21

 

 

Estefanía dormía ya. Anthony se dio cuenta al escuchar su rítmica y suave respiración. Era el momento de actuar, no tenía idea de cuánto duraría el disfraz que traía puesto, sabía por experiencia propia que el tinte que usaba era de muy buena calidad, era esa la razón por la que Kasim se lo había dado, y confiaba plenamente en Kasim. Y aunque ya antes lo había probado bajo la lluvia y tras haberse sumergido en el agua, y el tinte resistía bastante bien—tanto, que en varias ocasiones debió hacer uso de una peluca rubia que ocultara los restos de su cabello teñido—, solían escaparse algunas gotas negras del amasijo de cabello, y quería asegurarse de que no fuera el caso. Posiblemente el polvo de carbón de la cara ya se habría esfumado con la lluvia, pero tenía la piel bronceada naturalmente a causa de su estadía en la India, y Estefanía no lo reconocería debido a los polvos que se ponía en la cara para adoptar una tez más clara—no era apropiado que el conde de Woodruff luciera una piel morena—, pero tener gotas negras manchando su rostro, definitivamente podrían poner a la joven en alerta. Se acercó al fuego y atisbó su imagen en el espejo personal que siempre llevaba consigo—cómo no hacerlo si su imagen dependía de mantener las apariencias—. Había estado en lo cierto, algunas gotas resbalaban por su mejilla, pero el color azabache de su cabello estaba intacto. Excelente.

Se puso de pie y salió sigilosamente de la cabaña, hasta llegar a un pozo cercano. La cuerda aún funcionaba y no le costó sacar un poco de agua con la que poder limpiarse la cara. Con su color natural de piel y la barba crecida que tendría por la mañana, no tendría problema. Su cabello no era negro, pero sí lo suficientemente oscuro para complementar a la perfección el disfraz. Tenía bastante experiencia para saberlo.

Más aliviado, regresó a la casa y volvió a recostarse a un lado de Estefanía. Ella dormía todavía, quieta y apacible, sin darse cuenta de nada. Pobrecilla, debía de estar exhausta. Se encontró observándola con la cabeza apoyada en la mano, tan cerca de ella que, de haber despertado, seguramente lo habría reprendido. Rio para sus adentros, había algo que le resultaba sumamente divertido en hacerla enojar, y a la vez, encantador…

¡Pero qué estaba diciendo! Actuaba como un estúpido enamorado, y él no… ¡No podía! Ella era una costurera, por todos los cielos, él el conde de Woodruff. Lo suyo era imposible. Y aunque no fuera una insignificante empleada, él se había jurado nunca casarse… Había hecho enfurecer a su hermano cuando le dio su opinión acerca de escoger a una institutriz como su mujer. Ahora él cometía la misma desfachatez, enredándose con una costurera, ¡con una costurera…! Cuando se había jurado jamás hacer algo parecido, ¡que jamás se enamoraría, jamás se casaría, y mucho menos con una sirvienta!

Todo eso era un juego, debía recordárselo. Ella lo había rechazado, y nadie lo rechazaba a él. Ella se enamoraría de él, y listo, se acabó. Nada de estupideces románticas, nada de quedarse observándola a la luz de las llamas…

Tenía que dejar de cometer estupideces. Su padre siempre se lo repitió mientras vivió sin que él lo escuchara, y ahora su padre ya no estaba para reprenderlo… Y por Dios que no lo decepcionaría otra vez. Lo había deshonrado demasiadas veces en vida, como pata también deshonrar su memoria.

Molesto, se dio la media vuelta, quedando de espaldas a Estefanía y se alejó hasta el extremo más alejado de la manta. Hubiera ocupado la cama de no temer realmente que pudiera salir cualquier alimaña de ella mientras dormía. Además, debía asegurarse de que ella se mantuviera caliente…

Apretó los ojos, apartando los pensamientos que esa sola palabra le traía a la mente. Cuidaría de esa joven hasta llegar a Kent, entonces la dejaría a cargo de Kasim y se olvidaría de ella. Había sido un estúpido por dejarse enredar por ella. Actuaba como un tonto adolescente que no sabía lo que quería, buscándola primero, rechazándola después, lo sabía. Pero Frank siempre decía que cuando uno se enamoraba, el uso racional del cerebro pasaba a un segundo plano. Si era así, era natural que él… ¡Pero qué demonios estaba diciendo!, ¡él no estaba enamorado! Quizá ella le gustase, le atraía… ¡pero nada más!

Por un demonio que se la sacaría de la cabeza y se dejaría de tonterías. Había querido jugar con ella, y ahora era él el que se había echado la soga al cuello. Y más le valía quitársela antes de que fuera demasiado tarde…

 

***

 

A la mañana siguiente, Anthony se despertó abrazado a Estefanía. Gracias al cielo que ella no se había dado cuenta, o estaba seguro de que habría puesto grito en el cielo, y ni con todas las cadenas de Londres habría logrado mantenerla a su lado.

Se desperezó y salió al bosque llevando su escopeta para cazar algo que poder comer antes de partir. Moría de hambre… o quizá solo fuese una excusa para mantenerse alejado de Estefanía.

 

Al regresar, la encontró sentada frente a la chimenea, se había vuelto a colocar la capa que él había dejado secando sobre la silla cerca de la chimenea, y en ese momento utilizaba una rama como atizador para avivar las llamas.

—Excelente—le dijo sin verla, dirigiéndose a la única mesa del mobiliario—, ese fuego servirá para asar este pato.

—Bien…—contestó ella en un murmullo bajo, sin dejar de avivar las llamas.

—¿Sabes desplumar un pato?

—Sí—contestó, sin moverse de su lugar, echando un leño al fuego.

—Me refiero a que si puedes hacerlo—le dijo en un tono más severo, girándose por primera vez hacia ella.

Fue entonces que notó lo rara que se encontraba, se había hecho un ovillo delante a las llamas, y con la capa subida hasta la nuca, temblaba tan fuerte que le castañeaban los dientes.

—Santo cielo, pero ¿qué es lo que tienes?—Se acercó a ella y le quitó la tela de la cabeza para tocar su frente, aunque no era necesario, el calor que despedía su cuerpo era sensible a la distancia y sus ojos, brillantes por la fiebre, disipaban cualquier duda—. Estás enferma…

—Estoy bien—dijo con voz baja, comenzando a toser.

—No, no estás bien, estás enferma—replicó él—. ¡Te dije que ibas a enfermar si salías a la lluvia!

—Dije que estoy bien… —repitió ella, poniéndose de pie, pero al hacerlo trastabilló y Anthony debió sujetarla antes de que terminara cayendo sobre las llamas de la chimenea.

—En ese estado, solo estarás bien para que te metan en un ataúd. Vamos, debes recostarte.

—No voy a meterme en esa cama—bramó ella, dirigiéndole una mirada de asco a la cama en el fondo.

—Te quedarás aquí—la depositó sobre la manta en el suelo—. Yo me ocuparé de la cama.

—¿Cómo podrás hacer eso? Es un montón de paja apelmazada, y quién sabe qué cosas vivan allí dentro.

—Yo me ocuparé, solo descansa.

—En México podrías encontrar alacranes—comentó ella—, allí viví de niña, ¿sabes? Hasta los cinco años. Es poco lo que recuerdo, pero me acuerdo de los alacranes. La gente moría cuando les picaban, no todos en realidad, pero recuerdo que un niño murió. Tenía mi edad, fue cuando supe que yo también podía morir, aunque fuera una niña.

Anthony le dirigió una mirada severa, estudiándola con los ojos.

—¿Sabes qué podría ser una buena idea? Que uses las plumas del pato para la cama—rio ella, girándose con la cabeza apoyada en la mano—. No hay nada más cómodo que un colchón de plumas, ¿te has acostado en uno? Son tan suaves y mullidos…—cerró los ojos, sonriendo soñadoramente—. Me imagino que ha de ser así recostarse en una nube. Aunque las nubes están hechas de agua, así que sería mejor una cama de agua, ¿te imaginas una cama de agua? ¿Un colchón que tenga agua dentro? ¿No sería fabuloso?

Anthony se acercó a ella y la obligó a recostarse nuevamente.

—Estás delirando, lo mejor será que duermas.

—No por tener una buena idea, tengo que estar delirando. Los grandes genios tienen buenas ideas, y yo tengo una muy grande. Me haría millonaria—volvió a enderezarse, sin percatarse que al hacerlo quedó a menos de un palmo del rostro de Anthony—, ¡eso haré! Me haré millonaria.

—Qué genial idea, podría ocurrírseme a mí también.

—No hacerme millonaria, tontito, hacer colchones de agua—rio tan fuerte que quedó agotada y debió apoyar la cabeza sobre su hombro—. Cientos y cientos de colchones de agua, serán cómodos y suaves… suaves como tu hombro—bostezó, acercándose más a él—. Eres tan cómodo y tibio…

Al segundo siguiente estaba roncando. Anthony no pudo evitar sonreír. Lo habían comparado con muchas cosas en su vida, pero definitivamente no con un colchón.

Con cuidado la tomó en brazos y volvió a depositarla en el lecho sobre el suelo. Ella comenzó a balbucear algo en español. Entonces recordó que había hablado de México. También en otra ocasión le había dicho que ella era mexicana, y por lo tanto estaba exenta de llamarlo lord.

Sus ojos se fijaron en sus facciones, no recordaba cómo es que debía ser una mujer mexicana, sabía que Bárbara Campbell decía ser española—algo extraño para un apellido de origen escocés—, y su piel era más morena que la de la mayoría de las mujeres de Londres, pero no significativamente como para crear una distinción. Se imaginaba que una mexicana sería como una hindú, por algo habían confundido a América con la India, sin embargo, ella no parecía distinta a cualquier otra mujer londinense.

Ella se movió y se quejó en sueños, un sonido gutural que lo hizo olvidarse de todo pensamiento.

Decidido a ponerse a trabajar para quitarse esas ideas de la cabeza—Frank siempre decía que no había nada mejor que el trabajo duro para quitarse de la cabeza un vicio, y esa joven se estaba convirtiendo en un vicio para él—, la cubrió bien con la otra manta y salió nuevamente en dirección al bosque, esta vez llevando su caballo con él.

Regresó al anochecer, cargando con varias ramas secas y heno recogido del campo. Esas tierras eran suyas, pero debió agradecer que no se encontrara a nadie por el camino, o bien habría tenido que dar explicaciones que no deseaba dar.

Detuvo al caballo frente a la puerta y entró en la cabaña. Estefanía dormía aún, magnífico, mientras menos contacto tuviera con ella, estaría mejor.

Siguió de largo sin detenerse a verla hasta la cama y arrancó las sábanas que cubrían el lecho. El pobre colchón se encontraba podrido, no era de paja como Estefanía había asegurado, pero tenía toda clase de alimañas que le hubieren hecho proferir un grito. Sin detenerse a escrutar más, tomó todo el amasijo de sábanas y relleno de una sola vez para llevarlo todo junto fuera de la casa.

Al aproximarse a la salida, una cucaracha escapó del amasijo que llevaba y cayó al piso. Antes de que Anthony pudiera hacer nada para evitarlo, el asqueroso bicho corrió en dirección a Estefanía, el único objeto en esa habitación vacía donde podría hallar refugio, y se perdió entre las mantas.

Anthony despidió una palabrota, dejó las cosas afuera a la carrera—no fuera a ser que otra cosa más horrenda saliera de allí y también decidiera buscar refugio en el lecho de la joven— para regresar enseguida a su lado.

Como supuso, el bicho había desaparecido entre el conjunto de telas que formaban la frazada, la capa y las faldas de Estefanía. Ahora el problema estaba en cómo haría para dar con el bicho sin despertarla.

Dudaba mucho que ella deseara despertar de su plácido sueño con las manos sobre su cuerpo, aunque, puesto en la balanza, tal vez sería mejor que despertar con una cucaracha encima.

Sintiendo una mezcla de temor y euforia, levantó la falda de Estefanía y echó una ojeada en el interior. Unas piernas perfectamente torneadas quedaron a la vista, ocultas apenas por los bombachos que se habían pegado al cuerpo de Estefanía por la humedad y el sudor. Algo se encendió en una parte de él que intentaba mantener a raya.

Rápidamente apartó la vista y dejó caer las faldas, no necesitaba darse más tentaciones. Miró dentro de la capa, que Estefanía mantenía muy sujeta contra su cuerpo, y buscó por los costados. Allí la vio, escondida justo en el hueco que se forma en la unión de la espalda y las nalgas. El bicharraco, al saberse descubierto, escapó y se coló por la manga de la camisa. Gracias al cielo que ella dormía, o seguramente se habría puesto a gritar como una histérica. Lejos de eso, Estefanía comenzó a reír, moviéndose en sueños.

—Basta, me haces cosquillas—dijo, girándose para quedar recostada del lado contrario, justamente de cara a él.

Anthony sudó frío cuando vio aparecer al bicharraco justo por el cuello. Antes de que pudiera ocultarse una vez más bajando por el escote, la agarró ágilmente. Justo en el mismo momento en el que Estefanía abría los ojos, provocando que lo primero que viera fuera a la horrible cucaracha moviéndose delante de sus narices.

—¡Ahhhhhh!—Profirió un grito que pudo traspasarle los tímpanos.

Anthony estuvo a punto de soltarle la cucaracha en la cara por la impresión, pero reaccionó a tiempo para saber que eso habría resultado peor y se apuró a salir de la casa, con el bicho todavía en la mano. Con rabia, todavía escuchando gritar a Estefanía en el interior de la casa, lo tiró al piso y le dio un pisotón.

—¿Qué estabas pensando?—bramó Estefanía, alcanzándolo en la puerta—. ¿Crees que fue gracioso?

Anthony ciertamente sentía deseos de reír, era una situación hilarante, sin ninguna duda, pero no quería hacerla enfadar.

—¿Por qué te burlas de esa manera de mí? ¡No me gustan los bichos, ¿es un pecado acaso?!

—No me estoy burlando de ti, Estefanía. Esa porquería se te había subido encima, lo único que hice fue quitártela.

—¿Se me subió…?—Estefanía palideció tanto que Anthony pensó que habría sido mejor no decirle nada. La miró preocupado por un par de segundos, pero al segundo siguiente estuvo una vez más a punto de soltar una carcajada cuando ella comenzó a patalear y a sacudirse la melena, como si temiera que otro bicho anduviera incursionando por su cuerpo.

—Tranquila, dudo mucho que tengas otra cosa encima. Pero para evitar que vuelva a pasar, lo mejor será que te acuestes en una cama, he traído heno fresco para hacerte un colchón nuevo—le dijo, tomándola por los hombros para ayudarla a entrar a la casa. Al hacerlo, notó que estaba sumamente caliente, la fiebre todavía no había cedido.

—¿Me has traído heno…?—Ella lo miró de una manera que lo desconcertó—. Eres tan bueno…

—No exageres, solo es una cama.

—Es mi cama—rodeó su cuello con un brazo—. ¡Gracias, Kasim!

Anthony voló los ojos, esa mujer estando con fiebre actuaba como una ebria, o muy enojada o muy cariñosa… Sería mejor que se cuidara de mantenerla a raya.

—Sí, es tu cama—le dijo en un tono que le habría dedicado a una niña de cinco años—. Ahora, vamos a recostarte, debes descansar.

—Tengo hambre… Debo preparar la cena.

—Lo haré yo.

—Tú no sabes. Eres hombre.

—Los hombres también sabemos cocinar.

—Bertha dice que todos los hombres son unos buenos para nada, solo sirven para matar bichos y hacer guerras. Es decir, que para una sola cosa buena.

—Muy inteligente esa Bertha—le dijo en tono más cortante, dejándola sobre una silla mientras se ocupaba de poner el heno sobre la cama para enseguida cubrirlo con la frazada de viaje.

—Lo sé, y es muy valiente también. Dice que desciende de reyes aztecas, y que parte de su familia son chamanes. A veces pienso que también es un poco bruja—rio para sí misma—, y seguramente Jacinta también lo cree, porque nunca se ha atrevido a echarla. Debe de temer que le eche una maldición—rio estrafalariamente, provocando que Anthony sonriera por el solo hecho de verla reír a mandíbula desencajada por una cosa sin sentido.

—Vaya que debe de ser interesante conocer a esa Bertha—le dijo ya de mejor humor, ayudándola a llegar hasta la cama.

—Oh, sí, es una mujer interesantísima. Yo creo que te va a caer muy bien…—comenzó a toser con fuerza, a causa de la risa. Anthony se preocupó, su malestar parecía empeorar en lugar de mejorar.

—Me preocupa que esto empeore, Estefanía. Creo que lo mejor será que vaya por un médico—le dijo él, poniéndose de pie.

—El doctor Wood está en Kent. Tenía que ir a ver a la muchachita que va a tener al hijo del conde—le dijo ella con la naturalidad de quien comenta el clima.

Anthony sintió una oleada de enojo arder en su interior. Así que él había sido el culpable de ese chisme, él se lo había contado a ella, ¡él, él, y por mil demonios él! Ese tipo comenzaba a colmarle la paciencia, siempre surgía para entrometerse entre él y Estefanía.

—En ese caso, iré a buscar otro médico. Hay muchos en Londres, no necesitaremos a tu querido doctor Wood.

—¡No!—Estefanía alcanzó a sujetarlo por la muñeca antes de que se alejara—. Por favor, no… Quédate conmigo.

—Pero estás mal, podrías ponerte grave.

—Estaré bien, por favor no me deje. Él podría volver.

—¿Él…?

—Mi primo…—sus ojos se llenaron de miedo—. Me espía por los rincones… En las noches no puedo dormir, sé que él me acecha. Quiere hacerme daño, lo he visto en sus ojos.

Anthony frunció el ceño. Su primo, el hombre que la había atacado. Ella estaba hablando de él.

—Por favor, no te vayas. Él vendrá, siempre viene… ¡por favor! ¡Por favor…!—Suplicó fervientemente, sujetándose de su muñeca con tal fuerza que le dejó marcadas las huellas de los dedos en la piel.

Anthony se estremeció, pocas veces había visto a una mujer tan afligida como ella, y ciertamente no había esperado verla a ella en ese estado. Siempre lucía tan segura de sí misma, fuerte e invulnerable… ¿Qué daño podría haberle hecho ese desgraciado para provocarle tal pánico a una criatura como ella? ¿Sería…? ¿Podría ser que se hubiera aprovechado de ella en ocasiones anteriores?

Al ver ese rostro afligido, no pudo menos que sentir lástima por ella. No podía marcharse y dejarla sola, no así… Se sentó a su lado en la cama y la abrazó, estrechándola con suma ternura contra él, intentando transmitirle seguridad, confortarla, hacerle saber que estaba ahí para ella.

Y debió funcionar porque a los pocos minutos escuchó una vez más el sonido rítmico de su respiración al quedarse dormida, ese sonido que comenzaba a quedar tan grabado en su corazón.

—Tranquila, pequeña. Me quedaré a tu lado y te cuidaré bien, hasta que mejores—le dijo al oído, colocándola cuidadosamente sobre el lecho para enseguida cubrirla con la otra manta—. Y ahora este hombre inútil preparará una buena sopa de pato que te hará muy bien.

No tardó mucho tiempo, aunque recordaba que por alguna razón desplumar un pato le había sido más sencillo en la India, quizá fuera porque Kasim se encontraba a su lado. Puso el ave a hervir junto a algunos vegetales que encontró en los restos de un huerto junto a la casa y se acercó una vez más al lecho para inspeccionar el estado de Estefanía.

Se sobresaltó al notar que la fiebre no había bajado, sino es que estaba más caliente que antes. Al pasar la mano por su cuello, notó que sus ropas todavía estaban húmedas. No es que fuera científico ni médico, pero era claro que eso no le ayudaba en absoluto.

—Lo siento, pequeña, esto te va a molestar bastante, pero te prefiero enojada que muerta—le dijo con voz suave, comenzando a desnudarla.

Estefanía no reaccionó, ni siquiera se movió, provocando que la alarma en el hombre aumentara todavía más. Comenzaba a pensar que ella podría haberse desmayado, y no encontrarse en el sueño relajante que había supuesto.

Cuando hubo terminado de desprenderla la última prenda, no pudo evitar que un fuego se encendiera en su interior al contemplarla completamente desnuda. Era preciosa, perfecta en todos los aspectos, más bella de lo que siquiera pudo haber imaginado encontrar bajo todas esas capas de ropa. ¿Por qué demonios las mujeres debían cubrirse tanto? Eran tan hermosas tal como eran, así, al natural, y ella… Ella era una diosa terrenal.

Sabiendo que no se ayudaba en nada observándola de esa manera, la cubrió con la capa—se había asegurado de que esta estuviera completamente seca—, y la otra manta, y comenzó con la tarea de pasarle trapos húmedos por el rostro, tal cual ella lo había hecho con él hacía unos días.

Nuevamente, la ironía de la vida.

Aunque no podía negar que esta ironía comenzaba a gustarle bastante…