40

—Esas pisadas en la Luna —estaba diciendo Thomas Noble—, las que dejaron los astronautas del Apollo... van a seguir allí durante diez millones de años como poco.

El cielo ya no le parecía infinito a Duchess, pese a que estaba al corriente de la existencia de las almas y de lo profético, de la conexión divina y del mundo por venir. Se esforzaba en no pensar en Robin, en si aquella mañana se habría despertado aterrado. Tragó saliva, tan avergonzada que estuvo a punto de gritar.

—¿Adónde vas a ir?

—Tengo que ocuparme de un asunto.

—Puedes quedarte aquí.

—No.

—Puedo ir contigo.

—No.

—Soy valiente: me pusieron un ojo morado por ti.

—Siempre voy a agradecértelo.

Se hallaban en un rincón apartado del patio de los Noble. La arboleda próxima proyectaba su sombra sobre ellos.

—No es justo que hayas pasado por todo lo que has tenido que pasar.

—A veces pareces un niño —dijo ella cerrando los ojos—. Lo digo por esa insistencia tuya en lo que es justo y lo que es injusto.

—Esto no puede acabar bien, y lo sabes.

Una estrella se desprendió del cielo. Duchess se abstuvo de formular un deseo: eso era cosa de niños y ella ya no era una niña. De hecho, se preguntaba si alguna vez había llegado a serlo.

—No entiendo a la gente —dijo—. Se pasan media vida mirando al cielo y haciendo peticiones, ¿pero Dios interviene alguna vez? Y si no lo hace, ¿cómo es que tanta gente sigue rezando?

—Cuestión de fe: rezan con la esperanza de ser escuchados.

—Y porque si no, la vida no tiene sentido.

Thomas la miró fijamente y dijo con voz queda:

—Me preocupa que no puedas regresar.

Duchess contemplaba la luna.

—Antes siempre estaba preguntándole a Dios por mi mano deforme —prosiguió él—. ¿A qué se debía? Preguntas de ese tipo. Rezaba por que un día despertara por la mañana y descubriera que era normal. ¿Y sabes qué? Tanto rezo no me sirvió de nada.

—Es posible que rezar nunca sirva de nada.

—Quédate aquí conmigo, yo te esconderé.

—Tengo cosas que hacer.

—Quiero ayudarte.

—No puedes.

—Quieres que te deje marchar sola, ¿eso es ser valiente?

Ella le tomó la mano buena y entrelazaron los dedos. Se preguntó cómo sería ser como él: sin problemas de importancia, con su madre tranquilamente dormida en casa, con un futuro despejado y lleno de posibilidades.

—Te buscarán.

—No tardarán en dejarlo correr: otra fugada más de un centro de acogida.

—Espero que te encuentren, sería lo mejor. ¿Y qué va a ser de Robin?

—Por favor —repuso ella exasperada—. Es posible que la policía venga a hablar contigo para preguntarte si sabes dónde estoy o adónde pienso ir. Y sé que vas a pensar que es mejor contárselo todo, que es lo más conveniente para mí.

—¿Y qué si pienso eso?

—No les digas nada.

Permaneció escondida hasta la mañana. La señora Noble se marchó temprano, vestida con ropas de gimnasio, y una vez que su Lexus se perdió de vista por el camino, Thomas Noble abrió la puerta trasera de la casa. Duchess entró, se lavó y tomó un tazón de cereales.

Los Noble tenían una caja fuerte, Thomas sacó cincuenta dólares y se los entregó. Duchess intentó protestar, pero él le puso los billetes en la mano.

—Te los devolveré —prometió ella.

Metió un par de latas de comida preparada en la mochila: sopa y judías. Se disponía a salir sin perder un momento más cuando llamaron al teléfono. Saltó el contestador y comprobaron que era Shelly, quien tampoco estaba perdiendo el tiempo.

Escucharon su mensaje.

—Está muy preocupada —opinó Thomas.

—Lleva mil casos como el mío.

Junto a la puerta había unas bolsas de viaje abiertas: Thomas se marchaba de vacaciones al cabo de un par de días. No tardaría en olvidarla, seguiría su propio camino en la vida. Sonrió al pensarlo.

Empezaba a haber actividad en la calle: por un lado llegaba el camión de la basura, por el otro el cartero.

Thomas sacó su bicicleta y la dejó apoyada en la verja.

—Llévatela —dijo.

Ella negó con la cabeza, pero Thomas le puso la mano en el hombro.

—Anda, así irás más lejos antes de que te pillen.

—Voy a ser un fantasma. Ya lo soy, en realidad.

—¿Volveré a verte?

—Claro que sí.

Ambos sabían que mentía. Thomas le dio un beso en la mejilla.

Duchess montó en la bici, la mochila al hombro con todo lo que tenía en el mundo.

—Hasta la vista, Thomas.

Él se despidió agitando la mano buena mientras la bicicleta se alejaba por el camino. Una vez en la calle, Duchess pedaleó con fuerza, sin mirar atrás, mientras el viento azotaba su cara. Hizo lo posible por esquivar las calles más iluminadas, optando por las menos transitadas a esa hora.

Al cabo de una hora se encontró en la calle Mayor. Dejó la bicicleta en la puerta de la funeraria Hollis y entró. El aire acondicionado estaba a máxima potencia, hasta el punto que se le puso piel de gallina.

—Duchess —dijo Magda sonriendo—, que alegría volver a verte.

Magda llevaba el negocio a medias con su marido, Kurt, un hombre tan pálido como su clientela habitual.

Kurt seguramente estaba ocupado con el trabajo, pues las cortinas estaban discretamente echadas en el fondo del establecimiento.

—He venido a llevarme las cenizas de mi abuelo.

—Ya tardabas en hacerlo. Shelly me dijo que te traería un día de éstos.

—Está ahí fuera, en el coche —indicó Duchess señalando la calle con un gesto. Un gran Nissan estacionado junto a la acera no dejaba ver nada en absoluto.

Magda pasó al interior y un minuto más tarde volvió con una pequeña urna en la mano.

Duchess iba a marcharse cuando las cortinas se abrieron y apareció Dolly seguida por Kurt. Duchess salió por la puerta y casi llegó al café de Cherry antes de que Dolly la alcanzara.

—¡Duchess!

Dolly la condujo al interior e hizo que tomara asiento en un rincón. Fue a la barra y pidió para las dos.

Dolly había envejecido. Llevaba el maquillaje descuidado y no iba bien peinada. Eso sí, continuaba luciendo marcas de lujo: el bolso y los zapatos eran de Chanel.

—Ojalá pudiera decir que estoy contenta de verte.

—Pero...

Dolly sonrió.

—Siento lo de Bill. No tenía idea, claro.

—Él estaba preparado, pero resultó que yo no lo estaba.

La pequeña mochila de Duchess estaba abierta en el suelo mostrando la ropa y las latas de comida. Duchess la recogió y cerró la cremallera.

Dolly la contempló con tristeza.

—¿Y qué piensas hacer, Dolly? —le preguntó.

—Enterrar a mi esposo, claro, y no sé muy bien qué más. Teníamos planeado viajar, ir a muchos lugares... No sé si voy a hacerlo yo sola. Pero en fin, Bill tuvo una buena vida y eso es lo único que podemos pedir, ¿no crees?

—Thomas Noble siempre habla de lo que es justo o no.

Dolly sonrió.

—Lo entiendo.

—Lo justo existe cuando alguien tiene el control.

—Me he enterado de lo de ese hombre: lo vi en las noticias. Me acordé de ti y de Robin. Es posible que Thomas se refiriera a eso: a que hay gente que va por la vida haciendo daño a los demás y otra que intenta salir adelante sin molestar a nadie. Se diría que el choque es inevitable.

Duchess pensó en Dolly, en su vida, en su padre, en la imagen que proyectaba.

—Hal decía que ese hombre era un cáncer para nuestra familia y ahora resulta que no podremos estar a salvo de él en ningún lugar. No quiero que Robin...

Dolly le cogió la mano.

—Es posible que una nunca llegue a escoger quién es: quizá estamos predestinados. Algunos somos forajidos, quizá por eso acabamos encontrándonos —dijo.

—O quizá no: quizá no hay nada predeterminado y el mundo sea de los que están dispuestos a ir y coger lo que quieren.

—¿Qué sabes tú de justicia, Duchess?

—Sé de Tree-Fingered Jack, que recorrió setecientos kilómetros a caballo para vengar la muerte de su socio Frank Stiles.

—Ya, pero ¿qué entiendes por la palabra «justicia»? No me refiero a lo que pone en el diccionario, sino simplemente a tu opinión: qué significado crees que tiene esa palabra para aquellos que han sufrido.

—Significa un final, algo tan necesario como respirar. Y bueno, ya sé que con esto no basta.

—¿Y qué quiere tu hermano Robin?

—Robin tiene seis años: no sabe lo que quiere. Su mundo no va más allá de lo inmediato.

—¿Y tú?

—Yo sé demasiado.

La camarera les trajo dos tazones con cacao caliente y una magdalena con una solitaria velita en lo alto. Dejó todo en la mesa, le hizo un guiño a Duchess y se fue.

—Feliz cumpleaños, Duchess.

Duchess miraba la magdalena con asombro.

—No hacía falta que...

—Déjalo, anda. Una no cumple catorce años todos los días. Y ahora tienes que pedir un deseo.

Comprendió que Dolly no iba a dar su brazo a torcer, cerró los ojos y apagó la vela de un soplido.

Salieron y caminaron por la acera de sombra. Al llegar a la puerta de la funeraria, Duchess recogió la bicicleta apoyada contra la pared.

Se detuvieron junto al todoterreno de Dolly.

—Se me ocurre que hay muchas cosas que debería decirte ahora mismo —dijo.

—Ninguna que yo ya no sepa —respondió Duchess.

—¿No quieres acompañarme a casa? Tengo algo que me gustaría enseñarte.

—No puedo, tengo cosas que hacer.

—Otra vez será.

—Claro que sí.

Dolly cogió su mano.

—Prométeme que un día vendrás a verme.

—Te lo prometo.

—Sé que lo cumplirás: una forajida sólo tiene su palabra, ¿verdad?

Dolly se veía frágil e inquieta, como si la suerte de Duchess fuera lo único que le importaba en la vida.

—Haré lo posible por cuidar un poco de Robin.

Duchess asintió con la cabeza. El labio inferior le temblaba ligeramente. Iba a tener que endurecerse en vista de lo que se avecinaba.

—Cuídate mucho, Duchess.

Metió la mano en el bolso y sacó el monedero, pero Duchess montó en la bici y se alejó.

Al llegar al final de la calle Mayor se despidió con un gesto de la mano. Dolly agitó la mano también.

Duchess llegó al rancho de Radley una hora después del mediodía. Las piernas le dolían y tenía la camiseta y el pelo chorreantes de sudor. Escondió la bicicleta entre los arbustos de la entrada y fue andando sin prisa por el camino serpenteante bajo las combadas ramas de los árboles.

Se acordó de Robin, supuso que estaría en el colegio. ¿Estaría con Shelly? Le entraron ganas de desandar sus pasos y volver para arrodillarse frente a su hermano y abrazarlo. Tenía una fotografía de él, tomada un año atrás, en la que aparecía con el pelo más largo. La sacó de la mochila mientras subía por los escalones del viejo porche. Se sentó en la hamaca.

Había advertido el cartelón fijado a la entrada: PROMOCIONES INMOBILIARIAS SULLIVAN. Pronto subastarían la propiedad: unos desconocidos entrarían a vivir en ella, trabajarían las tierras... era el cuento de nunca acabar.

Contempló los alces al pie de las lejanas montañas. Los campos estaban hechos un desastre, descuidados por completo. Volvió a pensar en Hal y en su solitaria existencia.

Abrió las puertas del granero rojo y vio que las herramientas seguían estando donde las había dejado en su día. Antiguallas que no tenían el menor valor. Fue al interior, levantó del suelo una punta de la alfombra y la arrastró.

Abrió la trampilla. No fue fácil, era pesada. El sudor resbalaba por su mentón, pero consiguió levantarla y bajó por los peldaños.

La despensa, un estante con armas de fuego, un bastidor con carabinas y escopetas.

Un viejo sillón de cuero: el refugio de Hal cuando quería estar a solas.

Al lado había una mesita con un montón de cartas amontonadas. Les echó un vistazo y optó por abrir la última. Dos papelitos flotaron hasta el suelo. Los recogió: las dos mitades de un talón bancario. Las juntó... y tragó saliva. Un millón de dólares. Con pago diferido un par de meses después de la fecha prevista para el inicio de la vista judicial. Firmado con letras mayúsculas, como si las hubieran mecanografiado: Richard Darke. Dio la vuelta al talón y vio que Vincent lo había endosado para que Hal pudiera cobrarlo.

Dejó el talón en su sitio y pensó en el precio de una expiación alegrándose de que su abuelo lo hubiera roto en dos.

Se levantó.

Había unas cajas en el suelo.

Se acercó a una de ellas y se arrodilló al ver que estaban envueltas en vistosos papeles de regalo. ¿Regalos? En algunas etiquetas aparecía su propio nombre garabateado, otras llevaban el de su hermano, también escrito a mano. En cada etiqueta había una fecha y las fechas se remontaban a su nacimiento. Se sentó en el peldaño interior y abrió una de las cajas: una muñeca. Encontró una segunda muñeca en otra, y en una tercera, un rompecabezas. No abrió ninguna de las destinadas a Robin.

Se detuvo indecisa ante la última de las cajas, que llevaba la fecha de ese día: el de su cumpleaños catorce. Finalmente la abrió con sumo cuidado. Quitó la tapa y se quedó boquiabierta al ver lo que había dentro.

Sacó el sombrero de la caja y lo admiró. La cinta estaba ornada con tachones de cuero, tenía la corona ventilada y un ala de diez centímetros... acarició la etiqueta con la yema del pulgar, el intrincado dibujo en oro.

JOHN B. STETSON.

Y con sumo cuidado también, se lo puso en la cabeza: era de su talla exacta.

Empuñó dos armas, la de ella y una de él. Cogió una caja de las balas que Hal le había indicado en su momento. Cuando terminó de cargarlas, volvió a dejar todo más o menos y metió sus nuevas pertenencias en la mochila, que ahora pesaba más.

Las cenizas de Hal fueron a parar a las aguas, cerca del rincón donde solían sentarse juntos.

Se quitó el sombrero y apretó los dientes.

—Hasta siempre, abuelo.