Una nueva geografía de la novela

Señoras y señores:

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, el escritor francés Roger Caillois, quien había pasado los años de la conflagración en Buenos Aires y muy cerca del grupo de la revista Sur (y de Victoria Ocampo), regresó a París y sentenció lo que sigue:

Durante la primera mitad del siglo XIX, la novela le perteneció a Europa.

En la segunda mitad, su epicentro se trasladó a Rusia.

Los Estados Unidos fueron la sede de la gran novela de la primera mitad del siglo XX.

Pero en la mitad que falta del siglo actual, veremos la supremacía de la novela latinoamericana.

Bueno, Caillois tuvo en cierto modo razón —pero se quedó corto.

Persuadió al gran editor y gran amigo que fue Claude Gallimard para crear una biblioteca especial dentro del marco editorial de la NRF titulado “La Cruz del Sur”.

En esa colección de tapas amarillas y letras verdes, aparecieron por primera vez en lengua francesa Miguel Ángel Asturias, Jorge Luis Borges y Alejo Carpentier.

Pero fue Julio Cortázar quien se quejó, amistosamente, con Claude Gallimard, pidiéndole, Ché Claude, sácanos ya de ese ghetto amarillo y verde. La literatura latinoamericana no es una especie zoológica aparte. Es parte, por el contrario, de la literatura humana, es decir, de la novela mundial.

Gracias a la iniciativa de Julio, los escritores de la América Latina comenzamos a aparecer en la colección titulada “del Mundo Entero”, y allí hemos permanecido desde entonces, sin necesidad de hacer explícita nuestra natural pertenencia tanto a nuestras literaturas nacionales, como a la literatura latinoamericana, y a la literatura mundial.

Pero Roger Caillois se quedó corto en otro sentido.

La segunda mitad del siglo XX no fue sólo el medio siglo de la literatura latinoamericana.

Lo fue también de la literatura en lengua árabe, turca y japonesa.

Lo fue de la literatura en francés de las antiguas colonias del Caribe, del Magreb y de la región subsahariana.

Lo fue, espectacularmente, de las novelas escritas en los antiguos dominios del Imperio Británico: Canadá y el Caribe, Australia y Nueva Zelanda, Nigeria y África del Sur, la India y Pakistán: The Empire Writes Back.

Esta extraordinaria expansión en el espacio puso de manifiesto dos cosas:

Primero, que la tantas veces proclamada muerte de la novela era, por lo menos, prematura.

Y segundo, que las novelas de Salman Rushdie y Margaret Atwood, de Chinua Achebe y Amos Oz, de Yasunari Kawabata y de Naguib Mafouz, de Orhan Pamuk y de Nadine Gordimer, de Anita Desai y de Peter Carey, de Ben Okri y Ricardo Piglia, habían creado nuevos y múltiples centros de creación novelística, sin supremacías nacionales o raciales, dándole voz a la pluralidad de las culturas del mundo, hechas por hombres y mujeres de muy diversas lenguas, tradiciones y etnias.

La “literatura universal” proclamada como un deseo abarcante, casi amoroso, y muchas veces frustrado, de la Ilustración, por Goethe, su Welfliteratur, se ha convertido en una realidad, dándole la razón — siempre la tuvo— a nuestro Alfonso Reyes y su famosa proclama: “Seamos generosamente universales para ser provechosamente nacionales”.

La “literatura mundial” de Goethe ha ganado al fin su sentido recto: es la literatura de la diferencia, la narración de la nación, pero también la polinarrativa de las civilizaciones: mestizas, plurales, nómadas y migratorias a la vez que enraizadas; puente entre la aldea local y la aldea global, la novela de hoy no sólo se ha expandido llamativamente en el espacio:

Se ha transformado, también, en el tiempo, incorporando, notoriamente, toda una historia marginal al antiguo eurocentrismo.

Es más, cada historia de los antiguos márgenes, venga de Argelia, Argentina, o Australia, se convierte desde el momento en que es novelada, en historia central: la nueva geografía de la novela derriba muros antiguos en el espacio, pero libera, también, una narrativa de tiempos largamente soterrados.

Espacio de la novela, desde luego, pero también y quizás sobre todo, tiempo de la novela. Pues por más que se extienda en el espacio, cada novela que se escribe levanta, sobre su terreno, un tiempo. Al multiplicarse los espacios de la novela, se multiplican también los tiempos de la novela.

Tiempo de la novela, en contra de todos los augurios de su muerte al terminar, se nos ha venido diciendo, la Era de Gutenberg, e iniciarse la Era de Ted Turner y Bill Gates.

No ha sido así.

Y no lo ha sido, porque la relación de la novela con el tiempo es algo insustituible. Ha habido tiempos sin novela. Lo que nunca ha habido es novela sin tiempo.

El tiempo de la novela corresponde al bellísimo concepto de Platón: Cuando la eternidad se mueve, la llamamos tiempo.

Y nadie ha descrito mejor ese movimiento de la eternidad que llamamos tiempo que un novelista norteamericano, William Faulkner: El futuro ya está aquí, dice un personaje de El ruido y la furia, el futuro ya está aquí y el presente empezó hace diez mil años…

“Tratemos de sincronizar —nos pide Virginia Woolf en Orlando—, tratemos de sincronizar los sesenta o setenta tiempos que laten simultáneamente en todo sistema normal humano.”

Todo lo dicho nos indica que la relación de la novela con el tiempo ocurre en múltiples e inagotables niveles. La geografía de la novela no hace sino multiplicar la complejísima red temporal de cada novela que se escribe.

Quizá nadie presentó la complejidad temporal de la novela de manera más ingeniosa pero también más desesperada, que Laurence Sterne en el Tristram Shandy, de 1760; una novela en la que la novela es, simultáneamente, la duración de su escritura, la duración de los personajes, la duración cronológica de los eventos narrados dentro de la novela y la duración cronológica de los calendarios históricos fuera de ella.

Sterne escribió una comedia crónica, una novela del tiempo en la que el narrador ficticio, Tristram Shandy, posee un tiempo propio, el del personaje, que no es el tiempo del autor que pierde o gana el tiempo describiendo al personaje de manera tan fiel y minuciosa, que al cabo se queda sin más tiempo que el dedicado a escribir Tristram Shandy:

La materia de la escritura y el tiempo de la misma se confunden angustiosa, imposiblemente, porque también Tristram Shandy, el personaje, no tiene tiempo más que para escribirse a sí mismo, escribiendo: deja de vivir a fin de escribir, pero escribir es su vida, toda su vida, todo su tiempo…

Como si ello no bastara, Laurence Sterne nos hace presente otro tiempo distinto del de la escritura, que es el tiempo de la lectura: El autor se dirige constantemente al lector, le pregunta qué debe hacer, lo abandona por un año, regresa al lector, le pide permiso para narrar, lo pone inclusive en el brete de decidir si la novela debe continuar o no, y le ofrece la oportunidad, mediante una página en blanco, de dibujar la imagen de una mujer tan bella, que el autor no se atreve a describirla: que el lector la imagine.

Tiempo de la escritura: tiempo doble, porque uno es el tiempo del personaje Tristram Shandy, dedicado a escribir su vida, y otro el tiempo del autor Laurence Sterne, escribiendo a Tristram Shandy escribiendo su vida, y otro es el tiempo del lector que un día se sentará, o no, a leer esta novela, y otro es el tiempo en el que ocurre la acción de la novela, la primera mitad del siglo XVIII, y otro más el tiempo de la vida del protagonista dentro de ese período histórico, que es el presente de la novela para el autor y sus personajes pero que ya es el pasado para él y los lectores siguientes del libro.

Así es: Una novela tan contemporánea para su autor y sus primeros lectores como El gran Gatsby de Scott Fitzgerald, es ya, para nosotros, una novela de un tiempo histórico pasado.

Pero una novela como La guerra y la paz de Tolstói ya era una novela sobre un tiempo pasado cuando Tolstói la escribió.

Y una novela futurista como el 1984 de George Orwell dejó de serlo cuando la fecha fatídica llegó y buena parte de lo previsto por Orwell no sólo era ya cierto cuando el autor escribió el libro en 1949, sino que se volvió cierto entre la fecha de publicación y 1984, en tanto que otras profecías no ocurrieron en 1984 —aunque bien pueden suceder en el futuro sin calendarios de esa gran novela política.

Pero por más interesantes que puedan ser las novelas que evocan un pasado histórico, retratan un presente histórico o prevén un futuro histórico, dos cosas son ciertas:

La primera es que todos esos tiempos históricos serán, en cuanto tales, pasado fatal en la medida lineal de los calendarios. Igualmente “pasado” son hoy, en este sentido, La guerra y la paz que ocurre en 1812, 1984 que ya ocurrió hace catorce años, o La guerra de los mundos de H.G. Wells que, aún, hasta donde sepamos, no ocurre.

La segunda certeza es que el verdadero tiempo de una novela es siempre interno a la novela y en este sentido, Tolstói, Orwell o Wells, son siempre presente, están siempre en el presente de su narración, así evoque ésta en pasado, un presente o un futuro históricos. Siempre en el presente.

Ésta, ya lo sabemos, es casi la definición del mito: el eterno presente. Pero si el mito, como las otras formas antiguas de la narración dramática —la épica y la tragedia—, cuentan, como lo observa Ortega y Gasset, una historia concluida, un hecho ya sabido de antemano —el mito de Prometeo, la épica de Odiseo, la tragedia de Edipo— la novela nos introduce en una historia por hacerse, una historia desconocida e inconclusa.

No caigo en la distracción de negarle a Homero o Sófocles infinitos poderes de recreación, reinterpretación y, en general, emocionada renovación en la lectura o representación de sus obras.

En este sentido, la épica y la tragedia antiguas siempre son novedosas, al contrario de lo que sucede con el melodrama, que sólo puede suceder una vez. Aunque viendo la película Titanic me convenzo de que lo único imprevisible es el hundimiento del barco, dado que lo demás —el “romance” de la película— pertenece al más previsible de los folletines. Y el melodrama, señoras y señores, es la comedia sin humor.

Pero sí coincido con Ortega en que la Antigüedad nos presenta mundos concluidos y la Modernidad, casi por definición, mundos por hacerse.

Si esto es así, ¿qué mundo se está haciendo en nuestro propio tiempo, cómo crean los novelistas de hoy un mundo narrativo dueño de un tiempo propio que sea, como Tristram Shandy o Don Quijote o ¡Absalón, Absalón!, novela de un cierto tiempo histórico, pero novela, al mismo tiempo, capaz de crear su propio tiempo narrativo?

La respuesta es que hay muchas maneras de conocer, pero en literatura, el nombre del conocimiento es imaginación, incluyendo la imaginación del tiempo, presente, pasado o futuro.

Ningún ejemplo mejor —culminando la tradición de Cervantes y Sterne— que el cuento de Borges “Pierre Menard, autor del Quijote”: el significado de los libros no está detrás de nosotros, nos indica Borges, al contrario: nos encara desde el porvenir y tú, lector, eres el autor de Don Quijote porque cada lector crea su libro, traduciendo el acto finito de escribir en el acto infinito de leer.

Esta es la verdad de Borges y sus lectores.

No lo es la del mundo y sus poderes. Me explico: La convicción del humanismo es que el hombre —y la mujer— son los actores y creadores de la historia y que este privilegio le impone a la humanidad el deber de imaginar la historia.

Nadie estuvo presente en el pasado.

Y en gran medida, por lo menos a partir de la Ilustración europea, sospechamos que nadie hubiese querido estar presente en un pasado visto por Voltaire como un solo e irredimible desastre hundido para siempre en el precipicio de la barbarie.

En cambio, la promesa constante del mundo moderno ha sido la promesa de la felicidad en el futuro.

Happiness. Bonheur. Felicidade. Das Glück.

El mundo moderno ha mantenido su poder político sobre esta afirmación: Les prometemos que serán felices.

¿Todos?

Bueno, no, primero los hombres y no las mujeres.

Primero los blancos y no los morenos.

Primero los propietarios y no los desposeídos.

Primero los dictadores del proletariado y no los proletarios mismos.

¿Felices?

¿Cuándo?

Bueno, mañana, quizás, apenas demos por terminado nuestro tremendo juicio contra Dios, contra el pesimismo trágico, contra la explotación del hombre por el hombre, o contra quienes aún no se globalizan por completo: La modernidad ha vivido durante dos siglos de sus promesas, de Condorcet a Milton Friedman y de los Hermanos Marx a los Chicos de Chicago.

Todos los estados industriales y tecnológicos avanzados se han sostenido sobre la religión de la futuridad y el desprecio hacia un pasado que sólo ha servido, cuando mucho, como fuente de legitimidad para ejercer el poder en nombre de un futuro feliz.

La sujeción de sociedades enteras a la futurización acrítica ha sido doblemente peligrosa, porque informa íntimamente tanto la visión que el mundo creso hedónico —el mundo del matrimonio, del dinero y el placer, creso hedonismo— es decir, la visión que el poder tiene del resto de la humanidad que aún no ingresa al círculo virtuoso de la información y el poder alimentándose mutuamente, como la ley de una necesidad espúrea que pretende mover, más allá de todo gobierno racional, el libre juego de las fuerzas económicas.

Ambos factores —la exclusión, disfrazada de fatalidad— pueden conducir a un darwinismo global en el que sólo habrán de sobrevivir los más fuertes, marginando, quizás para siempre, a los más débiles.

Ambos factores —exclusión y fatalidad— pueden conducir, también, a un insano divorcio que consagra el futuro feliz, condena al pasado infeliz y nutre lo que el historiador Michel de Certeau llamó “El discurso de la separación”.

Certeau, que era francés, jesuita y freudiano —una peligrosa combinación— dijo que la historia moderna se manifiesta como una separación constante entre pasado y porvenir, a fin de asegurar que el pasado sea realmente eso, pretérito, a fin de que nosotros, de acuerdo con el proyecto ideológico, económico y político que nos rige —Certeau escribía esto en 1975—, a fin de que nosotros seamos siempre nuevos, diferentes del pasado, nuevos y por ello hambrientos de novedad en la moda, la diversión, el consumo, la información, la tecnología, el sexo.

La novedad sería el certificado feliz de una sociedad que, llamándose conservadora, no conserva nada, sino que todo lo transforma, a la menor brevedad posible, en basura: Sociedades kleenex, de uso instantáneo a fin de reponer el objeto desechable, —automóvil, estéreo, lavadora, peinado, falda, cereal— cuanto antes, con un irresistible y novedoso producto que a las 24 horas será arrojado, a su vez, a la basura.

Hablo de esa “parte maldita” de la energía excedente descrita por Georges Bataille en 1948 y que nos conduce, según el autor francés, al abandono, al desperdicio y a la agitación sin fin.

El precio de este proceso es la amnesia.

Doble amnesia.

En primer lugar, amnesia externa para olvidar la existencia de culturas diferentes a la imperante, negándole, en consecuencia, realidad al otro, al hombre o la mujer de culturas diferentes, convertidos así en fantasmas expulsados del mundo satisfecho.

Pero en segundo lugar, amnesia interna, no sólo olvido del que está afuera, sino del que está adentro, amnesia interna que nos permite olvidar que nuestro destino personal, dentro de este sistema, es convertirnos también en el otro, en el extranjero doméstico, cuando, al morir, el futuro nos certifique como absolutamente dispensables. Cuando somos parte del pasado, ya no somos. Muertos, todos seremos indios chiapanecos, mapuches, o patagones, los olvidados.

La historia moderna, escribe Certeau, sólo admite el pasado como texto cuando el pasado ya no puede hablar —es decir, cuando no puede dañar.

Los fantasmas de la historia se alojan en la casa de la historia a condición de callar para siempre.

La historiografía tranquiliza a los muertos que quisieran continuar espantándonos en el presente y les ofrece —nos ofrece— en cambio, un sepulcro escriturado.

Sí, es cierto: nadie estuvo presente en el pasado.

Y hoy, nos posee la temible sospecha de que quizás, superando las peores previsiones de Certeau, no haya nadie presente en el futuro.

Pues en la mirada de la futuridad feliz había siempre una nube secreta, un paisaje no mencionado pero infinitamente reconfortante: que es, precisamente, la relación tradicional entre el ser humano y la naturaleza.

La naturaleza siempre había establecido una superioridad tácita sobre el género humano:

Ustedes, hombres y mujeres, van a perecer.

Yo, naturaleza, voy a sobrevivir.

Actualmente, y quizás por primera vez, todos sabemos que podemos perecer juntos: La Naturaleza y la Humanidad.

Basta un hoyo en la tierra o un hoyo en el cielo para que todos dejemos de existir, instantánea, fatal y conjuntamente, tragados por el vacío.

Este sí que sería el fin de la historia, no el final de broma imaginado por Francis Fukuyama, e identificado con el fin de la dialéctica hegeliano-marxista y el triunfo universal de la democracia capitalista.

No voy a contradecir la teoría del final de la historia sino, primero, con una gran imagen de la novela de Juan Goytisolo, La saga de los Marx.

El viejo barbón sale hoy mismo del metro de París al bulevar de Saint-Germain y encuentra su efigie y sus libros en todas las librerías: la caída del llamado “socialismo real” revela la verdad de la crítica social de Marx, ocultada y deformada por el totalitarismo estalinista. Los problemas sociales no se han evaporado con la caída del comunismo. Al contrario, el fin de la guerra fría los ha revelado con mayor urgencia y nitidez que nunca.

Y segundo, evoco la advertencia del tiburón de las finanzas, George Soros, cuando nos previene que, concluida la Guerra Fría, el capitalismo bien puede desprenderse de su justificación política —la democracia— y asumir, en nombre del pragmatismo más expeditivo, una justificación autoritaria.

Difícil, por el momento, de concebir en Inglaterra o Francia, el capitalismo autoritario ya es una realidad en China, en muchas partes del continente Asiático y una tentación, ¿por qué no?, en nuestra propia América Latina si los recientes avances democráticos no se traducen pronto en visibles avances económicos y sociales.

Mi pregunta esta noche es la siguiente: ¿Contribuye la novela, en su estado y extensión actuales, a rescatar de la muerte la memoria de nuestro pasado y a darle valor a nuestra presencia en el mundo aunque no nos sumemos a valores uniformes de consumo, entretenimiento, docilidad política y resignación económica que nos prometen un futuro feliz? ¿Contribuye la novela, en su vigor y amplitud actuales, a rescatarnos del aislamiento entre las culturas y a comunicarnos con la humanidad que no cabe dentro de los parámetros de lo que hoy constituye la “felicidad” global?

Porque creo que este es el doble problema de la falsa felicidad de la indiferencia y el olvido: Nos aísla de nosotros mismos porque nos aísla de los demás. Y nos aísla de los demás porque nos aísla de nosotros mismos.

Nos engaña, por ejemplo, haciéndonos creer que la abundancia de información equivale a la calidad de información: Si gozamos de una supercarretera de mil canales de televisión, ¿para qué leer a Tomás Eloy Martínez o a César Aira?

Si ya lo sabemos todo, ¿qué más nos van a enseñar Nadine Gordimer o José Saramago?

O por el contrario, ¿nos dice una novela de Nélida Piñón todo lo no dicho sobre el pasado, presente y futuro de Brasil?; ¿reúne una novela de Juan Goytisolo todos los tiempos olvidados o excluidos de una cultura, en su caso la civilización árabe y judía de España?

La prueba de que la novela actual es consciente de estos problemas se encuentra en las novelas y los novelistas que celebramos hoy aquí en México.

La nueva geografía de la novela representada en esta serie de conferencias por algunos de los más eminentes autores de la hora actual —la relación de la ficción con el tiempo y con la historia— es inseparable de una representación de culturas largo tiempo separadas entre sí o ignorantes las unas de las otras en el espacio.

El colombiano García Márquez invita a la neoyorquina Susan Sontag a visitar Macondo y Susan Sontag, a su vez, visita la Centroamérica de Sergio Ramírez, la “delgada cintura del sufrimiento”, como la llamó Pablo Neruda.

El portugués Saramago le ofrece a la irlandesa O’Brien una isla de cenizas quietas, Lanzarote, como refugio de la isla encendida de fuegos verdes, Erín.

En tanto que los infinitos caminos del veldt surafricano de Coetzee —los senderos del inolvidable Michael K.— conducen a la medina marroquí de Goytisolo donde se dan cita, en el espacio maravillado de la plaza de Djema Al’Fna, todas las juglarías, canciones, leyendas y sueños desparramados en las rutas brasileñas de la dulce canción de Nélida Piñón.

Es decir, que esta expansión de la geografía de la novela, esta introducción de una cultura en otra, no nos exime del trato con la tradición de la cual cada uno de nosotros proviene y es portador.

Compartida a veces, y por ello más ligera, pero a veces carga solitaria y por ello más pesada, la tradición nos impone a todos la presencia del pasado, la necesidad de escuchar el lenguaje que precedió al nuestro, y que Eliot resume en la obligación literaria de que “el pasado sea alterado por el presente tanto como el presente es alterado por el pasado”. Hay una imagen que me gusta especialmente para ilustrar lo que digo.

En su novela inacabada, Between the Acts, Virginia Woolf evoca una recámara como “una concha de mar en la cual se escucha el canto de lo que fue antes de que existiese el tiempo”.

Este tiempo antes del tiempo, el tiempo intemporal que fue la magnífica obsesión de Alejo Carpentier, se conjuga fatalmente con lo que Eliot llama el sentido histórico del escritor, nos dice el autor de La tierra baldía, y que consiste tanto de un sentido de lo intemporal como de lo temporal y de ambos —lo temporal y lo intemporal— reunidos.

Sólo significa, para mí, que una obra literaria nace siempre de una pérdida inicial: una novela representa cada vez, el inicio de una búsqueda:

Llámame Ismael.

Durante largo tiempo, me acosté tarde.

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos.

Todas las familias felices son iguales, sólo las familias infelices son diferentes.

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme.

Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.

Cada una de estas frases iniciales abre el camino de una búsqueda que es, radicalmente, un acto de amor, un abrazo.

Sólo este abrazo nos permite iniciar el noviazgo — el acto amoroso— con lo propiamente histórico que entonces sería, más allá de la anécdota, de la veracidad documental o de la progresión lineal de una supuesta ciencia histórica, parte de una poética que abarcaría la vida histórica, y no al revés: es decir, parte de una historia en que la poética fuese apenas un asterisco a pie de página, como ocurre general y desgraciadamente.

¿Qué quiero decir, estrictamente, cuando hablo de una poética?

Quiero decir lo contrario de una lógica.

La lógica es unívoca, exige un solo sentido: dos más dos son cuatro.

La poética es plurívoca, exige más de un sentido: dos más dos pueden ser uno cuando Alicia atraviesa el espejo, cinco cuando las mujeres de Pedro Páramo se hablan desde las tumbas contiguas de Comala, cien cuando el Capitán Ahab arrastra a la tripulación del Pequod al desastre en nombre del orgullo y la venganza, o tres cuando Anna Karenina lo sacrifica todo —marido, hijo, posición social— por una pasión amorosa que, quizás, no valía la pena.

Pero quisiera evocar un evento radical en el arte de narrar que resume, en cierto modo, cuanto aquí llevo dicho.

Ese evento ocurre cuando Gregorio Samsa, en la madrugada fundadora de la narrativa del siglo XX, despierta y descubre que se ha convertido —no, más bien, descubre que es— un insecto.

En ese instante asombroso, en ese amanecer brumoso de Praga, se disuelve junto con Gregorio Samsa la personalidad novelesca anterior y nace una nueva relación narrativa entre el sujeto y el objeto, entre el personaje y su mundo.

Los personajes de La metamorfosis, El castillo o El proceso: Son no sólo ellos mismos —Gregorio Samsa, el agrimensor o José K.

No son sólo probables modelos de la vida real en la Europa Central bajo la monarquía dual —austro-húngara.

No son sólo judíos como su autor o, como él, víctimas de un padre tirano.

No son sólo habitantes de una Praga que Kafka ve como una madrecita con garras.

Son, sobre todo, seres que se están constituyendo bajo nuestra mirada.

Todo lo contrario del personaje decimonónico entregado al lector en “redondo”, como decía E. M. Forster: el personaje bien hechecito.

Todo lo contrario del personaje de Dickens definido por la acumulación de singularidades y excentricidades.

Todo lo contrario del personaje de Balzac cuya actividad, hábitat e ingresos conocemos al detalle.

Personajes en proceso de constituirse como “figuras”, nos anuncia Cortázar, figuras que apenas larvadas ocupan invisiblemente una casa, se sueñan recíprocamente tendidas en un quirófano o en la cima de una pirámide azteca, o se descubren en la escena de un teatro representando un papel que nunca han ensayado…

Son esas figuras propuestas por Kundera a partir de su apasionada lectura de Los sonámbulos de Hermann Broch, como confusiones, es decir, seres que se funden y confunden unos en otros de acuerdo con un orden invisible, subterráneo, que acaba por constituir una polinarrativa capaz de dar cabida a la poli-historia de la humanidad concreta.

¿Qué puede decir una novela que no podría decirse de ninguna otra manera? Puede decirnos, gracias a la naturaleza inacabada del ser humano en la historia, en qué consiste el ser concreto del ser humano en la historia.

Ser inacabado que no ha dicho su última palabra.

Ser solitario que a través de la ficción se confunde con los otros.

Ser confundido que en la novela descubre un proceso de re-integración absolutamente privilegiado en que se pueden dar cita filosofía y poesía, sicología y política, economía y teatro: la novela es el género integrador por excelencia. Género que reúne todos los géneros, acto temporal que abraza todos los tiempos, hecho del presente que nos permite estar presentes en el pasado y el porvenir, la novela es el zócalo —la plaza pública— donde todos los personajes tienen derecho a la palabra.

Personajes que se constituyen bajo nuestra mirada de lector en vez de sernos entregados “en redondo”, según la fórmula de E. M. Forster.

Y personajes que, constituyéndose, constituyen un nuevo universo dentro y fuera de sí mismos.

En Kafka, profeta del inmenso mal y el terrible dolor del siglo que agoniza, encontramos ya, gracias a la imaginación del novelista, una estrella que disipa las tinieblas del tiempo de Auschwitz y el Gulag, de Hiroshima y las trincheras del Marne, de la gigantesca y universal violencia que lo mismo se manifiesta en Sevilla contra un joven concejal y su mujer, en Acteal contra un grupo de indígenas asesinados por la espalda mientras oraban en una iglesia, en Argentina por los desaparecidos, en Chile por los asesinados políticos enterrados por Pinochet de a dos por cajón de muerto para ahorrarle dinero al Estado: —Sarajevo, Argelia, Guernica, Coventry— la violencia colectiva contra la población civil y la renovada violencia contra el escritor individual, Salman Rushdie condenado a muerte por la fatwa de los ayatolas, Ken Sara Viva ejecutado en Nigeria por los generales, y en la Argentina, Rodolfo Walsh, Haroldo Conti y la descendencia de Juan Gelman.

Éste es el mundo que anunció Franz Kafka. El mundo no solo del siglo más breve —de Sarajevo 1914 a Sarajevo 1994, como nos indica Eric Hobsbawm— sino del siglo más cruel y engañoso, pues prometió y otorgó el mayor adelanto técnico y científico pero al precio de la mayor barbarie e inhumanidad, llegamos al siglo XXI con el más profundo divorcio entre desarrollo material y miseria moral.

Pero en El castillo y El proceso, en los cuentos y pequeñas fábulas, el autor checo nos propone una realidad de tres estrellas, una nueva realidad compuesta solidariamente, indisolublemente, por nuestra subjetividad individual, sagrada e inviolable y única —pero no basta, porque la subjetividad de mi yo se encuentra situada en la objetividad del mundo y ambas —el sujeto y el objeto— sólo se reconocen y reconcilian gracias a su pertenencia a una colectividad social.

La novela es ese espacio en el que debemos dar cuenta y acaso justificar nuestra presencia en el mundo como seres humanos subjetivos, objetivos y sociales inseparablemente.

Pero ni la colectividad, ni la individualidad, ni la objetividad, alcanzan rango de auténtica realidad si no las sostiene la imaginación, “La loca de la casa”, como la llamó Pérez Galdós, la mediación entre sensación y percepción, según la fórmula de Coleridge, pero en todo caso, soberanamente, la capacidad para crear imágenes que José Lezama Lima atribuye a la verdadera historia, la historia de las eras imaginarias: “Si una cultura no logra crear un tipo de imaginación”, dice el autor de Paradiso, “resultará históricamente indescifrable…”

Mi propia convicción es que el mundo es más diverso y más extraño que nuestro conocimiento del mundo. De allí la necesidad de la imaginación novelística que no es, sin embargo, sino —apenas— un acercamiento a la diversidad del mundo.

Ésta es la novedad de la poética de la novela que, de manera radical, nos ofrecen autores como Samuel Beckett, Thomas Berhard, Arno Schmidt, John Hawkes o Julio Cortázar cuando nos permiten asistir a la gestación innominada, sin profesión, cuenta de banco o acta de bautizo siquiera, de sus figuras. Pero ello no los exime, insisto, por más tácita que sea su adhesión al pasado, de pertenecer, así sea para dinamitarla, pero así sea, sobre todo, para revivirla, a una tradición concebida como realidad poética compartida.

“El sentido de la historia en literatura”, escribe Virginia Woolf, “incita a los escritores a escribir no sólo con su propia generación en los huesos —in their bones, en la entraña— sino con el sentimiento de que toda la literatura de Europa desde Homero y dentro de ella, toda la literatura de su propio país, poseen una existencia simultánea y constituyen un orden simultáneo…”

Hoy, esa vigencia simultánea de los tiempos históricos, que es el gran privilegio de la novela, se extiende a la vasta geografía de lo que, hasta hace poco, era ignorado o excluido: el novelista de hoy, parafraseando a Virginia Woolf, tiene que escribir con el sentimiento de que toda la literatura del mundo, desde La Ilíada en Europa, el Popol Vuh en América, la poesía yoruba en África, en Asia, el Mahabharata en la India y el Shih Chin, Libro de los Cantares en China, son médula, entraña de sus huesos…

De allí la tentación de esta conferencia. El tiempo de la novela.

La novela es una re-introducción de los seres humanos en su historia.

Es una forma superior e indispensable de re-presentar al sujeto con su destino, de re-presentar al hombre y a la mujer en el conocimiento de sí mismos y de los demás.

Respondiendo al pesimismo de Michel de Certeau, acaso el nuevo tiempo de la novela nos confirma que no hay presente sin pasado porque es ahora, en el presente, donde recordamos: la memoria es el verdadero nombre del pasado.

Y es aquí y ahora que deseamos: el deseo es el verdadero nombre del futuro.

¿Cómo se apropia, entonces, la novela de ese presente que abarca nuestro pasado pero también anuncia nuestro futuro?

Robert Fagles, el gran traductor de los clásicos griegos en la Universidad de Princeton, ha escrito un poema en el que Van Gogh, pintando su autorretrato, afirma lo siguiente: “Loco no soy loco soy pintor”, así, sin comas, sin hiatos.

La pintura, dijo Leonardo, es “cosa mental”. La literatura lo es también pero el cerebro es un órgano, es algo físico.

¿Cómo se explica ese órgano a sí mismo, puesto que para entender el cerebro tenemos que usar el cerebro, puesto que La Gioconda es Cosa mental, y también Crimen y Castigo y La pérdida del reino?

¿Cómo puede un órgano físico explicarnos los celos, la pasión política, el loco amor, la esperanza, el orgullo, la ambición social, la compasión, la solidaridad humana?

Propongo aquí a la novela como intermediaria privilegiada entre el órgano mental y la comprensión de lo que la mente, como mero órgano, nunca podría comprender:

los celos en Proust y en Adolfo Bioy Casares

la soledad en Defoe y en João Guimarães Rosa

la pasión política en Malraux y en Tahar Ben Jellum

el loco amor en Emily Brontë y en Juan Rulfo

la esperanza en Cervantes y en Faulkner

el orgullo en Melville y en Kazuo Ishiguro

la ambición social en Balzac y en Rubem Fonseca

la compasión en Pérez Galdós y en Amos Oz

la solidaridad humana en Dickens y en Edouard Glissant

El cerebro retiene y organiza nuestra memoria.

La pregunta que jamás se ha contestado es ésta: ¿Cómo puede tener la memoria un fundamento físico?

Porque si el cerebro es la despensa de la memoria, la memoria tiene una base material.

Si se llegase a descubrir la clave de este misterio — la identificación física de la memoria— se abriría una posibilidad más asombrosa que la mera clonación que a tantos debates se presta en este momento.

Se abriría, sencillamente, la posibilidad de transferir toda una memoria de una persona a otra distinta.

La posibilidad de robarle su memoria a nuestro peor enemigo o de darle, a cambio, la nuestra: no sé qué sería peor…

Imagínense, para no ir muy lejos, que un Presidente de México, o de la Argentina, pudiese adquirir, íntegramente, la memoria de su antecesor.

O que el marido pudiese robarse la memoria de su mujer, o ésta la del marido para no hablar, señoras y señores, de la posibilidad totalitaria de secuestrar y aislar una memoria molesta para un régimen político: esto sí que ha sucedido y sigue sucediendo.

No, quiero decir que la novela es la memoria permisible —la memoria cordial— la memoria amorosa que nos permite vernos y querernos en el recuerdo de otro, de otros, comunicando amorosamente —pues aun la rabia crítica puede ser un acto de amor— el órgano físico que es el cerebro con la imaginación que lo trasciende y lo perpetúa a un tiempo —y en el tiempo.

O como lo dice insuperablemente J. M. Coetzee en su insuperable novela sobre Robinson Crusoe y su autor un tal Defoe, “el deseo de contestar a la palabra es como el deseo de abrazar y ser abrazado por otro ser”.

“Loco no soy loco soy pintor.”

Estas palabras de un Van Gogh imaginado revelan un doble sentimiento de presencia inseparable del sentimiento de ausencia, un sentimiento de separación inseparable de un sentimiento de reunión.

Éste es otro impulso, tan secreto como el de la memoria, para sentarse a escribir novelas sabiéndose, el novelista, rodeado de Van Gogh, es decir, de niños que son poetas y de locos que son artistas, preguntándose y preguntándome, ¿qué me hace falta?, ¿de qué carece el mundo donde, siendo y careciendo, somos?

Necesitados, quisiéramos ser necesarios.

Construimos entonces un jardín de senderos que se bifurcan, habitado por fantasmas demasiado carnales.

Son los espectros de lo que fue, pero también de lo que nunca fue, aún no es, o quisiera ser.

Quiero decir que una novela no se limita a enseñarnos el mundo.

Una novela quiere añadir algo al mundo, no sólo explicar o retratar la realidad, sino crear realidad: no sólo nueva realidad, sino más realidad.

La realidad que antes no estaba allí y que ahora, gracias a la novela, forma parte de la realidad.

Semejante proyecto no sólo enriquece la amplitud de la respiración histórica del mundo.

A menudo, la funda. Doy un ejemplo: como novelista de la ciudad —de mi ciudad de México— tal y como la ve mi imaginación, no como la vemos en los planos urbanos, me fascinan los ejemplos de visiones urbanas que trascienden el documento veraz para entregarnos la visión imaginativa de una urbe.

Tres momentos destacan en mi lectura de las ciudades de papel, como las llama el novelista mexicano Gonzalo Celorio.

El amanecer de París en la Historia de los trece de Balzac, la noche de Londres en Nuestro amigo mutuo de Dickens y el cruce de caminos urbanos en La perspectiva Nevsky de Gogol.

La ubicación de estas ciudades ya no es, si alguna vez lo fue, lo que históricamente pudieron ser, en el siglo XIX, París, Londres o San Petersburgo.

Es más: no tenemos otra prueba más viva de estas metrópolis que las páginas de Gogol, Dickens y Balzac. Si Petrogrado, Londres y París no fueron como ellos dicen, pues ahora no son sino como ellos dicen.

Los novelistas del mundo ibero e iberoamericano entienden lo que estoy diciendo: la literatura y el arte españoles nacen menos de su tiempo histórico que del contratiempo que el escritor o el artista oponen a la ausencia o a la desgracia históricas.

Donde se combate al árabe, el Arcipreste de Hita lo reintegra mediante El Libro de Buen Amor que pone a correr la savia erótica del mundo mudéjar por las letras castellanas.

Donde se expulsa al judío, Fernando de Rojas lo reintegra mediante La Celestina que pone a correr por las calles de la ciudad moderna el lenguaje y la visión críticas de la cultura sefardí de España.

Y donde los edictos de pureza de la sangre y los dogmas de la Contra Reforma extienden a todos los rincones del reino las prohibiciones en el tiempo, Cervantes en El Quijote, demuestra que un novelista puede crear otro tiempo, un contratiempo, en el que la realidad puede fundarse en la imaginación.

Por desgracia, no hay historia de España sin el inquisidor Torquemada o el conquistador Nuño de Guzmán.

Por fortuna, tampoco la hay sin el Arcipreste de Hita, Fernando de Rojas, Miguel Cervantes o María de Zayas.

Descendientes de Sherezada, los novelistas de hoy, como la fabuladora de ayer, representan la antiquísima aspiración de derrotar a la muerte mediante la creación literaria o por lo menos de aplazarla una noche más gracias a un cuento más, a fin de vivir un glorioso día más —glorioso día— en esta tierra, hasta sumar mil noches y una noche:

para contar que el hermano ha vertido la sangre del hermano,

para contar que los molinos son gigantes,

para enriquecer la población de la tierra con la excentricidad de Picwick y la ambición de Rubempré, las mil vidas de Tristram Shandy y la muerte única de Hans Castorp, la comedia del Oliveira de Cortázar y la tragedia de Yo el supremo de Roa Bastos—para llenar el vacío del mundo que sólo podrían llenar Lord Jim o Leopold Bloom, el José Trigo de Del Paso o Maqroll El Gavillero de Mutis.

Para darles un jardín a La Regenta, una calle a Fortunata y Jacinta, un calabozo a Edmundo Dantés, una recámara en penumbra al narrador de Proust, un barco ballenero a Ahab, una isla desierta a Robinson, Cien años de soledad a los Buendía y una tumba a Pedro Páramo.

Así ha respondido la novela al clamor humano de llenar los múltiples moldes de la humanidad.

Así responde hoy la nueva geografía de la novela al clamor de civilizaciones enteras: Óiganme. Léanme.

Pero una vez que hemos llegado a ese espacio compartido donde Sherezada moja su magdalena en el té de Swann y Emma Bovary se hace el hara-kiri con la espada de Yukio Mishima, el evento mismo del lenguaje nos demuestra que siempre estamos haciendo lenguaje, caminando simultáneamente de regreso a los orígenes del ser parlante y hacia adelante a su imposible conclusión en el futuro.

La historia se convierte en objeto del lenguaje cuando participa del movimiento del lenguaje.

Pues en el origen mismo de la palabra, ¿qué encontramos sino el origen mismo del conocimiento gracias a la literatura —mito, fábula, epopeya, tragedia, poema: la literatura como primera identidad que adquiere la palabra y la palabra como primera identidad que adquiere la persona?

La actual geografía de la novela, por todo lo que llevo dicho, no sólo incorpora vastas áreas de la vida en el planeta excluidas de consideración en el pasado, cuando Montesquieu, irónicamente, podía preguntarse, pero ¿cómo es posible ser persa? Y Hegel definir con sólo dos palabras a todo el continente americano como un vasto y permanente “Aún no”.

Aún no: quizás Hegel tenía razón, en el sentido de que América es simbólica de la tarea inacabada de ser seres actuantes y parlantes, mujeres y hombres que no hemos dicho nuestra última palabra.

Por eso, a la extensión del espacio externo de la novela actual, hay que añadir, dentro de cada comunidad lingüística o nacional, una diversificación que atañe o es producida por los grupos más invisibles y agredidos de nuestro mundo feliz:

el judío y el árabe,

el indígena americano, el trabajador migratorio,

el homosexual,

el disidente en general y aun más general y particularmente a la vez, esa mitad de la población mundial que es el género femenino. Sí, en la nueva geografía de la novela, Sherezada ha vuelto a contar y a cantar, en el sentido de contar como mujeres y contar como escritoras, no sólo por su sexo, sino por su canto universal, que es el de la poética a la que me he venido refiriendo y que es, al cabo, el piso común de todas las literaturas: otorgarle a las cosas no un solo sentido, sino significados múltiples.

Las escritoras constituyen por lo menos la mitad del actual bumerang de la literatura latinoamericana de Ángeles Mastretta en México, Marcela Serrano en Chile a Luisa Valenzuela en Argentina y en los Estados Unidos ser escritora y rescatar al otro pueden ser sinónimos porque Toni Morrison le da voz a la América negra, Amy Tan a la América asiática, Louise Erdrich a la América indígena, Cristina García a la América cubana, Rosario Ferré a la América puertorriqueña y Sandra Cisneros a la América mexicana.

Todas ellas nos dicen que la novela es una respuesta valiente y tierna a la vez a la enajenación de una sociedad que nos dice: tú no eres porque eres mujer, eres judío, eres palestino, eres homosexual, eres dispensable. ¡No eres! La novela en cambio, nos permite decirle conmovedoramente al mundo: No sé quién soy pero sólo puedo ser contigo.

Señoras y señores:

Existe un terreno común donde la historia que nosotros mismos hacemos y la literatura que nosotros mismos escribimos, pueden reunirse.

Ese lugar no es Olimpo sino Ágora. Es el espacio compartido pero inconcluso en el que nos ocupamos de lo interminable pero amenazado: la creación propia de hombres y mujeres que no han dicho su última palabra.

Una sociedad está enferma cuando cree que la historia está completa y todas las palabras, dichas. Pero la desdicha del decir es ser dicho para siempre, y su posible dicha, ser siempre palabra por decir, aún no dicha.

Una sociedad está sana cuando sus mujeres y sus hombres saben que la historia no ha terminado, ni han terminado las palabras que manifiestan inconformidad, escepticismo, insatisfacción ante el orden actual, cualquiera que éste sea.

Somos seres inacabados. Somos seres insatisfechos.

Somos hombres y mujeres interminables.

Nuestra historia y nuestro lenguaje aún no terminan porque son historias y lenguajes múltiples, contradictorios, policulturales, multirraciales e históricamente presentes.

El arte de narrar contribuye de manera insustituible a crear y mantener un dominio de polivalencia suficiente, de apertura, de pluralidad de sentido, capaz de oponerle así sea un mínimo de resistencia a la asimilación al mundo económico basado en el consumo instantáneo de los bienes que produce; al asalto del mundo político, que quisiera secuestrar el lenguaje a su propio proceso de constante auto-legitimación; y aun a las benignas caricias de la razón positivista que quisiera, insidiosamente, reducir el lenguaje a la comunicación de lo puramente factual o demostrable.

Los novelistas y las novelas que concurren a este foro del Festival del Centro Histórico de la ciudad de México en la sede de El Colegio Nacional nos dicen todos que el pasado está vivo en la memoria y el futuro está presente en el deseo:

aquí y ahora,

en el Río de Janeiro de Nélida Piñón,

en la isla de Lanzarote de José Saramago,

en la medina de Marrakech de Juan Goytisolo,

en el Manhattan de Susan Sontag,

en la Nicaragua natal de Sergio Ramírez,

en el County Clare irlandés de Edna O’Brien,

en la ciudad del Cabo de J. M. Coetzee

o en la Cartagena de Indias de Gabriel García Márquez.

Sólo me queda, finalmente, agradecerle al eminente grupo de escritores mexicanos su cordial interés en presentar a los autores extranjeros. Gracias, pues, a: Carmen Boullosa, Elena Poniatowska, Héctor Aguilar Camín, Sealtiel Alatriste, Carlos Monsiváis, José María Pérez Gay, Sergio Pitol, y Juan Villoro.

Muchas gracias a todos ustedes por su presencia esta tarde y las que siguen hasta el sábado.

Festival del Centro Histórico

El Colegio Nacional

Ciudad de México, México

17 de marzo de 1998