36

La casa era impresionante, construida en falso estilo griego, con unas columnas dóricas tan altas que a su lado Duchess se sintió pequeñísima.

Una hectárea de césped bien cortado se extendía hasta una arboleda de álamos cuyas verdes hojas destacaban contra el cielo de primavera. Duchess se sentó con Robin en un banco mientras unas avionetas dibujaban franjas en el cielo. Shelly se encontraba dentro, hablando con una mujer negra y enorme llamada Claudette, quien por lo visto estaba a cargo de ese hogar de acogida para jóvenes.

Robin guardaba silencio, resignado a su suerte desde que habían llegado al centro, pero lo bastante nervioso como para no soltarse de la mano de su hermana.

—Lo siento —dijo ella.

En su voz había tanta pesadumbre que el pequeño apoyó la cabeza en su hombro.

Había unas niñas ocupadas en un juego complicado que involucraba una pelota, tres aros y un bate. Duchess llevaba veinte minutos contemplándolas y aun no entendía las reglas, pero comprendía las miradas: eran niñas como ella, jodidas. No se molestaron en sonreír o saludarlos con un gesto, iban a lo suyo como si les bastara con llegar al final de cada día. Junto a la entrada, una mujer estaba contemplando el caserón con una niña de la edad de Robin de la mano. Tenía la cara consumida de los drogadictos.

Media hora después, Duchess y Robin estaban almorzando en un comedor que olía a centenares de comidas engullidas por centenares de niños. Robin comía con desgana.

Había una sala común con una televisión encendida en un rincón. Acomodadas en un sofá marrón, un par de chicas veían la película y comían palomitas de maíz sin hacerse mucho caso entre ellas.

En otro rincón había un baúl atiborrado de juegos y juguetes, desde rompecabezas hasta cubos de construcción.

—Ve a jugar un poco, anda.

Robin fue al baúl, rebuscó en el interior y sacó un libro ilustrado dirigido a niños menores que él. Tomó asiento en el suelo con las piernas cruzadas y se puso a hojearlo olvidándose de su hermana y de la habitación donde se encontraba.

Duchess encontró a Shelly en el pasillo.

—Soy consciente de lo que he hecho —dijo—, la he jodido hasta el fondo y...

Shelly quiso tomarla del brazo, pero Duchess dio un paso atrás.

—¿Y ahora qué va a pasar?

—Pues...

—Dímelo, Shelly. Dime qué va a ser de mi hermano y de mí.

—Éste es un hogar para chicas, ¿te has fijado?

Duchess negó con la cabeza, incrédula.

Shelly levantó la mano para tranquilizarla.

—Pero debido a su edad, Claudette va a dejar que Robin se quede también.

Ella suspiró con alivio.

—¿Y qué pasa con Peter y Lucy?

Shelly tragó saliva y desvió la mirada hacia Robin, hacia cualquier lugar que no fueran los ojos de Duchess.

—¿Les contaste lo sucedido?

—No me quedó más remedio. Peter... es médico, y Lucy trabaja en un colegio. Eso que dijiste del señor Price. Como comprenderás, no pueden correr el riesgo de...

—Me hago a la idea.

—Seguiremos buscando, acabaremos por encontrar el lugar indicado.

—Yo no encajo en ningún lugar.

Vio la tristeza reflejada en los ojos de Shelly y estuvo a punto de venirse abajo.

Robin apareció en el pasillo. Los tres subieron por las escaleras.

Pasaron por delante de unos dormitorios con chicas dentro. Una de ellas le estaba leyendo un cuento en voz alta a su hermanita, quien escuchaba con atención. Las paredes estaban pintadas en tonos pastel. En los tableros de corcho había imágenes congeladas en el tiempo, fotos familiares de familias rotas.

La habitación que les habían asignado tenía las paredes blancas y el tablero de corcho estaba vacío: sus vidas allí aún no habían sido escritas. Había dos camas cubiertas con colchas de colores que Duchess juntaría más tarde, una cómoda y un armario vacío, un cesto para la ropa sucia. La moqueta consistía en piezas cuadradas que encajaban como en un rompecabezas y que eran fáciles de quitar si se ensuciaban.

—¿Os ayudo a deshacer las maletas? —preguntó Shelly.

—Ya lo haré yo.

Robin fue a mirar por la ventana, pero luego corrió las cortinas para no dejar entrar la luz del atardecer. Encendió una lámpara, se subió a una de las camas y se hizo un ovillo.

—¿Cuándo viene Peter? —preguntó.

Shelly miró a Duchess y ésta le dijo que ya podía marcharse. Respondió que volvería al día siguiente para cerciorarse de que todo estaba en orden.

Duchess se acercó a su hermano y le puso la mano en el hombro.

—Peter y Lucy... —dijo.

Robin se apartó, se sentó y la miró fijamente. Duchess no dijo nada más, limitándose a negar con la cabeza.

Robin se puso de pie y la maldijo una y otra vez, la insultó con todas las palabras malsonantes que conocía y terminó por soltarle una bofetada que se estrelló en su mejilla con fuerza. Duchess se mantuvo inmóvil, con los ojos cerrados, mientras su hermano aullaba de rabia y le gritaba la clase de verdades que ya no le hacían daño. Porque ella ya lo sabía: era una mala hermana, una mala persona. El pequeño lloraba estremeciéndose, hundiendo la cara en la almohada, berreaba sin remedio porque le habían arrebatado la vida que había tenido a su alcance durante unas pocas, maravillosas semanas.

Duchess notó que la sangre manaba por su mejilla, allí donde había recibido el bofetón. Aguardó a que su hermano se quedara sin lágrimas, lo que llevó su tiempo. Finalmente se quedó dormido. Ella le quitó las zapatillas y lo cubrió con la manta, luego se preocupó porque no le había hecho cepillarse los dientes.

Por la noche oyó unos ruidos. Por lo que parecía, en el cuarto de enfrente había alguien tan nuevo en la casa como ellos, alguien que estaba llorando. Claudette logró consolarlo con buenas palabras.

Sin hacer ruido, Duchess se acercó al lecho de su hermano y contempló su perfil. Se acordó de Thomas Noble, quien ahora ya no conseguiría encontrarlos. Ella tampoco sabía su dirección, no sabía adónde escribirle. Podía preguntarle a Shelly, pero ¿para qué? Ella no era más que una nota a pie de página en la vida de Thomas, en la de Dolly, en la de Walk. No dejaba su huella en ningún lugar, como no se tratara de algún recuerdo ocasional, desagradable sin duda, efímero por suerte.

—Duchess... —Robin se enderezó de golpe.

—Tranquilo —Le acarició la cabeza.

—He estado soñando... ¡el mismo sueño otra vez! No entiendo lo que dice esa voz...

Hizo que volviera tumbarse.

—A veces me olvido de dónde estoy.

Duchess le puso la mano en su corazón hasta que se tranquilizó.

—Pero estás aquí.

—Estoy aquí —convino ella.

Robin levantó la mano y le acarició la mejilla.

—¿Esa marca te la he hecho yo?

—No, no.

—Perdóname

—A mí no me tienes que pedir perdón.

• • •

La primavera fue dejando paso a la promesa del verano. Mientras Walk y Martha se preparaban para el juicio, los hermanos Radley asistían a un nuevo colegio, al que iban en el autobús escolar con las chicas del nuevo hogar, y se acostumbraban poco a poco al ritmo de su nueva y restringida existencia. Duchess seguía cuidando de Robin como lo haría una madre, pero sin darle mayor importancia, como si fuera lo único que sabía hacer bien. Intentaba sonreír todo lo posible cuando estaban juntos, lo columpiaba y jugaba con él, lo llevaba a correr por el jardín y lo ayudaba a trepar a lo alto del roble, pero lo que no podía hacer era escapar al recuerdo de los errores que había cometido, unos errores que bien podían acabar por hundirla, y no sólo a ella, sino también a su hermano.

Shelly continuaba visitándolos de vez en cuando. A Robin le divirtió descubrir que se había teñido el pelo de otro color: ya no lo llevaba rosa, sino azul cobalto. Siempre le preguntaba por Peter y Lucy, hasta que consiguió su dirección con la idea de escribirles. Duchess lo ayudó a redactar la carta. Les escribió que se daba cuenta de que su hermana y él no eran los más indicados para vivir con ellos, pero que tampoco pasaba nada. Preguntó cómo estaba Jet. ¿Pasaba mucho calor allá en Wyoming? Se despidió afectuosamente e hizo sendos dibujos: uno de la casa de acogida, otro de él y Duchess. Figuras con cuerpos de palo, cabezas redondas y bocas muy rectas, acaso pensando en lo que pudo haber sido y no fue. Hizo que Duchess firmara también. Su hermana garabateó Duchess Day Radley, forajida, pero Robin la hizo tachar la última palabra.

A Duchess le llegó una postal de Walk: había hablado con Shelly y estaba al corriente de lo sucedido. Agregaba que Cape Haven estaba demasiado tranquilo sin ella. Su escritura era diminuta hasta el punto de que a Duchess le costó leerla.

Era una postal de Cabrillo; se veía el puente de Bixby Creek, el arco de Big Sur y las aguas que rompían con tanto estruendo que Duchess casi podía oírlas. La puso en el tablero de corcho. También recibieron una carta de Peter y Lucy. Hablaban de todo y no decían nada: en Wyoming hacía un calor infernal y Lucy se había quemado la piel mientras trabajaba en el jardín. Robin hizo que se la leyera media docena de veces, acribillándola a preguntas, unas preguntas a las que Duchess no tenía forma de responder. La carta acababa con un dibujo hecho por Lucy de Robin y Duchess. Los había dibujado de memoria. No era mala dibujante, pero se había pasado un tanto al trazar las sonrisas en sus rostros. En el sobre también había una foto de Jet. Esa noche, Robin durmió con la carta en su mesita y se despertó un par de veces para asegurarse de que continuaba en su lugar. Por la mañana, Duchess la fijó al tablero de corcho, que empezaba a ser otra cosa.

Ella se sorprendía pensando de vez en cuando en el futuro; no en el de ella, sino en el de Robin. Ella volvía a sacar malas notas y era la peor de la clase. Los demás alumnos la dejaban en paz, pues sabían que procedía de Oak Fair y era probable que se marchara en poco tiempo.

Cierto día, un chaval llamado Rick Tide empezó a seguirla por todas partes. Daba la casualidad de que Rick era primo de Kelly Raymond, amiga íntima de Mary Lou. Se había enterado de lo sucedido con esta última y había ido adornando la historia por su cuenta. A Duchess terminó por llegarle que la pobre Mary Lou había perdido un ojo en el curso de la pelea. Duchess no hizo caso y ni siquiera se revolvió cuando Rick le puso una zancadilla en el comedor y ella se fue de bruces contra el suelo con el plato de comida en la mano.

Pero al día siguiente le pegó tal paliza a Rick que hubo que llevarlo a la enfermería. Tuvo que venir Shelly y el incidente se solucionó más o menos bien, pues la directora conocía perfectamente a Rick Tide y no le dio mayor importancia al asunto.

Fue expulsada de clase durante una jornada y Shelly la llevó a la calle Mayor del pueblo. Se sentaron en la terraza de una hamburguesería y tomaron unos batidos mientras los coches iban y venían. En la calle habían puesto unos conos en previsión de alguna festividad. Había banderas por todas partes, así como una pancarta que iba de un edificio a otro situado en la acera de enfrente.

—¿El desfile anual de los arándanos? ¡A quién se le ocurre! En la vida había oído hablar de una celebración tan estúpida.

Shelly sonrió.

—Sabes qué día es hoy, ¿no?

—Llevo la cuenta, sí.

Era el día en que empezaba el juicio. Mientras la casa dormía, había estado viendo las noticias sobre el caso en el ordenador de la sala.

—¿Estás bien, Duchess?

—Claro que sí. Hal decía que sería rápido y que condenarían a muerte a Vincent King.

Shelly suspiró y ladeó un poco la cabeza.

—Suéltalo —le pidió Duchess.

—¿El qué?

—Lo que quieres decirme.

Shelly llevaba gafas de sol y no se le veían los ojos.

—No tengo por costumbre separar a unos hermanos. Nunca lo hago, de hecho, porque siempre están mejor juntos.

—Jesse James y su hermano Frank asaltaron un banco tras otro desde Iowa hasta Texas, los polis acorralaron a su banda en Northfield y sólo ellos dos pudieron escapar... porque cuidaban el uno del otro.

Shelly sonrió.

—Hace veinte años que me dedico a este trabajo. He estado en todas partes, las he visto de todos los colores y he conocido a personas de todo tipo. Pasan por mi existencia, entran y salen. He conseguido hogares para centenares de niños y siempre, siempre, he acabado llorando. Este trabajo es mi vida, como tiene que ser, pero...

—Vas a decirme que no hay un solo chico que sea malo de verdad, ¿es eso? —En la voz de Duchess había una nota de pánico.

—Tú no eres mala, Duchess.

Una camioneta del mismo modelo y color que la de Hal aparcó en la cuneta. Duchess sintió de pronto un nudo en el estómago.

—Robin tiene seis años: una edad estupenda, espléndida, pero que no va a prolongarse, por duro que resulte decirlo y todavía más pensarlo.

Duchess dejó el batido en la mesa y se lo quedó mirando.

—¿Entiendes lo que estoy diciéndote, Duchess?

—Entiendo lo que estás diciendo.

Shelly sacó un pañuelo del bolso, se levantó las gafas de sol y se secó las lágrimas. De pronto se la veía más vieja, como si le pesaran los años y las responsabilidades, elevadas y abyectas a la vez.

—Antes muerta que dejar a mi hermano.

—No se trata de dejarlo.

—Estás pidiéndome que lo confiemos a alguien a quien no conozco en absoluto, y da la casualidad de que no he conocido a demasiada gente de fiar en la vida. Así que yo tampoco me fío.

—Lo entiendo.

—¿Crees que me perdonará si lo hago?

Shelly la miró un tanto sorprendida.

—¿Lo crees? —en la mirada de Duchess ahora había desesperación—. Yo no lo veo claro, pero es un niño tan bueno, tan dulce, y seguramente necesita una hermana mejor que yo. ¿Puedes conseguírsela, Shelly? Porque lo estoy perdiendo, ¿sabes? Está endureciéndose y eso no puedo permitirlo. Aunque a veces creo que me necesita. Se despierta por las noches y me llama a gritos, y si yo no estoy a su lado...

Shelly la abrazó con fuerza.

—Joder.

—No pasa nada.

—No, sí que pasa.

—Nunca te haría una cosa así, Duchess. No podría hacerlo sin hablarlo antes contigo. Y ahora me doy cuenta de que no es una opción: dos hermanos tienen que estar juntos. Voy a continuar buscando. Encontraremos el hogar que necesitamos. Voy a seguir buscando, te lo prometo.