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La población se anunciaba sin aspavientos, sólo un simple letrero en la entrada.

OWL CREEK.

Dolly tenía una amiga en Rexburg, adonde llegaron tras conducir de noche. Duchess hizo sola el resto del trayecto en autobús. Dolly le había preguntado si quería que la acompañara y ella se lo agradeció, pero le dijo que no.

El autobús tenía la carrocería plateada con ribetes rojos y azules. Cuando por fin se detuvo, Duchess cogió la bolsa de viaje, avanzó por el pasillo y salió al aire fresco de Wyoming.

El conductor le deseó buena suerte, cerró las puertas y reemprendió la marcha. Duchess echó un último vistazo a las ventanillas del vehículo, a las miradas fijas como la suya, a alguna que otra sonrisa. Le llegó el olor y el bochorno del motor.

Caminó con la cabeza baja, como solía hacer desde el día en que le llegó la carta, sin el aire retador de antaño.

Dejó atrás el hotel Capitol. Había toldos sobre las tiendas, cuyos escaparates hacían lo posible por tentar a los adinerados visitantes del lugar. Alfarería Lacey, Antigüedades Aldon, Floristería Pressly...

Pasó frente a la biblioteca Carnegie. El sol de la tarde caía a plomo sobre las montañas Bighorn y la extensión de onduladas praderas más allá. Respiró hondo, la espalda le dolía un poco debido al asiento del autobús. Se aseó un poco en los servicios de una gasolinera y se peinó para tener el pelo perfectamente arreglado bajo el sombrero.

Llevaba un pequeño plano consigo, un plano donde todo lo importante aparecía circundado en rojo. No tuvo que andar mucho, un kilómetro o así, hasta llegar a un amplio césped flanqueado por bonitas viviendas.

Una calle más y llegó a su destino.

La escuela primaria de Owl Creek.

Un edificio ancho y bajo, con los letreros y rótulos pintados en blanco y macetas colgantes llenas de flores. Al otro lado se vislumbraba una nueva extensión de césped, presidida en un extremo por un roble impresionante que le recordó el viejo Árbol de los Deseos. Caminó hasta allí y, tras admirarlo un momento, se sentó a la sombra de sus ramas. El suelo estaba alfombrado de hojas de un color naranja tan vivo que terminó por coger una de ellas para observarla de cerca.

Sacó la botella de agua de la bolsa y bebió un trago teniendo buen cuidado de dejar algo para después. Nerviosa como estaba, se olvidó de la chocolatina que llevaba consigo.

Llegó un automóvil, seguido por otro más. Advirtió que en ese pueblo casi todos los padres iban a recoger a sus hijos andando.

Reconoció a Peter nada más verlo: llevaba a Jet de la correa, y saludaba y sonreía a todo el mundo.

Cruzó los brazos sobre el pecho al ver que los niños iban saliendo. Se toqueteó el sombrero, se anudó bien el cordón de una zapatilla. Llevaba puesto su mejor vestido, el amarillo, su color predilecto.

Cuando por fin vio salir a Robin, la sorpresa la hizo dar un respingo.

Estaba más alto y llevaba el pelo más corto, pero su sonrisa seguía estando ahí, tan hermosa y sincera como siempre. Duchess comprendió que de mayor iba a ser todo un rompecorazones.

A su lado estaba Lucy, quien lo cogió de la mano al llegar al final del camino. Su hermano entonces vió a Peter y salió corriendo hacia él. Peter lo tomó en brazos y se abrazaron con fuerza, largamente. Robin cerró los ojos unos segundos.

Peter lo dejó en el suelo y le dio la correa mientras Jet brincaba como un loco y le daba lametones en la cara. Robin se moría de risa. Duchess se quedó donde estaba mientras Peter los conducía al pequeño parque adyacente. Estuvo columpiando a Robin un rato, lo ayudó a encaramarse por la escalera y luego lo recogió en volandas al pie del largo tobogán.

Siguió contemplándolos, tan sonriente como ellos, acompañada por la distante música de sus risas. Lucy se les unió al poco rato. Llevaba consigo una bolsa de la que sobresalían unos papeles. Robin salió corriendo para abrazarse con ella como si llevara años sin verla.

Duchess se puso en camino cuando ellos lo hicieron, manteniéndose a una buena distancia, aunque era poco probable que la vieran. Intentó llamarlo unas cuantas veces, pero en voz tan baja que el viento se llevó enseguida el nombre de su hermano.

Vivían en una bonita casa de madera pintada de verde, con las persianas blancas y el jardín bien cuidado, la clase de casa que siempre había soñado para ellos.

En el buzón de la entrada constaba el nombre de los residentes: FAMILIA LAYTON. Caminó por su calle mientras el sol se ponía y el cielo de Wyoming la cubría con su delicada belleza. Miró el vecindario: por todas partes había chicos y chicas jugando al béisbol o montados en bicicletas.

Al caer la noche, volvió sobre sus pasos y se coló en el jardín de la familia. Una hamaca, una barbacoa, una caja que servía de hotel para insectos...

Permaneció allí largo rato mientras el día daba paso a una noche estrellada.

Fue hasta el porche, subió por los escalones y miró a través de la ventana. La luz del interior iluminaba una escena perfecta: Lucy junto a Robin, ayudándolo con un ejercicio de lectura, y Peter terminando de poner los platos en la mesa de la cocina y llamándolos para la cena. Tomaron asiento frente al televisor encendido, pero sin sonido; Jet junto a Robin, con ojos ilusionados.

Robin no dejó un solo resto en el plato.

Continuó mirándolos hasta que se hizo tarde. Peter besó a Robin en la frente con afecto y Lucy cogió el libro de lectura, tomó al niño de la mano y subió con él por la escalera.

Se preguntó si Robin iba a acordarse de todo cuanto él y ella habían vivido juntos. Sabía que seguramente no, al menos no en detalle: era lo bastante pequeño para convertirse en quien quisiera ser de mayor. El mundo era suyo, Robin era un príncipe y Duchess por fin entendía bien por qué.

No era de las que lloran, pero cuando las lágrimas llegaron se abandonó a ellas.

Lloraba por todo cuanto ella había perdido y todo cuanto él había encontrado.

Apretó la palma de la mano contra el cristal y le dijo adiós a su hermano.