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Walk estaba conduciendo por última vez por aquellas carreteras. Cada kilómetro que dejaba atrás era un kilómetro que nunca más iba a recorrer. Toda la vida había tenido miedo a los cambios... y ahora había matado a un hombre.

Los paisajes eran los mismos, como tenía que ser. La bahía apareció ante sus ojos en todo su esplendor, pero él mantuvo la vista fija en la línea discontinua de la carretera. Se encontraba a treinta kilómetros de casa cuando dio con el lugar que andaba buscando: un guardamuebles.

West Gale, un almacén más bien dejado, con las puertas rojas, sin oficina, sólo un número de teléfono en caso de que se necesitara algún servicio.

Walk aparcó, bajó del coche y sacó las llaves del bolsillo. Comprobó el número grabado en la chapa y encontró el trastero correspondiente, uno de los de menor tamaño. Lo abrió y entró en el depósito a oscuras. Palpó hasta dar con el interruptor y la amarillenta luz de los fluorescentes iluminó el interior.

Vio un par de pequeños contenedores de plástico a un lado. Se tomó su tiempo y fue revisando las imágenes de una vida anterior, más feliz. El álbum de fotos de la boda: Darke de joven, alto y fuerte, pero no gigantesco, junto a una mujer muy guapa. También había fotos de Madeline. Pelo castaño, ojos claros, una alegre sonrisa en todas las imágenes. Se parecía mucho a su madre. Un viejo vestido de novia, un faldón de bautizo: las cosas que suelen guardarse para los hijos.

Walk iba a encargarse de que no se perdieran: seguiría pagando el alquiler del trastero y notificaría su existencia a la dirección del hospital en caso de que los milagros sí ocurrieran.

Iba a apagar la luz para marcharse cuando reparó en un montón de cajas y bolsas de plástico apiladas en el rincón opuesto. Fue a ver. Papeles viejos, nada de importancia. Y luego advirtió un paquete de cartas de correo comercial. Vio el nombre: Dee Lane, y la dirección.

Tuvo que hacer memoria y remontarse un año atrás para encontrarle sentido: Darke le ofreció a Dee guardar sus cosas hasta que encontrara una nueva casa donde instalarse antes de que llegaran al acuerdo que iba a seguir pesando en la conciencia de Dee.

Tiró el paquete de cartas al montón con tal mala fortuna que todo se vino abajo. Masculló unas palabrotas, pero cuando se agachó para poner un poco de orden reparó en algo que había quedado a la vista. Algo incongruente.

Una cinta de vídeo.

Volvió a Cape Haven en coche. Entró en el pueblo y reparó en una nueva valla publicitaria metálica y brillante en lo alto de un andamiaje. La luz se cernía sobre la promesa de nuevas viviendas y nuevos comercios en la zona: habían aprobado el proyecto sin que él se hubiese enterado. «Otro cambio más en un mundo siempre cambiante», pensó frunciendo el ceño. La comisaría estaba a oscuras, pero no se molestó en encender las luces. Se sentó en el despacho, metió la cinta en el reproductor y se quedó atónito al ver unas imágenes del Eight, el club nocturno propiedad de Darke. Se fijó en la fecha en una esquina de la pantalla y el pulso se le aceleró al comprender qué era lo que estaba mirando.

La grabación abarcaba una jornada entera en el club. Adelantó con rapidez hasta que vio a Star trabajando detrás de la barra. La contempló como el fantasma que era en realidad: su forma de sonreír, sus coqueteos con todo el mundo mientras las propinas iban cayendo sobre el mostrador. Fue algo más adelante: un altercado en la sala, cuerpos que se apiñaban en desorden. Star reculó sobresaltada, se llevó la mano a un ojo con expresión de dolor y soltó un juramento, o eso parecía. Trastabillaba, se movía con torpeza, como si el alcohol consumido empezara a hacer efecto.

Walk no acertaba a discernir quién era el individuo que le había pegado, pues estaba dando la espalda a la puerta.

Pero entonces él se dirigió a la puerta de salida.

Reconoció la cojera, sus dolorosos esfuerzos por disimularla.

Brandon Rock.

Siguió buscando, adelantó otra vez hasta que la vio por fin, con absoluta claridad: pequeña, con el cabello rubio y la cara consumida por el odio mientras se aplicaba a su labor. La estaba viendo con sus propios ojos: Duchess, prendiendo fuego al establecimiento, un incendio cuyas llamas seguirían quemando durante un año entero.

Cuando la cinta se terminó, Walk se puso en pie, se quitó la placa y la dejó en el escritorio. Sacó el vídeo del reproductor, salió al aire de la noche y estuvo paseando un rato por la calle Mayor. Sacó el vídeo de su estuche, tiró de la cinta hasta hacer una madeja inservible y lo arrojó todo a la basura.

La casa de los King estaba vacía.

Duchess se encontraba en la acera de enfrente, al lado de un viejo Taurus aparcado. Había robado las llaves del coche a una ancianita que estaba absorta jugando a una máquina tragaperras en un bar de Camarillo. Se proponía dejar el auto donde estaba, con las llaves dentro. Estaba demasiado agotada como para sentirse culpable.

Cruzó la calle y llamó a la puerta. No las tenía todas consigo. ¿De verdad sería capaz de llevar a cabo lo que se había propuesto? No terminaba de verlo claro a pesar del largo viaje emprendido para llegar a este momento preciso.

Mientras conducía por la calle Mayor no dejaba de mirar a uno y otro lado como si esperase ver algún cambio después de un año de ausencia; no un cambio muy importante, sólo algo que le dijera que Cape Haven no era el mismo lugar sin ella ni su pequeña familia. Pero todo estaba tranquilo: nada parecía haber cambiado: el césped de las casas seguía inmaculado; de hecho, todo presentaba una apariencia impoluta, como si el ayuntamiento hubiera hecho cubrir la sangre de su madre con una doble capa de pintura para borrar todo rastro de su presencia en el lugar.

Fue a la parte posterior de la casa y rompió el cristal de una ventana con una piedra. El rugido de las olas atenuó el estrépito de los cristales.

Entró en la casa de los King y fue recorriéndola con la pistola en la mano. Había fotos en las paredes: Vincent y Walk fotografiados con el mar al fondo, sonrientes, haciendo gala de una despreocupación que ella nunca había conocido en la vida.

Subió por las escaleras y recorrió los dormitorios. Tan sólo la luz de la luna guiaba sus pasos. Vio un ropero, las ropas de Vincent; muy poca cosa: tres camisas, un par de vaqueros, unas botas resistentes. «¿Los asesinos nacen o se hacen?», se preguntó. Era posible que la culpa la tuvieran los genes de los padres, el fatal legado de la sangre, o quizá se trataba de algo que iba creciendo poco a poco como resultado de los palos recibidos, de las cicatrices excesivas. Vincent King en su día pudo haber sido un buen chico, pero había manchas de sangre, de la sangre de una niña pequeña, que resultaban imposibles de borrar. Y se necesitaba mucha fuerza para sobrevivir treinta años en compañía de hombres desalmados.

Allí no había cama, sólo un colchón en el suelo. Ni un mueble, ni un cuadro, ni televisión, ni libros ni nada.

Tan sólo una foto pegada con adhesivo a la pared.

Se quedó con la boca abierta al verla, pues la niña era idéntica a ella, rubia y con ojos azules: Sissy Radley.

Salió de la casa y anduvo kilómetro y medio por los senderos que ascendían por encima de las luces de la población. Se detuvo a mitad de camino con los músculos extenuados, doloridos. Le hacía daño respirar, como si su cuerpo se negara a seguir habitando el mundo de los vivos.

Llegó a lo alto de la colina y vio la luz de la iglesia. Había estado allí una vez, sentada junto a media docena de personas más por la simple razón de que no podía dormir.

La iglesia de Little Brook.

Fue andando por el camino que corría paralelo a la valla de madera, llegó a la puerta y se detuvo a escuchar la música celestial. Dejó caer la mochila al suelo, apoyó la espalda en la madera de la fachada. El largo día llegaba a su final. Sin otro lugar al que ir, caminó por el césped hasta llegar a la pequeña tumba en que su madre descansaba, al lado de Sissy, en la parte del cementerio reservada a los más inocentes. Duchess había pedido que volvieran a estar juntas, para siempre esta vez.

Y se quedó muy quieta al verlo allí.

Erguido contra el límpido cielo nocturno. Tras él se abría el abismo, el acantilado vertical y el océano infinito.

Walk llegó a Ivy Ranch Road, enfiló el camino del jardín y llamó a la puerta.

Brandon le abrió. No podía tener peor aspecto. Sin decir palabra, se hizo a un lado y dejó que Walk entrara. Dentro olía mal. Por todas partes había cartones de comida basura, latas de cerveza vacías, una gruesa capa de polvo. También un montón de deuvedés de gimnasia; en la carátula de uno de ellos, cuyo título era Muévelo con fuerza, el propio Brandon aparecía mostrando los abdominales.

Con los ojos vidriosos, se sentó ante la pequeña barra de la cocina. Walk se acordó de Star, quien siempre le daba calabazas. Quizá por eso aquella noche se había sentido particularmente exasperado y le había dado un puñetazo.

—Sé lo que hiciste —dijo Walk.

Fue suficiente.

Brandon rompió a llorar torrencialmente, sacudiendo los hombros.

—Lo hice sin querer... lo siento muchísimo. ¡Tienes que creerme, Walk!

Walk se mantuvo en silencio mientras escuchaba la historia que el otro fue contándole entre sollozos.

—Traté de hacer las paces con él, como me sugeriste. Lo invité a salir con la barca a pescar, a dar una vuelta. Quería poner fin a nuestros problemas. Pero me puse a pensar y me entró la rabia: me había rayado el Mustang, lo sabía. ¿Quién otro iba a rayarlo? En su momento pensé en denunciarlo, pero entonces pasó lo de Star... y bueno, todo empezó como una broma... una broma que iba a hacerle para vengarme. Ni siquiera estábamos lejos de la orilla.

Walk respiró hondo; la confusión había dado paso a la tristeza.

—Empujaste a Milton al agua.

Brandon se puso a llorar otra vez como si el recuerdo lo taladrara por dentro.

—Volví al embarcadero y me quedé a la espera de que saliese nadando. Era una broma nada más, una pequeña lección. Pero no volvió. Salí con la barca otra vez, pero no lo encontré por ninguna parte: había desaparecido, Walk.

Walk se sentó a su lado y llamó a Boyd. A la espera de que llegase, le sugirió a Brandon que fuese completamente sincero, así dormiría mejor por las noches.

Vio cómo se lo llevaban, cabizbajo y con el ceño fruncido. Se vino abajo otra vez al levantar la vista y ver la vieja casa de Milton al otro lado de la calle. Debía de tratarse del karma, de aquellas fuerzas cósmicas de las que Star a veces hablaba, pero Walk no tuvo tiempo de meditarlo, pues Dee Lane lo llamó de pronto por el móvil: había visto que alguien se colaba en la casa de los King.

—¿Has visto quién era? —preguntó Walk poniéndose en marcha al momento.

—Una niña, o eso me pareció.

Fue corriendo hasta llegar a Sunset. Ahora que se había quitado aquel gran peso de encima, de pronto era más rápido y ágil de movimientos. Empapado en sudor, llegó a la puerta de la casa y comenzó a aporrearla.

Rodeó la vivienda y reparó en los cristales rotos.

Entró y recorrió el mismo camino que Duchess había recorrido poco antes diciéndose que llegaba demasiado tarde, que la cosa ya no tenía remedio. Vio la foto en la repisa de la chimenea y le costó reconocer al muchacho que en su día fue. Contempló las sonrisas en los rostros de Vincent y de Star, la instantánea de un pasado que cada vez le costaba más rememorar.

Subió por las escaleras y, al igual que ella, se quedó con la boca abierta al ver la otra fotografía.

Era posible que Vincent terminara por hacer borrón y cuenta nueva, que llegara a dejar atrás los muros de la celda, los reclusos y el cercado metálico. Pero nunca iba a poder desprenderse del recuerdo de aquella niña.

Duchess lo miró largamente antes de caminar hacia él.

—Estaba esperándote —le dijo Vincent.

Duchess dio un nuevo paso al frente. Sin apresurarse, dejó la bolsa en el suelo y sacó la pistola. Era más pesada de lo que recordaba, casi ni podía sostenerla.

Vincent la contempló como si se tratara de la última niña que quedaba en el mundo, lo único bueno e inocente que había en éste. Duchess advirtió que acababa de dejar unas flores en las tumbas, como si el desgraciado tuviera derecho a hacerlo.

Él no dio señales de alarma al ver el arma en su mano. Bajó un poco los hombros, eso sí, y soltó un ligero suspiro, como si llevara tiempo esperando a que acabaran con él de una vez, a que alguien pusiera fin a la sucesión de callejones sin salida que era su vida.

Dio un paso atrás al tiempo que ella daba uno adelante, y luego otro, y otro más, hasta clavar los pies en tierra, al filo del acantilado. Entonces alzó la vista a la luna, detrás de él.

La música seguía sonando en el interior de la vieja iglesia.

—Me gusta mucho esta canción —dijo él—: me recuerda la capilla... la capilla que había en Fairmont. La letra me llegaba al alma: «Se apaga la alegría del mundo, sus glorias se desvanecen...»

—«Miro alrededor y no veo más que cambios y corrupción...» —completó ella.

—Lo siento.

—No quiero que hables.

—De acuerdo.

—No quiero que me cuentes lo que pasó, no quiero saberlo.

—De acuerdo.

—Hay quien dice que no hay justicia en el mundo.

—Nunca la hay.

—Me acuerdo del día que me diste aquella arma... el arma de tu padre, me dijiste.

—Sí.

—La limpié tal y como me enseñaste. Por una cuestión de respeto, claro, pero luego la escondí en el vestidor, por mucho que me hubieses dicho que la usara para protegerme.

—No tendría que haber...

—Es lo que ahora estoy haciendo. Hal me dijo que eres un cáncer. Todo lo que tocas muere. Lo matas sin remedio. Hal decía que no merecías vivir.

—Estaba en lo cierto.

—Walk mintió en el juicio. Star decía que no había un hombre más bueno en el mundo.

—Lo siento mucho, Duchess.

—¡Joder...!

Duchess llevó la mano a la copa del sombrero y se lo encasquetó bien. La voz le fallaba, pero hizo lo posible por calmar el temblor en su mano y posó el dedo en el gatillo.

—Soy Duchess Day Radley, forajida, y tú eres Vincent King, un asesino.

—No tienes por qué hacerlo —dijo él sonriendo con calma, comprensivo.

—Sé perfectamente lo que tengo que hacer: tengo que hacer justicia, tengo que vengarme. Puedo hacerlo y voy a hacerlo...

—Aún estás a tiempo de ser lo que quieras ser, Duchess.

Duchess sostuvo el arma.

Las lágrimas corrían por el rostro de Vincent, pero aun así seguía sonriendo.

—He venido aquí para decir adiós —dijo—. Esto no va contigo. Pero voy a dejar de ser una carga en tu vida.

Boquiabierta, vio a Vincent dar un paso atrás y abrir los brazos para dejarse caer al vacío.

Echó a correr gritando y se detuvo al llegar al borde mientras Vincent desaparecía en la oscuridad.

El arma cayó de sus manos. Se arrodilló y extendió una mano hacia la oscuridad por encima del acantilado, como si quisiera aferrar el aire.

Unos metros más atrás yacía su madre. Con sus últimas fuerzas, se arrastró hasta la tumba, puso la mejilla sobre la piedra y cerró los ojos.