Los policías se abalanzaron sobre un grupo de manifestantes de Occupy Wall Street que se encontraban junto a Jane y los golpeó con porras y los roció de gas pimienta a quemarropa. El suelo se llenó de cuerpos de manifestantes que gritaban y se convulsionaban mientras la policía los esposaba y empezaba a llevárselos. Jane no se había enfrentado jamás a tanta violencia. Era un espectáculo horrible.
Jane creció en una familia acomodada de Manhattan. Su padre era socio de un bufete de abogados de Nueva York. Su madre, fotógrafa y mecenas, era miembro del parte del patronato del MoMA. Vivían en un gran dúplex del Upper East Side y en verano se trasladaban a su refugio de playa en la zona privilegiada de los Hamptons.
Los padres de Jane la enviaron a uno de los colegios privados más exclusivos de la ciudad. Fue una época angustiosa para ella. De hecho, considera que el último curso antes de graduarse fue el peor de su vida. Alentados por sus madres y padres «tigres», los alumnos se esforzaban por sacar las mejores notas y acumular actividades extraescolares que aumentaran sus posibilidades de entrar en las mejores universidades de la Costa Este, lo que se llama la Ivy League. Cuando uno de los alumnos sacó un notable alto en francés, el profesor tuvo que soportar una bronca de cuarenta minutos de su airada madre. Como no era de extrañar, el alumno se graduó con una nota media de diez. La presión para igualar resultados como este era tremenda. Durante meses, Jane se sintió tan ansiosa, estresada y agotada que no podía dormir. Su médico le recetó somníferos.
A pesar de todo, Jane sacó buenas notas y fue admitida en la Universidad de Columbia. Pero después de haber superado con éxito el obstáculo de entrar en una universidad de la Ivy League, tenía la sensación de ir por mal camino. ¿Cuáles eran sus perspectivas de futuro? Los siguientes cuatro años de grado y luego tres de posgrado en una Escuela de Derecho —su padre quería que siguiera sus pasos— serían más de lo mismo: una agotadora carrera de obstáculos. Luego tendría que trabajar setenta horas a la semana como asociada júnior de un bufete de abogados, donde no contaba con muchas posibilidades de llegar a socia. ¿Y para qué? El trabajo que hacía su padre para grandes empresas internacionales no parecía merecer un esfuerzo tan tremendo. La mayoría de las veces era alucinantemente aburrido y a veces perverso, como cuando su padre ayudó a defender a una empresa minera contra unos aldeanos indonesios cuya agua había dejado de ser potable por culpa de la actividad de la empresa. La vida como esposa de un abogado rico o de un alto ejecutivo tampoco la atraía. Ni siquiera estaba segura de que le gustara el arte abstracto.
Decidió estudiar Historia y se quedó fascinada por la historia y la política de América Latina, que en buena parte era la deprimente crónica de cómo Estados Unidos había arruinado las economías latinoamericanas, había aplastado a sus ciudadanos bajo el peso de la deuda y apoyaba e incluso instauraba regímenes fascistas. Pero había focos de resistencia antiimperialista que habían salido victoriosos. Jane leyó acerca de los sandinistas de Nicaragua, los chavistas de Venezuela, los zapatistas y el subcomandante Marcos en Chiapas (México) y, sobre todo, acerca de Cuba, un país pequeño que, a pesar de haber sufrido durante décadas el embargo aplastante de Estados Unidos, consiguió que su pueblo tuviera una esperanza de vida mejor que el de su rico y poderoso adversario.
Para mejorar su español hablado, Jane se matriculó en una escuela de idiomas de un pueblo de Guatemala, donde vivió tres meses con una familia. La experiencia le abrió los ojos. Sus anfitriones eran muy pobres. Su dieta se basaba casi exclusivamente en maíz y alubias, con algo de pollo o cerdo una o dos veces por semana. Sin embargo, en general eran felices, afables y acogedores, y compartían con ella lo poco que tenían. Era un contraste evidente con su otro mundo, el de los colegios privados de la élite, llenos de alumnos superdotados, estresados y egocéntricos. Un mundo de solidaridad y cooperación, donde todos tenían tiempo para pararse a charlar, frente al mundo de la competencia frenética y la vanidad sin límites.
Tras regresar de Guatemala, Jane se unió a un grupo de estudiantes radicales en Columbia, de ideología muy diversa: anarquistas y trotskistas, activistas propalestinos y contrarios a la guerra de Irak. Hablaban de la falsedad de la democracia y de la realidad de que vivían en un país dividido, donde se oprimía a los negros y donde millones de pobres estaban sometidos al peonaje de la deuda por el capital financiero. Pese a formar parte de un entorno privilegiado de clase media, tomó conciencia de las injusticias y desigualdades que la rodeaban. Jane quería cambiar las cosas, acabar con la brutalidad y la opresión del Estado y construir un mundo justo y pacífico.
Participó activamente en el movimiento Occupy Wall Street y en octubre de 2011 se instaló en una tienda de campaña en Zuccotti Park. La agresión que vivió se produjo tras días de manifestaciones en Nueva York y otras ciudades estadounidenses, desde Atlanta a Portland, para reprimir las cuales la policía recurrió a gases lacrimógenos, granadas aturdidoras y balas de goma contra manifestantes pacíficos. En Oakland, un policía le disparó una perdigonada al veterano de la guerra de Irak Scott Olsen en la cara y le fracturó el cráneo. Olsen tuvo suerte de sobrevivir, pero quedó deforme de por vida. Hubo más actos de brutalidad policial, y el aparato represivo del Estado acabó ahogando el movimiento Occupy Wall Street y desalojando a Jane y a los demás de Zuccotti Park. La experiencia le cambió la vida. Antes, sus ideales revolucionarios eran algo más bien teórico y abstracto. Ahora se habían convertido en algo personal.
Jane estaba preocupadísima por el crecimiento explosivo de grupos violentos racistas y supremacistas blancos. El auge del movimiento alt-right y la llegada de Trump a la presidencia hacían patente la necesidad de luchar contra la marea autoritaria. Jane participó activamente en la lucha del movimiento antifascista contra el resurgir de la extrema derecha. Llegó a aceptar que había que detener a los autoritarios por cualquier medio, recurriendo a la violencia si hacía falta. Sin embargo, no formaba parte de las tropas de choque contra los fascistas, que quemaban coches o rompían escaparates: su misión era organizar y ocuparse de la logística.
Aunque no le gustan las etiquetas ideológicas, su credo actual puede calificarse de anarquista. Trabaja con compañeros trotskistas, pero cree que el marxismo clásico está desfasado. No siente una especial solidaridad con la clase obrera, muchos de cuyos miembros son racistas y homófobos, y están más que dispuestos a apoyar a un fascista, como demuestra que votaran a Trump. A Jane, la explicación que dan los marxistas al apoyo de la clase obrera al autoritarismo, su «falsa conciencia», le parece lamentable. Los de la extrema derecha violenta a menudo colaboran con la policía para reprimir a los progresistas.
Y de pronto, su trayectoria viró en redondo. Me encontré con Jane en otoño de 2020 y me enteré con gran sorpresa de que estaba cursando segundo del posgrado de la Escuela de Derecho de la Universidad de Yale.
—¡Tu padre debe de estar encantado! —le dije para picarla.
Me contestó riendo:
—Ya, pero no seré abogada de ninguna empresa.
Jane me contó que estaba desengañada del activismo antifa. El Estado es el enemigo, pero pelearse a puñetazos con los racistas, tirar ladrillos a la policía y romper escaparates no parecía llevar a ninguna parte. Además, Trump ya no estaba en Washington, pero las élites consolidadas de siempre volvían a estar al mando. «No queremos a Biden, queremos la revolución» se convirtió en el nuevo mantra de la extrema izquierda.
El título de Derecho es el trampolín para entrar en política. Después de obtenerlo, Jane planea presentarse a las elecciones en una zona progresista y de izquierdas, a la fiscalía del distrito o al Ayuntamiento. Como funcionaria electa, tendrá la capacidad real de perseguir la ambición de su vida. El objetivo final sigue siendo construir un mundo sin policía, prisiones ni estados. Pero para conseguirlo, primero tiene que trabajar dentro de las estructuras de poder existentes. Mao dijo que el poder político surge del cañón de un arma. Pero en el siglo XXI, Jane cree que la revolución puede surgir de las urnas. O por lo menos, pretende averiguarlo.
En el capítulo 3, contrastamos las fortunas divergentes de las personas con menor y mayor nivel de estudios. El bienestar del primer grupo ha disminuido en las últimas décadas, mientras que el del segundo ha aumentado. Pero un problema importante de esta explicación es que trata al segundo grupo como si fuera un bloque compacto. Sí, de promedio, a la clase titulada le ha ido bien, pero eso no significa que todos los titulados sean ganadores. Eso era cierto en los años cincuenta y sesenta del siglo XX, pero no hoy. Ni mucho menos. Para ver qué ha cambiado, juguemos de nuevo al juego de los aspirantes.
Pongamos que el objetivo del juego es llegar a formar parte del 10 por ciento de los privilegiados (aunque el mismo juego puede marcarse otros objetivos: entrar en el 1 por ciento o en el 0,1 por ciento; ser milmillonario o senador de Estados Unidos). Las diez sillas representan el premio. Para jugar, hay que comprar un billete. Pagas la matrícula e inviertes cuatro años de tu vida en obtener un grado.
A principios de los años cincuenta, menos del 15 por ciento de las personas de entre dieciocho y veinticuatro años iban a la universidad.[1] Así pues, en el juego de las sillas había que enfrentarse a trece o catorce aspirantes más. Por supuesto, una o dos sillas podían ocuparlas personas de clase obrera especialmente brillantes y enérgicas, que no pagaban entrada. Por suerte, bastantes de tus competidores directos abandonaban la universidad o metían la pata de algún otro modo, así que lo único que debías hacer era aguantar el tipo, sacar buenas notas y el título, y ajustarte a las expectativas de tus profesores y jefes. Si seguías estas reglas, tenías prácticamente garantizada una cátedra. Y aunque tuvieras muy mala suerte y no consiguieras entrar en el decil de mayor riqueza, tendrías que haber metido la pata hasta el fondo para no entrar en el segundo decil, lo que te garantizaba un nivel de bienestar más que razonable. Hasta aquí, todo bien.
Pero a medida que pasan los años, el juego se vuelve más difícil. Al cabo de quince años, en 1966, si querías jugar a las sillas, te enfrentabas a treinta aspirantes. En 1990, más de la mitad de tu cohorte de edad participaba en el juego: cincuenta jugadores para las diez sillas de siempre. Y hoy, dos tercios de los jóvenes de entre dieciocho y veinticuatro años van a la universidad.[2]
¿Qué se puede hacer? Volvamos a 1966, cuando iba a la universidad el 30 por ciento de los jóvenes. Para superar a la competencia, tenías que aumentar tus probabilidades comprando un billete más caro. Así, después de los cuatro años de facultad, cursabas estudios de Juris Doctor para ejercer como abogado, o de doctor en Medicina, o algún otro posgrado. De esta forma, tú y dos o tres que teníais un doctorado o un máster conseguíais sin problemas vuestra silla, mientras que el resto eran para los simples graduados.
Las cosas fueron bien durante un tiempo, pero los demás no tardaron en ver por dónde iban los tiros. Entre 1960 y 1970, el número de doctorados concedidos por las universidades estadounidenses se triplicó con creces y pasó de menos de diez mil a treinta mil. Y así nos encontramos de nuevo en el territorio de la sobreproducción de élites, solo que el precio del billete es más caro.
Hemos estado jugando con un número de sillas fijo. En el mundo real, por supuesto, el número de puestos de la élite cambia constantemente. En los años sesenta y setenta, había una enorme demanda de doctores por parte de las universidades, que necesitaban contratar profesores para enseñar a la generación del baby boom. Uno de mis profesores me confesó en cierta ocasión que en aquella época las universidades andaban tan apuradas que estaban dispuestas a contratar a cualquiera que tuviera el título. «Hoy no me contratarían ni en broma», me dijo en 1985, cuando yo estaba terminando mi doctorado. En la época en que empecé a buscar trabajo en el mundo académico pensé que el mercado era difícil para los recién doctorados, pero hoy es muchísimo peor.
Otras profesiones para las que se necesita un doctorado o algún tipo de posgrado también pasaron por una etapa de crecimiento después de la Segunda Guerra Mundial. El Sputnik conmocionó a las élites estadounidenses y, junto con una serie de factores adicionales, generó un enorme aumento de la financiación de la investigación científica, que absorbió a una cantidad ingente de doctores. Al mismo tiempo, Estados Unidos se había convertido en una potencia económica de alcance planetario y las empresas multinacionales necesitaban ejércitos de abogados (así fue como el padre de Jane consiguió la llave de la puerta al éxito). Pero con el tiempo, todas estas oleadas de demanda de títulos superiores fueron a menos, mientras que la oferta seguía disparándose. Entre 1955 y 1975, el número de estudiantes matriculados en las escuelas de Derecho, por ejemplo, se triplicó.
Lo que determina si tenemos un problema de sobreproducción de élites es el equilibrio entre la oferta de jóvenes con doctorados y posgrados y la demanda de los mismos: el número de puestos de trabajo para los que se necesitan sus competencias. Por desgracia, en la primera década del presente siglo es público y notorio que el número de posgraduados superaba con creces al número de puestos para ellos.
El desequilibrio es considerable en las ciencias sociales y aún mayor en las humanidades, pero Estados Unidos tiene una enorme sobreproducción incluso en las titulaciones conocidas como CTIM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas). En un artículo publicado en Bloomberg Opinion en enero de 2021, el popular bloguero y columnista Noah Smith reconocía que en Estados Unidos hace años que la sobreproducción de doctorados es un problema. Por un lado, que la población esté mejor formada suele ser algo positivo. Pero, por el otro, cuando los estudiantes de doctorado obtienen el título, se encuentran con que los puestos académicos para los que se formaban se han ido agotando. «Haga una búsqueda rápida en Google de las tendencias en cualquier campo académico —historia, antropología, inglés— y es probable que encuentre cifras aterradoras que indican un descenso en el número de plazas vacantes de profesores titulares», escribe Smith, que prosigue:
Esto condena a muchos aspirantes a académicos a una lúgubre existencia de trabajos eventuales y mal pagados. Al igual que los camareros que merodean por Hollywood esperando su gran oportunidad, muchos insisten año tras año, renunciando al seguro médico o viviendo en pisos de mala muerte mientras dejan de estar cualificados para trabajar fuera del mundo académico.
Pero aun cuando la ansiada vida de profesor se alejaba cada vez más de nuestro alcance, el país seguía produciendo más y más doctores.[3]
Cuando observamos más de cerca a la teóricamente próspera clase de los titulados, descubrimos que las cosas no les van tan bien como habíamos supuesto. El título de una popular telenovela mexicana lo resume a la perfección: Los ricos también lloran. Hoy en día, un posgrado no ofrece una protección perfecta, ni siquiera razonablemente eficaz, contra la precariedad. De hecho, Guy Standing, que introdujo el término «precariado» en la conciencia colectiva, considera a los titulados como una de las facciones del precariado, y dice lo siguiente a propósito de este grupo (los «progresistas»):
Está formado por personas que van a la universidad, a las que sus padres, profesores y políticos les han prometido que con eso tienen asegurado el porvenir. Pronto se dan cuenta de que les han vendido un billete de lotería y salen sin futuro y cargados de deudas. Esta facción es peligrosa en un sentido más positivo. Es difícil que apoyen a los populistas. Pero también rechazan a los viejos partidos políticos conservadores o socialdemócratas. Intuitivamente, buscan una nueva política del paraíso, que no encuentran en el viejo espectro político ni en organizaciones como los sindicatos.[4]
La historia (y CrisisDB) nos dice que el precariado titulado (o, en la jerga de la cliodinámica, la clase aspirante a élite frustrada) es el más peligroso para la estabilidad social. La sobreproducción de jóvenes con titulaciones superiores ha sido el factor más importante a la hora de impulsar las convulsiones sociales, desde las revoluciones de 1848 hasta la Primavera Árabe de 2011. Es interesante observar que las distintas profesiones son a su vez más o menos propensas a producir líderes revolucionarios. Aunque se nos haga difícil ver a un maestro en el papel de revolucionario, lo cierto es que Hong, el cabecilla de la rebelión Taiping, que presentamos en el capítulo 1, era maestro de pueblo antes de convertirse en insurgente. Y también lo fue Mao.
Sin embargo, la profesión más peligrosa parece ser la de abogado. Robespierre, Lenin y Castro eran abogados, al igual que Lincoln y Gandhi. En Estados Unidos, la abogacía es una de las mejores vías para acceder a un cargo público, por lo que la mayoría de los aspirantes con ambiciones políticas estudian Derecho. Echemos un vistazo a lo que ha ocurrido con los licenciados en Derecho en las últimas décadas.[5]
Desde hace muchos años, la National Association for Law Placement (Asociación Nacional para la Colocación de Profesionales del Derecho, NALP, por sus siglas en inglés) viene recopilando datos sobre los salarios iniciales que obtienen los titulados en Derecho. En 1991, la curva de distribución de los salarios no tenía mucho de particular. Presentaba un máximo de 30.000 dólares que reflejaba el salario más común. La «cola» izquierda de la distribución era corta, con ningún salario por debajo de 20.000 dólares. La cola derecha era más larga, con un límite de 90.000 dólares. Como observó por primera vez Vilfredo Pareto, es muy típico que las distribuciones de ingresos presenten una cola larga a la derecha, lo que indica que, a medida que los salarios aumentan, los que ganan más son cada vez menos numerosos.
En 1996, la cola de la derecha engordó un poco, pero no hubo ningún cambio cualitativo en la forma de la distribución: la curva seguía teniendo forma de campana. La gran novedad se produjo en el año 2000, cuando apareció de pronto un segundo máximo a la derecha del máximo principal. El máximo principal se desplazó ligeramente a la derecha, con el centro en 40.000 dólares. El nuevo máximo, en cambio, estaba mucho más a la derecha, con el centro en 125.000 dólares. Al cabo de diez años, el máximo izquierdo se desplazó un poco más a la derecha para centrarse en 50.000 dólares, mientras que el máximo derecho saltaba hasta 160.000 dólares. En 2020, el lado izquierdo de la curva de la izquierda se aplanó un poco, al situarse el 50 por ciento de los salarios reportados entre 45.000 y 75.000 dólares, mientras que el máximo de la derecha estaba ahora en 190.000 dólares, lo que representaba algo más del 20 por ciento de la distribución. Había muy pocos salarios entre los dos máximos. El salario medio era de 100.000 dólares, pero esta cifra no es representativa de nada, ya que menos del 2 por ciento de los titulados en Derecho ingresaban esta cifra.
Así es el juego de los aspirantes cuando se lleva al extremo. El 20 por ciento que se encuentra en el máximo de la derecha, con sus sueldos de 190.000 dólares, va camino de unirse a las élites consolidadas. Los que están en la curva de la izquierda, que ingresan entre 45.000 y 75.000 dólares anuales, tienen un problema. Considerando que la mitad de los titulados en Derecho en 2020 acumulaban deudas de 160.000 dólares o más (y uno de cada cuatro debía 200.000 dólares), pocas de estas personas lograrán entrar en las filas de las élites; al contrario, la mayoría serán aplastados por la deuda y sus intereses, que se acumulan implacablemente. Es extraño pensar que la mayoría de los titulados en Derecho en Estados Unidos son miembros del precariado, pero eso es lo que son.
Quizá nuestra heroína ficticia, Jane, hizo bien al negarse a participar en el juego.
En The Cheating Culture: Why More Americans Are Doing Wrong to Get Ahead un clarividente libro publicado en 2004, David Callahan analiza las consecuencias del cambio cultural que, a partir de los años ochenta, desencadenó una competencia desenfrenada, una desigualdad explosiva y una mentalidad de «todo para el ganador». Callahan nos habla de escándalos empresariales, atletas que se dopan, periodistas que plagian y estudiantes que hacen trampas en los exámenes. Las trampas y el engaño se han convertido en algo omnipresente, en una profunda crisis moral. Su argumento de que «el aumento del engaño refleja una gran ansiedad e inseguridad en los Estados Unidos de hoy en día, incluso desesperación, así como la arrogancia de los ricos y el cinismo de la gente corriente» está en consonancia con una serie de temas que se han tratado en este capítulo. Sobre los efectos corrosivos de la sobreproducción de élites, en particular, Callahan escribe:
Al mismo tiempo que las filas de los ricos se iban engrosando en las dos últimas décadas, también ha aumentado el número de jóvenes que reciben toda clase de facilidades en su educación. Por otra parte, la competencia cada vez mayor ha obligado a más padres a gastar más dinero y ajustar más el presupuesto en un esfuerzo por dar a sus hijos mayores ventajas. En los niveles superiores de la sociedad estadounidense se está librando nada menos que una carrera de armamentos académica. Sin embargo, ni siquiera los esfuerzos más heroicos —o deshonestos— garantizan la superioridad.[6]
Desde 2004, las cosas se han puesto aún más feas. Para su artículo «Private Schools Have Become Truly Obscene», publicado en The Atlantic en abril de 2021, Caitlin Flanagan entrevistó a Robert Evans, un psicólogo que estudia la relación entre los colegios privados y los padres de sus alumnos. «Lo que ha cambiado en los últimos años es la tozudez de los padres —le dijo Evans—. La mayoría no cae en el insulto, pero sencillamente no se dan nunca por vencidos. Muchos de ellos no pueden desprenderse del temor a que, por el motivo que sea, su hija o su hijo queden rezagados». Cuando sus hijos llegan a los últimos cursos de secundaria, los padres quieren que los profesores, incluidos los de educación física, y los orientadores académicos se dediquen por entero a ayudarles a conseguir un expediente académico al que Harvard no pueda resistirse. «Este tipo de padres tienen una idea del resultado que quieren, y en el trabajo lo consiguen —comenta Evans—. Están rodeados de empleados en quienes pueden delegar». Sobre la preocupación económica que hay detrás del comportamiento de estos padres, Flanagan escribe:
¿Por qué estos padres necesitan tanta seguridad? Porque «les parece que cada vez es más difícil que sus hijos pasen por el ojo de la aguja», es decir, que sean admitidos en los mejores programas, desde el parvulario hasta la universidad. Pero es más que eso. Los padres tienen la sensación de que sus hijos saldrán a un mundo más sombrío que el suyo. A los padres, la brutalidad de una economía en la que todo es para el ganador, no les ha afectado; hicieron valer sus derechos adquiridos. Pero temen que sí afecte a sus hijos y que ni siquiera una buena educación les asegure una carrera profesional.
En 2019, algunas de las universidades más prestigiosas —entre ellas, Stanford, Georgetown y Yale— se vieron involucradas en el escándalo de los sobornos en las admisiones.[7]
En este aspecto, la dinámica de base es exactamente la misma que en el juego de las sillas de los aspirantes a la élite en sus últimas fases. A diferencia de sus versiones más moderadas, la competencia extrema no lleva a la selección de los mejores candidatos, los más adecuados para los puestos, sino que corroe las reglas del juego, las normas sociales y las instituciones que rigen el funcionamiento de la sociedad. Destruye la cooperación. Saca a la luz el lado oscuro de la meritocracia. Crea unos pocos ganadores y multitud de perdedores. Y algunos de esos aspirantes fracasados a la élite se convierten en contraélites radicalizadas y motivadas para destruir el injusto orden social que las ha engendrado, lo que nos lleva al tema de la radicalización.
Hasta aquí, me he centrado en las fuerzas «estructurales y demográficas» de la inestabilidad social, haciendo hincapié en la pauperización del pueblo y la sobreproducción de élites. Son factores estructurales porque están relacionados con las estructuras sociales, como las distinciones entre plebeyos y élites (o entre personas con niveles de estudios más altos y más bajos) y entre los distintos sectores de las élites. Son factores demográficos porque los cambios se reflejan en las cifras y en el bienestar de los distintos grupos de población. La teoría estructural-demográfica es una parte importante de la cliodinámica porque nos ayuda a entender las rebeliones, las revoluciones y las guerras civiles. Esta teoría la formuló el sociólogo histórico Jack Goldstone y posteriormente la desarrollamos y estructuramos Andrey Korotayev, yo y otros colegas.[8]
Sin embargo, los estudios estructurales sobre la revolución y la desintegración del Estado han sido criticados a menudo por no tener en cuenta los factores ideológicos y culturales.[9] El objetivo de la cliodinámica, por el contrario, es integrar todas las fuerzas importantes de la historia, ya sean demográficas, económicas, sociales, culturales o ideológicas. Hemos visto, por ejemplo, que características tan básicas de la sociedad como las normas sociales que regulan el matrimonio (poligamia frente a monogamia) tienen un efecto clave en las duraciones características de los ciclos de auge y recesión (capítulo 2).
El problema es que en la situación actual, cuando la ideología se emplea como arma arrojadiza entre facciones de élite rivales, cualquier debate sobre ella es adentrarse en un campo de minas. Una dificultad más conceptual a la hora de estudiar el papel de la ideología en la desintegración de la sociedad es que el contenido cognitivo de las ideologías propugnadas por facciones de élite rivales es muy variable en el tiempo y en el espacio. Durante las guerras civiles europeas de los siglos XVI y XVII, el rasgo definitorio de las batallas ideológicas fue la religión; por ejemplo, hugonotes contra católicos en las guerras de religión de Francia. Las grandes rebeliones campesinas chinas también se inspiraron a menudo en movimientos religiosos, como el credo de los taiping (capítulo 1), que era una amalgama sincrética de elementos del cristianismo y de la religión tradicional china. A partir de la era de las revoluciones, las ideologías radicales —por lo menos en Europa— han sido laicas, no religiosas.
Además, el contenido ideológico de muchos movimientos revolucionarios, suponiendo que duren lo suficiente, tiende a evolucionar. En su aportación fundamental al estudio de las revoluciones y las rebeliones, Jack Goldstone señala que una de las dificultades para describir el papel de la ideología es que suele ser muy inestable. Como escribe Goldstone, la ideología no proporciona «una guía clara de las intenciones y la actuación de los líderes revolucionarios», ya que «en la práctica, los revolucionarios cambiaban frecuentemente de posición en respuesta a los cambios de la coyuntura. Y muy a menudo, los vericuetos de la lucha revolucionaria produjeron resultados imprevistos. Los puritanos ingleses pretendían crear una comunidad de santos, pero Inglaterra se convirtió en una comunidad dominada por los soldados al término de las guerras civiles».[10] Otra estudiosa de la revolución, Theda Skocpol, llega a conclusiones parecidas: «No puede afirmarse [...] que el contenido cognitivo de las ideologías proporcione en ningún sentido una clave predictiva de [...] los resultados de las revoluciones».[11]
Siguiendo a Goldstone, podemos distinguir tres fases de evolución ideológica cuando las sociedades entran en crisis y luego salen de ellas. Durante la primera fase, o fase precrisis, el periodo que conduce a la desintegración del Estado, este intenta mantener el control frente a una multitud de desafíos ideológicos procedentes de distintas facciones de la élite. En la segunda fase, cuando el antiguo régimen ha perdido toda legitimidad (lo que a menudo provoca el colapso del Estado), numerosos contendientes que pretenden instaurar un nuevo monopolio de la autoridad luchan entre sí por la primacía. En la fase final, cuando un grupo se impone a sus oponentes y trata de estabilizar su autoridad sobre el Estado, se centra en conseguir la aceptación pasiva de las instituciones políticas, religiosas y sociales reconstruidas.
Una característica casi universal de las fases precrisis es, por tanto, la fragmentación del panorama ideológico y la ruptura del consenso ideológico de las élites que subyace a la aceptación rutinaria de las instituciones estatales. Algunos credos que ganan adeptos son radicales, en el sentido de que pretenden rehacer la sociedad de una forma nueva y mejor. Otros son tradicionalistas, ya que miran atrás en el tiempo para restaurar una edad de oro imaginaria. Sin embargo, este diagnóstico «conservador» puede dar lugar fácilmente a acciones radicales.[12] Dado que existe una percepción general de que el país va en dirección equivocada y de que la sociedad se ha vuelto enormemente injusta y desigual (no solo entre plebeyos y élites, sino también entre ganadores y perdedores entre las élites), los llamamientos a arreglar las cosas restaurando la «justicia social» adquieren especial relevancia. Otro rasgo característico es que las ideologías divisorias, sectarias e identitarias se imponen a las unificadoras, lo que nos lleva a épocas de discordia.
El proceso de fragmentación ideológica y polarización política es, por tanto, difícil de estudiar con métodos cuantitativos. Por suerte, los politólogos han encontrado algunos métodos muy útiles.[13] Keith Poole y Howard Rosenthal, a los que más tarde se unió Nolan McCarty, recopilaron un enorme conjunto de datos sobre las inclinaciones políticas de todos los miembros del Congreso desde la independencia de Estados Unidos. Asignaron a cada congresista una posición en un espectro en uno de cuyos extremos se encontraban los conservadores, en el otro, los progresistas, y en medio, los moderados. Un indicador del grado de polarización política es la distancia existente entre las puntuaciones medias de los dos grandes partidos (los republicanos y los demócratas de hoy, así como los demócratas y los whigs del siglo XIX), calculada para cada Congreso (es decir, cada dos años).
Con los resultados de este análisis en la mano,[14] observamos que la dinámica a largo plazo de la polarización política en Estados Unidos ha pasado por dos grandes ciclos. En primer lugar, la polarización política descendió desde niveles moderadamente altos en torno a 1800 hasta niveles muy bajos en la década de 1820. Este descenso de la acritud partidista se conoce como la Era de los Buenos Sentimientos, que coincide aproximadamente con la presidencia de James Monroe (1817-1825). A partir de 1830, la polarización aumentó, y el periodo comprendido entre 1850 y 1920 se caracterizó por un alto grado de fragmentación entre las élites políticas. Sin embargo, durante las décadas de 1920 y 1930, las élites políticas se unieron y la polarización volvió a disminuir rápidamente. Tras el New Deal y la Segunda Guerra Mundial, el grado de polarización alcanzó otro mínimo. Las tres décadas de la posguerra se caracterizaron, pues, por una relativa proximidad entre las élites. Durante esta etapa, como reflejan las puntuaciones de Poole, Rosenthal y McCarty, hubo un amplio grado de coincidencia entre demócratas y republicanos en el Congreso. Los años cincuenta marcaron el apogeo del consenso ideológico en Estados Unidos, consenso que incluía una firme defensa del capitalismo, pero «de rostro humano», caracterizado por la cooperación entre el trabajo, el capital y el Estado. El apoyo general a la economía de libre mercado y a la gobernanza democrática se solidificó con el conflicto de la Guerra Fría con la Unión Soviética. El país estaba gobernado por una élite WASPHNM culturalmente homogénea (WASPHNM es un acrónimo de cosecha propia, que significa «hombre blanco anglosajón protestante heteronormativo»). Sin embargo, durante los años setenta, las coincidencias se redujeron y aumentó la polarización. A principios de la década de 2000, se había abierto una gran brecha entre las distribuciones republicana y demócrata. Que quede claro que la uniformidad ideológica puede resultar asfixiante, y muchas personas fueron cruelmente excluidas del consenso dominado por los WASPHNM. Además, la estabilidad y el consenso no son necesariamente virtudes, si lo que se mantiene estable es un régimen injusto. Sería cruel no sentir empatía por los grupos identitarios que quedaron marginados durante esa época y un error no reconocer los avances en muchos frentes importantes que se han logrado en los últimos cincuenta años. Por el mismo motivo, la baja polarización de la década de 1820 no era ningún consuelo para quienes trabajaban en contra de su voluntad en los campos de esclavos de las fértiles tierras del Sur de Estados Unidos de las que acababan de eliminar a sus anteriores habitantes. Sin embargo, no se trata aquí de emitir un juicio de valor sobre esta tendencia, sino tan solo de tomar nota de ella.
El método de McCarty, Poole y Rosenthal sitúa a todos los políticos estadounidenses en un mismo espectro conservador-progresista. Pero al extremarse el proceso de fragmentación ideológica durante la década de 2010, esta clasificación unidimensional dejó de ser suficiente. La elección de Trump en 2016 dividió al Partido Republicano en dos facciones, con la facción anti-Trump encabezada por la vieja guardia del partido (a la que han colgado el sambenito nada irónico de «republicanos solo de nombre», o RINO, por sus siglas en inglés). Del mismo modo, existe una línea de fractura enorme y cada vez más ancha en el seno del Partido Demócrata entre los «centristas» y los «izquierdistas».
La fragmentación ideológica ha avanzado tanto que ningún sistema de clasificación parece útil. La diversidad de las ideas que impulsan a las facciones políticas y a las propuestas de actuación es sencillamente excesiva. Las ideas se combinan y recombinan en alegre promiscuidad. Nuevos movimientos —la Nueva Derecha, la alt-right, la alt-lite— aparecen, adquieren una fugaz notoriedad y luego se desvanecen.
Además, hemos entrado en una nueva era dominada por ideologías radicales. La expresión «radicalismo político», en su acepción más extendida, denota la voluntad de transformar o sustituir los principios fundamentales de una sociedad o sistema político, a menudo mediante el cambio social, el cambio estructural, la revolución o la reforma radical.[15] Para entender el panorama ideológico de hoy, es útil empezar por su opuesto, la Era de los Buenos Sentimientos II, durante la cual existió un notable consenso entre las élites que gobernaban Estados Unidos. Para referirme a esta coincidencia, utilizaré la expresión «el Consenso de Posguerra». Duró unos treinta años, desde 1937, cuando se consolidó el New Deal, hasta principios de los años sesenta, pasando por la Segunda Guerra Mundial y la década de los cincuenta (cuando alcanzó su punto álgido).
En el aspecto cultural, podemos identificar los siguientes elementos del Consenso de Posguerra:
•La familia normativa era la formada por un hombre y una mujer —cuya unión solía consagrarse en la iglesia u otra sede religiosa— más sus hijos. Las personas con «estilos de vida alternativos» se veían obligadas a practicarlos en la sombra.
•Los roles de género estaban claramente definidos: los hombres como sostén de la familia, las mujeres como amas de casa.
•El Consenso de Posguerra desaprobaba casi todos los intentos de modificar artificialmente el «cuerpo natural». La mayoría de las formas de modificación corporal, desde las leves, como los tatuajes y los pírsines, hasta las más contundentes, como el vendado de pies y la castración (para los eunucos), se consideraban cosas que solo hacían los extranjeros «incivilizados». (Había una excepción importante a esta regla, ya que la mutilación genital masculina —la circuncisión— no solo estaba permitida, sino que era normativa). El aborto estaba muy mal visto y era ilegal en la mayoría de los estados.
•El racismo institucionalizado, incluidas las leyes de segregación en los estados del Sur, convirtió fundamentalmente a los negros estadounidenses en ciudadanos de segunda clase, negándoles la mayoría de los frutos del Consenso de Posguerra.
•Aunque la élite WASPHNM era predominantemente protestante, no existía una religión de Estado en Estados Unidos. Sin embargo, pertenecer a una iglesia, una sinagoga, una mezquita u otra confesión religiosa era normativo. El divorcio era muy problemático para los cargos electos; el ateísmo los descalificaba.
•La ideología laica del Consenso de Posguerra se denomina a veces el Credo Americano. Los principales elementos de esta ideología eran la democracia (cuyos principios están consagrados en la Constitución), el liberalismo económico y el patriotismo estadounidense.
En el aspecto económico, aunque Estados Unidos era un país capitalista declarado (y reprimía al Partido Comunista), en la práctica era un país socialdemócrata o incluso socialista, según el modelo escandinavo. El Consenso de Posguerra incluía los siguientes elementos económicos:
•Apoyo a sindicatos fuertes.
•Compromiso de aumentar el salario mínimo por encima de la inflación.
•Fiscalidad extremadamente progresiva, con tipos de más del 90 por ciento para las rentas más altas.
•Apoyo al sistema de bienestar, que incluía pensiones de jubilación universales (Seguridad Social), seguro de desempleo y prestaciones sociales para niños discapacitados o necesitados.
•Un régimen de baja inmigración que favorecía a los trabajadores y promovía la homogeneidad cultural. (En esta categoría, las cuestiones económicas y culturales se solapan).
Echando un vistazo a esta lista, resulta asombroso lo mucho que ha cambiado el panorama ideológico. Las certezas culturales empezaron a resquebrajarse a raíz de los movimientos contra la guerra y a favor de los derechos civiles de los años sesenta. Los pilares económicos se desmoronaron bajo la embestida de la economía neoliberal a partir de los setenta (tema que retomaré en el capítulo siguiente). Pero hasta 2020, el Consenso de Posguerra no ha sido reemplazado por nada que tenga una coherencia parecida y que sea aceptado por la inmensa mayoría de las élites y de la población. Utilizando datos de encuestas sobre las actitudes de los estadounidenses acerca de varias cuestiones, podemos definir un punto medio en el espectro ideológico —la mediana—, pero la varianza es enorme.
Además, no existe un «credo radical» que cuestione lo que hoy se considera la mediana ideológica, sino que se da más bien una multitud dinámica de ideas radicales, y hay enormes diferencias entre las ideas aceptadas por las distintas facciones ideológicas dentro de la juventud con mayor nivel de estudios.
En la extrema izquierda están los revolucionarios comprometidos, los antifascistas, los anarquistas y unos pocos comunistas a la antigua usanza. Numéricamente, se trata de un grupo reducido, pero no hay una frontera nítida entre los extremistas y la siguiente categoría, mucho más numerosa: se trata de activistas que se mantienen alejados de la violencia de los disturbios urbanos pero apoyan los objetivos de los extremistas, en mayor o menor grado, o algunas, aunque no la totalidad, de las causas progresistas de izquierdas. Acuden a las grandes manifestaciones antigubernamentales y hacen donativos a causas de extrema izquierda, como pagar la fianza de los antifa que han sido detenidos por la policía. Este grupo, a su vez, se solapa con la siguiente categoría, la de quienes no se sienten particularmente motivados, o no lo están en absoluto, por las causas de la izquierda, pero no están dispuestos a reconocerlo y, por tanto, las apoyan en público.
A juzgar por los resultados de las elecciones presidenciales de 2020, más del 80 por ciento de los universitarios votaron a Biden,[16] lo que nos da una estimación aproximada de la proporción de los mismos que son de izquierdas o de tendencia izquierdista. La mayoría de los demás no parecen estar muy politizados y suelen mantenerse en un discreto segundo plano cuando están en el campus. Un último y pequeño grupo lo forman los radicales de derechas de varios clubes universitarios republicanos que se oponen abiertamente a las causas de la izquierda.
Este espectro es una aproximación (en el mejor de los casos) de la variedad de posturas ideológicas sobre cuestiones culturales entre los jóvenes más educados. Los radicales de izquierdas quieren alejar a la sociedad aún más del Consenso de Posguerra de lo que se ha alejado hasta ahora. Los tradicionalistas y conservadores de la derecha quieren volver a él, lo que, en muchos aspectos, es una propuesta más radical que cualquiera de las que reclama la izquierda. También hay que tener en cuenta que tanto la izquierda como la derecha están sumamente fragmentadas, y que existen guerras culturales dentro de cada bando que pueden superar en intensidad a los conflictos entre izquierda y derecha.
La situación se complica aún más por los diferentes alineamientos en cuestiones económicas. Nuestro personaje de ficción llamado Jane quiere una revolución que acabe con el régimen estadounidense opresivo e injusto. Steve Bannon, que durante un tiempo fue el principal ideólogo del bando de Trump, también se considera un revolucionario: «Quiero que todo se venga abajo y destruir todo el establishment actual».[17] El senador Bernie Sanders, que no es un revolucionario, acusa a la cúpula dirigente del Partido Demócrata de volver la espalda a la clase obrera, y pide a los demócratas que den «un golpe de timón» y se centren en luchar por la clase trabajadora de Estados Unidos y hacer frente a los «poderosos intereses de las empresas».[18] Esta convergencia entre (parte de) la extrema derecha y (parte de) la extrema izquierda en cuestiones económicas no es exclusiva de Estados Unidos: en Francia, Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon utilizan un lenguaje muy parecido cuando hablan de la clase obrera.
Los activistas de derechas suelen estar en desventaja en los campus porque les superan ampliamente los radicales de izquierdas y la mayoría de los estudiantes, que apoyan por lo menos tácitamente las causas de izquierdas. Pero en cuanto se gradúan, los derechistas tienen una clara ventaja: su capacidad de movilizar el apoyo de los votantes de clase trabajadora (con un nivel de estudios inferior). Una situación habitual en las épocas de crisis es la de los emprendedores políticos de la élite que recurren al alto potencial de movilización de masas de la población que no forma parte de esa élite para impulsar sus ideologías y sus carreras políticas. Un ejemplo histórico modélico es el de Tiberio y Cayo Graco, que fundaron el partido populista (los populares en latín) en la Roma tardorrepublicana. Donald Trump, desde luego, recurrió al populismo para auparse a la presidencia en 2016. En 2022, el ejemplo más claro es la congresista Marjorie Taylor Greene, representante por Georgia. MTG, como suelen llamarla, ha asimilado claramente las enseñanzas de la estrategia de Trump en 2016. Se diría que no hay teoría conspiranoica de extrema derecha que ella no apoye, por descabellada que sea. La Cámara de Representantes votó a favor de su expulsión de todas las comisiones parlamentarias en las que participaba, y le cerraron su cuenta personal de Twitter.[19] Pero estos intentos de «cancelarla» le han dado alas, y está claro que tiene en el punto de mira un objetivo más ambicioso que el Congreso.
El personaje ficticio con el que hemos comenzado este capítulo, Jane, no es un representante «típico» de la juventud mejor preparada de Estados Unidos. Ideológica y «profesionalmente» (por tratarse de una revolucionaria comprometida, aunque estudie Derecho), se sitúa en la extrema izquierda. Sin embargo, su trayectoria vital ha sido moldeada por las mismas fuerzas sociales que siguen moldeando al resto de la juventud con estudios superiores (incluidos, sobre todo, los activistas de derechas). Su trayectoria vital también es interesante porque sigue los pasos de muchos revolucionarios y radicales famosos del pasado y de otros países. Sus predecesores inmediatos fueron los miembros de la organización armada Weather Underground, como Bernardine Dohrn, Kathy Boudin y Susan Rosenberg.[20] Pero los radicales estadounidenses de los años setenta no consiguieron desencadenar la revolución que tanto ansiaban porque no se daban las condiciones estructurales necesarias, como reconoce Rosenberg en sus memorias.
Otros famosos revolucionarios contraelitistas —Robespierre, Hong, Lenin, Rosa Luxemburgo, Mao, Castro— sí consiguieron provocar revoluciones. Puede que tuvieran la suerte de estar en los lugares adecuados en los momentos adecuados, en países en los que los motores estructurales de la inestabilidad funcionaban a toda máquina. Al fin y al cabo, por cada Lenin tenía que haber un Partido Bolchevique. Y los bolcheviques formaban parte de un ecosistema poblado por otros grupos radicales: los anarquistas, los mencheviques, el Bund, los socialistas revolucionarios, etc. Y lo que es más importante: todos esos grupos radicales, nadaban como peces en el agua en entornos sociales que les prestaban su apoyo. Después de que la anarquista rusa Vera Zasulich[21] disparara contra el gobernador de San Petersburgo en 1878, se convirtió en una heroína para la intelectualidad progresista. Un jurado comprensivo la absolvió. Weather Underground no contaba con ese apoyo público hace cincuenta años. Pero las condiciones estructurales de Estados Unidos son muy diferentes hoy en día, mucho más parecidas a otras sociedades prerrevolucionarias, como la Rusia de finales del siglo XIX, que a los Estados Unidos de los años setenta.
Aunque la mayoría de las batallas visibles, incluidos los enfrentamientos callejeros, se produzcan entre extremistas de derecha e izquierda, son tan numerosas las divisiones y las disputas internas en la izquierda y en la derecha que ni la una ni la otra pueden considerarse bloques cohesionados. En cualquier caso, el contenido cognitivo de sus doctrinas carece de importancia. Lo importante es la división y el conflicto.
A partir de 2022, nos encontramos claramente en una transición de la fase previa a la crisis —en la que el Estado sigue esforzándose por mantener el control del panorama ideológico frente a una multitud de rivales de la contraélite— a la fase siguiente, en la que numerosos contendientes luchan entre sí por la primacía. Los políticos que aún se aferran a los valores del antiguo régimen, que hacen hincapié en la moderación y la cooperación intraélite, se han ido retirando o han perdido las elecciones frente a aspirantes con opiniones más extremas. El centro ideológico se parece hoy a una carretera rural de Texas, casi vacía salvo por la raya amarilla y los armadillos muertos. A consecuencia del colapso del centro, los enfrentamientos ideológicos internos están pasando de la lucha contra el antiguo régimen (o la defensa del mismo) a la lucha entre distintas facciones de la élite. Las diferencias ideológicas se utilizan ahora como arma en los conflictos internos de las élites, tanto para abatir a los miembros de las élites consolidadas como para sacar ventaja a los aspirantes rivales.
A muchos observadores les ha sorprendido la virulencia de la «cultura de la cancelación» que parece haber surgido de la nada. Pero este tipo de luchas ideológicas despiadadas son una fase común a todas las revoluciones. Jacques Mallet du Pan, que tuvo la desgracia de vivir no una sino dos revoluciones (en su Ginebra natal en 1782 y luego en Francia en 1789), dejó escrita esta sentencia: «A imitación de Saturno, la Revolución devora a sus hijos». Se trata de un corolario necesario, una certeza matemática, en el fondo, que se desprende de la sobreproducción de élites como el motor principal de rebeliones, revoluciones y guerras civiles. Para que vuelva la estabilidad, hay que acabar con la sobreproducción de élites por el procedimiento que sea, que históricamente y por regla general ha consistido en la eliminación física de las élites excedentes mediante su ejecución, encarcelamiento, emigración o movilidad social descendente voluntaria o forzosa. En los Estados Unidos actuales, los perdedores reciben un trato más benigno, por lo menos de momento.
La legitimidad del antiguo régimen gobernado por las élites WASPHNM ha disminuido enormemente. La lógica social de la segunda fase de las batallas ideológicas, hacia la que parece que estamos transitando, lleva a un aumento de la radicalización. En la lucha entre facciones rivales, los que están dispuestos a intensificar las denuncias ganan a los moderados. Con la marginación de los perdedores, el campo de batalla cambia. Una idea que parecía radical hace unos años se convierte en el terreno de nuevas batallas ideológicas. La misma lógica vale tanto para el extremo izquierdo del espectro ideológico como para el derecho.
El Manifiesto comunista proclama: «Los proletarios no tienen nada que perder, como no sea sus cadenas». Pero el pobre Marx se equivocaba. Los proletarios empobrecidos no son los líderes de las revoluciones que triunfan. Los revolucionarios peligrosos de verdad son aspirantes frustrados a la élite, que tienen los privilegios, la formación y los contactos que les permiten ejercer la influencia correspondiente. Incluso la minoría de jóvenes recién titulados que acceden a puestos de élite de inmediato, como el 20 por ciento de los licenciados en Derecho con sueldos de 190.000 dólares, no viven felices y contentos porque perciben el clima general de inseguridad. La proporción cada vez mayor de jóvenes titulados que están condenados a engrosar el precariado son los que no tienen nada que perder, como no sea su precariedad.