¡Obra en la vida!
Señoras y señores:
Hemingway decía que, para el autor, libro publicado era como león muerto.
Yo, menos violento que el gran turista sanguinario de la literatura norteamericana, siempre he preferido ver un libro terminado como un hijo —Artemio Cruz— o una hija —Aura— que ha cortado el cordón umbilical con el autor. Deben caminar solos y sin más apoyo que el de la lectura.
Añado: a todos mis libros, de Los días enmascarados a La frontera de cristal, los quiero por igual aunque algunos sean rengos, bizcos o albinos (como decimos en México), o todos hijos o todos entenados.
Quiero, en esta conferencia, aproximarme, retrospectivamente, al taller de mis propios libros, aceptando la lección de Borges: los libros no están detrás de nosotros, sino que nos encaran desde el porvenir.
Pero para llevar a buen puerto este relato de cómo escribí algunos de mis libros, voy a valerme de la invitación contenida en el título de uno de los más bellos volúmenes de Alfonso Reyes: Ancorajes: puertos, refugios, anclas que nos sujetan sin esclavizarnos, y que le dan un mínimo de seguridad y nobleza al pecado desconocido que, decía Alexander Pope, obliga al escritor a ahogarse en tinta todos los días.
Mis ancorajes, mis anclas, en esta ocasión, van a ser las fechas en que publiqué algunos de mis libros, esa ancla en la arena del mundo que es un año cualquiera de nuestras vidas, 1954, cuando publiqué mi primer libro, o 1995 cuando apareció el último hasta hoy.
Pago así un óbolo a la verdad predicada por George Orwell: Todos los escritores somos vanidosos, egoístas y regalones. En la raíz de nuestros motivos para escribir existe, sin embargo, un misterio. Escribir un libro es una lucha larga y exhaustiva, comparable a una prolongada enfermedad. Nadie escribiría un libro si no se lo exigiese un demonio al cual el escritor no puede ni resistir, ni comprender.
Que las fechas den, entonces, buen puerto a las embarcaciones, y libertad a los demonios, de la escritura…
En 1954, el chachachá estaba de moda en México y tocaba tierra con un misterioso aire de modernidad extraterrestre:
los marcianos llegaron ya,
y llegaron bailando el chachachá,
pero por muy lindas y buenas bailarinas que fuesen nuestras novias, y por muy marciano que fuese el chachachá, no alcanzaba a desplazar nuestra terrible envidia del gran bateador Joe DiMaggio, que ese año se casó, por segunda vez, con Marilyn Monroe.
La vacuna Salk contra la polio se volvió disponible en 1954, y en México se le otorgó por primera vez el voto a las mujeres. Don Adolfo Ruiz Cortines era Presidente de la República y todos lo considerábamos un anciano: tenía 62 años, usaba corbata de moño, se parecía a Boris Karloff y su idea de la felicidad era jugar dominó en el Café de la Parroquia de Veracruz. Al término de este siglo, Adolfo Ruiz Cortines pasa por ser, legendariamente, el más hábil político que ha ocupado la presidencia de México, y a él se deben dos frases inmortales de la polaca mexicana: primera, “la política es el arte de tragar sapos sin hacer gestos”, y segunda, “en México, hasta los tullidos son alambristas”.
México estaba en paz. El PRI había consolidado su sistema: una república hereditaria, renovable sexenalmente, sí sufragio efectivo no reelección; golpes militares no, milagro económico sí.
Pero en nuestras fronteras no había paz. La política de buena vecindad de Roosevelt murió ese año 54 en Guatemala, donde un régimen de izquierda, democráticamente electo, fue derrocado por la CIA. En vez de la buena vecindad, íbamos a vivir la Guerra Fría, la paranoia anticomunista, la doctrina de la seguridad continental.
Diego Rivera y Frida Kahlo marcharon con miles de mexicanos para protestar contra la invasión de Guatemala. Rivera empujaba la silla de ruedas de Frida, que había sido amputada de una pierna. Kahlo murió ese mismo año.
Cayó Dien Bien Phu y Francia le pasó a los Estados Unidos los trastos colonialistas en Indochina. Aparecieron dos grandes novelas: El señor de las moscas, de William Golding y la versión final de Las confesiones de Felix Krull, de Thomas Mann. Y Françoise Sagan, a los 19 años, publicó Bonjour tristesse, haciéndome sentir como un viejo al publicar, ese mismo año, a los 24, mi primer libro, Los días enmascarados.
Pero ni Françoise Sagan ni nadie podían quitarme la fiebre alegre con la que escribí ese primer libro, dando de manotazos a un foco eléctrico que pendía, desnudo, del techo de mi recámara: quería acompañar mi escritura de un espacio expresionista como el de las películas alemanas que entonces veía en el cine club del Instituto Francés a la vuelta de mi casa en la colonia Cuauhtémoc presentadas por el joven poeta escritor Jomi García Ascot.
El librito, aparecido en Los Presentes gracias a la generosidad de Juan José Arreola, tuvo éxito y causó polémica. Fue acusado por la crítica marxista de todos los pecados imaginables: formalista, cosmopolita, artepurista, afrancesado. No bastaba marchar por Guatemala para ser considerado un buen progre: además, había que escribir, a la manera realista socialista, el eterno triángulo entre dos estajanovistas y un tractor.
Yo creía desde entonces que la literatura era una aproximación a la otra cara de la realidad, no menos real aunque no se muestre. Quería que la imaginación innovase el mundo mítico, el mundo perdido, el mundo olvidado del cual descendemos.
Vi desde entonces la capital de México como una ciudad de muchos pisos geológicos: el Chac Mool, deidad de la lluvia, habita los sótanos de la vieja laguna indígena, pero es también el extraño hombre polveado que nos abre la puerta de un presente urbano más misterioso que el pasado azteca.
Todo está vivo en México —proclamaron los cuentos de mi primer libro—, el pasado es presente, pero igual que el futuro, contiene un enigma. Nunca agotaremos la novedad del pasado.
Me resultó natural pasar de este primer libro de cuentos a la primera novela, La región más transparente (1958).
En ella, me propuse descubrir y aun inventar la historia, crear espacios alternativos, dejar atrás la falsa disyuntiva fondo-forma: la novela, género de géneros, los desborda todos; no sólo debe dar un testimonio creíble, también debe crear formas flexibles. Escribí La región más transparente diciéndome a mí mismo qué gran oportunidad nos da la ciudad-novela de entregar en vivo la sensación de una identidad mexicana fluida, indeterminada, poderosa porque se está haciendo, porque no ha dicho su última palabra; ¡qué gran oportunidad para afirmar que la novela ocurre en dos plazas, el espacio público-político y el espacio privado-narrativo, y qué trabajo conducir los dos caballos, el de la literatura y el de la política, dar cuenta así del estado del arte como del estado de la ciudad!
Desde que leí La Celestina, de Fernando de Rojas, me fascinó la idea de la ciudad como lugar de libertad y de artificio, lugar de tiempos y espacios dominados por el dinero, la pasión, la crueldad y la fantasía. El Diablo Cojuelo vuelve a planear sobre el pastelón podrido de México D. F., aunque no se trataba simplemente de decir: Miren ustedes, la ciudad de México es, y es una ciudad enorme, burguesa, proletaria, moderna, pero con sótanos prehispánicos.
Me interesaba el lenguaje, la ciudad como el lugar donde las cosas pueden decirse de más de una manera, donde la poesía es un revulsivo que hace fluir los lenguajes estratificados de clases e individuos…
Necesitaba un gran maestro de ceremonias para este juego. Todas las ciudades de papel lo tienen. Los dos jóvenes del Satyricon, de Petronio, las falanges urbanas de la picaresca española, el Buscón de Quevedo, el Lazarillo de Tormes, el Fagin de Dickens en Londres, el Vautrin de Balzac en París…
El mío se llamó Ixca Cienfuegos.
Su canto es el de una ciudad que fue y ya no es, que fue y nunca volverá a ser… salvo en el eterno presente de la imaginación:
Mi nombre es Ixca Cienfuegos. Nací y vivo en México, D. F. Esto no es grave. En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta. Afrenta, esta sangre que me punza como filo de maguey. Afrenta, mi parálisis desenfrenada que todas auroras tiñe de coágulos. Y mi eterno salto mortal hacia mañana. Juego, acción, fe — día a día, no sólo el día del premio o del castigo: veo mis poros oscuros y sé que me lo vendaron abajo, abajo, en el fondo del lecho del valle. Duende de Anáhuac que no machaca uvas —corazones; que no bebe licor, bálsamos de tierra— su vino gelatina de osamentas…
En 1958, cuando publiqué mi primera novela, De Gaulle fue elegido Presidente de Francia, los primeros aviones jet cruzaron el Atlántico, la American Express expidió su primera tarjeta de crédito, un cuadro de Cézanne se vendió en 220 mil libras —el precio más alto alcanzado hasta ese momento por una pintura—, y el Papa Pío XII murió de hipo, seguido a los pocos días por la eminencia gris del Vaticano, sor Pascualina, que también murió de hipo. Murió el Papa, guía espiritual, pero nació ese mismo año Madonna —la muchacha material. Y al prohibir el Doctor Zhivago de Pasternak, la Unión Soviética dio una prueba más de su propia paranoia, su totalitarismo intolerante, su perversión del socialismo democrático.
Iba a renovarse la esperanza socialista en Cuba, a donde viajé el 2 de enero del año 59, entrando a La Habana antes de Fidel Castro, que hacía un lento y triunfal recorrido en Jeep desde Santiago de Cuba, con una paloma entrenada para posarse sobre su hombro cada vez que él se paraba a hablar y un hombre en el cual confiar, Camilo Cienfuegos. ¿Voy bien, Camilo?
Las revoluciones envejecen mal. En México los héroes, escribí en mi libro, son héroes porque murieron jóvenes.
Porque si en Cuba nacía una esperanza, en México el gobierno de Adolfo López Mateos, autodefinido como “de izquierda dentro de la Constitución”, intentaba equilibrar un acto doble: progresista hacia afuera, negándose a apoyar la campaña norteamericana contra Cuba, y represivo hacia adentro, persiguiendo al sindicato ferrocarrilero y a su líder, Demetrio Vallejo, a fin de mantener la unidad monolítica del partido y el Estado. En realidad, el sistema comenzaba a mostrar sus fisuras.
Publiqué en 1959 un libro, Las buenas conciencias, que ahora he juntado con otro publicado en 1967, Zona sagrada, bajo el título común de Dos educaciones.
Se trata de dos bildungsroman contrastados. Dos niveles y espacios sociales mexicanos, la provincia católica y burguesa y la metrópoli agnóstica y creso hedonista. Las buenas conciencias fue para mí un baño de serenidad y de paciencia después del tumulto de La región. Iba a ser parte de una tetralogía nunca terminada que eché al boiler de agua caliente cuando esos artefactos todavía eran necesarios en México. Me di una lujosa ducha con mis propias cuartillas incineradas y el culpable fue Günter Grass que ese año publicó El tambor de hojalata y me curó una vez más, ésta para siempre, de la tentación del realismo convencional. La estética hispánica, nos dijo un día Valle Inclán, sólo puede verse en un espejo deformado. De todas maneras, el bildungsroman de Jaime Ceballos —la novela mía que más se lee hasta hoy en México, sobre todo por adolescentes— me gusta porque me permitió acercarme a las contradicciones de la cultura católica en la que todos los españoles y latinoamericanos estamos inmersos, seamos creyentes o no. Le dediqué la novela a Luis Buñuel.
Pasaron muchas cosas trascendentales en 1959: Ingemar Johansson le dio una paliza a Floyd Patterson, arrebatándole el Campeonato Mundial de Box; Walt Disney le negó la entrada a Nikita Jruschov a su reino infantil, y la aparición de las pantimedias cambió para siempre la vida de las mujeres y la de los hombres que las deseamos.
La solidaridad con Cuba provocó la expulsión del diario Novedades de Fernando Benítez y quienes colaborábamos con él. José Pagés Llergo nos acogió en la revista Siempre! El silencio de la prensa nos llevó a un grupo de amigos —Luis Villoro, Enrique González Pedrero, Víctor Flores Olea, Jaime García Terrés y Francisco López Cámara— a fundar la revista El Espectador.
Sobre estas plataformas, bajo estas acechanzas, viví uno de los años más ricos de mi vida, 1962, año de intensidad política, amorosa, literaria. Viajé a Chile y Argentina, conocí en Concepción a Pablo Neruda y reconocí a José Donoso, con quien había asistido a la escuela en Santiago, y en París traté por primera vez a Juan Goytisolo, Jorge Semprún, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa.
Ese año, Andy Warhol exhibió sus retratos de los tarros de sopa Campbell, Christo envolvió el retrato de Brigitte Bardot, y Bob Dylan nos regaló “Blowin’ in the Wind”, verdadero himno de los sesenta. Se proyectó la primera película de James Bond, Brasil ganó en Chile la Copa Mundial, ahora Sonny Liston le dio hasta debajo de la lengua a Floyd Patterson, el mundo vivió la crisis de los misiles y, al borde de la guerra que nadie contaría, vimos una película extraordinaria, El ángel exterminador de Luis Buñuel, fábula de una humanidad atrapada por sus propios prejuicios, sus propios fantasmas, su propia realidad.
Murió Marilyn Monroe a los 36 años y todos nos quedamos íntimamente viudos.
También murió William Faulkner a los 64, y los latinoamericanos lo reclamamos para nosotros: nadie en este siglo nos enseñó a narrar mejor que este norteamericano del sur americano, hermanado con nosotros por el lenguaje gongorino y la excepción al mundo del éxito gringo: Faulkner le regaló a los Estados Unidos el mundo universal de la derrota admitida para poder compartir alguna victoria, que es el nuestro.
Quién sabe cómo —sentado en cafés parisinos, acogido a la hospitalidad de Fernando Benítez y Guillermo Haro en el Observatorio de Tonantzintla— publiqué ese año dos libros: Aura y La muerte de Artemio Cruz. No planté un árbol, pero tuve una hija, Cecilia. Fue uno de esos años en que si me han de matar mañana que me maten de una vez.
UN ÁRBOL. UN HIJO. UN LIBRO.
Todos mis libros son mis hijos, dije, pero entre ellos, Artemio Cruz es el más rejego, rebelde, taimado, traidor a ratos, héroe en algún momento, que constantemente regresa a mí, reclamando su filiación. Es un reproche, es un recuerdo. Es como el fantasma de Marley en el cuento navideño de Dickens: una vida eternamente pendiente.
No se deja enterrar.
No vive en paz.
Regresa, como las ánimas mexicanas en el Día de Muertos, a buscar la puerta de regreso a la vida. No se da por vencido. Quiere, no revivir su vida, no repetir su historia, sino poner en duda su propia vida, decir que su historia es más que la historia.
¿Cuál historia?
La Revolución mexicana es el tiempo histórico de mi personaje.
México mismo, su territorio, es el espacio de la novela de Chihuahua y Sonora al Distrito Federal, Veracruz y Puebla.
Y si el tiempo de la narración —1889-1959— incluye muchos tiempos, el espacio de la obra es asimismo plural:
Tú no podrás estar más cansado; más cansado, no: y es que habrás andado mucho, a pie, a caballo, en los viejos trenes, y el país no termina nunca. ¿Recordarás al país? Lo recordarás y no es uno; son mil países con un solo nombre.
Muchos países, con un solo nombre.
Muchos tiempos, jamás uno solo.
Tiempos mexicanos.
Tiempo del origen.
Tiempo ab-origen.
Tiempo hispánico.
Tiempo is pánico.
Tiempo mestizo.
Tiempos sagrados.
Tiempos profanos.
Tiempos heridos: herida prehispánica, herida colonial, herida independiente, herida gringa, herida gabacha, herida despótica, herida revolucionaria: la Revolución mexicana —el tiempo histórico de Artemio Cruz— es el parteaguas de la vida moderna de México.
El éxito de la revolución fue éste: demostrar que éramos todo lo que habíamos sido, sin exclusión posible. Artemio, la revolución, quieren abrazarlo todo, toda la tierra. Todos los tiempos.
Pero abrazar un espacio y todos sus tiempos no basta: hay que abrazar también a los hombres y a las mujeres que viven en estas tierras y que portan estos tiempos, es decir, estas culturas.
Ésta es la falla de Artemio. La revolución es incluyente. Pero la carga es excesiva, el tiempo y el espacio de México “son losas muy pesadas para un solo hombre”. Artemio es el hijo excluyente de una revolución incluyente. Quiere sólo para sí lo que debió ser para todos.
¿Es un traidor? No lo creo. Excluye porque la totalidad es demasiado exigente “para un solo hombre”. Su insuficiencia se convierte en el proyecto, personal, político, económico, de la revolución en el poder.
La revolución de Artemio Cruz es una sola de las muchas revoluciones que fue la Revolución mexicana.
No la de Zapata, no la de Villa, no la de las pequeñas comunidades, no la de las culturas alternativas, no la del segundo México, sino la del primer México, el México que desde la Independencia quiere ser del primer mundo, desarrollado aunque el precio sea la ausencia de democracia, pero sub-desarrollado en la medida en que su prosperidad es sólo la de unos cuantos: Artemio es parte de la revolución de Carranza, Obregón y Calles, la revolución desde arriba, centralizadora, modernizadora, estatista, capitalista, incapaz al cabo de dar cuenta de la segunda nación, el país excluido, pobre, milenario.
Artemio Cruz le da la espalda a la segunda nación. La suya triunfa. La de los demás espera, latente. Una de ellas —la segunda nación—, se manifestó el 1 de enero de 1994 en Chiapas.
Pero gracias al proyecto de Artemio, México es lo que es hoy, aunque también es lo que no es, dejó de ser, o aún no es.
Esta latencia, esta alternativa, este porvenir, sólo serán, sin embargo, y aunque nos pese, a partir de lo que Artemio Cruz hizo y fue.
El desafío que su destino deja en manos del lector es el de entender que una nación no es su poder: es su cultura.
¿Cómo reiniciar la identificación de la nación y su cultura que es el desafío del México actual?
En mi novela, empiezo por darle al personaje Artemio Cruz la oportunidad de reconstruirse él mismo, no a partir de su biografía lineal, sino merced a su libertad de escoger 12 días de su vida, 12 momentos decisivos de su destino.
Pero a la estructura dodecafónica del relato añadí una estructura temporal y verbal tripartita: cada día es acompañado de un tiempo verbal portado por un pronombre: Él, Artemio Cruz, y su pasado; Yo, Artemio Cruz, y mi presente; Tú, Artemio Cruz, y tu futuro.
La novela le da a Artemio Cruz las dimensiones que él, acaso, le arrebató a los demás, a las terceras y segundas personas, singulares, plurales, de los tiempos que, al morir el personaje, están a punto de agotarse para todos nosotros.
La literatura se empeña en concederle a Artemio Cruz, a su persona, a su mundo, a su memoria, a su deseo, una segunda oportunidad. La revolución nos devolvió la totalidad de nuestros pasados. Ahora, a nosotros, nos toca hacer con esos pasados una cultura que trascienda las exclusiones con las que Artemio Cruz construyó su poder sobre la tierra.
Artemio Cruz es una novela sobre la muerte de la vida. Aura, publicada ese mismo año, es una novela sobre la vida de la muerte. Es mi novela emblemática del tiempo y del deseo; no sólo de la posibilidad de convocar de vuelta la juventud, sino sobre todo de convocar el deseo, obtener el objeto del deseo y descubrir que no hay deseo inocente, porque no sólo queremos poseer, sino transformar, al objeto de nuestro deseo. El deseo nos arrebata de nosotros mismos, nos saca de quicio: la imitación de otro deseo que queremos compartir, poseer sólo para nosotros, suprimiendo, así sea violentamente, la diferencia entre nosotros y lo que deseamos.
Aura, la de los ojos verdes, es el objeto del deseo de Felipe Montero; pero la intermediaria entre ambos —la señora Consuelo, la anciana, la bruja— es quien funde a los amantes en un solo abrazo que la incluye a ella. Aura no es triunfo del amante masculino sino de las amantes femeninas. Es la diferencia de mi historia con otras parecidas del siglo XIX —Pushkin, Dickens, James—, en las que el hombre seduce a la joven para violar el secreto de la vieja. En Aura, las dos mujeres se alían para someter al hombre deseado al secreto femenino.
En otras palabras, en Aura las dos mujeres se unen para suprimir la diferencia entre su deseo y el del macho. Lo vencen y en vez de revelarle secreto alguno lo incorporan a la violencia estadística del amor: una delicia breve y fugitiva, el hielo abrasador y fuego helado de Quevedo, herida que duele y no se siente, pero tan maravillosa que por ella se soportan siglos de tedio y frustración.
El sexo: 10% de gloria y 90% de miseria. O como dicen los frígidos, aunque perversos, ingleses, el placer es fugaz, el precio altísimo, y la posición ridícula.
Pero nadie, por alto que sea el precio, por transitorio que sea el goce, quiere que su cuerpo desaparezca o deje de gozar.
El cuerpo nuestro de cada día, nuestro templo y nuestra cloaca, se pasa una vida entera evitando los escollos de la muerte, es decir, de la desaparición. Éste es un fantasma —el espectro del cuerpo y la muerte— que recorre casi todos mis libros y que es el signo de la literatura fantástica.
Y si la literatura fantástica como ha escrito Roger Caillois es un duelo entre dos miedos, el miedo máximo es que para dejar de tener miedo, nos veamos obligados a desaparecer. La turbia ambigüedad del miedo fantástico —los mitos de Drácula y Frankenstein dan cuenta cabal de ello— es que nuestra desaparición pueda ser el precio de un deseo consumado (éste, es para mí, la imagen detrás de la obra del artista mexicano más contemporáneo a mi obra, José Luis Cuevas).
Dejamos de ser porque el vampiro, o el monstruo, nos hacen suyos. Pero haciéndonos suyos, nos otorgan, junto con el terror de sucumbir al deseo del otro, el placer de gozar.
Otros tres títulos míos —Cumpleaños de 1969, Una familia lejana de 1980 y Constancia de 1989—, se abisman ante este precipicio, hermanados por el tema, la intención y el estilo fantástico. Cumpleaños apareció en 1969 cuando regresé a México después de la tragedia de Tlatelolco a comprobar que mi país, dotado del genio de la supervivencia, seguía viviendo pero nunca volvería a ser el mismo. La masacre de la plaza de las Tres Culturas es la herida de nuestra vida política contemporánea. La pregunta de 1968 sigue siendo la de 1998: ¿a qué paso, con qué inteligencia, conduciremos todos, los ciudadanos y el Estado, a México a la democracia?
1969: año de Woodstock y su liberación juvenil que no logró aplazar ni la vejez ni la muerte de una generación entera, la generación del mayo parisino y la Guerra de Vietnam.
Año en que Judy Garland, a los 47 años, encontró lo que había del otro lado del arcoíris, y Jack Kerouac, muerto a la misma edad que Judy, lo que había al final del camino.
En Cumpleaños trato de vencer los 33 fantasmas que cada ser humano carga sobre la espalda, haciendo que dos de ellos se recuerden: George de Jorge Luis Borges, en Londres en 1967 y el hereje medieval Siger de Brabante en la costa dálmata en 1360. Ésta es su herejía.
Él sólo recuerda, incesantemente, los momentos simultáneos de su conciencia y de su asesinato. Vive encerrado para siempre en una recámara desnuda, de ventanas tapiadas, pensando al mundo, pensando a los hombres, esperando que un criado pase un plato de latón debajo de la puerta. Esperando su nueva encarnación. Pensándote a ti, que no existes, en un tiempo que aún no existe. Que quizás jamás llegue. Me ha olvidado. Por eso, no sabe que yo lo acompaño siempre; que yo reencarno, un poco antes o un poco después de él, en distintos cuerpos, como él lo quiso.
En el instante en que éste —el hereje Siger— recupera la memoria total puede imaginar simultáneamente todas sus vidas anteriores y todas sus reencarnaciones. Pero 600 años después, un hombre contemporáneo tiene la misma experiencia: te recuerdo y me recuerdas. Pero entre un “te recuerdo” en 1360 y otro “te recuerdo” en 1967, hay el amor que dice: me recuerdas, nos recordamos.
Nuncia es el nombre de la mujer que oficia entre dos tiempos y entre dos cuerpos, como Aura y Doña Consuelo en Aura, Constancia en Constancia y otras novelas para vírgenes y Elisia Rodríguez “la Privada” en Viva mi fama, mujer alada de los escenarios dieciochescos de Madrid, luciérnaga que se le escapa a Goya, hembra infinitamente deseable porque se priva en el orgasmo, mujer que todo lo relaciona, todo lo acopla y todo lo coge a través del hoyo común del sexo y la muerte, de Eros y Tánatos.
Sólo en Una familia lejana, de 1980, la mujer mediadora está ausente y son los hombres los que se relacionan entre sí mediante la mutua atracción y el desafío lúdico; la apuesta estética: dos hombres, unidos, ¿seremos bellos o feos, Ariel o Calibán? Unidos, dos hombres, ¿seremos seres divididos, mitad bello y mitad bestia, Apolo de la cintura para arriba, Pan de la cintura para abajo? ¿O seremos, solamente, dos cuerpos que se disuelven en una cascada de hojas secas?
Las mujeres no quieren saber. Todas, en Una familia lejana, se tapan los ojos con las manos.
En 1980, cuando publiqué Una familia lejana, fue lanzado al mercado el Walkman de la marca Sony, se estableció el primer servicio internacional de faxes, y en Polonia surgió el movimiento que anunció el principio del fin del imperio soviético: Solidaridad.
Ese año, a los 88 años, murió Mae West (“Cuando soy buena soy buena, pero cuando soy mala soy mejor”). A los 40, fue asesinado John Lennon (Will you still need me, will you still feed me, when I’m sixty four?).
En 1989, cuando apareció Constancia, cayó el muro de Berlín y reinó la beatitud del fin de la historia: de ahora en adelante, la democracia y el capitalismo nos harían felices a todos. La represión de la plaza de Tiananmén nos recordó que se abría otra posibilidad, la del capitalismo autoritario. La justicia no reinó al desaparecer el comunismo, ni al este ni al oeste del río Elba, ni al norte ni al sur del río Grande.
El Presidente de los Estados Unidos, George Bush, dijo en 1980 que detestaba comer brócoli. Es lo único que tenemos en común.
Regreso al año 1967 cuando publiqué Cambio de piel.
La idea del mundo como representación, de la vida como espectáculo, fue uno de los impulsos originales de este libro.
Empecé por alternar, simplemente, dos tiempos históricos: Cholula ayer y hoy. Cortés y los españoles entran al gran centro ceremonial indígena en 1519 para exterminar a sus habitantes y reducir a escombros sus 365 adoratorios, uno por cada día del año.
Mis cuatro personajes entran en 1962, van rumbo a Veracruz, se les descompone el Volkswagen, deben pernoctar en Cholula. La pirámide ha sido abandonada a la maleza, pero se puede penetrar en su corazón mediante una red de laberintos que nos permiten apreciar los sucesivos cambios de piel de la estructura sagrada: son siete pirámides, una dentro de la otra, renovándose ritualmente para evitar la muerte del mundo.
La capilla de Ntra. Sra. de los Remedios corona la antigua pirámide. Los 365 adoratorios paganos fueron sustituidos por igual número de capillas cristianas. Y un manicomio de estilo victoriano construido al lado de la pirámide completa el paisaje de Cholula y de la novela.
En Cholula pasan la noche, con sus vidas, sus memorias, sus conflictos, sus destinos, Javier y Elizabeth, la pareja del escritor mexicano que un día fue promesa y su mujer, judía neoyorquina, así como el amante de Elizabeth, el arquitecto checo sudete Franz, que contribuyó a construir el campo de concentración de Theresienstadt, y la joven amante de Javier, Isabel, una chica liberada de los sesentas cuya frase más memorable es: “Yo, sin mis cocacolas, de plano no viajo…”
Pero ayer y hoy, en la matanza de Cholula y en los campos de la muerte nazis, en los pogromos medievales de Logroño y en las tundras del Gulag, en los coliseos romanos del César Nerón y los sangrientos campos de Pol Pot, en el sitio de la Numancia ibérica por Escipión y en el de la mártir Sarajevo por Karadzic, la cuestión es siempre la misma: ¿Qué hacer con el Otro? ¿Cómo hacer desaparecer a ese hombre, a esa mujer que no son como Tú y Yo?
Cambio de piel traza un periplo para decirnos que el problema de la intolerancia es excluir al Otro, expulsarlo del yo y de la historia: los indígenas y su cultura, los extranjeros, los inmigrantes, los judíos y los árabes, los negros, los homosexuales: la lista es infinita, es antiquísima, es, al cabo, universal.
Pero hay algo más terrible que la exclusión y es la manera de la inclusión, cuando la exclusión se muere de hambre y necesita devorar lo mismo que ha arrojado fuera de sí. Y el acto de devorar al ser odiado, supone convertirlo en espectáculo, y luego el espectáculo en castigo: Cortés necesita la ceremonia de Cholula para escenificar su matanza; los católicos necesitan la noche de san Bartolomé para exterminar protestantes; y los protestantes la plaza pública de Ginebra para quemar a Servet.
Los ejemplos son interminables, pero culminan, en nuestra época, con una verdadera universalización de la violencia. Y aunque el siglo XX ha demostrado que nadie está limpio de la culpa de la violencia, también es cierto que las dos amenazas más grandes contra la civilización fueron de origen europeo: fueron el precio oscuro de la pretensión eurocéntrica: el hitlerismo y el estalinismo.
Cambio de piel es una mirada mexicana, latinoamericana, sobre la ruina de Europa, la violencia de Europa y la muerte de la pretensión universalista de Europa.
No excluye la mirada sobre el cuerpo siempre herido, siempre manante, de México. Pero la mirada latinoamericana le arrebata a Europa el espectáculo del mal para relativizarlo, humanizarlo en cierto modo, y salvarlo, también, mediante la distancia narrativa: si Europa cree que el futuro ya está aquí, que la historia ya terminó, que no hay nada más que decir, que la meta narrativa de Occidente ha concluido, México y América Latina responden que la historia no ha concluido, que faltan muchas palabras por decir, muchas novelas por escribir, y que Latinoamérica quisiera contagiar a Europa de multiplicidades culturales, polinarrativas llegadas de ese Extremo Occidente como nos ha enseñado Alain Rouquié que somos los latinoamericanos.
No es Cambio de piel, sin embargo, una novela sólo de ideas, lenguaje y asociación. Es también una novela personal y su tema, a este nivel, es cómo se hace y deshace un amor, cómo se gana y se pierde una pareja. Ésta es otra manera de cambiar de piel y era, para Alejo Carpentier, el verdadero sentido de esta novela. Ver el mundo a través de la formación, disolución y renovación de la pareja.
Doble viaje, es de México a Cholula, de Europa a América, del pasado al presente pero también de la piel contigua, amada, perdida, deseada, de la pareja, a la piel del mundo, la historia, la política y regreso de la piel manoseada, externa, del universo, a la piel íntima, intocable hasta cuando copula, de un hombre y una mujer. Cada combinación de las parejas expía a la otra, la desconoce, la enjuicia, la exculpa.
En medio de este tránsito, el espectáculo de la vida, la vida como espectáculo, banalizado, carnavalizado por la cultura exhibicionista de los años en que ocurre la acción “presente” de la novela, los sesenta. Las modas, la música, las referencias, el culto del consumo, los Beatles, Mick Jagger, están allí para recordarnos que siempre ha habido un mundo referencial que le da su tono a una época. Cada personaje está apoyado por un subtexto cultural.
Pero encima de todo esto, una mirada, la mirada de América sobre Europa, Europa como el espectáculo de América, Europa descubierta por América, Europa como el Otro de América, Europa cuestionada por el Nos-Otros latinoamericano.
Cambio de piel fue escrita en la víspera de la matanza de Tlatelolco, que puso al día la violencia oficial de México pero también renovó el movimiento social liberado de nuestro país, la esperanza tantas veces frustrada de México. América y Europa: cuerpos que desde sus heridas devuelven la mirada del Otro y lo reconocen, al cabo, en la propia piel dañada.
¿Van a cicatrizar las heridas, vamos a cambiar de piel? La novela no lo sabe. Termina con un juicio y un sacrificio dentro del panal de piedra de la pirámide. Pide, históricamente, una conclusión ritual. Pero exige, narrativamente, una apertura, una renovación, una esperanza.
Dos anécdotas sobre este libro.
En 1967, Cambio de piel obtuvo el premio Biblioteca Breve otorgado, en Barcelona, por la editorial Seix Barral.
Como para confirmar cuanto llevo dicho, una pequeña violencia europea se desató tempranamente sobre esta novela mexicana. Prohibida por la censura franquista, nunca pudo ser publicada en España. Las razones dadas por el censor fueron que se trataba de una novela pornográfica, blasfema, anti-católica, anti-española, pro-judía y en consecuencia anti-alemana. La alianza de Franco con Hitler perduraba en el ánimo de sus censores.
Abundaban, en el documento oficial, ejemplos para justificar estas des-calificaciones, resumidas en una inapreciable consideración crítica: ésta era una obra que nunca debía caer en manos de las familias, sobre todo niños, adolescentes, señoritas y mujeres en general; gente decente, vamos.
Sentí, irónicamente, que lo ocurrido ilustraba, miserablemente, lo que la novela decía: el reino de la violencia, los dominios de la intolerancia, y la persistencia de la estupidez, son verdaderamente universales.
La otra anécdota; cuando la novela apareció en Italia en 1968, publicada por Feltrinelli y titulada Cambio di pelle, la edición de cinco mil ejemplares se agotó en un día. Mis editores y yo no salíamos de nuestro asombro, hasta que nos enteramos de que los cinco mil ejemplares habían sido adquiridos, de un solo golpe, por la Asociación Italiana de Dermatología. ¡Cambio de piel!
Sobra decir que poco tiempo después, Feltrinelli debió aceptar la devolución de los cinco mil volúmenes a fin de evitar un juicio por engaño.
Ojalá que ustedes no hagan lo mismo, si adquieren la edición de bolsillo o de Alfaguara.
Fin del comercial.
En 1967, para recibir el premio Biblioteca Breve, viajé por primera vez a España, con sentimientos mezclados. La violencia de la censura franquista fue el aspecto oscuro de este primer encuentro. La vida literaria de Barcelona, el genio subversivo de Juan Goytisolo, las lágrimas reparadoras de Carmen Balcells, por la bondad de Rosa Regàs, algunas de las buenas compensaciones. Todo, curiosamente, se sintetizó en mi primera visita a El Escorial, germen de la novela Terra Nostra, que publiqué en 1975 y que es no sólo el debate de un mexicano con esa mitad de nosotros mismos que es España, sino una afirmación del destino compartido, para bien y para mal, de España y la América española. El puente de nuestro conflictivo y fecundo encuentro, es el lenguaje, la materia misma de la literatura. Nunca, ni entonces bajo la dictadura, ni ahora en la democracia, he admitido un muro atlántico que separe nuestras letras: separados, perdemos; unidos, ganamos. La nuestra es ya la segunda lengua occidental, hablada por 400 millones. Será, en el año 2000, la segunda lengua dentro de los Estados Unidos de América. No la aislemos, no la perdamos, no la disminuyamos.
Terra Nostra es, en cierto modo, la historia alternativa de una civilización: la nuestra, la de los pueblos que hablamos español.
Pero decir que la historia pudo ser de otra manera es decir que no es, forzosamente, de la manera que la conocemos. La nuestra es historia vulnerada, hecha de promesas incumplidas, de culpas secretas, de repeticiones trágicas.
Pero lo cierto es que la felicidad y la historia rara vez coinciden.
En América Latina, hemos aprendido a escribir novelas para devolverle un mínimo de salud a la historia. La nuestra, por más que sea sometida a una forma lineal, se rebela y contorsiona porque sabe que la rodean tiempos múltiples, latentes, inacabados.
Construida sobre la terrible advertencia de Kafka —“Habrá mucha esperanza pero no para nosotros”—, Terra Nostra es la búsqueda de la figura que anuncie una nueva personalidad novelesca. La condición de este descubrimiento es hacerlo en el preciso momento del abandono y vulnerabilidad mayores de la figura.
Semejante génesis (en cuyo descubrimiento se han empeñado con mucho mayor acierto que yo John Hawkes y Julio Cortázar, Thomas Bernhard y Arno Schmidt, William Gay y Julián Ríos) la representan en Terra Nostra los tres muchachos arrojados a una playa del Cantábrico (cerca de Santillana del Mar) con sendas cruces en la espalda como todo signo de identidad.
De allí, de este leitmotiv, quiero arrancar para acceder a un mundo nuevo, literario y humano, cuyo impulso es reconocernos en los que no son como nosotros.
Como dijo Sartre, el infierno son los demás —y sin embargo, no hay otro paraíso que el que sepamos compartir con nuestros semejantes.
Pero el acceso al Otro siempre es difícil, pasa por el hoyo, y el hoyo es tumba, es culo, es boca, o letrina, o espejo. Y lo veda —veda la entrada— una fortaleza del poder, de la autoridad, de la Historia con mayúscula: El Escorial, los escoriales del mundo político, financiero, religioso.
La respuesta provisional de Terra Nostra a la dificultad de acceder plenamente a la historia y a la personalidad es ésta: una vida no basta. Se necesitan múltiples existencias para integrar una personalidad.
Es esta idea que Milan Kundera pensó en Praga a partir de Broch y que yo pensé en México también a partir de Broch, la que me hermana con mi amigo el escritor checo al que, en 1968, Cortázar, García Márquez y yo acompañamos en un intento, acaso no tan vano como pareció entonces, de celebrar, proteger, prolongar, la primavera de Praga.
“Bajo la luz de Broch”, escribió Kundera, “leo Terra Nostra… donde la totalidad de la gran aventura hispánica (europea y americana) es capturada… mediante la deformación onírica. Es en el momento final (fin de un amor, de una vida, de una época) cuando el tiempo pasado se revela de súbitamente como un todo y presenta una forma luminosamente clara y terminada… Y toda la historia no es sino la historia de algunos personajes (un Fausto, un Don Juan, un Quijote) que juntos han recorrido los siglos de Europa…”
A Kundera, desde aquí le respondo con un homenaje a su propia obra: La metáfora, Milan, se desvanece; el encuentro directo de las identidades ocurre. Ocurre a veces la transparencia de las imaginaciones pues en su hermoso libro de ensayos, Los testamentos traicionados, Milan dice lo siguiente:
La primera vez que tuve la sensación de estar ligado a otros fue al leer Terra Nostra. ¿Cómo es posible que alguien de otro continente, alejado de mí por su itinerario y por su cultura, se encuentre poseído por la misma obsesión estética de hacer cohabitar diferentes tiempos históricos en una novela, obsesión que hasta entonces, ingenuamente, consideré que sólo me pertenecía a mí?
Así habla un verdadero escritor de la verdadera relación entre los escritores y la literatura.
Ninguna novela, como Terra Nostra, me deparó mayor alegría al escribirla porque la hice muy cerca de Silvia —a quien el libro está dedicado— y a nuestros hijos Carlos y Natasha, mi mayor alegría al publicarla. Su extensión provocó una broma clásica: se necesita una beca para leerla. Pero el tiempo me ha dado, con ella, a mis mejores lectores, los lectores creados por la novela, no pre-fabricados por el mercado: la novela como la quería André Gide, no la que se dirige a lectores predeterminados, sino la que crea sus propios lectores, no los lectores de bestsellers, sino los de love-sellers, en todo caso, las mil páginas de extención de Terra Nostra constituyen el mejor regalo para alguien recluido en Almoloya.
La relación de Terra Nostra con la historia culmina con los relatos de El naranjo, de 1993, pero tiene su mejor explicación en Una familia lejana de 1980; cuya frase final es la siguiente: “Nadie recuerda toda la historia”. Subrayo el adjetivo. No la historia sino toda la historia: es la diferencia entre la historia como disciplina que aspira a la objetividad documentada y la literatura que aspira a crear un tiempo nuevo, antes inexistente, aunque la novela “ocurra” en la Rusia de 1812 para Tolstói o en la España de Felipe III para Cervantes.
“Nadie recuerda toda la historia.” Lo que hace falta recordar lo cuenta la novela, lo que la historia olvidó o nunca supo. Pero la novela deja de serlo si aspira, a su vez, a contar toda la historia. Ni siquiera puede contar toda su historia, sin sacrificar ese hoyo —erótico y mortal— por donde el arte se comunica con su destinatario.
A éste, el lector en el caso de Una familia lejana, le corresponde heredar la narración de los Heredia, cuya herencia es una novela inacabada.
Y a éste, el lector/elector, el que elige, le corresponde en Cristóbal Nonato de 1987 revelar que, como dice justamente Julio Ortega, nuestras ficciones se escriben sobre las fracturas de la modernidad latinoamericana. No son archivo referencial sino palimpsesto de oraciones tachado. El divorcio entre las palabras y los hechos es el trauma de la historia latinoamericana, tan retórica como un discurso priista de Roque Villanueva, colombiano de Guillermo León Valencia, o tan desnudo y flagelado como un cuento (mexicano) de Juan Rulfo.
En Cristóbal Nonato admito todas las hablas posibles, verdaderas y mentirosas, dichas, no dichas y des-dichas, áticas y cantinflescas, para procesar y reprocesar todos los niveles del lenguaje, todas las corrupciones de los idiomas que nos propone la modernidad, y todas las invenciones y neologismos que la critican, defendiéndose de ella con la burla del albur y del calambur, la mentada feroz y el tierno diminutivo: la coraza defensiva de los lenguajes mexicanos y su extensión panamericana: en el acto mismo en que una pareja —ángeles, ángelas— se hace el amor en una playa de Acapulco, tienen un hijo el Día de la Raza.
dame América, dale Ameriquita a tu Angelito; déjame acercarme a tu Guanahaní, acariciarte el Golfo de México, rascarte rico la delta del Mississippi, alborotarte la Fernandina, des-taparte el tapón del Darién:
Dame América, Ángel: véngase mi Martín Fierro, aquí está su pampa mía, dame tu Veragua, ponme tu Maracaibo, arrímame tu Tabasco, clávame el Cayo Hueso, piden pan y les dan queso, ri-quirrán, riquirrán, fondea en mi puerto, rico, déjame ahí el gran caimán, hazme sentir en la española, Vene, Vene, Venezuela! y una mordidita en el pescuezo: Draculea, ay Santiago, ay Jardines de la Reina, ayayay Nombre de Dios:
y así es concebido Cristobalito en las arenas de Acapulco nueve meses antes del Quinto Centenario: al ritmo de rockastec de la banda de los Four Jodiditos.
Mi propósito lingüístico en Cristóbal Nonato era doble. Por una parte, insistir, por la vía cómica, en la continuidad cultural de México y la América Latina y contrastarla con la fractura perpetua del discurso político y el aislamiento abstracto del discurso económico. Nos ha sido impuesta a los latinoamericanos una modernidad excluyente, ni mother ni dad, que deja fuera a más de la mitad de nuestros hombres y mujeres que viven culturas tradicionales, alternativas, dueñas de su propia modernidad, pero impedidos de manifestarla: es “la vasta red de comunidades rurales y barrios urbanos” donde habita la gran mayoría de los latinoamericanos, nos recuerda Julieta Campos en su grande y reciente libro ¿Qué hacemos con los pobres?
Pero por otra parte el discurso barroco, carnavalesco, bastardo, mestizo, de Cristóbal Nonato quisiera, mediante los tachones del lenguaje, mediante las fracturas del discurso, darles voz a todos, para que todos hablen desde donde estén, desde las tumbas, desde el fondo de la laguna azteca, desde los lechos de amor, desde las cárceles inquisitoriales, desde los paredones de fusilamientos, desde los palacios del poder, desde las atarjeas de los niños abandonados, desde las ciudades perdidas y sus montañas de basura, desde el vientre de la madre que es el sitio mismo de la narración de Cristóbal Nonato:
¡Hablen. No se callen. No se mueran!
¡Por favor hablen!
Y hablar, ¿para qué?
Para decir la enormidad del deseo, el deseo famélico de la América Latina, su insatisfacción barroca, el deslumbrante salto imaginativo de nuestras culturas, de México y el Caribe hasta Chile y el Río de la Plata, para ir más allá de las heladas fórmulas tecnocráticas y políticas a las palabras ardientes de la humanidad propia.
Sí, ¿por qué han sido tan imaginativos nuestros escritores y artistas y tan poco imaginativos nuestros políticos?
Los latinoamericanos todos tenemos que crear una comunidad para el siglo XXI: la comunidad como compromiso, ya no como fatalidad.
Cuando se publicó Cristóbal Nonato en 1987, fue juzgada demasiado apocalíptica, pesimista y negativa por muchos de mis compatriotas.
Mi respuesta fue: No se trata de una profecía sino de un exorcismo.
Pero la tragedia o quizás la comedia de la literatura fantástica en América Latina es que se vuelve literatura realista en unos cuantos años —o para decirlo en términos mexicanos, en un par de sexenios.
Prácticamente todas las profecías de Cristóbal Nonato —deuda creciente, pobreza, desempleo, marginación, corrupción, criminalidad, pérdida de soberanía— se han cumplido ahora, salvo una: en la novela el Presidente de la República es miembro del partido opositor de derecha, el PAN o Partido de Acción Nacional.
Pero aunque esta previsión está a punto de cumplirse, si no es que ya se cumplió, el lema de Cristóbal Nonato sigue en vigor: LOS SEXENIOS PASAN, LAS DESGRACIAS QUEDAN
Lo que queda, también, es la convicción crítica que me ha guiado desde La región más transparente, cuando la ciudad de México tenía cinco millones de habitantes, hasta La frontera de cristal, cuando rebasa los 20 millones.
Y ésta es la certeza de que la novela es el espacio privilegiado para dar cuenta de los múltiples tiempos de la verdadera historia humana, la que se radica en el presente para, desde el presente, tener pasado porque recuerda y porvenir porque desea. Pero la novela es también la arena en que se dan cita los múltiples lenguajes capaces de relacionar y actualizar los diferentes tiempos.
Crítica de la creación: No hay creación que no se sostenga en las obras del pasado.
Crítica de la tradición: No hay pasado vivo sin una nueva creación que lo anime, pero no hay futuro vivo con pasado muerto.
Crítica de la originalidad y elogio del arte combinatoria, de la literatura que vive de intertextualidad, parodia y mestizaje de géneros y lenguajes.
Crítica de la modernidad: Que deje de ser excluyente, que se vuelva incluyente.
Crítica de la escritura: La pureza es imposible e indeseable. Todos somos hijos de la Mancha. La poesía puede aspirar a darle mayor pureza a las palabras de la tribu. La novela no tiene más remedio que embarrarse con el lodo de la tribu.
Crítica de la lectura: El lector inaugura siempre el libro, es siempre el primer lector.
Crítica del libro: Objeto en y del mercado, desde el mercado debe recordarnos que una economía democrática exige una cultura democrática y una cultura democrática requiere un Estado democrático. El arte y la literatura son el espacio espiritual de un país y mientras más libre se hace un país, más nos pertenece a todos y más se acerca a la vibrante utopía de la escritura: lo que se puede hacer con las palabras, ¿por qué no podría hacerse con las mujeres y con los hombres?, ¿podemos con la literatura desbordar los márgenes de la creación, ampliar la sonoridad de la voz humana y ennoblecer el gesto de la actividad personal? Sí, claro que sí, pero sólo a partir del reconocimiento de la fragilidad, el humor y la inquietud que preceden a la palabra y la arrancan de su silencio.
Señoras y señores:
Yo le agradezco al Colegio Nacional esta oportunidad de relacionar mis libros con un tiempo que todos compartimos y que quisiera resumir con esta simple lista, convencido, como lo estoy, de que la literatura es un evento continuo, inseparable del tiempo y de la comunidad, aunque a veces, con suerte, lo ilumine una que otra epifanía:
Los días enmascarados: en 1954, las mujeres mexicanas conquistaron el voto.
La región más transparente: en 1958, fue prohibido el Doctor Zhivago.
La muerte de Artemio Cruz: en 1962, murió William Faulkner.
Cambio de piel: en 1967, el primer paciente del Dr. Christian Barnard vivió dieciocho días.
Cumpleaños: en 1969, murió Boris Karloff.
Terra Nostra: en 1975, el pueblo de Vietnam derrotó a los Estados Unidos.
La cabeza de la hidra: en 1979, la Unión Soviética invadió Afganistán.
Una familia lejana: en 1980, fue asesinado el obispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero.
Agua quemada: en 1981, fue identificado el virus del SIDA.
Gringo viejo: en 1985, Boris Becker fue el más joven campeón de Wimbledon.
Cristóbal Nonato: en 1986, murió Jorge Luis Borges.
La campaña: en 1990, se cayó la Cortina de Hierro y se oxidó la dama de fierro.
El naranjo: en 1993, firmaron la paz Israel y la OLP.
Y Diana: en 1994, año en que fue asesinado Luis Donaldo Colosio.
Muchas gracias.
Círculo Madrid
Madrid, España,
6 de julio de 1995