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Fueron sucediéndose los pueblos, las montañas solitarias, un cielo a veces tan azul que a Duchess le recordaba su hogar: las aguas de Cape Haven.

Estaba sentada sobre una de las ruedas del autobús, por lo que sentía los baches en sus huesos. La carretera se extendía como una cicatriz en aquellas tierras que su abuelo una vez atravesó en sentido contrario dejando atrás para siempre la única felicidad que conoció en su vida.

Paraban en poblaciones diversas, donde bajaban unos pasajeros y subían otros, ancianos que llevaban consigo algo callado y olvidado por todos, jóvenes pertrechados con mochilas y mapas, parejas cuyo amor exultante irradiaba por el pasillo y hacía que Duchess se volviese para mirarlos. El conductor —un hombre negro que le sonrió a Duchess un par de veces mientras todos los demás dormían— y ella fueron los únicos en ver a cierto autoestopista solitario cuya silueta se recortaba contra el cielo de Colorado.

Camiones averiados con el capó levantado, hombres inclinados sobre el motor mientras sus mujeres esperaban en las cabinas; restaurantes de carretera y coches de policía, viejos Lincoln de otra época, demasiado lejos de cualquier lugar al que valiera la pena dirigirse.

En Caroga Plain, un hombre subió con una guitarra en la mano y preguntó a los escasos pasajeros si les importaba que cantase, y cuando éstos asintieron, el recién llegado se puso a entonar canciones acerca de sueños dorados. Tenía la voz ronca, pero en ella había algo que iluminaba el interior del viejo autobús como las estrellas alumbran la noche.

Y sólo cuando llegaba la noche, cuando la luna se proyectaba sobre Artaya Canyon y el chófer aminoraba la marcha y atenuaba las luces del pasillo, Duchess se permitía pensar en Robin. Y sufría, pero no como la tonta heroína de la novelita romántica que alguien había dejado olvidada en el asiento vecino. No: el suyo era un sufrimiento literalmente desgarrador, un dolor que le quemaba físicamente las entrañas, que hacía que se doblara y le impedía respirar, obligándola a rebuscar en la mochila y echar mano de la botella de agua. El conductor se dio cuenta, como indicó la preocupación en su rostro. ¿Y a qué venía tanta inquietud por su parte? De nada servía angustiarse por ella, quien nunca más en la vida iba a estar bien de verdad.

Se quedó sin dinero en las afueras de Dotsero, un lugar circundado por orondas montañas y hasta un volcán, una tierra yerma sin árboles, y tan roja que Duchess se agachó para tocarla.

Encontró una cabina telefónica en una estación de servicio de la autovía 70, allí donde las aguas bajaban desde las Rocosas en dirección a las planicies mexicanas. Llamó a cobro revertido y la operadora la conectó con un mundo que a esas alturas le resultaba ajeno. Tuvo la suerte increíble de que respondiera Claudette y no otra persona. Reprimió el impulso de decirle que tenía previsto volver, de hablarle de los policías y los problemas. Charló un rato con ella sin decir mucho, lo suficiente para que Claudette le dijera que sí, que Robin estaba bien. Agregó que esperara un segundo, ahora mismo iba a por él para que se pusiera al aparato y...

Duchess colgó nada más oír la voz de su hermano, apoyó la espalda en la pared de ladrillo y resbaló hasta sentarse sobre la acera, lejos de todo y de todos, demasiado pequeña para estar sola mientras el cielo auguraba una tormenta de la que no iba a poder escapar. Su hermano sólo había dicho «hola», como si compartieran un secreto, y ella no había encontrado una sola palabra que responder, incapaz siquiera de pedirle perdón por lo que había hecho y lo que iba a hacer.

Invirtió los dos últimos dólares en un cartón de leche y una reseca rosquilla salada.

Siguió allí sentada cuatro horas mientras el sol trazaba un arco en el firmamento: la manecilla de un reloj que iba del amanecer al mediodía sofocante. En la gasolinera había una mujer sentada tras el mostrador, cabizbaja y exhausta al punto de que apenas se la podía ver tras la revista que tenía abierta sobre las rodillas. Llevaba unas gafas enormes y una mancha en la camisa. Le entregó la llave del cuarto de baño a Duchess con una rápida sonrisa cómplice, la de quien ha visto antes a muchas otras chicas como ella.

El interior del baño olía muy mal y había pintadas en las paredes: números de teléfono invitando a placeres ignotos, algún que otro mensaje romántico («Tom y Betty-Laurel follaron aquí»).

Se quitó con cuidado la camiseta y los vaqueros, se enjabonó con gel del expendedor y luego se secó con unas toallas de papel. Se mojó la cara con agua helada, el rostro exhausto, con bolsas bajo los ojos inyectados de sangre.

Salió de la tienda y se puso a observar a los camioneros tratando de escoger al más indicado basándose en su instinto y nada más, por mucho que eso no le hubiera sido de gran utilidad en el pasado.

Al cabo de una hora se decantó por un hombretón con camisa a cuadros y bigote con las puntas hacia abajo. Por lo menos tenía un camión bastante limpio y presentable, con el nombre «Annie-Beth» dibujado en el capó flanqueado por sendos corazones a uno y otro lado.

Fue hacia él, que sonrió y la miró de arriba abajo: cabello recién mojado, sombrero Stetson, mochila, apenas cuarenta kilos de peso...

—¿Adónde dices que vas?

—¿A Las Vegas?

—A Las Vegas, ya.

—Eso mismo.

—¿Te has escapado de casa?

—No.

—Podría meterme en un lío.

—No me he fugado de casa, tengo dieciocho años.

El hombre se echó a reír.

—A ver, voy a pasar por Fish Lake.

—¿Y eso dónde está?

—En Utah.

—Me vale.

Duchess fue contemplando el mundo a sus pies a medida que hacían camino. La cabina olía a cuero. El hombre se llamaba Malcolm, como si sus padres hubieran esperado que dejara de crecer a los seis o siete años y trabajara de contable. En el salpicadero había una plantita, lo que ella tomó como una buena señal, así como la foto de una muchacha no mucho mayor que ella al lado de una mujer adulta.

—¿Annie-Beth es ésta de aquí? —preguntó.

—Mi niña, sí.

—Es guapa.

—Ya lo creo. La foto es de hace tiempo... ahora tiene diecinueve. Está en la universidad, estudia ciencias políticas, ¿sabes? —Había orgullo palpable en su voz—. Cada noche la llamo para ver cómo está. Mi niña es lista como ella sola, yo no sé a quién habrá salido. Tuvimos suerte.

—¿Y la que está al lado es tu mujer?

—Mi ex. Me gustaba mucho la bebida. Cosas que pasan. —Señaló una pequeña insignia en el salpicadero—. Pero llevo dieciocho meses sin probar una gota, ¿eh?

—Igual vuelve contigo.

—No cuento con ello, no por el momento. ¿Te has fijado en ese cactus que hay sobre la guantera? Si me las arreglo para mantenerlo vivo seis meses, entonces igual tengo alguna posibilidad. Porque uno recibe tanto como da, ¿no es así?

Duchess contempló el cactus, muerto tiempo atrás, se preguntó si Malcolm se había dado cuenta o no y pensó en lo difícil que era dejar morir un cactus.

Malcolm hizo alguna que otra pregunta, pero no insistió al ver que Duchess respondía de forma tan lacónica. Bajó el parasol para protegerlos del resplandor y fue conduciendo un kilómetro tras otro.

Duchess se durmió un rato y se despertó sobresaltada hasta tal punto que Malcolm tuvo que decirle que todo iba bien. Ante sus ojos se desplegaban unas tierras secas de tonos amarillos y anaranjados. Atardecía en una carretera tan larga y recta que se preguntó si estaría soñando.

Llegaron a un área de servicio y Malcolm indicó:

—Fin de trayecto, guapa.

Ella le dio las gracias y le deseó buena suerte.

—Vuelve a casa —dijo él.

—Es lo que estoy haciendo.

En las afueras de un pueblo cuyo nombre no tenía claro, Duchess avanzó a paso lento bajo un cielo de color plata. Los pies le pesaban tanto que apenas podía moverlos. Altos edificios a uno y otro lado, pintados de unos colores que iban siendo cada vez más claros; plantas decorativas amarillas y árboles jóvenes; tiendas que estaban en las últimas; los parpadeantes neones de un bar al otro lado de la calle; sonidos que flotaban en el aire, sonidos que aconsejaban no entrar. Se quedó de pie delante con la mochila despellejándole el hombro y los ojos tan cansados que veía los contornos borrosos y las luces de las farolas atenuadas. Cruzó la calle con pasos inseguros, titubeantes. Respiraba a trompicones, ya no sabía ni quién era, las manos le dolían por el peso que arrastraban y el ocasional recuerdo de Robin inflamaba su pecho y la hacía arder de odio hacia el hombre que le había robado su antigua vida, que la había lanzado lejos sin dudarlo, como si lanzara basura al viento.

Empujó la puerta del local y se abrió paso hasta la barra. Los hombres, y algunas mujeres también, se hicieron a un lado al verla bajo la luz rojiza.

El barman era viejo. Duchess pidió una Coca-Cola y al momento se acordó de que no llevaba suficiente dinero. Rebuscó en sus bolsillos mientras el camarero dejaba la botella en el mostrador. La miró, se hizo cargo de lo que pasaba y empujó la botella en su dirección: un gesto tan amable que Duchess lo encontró casi incomprensible. Ni se acordaba de que había personas así.

Fue a un rincón, dejó la mochila en el suelo, tomó asiento en un pequeño taburete y cerró los ojos al dar el primer trago dulce. En la otra punta del establecimiento, un hombre tocaba la guitarra, cantaba e iba llamando a algunos de los habituales para que se sumaran, cosa que hacían entre las risas del resto. Todos desafinaban a más no poder, pero ella no dejaba de mirarlos, fascinada, como si escuchara música por primera vez en la vida.

Cerró los ojos un momento, se limpió el sudor y los churretones del rostro con la manga y en la oscuridad encontró a su madre, levantando a Robin hacia las estrellas como si fuera una ofrenda del cielo y no el fruto de otro error de su vida.

De pronto, sin habérselo propuesto, se levantó y echó a andar, y una vez más la gente le abrió paso. Las mujeres la miraban como si fuera una niña pequeña, los hombres con algo cercano a la curiosidad.

Pasó junto a la mesa de billar, donde respiró el olor del tabaco y la cerveza, el aliento de los hombres cansados que se apoyaban unos en otros, cimbrándose un poco al compás de la guitarra.

La música se acabó en el momento preciso en que llegó al rincón del cantante. Él la saludó llevándose la mano al sombrero y ella correspondió de igual manera.

—¿Te apetece cantar un poco, chica?

Duchess asintió con la cabeza.

—Pues vamos allá.

Se sentó y miró a los parroquianos uno por uno. Algunos sonreían, otros no.

Volvió el rostro hacia el músico y le susurró unas palabras. No estaba segura del título de la canción, pero sí se acordaba de la letra. El otro adivinó cuál era y sonrió como diciendo que la chica tenía buen gusto.

Empezó a tocar mientras ella guardaba silencio. No pareció molestarse cuando ella no pilló la entrada. Se oyeron murmullos, pero Duchess no iba a tardar en acallarlos. Dejó que los acordes la transportaran un año atrás, cuando aún podía contar con su madre, aunque sólo fuera de una manera imperfecta. Vio a su hermano, a su abuelo, la reparación brindada por su amor, lo que la dejó sin aliento un instante.

Entonces empezó a cantar. Vino a decirles que ella estaba de su lado cuando los tiempos son difíciles. Los murmullos se apagaron, los jugadores de billar dejaron de prestar atención al tapete y las bolas para mirar a aquella niña que abría el cielo con la voz, que desnudaba su alma al mundo sin esconder su dolor. El músico la miraba con asombro, como si ya no pudiera acompañarla con su instrumento.

Duchess estaba triste y sin fuerzas, en la calle. La oscuridad había llegado y el dolor estaba por todas partes.

No se hacía ilusiones: la sangre de aquel hombre no iba a limpiar la suya, pero ella igualmente iba a hacerlo, no tenía otra opción.

Terminó de cantar y dejó que el silencio inundara la sala. El viejo barman vino desde la barra y le entregó un sobre lleno de billetes. Duchess lo miró sin entender hasta que el hombre señaló un cartel en la pared: CANTA Y GANA. UNA VEZ AL MES. CIEN DÓLARES PARA EL GANADOR.

No se quedó a oír los vítores y los aplausos. Los oyó mientras salía a la calle con la mochila y se encaminaba a la estación de autobuses.

A su personal camino de perdición.

Una muchacha que se dirigía a reparar los errores cometidos a lo largo de una vida entera.