15

 

 

—¿Me puedes decir qué significa esto?—bramó su madre de pie en la cima de la escalinata, donde había estado aguardando a su hijo llegar cuando vio venir el coche desde la ventana de su habitación.

Anthony, de pie en el vestíbulo, puso una mano sobre el hombro de la pequeña niña, quien no dejaba de temblar ante la imponente figura de la mujer que venía bajando la escalera como una furia.

—Su nombre es Jasmine—contestó Anthony, con voz firme—. Trabajará aquí en adelante, una vez que se recupere de su enfermedad.

—¿Jasmine?—La mujer le dedicó una mirada de asco a la joven—. ¿Has traído a una niña de la calle a servir en esta casa? ¡¿Y todavía enferma?! ¿Es que te has vuelto loco, Anthony?

—¿Es esta mi casa o no?—bramó él, provocando que su madre titubeara por primera vez.

—Sí, claro que sí, hijo, pero…

—No hay peros. Esta niña necesita un lugar donde quedarse y un trabajo estable. Encárgate de que la señora Johnson le enseñe bien…

—La señora Johnson tiene mucho trabajo dirigiendo a todos los empleados como para que…

—¡Entonces que lo haga alguien más!—bramó Anthony, haciendo saltar a su madre y a la niña al mismo tiempo—. Esta niña se quedará aquí, madre, allá tú si prefieres tenerla sin enseñar o como una doncella perfectamente educada a tu servicio.

—Como tú digas, Anthony—dijo la mujer tras una pausa, irguiendo la barbilla de manera orgullosa, para ocultar que sus palabras le habían dolido.

—Se ve que es muy inteligente, será una buena criada, madre, ya lo verás—le dijo Anthony en un tono más suave—. Por favor, llama a la señora Johnson y que se encargue de ella. Asegúrate de que le den un baño, ropa limpia y la revise un médico. De ser posible el doctor Wood, es de mi total confianza. Sus instrucciones deben seguirse al pie de la letra.

—Soy tu madre, hijo, no una más de tus sirvientas—espetó Eleonor, en un tono de voz agraviado, embargado por el dolor.

—Lo sé, madre, y es esa la razón por la que te lo pido a ti—le dijo Anthony, mirándola directo a los ojos—. Esta criatura ha crecido en las calles, desprovista de todo gesto de amor o compasión. Solo en mi madre podría confiar su cuidado, la mujer más cariñosa y sin prejuicios que existe. Sé que en tus manos estará a salvo.

Los ojos de Eleonor se llenaron de lágrimas, pero se apuró en pestañear, para ocultarlas. No era dada a los sentimentalismos, algo que a Anthony le agradaba bastante. Odiaba a las mujeres que se ponían a llorar histéricas al hacer una escena de celos o enojo.

—Bien, hijo, como tú mandes—le dijo Eleonor en tono solemne, acercándose a la niña—. Puedes estar tranquilo, me aseguraré de que no le haga falta nada a esta criatura.

—Te lo agradezco, madre—sonrió, inclinándose para besar a la mujer en la mejilla—. Me quitas un peso de encima. Y tú puedes estar tranquila, Jasmine, lady Woodruff se encargará de ti.

La pequeña lo miró con esos grandes ojos marrones y asintió, a pesar de que temblaba como un pajarillo.

—Ve a atender tus asuntos, hijo—Eleonor lo despidió con un gesto de la mano, tomando a la niña por los hombros para llevarla con ella en una actitud protectora similar a la que habría tenido si toda la idea de traerla a casa hubiese sido de ella desde un principio—. No olvides pasar por mis aposentos cuando termines, no importa lo tarde que sea. Quiero saber qué ocurrió anoche y por qué traes ese vendaje en la cabeza. Oh, sí, claro que lo he visto Anthony Woodruff—le dijo antes de que Anthony pudiera siquiera poner cara de sorpresa—, podrás ser inteligente, pero yo soy tu madre y te conozco mejor que tú mismo.

Anthony sonrió, negando con la cabeza lentamente.

—Madre, a veces creo que debes tener sangre gitana en las venas.

—Si me sirve para cuidar de ustedes, bien por mí—refunfuñó ella—. Lástima que no me sirvió para predecir el accidente de tu padre y de Charles…—la voz se le quebró y los ojos se le nublaron por las lágrimas.

—Madre…

—Ve, ve, hijo. Luego hablamos—lo despidió, apurándose a secarse los ojos con un pañuelo.

 

Anthony se dirigió a su despacho, con Kasim siguiéndolo pegado a sus talones. Antes de cerrar la puerta tras él aún podía escuchar la voz de su madre, alegre y calma a la vez, hablándole a la niña de lo bien que la iban a cuidar en esa casa.

—¿Por qué me miras así?—espetó cuando tomó asiento tras su escritorio, harto de la mirada fija que Kasim había mantenido sobre él desde el momento en el que decidió llevarse a la niña con ellos una vez terminado el “otro trabajo”—. ¿Es que te vas a poner como mi madre y vas a cuestionar cada decisión que tome en mi propia casa?

—Por supuesto que no, señor—contestó el joven, en un tono un tanto divertido, notando que buena parte del nerviosismo que Anthony demostraba abriendo y cerrando los cajones del escritorio sin buscar nada, se debía a haber salido airoso de ese enfrentamiento con su madre. Anthony odiaba desafiar a su madre—. Es solo que…

—¿Que qué?—bramó él, cerrando por quinta vez el cajón final de la derecha.

—Antaño hizo cientos de excursiones y nunca se llevó a nadie a casa, ¿por qué ahora sí?—se encogió de hombros, quitándole importancia—. Es solo eso, me da curiosidad.

—Esa niña no tiene a nadie, al menos aquí le esperará un futuro mejor que terminar muerta el siguiente invierno o sirviendo en un prostíbulo. Será educada, aprenderá un oficio, podrá casarse y formar su propia familia algún día. Es solo una niña, no le puedo quitar una oportunidad como esa si está en mi mano dársela.

Kasim lo miró a la cara, estudiándolo en silencio.

—No me mires así—bramó Anthony—. No me he vuelto menos malo, ni mucho menos, bueno…—se calló al darse cuenta que estaba diciendo estupideces.

—Yo no he dicho eso—contestó Kasim, con calma.

—Es solo una niña.

—Por supuesto.

—No podía dejarla desamparada. ¡Es una niña!

—Ya lo ha dicho.

Anthony se repantigó en su asiento, exhalando una bocanada de aire.

—No me he vuelto débil—dijo apenas en un murmullo, el miedo oculto en su voz—. Solo cumplí con mi deber.

—Señor, no lo estoy acusando de nada—le dijo Kasim, hablando por fin tras una larga pausa—. Después de todo, ¿qué sería de este mundo si no nos ayudásemos los unos a los otros?

Anthony guardó silencio. Era la segunda vez que escuchaba una frase como ésa en poco tiempo…

—De todas maneras, señor, le tengo un consejo.

Anthony arqueó una ceja, única señal que dio de estar escuchándolo. No le gustaban los reclamos, pero si había alguien de quien se confiaba, ése era Kasim. Además de Frank, claro.

—Creo que, si va a comenzar a hacer incursiones en este lugar, deberá volver a traer a “La sombra de la noche”. Es peligroso que salga usted solo, además, si alguien lo reconoce, podría enlodar el nombre de su familia, que tanto le importa. Siga mi consejo, señor—caminó y abrió una gaveta para sacar de su interior la capa negra—, Londres necesita a “La sombra de la noche”.

 

***

 

Estefanía y Martha apenas tuvieron tiempo de entrar en la casa cuando escucharon el trote de los caballos acercándose a la entrada.

—Mis niñas, me tenían preocupada.—Bertha salió a su encuentro—. ¿Sucedió algo? ¿Por qué tardaron tanto en llegar?

—Nos encontramos a mi tía en Hyde Park—contestó Estefanía—. Debimos regresar y rodear por otro camino para llegar.

—¿Y por qué no le pidieron que las trajera con ella? Ya es bastante con que tengan que trabajar para sacar dinero para la casa, y que ella no pueda ni siquiera traerlas a casa en el carruaje estando en el mismo lugar.

—Bueno… creo que es… Fue mi culpa—confesó Martha, al tiempo que los ojos se le humedecían—. Yo estaba con Roger, y temí que mamá nos viera. Si ella descubre lo nuestro…—la voz se le quebró y debió cubrirse el rostro con las manos.

—Tranquila, Martha, está bien—Estefanía la rodeó por los hombros—. No llores, si tu mamá te ve así te hará preguntas y nunca puedes mentirle. No queremos que se entere de Roger todavía, ¿no es verdad?

—Soy tan mala, Estefanía…—sollozó Martha—. Solo me preocupo por mí, te hago caminar más de la cuenta y llegar tarde a casa, cuando tú has pasado la noche en vela cuidando a ese pobre hombre herido y has de estar muriéndote de cansancio, y si mamá nos pone a trabajar hasta tarde…—se soltó a llorar—. ¡Ha sido todo por culpa mía…!

—Ya, ya, no llores, pequeña—Estefanía la abrazó, mirando la ventana por el rabillo del ojo. Su tía ya bajaba del carruaje—. Todo está bien, no pasa nada. ¿Por qué no vas arriba a lavarte la cara? Yo ayudaré a Bertha a comenzar con la cena.

—No, no debo…—Estefanía dejó de escuchar, Bárbara había pegado un alarido tan grande al pegarse en la cabeza con el techo del carruaje mientras intentaba bajar, que había bloqueado con su grito todo otro sonido. Estefanía rio divertida, para enseguida volver a ponerse seria y continuar escuchando lo que Martha le decía—… no está bien, prima. Yo lo haré, tú ve a descansar.

—No, no, nada de eso.

—¿Por qué no suben las dos de una vez?—intervino Bertha, con menos paciencia—. Arriba podrán seguir hablando de lo que sea sin que las escuche Jacinta.

Estefanía no esperó para obedecer. Desde allí ya se alcanzaba a escuchar los gritos de Bárbara, quejándose por lo ocurrido. Tomó a Martha de la mano y la condujo escaleras arriba por la sección de servicio, la que sabía su tía nunca utilizaría ni aunque su vida dependiera de ello.

Pronto se encontraron en su habitación. Estefanía cerró con llave tras ella y se dejó caer en una butaca, exhausta.

—Oh, mírate, lo siento tanto…—Martha iba a comenzar a llorar una vez más.

—Está bien, prima, me has librado de ver a tu madre. Estamos a mano—le dijo Estefanía, haciéndola reír—. Cuéntame, ¿te dijo algo Roger sobre los planes de boda? ¿Para qué quería verte?

Martha se sentó en una silla cercana, suspirando soñadoramente mientras se secaba con un pañuelo las últimas lágrimas.

—Me dijo que fue a ver unas casas que le gustaron mucho, quiere que vayamos a verlas este fin de semana.

—¡Eso es grandioso!

—Sí, lo es…—se encogió de hombros—. Aunque todavía no podremos comprarla, no hasta que le den el préstamo, al menos.

—Vamos, no te desanimes, es un gran paso. Verás que antes de que te des cuenta estarás casada y viviendo feliz con Roger, lejos de la bruja de tu madre.

Martha rio, una risita baja y melodiosa.

—También me contó lo de anoche, pobre hombre, me alegro tanto de que hayas podido rescatarlo.

—Hablando de eso, muero por darme un baño. Aún no he podido quitarme de encima la pestilencia del agua de ese río, siento que huelo a huevos podridos.

—Si es así, mejor date prisa, antes de que mamá te vea…

—¡Estefanía!—Escucharon el grito de Jacinta desde abajo.

Martha y Estefanía compartieron una mirada de cansancio.

—Ve, te iré llenando la tina mientras tanto—le dijo Martha, con voz resignada.

—Mejor no lo hagas, conociendo a tu madre, me tendrá tan ocupada que para cuando vuelva el agua estará fría.

Al escuchar un nuevo grito Estefanía se apuró en salir al encuentro de su tía.

La encontró plantada en el salón azul, el único abierto de la casa, gritándole algo a Bertha mientras estale servía una taza de té.

—¡Ahí estás, muchacha mal educada!—bramó al ver llegar a Estefanía, dejando con demasiada fuerza la taza de vuelta en su platito de porcelana—. ¿Dónde te habías metido? ¡Te he estado llamando por casi una hora!

Estefanía sabía que no habían ni llegado a quince minutos, pero no contestó. Esa noche no tenía fuerzas para discutir.

—¿Qué desea, tía?

—Bárbara y el conde de Woodruff han mantenido una excelente conversación esta tarde—le contó, mirando encantada a su hija.

Estefanía le dedicó una mirada cansina a Bárbara, quien, en pose jactanciosa, se abanicaba el rostro con aire de suficiencia.

—No me extrañaría que el conde llegase aquí en cualquier momento a visitar a Bárbara, y la casa debe lucir resplandeciente para él.

Estefanía voló los ojos, ¿para esa tontería le había hecho bajar? Había visto parte de la conversación entre ellos y dudaba que el conde quisiera volver a ver a su prima en lo que le quedaba de vida.

Sin embargo, la idea de que Anthony pudiera ir a su casa la tensó un poco, ¿y si realmente iba y la reconocía…?

—¡Estefanía!—bramó su tía, obligándola a centrar una vez más la atención sobre ella—. Pero qué chiquilla tan tonta y distraída, ¡ponme atención cuando te hablo!—Estefanía apretó los puños y se tensó, fijando los ojos en su tía—. Te decía que debes mantener la casa impecable.

—Bien.

—Te quedarás toda la noche limpiando, y no te irás a dormir hasta que hayas terminado con el último rincón.

—Pero…, mañana debo ir a trabajar.

—En ese caso, date prisa—le dijo Bárbara, sonriendo de manera mordaz.

Estefanía sintió deseos de lanzársele encima como una fiera, pero eso solo habría empeorado las cosas para ella.

—¿Es todo?—masculló la joven, manteniendo los dientes apretados.

—No, no es todo—continuó hablando la mujer—. Como bien sabes, asistiremos como familia al baile de bienvenida del conde de Woodruff, y quiero que tú también vayas.

Estefanía palideció, ¿que quería qué cosa…?

—No te hagas ilusiones, no irás como invitada—le espetó Bárbara—. Solo la gente importante asiste a los bailes, no las sirvientas como tú.

Estefanía entornó los ojos en dos rendijas asesinas, pero se abstuvo de contestar. Quizá otro día que tuviera fuerzas para pelear con la pared, le diría algo a esa víbora, ahora estaba exhausta.

—Irás como dama de compañía de Bárbara—le informó Jacinta—. Todas las damas de sociedad llevan a las fiestas con ellas una dama de compañía, y tú harás ese trabajo.

—¿Yo…?—repitió Estefanía, sintiendo que la sangre se le iba al piso. Ir a la casa de los condes, ver la mansión Woodruff en el esplendor de una fiesta una vez más, pero ir como sirvienta… ¡No! ¡No podía hacer eso! Era caer demasiado bajo—. ¡No lo haré!

—Claro que lo harás. No tienes opción—objetó Jacinta—. Bertha es demasiado vieja para ir, y Martha, bien o mal, es mi hija, tendrá que acompañarnos. Pero tú…—le dedicó una mirada de desprecio—. Tú estarás bien en ese papel.

—¡No! ¡No puedes obligarme!

—Claro que puedo—refutó la mujer, poniéndose de pie—. A menos que no quieras volver a ver el cuadro de tu madre.

—No lo harías…—Estefanía corrió al pasillo principal y buscó con la vista en la parte superior de las escaleras. El muro estaba vacío—. ¡¿Qué fue lo que hiciste con el retrato de mi madre?! –bramó, entrando como una furia de regreso en el salón.

—¿Retrato?—espetó Bárbara—, ese cuadro es un disparate que parece pintado por niños de tres años. No un retrato.

—¡Es el cuadro que mi padre compró para mi madre! ¡¿Dónde lo pusiste?!—bramó Estefanía, acercándose a su tía hasta quedar cara a cara—. ¡Dámelo! ¡No puedes venderlo!

—Ponme a prueba—la mujer sonrió de una manera que le provocó náuseas—. Irás a la fiesta, solo entonces lo pondré de vuelta en su lugar.

—¡No vale nada! Ya te lo dije, el pintor no es famoso, ¡no te darán nada por él!

—Pero te importa a ti—le palmeó la mejilla, un insulto más al mar de humillaciones al que la había sometido desde la muerte de su padre—, es eso todo cuanto necesito.

Estefanía se sintió temblar de rabia. Habría corrido el riesgo de lanzársele al cuello a la mujer de no ser porque Bertha la tomó en ese momento por los hombros, estrechándola contra ella de manera consoladora.

—Es usted una mujer sin corazón. Dios hará justicia a esta niña, ya lo verá—le dijo Bertha, sin dejar de abrazar a Estefanía.

—Hasta entonces, haré lo que yo quiera.—Jacinta encogió un hombro, de manera despreocupada—. ¿Qué dices entonces, Estefanía? ¿Irás o no a la fiesta como acompañante de Bárbara?

Estefanía se tomó un par de minutos, más por hacerlas esperar que por pensarse la respuesta. Era el retrato de su madre de lo que estaban hablando, no tenía nada que pensar.

—Iré—dijo al fin, apretando los puños a los costados.

—Excelente, ya está arreglado entonces—la mujer bebió el último sorbo de té y dejó la taza sobre la mesa—. Buenas noches. Vamos, Bárbara.

—Y más te vale hacer un papel ejemplar en la noche de la fiesta, o te las verás conmigo—añadió Bárbara, siguiendo a su madre fuera del salón.

—Y ya te dije, Estefanía—repitió Jacinta al pasar por su lado—. Ni una mota de polvo. Y por todos los cielos, date un baño, chiquilla sucia. Apestas a mil demonios.

Estefanía apretó los puños a los costados, ¿qué era lo que ese par de arpías esperaban? ¿Que el conde fuera a visitarla a primera hora de la mañana y la despertara con un beso? Si era así, las dos eran más idiotas de lo que había estimado.

—No te enojes, mi niña, yo me quedaré contigo a ayudarte—le dijo Bertha en tono consolador, una vez que se hubieron quedado a solas.

—No es necesario, nana, tuviste un día cansado y…

—Entre las dos lo haremos más rápido.

—Querrás decir entre las tres—intervino Martha, apareciendo por la puerta en ese momento—. Démonos prisa, ya puse a hervir el agua para tu baño, prima. Cuando terminemos podrás lavarte, como tanto querías.

Estefanía sonrió, agradecida, y entre las tres comenzaron con el trabajo.

Faltaba poco para que amaneciera cuando por fin pudieron irse a la cama. Estefanía se sentía fatal, no había dormido en dos noches y todo cuanto quería era pegar los ojos, pero no podía irse a la cama sin tomar un baño primero. No se soportaba a sí misma estando sucia.

Como la estufa aún estaba caliente, el agua no tardó mucho en calentarse. Subió un balde con la intención de rellenar la tina que Martha le había preparado, el agua debía estar fría para ese momento, y con un poco de agua caliente se entibiaría lo suficiente como para poder tomar un baño rápido. Cuidó de cerrar con llave la puerta de su habitación y comenzó a quitarse la ropa. Dejó el vestido sobre una silla y se metió en el agua. La sensación fue magnífica y sumamente relajante, habría corrido el riesgo de quedarse dormida de tener más tiempo. Pero tiempo era justamente lo que escaseaba en ese momento, el sol comenzaba a salir por el horizonte, dentro de poco debería partir al trabajo y si no se daba prisa llegaría tarde. Tomó la esponja y el jabón que había dejado Martha sobre una mesita cercana a la tina y empezó a enjabonarse.

De pronto escuchó algo, un sonido amortiguado. Se mantuvo con la vista fija en las sombras, la única vela de la habitación servía de poco para escrutar los alrededores de la inmensa habitación. Transcurrieron varios minutos antes de que se decidiera a continuar con su baño. Un segundo sonido se escuchó, esta vez proveniente de otra dirección de la habitación. Estefanía no esperó más, no creía en fantasmas, y si la casa tenía la intención de ponerse a crujir de la nada esa noche no se iba a quedar esperando en esa tina a que se le viniera el techo encima. Se levantó para tomar la toalla de una silla cercana cuando la perilla de su puerta giró bruscamente.

Estefanía pegó un salto. Entonces recordó que había cerrado con llave, la puerta no abriría.

—¡Estefanía, soy yo, mi niña!—escuchó la voz de Bertha desde el otro lado de la puerta—. Te traigo ropa limpia.

Con un suspiro de alivio, Estefanía se envolvió bien en la toalla y corrió a abrirle a su nana.

—Niña, ¿cómo andas en esas fachas paseándote por el cuarto?—le preguntó la mujer, escandalizada—. Vas a agarrarte una pulmonía.

—Acababa de salir de la tina, nana.

—¿No te he dicho que te cuides de Efraín?—la mujer miró hacia atrás para asegurarse de que nadie estaba cerca y cerró la puerta tras ella—. Ese hombre no es de fiar, Estefanía. Tienes que cuidarte los talones de ese desalmado.

—Perro que ladra no muerde, nana.

—¡Oh, sí, vaya que muerde y muerde fuerte!—bramó Bertha, sujetándola por los hombros para que le prestara atención—. Escúchame bien, niña, cuando una víbora cascabelea es porque no quiere pelear, quiere asustar, pero cuando lo que busca es morder, se agazapará para lanzar la mordida en el momento en el que su víctima se encuentre desprevenida, no da tiempo para prepararte para el ataque, te matará si te toma confiada.

—Nana…

—Escucha a esta mujer, que bien dicen que el diablo es más sabio por viejo que por diablo. ¡No te fíes, cuídate de Efraín!—Tomó su rostro entre sus manos en un gesto maternal—. ¿Lo prometes, mi niña?

—Sí, nana—Estefanía suspiró—. Te lo prometo.

Escucharon un ruido tras ellas, la lluvia de la mañana se colaba por las puertas de vidrio del balcón de su habitación, abiertas de par en par.

—¿Dejaste la puerta del balcón abierta?—gruñó Bertha, más en un regaño que una pregunta de verdad.

—No, ¿por qué lo habría hecho? ¿Para congelarme?—preguntó, irónica—. Debió abrirse sola, ya sabes que esta pobre casa está tan vieja que todo está fallando.

Bertha se giró, dedicándole una mirada encendida por el enojo.

—¿Qué ocurre? Era una broma, nana…

—Cuídate, mi niña—cerró ambas puertas que daban al balcón de un golpe y luego juntó las cortinas con un movimiento rápido y lleno de furia—. Solo haz lo que te digo, y cuídate.

—¿Por qué cierras las cortinas? El día clarea ya…

Bertha caminó hasta ella y le entregó una llave. Había cerrado la puerta del balcón con cerrojo.

—Cuídate—le repitió, doblándole los dedos en torno al objeto—. Solo cuídate.