La literatura moderna y las figuras hispánicas
Señoras y señores:
Hace 10 años ingresé a este Colegio Nacional. Tuve la fortuna de ser presentado por el mejor padrino, que también es, como dijera T. S. Eliot de Ezra Pound, il miglior fabbro, Octavio Paz.
Muchos de ustedes me han acompañado desde entonces. No sabría abrir la boca en esta sala sin la presencia de ciertos rostros amigos frente a mí.
Hablé en mi conferencia de presentación de Cervantes y Joyce: de la crítica de la lectura y de la crítica de la escritura, de los dos roles de la narración moderna, el hombre de España y el hombre de Irlanda: las excentricidades que se han vuelto, en un mundo sin centro, centrales.
He rumiado mis obsesiones aquí, con ustedes, durante una década, quiero hoy regresar a algunos de esos temas obsesivos, mirarlos de nuevo, renovarlos y transformarlos. El sentido del Colegio Nacional es ése: otorgar un sentimiento de continuidad a la cultura que se da siempre en una tensión entre la tradición y la creación.
Hoy que tantos hechos, tantas instituciones y, sobre todo, tantos ánimos que han dado su fisonomía y su continuidad a nuestro país, están a punto de perderse porque todos confundimos la verdadera grandeza, que puede ser modesta e invisible, con la grandilocuencia, que suele ser chiquita e inexistente, aunque ruidosa, es bueno recordar esta misión de la cultura y de lugares como El Colegio Nacional.
Gabriel García Márquez comentaba hace poco que, después de Dostoyevski, le resulta muy difícil, si no imposible, intentar el análisis sicológico en la novela. Esta convicción llevó al gran novelista colombiano a buscar una novela potencial mediante el arte de la pura estructura narrativa en tensión con el encanto de la narración.
Yo estoy de acuerdo con García Márquez, pero pienso más a menudo en Flaubert que en Dostoyevski. El novelista ruso posee un borde deshebrado, una orilla desmañada. Pero la perfección del novelista francés me llena de admiración y de rabia. Lo adoro. Lo detesto. Nadie puede escribir inocentemente después de Flaubert. La palabra perfecta —le mot juste— no puede ser ya la palabra espontánea, desgarbada y carenante de Dickens o de Balzac.
Claro que tanto las palabras de Flaubert como las de Dickens anhelan la encarnación: las palabras son voces, las voces son personajes y Flaubert conjuga palabra, voz y personaje en su famosa frase: Madame Bovary soy yo.
Podemos envidiar, sin malicia alguna, la frescura de la caracterización en Balzac o en Dickens. Hay una alegría y un vigor persistentes en la plenitud de las apariciones y las maneras individuales que encontramos en La Comedia humana. Podemos admirar infinitamente la vertiginosa diferenciación externa —ropa, habla, manías, estatus social— que distinguen infinitamente a los personajes de David Copperfield o Bleak House.
Pero Flaubert —nuestro salvador, nuestro verdugo— no devora a toda una sociedad como lo hizo Balzac: Flaubert la vomita. Flaubert no se reposa en un parador del camino con Mr. Pickwick mientras ambos beben un jarro de cerveza tibia. Flaubert bebe arsénico, lo impotable, lo indigerible. Y no se detiene en las diferencias externas: penetra la cabeza, el corazón, las entrañas de su personaje mientras esta mujer terrible, frágil, inolvidable, este carácter pleno que es Emma Bovary re-lee la carta de despedida de su amante, se recarga contra el marco de la ventana, resopla de rabia, se siente confusa, oye el latir acelerado de su corazón, espera que el mundo se derrumbe, se pregunta por qué no pone fin a su vida, es libre de hacerlo, se inclina hacia afuera, mira la banqueta y dice “Ahora, ahora”.
El piso se mecía como un barco en una tormenta. Emma estaba en el filo del abismo, casi colgada, rodeada de un enorme vacío. El azul del cielo la ahogó; el aire corrió a través de su cerebro vacío. Todo lo que tenía que hacer era dejarse ir…
Entonces la interrumpe su sirvienta, Félicité, quien le dice:
—El Señor la está esperando, señora. La sopa está servida.
Nosotros sabemos que no es la sopa, sino el veneno, lo que está servido. Pero no podemos culpar a la sirvienta, Félicité, por ofrecerle a Emma Bovary el alimento de la vida. En su maravilloso contrapunto a Madame Bovary, el cuento titulado “Un corazón sencillo”, otra sirvienta, también llamada Félicité, vive su vida simple pero completamente, digiriendo cada momento del presente, saboreando cada memoria del pasado y esperando su reunión con un loro disecado que se parece al Espíritu Santo como dos gotas de la misma pila bautismal.
Me parece muy difícil conocer a un personaje mejor o penetrar en su sicología más de lo que Flaubert logra. Su arte nos llena de alegría: aquí está la culminación de ese proceso de diferenciación personal iniciado por la novela moderna, novela por la novedad de sus personajes, liberados de destinos predeterminados y de conclusiones mitológicas. Aquí está la prueba de que la novela se propone como un instrumento de duda y de cuestionamiento constantes, de ironía y de intención democrática, contraria a las jerarquizaciones dogmáticas de la vida.
Admitimos esto: permanecemos en la playa desierta de la modernidad con nuestra alegría; la marea se retira; empezamos a diseñar figuras en la arena con un dedo, una astilla, un caracol: lo que esté a la mano. Yo digo Flaubert; García Márquez dice Dostoyevski; ustedes podrían decir Proust.
El más refinado de los escritores españoles modernos, José Bergamín, lo dice de esta manera peculiarmente suya: una mañana Balzac abre enérgicamente las ventanas de la casa de la ficción europea. Proust es el mayordomo que las cierra lentamente, al atardecer, una tras otra, y luego se retira, dándonos la espalda, por un largo y sombrío corredor. Proust se guarda la llave de la casa en la bolsa trasera del pantalón. Pero esa llave es de oro.
¿Quién vive hoy en esa casa abandonada? Un hombre que se despierta una mañana y descubre que se ha convertido en insecto. Un hombre que se ve en el espejo y descubre que ha perdido su cara. Un hombre que no es recordado por nadie. Pero un hombre que puede ser ejecutado porque es desconocido: porque es otro.
Es el hombre de Kafka: la víctima de la dialéctica de la felicidad que fue la razón de ser de la modernidad.
La novela moderna nunca fue escrita por Pollyanna la niña feliz. Pero la sociedad moderna, en gran medida, sí lo fue: la secularización de la promesa cristiana por las sociedades industriales ofreció a todos, en vez de la redención y el paraíso, un progreso ineludible, tan seguro como la infinita perfectibilidad del ser humano.
Pero la modernidad es moderna, sus verdades no pueden convertirse en dogmas, ni sus relativos en absolutos. La dicción moderna debe ser seguida por su contradicción. Por ello, si la felicidad —su identificación, su búsqueda, su posesión— fue el sentido de las libertades revolucionarias ganadas en el siglo XVIII, era inevitable que una libertad contradictoria —la libertad para la desgracia— reclamara una presencia en el seno de la cultura crítica de la modernidad.
Condorcet afirma que la historia es un progreso constante hacia la perfección final. Blake le recuerda que la crueldad posee un corazón humano.
Adam Smith asegura que el hombre, dejado a sí mismo, buscará su propio bien y en consecuencia el bien de todos. Dostoyevski, desde el subterráneo, dice que el hombre puede buscar, ferozmente, su propio mal y el mal de todos.
Hay una gran presencia en el universo moderno: la del espíritu crítico.
También hay una gran ausencia: la del sentimiento trágico.
Mediante la aptitud crítica, la modernidad legitima sus propios orígenes rebeldes y abre lo que Whitman llamaría las “vistas democráticas”.
Pero por causa de la ausencia trágica, olvida que parte de la verdadera gloria y del verdadero progreso humanos es conocer los límites del hombre, de su historia, de sus instituciones políticas, de sus teorías económicas y de sus almacenes bélicos. No somos más fuertes que la naturaleza, pero sí somos capaces de luchar contra una libertad tan valiosa como la nuestra. Somos capaces de derrota, pero podemos convertir la derrota en libertad y en condición para la continuidad de la vida: para que la ciudad sobreviva.
Algunos poetas —Blake, Baudelaire, Rimbaud—, algunos narradores novelistas —Kleist, Dostoyevski—, algunos dramaturgos —Büchner—, un filósofo —Nietzsche— comprendieron que la promesa religioso-política de la felicidad requería no sólo la crítica democrática, sino la conciencia trágica, para limitarse a sus justas proporciones. A medida que el progreso progresó sin asegurar felicidad sino abundancia o servidumbre, la exigencia de la felicidad como razón de ser de la sociedad se impuso, por medios comerciales o totalitarios, con intolerancia creciente. ¿Quién se atreve a ser infeliz si goza de una televisión a colores y posee una tarjeta de crédito en los Estados Unidos — si comparte un apartamento con seis desconocidos y puede pasar una semana de vacaciones anuales en el mar Negro— si es respaldado por una reserva petrolera de 250 mil millones de barriles? ¿Quién?
Los sueños de riqueza y ascenso de Kastigmac y Rubempré, de Becky Sharp y de Emma Bovary, se han cumplido. No sólo son sueños infelices o vulgares — son sueños enfermos. Su plenitud como personajes ya no es tal: carecen de la “conciencia desgraciada”, no conocen su yo enemigo. El sueño está enfermo, nos dicen las novelas de Mann. El enfermo ya no puede soñar, dice Kafka.
Kafka concluye brutalmente las ilusiones del siglo XVIII: tenemos que ser felices porque la ley lo ordena, y si somos infelices entonces deberemos ser culpables.
¿Por qué somos felices?
Porque hemos olvidado y hemos sido olvidados.
Porque ya no tenemos pasado.
En la obra maestra de la comedia decimonónica, El inspector general de Gogol, Jlestajov, que es Nadie, es aceptado por Todos como Alguien: el inspector ansiosamente aguardado. En El castillo de Kafka, K, que se supone es Alguien —el esperado agrimensor— resulta ser Nadie.
Todos recuerdan al inspector general. Nadie recuerda al agrimensor. Jlestajov tenía un rostro —demasiados rostros, quizás, puesto que todos en la capital provinciana ven en él al hombre que él no es. Donald Fanger, en su admirable libro sobre Gogol, ha señalado que el genio del autor ruso consiste en no presentar a su protagonista como un pícaro sino como un ingenuo que se convierte en el socio perfecto del alcalde y de sus asociados: la felicidad es una folie à deux: una locura compartida.
El agrimensor K no tiene esta suerte: no encontrará socios para su identificación: para su ser. Sin embargo, debe considerarse afortunado en no ser. K no tiene rostro: no puede ser visto. Ha sido olvidado.
¿Qué vamos a hacer con este doloroso hermano nuestro, el hombre de Kafka, el héroe final de la novela, que un día pudo imaginarse a sí mismo como un paladín de la caballería andante y ahora ni siquiera puede concebirse como un insecto?
¿Qué vamos a hacer con él? ¿Cortarle la cabeza porque ha perdido su cara? ¿Ejecutarlo porque, nacido en Praga, carece de pasaporte, de figura, de mito? ¿Defenestrarlo?
El primitivo mundo moderno siente la tentación de exterminar lo extraño. Kafka nos pide algo más difícil. No nos invita a una ejecución. Nos invita a una escritura.
Pero, ¡qué escritura! Va a tener lugar en una colonia penitenciaria. Va a ocurrir en la espalda desnuda de un prisionero.
No tenemos rostro, no tenemos memoria, pero al fin somos dueños del escenario de la historia, y bajo sus luces descoloridas hemos de repetir las palabras de los ideólogos y escuchar el ruido de los magnavoces que nos aseguran: Todos somos felices.
Kafka contesta: Sólo significaremos algo si logramos escribir algo en la carne de las víctimas de la historia de la felicidad.
Yo quiero contestar al dilema del personaje sin rostro en el escenario vacío desde la tradición hispánica que es la nuestra. No tengo otra manera cierta de responder a este desafío que exige todo menos resignación —¿cómo, si no desde el lugar donde nuestra tradición encuentra nuestras posibilidades de creación y éstas, acaso, afectan la tradición que las nutre?
Escucho unos nudillos que tocan a las puertas de mi tradición. Miro a través de las ventanas abiertas por nuestros tres grandes arquetipos —Don Quijote, Don Juan y la Celestina— y sólo miro la oscuridad. No reconozco a las figuras que tocan, pidiendo ser admitidas. Me parecen oscuras e informes. No son yo; no son Madame Bovary que es Flaubert.
¿No hay un elemento de consolación en esta frase, Madame Bovary soy yo? Si el autor es el personaje y el personaje soy yo, el lector está siendo invitado a reconocerse en el personaje y en el autor. Una familia feliz se reúne: la literatura posee un gran poder de identificación y nadie ama una novela o una pieza de teatro más que cuando, lector o espectador se reconocen en ellas.
Las palabras radicales son del mismo siglo que el de Flaubert, son de Rimbaud: Yo es Otro
Estas palabras no ofrecen consuelo, sino exigencia. Somos otro. Y el Otro puede ser extraño. El Otro puede alarmarnos, repugnarnos. Rehusaremos reconocernos en el Otro porque él o ella no son como tú y yo —quizás él o ella son negro, o rojo, o están sepultados hasta el pescuezo en basura, o se han convertido en cucarachas, o creen que son caballeros andantes que deben desfacer tuertos y proteger a las viudas y a los huérfanos, o creen que el amor debe gozarse esta noche porque la muerte está a gran jornada, o son una vieja alcahueta que sabe algo que nosotros desconocemos.
Yo es Otro: las etapas de la identificación se vuelven más difíciles que en Madame Bovary o Northanger Abbey, donde la simpatía hacia el personaje se convierte fácilmente en simpatía hacia nosotros mismos. Sin embargo, ¿no son los personajes de estas novelas de Flaubert y Austen el desarrollo de otra cosa, no son otro que es un yo? ¿No son Emma Bovary y Catherine Morland las nietas distraídas de Don Quijote de la Mancha, dos muchachas del siglo XIX que también creen en lo que leen? ¿No son retoños de un arquetipo?
Y además, ¿fue un arquetipo siempre un arquetipo, nacido a la literatura como Minerva en la frente de Júpiter: totalmente armada? ¿No es un arquetipo, primero, una figura, difícil de nombrar, ver, comprender?
Una figura no es un personaje —un carácter— plenamente representado, ni externa ni internamente; pero tampoco es un arquetipo: el modelo y el vehículo de la memoria y la imaginación tribales; el contenido del inconsciente colectivo, como diría Jung.
Vemos a los hombres y mujeres de Kafka o de Beckett y nos negamos a cortar sus cabezas vacías o desagradables, debemos ver en ellos a los aún irreconocibles, a los innombrables, como llama Beckett en uno de sus textos y llamarlos, junto con Novalis, “figuras”:
Los hombres viajan por senderos distintos — dice el poeta alemán—. Quienquiera que los siga y compare esta diversidad de caminos verá la aparición de maravillosas imágenes: son las figuras que parecen pertenecer al gran manuscrito del diseño…
Estamos presentes entre el personaje, el arquetipo y la figura. Entre lo que sentimos haber agotado —el carácter sicológico o descriptivo— y lo que hemos olvidado o todavía no sabríamos nombrar —las figuras de ese “gran manuscrito del diseño” que nadie ha leído por completo. ¿Pueden auxiliarnos los grandes arquetipos de la imaginación literaria a trascender al personaje y a rescatar a la figura?
Debido a su naturaleza no-individualista, el arquetipo parecería extender su mano por encima del personaje, ofreciéndosela a la figura dormida en la playa, sin memoria, sin nombre, apenas distinguible de la arena —pero capaz, en cuanto despierte y hable, de ver el mundo como algo nuevo e inacabado.
Este sentimiento de la figura misteriosa, inacabada, nacida de la ruptura del personaje tradicional y sus signos, esta figura en estado de génesis o metamorfosis, es una de las realidades de la literatura contemporánea. Voy a limitarme, sin embargo, a mirarla en la obra de un escritor latinoamericano, el que de manera más explícita une su obra al problema del personaje exhausto y de la figura evasiva. Me refiero a Julio Cortázar, en cuyas ficciones observamos constantemente la manera en que los arquetipos traducen a las figuras en nuevas formas de la memoria y de la imaginación.
Entre todas las maravillosas historias de Julio Cortázar —donde las casas son tomadas, paulatina aunque inexorablemente, por figuras olvidadas o inimaginadas; donde la gente olvida su destino apenas se presenta a comprar sus boletos en las estaciones de ferrocarril; donde una galería comercial en Buenos Aires conduce a una galería comercial en París, con circulación en doble sentido; donde una figura sufre un accidente automovilístico en una ciudad europea y se encuentra en seguida sobre una mesa de operaciones que en realidad es una piedra de sacrificios en México; y donde una víctima de los aztecas se descubre a sí misma como una figura nueva en un inimaginable espacio blanco rodeada de hombres enmascarados con brillantes navajas blancas en las manos—: entre todas estas historias, quiero escoger la llamada “Instrucciones para John Howell”.
En ella, un inocente espectador en Londres descubre que no existen espectadores inocentes. Howell es compelido a entrar en la obra de teatro que está mirando porque la heroína de la pieza le murmura secretamente: “Ayúdame; van a matarme”. Howell entiende estas palabras como una súplica para entrar a la vida de la mujer. Pero esto sólo es posible si entra al escenario de la mujer.
La súplica de la mujer se convierte de esta manera en una instrucción —en una dirección de escena que decide la vida y la muerte de John Howell.
Escojo esta historia porque me estoy preguntando cuál es la conexión real entre estas figuras que no podemos recordar o imaginar y los arquetipos eternos que creemos conocer demasiado bien. ¿Cómo se conectan unos y otros, figuras y arquetipos? Quiero investigar con ustedes si los arquetipos del mundo hispánico nos ofrecen avenidas para la creación, más allá de la convención del personaje exhausto, es decir, del personaje en sentido sicológico o sociológico.
Uno de los más grandes críticos contemporáneos, Harry Levin, de la Universidad de Harvard, escribió algo que leí hace muchos años, que nunca he olvidado y que antes he citado. Levin compara Don Quijote y Hamlet a través de la circulación, en ambas obras, del teatro dentro del teatro.
El teatro dentro del teatro en Hamlet, nos explica Levin, es interrumpido por el rey Claudio porque la representación empieza a parecerse demasiado a la realidad. Don Quijote, en cambio, interrumpe el teatro dentro de la novela —el retablo de maese Pedro— porque la representación empieza a parecerse demasiado a la imaginación.
Claudio quisiera que la realidad fuese una mentira: la muerte del rey, el padre de Hamlet. Don Quijote quisiera que la fantasía fuese verdad: una princesa prisionera de los moros, a la cual él puede salvar.
Claudio debe matar la representación para matar la realidad. Don Quijote debe matar la representación para darle vida a la imaginación.
Algo une, sin embargo, a estos dos grandes arquetipos de las tradiciones hispánica y anglosajona, Don Quijote y Hamlet, y es que ambos son, primero, figuras incipientes, difíciles de imaginar antes de ser vistas o leídas por primera vez, imposible de recordar antes de que realmente tomen posesión de un libro, de una escena.
Don Quijote emerge de una oscura aldea en una oscura provincia española —tan oscuras ambas que, en verdad, el aún más oscuro autor de la novela —¿quién es?— ni siquiera recuerda o quiere recordar el lugar de la Mancha: como una novela de Kafka o de Kundera, como una pieza de Pirandello, como una carta de Colón, Don Quijote parte de una memoria falleciente, de un acto de amnesia.
Pero lo mismo le ocurre a Hamlet: el fantasma regresa a denunciar un crimen, pero también a exigir una memoria:
Adiós, adiós: recuérdame.
Y Hamlet, justamente, entiende que la orden del padre muerto es que el hijo asegure la memoria del mundo: el verdor del recuerdo. El olvido está en la raíz de la tragedia de Hamlet:
Pensar que a esto hemos llegado:
Dos meses muerto, no ni siquiera dos, no tanto…
Y sin embargo dentro del primer mes… ella se casó.
Ay, culpable prisa, culpable,
que con tal celeridad
corrió al incestuoso lecho…
A fin de que el mundo recuerde, Hamlet, el héroe del norte, impone la muerte —para sí y para los demás: tal es la medida de su energía histórica.
A fin de que el mundo imagine, Don Quijote, el héroe del sur, impone el arte —un arte absoluto que ocupa el lugar de una historia muerta.
Hamlet es el héroe de la duda: cuánta energía desencadena su locura escéptica: Hamlet, al cabo, se sacrifica por la razón, que es la hija natural de la enfermedad del príncipe de Dinamarca.
Don Quijote es el héroe de la fe: cree en lo que lee y su sacrificio consiste en no recuperar la razón. Entonces debe morir: cuando Quijote razona, es que ya no puede imaginar.
El paso de Don Quijote de figura impensable a arquetipo eterno ocurre a través de la circulación de los géneros.
El teatro dentro del teatro es sólo un ejemplo — el más brillante— de este género de circulación. Con brillo semejante, Claudio Guillén nos ha indicado que Don Quijote se construye sobre “un intenso diálogo de géneros”: todos los géneros existentes se dan cita en Don Quijote, conversan entre sí, se burlan entre sí, y desesperadamente exigen algo más allá de ellos mismos, más allá de la realidad exhausta de sus propios géneros.
La épica de caballería y el poema bucólico; la novela picaresca y la narración interpolada a la manera bizantina; la balada y el cuento morisco, el teatro alegórico y la novela de amor cortesano: todos los géneros contemporáneos al Quijote poseen un representante, una voz, en el Quijote.
¿Pero no ocurre lo mismo en Hamlet ? La libertad de género en Shakespeare, que tanto horrorizó a Voltaire y al Siglo de las Luces, la mezcla magnífica de estilos, sublimes y vulgares al mismo tiempo, tan simultáneos como la retórica del rey Enrique V y el regüeldo del soldado Pistola en la víspera de Agincourt, coinciden con la confrontación de estilos cervantina.
Acaso Sancho Panza le dé su giro más delirante a esta operación literaria cuando es convertido en el gobernador ilusorio de Barataria a fin de representar, como su amo Don Quijote, otra ficción dentro de la ficción, participando así, a pesar de ser el representante del realismo, en la multiplicación de los géneros.
Quizás ese anti-Sancho, el pomposo consejero Polonio en Hamlet, sea quien más satisfactoriamente dé cuenta de la falta de respeto hacia los géneros (aunque obviamente Polonio los respeta escrupulosamente) cuando anuncia la excelencia de los actores llegados a Elsinore:
Los mejores actores del mundo, trátese de la
tragedia, la comedia, la historia, la pastorela,
la pastorela cómica, la historia pastoral, la
tragedia histórica o la pastorela histórica tragicómica:
escena indivisible, poema ilimitado.
Los mundos divisibles y limitados de Shakespeare y Cervantes rechazan la unidad de lo indivisible o la poesía ilimitada de la eternidad: esos mundos suceden aquí y ahora, Cervantes y Shakespeare son hombres del Renacimiento, uno más triste que el otro porque su historia española está cansada, el otro más triste aún porque no tiene ilusiones sobre los actores que se pavonean durante una sola hora gloriosa sobre los escenarios de Roma o Egipto, de Inglaterra o Escocia: Shakespeare y Cervantes, los primeros escritores totalmente modernos porque no creen en Dios pero no pueden decirlo —y creyendo uno en la tragedia de la voluntad, el otro en la comedia de la imaginación, los dos conocen la dificultad de mantener viva cualquier realidad como no sea en “palabras, palabras, palabras”.
Hamlet y Don Quijote son figuras inimaginables antes de convertirse en arquetipos perdurables porque ambos saben que sus derechos sobre una parcela de la realidad son tan dudosos como la realidad de las palabras. Hamlet lo dice explícitamente: la literatura no es sino palabras. Su conciencia ilumina la de Don Quijote, quien acaba por comprender que él sólo existe en las palabras.
Primero, Don Quijote es lo que lee: no tiene existencia fuera de los libros que, como dice Michel Foucault, tiene que probar.
Pero finalmente, Don Quijote es el primer personaje literario que sabe que está siendo leído mientras vive sus aventuras.
Un actor consciente de serlo dentro de su propia novela, y de no ser por esta novela, publicada mientras él vive sus aventuras, el mundo no le crearía sus aventuras a Don Quijote, como lo hacen los duques en su castillo —ese castillo español que anuncia ya el de Kafka y donde Don Quijote es reconocido por todos a fin de ser negado por todos.
¿Qué lees, monseñor?, le preguntamos a Don Quijote.
Y Don Quijote, porque conoce íntimamente a su hermano Hamlet, contesta: palabras, palabras, palabras. Palabras plurales, porque manifiestan la diversidad de puntos de vista ganados por Hamlet y Don Quijote mediante la hostilidad, la disolución y el compendio de géneros; mediante la afirmación más generosa y enloquecida del derecho a la inclusión y el rechazo de la exclusión y de la esterilidad de la pureza; mediante la constante duda de la verdad; mediante la disolución de las fronteras teatrales o narrativas; mediante la conciencia deliberada de que las figuras viven dentro de sus propias creaciones: “El teatro es la cosa”, dice Hamlet. “Nos están leyendo”, dice Sancho.
Pero sus propias creaciones —el teatro dentro del teatro llamado Hamlet: la novela dentro de la novela llamada Don Quijote— sólo existen en la medida en que incluyen dos nuevas entidades: el Lector y el Espectador, portadoras de los puntos de vista múltiples. Un Lector y un Espectador, además, tan inacabados, tan impensables, tan inimaginables como las propias figuras de la literatura y, como ellas, sorprendidas en pleno proceso de gestación.
Nada está terminado. Nada está fijado. Todo está naciendo.
Ningún mito moderno ha sido capaz de tantas transformaciones o sometido a tantos puntos de vista, como el segundo arquetipo hispánico, Don Juan.
Piensen en las figuras de Cortázar: el espectador convirtiéndose en actor, la actriz convirtiéndose en espectadora, ambos cruzando sus destinos como se cruzan sus presencias. Encuentro aquí una luminosa memoria de la versión de Don Giovanni escrita por el romántico alemán Hoffmann: el narrador ve y escucha la ópera de Mozart desde un palco, extrañamente conmovido por la cantante que interpreta el papel de Doña Ana, misma que visita al narrador durante el intermedio, le habla de su amor por la música y luego regresa al escenario donde canta el resto de su papel con una emoción situada, simultáneamente, adentro y más allá del arte.
Enfantasmado, el narrador abandona el teatro pero regresa a las dos de la mañana. El perfume de Doña Ana flota hacia el palco y allí se demora. Al día siguiente, le cuentan al narrador que la mujer que cantó el papel de Doña Ana murió a las dos de la mañana.
En su cuento, Cortázar diseña la figura que al fin se atreve a asumir su verdadera naturaleza mediante un salto en el tiempo y hacia el espacio de otra figura. Hoffmann quiere extender el arquetipo donjuanesco hacia una región inexplorada: su Don Juan es un idealista que busca a la mujer perfecta, un rebelde romántico que acusa a Dios por haberle dado el hambre de un placer que no puede ser satisfecho.
Pocos arquetipos literarios, sin embargo, han probado, como Don Juan, ser tan seductivos y placenteros. Sus características se fortalecen con cada metamorfosis. El joven burlador de Tirso de Molina, en guerra contra la muerte y contra Dios, no es el noble malvado de Molière, en guerra con la razón, y ninguno de los dos es el Don Juan extrañamente doméstico de Byron, un Don Juan que no se enamora del amor, sino que cae “en esa trampa no menos imperiosa, el amor de sí mismo”, para terminar atendido por tres damas londinenses entre las que Don Juan duda en escoger una esposa porque Byron duda en enviar a su protagonista al infierno.
Y el Don Juan byroniano que se ama tanto a sí mismo que no tiene interés en seducir a nadie más, no es el Don Juan de Théophile Gautier —“Adán expulsado del paraíso que recuerda a Eva antes de la caída”—; y este Don Juan como un Adán sin la amnesia de Eva no es el disoluto personaje del poema de De Musset que busca en las tabernas de Europa a “la mujer desconocida: todas se parecían a él… pero ninguna era ella”.
El infierno se ha convertido en una cantina y el paraíso es la promiscuidad en el poema dramático de Lenau, donde Don Juan ya no tiene que seducir o engañar a nadie: todas las mujeres son suyas, pero él nunca es él mismo. El moderno Don Juan de Lenau quisiera poseer a todas las mujeres simultáneamente: éste sería su placer final, su verdadero triunfo.
No le faltaba más que ser perdonado, y esto se lo concede Zorrilla en el Don Juan Tenorio, donde el burlador finalmente asciende al cielo, rodeado de angelitos en alas del amor puro de Doña Inés:
La voluntad de Dios es;
de mi alma con la amargura
purifiqué un alma impura
y Dios concedió en mi afán
la salvación de Don Juan
al pie de la sepultura.
¡Qué insatisfactorio! ¡Don Juan perdonado! La popularidad misma del drama de Zorrilla exige constantemente que le demos a Don Juan un final mejor, un final sin fin, una apertura hacia sus subsecuentes transformaciones.
Porque Don Juan es un mito que no puede mantenerse quieto, que depende de la velocidad del placer; y el placer exige la velocidad del cambio. Don Juan siempre es otro sin dejar de ser fiel a su genio y figura originales, las del inimaginable Don Juan de Tirso, joven, con apenas tantito pasado, con sólo cuatro amantes en una lista muy corta, no la cascada de nombres cantados por Leporello en Mozart desde una lista desenrollada como papel de baño: el joven Don Juan que cree que en la variedad está el gusto, que la juventud significa sexo indiferenciado y que por ello mismo sabe que debe morir joven o ser un viejo idiota, pintado por Picasso o filmado por Buñuel: el joven Don Juan que debe esconder su belleza porque es siempre un hombre enmascarado, que engaña, que es otro pero que es siempre el arquetipo biológico.
“¿Quién eres?”, le pregunta el rey en la primera jornada de la obra de Tirso, y Don Juan contesta, arquetípicamente:
¿Quién ha de ser?
Un hombre y una mujer.
No Don Juan e Isabela, sino un hombre y una mujer: viajero sin hijos, errando de un lugar a otro a fin de escapar a la venganza y a la repetición: como la estrella de rock, Don Juan can’t get no satisfaction, nada, nunca, puede satisfacerlo: ¿cómo va a obtener la dicha en el cielo a donde la pluma de Zorrilla y el amor de Inés lo mandaron?
Yo creo que la pista para asegurar la vida saludable de Don Juan —vida de movimiento, cambio, circulación— se encuentra en la ópera de Mozart, donde el secreto de los géneros en conflicto trasciende el siempre asombroso final, cuando Don Giovanni se hunde en el fuego del infierno a donde lo han mandado las mujeres y su agonizante aullido es seguido por el más extraordinario cambio de manera: el drama del condenado es sucedido por la celebración color pastel, a cargo de los sobrevivientes de lo que, después de todo, es un dramma giocoso.
Esta espléndida incongruencia de estilo debería remontarnos a una instancia paródica de la ópera, que ocurre en el acto final, cuando Don Giovanni espera la visita de la estatua que ha invitado a cenar, pide escuchar un poco de música y lo que oye es la melodía del aria de Fígaro en el acto II de Las bodas de Fígaro, que el barbero le canta al joven y bello paje Cherubino:
Non più andrai, farfallone amoroso,
Notte e giorno d’intorno girando,
Delle belle turbando il riposo,
Narcisetto, Adoncino d’amor.
Mientras escucha este refrán y pone la mesa, el sirviente Leporello comenta con ironía,
Questa poi la conosco purtroppo.
o sea, I’ve heard that song before, esa tonada ya la oí antes.
De manera que por la puerta de la auto-parodia, Mozart ha abierto la puerta de la circulación: su Don Giovanni fue enviado al infierno por el trío vengativo de Doña Ana, Doña Elvira y Don Octavio, pero Mozart ha enviado a su libertino a la eterna juventud.
Ahora sabemos que en el siglo XVIII, Don Giovanni nacerá de nuevo como el joven paje Cherubino, el Narcisillo, el dulce Adonis del amor, quien crecerá para convertirse en Don Giovanni, el burlador, le grand seigneur méchant homme, el Maquiavelo del sexo, enviado al infierno y resucitado una y otra y otra vez por su Fenix el Hispenis que Mozart le ha regalado, el eterno querubín, el héroe virginal.
Don Juan el libertino —naturaleza y tierra, energía y placer— es inseparable de la estatua del comendador, tan inseparable como Hamlet del espectro de su padre, o Don Quijote de su escudero Sancho. Cada una de estas parejas nos recuerda constantemente que hay más cosas en el cielo y en la tierra que lo leído en la Mancha, lo dudado en Elsinore o lo gozado en Sevilla.
El significado renovable de estas figuras transformadas en arquetipos y que nos auxilian en la tarea de reconocer a las nuevas figuras entre nosotros, las figuras que aún no sabemos designar o imaginar siquiera, es asegurado por la dinámica del género contaminado y por el azar de la circulación. Esta interpenetración puede conducirnos al teatro dentro del teatro, a la novela dentro de la novela, a la conciencia del rey pero también a la conciencia del lector y del espectador que comparten una historia interminable.
Si el arquetipo nos parece a veces rígido o abocado a la eternidad —cuidado entonces, una figura invisible ya está ladrando a los talones de la estatua, husmeándole la cola, a punto de penetrarla, de cambiarla interminablemente.
Entonces el arquetipo viaja a fin de distanciarse de la figura a la que, sin embargo, desea, a fin de mantenerse fresco.
La obra literaria penetrable por su opuesto es una cosa viva. La obra literaria cerrada casi seguramente perecerá y la razón será la asfixia de la perfección. “La eternidad”, dijo Blake, “está enamorada de las obras del tiempo”.
Quizás nadie entendió esto mejor que Fernando de Rojas. La tragicomedia de Calisto y Melibea, la novela en diálogo La Celestina, ostenta en su título y en su materia la contaminación genérica que he señalado en Don Juan, Don Quijote y Hamlet.
Pero en el caso de La Celestina, figura y arquetipo están todavía más cerca la una del otro. Rojas recrea los géneros (el teatro en la novela, la comedia en la tragedia, el diálogo en movimiento, la voz clara del Yo y el Tú en el escenario colectivo de la ciudad) con un significado que sólo hoy podemos entender cabalmente, gracias a los trabajos del más grande crítico contemporáneo de La Celestina, Stephen Gilman, de la Universidad de Harvard.
Hay poco que añadir a lo que Gilman ya ha dicho sobre la obra de Rojas. Lo que yo siempre he recibido de la tragicomedia es la inquietante paradoja del movimiento como fuente de la quietud. Pues La Celestina ocurre en el amanecer de la ciudad moderna; los ires y venires de la trotaconventos, los movimientos de la pasión, el dinero, la circunstancia, la clase social, no sólo corroen las certidumbres medievales acerca de los valores permanentes; también destruyen el espacio mismo de la civitas medieval, su carácter encerrado y defensivo, sitiado.
En La Celestina conocemos por primera vez la circulación de la ciudad moderna, pero esta intensidad de movimiento termina en la fijeza de la muerte. El cambio es la imagen de la vida —pero al cabo sólo asegura la semejanza de la muerte.
Celestina, la Circe de la ciudad moderna, en realidad no propone otro conocimiento que el de su poema, este teatro y esta novela potenciales, como los llama Gilman, donde tienen cabida todos los opuestos. Desde la escena de este acto primero de la modernidad, desde la España que descubrió el nuevo mundo, derrotó al islam y desterró a Israel, la Celestina le habla a Winnie, la sonriente víctima de la basura industrial y el polvo radioactivo, en el último acto de la modernidad, y le dice:
Mundo es, pase, ande su rueda, rodee sus alcaduces, unos llenos, otros vacíos. La ley es de fortuna que ninguna cosa en un ser mucho tiempo permanece: su orden es mudanzas.
Y la figura innombrable de Beckett contesta desde el escenario vacío cuyo único personaje es una grabadora:
No se preocupen por mí. Yo no existo.
El hecho es notorio.
¿Pueden las leyes del cambio y de la fijeza, vivas en la tensión arquetípica de Hamlet, Don Quijote, Don Juan y la Celestina, conducirnos al cabo a esto: a la muerte sin continuidad —es decir, a la muerte sin naturaleza?
Don Juan va al infierno pero Cherubino vendrá en su lugar a reclamar el lugar de Don Juan en la naturaleza.
Don Quijote recobra la razón pero su descendencia plural —Tristram Shandy y Jacques el fatalista, Catherine Morland y Emma Bovary, el príncipe Myshkin y Pierre Menard, los hijos de la Mancha, darán un paso adelante para decir que la imaginación es la razón y el conocimiento del arte.
La Celestina se mueve hacia la destrucción, pero el paso de sus días crea una presencia y un presente que en su poema son simultáneos: el poema permanece, inaccesible a la muerte o el movimiento concebidos separadamente, pero supremamente accesible: a su propia naturaleza arquetípica: el movimiento y la muerte en conflicto constante.
Hemos matado la vida trágica que se encuentra en el centro de la libertad civilizada. No podemos ser libres si no somos conscientes de las realidades del poder, la violencia y la naturaleza inmortal que niega nuestro destino individual en la muerte.
El mundo moderno prohibió la tragedia —incompatible con sus promesas religiosas y políticas. Dejamos de entender que la tragedia es un conflicto de valores porque la razón puede luchar contra la razón, la justicia contra la justicia, y la libertad contra la libertad. Nos quedamos con el mundo de la enfermedad maniquea: buenos y malos, sombreros blancos y sombreros negros: el mundo del melodrama.
El primer héroe moderno, Prometeo, dijo en la tragedia esquiliana: “Cuanto existe es justo e injusto a la vez, e igualmente justificado en ambos”.
Quisiéramos repetir estas palabras. No podemos, por la sencilla razón de que hoy sabemos algo que nadie, nunca, ha sabido antes.
Todos podemos desaparecer instantáneamente. Esto no es noticia. Estamos acostumbrados a la muerte. Sólo que esta vez la naturaleza puede morir con nosotros.
Podemos leer parte de la literatura moderna como un llamado a la camaradería de la desgracia que Dios debe compartir con nosotros. Me pregunto si esta camaradería de la desgracia con Dios que adivino en algunas páginas de Dostoyevski, Conrad, Joyce, Mauriac, Bernanos, Greene y Beckett, no es más que una hermandad en la muerte con la naturaleza: nosotros, que caímos por el orgullo de creer que la violencia nos daría la inmortalidad y la gloria, y sólo la naturaleza era inmortal, y ahora ni siquiera ella lo es.
Vivimos la desesperanza y el azoro tratando de comprender por qué, en todas las sociedades y bajo todos los sistemas, estamos siendo esclavizados en nombre de la libertad, asesinados en nombre de la vida y oprimidos en nombre de la justicia. Se nos ofrece una oscura utopía: la de ser espectros de una muerte sin tragedia y de un exterminio sin conciencia: una eternidad sin un mundo que nos sobreviva.
Nuestro azoro es aumentado por la prueba de que hemos alcanzado la desgracia con los instrumentos destinados a la felicidad.
Un poeta, dice René Char de Rimbaud, revela que los seres humanos no tienen el poder (o ya no lo tienen, o aún no lo tienen) para vivir sus verdaderas vidas. El poeta comienza por hablar en nombre de una naturaleza muda y violada, que no posee otra voz para su insurgencia. Char aproxima esta idea a la afirmación de Hölderlin: “Los poetas casi siempre se revelan al principio o al final de una era”.
Si esto es cierto, entonces la voz del poeta es hoy más importante que nunca, ya que vivimos un tiempo que puede ser no sólo el fin de una época, sino el fin de la vida humana, del mundo, del tiempo y el amor y el humor y la cólera.
Nunca ha sido menos escuchada la voz de la literatura. Nunca ha sido más urgente oírla.
No tengo ninguna fórmula para superar esta indiferencia a lo que juzgo algo de primera necesidad —necesario, en todo caso, porque hablamos, nos comunicamos con palabras, con lenguajes simbólicos, y con ellos formulamos políticas tan ciertas o falsas como las palabras y pensamientos que las informan. Las palabras son decisiones. Las decisiones son acciones. Las palabras son acciones.
La justicia, dijo el filósofo Alain, no sólo existe en palabras. Pero, primero, debe existir en palabras.
De tal suerte que, quizás, la fatiga de ciertas modas sicológicas o de la caracterización crea una oportunidad para otros modos, acaso, más plenos. Dudo mucho que hoy se pueda crear un personaje sobre la premisa de “Madame Bovary soy Yo”. En cambio, decir “Yo es Otro” me parece un modo potencial, apenas explorado.
Sin embargo, parece que hoy sólo podemos ser en la medida en que nos damos cuenta de los demás y de que nuestra individualidad es valiosa porque se refleja en los espejos múltiples del Otro.
“He querido decir lo que aquí está dicho, literalmente y en todos los demás sentidos”. Esta sentencia de Rimbaud podría servir de norma a la escritura actual, y el vigor presente de la literatura hispánica no es ajeno a esta manera de concebir la literatura: di lo que quieres decir, literalmente y en todos los demás sentidos.
No hay razón para caer victimizados por esas formas del silencio contemporáneo que son el dogmatismo de unos o el comercialismo de otros. Para ello, debemos preguntarnos: ¿Podemos renovar y mantener la conciencia crítica que ha sido la vida de la literatura moderna? ¿Podemos restaurar el sentimiento trágico que tan mortalmente ha sido exiliado de la sociedad moderna?
Sé que formulo preguntas para las cuales no tengo respuestas. Acaso las respuestas sólo se encuentran en ciertos libros, escritos en todas las direcciones de la geografía de la novela: por Günter Grass y William Styron, por Italo Calvino y Milan Kundera, por Juan Goytisolo y Nadine Gordimer, por György Konrád y Salman Rushdie, por Chinua Achebe y Kobo Abe. Ellos han escrito libros donde el género sucumbe, la realidad es lo que es literalmente y en todos los demás sentidos, y la contaminación habla con la variedad de lo múltiple.
Yo sólo puedo invitarlos hoy a viajar conmigo, a circular con nuestros arquetipos hispánicos, Don Quijote, Don Juan, la Celestina, por el circuito de posadas que pueden ser palacios y palacios que no son dignos de lo que tú imaginaste, Alonso Quijano, a viajar de España a Turquía a Italia disfrazados contigo, Don Juan, en busca del placer pero sin poder escapar del asimiento del convidado de piedra que nos urge escoger entre el placer y la muerte y contigo contestamos, Don Juan: encontraremos el placer hasta en la muerte; y recorremos las calles peripatéticas de la ciudad abierta a donde tú entras, Celestina, contoneándote sobre las ruinas de los absolutos dogmáticos, de las alegorías exhaustas y de los holocaustos celebrados en nombre de la felicidad por venir.
Viajamos con ellos, con estos arquetipos concretos y permanentes de nuestra cultura, recordando que una vez ellos también fueron figuras que no pudimos tocar, nombrar, o imaginar.
Hoy, en el nombre de la vida, no le cerremos las puertas a las nuevas figuras.
Están tocando a las puertas de nuestra imaginación.
Nos hablan en nombre de los seres inacabados que somos.
Nos anuncian el rostro plural de la humanidad.
Son las figuras de las civilizaciones ricas y variadas del planeta, portadoras de otros signos, otros mitos, otros sueños, otros tiempos, más allá de las estrechas circunscripciones de la civilización definida por pocas naciones y pocos intereses.
El arte no progresa; sólo cambia infinitamente.
Hoy, la circulación de la imaginación propuesta por las figuras hispánicas es inseparable de una necesidad urgente: la tradición y la novela ya no pueden separarse porque, solas, la una o la otra sucumbirían a la estrecha quietud de la muerte que nos rodea.
He hablado de las figuras tradicionales de nuestra cultura para saludar a las figuras venideras de nuestra imaginación.
Don Quijote no pertenece al pasado.
Y la novela que está escribiendo el novelista argentino en el exilio, el poema que va a escribir el joven poeta chicano en El Paso, el ensayo por venir del filósofo español en Madrid, la pieza de teatro a punto de ser montada por una compañía ambulante en las calles de un pueblo colombiano, todos ellos no pertenecen al futuro.
La literatura sólo tiene un tiempo, el tiempo verdadero del corazón humano. Ese tiempo es el presente, donde recordamos y donde deseamos.
Desde el corazón de este presente oigo a nuestra literatura en potencia decir: Yo es otro. Nosotros somos otros.
Tocan a la puerta.
Regresan a casa.
Dejémoslas entrar.
Traen la gran rueda de fuego de la imaginación humana.
El Colegio Nacional
Ciudad de México, México
2 de septiembre de 1982