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William Woodruff temblaba de rabia mientras se alejaba de su hijo Anthony para acudir al llamado de su esposa y tomar su lugar a su lado. Actuó como el educado anfitrión que era esa noche, saludando con cortesía y hasta con una sonrisa a cada recién llegado, a pesar de que lo único que podía sentir en ese momento era enojo. No entendía cómo Anthony podía continuar sacándolo de sus casillas, cuando su hijo ya era un hombre y él conocía de memoria sus artimañas.

Sin embargo, seguía cayendo en sus juegos como las moscas en una telaraña.

Pasaban los años y su hijo continuaba teniendo el mismo comportamiento nocivo de siempre.

Con los años, Anthony y William se habían distanciado a un punto de ni siquiera compartir correspondencia.

Le preocupaba su futuro, por supuesto, era su padre después de todo, y aunque Charles bien podría proveerlo en caso de necesidad, ¿qué ocurriría con su hijo si continuaba embarcado en el mismo camino de vicio y hedonismo? Sin mencionar que su hijo era el ser más insufrible que conocía. Y es que, con el paso de los años, Anthony, además de un conocido mujeriego y vividor, se había vuelto altanero, prepotente y soberbio.

Poseía una inteligencia aguda, capaz de hacer quedar en ridículo a los demás y que él utilizaba deliberadamente con ese propósito en cuanto se le presentaba la ocasión. Que, a la manera de pensar de William, era la única manera en la que se podía odiar a alguien inteligente. Habría deseado tener a un imbécil como hijo antes que a un ser que utilizara su inteligencia superior para hacer sentir a otros que eran menos.

William podía ser muchas cosas; duro, inflexible, quizá hasta un tanto severo. Pero jamás, en toda su vida, había tratado con desprecio a una sola persona.

“A la única persona que se debe mirar con desprecio es a la que se ufana de despreciar a las demás”. Era una frase que repetía constantemente.

Quizá por eso fuera que su mayor vergüenza y a la vez su mayor dolor yaciera en el hecho de que su propio hijo mereciera ser mirado con desprecio, pues era una persona que, bien sabía, gozaba despreciando a los demás.

Y por desgracia, lo único que lograría quitarle ese vicio sería conocer a una persona que le pagara con su propia moneda. Y aunque le doliera en su corazón de padre ver sufrir a su hijo, rogaba a Dios, al universo y al mundo entero, por que Anthony conociera a esa persona, si es que existía…

—Querido, te estoy hablando—lo llamó su esposa, obligándolo a salir de su ensimismamiento.

—Disculpa, Elonor…—William se llevó un par de dedos a las sienes—, me temo que estaba un tanto distraído. ¿Qué me decías, amor?

—El señor Quiroz Quesada y su hija están aquí—le hizo saber su mujer, sonriendo gentilmente a los invitados que tenían enfrente.

—¡Esteban!—exclamó William, estrechando la mano del hombre—. Cuánto me alegra verte. Le comentaba a mi esposa que posiblemente no vendrías, tu salud ha estado un poco delicada últimamente.

Estefanía observó al conde embelesada, era un hombre increíblemente apuesto, aún para su edad: alto, de cabello rubio y ojos de un azul intenso. Sus modales eran impecables y su persona lograba imponer con su sola presencia, algo que poca gente conseguía y, a pesar de su corta edad, Estefanía sabía que era una cualidad digna de admirar.

Pero quizá lo que más le gustó del conde fue la manera en que observaba a su mujer, a su lado, con el cariño y la admiración reflejados en cada uno de sus gestos y miradas.

Su esposa, lady Eleonor, la mujer que los había recibido, también era bella, de cabellos castaño oscuros y ojos de un color azul violáceo. Sin duda una mujer que había gozado y que por siempre gozaría de una belleza exquisita. Sin embargo, cuando su marido posó los ojos sobre ella, la sonrisa que nació en su rostro la hizo volverse una mujer aún más hermosa, si es que eso era posible.

—No podía faltar a un evento de tal importancia, conde—comentó su padre, regresándola a la realidad—. Además, anhelaba estar presente el día que mi hija asistiese a su primera fiesta, aunque no fuese estrictamente con el fin de presentase en sociedad—miró con orgullo a la joven a su lado, tomada de su brazo—. Es cierto que mi salud no es buena, y deseaba verla debutar antes de… Bueno, ustedes entienden.

—Tiene usted una hija preciosa—lo alabó el conde, comprendiendo a la perfección a lo que Esteban se refería—. Y estoy seguro de que tendrá muchos años por delante para verla disfrutar de bailes y fiestas.

Estefanía le dedicó una sonrisa agradecida al conde, quien resultaba ser mucho más amable de lo que había supuesto para un noble de su posición.

—Eso espero, lord Woodruff. No hay cosa que me haga mayor ilusión, además de encontrarle a mi pequeña un buen marido, que cuide y vele por ella en mi ausencia. Sin duda, es ese mi mayor deseo.

—En ese caso supongo que mi esposa puede ayudarlo, es una magnífica casamentera—William estrechó la mano de Eleonor, mirándola a los ojos con sumo cariño—. ¿No es así, amor mío?

Estefanía sonrió encantada al notar la manera en que él la veía. Era más que obvio que ellos dos se querían, una mirada de devoción como la que él le dedicaba, la ferviente sonrisa que ella le devolvía, no eran cosas que pudieran fingirse.

Y con todo el corazón, Estefanía deseó por primera vez en su vida, enamorarse de esa manera, y por sobre todo, ser correspondida.

—Pierda cuidado, señor Quiroz—le hizo saber la condesa, dirigiéndole ahora a él una mirada sonriente—, me aseguraré de encontrarle el mejor marido disponible a su bella hija.

Estefanía sonrió, agradecida por la cortesía de la condesa, e hizo una reverencia como despedida. Era su primera vez en una fiesta, pero sabía que habían tardado demasiado tiempo entreteniendo a los anfitriones y debían dejar lugar a los otros invitados.

Se despidieron con cortesía y su padre la condujo al interior de la inmensa morada.

Estefanía sonrió al ver el esplendor que se desplegaba ante ella, intentando aparentar una soltura que no sentía. Debía verse bien y elegante, igual a como lo habría hecho su madre. Tenía que ser el orgullo de su padre.

Entraron al salón donde se llevaba a cabo la fiesta, bellamente decorado. Su nombre y el de su padre fueron pronunciados por el encargado. La gente, aglomerada en el enorme salón, se volvió ligeramente a verlos, algunos con curiosidad, otros con apatía, seguramente sin tener nada mejor que hacer.

Se mezclaron entre la gente hasta llegar al otro lado del salón. Divisaron una silla mullida libre, donde Estefanía tomó asiento. Pronto un hombre se acercó a su padre y lo saludó. Esteban hizo las debidas presentaciones, y poco después ambos caballeros entablaron una conversación de negocios. Estefanía suspiró y miró en derredor, buscando algo más entretenido en lo que fijar su atención. Si de algo estaba segura era que una conversación de negocios no le interesaba en ese momento.

Esa fue la primera vez que lo vio.

Del otro lado del salón, usando una peculiar vestimenta que lo hacía resaltar por sobre los demás invitados de la fiesta, un hombre joven reía, siendo el centro de atención de varias jovencitas que lo rodeaban y le sonreían extasiadas.

Hubo algo en él que le agradó a Estefanía, aunque no podía decir exactamente qué era. Quizá la pícara sonrisa que mantenía siempre en sus labios, quizá la postura, segura y algo felina, con la que se movía, tal vez el mechón de cabello rubio cobrizo que le caía sobre la frente, o tal vez fuera el brillo de esos ojos intensamente azules. No lo supo, pero no pudo negar que hubo algo en él que le cautivó de tal manera que se descubrió observándolo de manera tan fija que, cuando él por casualidad pasó la vista por el sitio donde ella se encontraba, sus ojos se toparon directamente.

Estefanía sintió un vuelco en el estómago, como si mil mariposas nacieran en ese mismo instante en su interior y revolotearan sin control por sus entrañas, al tiempo que el rubor cubría sus mejillas de rojo.

Él la observó por un par de segundos antes de apartar los ojos para fijarlos en la primera dama que le habló, del gran número que le rodeaba.

Estefanía se sintió un tanto decepcionada. No es que esperase que él la invitara a bailar a la primera oportunidad, pero también pudo haber ocurrido, ¿no es así? ¿No había sucedido de esa manera en los cuentos que Bertha solía leerle de niña?

Con un suspiro afligido miró el cartoncito que le habían dado nada más llegar. Se suponía que era para anotar a los caballeros que le solicitaran un baile, pero continuaba tan vacío como en el momento en el que había llegado a la fiesta.

Había notado que ciertos caballeros se giraban a verla y le dedicaban inclinaciones de cabeza, pero entonces sus miradas se topaban con la imponente figura de su padre, a su lado, y sus sonrisas se desvanecían al instante, así como las posibles intenciones de invitarla a bailar.

Comenzaba a pensar que sería una larga noche. Bertha se había quedado en el salón destinado para las damas de compañía, si al menos estuviera allí, podría hablar con ella. De tener a alguien con quien hablar en ese momento, estaba segura de que lo estaría pasando mejor que…

Estefanía se mordió la lengua.

¡¿Por qué demonios el destino tenía que ser tan cruel?!

Como si su ruego hubiese sido escuchado, en ese mismo instante entraron en el salón su tía y sus primos, y Estefanía no pudo evitar morderse la lengua una vez más por haber invocado su presencia. Aunque fuese de manera indirecta.

Habían llegado demasiado pronto.

Por supuesto se aproximaron al sitio donde ellos se encontraban. Bárbara, imitando un acento español que no era el suyo, se pavoneaba al abrirse camino entre la gente, saludando aquí y allá a los invitados, buscando ser el centro de atención de los jóvenes que volteaban a verla, luciendo a propósito como una exótica morena sensual que lograba atraer la mayoría de los ojos de las personas de la fiesta.

Tras ella, Jacinta sonreía para sí misma, satisfecha con los logros de su hija, y caminaba de manera tan altiva como si Bárbara fuera a convertirse en la futura reina de Inglaterra.

Efraín se quedó al último. Nada más entrar se separó de su madre y hermana. No tardó en desaparecer tras la primera dama que se topó. Y no lo volvieron a ver.

Esteban, ignorante de la llegada de su hermana, se alejó unos pasos con su amigo para saludar a otro caballero. Estefanía no perdió oportunidad, no iba a quedarse allí plantada esperando a que llegaran Bárbara y su tía a amargarle la fiesta.

Apresurada, dio un paso en dirección contraria por la que venían sus parientes, buscando alejarse de ellas lo máximo posible, pero al no estar acostumbrada a usar vestidos largos, tropezó con la falda de la tela y a poco estuvo de darse de bruces contra el suelo, de no ser porque se dio de frente contra algo. O, mejor dicho, alguien, como ella pudo comprobar al levantar la vista.

—¿Se encuentra bien?—le preguntó el joven que la había sostenido, librándola de su caída.

Estefanía abrió al máximo los ojos al reconocer en él al joven que había estado observando hacía un rato. Y allí, estando frente a frente a menos de un palmo de distancia, pudo percatarse de que era mucho más guapo de lo que había notado. De hecho, era mucho más apuesto de lo que imaginaba que un hombre podía llegar a ser.

Él sonrió, una sonrisa ladeada que le provocó un vuelco en el corazón, y la observó con esos grandes y brillantes ojos azules, colmados de pestañas largas y oscuras, sumamente gruesas y espesas. Unas pestañas que habrían provocado la envidia de cualquier mujer.

Fue entonces cuando notó que sus ojos no eran del todo azules, sino que tenían una coloración sumamente extraña, entre un verde turquesa y un azul profundo. Un color bellísimo, si es que debía calificarlo.

—Espero que no se haya hecho daño—le dijo él, sin soltarla de la mano. Estefanía percibió el calor de sus dedos deslizarse por el guante hasta el espacio de piel desnuda que quedaba entre su brazo y la manga del vestido, y retrocedió instintivamente.

La sonrisa de él se ladeó más, si es que eso era posible.

—Me encuentro muy bien, muchas gracias—contestó ella, con toda la seguridad que logró aparentar—. Sin ninguna duda usted me ha salvado de una grande.

—¿Una grande qué?

Estefanía arqueó una ceja.

—¿Caída o vergüenza pública?—continuó él, provocando que Estefanía soltara una risa natural, que a sus oídos se escuchó encantadora y melodiosa.

—Me temo que ambos—contestó ella, pasándose la mano por un mechoncito de cabello que le había caído al rostro para colocarlo tras la oreja.

—Me parece que no la he visto antes, ¿es nueva en la ciudad?—le preguntó él, sin perder detalle de cada uno de sus movimientos, que por alguna razón, le resultaban naturales y encantadores.

—Oh, no, en absoluto. He vivido aquí desde los cinco años.

—Debutante, entonces. Recordaría un rostro como el suyo de haberlo visto con anterioridad—sonrió él, con esa sonrisa que sabía que podía derretir a cualquiera. Y al notar las mejillas de ella encendiéndose, supo que había dado resultado.

—Solo asisto a una fiesta—Estefanía intentó contestar con la mayor franqueza y naturalidad, a pesar de que sentía que la voz le temblaba un poco y la garganta seca—. He venido con mi padre –se giró a buscarlo con la mirada—. La última vez que lo vi…

—No necesitamos de terceros para presentaciones, ¿no es así?—la interrumpió él, cogiendo su mano para plantarle un beso en los nudillos.

Estefanía lo miró embelesada, sintiendo las piernas de gelatina. Era como estar ante uno de esos maravillosos príncipes de los cuentos de los que su nana le leía de niña. Él era maravilloso.

—Mi nombre es Anthony Woodruff—se presentó él, volviendo a depositar un nuevo beso en su mano, esta vez un poco más arriba.

—¿Anthony Woodruff?—preguntó ella, arqueando las cejas por la sorpresa—. ¿Es usted pariente del conde?

La sonrisa de Anthony se desvaneció.

—Es mi padre.

Ahora fue la sonrisa en el rostro de Estefanía la que se esfumó.

Nerviosa, retrocedió un paso y miró en derredor, buscando a su padre. ¿Dónde demonios se metía su padre sobreprotector cuando lo necesitaba? ¡Y ahora lo necesitaba!

—Lo felicito por su compromiso, señor—le dijo en una rápida sucesión de palabras, haciendo una reverencia.

Anthony frunció el ceño antes de soltar una sonora carcajada.

—¿He dicho algo divertido?—preguntó ella, mirándolo entre avergonzada y dolida.

—Sí y no—contestó él, sin dejar de reír.

Estefanía notó que la gente de los alrededores se giraba a verlos, y, molesta, fue ella la que ahora le dedicó una mirada con el ceño fruncido.

—Me temo que tendrá que explicarse mucho mejor que eso, señor.

Anthony, como única respuesta, continuó riendo.

Estefanía sintió deseos de propinarle un buen puntapié allí mismo, pero se contuvo. Se había prometido a comportarse como una dama para ser el orgullo de su padre, y darle un puntapié dudaba mucho que pudiera catalogarse como el comportamiento de una dama.

Así pues, se arremangó las faldas y se alejó de él a paso rápido. Como la primera salida oportuna que encontró fue la puerta que conducía a la terraza, la tomó sin dudarlo y se alejó del salón de la fiesta.

El cambio en el ambiente le cayó de maravilla. Afuera el clima era fresco, quizá un poco húmedo a causa da la reciente lluvia, pero en definitiva mucho mejor que ese abarrotado y caluroso salón donde se llevaba a cabo la fiesta.

—¿Está huyendo de mí?—Escuchó que le preguntaba una voz a sus espaldas.

Estefanía se giró, irritada.

—¿Me está siguiendo?

—Yo pregunté primero.

Estefanía se limitó a fruncir los labios.

—Creo que eso significa sí.

—Por favor, déjeme sola.

—Está siendo descortés, señorita. ¿No sabe que eestaes la casa de mi familia?

—Un caballero no actuaría como usted.

—Y una dama no enseñaría las pantorrillas en público.

Estefanía se puso colorada. Lo había olvidado por completo y ahora había quedado en ridículo frente a la alta sociedad de Londres.

—Por favor, era una broma—le dijo él entre divertido y preocupado—. Está tan blanca que juraría que se va a desmayar en cualquier momento… No va a desmayarse, ¿no es así?

Estefanía le dirigió una mirada furiosa y se giró.

—Déjeme en paz, ¿quiere?

Anthony se adelantó y se colocó frente a ella, interponiéndosele al paso.

Estefanía estuvo a punto de soltar un improperio, pero la mirada que él le dirigió en ese momento era completamente diferente y, al verlo, se quedó sin habla. En un segundo el demonio había adoptado la expresión de un ángel.

—Discúlpeme si la he ofendido, señorita—él le suplicó, haciendo una galante reverencia—. He sido un tonto. Pero si me permite decirlo, ha sido usted quien me ha convertido en ese tonto.

—¿Disculpe…?

—Me temo que su abrumadora belleza me ha impactado a un punto que nunca imaginé llegar, he perdido la cabeza. No sé cómo actuar para agradarle, señorita. Le aseguro que ha sido mi timidez la que me ha llevado a actuar como un idiota… Le ruego que me disculpe.

Estefanía lo miró a los ojos, sin saber qué decir. Él se giró, ocultando su rostro, profundamente dolido.

—Siento mucho haberla molestado, señorita. Si mi presencia la altera, me retiro enseguida…

—No, espere por favor.—Estefanía extendió una mano, alcanzando a aferrarlo por el brazo antes de que él pudiera marcharse, sin notar la sonrisa triunfal que se dibujó en los labios de Anthony.

Él se volvió con lentitud hasta quedar de cara a ella.

—¿Está usted segura de que no desea que me marche?

—No, por supuesto que no…

—Porque si es así, le juro que usted me hace el hombre más feliz del mundo—Anthony se aferró a su mano, atrayéndola hacia él—. Desde el primer momento en que la vi, el salón de iluminó con su sola imagen, no existía nadie más, únicamente usted y yo. Usted, señorita, me ha robado el corazón.

—Yo…—Estefanía no supo que decir, se sentía abrumada ante él. Nunca en su vida había entendido de amores, ella era una niña después de todo, y nunca antes había tenido una declaración de amor… Si es que eso lo era.

—Por favor, no me diga que no significo nada para usted. No puede ser tan cruel—él la besó en los nudillos, pasando al mismo tiempo el brazo por su cintura para aproximarla más a él—. No puede decirme eso, porque mi vida habrá terminado en ese mismo momento.

Estefanía sintió que las mejillas se le encendían al hallarse tan cerca de él, envuelta entre sus brazos. Sabía que no era correcto, pero no tenía corazón para hacerle un desplante, no quería herirlo de esa manera.

Pero tenía que ponerle un alto…

—Señor, por favor, suélteme—le rogó, alejándose de él—. Le recuerdo que es eestasu fiesta de compromiso y yo no quiero…

—No es mi fiesta—le dijo él, siguiéndola como un felino a su presa—. No soy el hijo mayor, solo el segundo.

—Oh…

—¿La decepciona?

—No, en absoluto. Pero ahora entiendo por qué se rio hace un rato.

Él arqueó una ceja.

—Cuando lo felicité—le aclaró Estefanía—. Usted se rio de mí. Ahora lo comprendo—se encogió de hombros—. Yo también me habría reído.

Él no rio, la tomó por la cintura con una agilidad sorprendente y la atrajo nuevamente hacia él.

—¿Le gustaría bailar, señorita?

—Aquí no se alcanza a escuchar la música—Estefanía intentó apartarse, pero él la sostuvo con mayor fuerza, apegándola contra su cuerpo.

—No necesitamos música para la danza que realizaremos…

Estefanía no comprendió a qué se refería él, pero antes de que pudiera decir o hacer nada, él tomó su mano para besarla, pero en un inesperado giro, viró el rostro y el beso fue a dar directo en los labios de Estefanía.

Estefanía no supo cómo reaccionar, nunca antes en su vida la habían besado, ¡por todos los cielos, nunca antes en su vida había supuesto que alguien pudiera intentar besarla!

—¡Anthony!

Ambos se separaron con un movimiento brusco. Estefanía sintió deseos de salir huyendo, pero él la retuvo por la cintura, un acto demasiado atrevido, hasta ella lo sabía.

Un hombre se acercó a ellos. Era alto, aunque no tan alto como Anthony, de cabello rubio claro y ojos verdes. Sumamente apuesto, y aunque su rostro denotaba bondad, se veía severamente enojado en ese momento.

—Charles—contestó Anthony cuando su hermano mayor se detuvo delante de ellos con pies de plomo—. Me alegra verte al fin. ¿Acabas de llegar?

Charles apretó los puños, como si esperara asestarle a su hermano un buen golpe en la barbilla en ese mismo momento. Pero se contuvo, y adoptando una expresión serena que debió costarle un mundo conseguir, se giró hacia Estefanía.

—Señorita, su padre ha estado preguntando por usted. Sería mejor que entrara a hacerle compañía.

Estefanía no tenía idea de cómo el futuro conde podía saber quién era ella, pero no quería detenerse a preguntar, y mucho menos después de que él la sorprendiera en medio de una escena tan comprometedora. Lo único que quería era desaparecer de allí, que la tierra la tragara y no volver a ver a otra persona en la vida.

—Por supuesto—contestó la joven, haciendo una ligera venia antes de alejarse. Pero un brazo de acero le impidió moverse, y al volverse, notó que Anthony todavía no la soltaba.

—No tiene que irse, señorita. Lo estábamos pasando estupendamente, no arruinemos nuestra noche.

Esta vez Charles frunció el ceño al máximo. Aferró los dedos alrededor de la muñeca de Anthony y lo obligó a soltarla.

Estefanía, sintiendo las mejillas rojas por la vergüenza, se apuró a desaparecer de ese lugar. Pero al tomar el camino para regresar al salón de baile, notó la figura de su prima aproximándose. Si la veía allí, la pagaría todo lo que le quedaba de vida siendo la comidilla del centro de las habladurías de su prima. Así pues, se giró y se escondió en un banco que quedaba bien oculta tras unos arbustos.

Entonces supo la razón por la cual su prima se acercaba. Anthony y Charles siguieron el mismo camino que ella había tomado, discutiendo acaloradamente.

Bárbara no debió salir a la terraza para saber que no debía acercarse a ese par de hermanos, que por las gesticulaciones que hacían, debían de estar por saltar uno sobre el otro como un par de lobos hambrientos. Solo al asomarse por la puerta giró sobre sus tobillos y desapareció una vez más en el interior del salón.

Y Estefanía maldijo su mala suerte por tener que estar allí presenciando esa escena y no poder huir igual que su prima. ¡Dios quisiera que no la descubrieran o terminaría mal, muy mal!

—¡¿Pero en qué diablos estás pensando, Anthony?! –Escuchó espetar la voz de Charles.

—Solo me divertía, ¿es que nunca lo has hecho tú, hermano?—Anthony contestó con una voz melodiosa, medio riendo, medio enojado.

—No con una dama, Anthony.

—Dama aristócrata, sirvienta, mujerzuela… Da igual. Todas son en el fondo lo mismo. Todas quieren lo mismo.

Estefanía se llevó una mano a los labios para ahogar un gritito de angustia, al tiempo que los ojos se le llenaban de lágrimas. ¿Cómo podía ser posible que él dijera eso de ella? Acababa de jurarle amor, ¿cómo podía ser tan vil?

—Tienes cuatro hermanas pequeñas, Anthony—continuó hablando Charles—. Más te vale no pensar así, porque como tú trates a otras, así podrían tratarlas a ellas.

—Ah, no, ¡eso no!—bramó Anthony—. Si a cualquier tipo se le ocurre intentar algo indebido con una de ellas, se las verá conmigo.

—¿Y no se te ha ocurrido pensar que deberías tener la misma delicadeza con las otras jovencitas que se encuentran en idénticas condiciones a las de tus hermanas?

—Vamos, no te pongas así por nada. Esa joven sabía muy bien a qué venía…

Las palabras se le atragantaron en la garganta cuando Charles lo tomó por el cuello y lo alzó del suelo.

—Esa joven, a la que por lo que veo ni te molestaste en preguntarle su nombre, tiene catorce años, Anthony.

—¿Catorce…?—Anthony palideció por primera vez. Nunca en su vida habría abusado de una niña, ¡no podía tener catorce!—. ¡No puede tener catorce!—repitió lo que pensaba—. ¡No se ve de catorce!

—Pues los tiene. Es la hija de uno de los socios y amigos de nuestro padre. Este es su primer baile, y tú, el peor libertino que ha conocido Londres, se ha aprovechado de la inocencia de esa niña—le espetó con sumo desprecio—. ¿Cómo pudiste, Anthony? Tú no habrías perdido nada de no haberlos sorprendido, pero la imagen de ella se habría derrumbado antes de poder forjarse una.

—No tenía idea que era una niña, Charles, ¡te lo juro! ¿Crees que me aprovecharía de una niña de catorce años?

Charles lo observó por un par de segundos y finalmente lo soltó.

—Tienes razón. Supongo que ni siquiera tú caerías tan bajo.

—Por todos los cielos, hermano, ¿en qué perspectiva me tienes?

Charles lo observó de arriba abajo con desdén.

—Desgraciadamente, me temo que la misma de todo el mundo, Anthony. No me cabe en la cabeza cómo es posible que podamos ser hermanos.

La sonrisa despreocupada se borró por completo del rostro de Anthony.

—Si esa es tu manera de pensar, no entiendo para qué me hiciste venir. Me habría quedado mucho más a gusto en la India, donde no estáis tú ni mi padre para criticar cada movimiento que hago.

—Lo cierto, Anthony, es que nos haces un enorme favor a todos quedándote en tu adorada India. Pero bien sabes que fue nuestra madre quien te invitó, y ninguno de nosotros fue capaz de negarse a ella. No obstante, es por ella que has venido, y lo sabes. Ella es la única de esta familia que aún tiene ganas de verte.

Anthony se quedó callado y agachó la cabeza. Charles no esperó respuesta, dio media vuelta y se encaminó de regreso al salón de la fiesta.

—Me iré mañana temprano—le dijo Anthony antes de que su hermano pudiera marcharse.

—No seas ridículo hermano—musitó Charles, sin volverse—. Madre te ha esperado ver con ansia desde que te marchaste. Sabes que eres su favorito.

—Por más que te irrite.

—Por más que no entienda el por qué—lo corrigió Charles—. Quédate. Es tu casa después de todo. Y no quiero que a ella también le rompas el corazón, como lo has hecho con todos nosotros—finalizó, antes de marcharse definitivamente.

Anthony se quedó a solas en la terraza. Solo entonces escuchó un murmullo ahogado y al rodear los arbustos encontró a la misma joven con la que reía hacía unos instantes.

Ella lo miró a los ojos, arrasados en lágrimas, al tiempo que intentaba controlar los espasmos del llanto.

Había escuchado todo.

Intentó decir algo consolador, se sentía el peor de los imbéciles, el peor de los canallas, el peor ser humano por haberla tratado de manera tan vil.

Mas ningún acto ni ninguna palabra afloró de él.

Al verlo, Estefanía se levantó de un brinco de la banca de piedra sobre la que había estado sentada, y sin darle tiempo de dar explicaciones, huyó a la carrera de vuelta al salón donde se celebraba la fiesta.

Anthony la observó sin mover un músculo, emitiendo un ligero suspiro.

Lo único que podía dar por asegurado, era que la había cagado a lo grande esa noche.