Desde 1948 la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha definido de una forma completamente innovadora el estado de salud: «La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no consiste únicamente en la ausencia de enfermedad». Esta definición ha superado todos los conceptos de pasividad y estatismo del individuo ante su propia situación saludable, y ha extendido el frente de los fenómenos que determinan el bienestar de las personas al ambiente natural y social. Unos veinte años más tarde, Alessandro Seppilli determinó, de una manera más precisa si cabe, el papel de cada individuo —entendido en su totalidad— ante su propia salud: «La salud es una condición de armónico equilibrio funcional, físico y psíquico del individuo, integrado dinámicamente en su propio ambiente natural y social».
Desde entonces se ha andado mucho camino en este sentido y hoy día ya es indiscutible que cada ser humano es consciente de su derecho a estar en armonía con su propio cuerpo y con su propio ambiente; asimismo, nadie duda de que una tarea importante de la medicina consiste en desarrollar una acción preventiva para que el estado de salud no se vea comprometido.
Tal vez no nos preocupamos demasiado de nuestra salud y nos limitamos a acudir al médico para que nos suministre un fármaco milagroso tan pronto como nos aflige la menor molestia, sin ser conscientes del hecho de que el fármaco es un pequeño veneno cuyo abuso puede ser muy perjudicial.
Nuestro cuerpo desarrolla un trabajo grandioso gracias a los billones de células que lo forman, las cuales realizan miles de actividades. Estas no afrontan sólo las tareas de producción y destrucción de una cantidad enorme de sustancias (pensemos únicamente que el organismo humano posee cinco millones de proteínas distintas), sino también el hecho de que cada día unos quinientos billones de células nuevas sustituyen a las viejas.
Pues bien, a menudo no tratamos a esta máquina maravillosa con la atención necesaria para mantener un equilibrio tan delicado como este. Quisiéramos que nuestro cuerpo fuese siempre ágil, estuviese permanentemente lleno de energía... y, sin embargo, ingerimos comida que no siempre es adecuada y saludable. Además, somos tan sugestionables a los «persuasores ocultos» del mundo de la publicidad y del marketing alimentario, que no consideramos con la debida atención las ventajas que puede reportarnos una alimentación correcta.