durante el trayecto, sobre Jet (¡cuánto miedo le tenía a los pájaros!) y sobre un paciente de Peter que había sufrido hipo durante un año entero.
—¿En algún momento trataste de darle un buen susto? —preguntó Robin.
—Peter asusta a cualquiera sólo con la cara —dijo Lucy.
Le hizo un guiño a Duchess a través del retrovisor y ella le correspondió con una sonrisa, pero no logró reírse. Poco antes, Mary Lou le había espetado que ya podía olvidarse de sus sueños. ¿Un médico y su mujer, decía? Ni por asomo iban a estar dispuestos a meter a una chica problemática en su casa, una tía rara que sacaba malas notas y a la que le gustaba jugar con armas. Duchess bajó la vista sin responder y siguió comiéndose los cereales del desayuno mientras Mary Lou se levantaba y, con gesto terminante, desenchufaba la televisión, pese a que los hermanos la estaban viendo.
Peter detuvo el vehículo en la cuneta un momento. Lucy y él consultaron una guía de viaje y se volvieron hacia el asiento trasero.
—Ahora tomaremos la carretera Going-to-the-Sun, como si estuviéramos yendo hacia el sol. ¿Preparados?
—Preparados —aprobó Robin.
Peter miró a Duchess y sonrió.
Robin apretó la mano de su hermana.
—Preparados.
La carretera Going-to-the-Sun se extiende a lo largo de setenta kilómetros y discurre entre unos peñascos imponentes. Atravesaron el túnel hasta ver la luz otra vez entre dos montañas que se abrían como cortinas en un escenario. Avanzaron entre unos precipicios que daban vértigo por una carretera que serpenteaba y no parecía llevar a ninguna parte. Era como estar en una montaña rusa, con unas vistas tan espléndidas que, de tanto en tanto, Duchess tenía que cerrar los ojos.
Atravesaron valles flanqueados por cascadas estruendosas, sembrados de flores multicolores. Descendieron por una ladera muy pronunciada hacia unos lagos de aguas cristalinas entre altos pinos que parecían aferrarse con todas sus fuerzas para no caerse.
Lucy echó mano a una cámara Nikon y se puso a hacer una foto tras otra.
En el asiento posterior, Shelly posó la mano en el hombro de Duchess y lo apretó afectuosamente, como si se hubiera dado cuenta de que ella lo necesitaba.
Se detuvieron al llegar al glaciar de Jackson. Lucy sacó una cesta de pícnic del maletero y extendió una manta sobre la hierba. Robin se sentó junto a Peter. Comieron sándwiches y patatas fritas, bebieron zumo y contemplaron el pequeño oleaje de la laguna.
—Al abuelo le habría gustado estar aquí —dijo Robin.
Duchess acabó de comerse su sándwich, le dio las gracias a Lucy y se esforzó en sonreír. Había momentos en los que se sentía lejos de todo, muy lejos de su verdadero hogar, que estaba por ahí, esperándola, pero al que no sabía cómo llegar. Se secó los ojos con la manga del vestido y reparó en que Lucy estaba observándola y posiblemente preguntándose hasta qué punto estaba jodida. ¿De verdad estaba dispuesta a aceptarla en su vida para siempre?
—¿Estás bien, Duchess? —le preguntó.
—Sí, gracias.
Duchess quería sonar sincera, pero no sabía cómo hacerlo. Le habría gustado que entendieran que podía vivir con ellos sin meterse con nadie, sin montar follones, sin molestar en absoluto, siempre que quisieran a su hermanito y cuidaran bien de él.
Se levantó y caminó hasta la valla. Asomó la cabeza y contempló las aguas poco profundas y el fondo de piedra azulada, las exuberantes flores púrpura, el denso pinar.
Lucy se acercó, pero no dijo nada, cosa que Duchess agradeció.
Durante el trayecto de vuelta se detuvieron un par de veces para dejar que pasaran unas cabras de las Rocosas y unos borregos salvajes.
—¿Y si se caen por el precipicio? —preguntó Robin.
—No te preocupes —dijo Peter—: soy médico.
Lucy negó con la cabeza y suspiró.
Duchess estudió a Peter, su forma cautelosa de conducir, su sonrisa natural. Pensó en una existencia ordenada en la que todo encajaba a la perfección. Peter transmitía calma, sosiego. Metido en su propio mundo, seguramente no prestaba mucha atención a la gente con que se cruzaba por la calle. Se dijo que sería un buen padre para Robin.
Al llegar, Robin abrazó a Peter con fuerza rodeándole la cintura con los bracitos. Y Duchess vió la mirada que cruzaban Peter y Lucy.
Y lo supo con certeza.
Robin y ella por fin habían encontrado su nuevo hogar.