6

La fatiga inundaba a Duchess irremisiblemente, sin que ella pudiera hacer otra cosa que sobrellevarla, dar un paso tras otro trabajosamente, respirar de forma entrecortada, con los ojos irritados. Lo oía todo en sordina: los ruidos le llegaban de muy lejos, tanto que a veces ni reaccionaba a ellos.

Notó que Robin le tiraba de la mano: había pasado la noche sumido en sueños y su expresión era animosa.

—¿Estás bien? —preguntó preocupado.

Duchess cargaba con las dos mochilas, la suya y la de él. Un moratón en el antebrazo, que se había hecho al caer, daba cuenta de los sucesos de la noche anterior. No había terminado el trabajo: el árbol de familia. Solía sacar notas mediocres, aunque de algún modo se las arreglaba para que no bajaran. Hacía lo posible por pasar desapercibida, por no meterse en follones: lo último que quería era que Star tuviera que tomar cartas en el asunto. Si había reunión de padres, siempre decía lo mismo:

—Mi madre tiene que trabajar, supongo que se hacen cargo.

Duchess comía a solas, temerosa de que los demás alumnos vieran lo que llevaba: a veces nada más que pan con mantequilla rancia a más no poder, otros días ni eso, pero de todas formas no tenía ganas de sentarse con nadie.

—Esta noche he dormido contigo y no has hecho más que darme patadas —le dijo a Robin.

—Perdona... me pareció oír ruidos. Creo que estaba soñando...

Salió corriendo de pronto y se metió en el jardín del vecino, donde cogió un palo. Después volvió, como lo haría un perro, y caminó apoyándolo en el suelo como si fuera el bastón de un anciano hasta arrancarle una carcajada.

Entonces se abrió la puerta y salió Brandon Rock. Star solía decir que reservaba para su Mustang las atenciones que habría hecho mejor en dispensarle a su ex mujer.

Vestía una antigua chaqueta deportiva de la universidad, tan ajada y ceñida que las mangas no le llegaban a las muñecas. Le clavó la mirada a Robin y le dijo:

—Ni te acerques a mi coche, ¿entendido?

—No se ha acercado en ningún momento —repuso Duchess.

Brandon cruzó por el césped y se encaró con ella.

—¿Tú sabes lo que hay debajo de esa lona? —preguntó retóricamente mientras señalaba el coche cubierto con la lona azul.

Por las noches, Duchess lo veía salir a arroparlo como si se tratara de su primogénito.

—Mi madre dice que es una de esas extensiones de pene.

Vio que las mejillas de Brandon enrojecían.

—Es un Mustang del sesenta y siete, para que lo sepas.

—Del sesenta y siete, ¿eh? ¿Igual que la chaqueta?

—El sesenta y siete fue mi año. Pregúntale a tu madre y te contará: me seleccionaron entre los mejores jugadores de fútbol americano de California. Por entonces me llamaban el Toro Desbocado...

—Pensé que era el Bobo Desnortado.

Robin se acercó a ella y la cogió de la mano. Mientras se marchaban calle arriba, Duchess sentía la mirada de Brandon como un puñal en la espalda.

—¿Por qué está tan enfadado? Ni siquiera me he acercado al Mustang.

—Él es así. En su día quería salir con mamá, pero ella le dijo que no y desde entonces...

—¿Darke estuvo en casa anoche?

El sol brillaba en lo alto, las persianas estaban abiertas y los propietarios de las tiendas se preparaban para el nuevo día.

—Yo no oí nada.

A Duchess le gustaba más Cape Haven en invierno, cuando la realidad sustituía al oropel y el pueblo era como los demás. No le gustaba el verano, largo, bonito y horrible.

Vio a Cassidy Evans y a sus amigas sentadas en el exterior del café de Rosie, bronceadas y con faldas cortas, gesticulando y diciéndose tonterías unas a otras.

—Vamos por Vermont —propuso Robin, y Duchess dejó que se la llevara de la calle Mayor, lejos de las chicas que iban a reírse de ellos—. ¿Y este verano qué vamos a hacer?

—Lo mismo de siempre: andar por ahí, ir a la playa...

—Ah.

Robin no apartaba la vista de la acera.

—Noah se marcha a Disneyland, y Mason a Hawái.

Duchess le puso la mano en el hombro con afecto.

—Ya se me ocurrirá algo divertido que hacer.

Al llegar a Fordham, Robin corrió hacia los árboles. Duchess lo contempló mientras el chiquillo intentaba encaramarse a la rama más baja de un sauce.

—Hola.

Duchess se volvió. Exhausta como estaba, no había visto llegar el coche patrulla de Walk.

Se detuvo y vio a Walk apagar el motor y quitarse las gafas de sol.

—¿Todo en orden?

—Claro. —Parpadeó tratando de no acordarse de Darke y del grito de su madre.

Tras toquetear la radio, Walk tamborileó la puerta con los dedos.

—¿Todo bien anoche?

El cabrón siempre se enteraba de todo.

—Ya te he contestado, ¿no?

Walk sonrió. Su intención nunca era molestarla, sencillamente estaba atento a cómo iban las cosas y hacía lo posible por ayudar. No obstante, ella tenía claro que la mejor intención traía a veces consecuencias nefastas.

—Muy bien —dijo él finalmente.

La mano le temblaba; su índice y su pulgar chocaban entre sí.

Advirtió que Duchess se había dado cuenta y metió la mano en el coche. Ella se preguntó cuántas copas tomaba al día.

—Sabes que puedes contármelo todo, Duchess.

Ella se sentía demasiado agotada para contárselo todo, para contemplar su cara bonachona y soportar sus miradas insistentes. Walk era blando, blando como un flan, como la jalea. Tenía la sonrisa blanda, el cuerpo blando, la mentalidad blandengue, y a ella no le iba lo blandengue.

Fue a buscar a Robin y se marcharon.

Cuando llegaron a la escuela, soltó la mano de su hermano, saludó con un gesto a la señorita Dolores y se dio la vuelta. El final del curso estaba al caer y no era cuestión de meterse en líos, pero aquel trabajo, el famoso árbol de familia, suponía un problema. Ella nunca entregaba con retraso, sin embargo... Sintió un retortijón, se llevó la mano a la barriga y notó un nudo. Tenía un mal pálpito. No era cuestión de subirse a la tarima y explicarle a toda la clase que no sabía quién era su padre, eso no podía hacerlo.

Recorrió los pasillos en dirección a su taquilla. Trató de sonreírle a la chica que había al lado sin que ésta se diera por aludida: era lo que solía pasar desde hacía mucho tiempo. Los demás alumnos seguramente pensaban que era un muermo de chica, siempre con cosas que hacer, con responsabilidades de las que ocuparse: la última persona a la que escoger como amiga.

Entró en clase y se sentó donde siempre, junto a la ventana con vistas al campo. Un grupo de pájaros picoteaba la tierra.

Pensó en Robin. ¿Quién iría a recogerlo si un día la castigaban y tenía que quedarse después de clase? No había nadie más. Nadie. Tragó saliva y notó que le ardían los ojos; sin embargo, no lloró.

La puerta se abrió, pero no era el señor Lewis, sino una mujer mayor que entró a paso lento. Una sustituta. Llevaba unas gafas con cadenita sobre el pecho y, en la mano, un vaso de papel del que ascendía el humo del café.

Cuando les pidió que sacaran los libros de texto y se pusieran a estudiar en silencio, Duchess se dejó caer sobre el pupitre: cansancio y alivio.

• • •

Walk encontró a Darke en la parcela donde había estado la casa de los Fairlawn, que a esas alturas no pasaba de ser un montón de escombros. Había excavadoras y camiones retirándolos para que los trabajadores pudieran moverse por ahí con mayor seguridad.

Darke estaba mirando, y su sola presencia bastaba para que los hombres se apresuraran y trabajaran con más brío. Cuando vio venir a Walk se irguió en toda su estatura.

—Bonito día, ¿verdad? —dijo Walk, nervioso sin poder evitarlo—. Leah me ha contado que llamaste a comisaría, ¿otra vez ha habido problemas en el club?

—No.

No habría cháchara por mucho que se esforzara: a aquel tipo era imposible sacarle cuanto no fuera estricta, dolorosamente, necesario.

Se llevó la mano temblorosa al bolsillo.

—¿Entonces?

Darke señaló una casa situada más allá.

—Ahora soy el propietario.

Observaron la casita. Tenía los postigos descascarillados y los tablones del porche medio podridos. No todo estaba maltrecho: se notaba que algún esfuerzo se hacía por mantenerla pero, en todo caso, su aspecto era una invitación a la demolición y el reemplazo.

—Es la casa de Dee Lane. —Walk advirtió que la mujer estaba mirando por la ventana y la saludó con la mano, pero ella no hizo caso: siguió mirando sin ver, contemplando las aguas del océano, la vista del millón, que la naturaleza mostraba sin recato.

—Está de alquiler, pero no quiere irse. Yo ya he cumplido: le envié todas las notificaciones que hacían falta.

—Hablaré con ella, pero sabes que lleva mucho tiempo viviendo en esa casa. —Se produjo un silencio—. Y que tiene hijas.

Darke volvió la vista al cielo como si esperase que algo fuese a aterrizar en cualquier momento.

Walk aprovechó para examinarlo: traje negro, un reloj bastante normal en la muñeca, tan ancha como su propio tobillo. Se preguntó con qué tipo de pesas haría ejercicio. A lo mejor levantaba coches...

—¿Y qué piensas hacer con la casa?

—Construir.

—¿Has solicitado el permiso de obras? —Walk tenía buen cuidado de supervisar las solicitudes de este tipo, a las que siempre ponía objeciones una y otra vez—. He oído que anoche hubo ciertos problemillas en la casa de los Radley.

Darke siguió mirando al frente.

Walk sonrió.

—En un pueblo tan pequeño las noticias vuelan.

—Pronto dejará de ser tan pequeño. ¿Has vuelto a hablar con Vincent King?

—Me dijo que... a ver, el hombre acaba de salir de la cárcel, por lo que...

—Puedes contármelo.

Walk tosió.

—Vincent me dijo que te dijera que puedes irte a tomar por culo.

El rostro de Darke se tornó una máscara de tristeza, o quizá de simple decepción. Hizo crujir los nudillos, que resonaron como el disparo de una pistola. Walk no quería ni pensar en el daño que aquel hombre podía hacer con sus botas de talla cincuenta y uno.

Se apartó y entró en el solar: tierra removida, hombres que manejaban maquinaria con cigarrillos en las comisuras de los labios, entornado los ojos para protegerse del sol.

—Jefe Walker.

Walk se volvió.

—La señorita Lane puede tomarse una semana más —dijo Darke—. Tengo un almacén... si tiene que ir sacando algunas cosas, que las deje junto a la puerta. Haré que las recojan y se las guardaré. Sin cobrarle nada.

—Muy considerado de tu parte.

En el patio de Dee Lane había un pequeño porche y un parterre de flores que dejaba claro que la inquilina estaba orgullosa de su casa, por pequeña que fuera. Hacía veinte años que Walk la conocía, desde que se había ido a vivir a la casa en Fortuna Avenue. Estuvo casada hasta que su marido empezó a follarse a otras y la dejó a cargo de las facturas y con dos hijas que cuidar.

Dee salió a recibirlo en la puerta mosquitera.

—Tendría que matar a ese cabrón.

Era una mujer pequeña, no llegaría al uno sesenta, atractiva a su estilo duro, como si los últimos años hubieran quitado lustre a la persona de antaño. En su enfrentamiento con Darke, la palabra «desigual» ni de lejos alcanzaba a reflejar la realidad.

—Puedo encontrar un lugar para que vayáis a...

—Vete a la mierda, Walk.

—¿Darke dice la verdad, hoy es el día?

—Sí, pero no hay derecho: hace tres años que se convirtió en mi casero, después del traspaso de la hipoteca... un acuerdo al que llegó con el banco. Pero entonces demolieron la casa de Fairview, dejándome en primera línea de mar, y lo siguiente fue que me llegó esto por el correo. —Revolvió entre un montón de papeles y le tendió la carta.

Walk la leyó con atención.

—Lo siento mucho. ¿Puedes hablarlo con alguien?

—Estoy hablándolo contigo.

—Ya, pero me temo que desde el punto de vista legal...

—Darke me dijo que podría seguir viviendo aquí.

Walk releyó la carta, estudió las notificaciones de desahucio.

—Puedo ayudarte a meter tus cosas en cajas. ¿Tus hijas ya lo saben?

Dee cerró los ojos y volvió a abrirlos húmedos de lágrimas. Dijo que no con la cabeza. Olivia tenía dieciséis años, Molly ocho.

—Darke ha dicho que puedes quedarte otra semana.

Ella respiró hondo.

—No sé si lo sabes, pero estuvimos saliendo juntos un tiempo... después de la marcha de Jack.

Walk lo sabía.

—Yo... ¿cómo decirlo? Darke tiene buen aspecto, pero está mal de la puta cabeza. Tiene algo, Walk. No sabría decir el qué. Parece un robot, ni siquiera me tocaba.

Walk frunció el ceño.

—Ya sabes lo que quiero decir.

Él notó que estaba sonrojándose.

—No es que sea una mujer desesperada, ni nada por el estilo, pero si ya has salido cinco o seis veces con un hombre es lo natural. Aunque no en su caso: Dickie Darke no tiene nada de natural.

Al ver unas cajas desparramadas por el jardín delantero, Walk hizo amago de ir a buscarlas, pero Dee le indicó que lo dejara correr.

—No hay más que basura. Esta mañana me puse a meterlo todo en cajas, ¿y sabes de qué me he dado cuenta? —Rompió a llorar; en silencio, sin sollozar. Las lágrimas corrían por sus mejillas—. Les he fallado, Walk.

Él iba a decir algo, pero Dee le hizo un nuevo gesto con la mano, a punto de venirse abajo.

—Les he fallado a mis hijas. No tengo un techo para ellas, no tengo nada en la vida.

Esa noche, mientras Robin y su madre dormían, Duchess escapó por la ventana de la habitación y se marchó en bicicleta por la calle.

Amanecía, asomaba un cielo azul. Habían sacado los cubos de la basura a la calle, se notaba el olor de las barbacoas. Duchess tenía hambre, nunca llegaba a saciarse porque se aseguraba de que Robin comiera bien.

Torció por Mayer y descendió por la suave pendiente sin pedalear; las cintas que adornaban el manillar se agitaban al viento. No llevaba casco, iba vestida con pantalones cortos y una camiseta, calzada con sandalias.

Frenó para girar por Sunset Road.

La casa de los King era su preferida desde siempre por la estampa que ofrecía: medio en ruinas, como una afrenta al entorno opulento.

Vio al hombre.

La puerta del garaje estaba subida y el otro se encontraba en lo alto de una escalera, quitando cuidadosamente unas tejas. Había destejado la mitad del techo. En el suelo había un rollo de tela asfáltica, herramientas varias —martillos, picos, cosas así—, una carretilla llena de pedruscos polvorientos... El hombre tenía una lámpara que daba una luz apenas suficiente.

Duchess había visto fotos de Sissy, a quien ella se parecía mucho: el pelo y los ojos claros, pecosa y con la nariz respingona.

Se acercó a él lentamente, levantando los pies de los pedales, incómoda en el sillín, haciendo equilibrios para no caer, luego empujándose con un pie.

—Anoche estuviste en mi casa.

El hombre se volvió.

—Hola, me llamo Vincent.

—Eso ya lo sé.

—En su día conocí a tu madre.

—Eso también lo sé.

Vincent se forzó a sonreír; probablemente se sentía obligado a hacerlo, como si estuviera aprendiendo a desenvolverse en sociedad otra vez. Duchess no le devolvió la sonrisa.

—¿Tu madre se encuentra bien?

—Ella siempre se encuentra bien.

—¿Y tú qué tal estás?

—Esa pregunta está fuera de lugar: soy una forajida.

—¿Debería tener miedo? Los forajidos siempre son peligrosos, ¿no?

—Wild Bill Hickok mató a dos hombres antes de convertirse en sheriff. Igual un día cambio y me pongo del lado de la ley... o igual no.

Se acercó un poco más con la bici. El hombre estaba sudoroso, tenía la camiseta oscurecida en el pecho y bajo los brazos. Sobre el garaje descansaba un viejo aro de baloncesto sin red. Se preguntó si Vincent King seguiría acordándose de cómo jugar, de cuanto tuviera que ver con el pasado.

—¿La libertad es lo peor que hay? —le preguntó al tal Vincent—. ¿Peor que cualquier otra cosa? Igual sí.

Vincent se bajó de la escalera.

—Tienes una cicatriz en el brazo.

Él se miró el antebrazo: la cicatriz discurría por toda su extensión; no era muy exagerada, pero sí visible.

—Tienes cicatrices por todas partes, ¿te pegaban allí dentro?

—Te pareces a tu madre.

—Las apariencias engañan.

Duchess retrocedió, se tocó el lacito del cabello mientras él seguía mirándola.

—Es un subterfugio: la gente ve una niña y nada más.

Ella movía la bici adelante y atrás.

Él cogió un destornillador y se le acercó lentamente.

—El freno roza un poco, por eso te cuesta pedalear.

Duchess observaba cada uno de sus movimientos.

Él se arrodilló junto a su pierna teniendo cuidado de no tocarla, ajustó el frenó y se apartó.

Duchess movió la bici adelante y atrás, un poquito, pero enseguida notó que la rueda giraba mejor. Se dio media vuelta. La luna aún brillaba detrás del hombre y de la vieja casa.

—No vuelvas a nuestra casa nunca más: no necesitamos ayuda de nadie.

—Entendido.

—No me gustaría tener que hacerte daño.

—Ni a mí.

—El mocoso que te rompió la ventana... se llama Nate Dorman.

—Bueno es saberlo.

Duchess terminó de dar la vuelta y se marchó pedaleando sin prisa, alejándose de él en dirección a su casa.

Llegó a su calle y vio el coche. El capó era tan alargado que sobresalía del caminillo de entrada. Darke había vuelto.

Frenética, pedaleó con fuerza. Luego dejó caer la bici sobre la hierba. No tendría que haber salido. Fue por uno de los lados de la casa y entró por la puerta de la cocina, sin hacer ruido, con el sudor recorriéndole la espalda. Levantó el teléfono de la horquilla de la pared y entonces oyó unas risas: unas risas de su madre.

Los espió desde las sombras, desde donde no podían verla. Vio una botella en la mesita frente al sofá, medio consumida ya, y un ramo de flores rojas como las que vendían en la gasolinera de Pensacola.

Los dejó a su aire y salió al patio, se encaramó por la ventana y se cercioró de que el pestillo de la puerta de su cuarto seguía estando echado. Se quitó los shorts y besó a Robin en la cabeza. Apartó el cobertor y se tumbó al pie de la cama del pequeño: no pensaba dormir hasta que aquel gigante se marchara.