Sentado en la última grada, Walk observó el balón en el aire, girando sobre sí mismo y cayendo en la zona de anotación, cuarenta metros más allá, donde se le escurrió de las manos al receptor. El quarterback levantó una mano disculpándolo: otra vez sería.
Walk era fan de los Cougars desde siempre. Vincent había jugado con ellos en su día, también como receptor. Tenía dotes naturales para el juego, lo seleccionaban siempre entre los mejores del estado. Desde aquellos días, el equipo apenas se había comido un rosco: a lo más que había llegado era a ganar un par de partidos seguidos. Pero Walk seguía ocupando su asiento los viernes por la noche, entre grupos de chicas con las caras pintadas que gritaban hasta desgañitarse. Cuando ganaban, iban todos al café de Rosie, jugadores y fans. Allí, un sonriente Walk se sentía en su salsa.
—El chico promete —comentó Vincent.
—Promete, sí.
Llevaban media docena de botellines de cerveza Rolling Rock, pero Vincent no había tocado uno solo. Cuando Walk se había presentado en la casa de los King, nada más acabar su turno, se lo había encontrado enfrascado en el trabajo pese a que apenas había luz: había lijado casi todo el suelo del porche posterior. Tenía ampollas en las manos y el rostro contraído por el esfuerzo.
—Va para profesional —elogió Vincent cuando el quarterback efectuó un nuevo lanzamiento.
El receptor esta vez lo atrapó, con un grito de alegría.
—Tú también ibas para profesional en su momento.
—¿Quieres hacerme preguntas?
—¿Sobre qué?
—Sobre todo.
Walk bebió un sorbo de cerveza.
—No puedo imaginarme cómo es estar allí dentro.
—Sí que puedes, pero prefieres no hacerlo. Tampoco pasa nada. Fuera como fuese, se veía venir.
—Eso no es verdad.
—He ido a ver su tumba... no he dejado flores ni nada por el estilo: no sabía si estaría bien hacerlo.
El juego seguía bajo las intensas luces del estadio. Walk reconoció a Brandon Rock, sentado en una de las gradas inferiores con la gorra de béisbol puesta del revés. Lo veía allí en cada partido.
Vincent siguió su mirada y lo reconoció también.
—Aquel de allí es Brandon, ¿no?
—El mismo.
—Brandon sí que prometía: por entonces era un jugador bueno de verdad.
—Pues sí, pero la rótula se le desencajó y nunca se recuperó del todo. Trabaja en Tallow Construction, como comercial. Cojea al andar. Haría bien en llevar bastón, pero ya sabes cómo es.
—No, ya no lo sé.
—Sigue conduciendo el Mustang de su padre.
—Recuerdo el día en que el viejo fue a recoger el cochazo: medio vecindario salió a ver.
—Tú querías robárselo.
Vincent rió.
—Tomarlo prestado, Walk. Tomarlo prestado nada más.
—A Brandon le chifla ese coche. Para él es algo especial, no sé si me explico. Le trae buenos recuerdos, de cuando la vida le sonreía. Lleva la misma ropa, el mismo peinado... el amigo Brandon sigue viviendo en 1978. No ha cambiado, Vin. Ninguno de nosotros ha cambiado, si lo piensas bien.
Vincent arrancó la etiqueta del botellín de cerveza, pero siguió sin beber.
—¿Y cómo está Martha May? ¿Ella ha cambiado?
Walk enmudeció un segundo al oír el nombre.
—Trabaja como abogada en Bitterwater —respondió finalmente—. Lleva casos de divorcio, pleitos de familia, cosas así.
—Siempre tuve la impresión de que estabas colado por ella. No éramos más que unos chavales, claro, pero había que ver cómo la mirabas.
—Igual que tú a Star, ¿no?
Al receptor volvió a escurrírsele el balón, que fue botando hacia las gradas. Brandon se levantó de un salto, a pesar de su cojera, se hizo con el balón y, en lugar de pasárselo al receptor, se lo lanzó al quarterback, quien lo cogió al vuelo treinta y cinco metros más allá.
—Brandon sigue teniendo buen brazo —observó Walk.
—Supongo que eso empeora las cosas.
—¿Vas a visitar a Star?
—Te dijo que no quería verme en su casa.
Walk frunció el ceño y Vincent sonrió.
—A mí no me engañas, Walk: cuando me dijiste que te parecía que Star necesitaba un poco más de tiempo... joder, ¿es que no ha pasado bastante tiempo ya? Pero, pensándolo bien, Star tiene razón: a veces hay demasiado mar de fondo. Pero, estábamos hablando de ti y de Martha.
—Mira... ella y yo ya no nos hablamos.
—¿Te apetece contármelo?
Walk abrió otra cerveza.
—Aquella noche, después del veredicto... estuvimos juntos. Y la dejé embarazada.
Vincent tenía la vista fija en el césped.
—Y bueno, su padre era pastor de la iglesia y...
—Joder, Walk.
—Pues sí.
—Y ella quería serlo también, siguiendo los santos pasos de su padre.
Walk se aclaró la garganta y prosiguió:
—Su padre la obligó a... abortar, y claro... Éramos un par de críos, pero estas cosas no se olvidan fácilmente. Luego de aquello, el hombre me acuchillaba con la mirada cada vez que me veía, cosa que me daba lo mismo, pero la mirada de Martha en cambio... era como si, cada vez que se topaba conmigo, estuviera viendo su error.
—Y tú la mirabas y veías...
—Lo veía todo: todo todito. Me acordaba de mis padres, juntos durante cincuenta y tres años, con una casa y un hijo. Toda una vida juntos.
—¿Se casó?
Walk se encogió de hombros. Como si no se hubiera hecho la misma pregunta cientos de veces durante los últimos años.
—Nunca es tarde para arreglar las cosas.
—Lo mismo vale para ti, ¿no?
Vincent se levantó.
—En mi caso, llevo treinta de años de retraso.
El bar estaba en San Luis: cuatro casas enclavadas en un ancho tramo de carretera que descendía hacia Altanon Valley entre campos en barbecho.
Star había tomado prestada la vieja camioneta Comanche de Milton, el vecino de enfrente. El aire acondicionado no funcionaba, por lo que Duchess y Robin asomaban la cabeza por la ventanilla como dos perritos, cansados ambos, pero era lo que había, una vez al mes como poco.
Duchess se había llevado su trabajo del instituto y cogía los papeles con fuerza para que no se le cayeran mientras seguía a Star por el estacionamiento, entre dos pick-ups, hasta entrar por una puerta trasera. Star cargaba con la guitarra en su funda cochambrosa. Iba con las piernas al aire, vestida con unos shorts vaqueros recortados casi hasta el culo y una camiseta con marcado escote en el pecho.
—No deberías vestirte así.
—Ya, pero las propinas son mejores.
Duchess musitó una imprecación y Star se volvió.
—Por favor, esta noche pórtate bien, cuida de tu hermano y no te metas en líos.
Duchess condujo a Robin a un reservado del final, hizo que entrara él primero y se sentó a su lado, resguardándolo de un ambiente que no podía serle más ajeno. Star les trajo un par de refrescos mientras Duchess ponía el trabajo del colegio en la mesa y dejaba unos papeles en blanco para su hermano. Abrió el plumier y sacó los rotuladores.
—¿Mamá va a cantar la canción que habla del puente? —preguntó Robin.
—Como siempre.
—Es una canción muy bonita. ¿Vas a subir a cantarla con ella?
—No.
—Mejor, no me gusta cuando ella se exalta.
El humo ascendía de los ceniceros rebosantes. Madera oscura, banderas sobre la barra, la luz tenue, apenas suficiente. Duchess oyó unas risas y vio que su madre daba buena cuenta de unos chupitos de licor en compañía de un par de hombres. Siempre necesitaba echar unos tragos antes de subir al escenario.
Robin llevó la mano al cuenco con cacahuetes de la mesa, Duchess se la apartó.
—A saber quién los ha tocado: seguro que están llenos de meados.
Contempló la página: el espacio correspondiente a su padre en las largas ramas vacías del árbol familiar. El día anterior, Cassidy Evans había salido a la pizarra y explicado su ascendencia. Se mostró orgullosa de la línea elegantemente curva que la vinculaba a la familia Du Pont y su relato resultó tan vívido que Duchess casi podía percibir el olor a la pólvora fabricada por aquellos industriales.
—Te he dibujado.
—¿Dibujado?
Robin alzó el papel y Duchess sonrió al verlo.
—¿Tengo esos dientes de caballo?
Lo pellizcó en el costado y Robin rompió a reír con tanto estrépito que Star los miró desde la barra e hizo un gesto para ordenarles que se estuvieran quietos.
—Cuéntame sobre Billy Blue Radley —pidió Robin.
—Por lo que he leído, no le tenía miedo a nada ni a nadie. Una vez robó un banco y el sheriffestuvo siguiéndolo más de mil kilómetros.
—Seguro que era peligroso.
—Era un hombre que cuidaba de los suyos: sus hombres eran su familia. —Duchess llevó la mano al pecho del pequeño—. Somos sangre de su sangre, somos forajidos.
—Eso tú.
—Eso los dos. Porque somos lo mismo.
—Pero mi papá no es tu papá, son dos personas distintas y...
—Quieto ahí. —Duchess le tomó el rostro entre las manos—. Lo que cuenta es la sangre de los Radley, y en eso somos iguales. Es posible que tu padre y el mío fueran unos inútiles, pero... tú y yo somos lo mismo. Repítemelo, anda.
—Tú y yo somos lo mismo.
Llegó el momento. La luz se atenuó un poco más y Star se sentó en un taburete delante de todos e interpretó una serie de versiones y un par de temas propios. Uno de los hombres con los que acababa de beber en la barra no dejaba de silbar y vociferar comentarios subidos de tono al final de cada canción.
—Gilipollas —dijo Duchess.
—Gilipollas —convino Robin.
—No digas palabrotas.
El tipo al final se levantó del taburete, saludó a Star con un gesto y se agarró la entrepierna con la mano. Y añadió algo más: dijo que Star no era más que una calientapollas; una bollera, lo más probable.
Duchess se levantó, agarró el vaso con refresco y se lo arrojó. El vaso se hizo añicos a los pies del hombre, que se la quedó mirando boquiabierto. Duchess abrió los brazos, le sostuvo la mirada y lo instó a venir a por ella, diciéndole que no le tenía miedo.
—Siéntate, por favor —Robin la tironeó de la mano.
Duchess miró a su hermanito y parpadeó al notar el miedo en su rostro. Se volvió hacia su madre, quien también estaba diciéndole que se sentara.
El hombre seguía fulminándola con la mirada. Duchess le mostró el dedo medio y tomó asiento.
Robin acabó de beberse el refresco en el momento que su madre llamaba a su hermana.
—Duchess, ven al escenario. Para que lo sepan, mi hija es mejor cantante que su madre.
Duchess se encogió en el banco, miró a su madre y negó con la cabeza, por mucho que el público estuviera volviéndose hacia ella, animándola con aplausos. Hubo un tiempo en que sí que cantaba, cuando era pequeña, antes de que supiera cómo funcionaba el mundo. Por entonces cantaba en casa, en la ducha, en el patio, por todas partes.
Star declaró que su hija era una sosa y pasó a entonar la última de sus canciones. Robin dejó los rotuladores en la mesa y contempló a su madre como si no hubiera una persona más formidable en el mundo.
—Ésta me encanta.
—Ya.
Star terminó de cantar, bajó del escenario y recogió su dinero. Metió los billetes —unos cincuenta dólares— en el bolso. En ese momento el hombre volvió a la carga y le tocó el culo.
Duchess se levantó antes de que Robin pudiera suplicarle que no se moviera, fue corriendo por la sala, se arrodilló y recogió una astilla de cristal.
Star empujó al hombre pero éste se levantó, apretó el puño hasta que reparó en las miradas de la gente, que no estaban fijas en él. Se volvió y se encontró con la chica, pequeña pero decidida: sostenía en alto el afilado cristal, le apuntaba a la garganta.
—Yo soy la forajida Duchess Day Radley y tú eres un puto baboso de bar. Voy a cortarte el cuello.
Oyó el débil llanto de su hermano. Star la agarró por la muñeca, que sacudió con fuerza hasta que ella dejó caer el cristal. Otros hombres intervinieron, se pusieron entre ambos y apaciguaron las cosas. Algunos se llevaron unas consumiciones gratis.
Star la empujó hacia la puerta, cogió a Robin y salieron los tres.
El aparcamiento estaba a oscuras mientras se dirigían a la camioneta.
Cuando subieron, Star se encaró con ella, le gritó y la trató de estúpida: aquel tipo podía haberle hecho daño. Ella sabía lo que hacía y no necesitaba que una niña de trece años anduviera cuidándola. Sentada sin moverse, Duchess aguardaba a que acabara de una vez.
Finalmente acabó y metió la llave en el contacto.
—No estás en condiciones de conducir.
—No me pasa nada, estoy bien. —Se miró al espejo retrovisor y se atusó el cabello.
—Así no llevarás a mi hermano en coche.
—Te he dicho que no me pasa nada, estoy bien.
—¿Tan bien como Vincent King?
Duchess vio llegar el manotazo, pero no trató de esquivarlo. Encajó el bofetón en la mejilla como si no tuviera importancia.
Robin lloraba en el asiento trasero.
Rápida como el rayo, Duchess agarró la llave del contacto y se escurrió entre los asientos hasta sentarse junto a él. Le alisó el pelo, enjugó sus lágrimas y le ayudó a ponerse el pijama.
Duchess durmió una hora, se despertó, fue al asiento delanteroy le devolvió las llaves a Star. Salieron del estacionamiento y enfilaron el camino de regreso a casa, la madre y la hija sentadas una junto a la otra.
—¿Te acuerdas de que esta semana es el cumpleaños de Robin? —dijo Duchess en voz baja.
Se hizo un breve silencio.
—Claro que me acuerdo —respondió Star finalmente—: es mi principito.
Duchess notó una punzada en el estómago. No tenía dinero. Trabajaba como repartidora de periódicos los fines de semana, lo que suponía pedalear lo suyo y sudar la gota gorda, pero la paga era muy poca.
—Si me das algún dinero yo me encargo de todo.
—Ya veremos.
—Pero...
—Joder, Duchess. He dicho que ya veremos; confía un poco en tu madre.
Duchess se calló que no terminaba de confiar en ella, en vista de las veces que se había olvidado de su propio cumpleaños.
El coche siguió dando tumbos hasta que giraron y entraron en la autovía.
—¿Tenéis hambre? —preguntó Star.
—He dejado preparados unos perritos calientes.
—¿Te has acordado de comprar kétchup? Ya sabes que a Robin le gusta.
Miró a su madre con ojos cansados, Star le acarició la mejilla.
—Tendrías que haber salido a cantar esta noche.
—¿Para un hatajo de borrachuzos? Eso se lo dejo a las profesionales.
Star sacó un cigarrillo del bolso y se lo encajó entre los dientes, luego hurgó en busca del mechero.
—Si pongo la radio, ¿me cantas alguna cosa?
—Robin duerme.
Star rodeó los hombros de su hija con el brazo y acercó su rostro al de ella. La besó en la cabeza mientras el coche seguía avanzando por la autovía.
—En el bar había un hombre que tiene un estudio en el valle. Me ha dado su tarjeta y me ha dicho que lo llame. Puede que esta vez haya suerte.
Duchess bostezó. Los párpados le pesaban, las luces de las farolas estaban volviéndose borrosas.
—Mi duquesa de Cape Haven... ¿Sabías que siempre soñé con tener una hija? Casi podía verla, con un lacito en el pelo.
Duchess lo sabía.
—¿Y tú sabes quién fue Billy Blue Radley?
Star sonrió.
—Tu abuelo a veces me hablaba de él. Yo pensaba que estaba contándome cuentos chinos.
—Billy Blue fue un personaje real. Tenemos la sangre de los Radley, mamá.
Estuvo a punto de volver a preguntarle por su padre, pero lo dejó correr: estaba muy cansada.
—Sabes que te quiero, ¿verdad?
—Claro.
—Hablo en serio, Duchess. Todo lo que hago... todo lo que tengo es para vosotros dos.
Duchess contempló la noche cerrada.
—Ya, pero me gustaría...
—¿Qué?
—Me gustaría que en tu vida hubiera un término medio, no sé si me explico. Como los demás. No siempre tiene que ser todo o nada... o te hundes o nadas como un pez. La mayoría de las personas se las arreglan para vadear las aguas y con eso les basta. Cada vez que te hundes nos arrastras a los dos.
Star se enjugó las lágrimas.
—Lo intento. Voy a hacerlo mejor. Esta mañana me he repetido las promesas que me hice: me las repetiré todos los días. Quiero hacerlo por vosotros.
—¿Hacer qué?
—Quiero hacer las cosas pensando en los demás. Lo que haces por los demás es lo que te convierte en una buena persona.
Era casi medianoche cuando atravesaron el pueblo. Duchess se estremeció al ver el Cadillac Escalade de Dickie Darke aparcado en el camino de acceso.
Entraron por la verja, que estaba abierta. Darke seguramente estaba en el patio, en el porche, a la espera, mirando sin mirar a ninguna parte de aquella forma que intranquilizaba a Duchess: como si pudiera ver algo en las sombras. No le gustaba Darke. Era demasiado callado, un gilipollas enorme que lo observaba todo. Muchas veces lo había visto fuera del instituto, junto a la verja, sentado en su coche y mirándola.
—Oye, ¿tú esta noche no tenías turno de trabajo? —le preguntó a su madre.
Star últimamente limpiaba unas oficinas en Bitterwater.
—Esto... anoche no me presenté. Me han dicho que no hace falta que vuelva. Pero no te preocupes: siempre puedo trabajar como camarera de barra en el local de Darke, supongo que por eso ha venido.
—No me gusta que trabajes allí.
Star sonrió y volvió a enseñarle la tarjeta de visita que le habían dado, como si en esa cartulina estuviera la solución.
—Nuestra suerte está cambiando.
Duchess cogió a su hermano en vilo: era liviano, flaco de piernas y brazos. Empezaba a tener el pelo demasiado largo, pero ella no podía permitirse llevarlo a la peluquería de Joe Rogers, en la calle Mayor, donde llevaban a todos los niños. Se alegraba de que fuera demasiado pequeño para comprenderlo, de que los otros niños también lo fueran; pero pronto crecerían, y eso la preocupaba.
Robin había colgado pósteres de planetas y temas científicos en el cuarto que compartían: estaba llamado a ser el más listo de los dos. En el único libro que había en la estantería, Max aparecía un tanto desvalido y muerto de hambre, pero eso a Robin le gustaba porque a Max al final le daban de comer, lo que era muestra de que alguien cuidaba de él. Duchess había tomado el libro en préstamo en la pequeña biblioteca de Salinas. Cada dos semanas iba y venía con otro libro: tres kilómetros de ida y vuelta en bici.
Oyó que fuera estaban conversando. Darke era el propietario de la casa, a Star no le llegaba para el alquiler. Duchess era lo bastante mayor para saber lo que eso significaba, pero no lo suficiente para entenderlo bien.
Se acordó de los deberes a medias: por la mañana se encontraría metida en la mierda hasta el cuello si no los llevaba hechos. Y no podía permitirse que la castigaran haciéndola quedarse unas horas después de clase porque alguien tenía que ir a recoger a Robin, y de Star no te podías fiar.
Decidió echar una cabezadita hasta el amanecer y ponerse con los deberes al despertar. Abrió un poco las cortinas: la calle dormía. Delante se hallaba la casa de Milton, donde la luz del porche siempre estaba encendida la noche entera, circundada por un revuelo de mariposas nocturnas. Vio que una zorra se escabullía y se sumía con elegancia en las sombras y entonces descubrió a un hombre junto a la casa de Brandon Rock. Miraba su ventana. No podía verla porque ella estaba un poco retirada del cristal. Era alto, no tanto como Darke, pero alto sin lugar a dudas. Tenía el pelo muy corto y los hombros caídos, como si hubiera perdido el orgullo.
Se acostó.
Y entonces, cuando los párpados ya le pesaban, oyó un grito.
Oyó a su madre gritar.
Salió del cuarto con mucho cuidado; tenía práctica, pues era una niña acostumbrada a los terrores de la noche, a una madre que se relacionaba con la peor clase de hombres. Cerró la puerta al salir. Robin iba a seguir dormido y, si se despertaba, después no se acordaría de nada. Nunca se acordaba de nada.
Oyó la voz de Darke, tan firme como siempre.
—Cálmate.
Miró por el resquicio de la puerta la sala de estar convertida en una estampa del infierno. La lámpara a un lado proyectaba una sombra sobre su madre, quien yacía sobre la alfombra. Darke la contemplaba fijamente, como si estuviera ante un animal salvaje al que acabara de sedar. Era enorme, excesivo para la silla y la casita, demasiado corpulento como para poder con él.
Duchess sabía lo que tenía hacer, qué tablones del suelo crujían, y fue por el pasillo hasta la cocina. No iba a telefonear al 911, el número de emergencias, porque se encontraría con una respuesta pregrabada. Mientras llamaba al móvil de Walk oyó un ruido a sus espaldas; se volvió, pero era demasiado tarde: Darke le arrebató el auricular de un plumazo.
Duchess le clavó las uñas en la mano, hincándolas con fuerza hasta que notó que sangraba. Darke la hizo salir de la cocina con la mano firmemente posada en su hombro. Duchess se revolvió y tiró la mesita al suelo. La foto de Robin, tomada el primer día que fue al jardín de infancia, fue a aterrizar ante sus ojos.
Darke la miraba desde arriba.
—No voy a hacerte daño, así que haz el favor de no llamar a la policía.
Su voz era tan grave que resultaba casi inhumana. Duchess había oído cosas sobre él, anécdotas: cierto tipo le había cerrado el paso con el coche y Darke lo había obligado a bajar y le había pateado la cara hasta dejársela hecha puré sin alterarse lo más mínimo, al punto que los mirones se quedaron petrificados.
Darke la miró fijamente, como solía. Examinó su cara, su cabello, sus ojos, su boca, regodeándose en el detalle hasta hacerla estremecerse
Ella miró hacia arriba y lo fulminó con los ojos, torciendo la nariz respingona al espetarle:
—Soy la forajida Duchess Day Radley y tú eres un cobarde que pega a las mujeres, Dickie Darke.
Retrocedió con rapidez y fue gateando hacia la puerta. La luz de la farola se colaba por el cristal en lo alto, bañándola en un resplandor anaranjado mientras su madre gritaba de rabia y se abalanzaba contra Darke.
No se puso en pie para ayudarla: tenía claro que más valía no hacerlo, pero sí lo hizo cuando notó la silueta al otro lado del cristal.
A sus espaldas, su madre arremetió con los puños por delante. Darke la agarró por las muñecas.
Duchess se decidió con rapidez: el que estaba fuera no podía ser peor que el de dentro. Abrió el pestillo y miró al desconocido a la cara. Se hizo a un lado, y el otro entró, cogió a Darke por el hombro y empezaron a pelear. El desconocido lanzó un puñetazo con fuerza y golpeó a Darke en la sien.
Éste ni se inmutó, pero de pronto reconoció al otro y se quedó inmóvil, mirándolo, sopesando sus opciones con calma. Él era mucho más alto y corpulento, pero el otro parecía enardecido, como si necesitara pelear.
Se sacó del bolsillo las llaves del coche sin prisa y se marchó de la casa. El otro lo siguió al exterior, seguido de Duchess, unos pasos por detrás.
Contempló el Cadillac Escalade alejarse hasta que los faros se perdieron de vista. El desconocido se volvió y la miró. Luego sus ojos fueron a posarse detrás de ella, a donde se hallaba Star, jadeante en el porche.
—Vamos dentro, Duchess.
Duchess no dijo nada, se limitó a seguir a su madre al interior. Volvió la vista atrás un segundo y miró al hombre inmóvil, como si lo hubieran enviado allí para protegerla.
Su camisa se había desgarrado durante la pelea. La luna lo iluminó de repente y Duchess vio el amasijo de cicatrices que lo cubría. Unas cicatrices recientes, abultadas, crueles.