Walk se pasó el día eludiendo las llamadas telefónicas que le llegaban desde arriba. Las noticias volaban y el gobernador Hopkins quería hablar con él sobre su relevo, sin duda para ofrecerle a cambio un trabajo de escritorio. Y al parecer tenía prisa: había recibido tres llamadas en un día, como si entendiera que Walk ya no estaba ni de lejos en condiciones de seguir en su puesto.
Contempló el expediente abierto que tenía delante: el rostro hinchado de Milton no le quitaba los ojos de encima. No tenía familia, salvo una tía lejana que vivía en una residencia en Jackson. Y cuando la llamó, ella repuso que no conocía a ningún Milton.
Levantó la vista: Martha acababa de aparecer en el umbral. Procuró sonreír, pero no le resultó fácil.
Martha cerró la puerta a sus espaldas.
—¿Puede saberse por qué no respondes a mis llamadas, jefe? —dijo sonriente.
—Lo siento, he estado muy ocupado.
Martha tomó asiento, ladeó la cabeza y arqueó las cejas.
—Dime la verdad, anda.
—No me atrevía a mirarte a la cara.
—Mentiste en el juicio.
—Pero no quería que tú mintieras.
Ella cruzó las piernas.
—Lo superaré. Los dos somos mayorcitos: sabíamos dónde nos estábamos metiendo, ¿no?
—Creo que yo más que tú.
—No para de llegarme trabajo: varios pobres desgraciados que están en el corredor de la muerte quieren que me ocupe de sus casos. Ni hablar: prefiero seguir tratando con ex maridos que no pagan y mujeres que no llegan a fin de mes. Es lo mío, ¿no? —Se pasó la mano por los cabellos mientras Walk la miraba fijamente. Le tocó la mano, pero él la apartó—. Dime algo, por favor.
—Me metí en todo esto con una única finalidad que me obsesionaba: veía a Vincent saliendo en libertad. Íbamos a volver atrás en el tiempo, o eso me decía. Y me bastaba: era lo único que me importaba. Estoy enfermo, Martha. Las células de mi cuerpo están muriéndose y no es más que el principio, lo peor está por llegar.
—Soy consciente.
—¿En serio? He leído sobre el tema, he hablado con el médico y he visto en la sala de espera a los pacientes en un estadio más avanzado de la enfermedad.
—¿Qué estás queriéndome decir?
—Que lo último que quiero es que te conviertas en mi cuidadora: quiero algo mejor para ti, siempre lo he querido.
Ella se levantó.
—Hablas como mi padre. Como si fuera una niña a la que hay que decirle lo que tiene que hacer. Pero yo hago lo que quiero... y quiero a alguien: a ti. Pensaba que era recíproco.
—Y lo es.
—Y una mierda. Tú lo que quieres es estar solo, quieres que te dejen en paz. Tan buena persona como se supone que eres.
Walk bajó la vista.
Martha se limpió los ojos llorosos.
—No estoy triste, estoy rabiosa. Eres un cobarde, Walk. Por eso te pasaste años sin hablarme.
—Pensaba que no querías verme.
—Estabas equivocado.
—Lo siento.
—No me vengas con esas gilipolleces. Tuviste años enteros para hablar conmigo, para venir a verme, ¡para levantar el teléfono y llamarme, joder! Al final lo hiciste, sí, pero por Vincent, como siempre.
—Eso no...
—Cuando te pregunté cómo recordabas a Vincent, tan sólo subrayaste lo bueno, pero no dijiste una mierda sobre las mil veces que puteó a Star, sobre las mil otras chicas que se follaba mientras ella venía a llorar a mi hombro. Tú lo encubrías, llegaste a mentirme. Siempre lo encubriste.
—No tenía ninguna importancia.
—No, si ya lo sé. Sólo digo que te has pasado los últimos treinta años dejándote la piel por otra persona. ¿No crees que ha llegado el momento de dejarlo? —Echó a andar hacia la puerta, se detuvo y lo señaló con el dedo—. Cuando por fin lo hagas, cuando dejes de lloriquear por los buenos viejos tiempos, cuando tengas un par de cojones, entonces me llamas.
Abrió la puerta y salió justo cuando llegaba Leah Tallow, quien se volvió con sorpresa al verla marcharse.
—¿Le pasa algo?
Walk se levantó, cerró bien la puerta e hizo que Leah se sentara frente al escritorio. Ese día no se había maquillado y llevaba el pelo recogido en una cola que daba a su rostro un aspecto más severo.
Walk tomó asiento.
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo, Walk?
—Sí.
Se quedó mirándola mientras ella hacía una llamada por un móvil de prepago.
Darke no respondió y Leah esperó a que saltara el contestador automático.
—Sé dónde están. Llámame cuanto antes —dijo con la voz estrangulada y cortó la comunicación con lágrimas corriendo por su rostro.
—Cuando te devuelva la llamada le das esta dirección. Le dices que el chico es amigo de Duchess y seguramente sabe dónde se encuentra.
Walk le pasó un papelito con una anotación casi ilegible.
—No hagas esto, Walk. Si es necesario hablo con Boyd y se lo cuento todo.
La miró, miró lo que quedaba de Leah y trató de odiarla, pero no pudo.
Duchess se encaminó al sur, a un pueblo más grande, Fort Pryor, donde había estación de autobuses. No sabía hasta dónde llegaría con cincuenta dólares, seguramente no muy lejos. Quizá a Idaho, hasta Nevada si había suerte. Había decidido que viviría al día y no pensaría más allá del día siguiente. Tenía algo que hacer, lo que bastaba para empujarla a seguir adelante.
Pedaleó por carreteras secundarias, sin apresurar la marcha. Si una cuesta era empinada, se bajaba y andaba, empujando la bici por el manillar. En las bajadas no pedaleaba y no apartaba la mano del freno, por las dudas.
Montesse, Comet Park... unos parajes de una belleza asombrosa ocultos tras los árboles y las sombras. Unas casas bonitas muy alejadas entre sí. Cartelones amarillos que pedían el voto para cierto representante político que prometía construir oleoductos por todas partes y crear puestos de trabajo en aquellas poblaciones donde nunca pasaba nada. Los pocos vehículos aparcados frente a una tienda de comestibles estaban para el desguace.
Se encontraba a tres kilómetros del pueblo más cercano cuando sufrió un pinchazo. Le entraron ganas de llorar. Intentó continuar pedaleando, avanzando muy lentamente, sudando como una atleta.
Entre maldiciones, dejó la bicicleta de Thomas tirada entre los árboles de un bosque próximo a Jackson Creek. Se sentó sobre un árbol caído, comió un poco de pan seco, bebió lo que le quedaba de agua y siguió a pie. Sus zapatillas no eran apropiadas para esa clase de caminatas, empezaba a notar ampollas en los talones.
Pasó por delante de granjas y campos de labranza cuya paleta de colores cubría todas las gamas del verde y del marrón, y también frente a alguna iglesia que aún contaba con campana y fieles a los que llamar al servicio. Durante un kilómetro y medio fue siguiendo los pasos de una pareja de ancianos con ropa de senderismo y largos bastones, sonrientes y amigables, para no perderse entre los árboles. Estaba bastante segura de que se dirigían al sur.
Terminó por perderlos y se maldijo otra vez. Se sintió inútil y patética.
Llegó a una carretera tan ancha como larga y vacía. Se detuvo en la cuneta y miró al cielo.
Y de pronto, el matrimonio mayor reapareció: Hank y Busy, de Calgary. Estaban jubilados, de vacaciones. Dormían en moteles y recorrían los caminos y los senderos de montaña, mirando todo aquello que era nuevo para sus ojos viejos.
Caminó con ellos y les contó una historia inventada: su madre estaba enferma y se dirigía al hospital de Fort Pryor para visitarla. Le dieron un poco de agua y una chocolatina.
Busy le habló de sus nietos, que eran siete y estaban dispersos por el mundo: uno era banquero en Asia, otro médico en Chicago... Hank avanzaba por delante como un ojeador militar, apartando las ramas para que las señoras pasasen, con el cuello enrojecido por el sol.
Él reparó en la cojera de Duchess e hizo que se sentara en la hierba. Rebuscó en la mochila y sacó unos apósitos que le puso en los talones.
—Pobrecita.
Reemprendieron la marcha. Hank consultó el mapa y señaló la ubicación del lago Tethan.
—¡Otro lago! —resopló Busy con fingido fastidio, haciéndole un guiño a Duchess.
—Antes, cuando era pequeña, vivía en un pueblo llamado Cape Haven.
—Qué nombre más bonito —dijo Busy. Tenía piernas de senderista, con los gemelos musculados. El rostro ancho y agraciado, la piel tirante—. ¿Te acuerdas bien?
Duchess dio un manotazo en el aire para espantar las moscas negras que volaban alrededor.
—No mucho, la verdad —respondió.
Atravesaron la autovía 75 y enfilaron una carretera en la que apenas cabría un camión. Duchess no hacía preguntas, pues Hank parecía tener clara la ruta. Estaban alojados en las afueras de Fort Pryor y se había propuesto que llegara allí sana y salva.
—¿Tienes hermanos? —preguntó Busy.
—Sí.
Duchess advirtió que Busy tenía ganas de hacerle más preguntas: se lo decían su sonrisa melancólica y sus ojos húmedos. Pero no dijo nada y el momento de curiosidad quedó atrás.
Después de una hora llegaron a una verja situada junto a la curva de una carretera que no parecía tener fin. Rodeados de madreselva y de flores que comenzaban a marchitarse, entraron, pues Hank opinaba que convenía descansar un poco.
La casa apareció ante sus ojos, grande e impresionante. Se acercaron a la fachada y admiraron los bloques de piedra, más grandes que la cabeza de Duchess, y las bonitas ventanas ornadas.
Hank miró alrededor. Por instinto, Duchess agarró la mochila con fuerza, cerciorándose de que las armas de fuego seguían en el interior.
—Una casa de estilo Attaway —indicó Busy—. A Hank le gusta la arquitectura.
Hank sacó una cámara y tomó diez o doce fotografías.
Rodearon la vivienda y, tras llegar a la parte posterior, vieron los nítidos cursos de agua que se extendían hasta los bosques.
—Allí hay humo —señaló Busy.
El producto de una pequeña fogata en un claro cercano. Otro matrimonio de la misma edad, con las mismas miradas: como si hubieran encontrado el cielo diez años antes de lo esperado. Se presentaron.
Nancy y Tom, de Dakota del Norte. Tenían la caravana aparcada junto a la presa de Hartson y se habían acercado a admirar la casa de estilo Attaway.
Comieron unas hamburguesas a la parrilla. Duchess se acordó de Robin, consultó el reloj y pensó que ahora estaría comiendo también, a solas. Su hermano nunca probaba bocado si ella no estaba a su lado. Sintió un nudo en el estómago.
El sol estaba poniéndose cuando llegaron al motel. Fort Pryor estaba a diez minutos andando. Hank le dio un montón de chocolatinas más, así como otra botella de agua. Busy le dio un abrazo y prometió rezar por su madre.
Duchess llegó al centro de la población. Ya no le dolían tanto los pies. La oscuridad se cernía sobre la montaña a lo lejos y en la calle había algunos letreros luminosos: una cafetería, una sucursal del banco Stockman y una tienda de equipamiento para senderistas y cazadores.
Encontró la estación de autobuses en una esquina, frente a un taller de chapa y pintura. Había una serie de coches relucientes aparcados junto a la acera. La luz de las farolas se reflejaba en sus capós. Una mujer negra estaba sentada en el mostrador de la estación; demasiado ociosa, para el gusto de Duchess. Era de esperar que Shelly hubiera llamado a la policía, quienes posiblemente se habrían dirigido a la granja y hecho una visita a Thomas Noble, aunque dudaba de que hubieran descubierto sus planes.
—Tengo cincuenta dólares, ¿hasta dónde puedo llegar?
La mujer la miró por encima de la montura de las gafas.
—¿Adónde te diriges?
—Al sur, a California.
—¿Tú sola? No me parece que tengas edad para...
—Mi madre está enferma, tengo que volver a casa.
La mujer examinó a Duchess un momento tratando de dilucidar si se trataba de una mentira o no. Terminó por concluir que no era asunto suyo y se volvió hacia la pantalla del ordenador.
—El billete hasta Buffalo sale por cuarenta.
Un mapa estaba fijado al plexiglás, Duchess dio con el nombre de Buffalo.
Lejos de allí, pero ni por asomo bastante cerca de su destino.
—No sale hasta primera hora de la mañana. Puedes pensártelo, si quieres.
Duchess dijo que no con la cabeza y depositó el dinero en el mostrador.
—Te aviso de que estamos a punto de cerrar —dijo la mujer tras advertir la mirada de soslayo que Duchess dirigía a uno de los bancos de espera—. ¿Tienes algún sitio al que ir?
—Sí.
La otra le dio el billete.
—Una vez en Buffalo, ¿qué hago?
—¿Qué quieres? ¿Lo más rápido o lo más barato?
—¿Le parece que me sobra el dinero?
La mujer frunció el ceño. Miró la pantalla otra vez y dijo:
—Lo más barato que tengo es un billete de segunda a Denver. Allí puedes enlazar a Grand Junction y después a Los Ángeles. Un trayecto muy largo, la verdad, y al final tampoco sale barato.
Duchess salió de la estación. Tenía diecisiete dólares, una mochila con dos pistolas, un poco de comida y una muda de ropa.
En el exterior de un bar llamado O’Sullivan’s había una cabina telefónica. Descolgó el auricular, pero enseguida recordó que no tenía a quién llamar. Lo que quería era hablar con Robin. Ni siquiera hablar, se contentaba sólo con escucharlo mientras dormía. Ansiaba besarlo en la frente y estrecharlo entre sus brazos, dormir abrazándolo.
Encontró un parque, poco más que un grupo de árboles, unos columpios y un tobogán. Se adentró en la pequeña arboleda y se tumbó en la hierba. Sacó el suéter que llevaba en la mochililla y se cubrió con él.
Una hora después, paso a paso, con los músculos doloridos, cubrió el kilómetro de distancia que la separaba del motel.
El lugar estaba sumido en un silencio absoluto. No había nadie sentado tras el mostrador de recepción. Los rótulos luminosos publicitaban las bondades del establecimiento: BIG SKY, MONTANA. TV EN COLOR. HAY HABITACIONES. Caminó por el exterior, donde los coches familiares estaban aparcados ante cada una de las puertas. Las copas de unos árboles se alzaban muy por encima de la cubierta de tejas rojas. Las cortinas estaban corridas en todas las ventanas. Frente a una de las habitaciones encontró lo que andaba buscando: un Bronco con matrícula de Calgary. Hank y Busy habían dejado abierta la ventana de su cuarto: típico de personas despreocupadas como ellos.
Dejó la mochila en el suelo y sacó la pistola. Se encomendó a su suerte, se encaramó por la ventana abierta y entró en el cuarto.
Vio la silueta de Hank, cubierto por las sábanas, dormido como un tronco: lo normal después de haberse pasado el día haciendo senderismo. La luz le alcanzó para distinguir la forma de la silla con los pantalones de Hank doblados sobre el respaldo. Metió la mano en el bolsillo y sacó la billetera. La abrió y encontró la fotografía de unos niños sonrientes. No hizo el menor ruido al sacar los billetes del interior. No podía respirar: de pronto notaba un dolor en el pecho.
Y entonces vio que Busy estaba despierta, mirándola con ojos tristes. Duchess llevó la mano a la culata del arma encajada en los vaqueros. La anciana guardó silencio.
Duchess se marchó, destrozada.
Pero bueno: les hacía un favor al recordarles que era preciso andarse con ojo por la vida.