Luis Buñuel, cineasta de las dos orillas
Señoras y señores:
En 1950, estudiaba en la Universidad de Ginebra y frecuentaba un cine-club en la ciudad suiza. Allí vi por vez primera Un perro andaluz de Luis Buñuel. El presentador de la película explicó que se trataba de la obra de un cineasta maldito muerto en la guerra de España.
Levanté la mano para corregirlo. Buñuel estaba vivito y, supongo, coleando, en la ciudad de México y acababa de filmar una película, Los olvidados, que sería presentada ese mismo año, 1950, en el Festival de Cannes.
Hoy, vuelvo a levantar la mano para honrar la vida sin fin de uno de los grandes artistas del siglo XX, nacido con el siglo, en 1900, en la población aragonesa de Calanda.
Todos ustedes conocen los datos biográficos y me limitaré a resumirlos.
La educación católica —Buñuel, como Simón Bolívar y Fidel Castro, fue alumno de los Jesuitas.
La revuelta contra los valores tradicionales al lado de los jóvenes compañeros de la Residencia de Estudiantes de Madrid.
La amistad —y las bromas— con Salvador Dalí y Federico García Lorca.
El viaje a París y el aprendizaje cinematográfico con Jean Epstein en la versión de La caída de la Casa de Usher de Poe.
La comunión con el movimiento surrealista, la filiación con Dalí en Un perro andaluz gracias al dinero enviado por la madre de Buñuel, y el escándalo mayúsculo al estrenarse, en 1930, La edad de oro.
El advenimiento y caída de la república española y la filmación del documental Las Hurdes.
El exilio en Hollywood, primero y, en seguida, el trabajo en el Museo de Arte Moderno de Nueva York durante la Segunda Guerra, hasta el arribo a los Estados Unidos de Dalí y su denuncia de Buñuel como peligroso ateo, anarquista y comunista.
El peregrinaje hacia México con su mujer, Jeanne, su hijo mayor, Juan Luis, y 300 dólares en el bolsillo.
Su residencia permanente en México, el nacimiento de Rafael el Benjamín, el apoyo de Óscar Dancigers para Los olvidados, el premio a la mejor dirección en Cannes y lo demás es historia.
Una historia tachonada de amigos, apoyos, gratitudes, cuyos nombres más altos son los guionistas Luis Alcoriza, Julio Alejandro y Jean-Claude Carrière, los productores Raymond y Robert Hakim, Gustavo Alatriste, Manuel Barbachano y, sobre todos, Serge Silberman. El grandísimo fotógrafo Gabriel Figueroa. La constelación de actores que iré nombrando en el curso de esta conferencia.
Y sobre todo, el número infinito de los amigos que pudimos gozar de su espléndido sentido del humor, su gracia pícara, su discreto sentido de haber vivido la cultura entera del siglo y de poder compartirla con uno, su emotiva devoción a la amistad, entendida como un lazo que le resta importancia a cualquier enemigo.
La amistad como una manera de festejar y participar pero también como la capacidad de permanecer juntos en silencio.
Vimos juntos muchas películas, desde la Roma de Fellini que Buñuel admiró tremendamente en razón de su libertad creadora, pasando por Senderos de gloria de Kubrick, que conmovió sus sentimientos políticos y morales, hasta el Rey de reyes de Nicholas Ray en un cine de la ciudad de México, de donde fuimos expulsados a gritos y silbidos cuando Satanás, en el desierto, tienta a Cristo con una visión de cúpulas doradas y minaretes lujosos. “¡Joder —exclamó Buñuel—, que le ha ofrecido Disneylandia!”
De manera que esta noche, permítanme una vez más ir al cine con Luis Buñuel. Pero esta vez, a ver las películas del propio Luis Buñuel.
CORTE A EXTERIOR. ISLA DESIERTA. DÍA. PANORÁMICA.
Robinson Crusoe mira su isla desde lo alto de una montaña. Se da cuenta de que su reino es el de la soledad. Empieza a gritarle a las montañas, en espera de la única voz humana que puede escuchar, la única compañía que le está reservada: la voz propia, el eco de Robinson Crusoe.
Famosamente, Jean Paul Sartre dijo, “El infierno son los demás”. Buñuel, honesta y hasta humildemente, pregunta: “Pero ¿puede haber un paraíso sin la compañía de nuestros semejantes?”
Buñuel es demasiado casto políticamente (no políticamente correcto: simplemente limpio y modesto pero moralmente fuerte) para enarbolar ideologías o simplificar un tema inmensamente complicado como lo es el de la solidaridad humana, nuestra relación con nuestros semejantes…
Una de las películas que vi con él fue Milagro en Milán de Vittorio de Sicca. Buñuel salió descontento de la sala. Se oponía a la visión simplista de los ricos como una clase uniformemente egoísta, estúpida y cruel, y de los pobres como una clase, sin excepción, bondadosa, casi angelical en su inocencia y fraternidad manifiestas.
Claro, Buñuel podía ser implacablemente crítico de los discretos encantos de la burguesía. Basta recordar su extraordinaria galería de personajes autocomplacidos, hipócritas o fríamente inhumanos, desde las ampliamente dotadas matronas y los barbados directores de orquesta de La edad de oro hasta la extraordinaria disección del chovinismo machista, género hispánico, en las grandes caracterizaciones finales de Fernando Rey: el hidalgo que seduce niñas, droga a virginales monjas antes de violarlas, se proclama liberal en las tertulias para salvar su apariencia pública pero bebe chocolate con los curas en casa para salvar su alma privada.
Pero a los pobres no les va mejor. La crueldad del joven criminal “el Jaibo” (Roberto Cobo) o del siniestro ciego (Miguel Inclán) en Los olvidados, del guarda del coto de caza en Diario de una camarera, de la mercenaria madre de Conchita en Ese oscuro objeto del deseo, o de la aviesa tribu de mendigos en Viridiana, confirman la certeza a menudo expresada de Buñuel en el sentido de que la pobreza no ennoblece a nadie. Degrada, degrada casi tanto —o más— como la insolente riqueza.
El hecho de que la crueldad sea más disfrazada, más engañosa, en la discretamente encantadora burguesía, no desvirtúa, en Buñuel, una mirada abarcadora y sin pestañeos de la crueldad, el egoísmo y la violencia como las espesuras naturales en la selva del homo homini lupus —el hombre lobo del hombre.
En los barrios perdidos de México o en los elegantes salones de París, los hombres y las mujeres son victimarios y víctimas.
Buñuel dice esto porque cree que es cierto, que la crueldad es una roca profundamente asentada a la que debemos mover con una fuerza difícil de obtener sin sucumbir, en el camino, a la vacuidad ideológica o a la sublimación caritativa.
A esta visión dura y exigente le da su fuerza el principio de la solidaridad en Buñuel. Yo creo que ningún realizador se ha acercado al principio de la solidaridad humana con tanta originalidad y con tanta reserva artística como Buñuel.
No Eisenstein y su obvio proselitismo.
No Chaplin y su facilidad sentimental.
No Capra y los triunfos de Gary Cooper y James Stewart sobre el plutócrata Edward Arnold gracias al excepcionalismo norteamericano, the land of the free, la tierra de los libres por definición.
Ni siquiera el conmovedor soliloquio de Henry Fonda en Las uvas de la ira de John Ford.
Ninguno de estos ejemplos, en mi consideración, alcanza la profundidad de una sola escena de Buñuel: El sacerdote itinerante, ingenuo y abusado, Nazarín, ha tratado de imitar a Cristo sólo para ser burlado, golpeado y crucificado por tomarse el trabajo de seguir las enseñanzas de Jesús, muchas gracias. Conducido con una cuerda de presos, le es ofrecida una piña por una mujer compasiva. Primero, Nazarín rehúsa el regalo, haciéndonos sentir que se considera indigno de él. Pero un instante después, se regresa, acepta la incómoda fruta y le da las gracias a la mujer: —Que Dios se lo pague.
Nazarín, interpretado con una dulzura y dolor conmovedores por el gran Francisco Rabal, ha perdido la fe en Dios, pero ha ganado la fe en los hombres. Sus palabras son una respuesta a la soledad de Robinson. El eco del náufrago solitario encuentra una voz en la gratitud del sacerdote socialmente ligado. O re-ligado, que es lo que significa la palabra re-ligión.
CORTE A INTERIOR. NOCHE. FINCA CASTELLANA. MEDIO PLANO.
La novicia Viridiana, vistiendo su largo camisón blanco, se arrodilla a rezar y abre su negro maletín de viaje, extrayendo de él crucifijo, corona de espinas, martillo y clavos. De la misma manera que un mecánico sacaría tornillos, perforadoras y cilindros.
Son los instrumentos de su profesión. Son, asimismo, una ilustración del cuidado minucioso con que Buñuel escoge los objetos en sus películas.
Como todos sabemos, Buñuel sentía pasión por la entomología y uno de sus libros de cabecera era el estudio de Fabre sobre la vida de las abejas, las avispas y los escarabajos.
La cámara, en ocasiones, hace las veces de microscopio. El cineasta se aproxima a las cosas sin interrumpir la acción. Un lento y baboso caracol puede recorrer la mano de Nazarín mientras el sacerdote le explica su filosofía panteísta a las dos barraganas, que se le han unido en su peregrinación.
Escorpiones en La edad de oro. Mariposas con cabezas de muerte en Un perro andaluz. Perros trotando debajo de los carretones en Viridiana. Y borregos entrando a una iglesia en El ángel exterminador. Tales son los objetos animados del mundo natural o alienado que Buñuel exhibe para demostrar, no nuestra enajenación al mundo de los objetos, sino precisamente la presencia de las cosas que sostienen nuestros mundos mentales, eróticos o políticos.
El materialismo de Buñuel recorre la gama de lo cotidiano a lo escandaloso. Pero aun los actos más físicos —comer, caminar, hacer el amor— pueden convertirse en protagonistas de una pesadilla jamás soñada.
El grupo de sibaritas del Discreto encanto… nunca puede sentarse a gozar de una buena comida.
En El fantasma de la libertad, los actos de comer y defecar son moralmente invertidos.
Fernando Rey no puede penetrar el cinturón de castidad medieval de Carole Bouquet en Ese oscuro objeto… y en Viridiana no puede tocar el virginal cuerpo de Silvia Pinal sin drogarla primero y luego escuchar un disco de El Mesías de Haendel.
Aun así, el oscuro objeto del deseo se nos escapa constantemente. Lejos de ser pasivos o inánimes, los objetos se mueven, sobre todo cuando son sujetos humanos que una percepción deformada o un orden social sofocante, han convertido en cosas.
En La vida criminal de Archibaldo de la Cruz hay, a mi parecer, un desenlace demasiado fácil cuando el protagonista (Ernesto Alonso) alcanza el verdadero amor y deja atrás el mundo de sustitutos deificados de la carne humana que tan cuidadosamente alojó en su mente: una cajita musical con una bailarina mecánica, la sangre corriendo por el muslo desnudo de su nana, el maniquí de cera de la mujer deseada, Miroslava.
Pero en Diario de una camarera, Buñuel demuestra que se ha leído de cabo a rabo al maestro Freud. El viejo duque que emplea a la recamarera Celestina tiene una fijación fetichista con el calzado — como Imelda Marcos. Y el fetichismo, nos enseña Freud, puede significar una sustitución de deseos, una sublimación del trabajo o, aun, el trabajo mismo de los sueños…
En Diario de una camarera, Jeanne Moreau, la más inteligente de las actrices en el más inteligente de sus papeles, lo observa todo y no se deja engañar por nada.
El desfile de disfraces sexuales, degradaciones morales y distorsiones sociales pasa frente a su mirada fría e irónica. Solamente al final de la película, cuando todos estos hechos aislados se reúnen en el haz de una realidad política —el ascenso del fascismo— comprendemos la extraordinaria manera como Buñuel ha cimentado el horror político en el horror individual.
Aquél —el horror político— debe ser denunciado y atacado. Pero éste —el horror individual— debe ser comprendido, incluso compadecido, acaso denunciado como la máscara moral de la iniquidad social.
Buñuel da el paso de más. Subsume el análisis sicológico en la mirada redentora del humor. Esto me parece obvio en el Un perro andaluz, donde el protagonista, Pierre Batcheff, está batallando sin cesar con sus memorias de la infancia y las represiones de su juventud, trátese de una mochila escolar o de un piano relleno de burros muertos.
Pero de todos los filmes de Buñuel, hay uno en el que el humor y la sicopatología se reúnen de manera brillante y enervante. Me refiero a la película mexicana Él (1953), que debuta, precisamente, con una escena de fetichismo del pie.
El protagonista, maravillosamente actuado, gracias a su absoluta falta de ironía, por Arturo de Córdova (“No tiene la menor importancia”) es un mexicano de clase alta, cuarentón, católico, virgen y burgués. Sólo le faltó ser de Guadalajara. Cada Jueves Santo, devotamente, Arturo lava los pies de los pobres en la Catedral. Pero esta vez, súbita, convulsivamente, se topa con un par de preciosas pantorrillas y pies exquisitamente calzados, pertenecientes a la no menos exquisita actriz argentina Delia Garcés.
Arturo primero se enamora de los pies y los zapatos de Delia y en consecuencia cree que se ha enamorado de la mujer misma. Sin embargo, tanto el fetiche como la fémina no son sino las aperturas — uso la palabra a propósito— de los celos patológicos de Arturo.
Desea los pies a fin de desear a la mujer pero desea a la mujer para hacer de ella el objeto de unos celos que dejan a Otelo a la altura moral de un principiante que no amó sabiamente pero sí en demasía, engañado por el villano de la pieza, Yago.
No así en el Otelo de Buñuel. Nadie engaña al celoso sino el celoso mismo. Y es que los celos matan el amor, pero no el deseo. El hombre celoso detesta a la mujer que rompió el pacto de amor, pero sigue deseándola porque la traición, a su manera de ver, fue prueba de la pasión misma de ella. Arturo cree que Delia lo ha traicionado, lo cual es manifiestamente falso. Pero Arturo debe creerlo a fin de poder seguir deseándola, a pesar de la traición, como si Delia en efecto lo hubiese engañado. Pero ello significa que la malvada, aunque sea deseada o a pesar de ser deseada, debe ser castigada.
La manera como Buñuel escenifica este sicodrama es asombrosa. Por principio de cuentas, Arturo, durante la primera noche de amor, se acerca a Delia, quien mantiene los ojos cerrados ante los avances eróticos de Arturo. Éste se aparta, preguntando furiosamente: “¿En quién estás pensando?”
Durante la luna de miel, nuestro Otelo criollo está convencido de que el vecino en el cuarto de al lado los está espiando y procede a introducir una larga y puntiaguda aguja por la cerradura.
Finalmente, en el paroxismo de los celos, entra a la recámara de la novia armado con un ominoso conjunto de instrumentos: cloroformo y algodón, cuerdas, hilo y aguja…
Vaya puntada. O no hay remedio sin remiendo. Dígalo si no la gran reparadora de virgos, nuestra madre la Celestina.
Arturo, el Otelo mexicano, termina encerrado en un monasterio, dentro de su original claustro católico, convencido de que allí ha encontrado, en la religión, la salvación… Hasta que, en la escena final, vestido con hábito monacal, se aleja por un corredor zigzagueando hacia una forma secreta e infinitamente inquietante de la locura.
No es de extrañar que, año con año, Jacques Lacan, el jefe de la escuela freudiana de París, iniciase sus cursos sobre sicopatología en la Sorbona exhibiendo esta película de Buñuel. Cuando se estrenó en 1952 en el Cine Mariscala de la ciudad de México sólo estábamos en la sala una docena de espectadores —entre ellos, lo recuerdo, Salvador Elizondo. La película permaneció en cartelera tres días.
CORTE A INTERIOR. NOCHE. ESTUDIO 28. PARÍS. 1930.
Arrojan tinteros a la pantalla. Las pinturas de Dalí, Miró, Max Ernst, Tanguy y Man Ray en el vestíbulo son destruidas a navajazos. Los Camelots du Roi, los pandilleros fascistas franceses, han cumplido su trabajo. Han interrumpido la proyección de La edad de oro de Buñuel, exclamando, típicamente, “¡Muerte a los judíos!” El comisario de la policía parisina, Jean Chiappe, especialista en prohibir películas y proteger prostíbulos, legaliza el vandalismo, prohibiendo futuras proyecciones de la película.
En efecto, La edad de oro no sería vista públicamente en Francia hasta 1966, cuando el heroico curador de la Cinemateca Francesa, Henri Langlois, la volvió a poner en su sitio: la pantalla del Palais de Chaillot.
Yo estuve allí. El entusiasmo de los jóvenes reunidos era digno de verse. Buñuel les había devuelto una parte de su libertad perdida.
No diré que esto tuvo algo que ver con los eventos de la famosa “Revolución de Mayo” del 68 parisino. Pero existe una afinidad entre Buñuel, el surrealismo, la anarquía y una rebelión estudiantil que proclamaba “La imaginación al poder” y “Prohibido prohibir”. Una rebelión que sentía descender de Marx —hay que cambiar al mundo— y de Rimbaud —hay que cambiar la vida.
Buñuel formó parte del movimiento surrealista nacido del horror sangriento de la Primera Guerra Mundial: el horror ante el absurdo de la muerte de millones de jóvenes sacrificados sin sentido. Originado en el Café Voltaire de Zúrich bajo la inspiración de Tristán Tzara y Hans Arp, el movimiento primero llamado DADÁ quería crear una sociedad más libre en la que, por vez primera, se diesen la mano la revolución social y la imaginación artística, la libertad social y la expresión de nuestros más hondos y oníricos deseos humanos.
Los enemigos de semejante proyecto eran la Iglesia, el Ejército y el Estado. Esta trinidad represiva no podía ser derrotada tan sólo por la revolución política, sino por la de la mente y las costumbres. “El Surrealismo al Servicio de la Revolución”, proclamó el Papa del movimiento, André Breton. Restaurar la unidad perdida. Encontrar el punto donde los opuestos se juntan.
Hoy, después de los horrores del siglo XX, sabemos que el deseo de totalidad al que aspiraban los surrealistas no está muy lejos del espíritu del totalitarismo que practicaron sus enemigos. La unidad es peligrosa si no co-existe con la diversidad.
De manera que si los logros artísticos del surrealismo son considerables, políticamente su alianza con la revolución proletaria resultó imposible, Stalin se encargó de ello. La ruptura era inevitable. Aragón y Eluard se unieron al Partido Comunista, Breton mantuvo la pureza aislada de la fe, Salvador Dalí se convirtió en Avida Dollars y Robert Desnos murió en el campo de concentración nazi de Theresienstadt. Y desde el exilio en el nuevo mundo, Max Ernst y Luis Buñuel continuaron caminos de creación propios.
“Asombradme”, “Étonnez moi”, demandó un día Jean Cocteau. Y eso, exactamente, hicieron los surrealistas, asombrar. A veces con bromas descomunales, a veces con espléndidas películas, poemas y pinturas, pero siempre con la convicción de que una sociedad adormilada debía ser, ante todo, sacudida y sacada de su siesta.
Un perro andaluz y La edad de oro siguen asombrando hasta el día de hoy. Desde la escena del ojo rebanado con que se abre la visión de la primera hasta la tambaleante salida de un Cristo ebrio del castillo del Marqués de Sade en la segunda, el escandaloso asombro estaba allí. Pero en Buñuel no hubo nunca sólo escándalo por el escándalo, sino escándalo político y social.
Gastón Modot, el protagonista de La edad de oro, llega a una cena-concierto, le da una cachetada a la oronda anfitriona, le jala las barbas al director de la orquesta y ama violentamente sobre la grava del jardín a la insatisfecha heroína (Lya Lys) que hasta ese momento debía contentarse con recibir vacas lecheras en su cama y chuparle el dedo gordo a las estatuas de su jardín.
Pero Modot llega a la fiesta después de recorrer calles plagadas de anuncios —más que en el Periférico— urgiéndole a consumir y consumir en nombre del amor, o hacer el amor sólo si primero ha comprado los estimulantes del amor: brassieres, medias de seda, artefactos depilatorios, perfumes y cremas varias.
El hombre que tan violentamente irrumpe en la distinguida recepción concertante es impulsado por los deseos que la sociedad le ha impuesto. Es, en este sentido, el primer antihéroe fílmico de la sociedad de consumo, que hoy en día, sólo en los Estados Unidos de América, gasta 13 mil millones de dólares anuales en cosméticos.
Eres lo que compras. Compras lo que eres. Eres lo que tienes, tienes lo que usas, usas lo que tirarás a la basura.
Una pregunta política cuelga sobre todo ello: ¿Cómo puede llamarse conservadora una sociedad que no conserva nada?
Semejante visión crítica de la sociedad acompañará a Luis Buñuel a lo largo de su carrera.
Una visión a veces feroz y cruel, a veces maravillosamente lírica y cómica. Hay en este cineasta una vida entera, toda una enseñanza de tolerancia y humor, al cabo una madurez perceptible entre la recepción violentamente descrita en La edad de oro y la sucesión elegante de tranquilas interrupciones del Discreto encanto de la burguesía.
Pero atención: entre uno y otro momento, se sitúa la denuncia más feroz y más angustiosa en ese abismo dramático y cumbre del humor que es El ángel exterminador, acaso la más profunda crítica social en la carrera del director.
Buñuel profesaba una debilidad por el anarquismo. Por ello, le deleitaban las películas de Buster Keaton, el cómico de la cara de palo y del desastre incontrolable, de quien Buñuel, hermosamente, escribió: “Su expresión es tan modesta como la de una botella, pero en los círculos claros de sus ojos, su alma ascética hace piruetas”.
Otros favoritos eran Laurel y Hardy, el Gordo y el Flaco, ángeles extraordinarios, por derecho propio, de pastelerías, automóviles y mansiones suburbanas.
Sin embargo, Buñuel era un anarquista práctico o, si ustedes lo prefieren, reflexivo. Una vez me dijo: “Teóricamente es maravilloso pensar en volar el Museo del Louvre. En la práctica, mataría a quien lo intentase…”
Y añadía: “¿Por qué no sabemos distinguir claramente entre las ideas y la práctica? A los sueños no les pedimos que se vuelvan realidad cuando despertamos. Nos volveríamos locos cada mañana”.
“Étonnez moi!” “¡Asombradme!”
Buñuel relata cómo visitó a André Breton cuando el gran surrealista agonizaba. Breton tomó la mano de Buñuel y le dijo: “Amigo mío, ¿se da usted cuenta de que ya nadie se escandaliza de nada?”
Había terminado una época. ¿Quién podía reír cuando Benjamin Péret decía que el acto surrealista perfecto es salir a la calle y disparar indiscriminadamente contra los paseantes? ¿Quién, después de los horrores organizados de Hitler y Stalin? ¿Quién, después de la violencia cobarde de ETA?
Podemos reír ante la imagen de una monja cayendo por el cubo vacío de un ascensor en Archibaldo de la Cruz. No podemos reír de una monja arrojada viva desde un avión de la Fuerza Aérea Argentina por un militar sadista llamado Astiz, el Ángel de la Muerte. Sí, el ángel exterminador…
CORTE A EXTERIOR. NOCHE. SEMANA SANTA EN CALANDA, ARAGÓN, ESPAÑA.
Repetidamente, a medida que Buñuel exiliaba la música de sus películas, la banda sonora convocaba el estruendo de los tambores de la Semana Santa en Calanda, recordándonos que Buñuel, artista universal, hombre cosmopolita, era, radicalmente, un español. Ello le dio una superioridad muy notable sobre las manifestaciones puramente teóricas o analíticas del surrealismo francés; la cultura de Buñuel tiene raíz y esa raíz es española.
Esto le da a Buñuel un poder muy grande. Le permite rendir homenaje en sus películas a la tradición hispánica, la verdadera, la que asume la tradición para levantar sobre ella una nueva creación que, a su vez, enriquece a la tradición.
La relación entre el poder y la impotencia, entre la crueldad y la inocencia, entre la presencia de la autoridad y la inhabilidad para entender los propósitos del poder, se encuentran en el corazón del diseño fílmico de Buñuel.
Sus personajes se someten a reglas arbitrarias —la resignación religiosa, la sujeción política, la conformidad social— o se rebelan contra ellas.
La pasividad suprema es supremamente representada en El ángel exterminador, donde toda una clase social, no sólo un pequeño grupo, carece de la voluntad para cruzar un umbral, liberándose de la prisión que ella misma ha creado.
Pictóricamente, el mundo burgués de Buñuel le debe mucho —o es parte de la tradición— de las pinturas de corte de otro aragonés sordo, Goya, cuyos modelos parecen ignorarse a sí mismos o el hecho de que el pintor los está retratando como personajes huecos y ridículos.
La fatalidad suprema, en cambio, la representan Los olvidados, donde las vidas brutales y las miserables muertes de los hijos de la barriada parecen prescritas por el destino, sin salida. Asesinados a cuchilladas y arrojados a la basura, los olvidados de México son los descendientes sombríos de los pícaros de España, los buscones de Quevedo, y los pilletes de Murillo.
La suprema libertad, en cambio, es supremamente representada por los personajes que siguen la ruta del más grande de los arquetipos españoles, Don Quijote.
Buñuel hizo dos grandes películas “quijotescas”, Nazarín y Viridiana. En ambas, el idealista decide cambiar la sociedad mediante el ejemplo de su propia virtud.
Nazarín, a quien la espléndida actuación de Francisco Rabal le da un aura de dulzura, misticismo y dolor, sale a esos campos, como Don Quijote, a hacer el bien y predicar la virtud. Como el Caballero de la Triste Figura, recibe en recompensa golpes, burlas y engaños. Lo acompañan, además, dos Sancho Panza con faldas, dos barraganas (interpretadas por Marga López y Rita Macedo) que deciden arrepentirse y acompañar a su héroe —sólo para ser denunciadas como las putas del cura.
Y Viridiana, la bondadosa empedradora de infiernos, el Quijote vestido de monja, también se topa con la brutalidad y la burla de los mendigos a los cuales pretende redimir.
Buñuel, de este modo, acrecienta sus referencias a las figuras hispánicas proyectándolas en el universo de la fe.
CORTE A INTERIOR. NOCHE. CUARTO DE HOTEL. PARÍS. MEDIUM SHOT.
En El fantasma de la libertad, un viejo, rodeado de la penumbra de su cuarto de hotel, dice con voz quebrada pero aún burlona: “Mi odio hacia la ciencia y la tecnología va a devolverme a la abominable fe en Dios”.
“Ése soy yo”, me dice, juguetonamente, Buñuel cuando vemos juntos la película. Y, efectivamente, Buñuel vivió la última semana de su vida en un hospital, conversando con su íntimo amigo el padre dominico Julián Pablo.
“Fue una de las experiencias espirituales más hondas de mi vida”, me dice el padre Julián. “Buñuel trascendió la religión formal para ir a las fuentes mismas de lo que debemos llamar el alma humana, su grandeza, su servidumbre, su libertad…”
La famosa frase de Buñuel, “Gracias a Dios, soy ateo”, es algo más que una broma. Es el disfraz necesario para un artista —Luis Buñuel— que en su obra encarna las palabras que Pascal pone en boca del Cristo: “Si no me hubieras encontrado ya, no me buscarías aún”.
La fe sólo es verdadera porque es increíble. Para tener fe, hay que renunciar a la razón. “Es cierto porque es absurdo”, dictaminó Tertuliano acerca de la fe en el siglo II. Pero, ¿cree Dios, también, que creer en él es absurdo?
Esta cuestión ronda las imágenes y las preocupaciones religiosas del cine de Buñuel. Dios no puede contestar porque tendría que admitir que Tertuliano está en lo cierto. Dios es Dios porque nunca se muestra y nos habla sólo a través de los niños, los poetas, los santos y los locos. Un Dios cotidiano, visible, haciendo la tertulia con Tertuliano, no sería Dios. Sería, simple y precisamente, Jesús.
Cristo es la encarnación humana concreta de Dios. Su presencia entre nosotros destierra otras dos preguntas del absurdo:
Primero, ¿qué hacía Dios antes de crear el mundo?
Segundo, ¿pudo Dios pasarse la Eternidad pensando en lo que hubiese ocurrido si Él no hubiese creado el mundo?
Es cierto porque es absurdo: Buñuel, en Nazarín y Viridiana, se despacha estas preguntas dándole a Cristo la carne y la sangre de estos dos personajes.
Acaso las preguntas sin respuesta las pregunte San Simeón el Estilita (el actor Claudio Brook) encaramado en su alta columna en el desierto.
¿Podemos amar a Dios sin conocerlo?
¿Y podemos conocer a Dios sin amarlo?
Son preguntas que dibujan el perfil histórico del siglo XX, y nos son propuestas por creyentes como los novelistas Graham Greene, François Mauriac y Georges Bernanos, por librepensadores tan honestos y generosos como Albert Camus, y por dos cineastas, ambos a Dios gracias, ateos, pero ambos, sin embargo, en lucha con el ángel de sus propias tradiciones religiosas: La cultura protestante de Ingmar Bergman y la cultura católica de Luis Buñuel.
Ambos convergen en la figura del Dios que de veras estuvo aquí: Jesús de Nazaret, su vida, su misión, su destino.
Me basta evocar a estos creadores para traer a colación la variedad de respuestas que ellos —y ellas, la filósofa judeocristiana Simone Weil; la pensadora judía Edith Stein, convertida al cristianismo, monja del Carmelo y víctima del exterminio en Auschwitz— han dado al desafío de Jesucristo.
Buñuel, en esto, es muy claro. La fe de Simón del Desierto es inútil: lo aísla de la humanidad. La fe de Nazarín es esencial. Lo liga —religión es re-ligar—, lo liga a la humanidad al nivel espiritual de la caridad, el sufrimiento, el perdón, la misericordia y la voluntad de resistir, si no los puede cambiar, los males del mundo.
Pero en Viridiana, el destino de la fervorosa monja es menos glorioso pero acaso más humano. Viridiana, simplemente, se une a la raza humana a su nivel más cotidiano, carnal y modesto. Derrotada como fílántropa, se junta con los dos sensualistas de la tradición hispánica, Don Juan, el amante que sobre todas las cosas se ama a sí mismo, y la Celestina, la mediadora sexual, la conseguidora; reunidos los tres, Viridiana la quijotita (Silvia Pinal), su primo el seductor Don Juan (Francisco Rabal) y la criada Celestina (una Margarita Lozano soberbiamente concentrada).
Todos se sientan a cenar y jugar al tute.
La santa mujer, el seductor masculino y la trotaconventos. La posibilidad de un ménage à trois es muy fuerte.
DISOLVENCIA A PATIO EN TOLEDO. EXTERIOR. DÍA. MEDIUM SHOT.
Una sublime Catherine Deneuve, en el papel de Tristana, debe escoger entre dos chícharos idénticos en una cazuela.
¿Qué es la libertad?
¿Es más libre Tristana si escoge el chícharo uno sobre el chícharo dos?
¿O le basta el acto de escoger como prueba de la libertad?
Pero al escoger el chícharo uno sobre el chícharo dos, ¿sacrifica Tristana su libertad, por extensión, de escoger el millón de chícharos que, al escoger uno solo, deja detrás y fuera de su albedrío?
¡Ah! Luis Buñuel es un gran cineasta porque propone estas preguntas de manera visual.
Su más famosa ilustración de los poderes de la mirada es, paradójicamente pero desde luego, el ojo rebanado al principio de Un perro andaluz. La paradoja de la escena es que gracias a la pérdida de la vista somos capaces de ver lo que sigue, o sea, la película titulada Un perro andaluz.
¿Es ésta, entonces, una película imaginada por una ciega, la actriz Simone Mareuil?
Claro que no. Lo que Buñuel nos indica —y lo dijo explícitamente en una conferencia en la UNAM— es que el ojo de la cámara debe sacudirnos fuera de nuestra complaciente siesta. El ojo de la cámara es un instrumento de la libertad poética y cuando la cámara es libre, el mundo estalla en llamas.
Un perro andaluz es como el violento nacimiento de semejante visión. Buñuel regresará una y otra vez a este parto visual, refinándolo, haciéndolo, si no menos violento, más fluido y elegante. Él no era un director obsesionado con la técnica. Detestaba los alardes de la cámara. Sus películas, al cabo, alcanzaron una forma clásica, una pura fluidez. A veces, la cámara parecería renunciar a toda pretensión artística, contentándose con planos enteros, full shots distantes o notoriamente neutros.
Pero entonces, súbitamente, como un disparo o un relámpago, la cámara se acerca al objeto o al gesto significativos. Vemos lo que siempre estuvo allí pero sin habernos dado cuenta: el crucifijo que también es navaja; la carne cruda bajo la cama de la madre; una bolsa de señora repleta de plumas de pollo; el corsé de una mujer muerta tentando al marido viudo; una bicicleta en una recámara; un gallo con la mirada fija en un ciego; el vello púbico de una mujer desplazado a los labios de un hombre; una cáscara pelada de manzana pasando entre los labios de una pareja como cordón umbilical del Paraíso…
Yo creo que no hay escenificación más estética y sostenida de la mirada que en Belle de jour. Nos da un indicio el gordo cliente coreano que llega al burdel y le enseña a Belle de jour (de nuevo, una maravillosa Catherine Deneuve) una caja cuyo contenido jamás veremos. De vuelta al Perro andaluz y la caja escolar de Pierre Batcheff, arrojada a la calle junto con todas sus memorias de la infancia.
La cajita del coreano en Belle de jour me parece aún más memorable porque ilustra a la perfección la manera buñuelesca de mirar con, a través de y más allá de la cámara, así como su relación profunda con las más grandes tradiciones artísticas.
Notarán ustedes que a lo largo del filme, Deneuve nunca mira directamente a la cámara. Su mirada se dirige siempre a algo fuera de cuadro. Está mirando siempre —o siempre buscando— algo que no está allí. Buñuel se adhiere de esta manera a la gran revolución de la mirada operada por Piero della Francesca en el Renacimiento. En vez de la mirada frontal, eterna y sin límites del icono religioso bizantino, Piero no sólo rodea a sus figuras de paisaje y arquitectura contemporáneas a él. Hace algo más: sus figuras miran fuera del límite de la pintura.
¿A dónde miran? Quizás al descubrimiento de nuevas tierras, nuevos cielos, nuevas razas. La mirada humana no tiene frontera. Buñuel lo recoge y afirma: El cine nos convierte a todos en creadores y descubridores.
No olvidemos que Buñuel el cruel, Buñuel el burlador, el crítico Buñuel, trasciende las etiquetas que todos le hemos ido colgando y, en la más hiriente de sus sátiras sociales, El ángel exterminador, hay un momento maravilloso en el que los personajes prisioneros de la Calle de la Providencia, ridículos, mezquinos, pretenciosos, abandonan su angustia, su vocabulario, su insidia, y se convierten, como Robinson en su isla, en hermanos de la noche, liberados por la incomparable belleza de los sueños…
CORTE A CORTIJO SEVILLANO. NOCHE. TRAVELLING.
El deseo es uno de los temas constantes de Buñuel. Quien desea y no actúa engendra la peste, escribió William Blake. Pero el problema es que no hay deseos inocentes. Deseamos algo o alguien pero cuando obtenemos el objeto de nuestro deseo, no sólo lo queremos poseer. Lo queremos cambiar.
La tercera adaptación de la novela de Pierre Loüys La femme et le pantin por Luis Buñuel (las dos anteriores fueron de Von Sternberg con Marlene Dietrich y de Duvivier con Brigitte Bardot), tenía que titularse Ese oscuro objeto del deseo.
Sería su última película. Lo sabía y lo quería. En una carta del 7 de mayo de 1979, Luis me escribía: “Regresé a México en febrero. Tuve ataques biliares. Me quisieron operar. Me opuse. Permanezco en la más completa ociosidad. No quiero volver a trabajar en nada”.
Si esta película es, de cierta manera, su testamento, en él Buñuel nos habla directamente del dilema del amor y el sexo: ¿Cómo ser nosotros siendo otros? La razón por la cual Buñuel utilizó a dos actrices (Ángela Molina y Carole Bouquet) para el mismo papel no es ni gratuita ni accidental. Marlene y Brigitte eran ángel y demonio en un mismo cuerpo. Buñuel da el paso de más. La misma mujer es ángel y demonio. Pero es el hombre (una vez más, Fernando Rey) quien las divide y percibe como dos personalidades distintas. La mujer no se contradice a sí misma cuando aparece como Ángela o como Carole. Sólo es contradictoria a los ojos del hombre.
La mujer, el oscuro objeto del deseo masculino, se ofrece como una u otra, pero el hombre, prisionero de la lógica formal de la personalidad unificada, no puede entender el desafío femenino. Jamás puede poseer a la mujer porque ella puede transformarse en dos y él es incapaz de la transfiguración, sólo puede desear lo que él mismo es: un digno señor decente, rico y cachondo.
No puede entender que la mujer le exija ser, él también, otro. La mujer rehúsa ser patrimonio del macho, junto con el cortijo andaluz, los apartamentos en París y las cuentas en Zúrich. Y es que ella no es dos personas. Es otra persona.
Esto es lo que don Fernando no entiende. Cree que la pasión puede comprarse. De suerte que no es ella quien le niega su amor al hombre. Es él quien se lo rehúsa a la mujer, pues el objeto del deseo masculino es poseer a la mujer, en tanto que el objeto del deseo de la mujer es ser otra para ser ella.
Yo soy yo, dice el viejo.
Yo soy otra, dice la joven.
Y tú debes cambiar si quieres ser yo.
CORTE A INTERIOR. NOCHE. RESTORÁN LE TRAIN BLEU, GARE DE LYON, PARÍS, 1977. DE MEDIUM SHOT A CLOSE UPS.
Un grupo de amigos nos hemos reunido esta noche para celebrar los 77 años de Buñuel en uno de sus restoranes favoritos, Le Train Bleu, un observatorio sobre la llegada y salida de trenes en medio de luces y bramas dignas de Monet. Estamos presentes Julio Cortázar, Milan Kundera, Gabriel García Márquez, Régis Debray y yo.
Una suerte de tensión amistosa se establece de inmediato entre el joven Debray y el viejo Buñuel, como si Régis viese en Luis al joven y temiese que Buñuel viese en Debray al viejo. De manera que Debray se acerca al rostro de Buñuel y le dice con una especie de cordial violencia: “Usted tiene la culpa. Usted y sus obsesiones. Sin usted, Buñuel, nadie se ocuparía de la Santísima Trinidad, la Inmaculada Concepción o las herejías gnósticas. Sólo gracias a sus películas la religión sigue siendo arte…”
Buñuel sonríe como el gato de Alicia a punto de desaparecer. Sabe que él y Debray están formulando la misma pregunta. ¿Cómo se llega a la edad de 77 años sin caer en la tentación de ser lo que el mundo nos ofrece como regalo envenenado, la falsa gloria que la leyenda ha decidido otorgarte sin consultarte, Padre de la Iglesia, Buñuel, o Rebelde Eterno, Debray?
Y la segunda pregunta: ¿Perdemos la juventud? ¿O sólo la ganamos después de un largo y duro aprendizaje?
CORTE A INTERIOR. TARDE. CERRADA DE FÉLIX CUEVAS. CIUDAD DE MÉXICO.
La casa de Buñuel es desnuda como un monasterio. Duerme en un cuarto monacal, con cama dura y ningún decorado. Aprecia su soberbia colección de armas de los siglos XVII y XVIII. Las apunta, confía en las arañas del jardín. Después de recibir el “León de Oro” del Festival de Venecia en 1967 por Belle de jour, nos confió a Juan Goytisolo y a mí, ambos miembros del jurado: “Ahora derretiré este maldito león para convertirlo en balas”.
Su biblioteca es un disfraz. La Enciclopedia Espasa y los directorios telefónicos ocupan el primer rango, escondiendo sus lecturas intelectuales y sus pasiones literarias. La historia de las herejías por el abad Migne, que le sirvió de base para una de sus más divertidas películas, La Vía Láctea. Freud y Fabre. Las ediciones dedicadas de los libros de los surrealistas. Los novelistas ingleses que había filmado —Emily Brontë—, que quisiera haber filmado —Thomas Hardy— o que le inspiraban subliminalmente. En una ocasión me dijo que las fórmulas sociales de El ángel exterminador provenían de la novela El egoísta de George Meredith.
Los proyectos frustrados. El monje de Lewis. Las ménades de Cortázar. Gradiva de Jensen. El señor de las moscas. La casa de Bernarda Alba. Bajo el volcán de Lowry, un guion en el que colaboré con él para un reparto ideal: Jeanne Moreau, Richard Burton y Peter O’Toole. Y, acaso la mayor frustración de todas, una adaptación de Los seres queridos de Evelyn Waugh con Alec Guinness y Marilyn Monroe.
Pocas fotografías. Un retrato de grupo en la casa de George Cukor en Hollywood con el anfitrión y Buñuel rodeados de Billy Wilder, Rouben Mamoulian, George Stevens, Fritz Lang (cuya película Las tres luces decidió la vocación cinematográfica de Buñuel) y Alfred Hitchcock, quien le reveló a Buñuel su fascinación por la pierna perdida de Tristana, apropiada por Hitchcock para reaparecer, colgando fuera de un camión de carga, en la penúltima película del “mago del suspense”, Frenzy, de 1972.
Y el retrato de Buñuel por Dalí en el vestíbulo.
“Por razones sentimentales”, dice con sequedad Buñuel.
No, está allí para recordar dos cosas: juventud perdida y vida vivida.
Joder. Jeanne ha preparado una maravillosa cena provenzal y Buñuel me invita a compartir su bebida particular, el buñueloni. Receta: mitad ginebra, un cuarto de Carpano y un cuarto de Martini dulce.
Salud.
Feria Internacional del Libro de Guadalajara,
Guadalajara, Jalisco, México
25 de noviembre de 2000