Los hijos de la Mancha
Señoras y señores:
Tengo un artículo de fe: No hay tradición que se sostenga sin creación que la renueve.
Y no hay creación que valga sin tradición que la preceda.
Ninguna obra literaria ilustra mejor esta convicción que Don Quijote de la Mancha.
Nace de una tradición intelectual clara, noble y, para colmo, disimulada.
Y se perpetúa en una tradición que se confunde — porque la origina, porque la bautiza— con la historia de la novela.
¿De qué tradición arranca el Quijote?
De la tradición de Erasmo de Rotterdam y su Elogio de la locura (1511), libro esencial de una tríada renacentista que incluiría Utopía de Tomás Moro (1516) y El príncipe de Maquiavelo (1513).
Utopía: lo que debe ser.
El príncipe: lo que es.
Elogio de la locura: lo que puede ser.
Es bien sabido que Cervantes tuvo como maestro al erasmista español Juan López de Hoyos y que el erasmismo español, promovido por los hermanos Juan y Alfonso Valdés en la corte de Carlos V, significó, con plenitud, la presencia del sabio de Rotterdam en la España carolingia.
Pero a partir de la Contrarreforma y el Concilio de Trento (1545-1563), la monarquía española da marcha atrás y Erasmo pasa del cielo al infierno. Sus libros van a dar al índice, su retrato en los archivos inquisitoriales es el de un demonio con colmillos sangrientos.
¿En qué consistió, empero, la lección erasmista? Lo dice el sabio de Rotterdam: “Todo en la vida es tan oscuro, tan diverso, tan opuesto, que no podemos asegurarnos de ninguna verdad”.
Quería Erasmo prevenir a su tiempo contra dos peligros dogmáticos: el de la Fe como absoluto pero también el de la Razón como suficiencia. Ni Fe ciega ni Razón hermética. Erasmo opta por el atajo irónico del elogio de la locura para salvar a su tiempo de los absolutos tanto de la Fe que se abandona, como de la Razón que se avecina.
Don Quijote se inscribe de lleno en el elogio de la locura erasmista. Su genealogía es la de los locos serenos, una larga línea hereditaria que se inicia con Horacio cuando evoca a un orate que se pasaba los días dentro de un teatro riendo, aplaudiendo y divirtiéndose, porque creía que una obra se estaba representando en el escenario vacío. Cuando el teatro fue cerrado y el loco, expulsado, éste exclamó: “No me habéis curado de mi locura, pero habéis destruido mi placer y la ilusión de mi felicidad”.
Dice San Pablo: “Dejad que aquel que parece sabio entre vosotros se vuelva loco, a fin de que finalmente se vuelva sabio. Pues la locura de Dios es más sabia que toda la sabiduría de los hombres”.
Repite Pascal: “El hombre está tan necesariamente loco que sería una locura, por otro giro de la razón, no estar un poco loco”.
Éste es el linaje de Don Quijote y Cervantes lo resume con todo el sigilo que requería, en la España post-tridentina, hacer alusión al entonces prohibido Erasmo de Rotterdam. Con el recurso al secreto, sin embargo, Cervantes potencia su erasmismo más que si lo confesara públicamente.
Erasmista emboscado, renacentista español de miras tan amplias como cualquiera de las grandes figuras de la época —Shakespeare en Inglaterra, Galileo en Italia, Spinoza en Holanda, Montaigne en Francia— Cervantes funda la novela moderna como un acto que recoge todas las tradiciones anteriores de la narrativa y las reúne en un solo haz.
Con Cervantes nace la novela como diálogo de géneros, virtud que Hermann Broch le exige a la novela contemporánea y que Claudio Guillén sitúa originalmente en el Quijote y su activísimo diálogo genérico, pues allí conviven: La picaresca y la épica, Lazarillo y Amadís, Sancho Panza y Don Quijote.
La novela dentro de la novela: el curioso impertinente.
La novela bizantina de cuentos interpolados.
La novela de amor: la hermosa Dorotea.
La novela morisca: el Cautivo.
La novela de la actualidad periodística: las apariciones de Roque Guinart, comprobado contrabandista y agente de los hugonotes franceses.
Y la novela autorreferencial: Don Quijote descubre que no sólo lee novelas, sino que él mismo es objeto de la lectura: Don Quijote en la imprenta de Barcelona, Don Quijote leído por los duques.
Qué extraordinaria decisión la de Cervantes: autor de un acto fundacional que al inventar un género le da al mismo la vasta generosidad de incluir todos los demás, de traspasar las limitaciones anteriores de la narrativa a fin de darle a la novela moderna su carácter incluyente y su legalidad propia mediante un acto de ilegalidad rampante: la creación del “género sin ley”, como llamó André Gide a la novela.
Acaso sólo en la España de la Contrarreforma podía surgir una novela que asumiese los ropajes del Renacimiento europeo con tan elegante disimulo, como para revelar una realidad más profunda y permanente que la de una etapa histórica: la realidad de los disfraces y los disfraces de la realidad.
No es éste un juego gratuito, sino una verdad creativa y por ende, moral: La novela no predica certezas, sino incertidumbres.
Y en Don Quijote, todo es incierto.
El lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme.
La autoría del libro.
Y el género del libro.
Todo ello incierto porque la realidad es incierta.
Y la realidad es incierta porque es polivalente.
Quiero indicar que acaso, sin Cervantes, la novela habría encontrado su camino crítico, su espejo de la duda, su casa con dos puertas.
El hecho es que fue Cervantes quien abrió el campo de la novela moderna al corazón de la realidad mediante la realidad del libro.
Lo comprueba la descendencia de Cervantes, los hijos de la Mancha que asumen la heredad del Quijote.
En primer término, dos grandes novelas del siglo XVIII: La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1760) del novelista angloirlandés Laurence Sterne y Jacques el fatalista (1796) del autor francés Denis Diderot.
La admiración de Laurence Sterne hacia Don Quijote se basa en el humor, la fiesta, la comedia: “Estoy persuadido —leemos en Tristram Shandy— de que la felicidad del humor cervantino nació del simple hecho de describir eventos pequeños y tontos con la pompa circunstancial que generalmente se reserva para los grandes acontecimientos”.
Sterne pone de cabeza este humor, describiendo los hechos pomposos con el humor de los hechos pequeños. La guerra de la sucesión española definió la política europea del siglo XVIII. Muerto sin heredero Carlos II el Hechizado en 1700, ¿a quién revertía la corona de España y sus vastos dominios de ultramar?
La guerra de la sucesión española, la herencia de Carlos el Hechizado, ensangrentó una vez más los campos de Flandes y fue escenario de las victorias militares del duque de Marlborough, tatarabuelo de Winston Churchill.
Pues bien: Laurence Sterne hace que en su novela, Tristram Shandy, sea el excéntrico tío Toby, privado de luchar en la guerra debido a una pudorosa herida en la ingle, quien libre las batallas de Flandes… sólo que en la versión miniatura de su hortaliza, en el césped que antes le sirvió de boliche. Allí, entre dos hileras de coliflores, el tío Toby puede reproducir las campañas de Marlborough, sin derramar una gota de sangre.
Ojalá que todas las guerras de este mundo no trascendieran de un jardin potager. En todo caso, Sterne retoma la imaginación quijotesca, invirtiéndola. Si Don Quijote convierte los molinos en gigantes Tristram Shandy convierte a los gigantes en molinos.
En Cervantes y en Sterne, el espíritu cómico indica los límites de la realidad. La reproducción de los sitios de la batalla de Flandes en un jardín de hortalizas señala, en Tristram Shandy, no sólo los límites de la representación literaria o de la representación histórica, sino los límites tanto de la historia como de la literatura. Pues la historia es tiempo y el tiempo, nos dice Sterne al final de su bellísima novela, es fugaz, “se gesta con demasiada prisa… Cada letra que trazo me dice con cuánta rapidez la vida fluye de mi pluma. Los días y sus horas, mi querida Jenny, más preciosos que los rubíes de tu cuello, vuelan sobre nuestras nubes ligeras en un día de viento…y cada vez que beso tu mano para decir adiós y cada ausencia que sigue a nuestros adioses, no son sino preludios de la eterna despedida. ¡Dios tenga piedad de nosotros!” O sea: el tiempo no sólo es historia. También es literatura.
Semejante concepción de la fugacidad del tiempo es propia de toda gran literatura y de toda vida engrandecida por la conciencia de saberse breve.
Lo que sucede a partir del Quijote es que el tiempo se convierte no sólo en evolución lineal de la narración, sino en constante puesta en duda o multiplicación de los tiempos de la novela. Uno es el tiempo de la escritura. Otro el tiempo de la lectura. Todo en el Quijote es, a un tiempo, leído y escrito, en un constante flujo temporal que está al servicio de la incertidumbre crítica de la novela.
De allí que los temas de la crítica de la escritura y la crítica de la lectura con los que Cervantes arranca de la posible complacencia a su desocupado lector crean la tradición de la Mancha, que se prolonga en Sterne y su Tristram Shandy y en Diderot y su Jacques el fatalista.
Ficción, celebración de la ficción y crítica de la ficción. Si Cervantes acentúa la crítica de la autoría, consecuencia de la crítica de la lectura que enloqueció al hidalgo, Sterne acentúa la crítica del lector, convirtiéndolo en co-autor de un tiempo nuevo, propio de cada lector y de cada lectura.
Por ejemplo, Sterne se dirige constantemente al lector: “Veo claramente, lector, por tu aspecto…” —le dice el invisible autor al invisible lector, Sterne le echa piropos al lector. Le pregunta “¿y ahora, lector de mi libro, qué debo hacer?”, poniendo el destino mismo de la novela en manos de su destinatario.
El ser o no ser de Shakespeare se convierte en la novela de Sterne en un narrar o no narrar.
Las voces del lector irrumpen en la novela para animar o desanimar al narrador.
Un lector le dice al narrador: “Cuéntalo, no lo dudes”.
Otro, en cambio le advierte: “Serás un idiota si lo haces. Mejor cállate la boca”.
Jacques el fatalista de Denis Diderot, como la novela de Sterne, es una sonora reafirmación de la tradición de la Mancha y su doble hermandad de la libertad y la incertidumbre. Jacques y su amo recorren los caminos de Francia como Sancho Panza y el suyo, los de España. Si la ruta de Don Quijote es constantemente interrumpida por historias interpoladas, la narración dentro de la narración, la diversidad de voces y el diálogo de géneros, Diderot potencia la lección de Cervantes dándole al lector la libertad de escoger entre numerosas alternativas o posibilidades de la narración.
Algunas opciones se dirigen al futuro: Jacques se separa de su amo en un cruce de caminos y el narrador no sabe a cuál de los dos seguir de allí en adelante: ¿al amo o al criado?
Pero más interesantes son las opciones que Diderot le ofrece al lector respecto al pasado —es decir, lo ya ocurrido— en la novela que estamos leyendo. En efecto, nos pregunta el autor, ¿dónde pasaron la noche anterior al presente de la narración el amo y el criado?
Diderot le ofrece siete posibilidades al lector:
En un gran burdel de una gran ciudad.
Cenando con un viejo amigo.
Con unos monjes que los maltrataron en nombre de Dios.
En un hotel donde les cobraron demasiado cara la cena.
En la casa de un par de Francia, donde carecieron de todas las necesidades en medio de todas las superfluidades.
Con un cura en una aldea, o
Emborrachándose en una abadía benedictina.
Escojan ustedes —decida el lector.
Tanto en Sterne como en Diderot, el empleo del tiempo determina el ritmo de la prosa. Y me refiero no sólo a la brevedad de los capítulos, sino a la velocidad del lenguaje. La rapidez como hermana de la comicidad nos resulta hoy obvia en la imagen cinematográfica acelerada de Buster Keaton o de Charlie Chaplin. Pero nuestra imagen visual, cinematográfica, posee claros antecedentes musicales en El barbero de Sevilla de Rossini y poéticos en el Eugenio Oneguin de Pushkin.
Oigan ustedes la velocidad de los recitativos en Rossini:
Fra momenti io torno
Non apritte a nessuno
Se don Basilio venisse a ricercarmi
Che m‘aspetti
O el ritmo acelerado del verso en Pushkin
Yo te amaría,
pero en un día,
con la costumbre,
te odiaría.
Tanto Sterne como Diderot pertenecen a esta tradición de la velocidad.
Leemos en Diderot: “Conozco a una mujer bella como un ángel… Deseo acostarme con ella… Lo hago… Tenemos cuatro hijos”.
Y en numerosos pasajes de Tristram Shandy, Sterne acelera el tiempo narrativo para cumplir su imposible propósito: narrar un libro que refleje fielmente el tiempo de la vida porque dura exactamente lo mismo que la vida tanto del narrador como del protagonista Tristram Shandy, lo cual propone, a su vez no un solo tiempo sino varios:
El tiempo de la escritura a cargo de Laurence Sterne.
El tiempo de la novela a cargo de Tristram Shandy.
El tiempo que emplean en leerla ustedes, amables lectores.
Las cosas se complican porque Tristram empieza a narrar nueve meses antes de nacer y porque su nacimiento mismo es demorado por una sirvienta atolondrada que no sabe atender a tiempo a la mamá del bebé Tristram. Y por si fuera poco, cuando la sirvienta sube la escalera para cuidar a mamá Shandy, su pie se detiene en el segundo escalón y allí permanece, inmóvil, durante unas 50 páginas mientras la narración se distrae en una historia que no tiene nada que ver con el nacimiento del héroe pero que contribuye a la convicción cervantina de Sterne: La digresión es el alma de la narración.
La libertad de jugar con la lengua en nombre de la libertad de la imaginación, la ruptura insolente de la unidad, la rebeldía contra el orden consagrado, la gran tradición de la Mancha iniciada por Cervantes y continuada por Sterne y Diderot, es abruptamente interrumpida por un terremoto histórico.
Sumen ustedes: Revolución francesa y fin de la monarquía absoluta y los remanentes feudales. Revolución americana y fin del dominio colonial en el nuevo mundo. Disolución de los gremios y asociaciones de trabajo a favor de la libre empresa y expansión sin límites de las clases medias entorpecida por las aristocracias tradicionales. La revolución industrial.
Todo ello sucede a lo largo de medio siglo —y quizás aún no acaba de suceder—. Pero el símbolo del suceso es un hombre, un protagonista, un ser humano que por su voluntad imperiosa, su ambición gigantesca, la fuerza de su personalidad, se impone a la historia, la inventa, la moldea y la hereda. Es el anti-Quijote.
Ese personaje se llama Napoleón Bonaparte y a partir de su biografía —de simple cabo del ejército a emperador de Francia y dueño de Europa— la novela europea hace un giro de 180° para centrarse en el tema del ascenso del héroe —o antihéroe— en la nueva sociedad burguesa post-revolucionaria.
La tradición que llamaré de Waterloo en oposición a la de la Mancha no nace, pues, de la imaginación, como la cervantina, sino de la historia. Se propone reflejar la historia y, acaso, dirigirla o por lo menos modificarla.
Cada soldado de mi ejército trae en su mochila el bastón de mariscal, dice Napoleón, iniciando la era anti-aristocrática, anti-hereditaria, de las carreras abiertas para todos. El código civil napoleónico. La propiedad ya no hereditaria, sino adquirible por todos los medios. El trabajador sin derechos, sujeto a la libertad de empresa. Lo dice con gran fuerza Alfred de Musset en su espléndida novela La confesión de un hijo del siglo de 1836.
“Napoleón hizo temblar el lúgubre bosque de la vieja Europa.” “La gesta napoleónica”, añade “separa al pasado del futuro pero no es ni lo uno ni lo otro… y ya no sabemos, a cada paso, si ahora caminamos sobre un surco o sobre una ruina”.
Surco o ruina, de la historia napoleónica surge Julien Sorel, el ambicioso seminarista del Rojo y negro de Stendhal que, empleado como tutor en casa de un viejo aristócrata, lee en secreto el Memorial de Santa Helena para que Napoleón le sirva de ejemplo erótico a fin de seducir a la esposa del patrón.
¿Y qué son los grandes arribistas de La Comedia humana de Balzac si no individuos napoleónicos dispuestos a hacer carrera a como dé lugar, mediante la ambición, el disimulo, la traición? Eugenio de Rastignac y Lucien de Rubempré aprovechan la oportunidad del nuevo tiempo post-napoleónico para hacer carrera, alcanzar la cumbre, mofarse de los ideales, aprovechar las convenciones.
Lo resumen todo los consejos del abate Herrera a Lucien de Rubempré en Las ilusiones perdidas: Engaña. Disimula. Miente. Y asciende. La sociedad sólo es conquistada, sin escrúpulos, por los ambiciosos.
Pero, ¿quién es “el abate Herrera”? Es el gran maestro de ceremonias de La Comedia humana de Balzac. En realidad se llama Jacques Collin, Trompe la Mort, el engañamuertos salido de las prisiones de Francia a la conquista de una sociedad que reclama la astucia del criminal para ser dominada, al grado de que Colin-Herrera acabará su carrera como Vautrin, jefe de la policía parisina. En efecto, carreras abiertas para todos, sobre todo para los ambiciosos sin escrúpulos. El criminal a cargo de la justicia y al cabo, los locos a cargo del manicomio.
Surgida de los campos de batalla y de las prisiones, instalada en los salones y los parlamentos, la tradición de Waterloo termina no sólo en la derrota y el exilio, como Napoleón mismo, sino en el crimen y la locura, como el último héroe bonapartista de la novela, Rodion Raskolnikov. En Crimen y castigo, Raskolnikov habita una buhardilla adornada por el retrato de Napoleón Bonaparte. Napoleón justifica a Raskolnikov en su filosofía de hombre totalmente libre para actuar, incluso para matar. Pero aquí entramos a un severo cambio de dirección: si Raskolnikov culmina la tradición napoleónica de Waterloo, presagia ya la nueva tradición del superhombre de Nietzsche capaz de “salir de una repugnante sucesión de asesinatos, violaciones, actos incendiarios y tortura, con un sentimiento de exaltación…con la inocente conciencia de una bestia rapaz…”
Nietzsche nos coloca en el umbral de nuestro propio tiempo y de la tentación totalitaria. Vuelvo atrás para indicar que la tradición de la Mancha pervive con gracia a veces, dramáticamente otras, en la tradición de Waterloo. Dos notables ejemplos son dos Quijotitas con faldas que como el hidalgo de la Mancha, creen lo que leen. Catherine Morland, en La abadía de Northanger de Jane Austen, pierde la razón leyendo novelas góticas de terror pero la recupera gracias a buenas dosis británicas de té y simpatía. En cambio, Emma Bovary, en la novela de Flaubert, corre hacia su pérdida leyendo novelas románticas que ella desea vivir en la realidad. Su esposo es un aburrido médico de provincia. Sus amantes, pasajeros y desleales. Su crédito, limitado: no sé a dónde habría llegado Mme. Bovary con una tarjeta de American Express. Su destino es la muerte. La distancia entre el mundo real de Emma sólo la salva la muerte.
Podemos comparar entonces, con todas las salvedades, dos grandes tradiciones narrativas: la de Waterloo y la de la Mancha.
Waterloo se ocupa de la vida real.
La Mancha se ocupa de la vida ficticia.
Waterloo se niega como ficción: pretende ser fiel reflejo de la vida, rebanada de vida, espejo en el camino de la vida.
La Mancha se celebra a sí misma como ficción y celebra su génesis en la ficción.
El trasfondo de Waterloo es explícitamente social.
El de la Mancha es libresco, desciende de otros libros y rinde homenaje constante a la tradición literaria.
Waterloo es serio. La Mancha es cómica.
Los personajes de Waterloo pretenden ser hombres y mujeres reales, sicológicamente verificables.
Los personajes de la Mancha, más que actores, son lectores.
Y es que Waterloo lee al mundo, en tanto que la Mancha es leída por el mundo… y lo sabe.
Waterloo se funda en la experiencia: se escribe de lo que se sabe.
La Mancha se basa en la inexperiencia: se escribe de lo que se ignora.
Waterloo, a partir del siglo XIX, se vuelve tradición central de la novela y la Mancha, tradición excéntrica.
La novela iberoamericana nace en el siglo XIX con la independencia de las colonias y la independencia se confunde con todo lo que representa retraso —a saber, indios, negros y españoles— y celebración de todo lo que se identifica con el progreso —Francia, Inglaterra y los Estados Unidos.
Esta imitación extralógica conduce a la erección de fachadas legalistas que poco o nada tienen que ver con la realidad de la América Latina que, gústele o no, es ibérica, india y mestiza, negra y mulata. En cambio, dijo Victor Hugo, la Constitución de Colombia fue escrita para los ángeles, no para los humanos.
El divorcio entre el país real y el país legal tiende a manifestarse también en la literatura. No hay muy buenas novelas latinoamericanas en el siglo XIX. Hay naturalismo, realismo, costumbrismo. Hay retratos sociales importantes como los del chileno Blest Gana. Hay novelas de aventuras divertidas como las del mexicano Manuel Payno. Hay títulos asombrosos, como el de una novela de otro mexicano, Riva Palacio, titulada Monja, casada, virgen y mártir. En ese orden.
Hay un gran libro, acaso el mejor de nuestro siglo XIX, que es el Facundo de Sarmiento, diálogo genérico de política, geografía, historia, economía y fe en la civilización contra la barbarie encamada por el papá de todos los tiranos latinos, el feroz caudillo de la Rioja, Facundo Quiroga.
Y hay una gran excepción a la regla: la tradición de la Mancha, así en Iberoamérica como en Europa misma, la prolonga un gran escritor brasileño, Joaquim Maria Machado de Assis. Pobre, mulato, autodidacta, Machado de Assis publica en 1881 Las memorias póstumas de Blas Cubas y recupera de un golpe, para Iberia y para Iberoamérica lo que Milán Kundera llama, con melancolía, “la extraviada herencia de Cervantes”.
Blas Cubas es una novela escrita desde la tumba por el protagonista muerto. Como Sterne y Diderot, Machado se dirige al “lector poco ilustrado”, al lector que es “el defecto del libro”. Lector, le dice Machado, sáltate este capítulo. Vuelve a leer este otro. No seas perezoso. Conténtate, lector, con saber que esto que lees son meramente notas para un capítulo triste que NO escribiré. Irrítate de que te obligue a leer un diálogo entre los amantes y si este capítulo te parece ofensivo, recuerda que éstas son mis memorias, no las tuyas y que desde el principio te advertí: este libro es suficiente en sí mismo. Si te place, excelente lector, me sentiré compensado. Si el libro te desagrada, te premiaré con un chasquido de dedos y me sentiré bien librado de ti…
El “desocupado lector” de Cervantes esconde una enorme ironía: nadie requiere mayor participación del lector que Cervantes, quien inaugura la tradición de la Mancha invitando al lector a ser co-autor de un libro que se sabe libro, dándole al lector el privilegio democrático de entrar a la imprenta donde se fabrica el libro que estamos leyendo, sabedores, Cervantes y sus lectores, de que la vida de la novela depende de los valores de una lectura mediante la cual la imaginación del autor y la del lector se reúnen en los fértiles terrenos de la certidumbre crítica. La religión propone dogmas. La política, ideologías. La lógica, certezas. La novela, enigmas.
No es casual que el renacimiento de la tradición manchega coincide con una época de incertidumbre profunda. A partir de la Gran Guerra de 1914-1918, se derrumban las certezas del progreso en ascenso perpetuo, el derecho a la felicidad y el bienestar inevitable.
Las guerras mundiales y las múltiples guerras locales, los totalitarismos y los campos de concentración, la intolerancia y el terror, la rapidez de los satisfactores pasajeros, la basura de un mundo que se dice conservador y lo consume todo, el aplazamiento de la agenda de la necesidad por los caprichos de la necedad, el lento funeral de la palabra en aras de lo que Emilio Lledó llama “el etéreo imperio de las imágenes”.
Todo ello nos ha regresado con visión y voluntad renovadas al Quijote. En las negras horas precedentes a la Segunda Guerra Mundial, Thomas Mann abandonó la Alemania de Hitler cruzando el Atlántico con Don Quijote como su más seguro amarre con la civilización europea.
Pero desde antes, bajo las nubes de la Primera Guerra, Franz Kafka habría descubierto que Don Quijote fue una invención magnífica de Sancho Panza, quien de esa manera se convirtió en un hombre libre para seguir las hazañas del caballero andante, sin hacerle daño a nadie.
Kafka y Mann recuperan para Europa la tradición de la Mancha y a partir de entonces la continúan Günter Grass en Alemania, Italo Calvino en Italia, Milan Kundera en Checoslovaquia, Salman Rushdie en la Gran Bretaña, Thomas Pynchon en Estados Unidos y en Latinoamérica, Jorge Luis Borges, cuyo “Pierre Menard, autor del Quijote”, cierra la tradición circular de la Mancha determinando que basta repetir el Quijote letra por letra, pero con tiempo e intención diferentes, para reabrir el círculo, reanudar la tradición y darle nuevo acento goytisolitario en España, nelidapiñoniano en Brasil, cortazariano en Argentina.
Los hijos de Cervantes se convierten, en Iberia e Iberoamérica, en los hijos de la Mancha, los hijos de un mundo manchego y manchado, impuro, sincrético, barroco, corrupto, animados por el deseo de manchar con tal de ser, de contaminar con tal de asimilar, de multiplicar la apariencia de las cosas a fin de multiplicar el sentido de las cosas.
En contra de la consolación de una sola lectura de una realidad única, los hijos de la Mancha duplican todas las verdades para impedir que se instale un mundo ortodoxo de la fe o de la razón o un mundo puro, excluyente de la variedad impura, cultural, sexual, política, pasional de las mujeres y de los hombres.
Cervantes y su descendencia son los adelantados de la imaginación y de la ironía, del mestizaje y del contagio vitales en un mundo amenazado por los verdugos del racismo, la xenofobia, el fundamentalismo religioso y otro, implacable fundamentalismo, el del mercado.
La gran herencia de Cervantes para su tiempo, el nuestro y todos los tiempos, consiste en decirnos que el mundo es susceptible de muchas explicaciones.
Que el mundo no es una realidad fija, sino mutable.
Que toda verdad y toda razón requieren pasar por el cedazo de la duda.
Que sólo nos acercamos a la realidad si la ponemos en tela de juicio.
Y que sólo nos acercamos a la verdad si no pretendemos imponerla.
Muchas gracias.
La Caixa
Palma de Mallorca, España
28 de julio de 2005