Transformaciones culturales
Excmo. Sr. Presidente de Chile, don Ricardo Lagos, señoras y señores:
No oculto mi emoción al regresar a Chile, hogar de mi primera juventud, espacio de mi reconocimiento iberoamericano, patria poética de un lenguaje compartido, plaza de libertades que han de conquistarse día tras día.
Tampoco oculto la satisfacción de ser recibido en el Palacio de la Moneda por un mandatario democrático que a su personalidad política añade un pensamiento humanista y un compromiso social, que son el mejor padrinazgo imaginable para mis palabras esta noche.
El mundo globalizante, contra toda evidencia, nos ofrece visiones demasiado sonrientes que dejan de lado las agendas, no del pesimismo, pero sí, para parafrasear a Oscar Wilde, de un optimismo bien informado.
Ricardo Lagos ha sido una voz de advertencia y de proposición que, sin negar ninguna faceta de la racionalidad económica, jamás permite que ésta se disasocie de la realidad humana en que la economía debe sustentarse para ser, en efecto, tan feliz como Montesquieu la quería y menos abismal —the dismal science— de lo que Carlyle la imaginaba.
Ricardo Lagos nos honró a Gabriel García Márquez y a mí, atendiendo a nuestra invitación para impartir la Cátedra Julio Cortázar en la Universidad de Guadalajara. Allí, Lagos nos advirtió que en Latinoamérica no hay recetas fáciles. Lo que debe haber es un esfuerzo constante para asegurar que el desarrollo económico tome en cuenta los objetivos sociales. Las sociedades se hacen a partir del ciudadano. Empresario y trabajador. Artista y receptor. Gobernante y gobernado. Es decir: La ciudadanía nos abraca a todos. Este mensaje del Presidente Lagos en la Cátedra Julio Cortázar se amplificó el año pasado con la Conferencia de la Gobernanza Progresiva en Londres, cuando el Presidente de Chile nos recordó que el concepto integral de desarrollo no es mero complemento de políticas de gobierno, sino que abarca la acción ciudadana, el bienestar social y el empleo del capital humano.
Ricardo Lagos será presidente de Chile por el periodo constitucionalmente acotado. Pero fuera ya de este Palacio de la Moneda que tan generosamente me recibe, Ricardo Lagos seguirá siendo ciudadano del mundo y guía de Iberoamérica.
Muchas gracias por la hospitalidad.
Señoras y señores:
TRANSFORMACIÓN: el Diccionario Oxford de la lengua inglesa la define como un cambio de la forma, una alteración, siendo el transformismo la evolución gradual de relaciones morales y sociales y lo transformativo, aquello que posee la facultad de transformar.
Es un término físico: cambiar una forma de energía por otra.
Es un término eléctrico: el cambio de corriente.
El Diccionario de la Real Academia Española otorga a la palabra todas las anteriores connotaciones, más una particularmente apta para las representaciones artísticas. Un transformista es un actor capaz de efectuar rápidos cambios de apariencia en el escenario. Y, finalmente, transformismo es, simple pero esencialmente, el arte de todas las especies en proceso de adaptación a nuevas circunstancias.
Si debiésemos traducir todos estos significados de la palabra transformación a la esfera de la cultura (o de la civilización, puesto que el tiempo ha hecho de ambos vocablos prácticamente sinónimos) de inmediato observaríamos dos cosas:
Primero, que las culturas viven en constante transformación.
Una cultura rígida e inamovible sería una cultura muerta.
Las culturas viven porque se mueven, viajan, le dan la mano a otras culturas, son abrazadas por otras culturas y, al hacerlo, van transformando pero también enriqueciendo sus perfiles originales.
El movimiento de las culturas ocurre en el tiempo y la más bella definición de lo temporal se la debemos a Platón: cuando la eternidad se mueve, la llamamos Tiempo.
Y al moverse, el Tiempo genera formas de relación entre seres humanos dentro de una comunidad. Significa, como lo define Ernest Gellner, compartir sistemas, ideas, signos y asociaciones, así como maneras de conducta y de comunicación.
En este sentido primordial, la cultura precede a todas las demás formas de asociación: familia, tribu, nación, Estado.
Pero apenas se mueve, una cultura se encuentra con otras pues, en las palabras de José Ortega y Gasset, la vida es ante todo un conjunto de problemas a los que damos respuesta con una galaxia de soluciones a las que llamamos “cultura”.
Dado que muchas soluciones son posibles, muchas culturas han existido y existen. Lo que nunca ha existido es una cultura absoluta capaz de responder con éxito a todo problema.
Lo que para mí subyace tras estas aproximaciones diversas a la idea de cultura es que hombres y mujeres somos seres insatisfechos. Creemos resolver los enigmas de la existencia sólo para descubrir que la solución del enigma es un nuevo enigma.
Nos sentimos enajenados de la realidad e inventamos formas para introducirnos en ella sólo para descubrir de nuevo, que al hacerlo, hemos transformado aquello que, hasta entonces, habíamos creído que era una realidad perfectamente circunscrita.
Recordamos, porque tenemos un pasado.
Deseamos, porque tenemos un futuro.
La vida es transformación constante de lo lunar y de lo linear en centros mutantes desde donde irradiamos tanto nuestro sentido del pasado como el del futuro mediante memorias, proyecciones, espirales, eternos retornos, ciclos y senderos que se bifurcan. Hablo de las transformaciones del tiempo.
Parto de la convicción de que no hay creación sin tradición que la nutra. Pero, también, de que ninguna tradición pervive si no la enriquece una nueva creación.
Soy consciente de que toda cultura, dependa de identificaciones locales o adquiera mayores significados universales, vive gracias a esta tensión vital entre tradición y creación. La América Latina es territorio particularmente rico para explorar la relación entre tradición y creación, entre continuidad y transformación culturales, entre raíces y movimiento.
Raíces: ¿existe una cultura aboriginal de las Américas?
Para empezar, permítanme recordar que todos son inmigrantes en el hemisferio occidental, desde los primeros seres que cruzaron el estrecho de Bering desde Asia hace 60 o 30 mil años, hasta el último trabajador indocumentado que anoche cruzó la frontera entre Tijuana, México y San Diego, California.
Sin olvidar a esos ilustres inmigrantes, los puritanos ingleses que desembarcaron en Plymouth…, sin pasaportes o permisos de trabajo, en 1620.
En verdad, en las Américas todos venimos de otra parte.
Todos descendemos del movimiento y de la transformación.
Radicamos nuestras tradiciones previas en nuevas y pródigas tierras.
Tomen ustedes el caso de “Latinoamérica”, una denominación que sirve de encubrimiento general para el hecho de que somos Indo-Americanos, Afro-Americanos, Euro-Americanos y, al cabo, mestizos, un arcoíris racial, un genuino melting pot del río Bravo a la Patagonia, que abarca 500 millones de seres humanos que no deben lealtad solamente a sus identidades nacionales, sino, aún más, a sus amplias y profundas raíces culturales.
La historia de Latinoamérica es la de un desenmascaramiento gradual de identidades falsas a fin de revelar nuestras verdaderas facciones en el espejo de una diversidad múltiple, generosa y exigente, comparable al de las tropas de Emiliano Zapata que, al ocupar la ciudad de México en 1915, fueron acantonadas en las mansiones de la aristocracia fugitiva y, allí se vieron por vez primera en espejos de cuerpo entero. “Mira — soy yo— mira —eres tú— mira: somos nosotros.”
Iberoamérica —una denominación acaso más exacta que “Latinoamérica”— nació de una catástrofe histórica: la conquista y colonización de las tierras aborígenes por los imperios español y portugués. Una catástrofe que se tradujo en la muerte —física y cultural— de civilizaciones tan monumentales como las de México y Perú o tan mínimas como las del Caribe y el Amazonas.
Sin embargo, nos dice la filósofa española María Zambrano, una catástrofe sólo es catastrófica si de ella nada nace. Pero de la catástrofe de la conquista ibérica de las Américas, nacimos todos nosotros.
La mayoría hablamos español y portugués, aunque numerosas lenguas indígenas sobreviven en tradiciones diversas y sobre todo orales. Y la lengua española demuestra su potencia en la escritura y el habla cotidianas de Puerto Rico.
La mayoría somos católicos, pues en América Latina hasta los agnósticos son cristianos. Tal es la fuerza de la cultura de la cristiandad, especialmente porque supo admitir el sincretismo con las creencias indígenas primero y africanas enseguida.
Pero aunque la mayoría somos católicos en ese sentido, también mayoritariamente, apoyamos al Estado laico, convencidos de que la separación de la Iglesia y el Estado ha sido, en Occidente, la piedra angular de la democracia. Y allí donde dicha separación no prosperó, formas externas de dictadura política y religiosa, como el césaropapismo, la identificación de la Iglesia y Estado, como sucedió en Rusia, dañaron severamente la posibilidad democrática.
La mayoría somos de raza mixta, dado que los blancos, negros o indios puros son minoría en términos absolutos, aunque Bolivia y Guatemala son más indias y Argentina y Chile más blancas, en tanto que México es una variación plenamente indoeuropea y Brasil, plenamente afroeuropea.
Tal es nuestra fuerza. Nuestra convicción de que toda cultura es su propia verdad, pero siempre en relación con la verdad de los otros.
Nacidos de antiguas poblaciones indias, transformados por tres siglos de gobernanza colonial y mestizaje racial, nuestro drama latinoamericano fue que, al alcanzar la independencia a principios del siglo XIX, nuestras élites culturales y gobernantes decidieron despegarse de las tradiciones negras e india, consideradas bárbaras y de la tradición ibérica, considerada opresiva. Y todas ellas —indígena, negra e hispánica— regresivas.
De modo que decidimos hacernos instantáneamente modernos imitando las máscaras del progreso y de la modernidad ejemplificadas en las leyes y costumbres de Francia, Inglaterra y los Estados Unidos de América. Nos convertimos en República Nescafé, creando leyes y constituciones, dijo Victor Hugo, hechas para los ángeles, no para seres humanos.
Pero debajo del barniz de la moda, las fachadas legales y las formas post-coloniales de la servidumbre comercial, una serie prácticamente ininterrumpida de regímenes dictatoriales apoyados en el latifundio y la riqueza minera, se sentaron encima de la masa de los iletrados, de los oprimidos, los desposeídos que eran también, ciertamente, los depositarios de las más viejas tradiciones que evolucionaron, a su vez, en novedades musicales, de lenguaje, rito, cocina y religión.
La identidad moderna de la América Latina se ganó gracias a un lento redescubrimiento de los perfiles ocultos de nuestras tradiciones —indígenas, africanas, europeas, mestizas que nos han convertido, en palabras de historiador y diplomático francés Alain Rouquié, en el Extremo Occidente. No el Lejano sino el Extraño Occidente, ¿Occidente?, ¿o Accidente?
La afirmación de una identidad latinoamericana en el siglo XX, más allá de las modas puramente imitativas del siglo XIX, fue el resultado de la triple afirmación de nuestra herencia.
En primer lugar, éramos dueños de una herencia indígena que podía no sólo transformar sino identificar y modernizar nuestras identidades presentes, como sucede en las novelas del escritor guatemalteco y premio Nobel de Literatura Miguel Ángel Asturias, o en la música de los compositores mexicanos, Revueltas, Chávez y Moncayo, además de nuestros pintores, Tamayo y Toledo.
Es más. Junto con estas recreaciones modernas de nuestra herencia indígena, nos hacía falta redescubrir la belleza misma de la poesía náhuatl y maya original, su inmensa devoción por la vida pasajera, así como por la muerte como parte integral de la vida.
Sólo hemos venido a soñar
No, no es cierto que hemos venido a vivir…
Pero yo soy un poeta
Y al cabo he entendido:
Escucho una canción, veo una flor
¡Ay, que ellas jamás perezcan!
Esa tensión entre el paso de la vida y la permanencia de la poesía jamás se divorcia de una concepción cósmica, constantemente renovada, de la creación del mundo por “el Hacedor, la Soberana Serpiente Emplumada, Corazón de la Laguna, Latido del Mar”, “dadora de aliento, origen de vida”. Y sólo entonces el mundo surge y fue “sólo la palabra la que lo creó”, dice el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas.
Pero en segundo lugar, lo mismo podría decirse de nuestra tradición afroamericana, presente en las novelas del brasileño Jorge Amado, del cubano Alejo Carpentier y en la suntuosa variedad de ritmos afro-caribeños, del son cubano al merengue dominicano a la cumbia colombiana, sin olvidar los magníficos ritmos del Brasil, de la samba al bossanova y del refinamiento de Héctor Villalobos a la popularidad de Caetano Veloso.
Las tradiciones africanas llegaron a nuestras playas en sufrimiento y esclavitud, pero se liberaron y nos liberaron transformando las lenguas coloniales, el español y el portugués, pero también el inglés, el francés y el holandés, en un idioma nuevo y creativo, nacido de la necesidad de los esclavos africanos privados de sus lenguas nativas y obligados a adoptar y transformar el habla de las colonias, fuese en la creatividad rítmica del Caribe hispano:
Casimba yeré
Casimbangó
Yo salí de mi casa
Casimbangó
Yo vengo a buscá
Dame sombra ceibita
Dame sombra palo yabá
Dame sombra palo wakingangó
Dame sombra palo tengué
Sea en el sincretismo anglo-franco-africano de Derek Walcott cuando funde las venas poéticas del Caribe:
Trois jours, trois nuits
Iona boilly, Iona pas cuitte
(Ná di maman —Iáca)
Tou tou moula catin
Toute moune ka dir Iona tourner
Mauvais i’mauvais Iona!
Al tiempo que escucha la “salada música del mar” y ruega, Derek Walcott orando,
Return to me, my language, return…
Sí, india y africana, pero también europea, como en el caso del argentino Jorge Luis Borges quien, además de las europeas, se alimenta de fuentes árabes y judías para sus historias, recordándonos que España y Portugal, los poderes coloniales, eran, en sí mismos, resultado de invasiones, migraciones, contagios de múltiples culturas: filosofía griega y derecho romano, pero también la literatura de España en su tránsito del latín al castellano vernáculo.
Si hoy hablamos español es porque los sabios judíos de la corte de Alfonso el Sabio en la Castilla del siglo XIII insistieron en que las leyes y la historia de España fuesen escritas en castellano, la lengua del pueblo, en vez de latín, lengua de la clerecía.
En tanto que la presencia del islam en España, que duró siete siglos, nos dio por lo menos un tercio de nuestro vocabulario: alcázar, alberca, almohada, azotea, naranja, limón, ajedrez, alcachofa, al tiempo que devolvía a Europa los textos olvidados de la filosofía griega, perdidos durante la Primera Edad Media, así como a España en América, la originalidad y belleza de la arquitectura árabe. (No hay desgracia mayor, dice el dicho, que ser ciego en Granada. Abramos los ojos a Granada.)
Pues cómo podemos hoy mirar con indiferencia la sangre derramada del Mediterráneo oriental sin sentir el dolor de nuestra propia sangre, la sangre de los pueblos semitas, las dos culturas fraternas a las cuales les deberemos siempre nuestro origen y descendencia, árabes y judíos.
Con todas estas tradiciones —indígenas y africanas, mediterráneas y al cabo, mestizas— adquirimos una identidad durante el siglo XX, de México a la Argentina. Pero entonces aparece, una vez adquirida la identidad, una nueva tensión.
La Revolución mexicana de 1910, pongo por ejemplo, representó un redescubrimiento del ser propio —la narración de la nación— pero aun entonces nos percatamos de que hasta los pintores más nacionalista, estaban en deuda, por más que lo negasen, con las tradiciones europeas: Rivera con Gauguin, Orozco con el expresionismo alemán, Siqueiros con los futuristas italianos, en tanto que el cine mexicano fue marcado para siempre por las imágenes del ruso Eisenstein en su Qué viva México.
De suerte que nos encontramos situados entre las imitaciones, derivativas del siglo XIX y el nacionalismo patriotero del siglo XX. Un personaje del novelista mexicano Ignacio Solares satiriza el dilema cuando exclama: “Yo soy puro mexicano. No tengo nada ni de indio ni de español”.
Pero otra exclamación, ésta debida a un crítico literario de los años cincuenta, pone de manifiesto el ridículo del chovinismo extremo: “Quien lea a Proust —proclamó— se proustituye”.
Como de costumbre, el más grande humanista mexicano del siglo XX, Alfonso Reyes, puso las cosas en su lugar. “Seamos generosamente universales para ser provechosamente nacionales.”
Sin duda, adquirir una identidad es tan importante como adquirir un nombre. Es, si ustedes quieren, una forma de bautismo espiritual.
Pero una vez adquirida la identidad surge el peligro del chovinismo de considerar nuestra cultura superior a la de los demás. El peligro de la xenofobia: el odio hacia aquellos que no comparten nuestra cultura, al grado, a veces, de exterminarlos. Los peligros del aislamiento: proteger las adquisiciones de la cultura nacional de influencias foráneas, asegurando así que la cultura local se secará como una planta sin agua.
¿Qué sigue, entonces, al camino empinado y vigoroso que nos conduce a la identidad nacional, a fin de superarla fortaleciéndola?
La respuesta, a mi parecer se encuentra en una palabra más cercana que opuesta: la diversidad.
En Latinoamérica, sabemos quiénes somos. Un mexicano sabe que él o ella son mexicanos, como lo saben de sí mismos los brasileños, o los chilenos.
No hay dudas. Éste ya no es un problema.
La cuestión hoy, a diversos niveles, es saberse mover de la identidad adquirida a la diversidad por adquirir. El valor de la diversidad, tanto en la América Latina como en los Estados Unidos, se ve inmensamente fortalecido por la variedad de lo que podríamos llamar “culturas fronterizas”. La experiencia mexicana-norteamericana del teatro de Luis Valdez o de la literatura de Sandra Cisneros.
La experiencia cubano-norteamericana de escritores como Cristina García y Óscar Hijuelos, o la experiencia ricano-americana de novelistas como Rosario Ferré y Luis Rafael Sánchez en Puerto Rico.
La América Latina se encuentra en un cruce de caminos.
En términos generales, hemos superado la era de las brutales dictaduras militares. La mayoría de nuestras naciones son democráticas. Pero no todos tienen fe en nuestros gobiernos democráticos.
¿Por qué?, porque los beneficios atribuidos a la democracia, a veces ingenuamente, no están allí: una vida mejor, salud, alimento, educación, protección, trabajo, expectativas en alza.
Y es cierto. Salvo algunas áreas de luz, la mayor parte de los indicativos demuestran regresión en casi todos estos frentes.
Nuestros males sólo pueden ser superados si le atribuimos a la democracia algo más que una definición estrechamente política que la reduce, a veces, a un mero, aunque indispensable, evento electoral.
La democracia debe significar, desde luego, el Estado de derecho, la justicia distributiva, el crecimiento económico y el combate contra la corrupción y el crimen organizado. Pero también significa, junto con la diversificación política y la cultura de la legalidad, el respeto debido a la diversidad sexual, religiosa y cultural.
Significa cuidado del anciano, cobertura médica universal, educación vitalicia. Significa derechos de la mujer.
Y significa fortalecer las oportunidades para enseñar, practicar y representar las artes. Pues las artes son, y continuarán siendo, el fundamento mismo, así como el testimonio, el termómetro, la prueba de resistencia y la esperanza de desarrollo, de la sociedad en su conjunto.
La mitad de la población latinoamericana —200 millones de personas— tienen 20 años o menos. Toda proposición viable —política, económica o cultural— debe tomar en cuenta este hecho tan simple, tan impresionante y tan complejo. El nuestro es un continente de jóvenes y no podemos proponer o responder a cuestión alguna relativa al mundo de la creación artística, sin preguntarles a los jóvenes y preguntarnos a nosotros mismos:
¿Podemos ubicar el centro ciudadano en sociedades con niveles tan contrastantes de educación y riqueza? ¿Podemos colmar la brecha de expectativas en sociedades con ritmos tan discontinuos de desarrollo? ¿Sabremos comprender la resistencia juvenil a los modelos predominantes de entretenimiento, consumo, ambición, bienestar y belleza despojados de contenido moral? ¿Qué valores ofrecer, qué importancia colectiva otorgar a la aún anónima cultura urbana juvenil en Latinoamérica?
Y al cabo, ¿son estas preguntas privativas de los latinoamericanos? ¿O acaso las formulan miles, quizás millones de jóvenes que reaccionan de modos a veces indirectos, a veces muy directos, a los desafíos creativos de la cultura en todo el mundo?
Nuestro mundo.
Un mundo donde la más rápida difusión de la información coexiste con la más grande catarata de la desinformación.
Un mundo donde se celebra el libre comercio pero se practica el proteccionismo.
Un mundo que consagra el libre movimiento de las cosas pero condena el libre movimiento de las personas.
Un mundo donde 20% de la población mundial consume el 86% del producto mundial.
Un mundo donde se malgastan cada año 800 mil millones de dólares en armamentos, pero no se encuentra la suma necesaria —6 mil millones anuales— para sentar a todos los niños del mundo en un pupitre escolar.
Este constante desafío de la vida se convierte en centro neurálgico de la cultura dado que la manera de instalarnos en el mundo implica que modificamos el entorno y nos vemos obligados a comunicar dicha experiencia. Lo cual significa que debemos interpretar el acto de vivir en el mundo.
El más grande dramaturgo español de todos los tiempos, Calderón de la Barca, lo expresó sucintamente.
Hombres que salís al suelo
Por una cuna de hielo
Y por un sepulcro estáis,
Ved cómo representáis…
En efecto, ¿cómo representamos? Yo propondría la siguiente respuesta: Creando un mundo próximo al mundo, un universo contiguo al que creemos conocer.
¿Por qué?, porque el mundo que es no basta. Requiere un inmenso esfuerzo para seguir siendo, es decir, para seguir actuando y ello sólo lo asegura la más ancha definición de la creatividad cultural.
Nada reniega de este deber tanto de vivir al mundo como de crearlo que la falaz teoría del fin de la historia, que cómodamente nos adormece para creer que no tenemos nada más que decir o hacer, excepto aceptar el statu quo y asentirle a la nada, habiendo alcanzado una especie de estado matrimonial beatífico entre el capitalismo y la democracia.
Pero dado que el capitalismo no siempre es democrático —caso de China— ni la democracia capitalista —como lo atestiguan múltiples formas de actividades del tercer sector y organizaciones no lucrativas de la sociedad civil que, sólo en los Estados Unidos, dan cuenta de la mitad de los haberes del gobierno federal, sumando dos millones de organizaciones que a su vez cuentan con el tiempo y el apoyo de 95 millones de personas o sea el 51% de la población de ese país—, debemos sospechar que los proponentes del fin de la historia no quieren realmente enterrar la historia sino vendernos otra historia ajustada a sus propios intereses y dependientes de que en palabras de C. Wright Mills, nos convirtamos en “robots alegres”. O, como famosamente lo ha expresado Neil Postman, “divertirnos hasta morir”.
Las manifestaciones de la cultura, en ese sentido, son un llamado constante, a veces necesariamente revulsivo, chocante, incluso ríspido y escandaloso, de impedir nuestra muerte por causa de diversión.
En un mundo perfecto, lo que decimos sería idéntico a lo que hacemos.
Como esto no es así, vivimos nuestras vidas como seres problemáticos que afirmamos a la vez que trascendemos los problemas mediante la interpretación, en el sentido más lato, de nuestras facultades, nuestro lenguaje mental y corporal pero siempre imaginativo. Somos los mediadores entre el sentido y la percepción.
El arte nos dice que podemos conocer al mundo. Pero enseguida, debemos imaginarlo.
La imaginación es el nombre del conocimiento en el arte.
¿Qué mundo debemos imaginar hoy?
En el alba misma de nuestra cultura iberoamericana, el cronista peruano, Inca Garcilaso de la Vega, hijo de madre indígena y de conquistador español, dijo: “Mundo, sólo hay uno”.
Semejante afirmación de la unidad humana no podía, dada la naturaleza misma de la experiencia que he querido dibujar en este día, excluir la variedad de un continente que se iba formando mediante el entretejido de culturas muy diversas. En verdad, la medida de nuestra unidad como seres humanos equivale a nuestra capacidad para admitir la diversidad de los valores humanos.
El problema consiste en que tanto la unidad como la diversidad de valores ocurren en la historia, y la historia no ha concluido. La historia se genera constantemente como tema problemático cargado tanto de peligros como de oportunidades. El peligro de la historia es considerarla como simple colección de hechos y olvidar que es, sobre todo, horizonte de posibilidades.
Claro que la historia puede ser dolorosa. Pero la ausencia de historia será más dolorosa aún.
Y si el mundo es un escenario, nuestra actuación humana debe tener lugar en ese tablado en el que estamos presentes, semejantes a los actores como seres que están allí indicando que su presente, nuestro presente en todos los sentidos de la palabra (presente como lugar y tiempo, compañía, protección contra el miedo, atención, regalo), nuestro presente es la espléndida manera que tenemos de valorar tanto nuestro pasado como nuestro futuro.
La representación del presente resucita al pasado porque lo recuerda. Y le da vida al futuro porque lo desea. Tal es la gran verdad universal compartida por todas las culturas del mundo a medida que representan, de nuevo en palabras de Calderón, el interminable drama de la vida y de la muerte.
Pregunto a ustedes: ¿hay representación —escrita, cantada, bailada, construida— que no recuerde y, simultáneamente, desee? ¿Puede la memoria —el pasado— estar ausente del acto del escritor que rememora el lenguaje en el acto mismo de transformarlo?
¿Del cantante o danzante que estará recordando el más antiguo grito de auxilio o de amor cuando representa la obra más novedosa?
¿Del actor que no sólo sirve a una tradición tan antigua como las máscaras de Sófocles al tiempo que debe recordar y repetir las acciones y las palabras de la representación presente como una continuación de la representación pasada, pero obligado a ofrecer unas y otras como vibrante novedad al mismo tiempo?
El teatro dentro del teatro. Hamlet rompe las cadenas del olvido gracias a los actores que pasan por Elsinore… Don Quijote abre la memoria del pasado caballeresco atacando el retablo titiritero de Maese Pedro… Calderón y Kleist emplean el escenario como si fuese el filo de la navaja entre sueño y memoria… Woody Allen y Buster Keaton disuelven las fronteras entre espectáculo y espectador… Pirandello cierra el círculo asegurándonos que somos a la vez actores y actuados, lo que hacemos y lo que parecemos hacer…
De tal suerte que, acaso, toda representación ocurre en el suelo doble del recuerdo y el olvido del acto humano, reteniendo y reproduciendo, pero también imaginando y deseando, la plenitud de la vida.
Sí, en un mundo ideal, el hacer sería idéntico al decir. La voz se correspondería exactamente con el acto. Puesto que esto no ocurre, dado que todos nuestros lenguajes —corporales, políticos, artísticos— son objeto de engaño y manipulación constantes, la representación, la creación, la actuación, el darle voz a las realidades alternas —el mundo contiguo al mundo— modifica realmente el entorno, a veces de maneras diminutas, a veces enormes, pero siempre como afirmación de la verdad, como sinónimo de la multiplicidad de nuestro ser.
Un desnudo desciende una escalera.
Una multitud es diezmada por los soldados del zar en las escaleras de Odessa.
Fernando Botero ocupa el espacio mediante una presencia masiva y José Luis Cuevas gracias a una masiva ausencia.
Antonio Webern y Julián Carrillo eliminan el centro tonal… dándonos la libertad de escoger nuestra propia red sonora, como lo hace, también, la secreta música verbal de Gonzalo Rojas y de Nicanor Parra.
Merce Cunningham revela en la danza las emociones más internas mediante los movimientos más externos del cuerpo, tal y como lo hace Antonio Salinas en México, en tanto que el teatro de Antonin Artaud o la Compañía Teatral del Automóvil Gris tratan de transformar el gesto en evento como Ictus en Chile.
Heisenberg nos dice que la presencia del observador introduce la indeterminación en un sistema físico. ¿Hace otra cosa el novelista mexicano Jorge Volpi?
La arquitectura del mexicano Luis Barragán nos permite ver la diferencia entre la tierra —lo que es— y el mundo —lo que puede ser—. ¿Hace otra cosa Germán del Sol en Chile?
Virginia Woolf nos pide sincronizar los setenta tiempos que laten simultáneamente en todo sistema humano normal, igual que el novelista mexicano Juan Rulfo.
En tanto que William Faulkner nos pide recordar que todo es presente, “¿Entienden ustedes?, el presente empezó hace diez mil años”, o hace 100 años de soledad, nos diría desde Colombia Gabriel García Márquez.
Don Quijote cabalga desde su aldea medieval seguro en la identidad de sus lecturas —y descubre que el mundo lo lee como símbolo de la incertidumbre, como en la poesía de Vicente Huidobro.
Violeta Parra canta la música chilena de todos los tiempos, en tanto que una anciana chamán mexicana, María Sabina, canta a la noche bajo un incendio de estrellas: Yo soy la luna, yo soy el ave, yo soy el barro, yo soy el río, yo soy el ocelote nocturno —yo soy el alba en las montañas, yo soy la mujer, la mujer, la mujer…
Todos estos son reclamos a nuestra imaginación que cambian para siempre al mundo porque no se contentan con reproducir o reflejar la realidad, sino que aspiran a crear una nueva y más profunda realidad.
Don Quijote o Hamlet son inimaginables antes de que Cervantes y Shakespeare los creasen. Hoy, no entenderíamos el mundo sin ellos. No nos entenderíamos a nosotros mismos.
No nos entenderíamos porque Hamlet y Don Quijote son figuras de la incertidumbre, de la duda, del cuestionamiento acerca de la presencia y el destino del ser humano en la Tierra.
Al orgullo renacentista —todo es posible, incluso la utopía negada por la realidad renacentista de la destrucción de antiguas culturas americanas, la explotación colonial, las guerras dinásticas y las pugnas entre poderes imperiales— Shakespeare responde que los usos sin freno del poder humano pueden conducir a la ruina y la sangre, y que el hombre del Renacimiento, creyéndose amo del universo, es en verdad poca cosa frente a los poderes desatados del cosmos. La humanidad se pavonea apenas una hora sobre el escenario del mundo, “lleno del rumor y la furia, significando nada…”
Cervantes, al contrario, él es comediante del Renacimiento: Don Quijote cree en la verdad de todo lo que lee sólo para descubrir la verdad de la mentira y arrojar una inmensa mancha —la mancha de la incertidumbre y la duda: ¿son rebaños los ejércitos, son gigantes los molinos?— sobre el mundo dogmático de la Contrarreforma española, la Santa Inquisición y las verdades inamovibles.
Esta capacidad de dudar, de poner en tela de juicio las verdades establecidas y los dogmas intransigentes, no son más necesarios que nunca en un mundo que se impone con perfiles maniqueos.
El Mal Maniqueo.
La fácil identificación del Bien y del Mal, como si el mundo fuese un gigantesco “O. K. Corral” en el cual, claro está, nosotros somos el bueno y los otros el malo. Y el malo es objeto de exterminio.
No, las civilizaciones no chocan. Se mezclan, se diversifican y enriquecen al mundo.
Es la ideología política y la hubris imperial las que alimentan la hostilidad contra el otro.
Por ello es obligación de la cultura vernos en el otro, reconocernos en el otro, reconocerme a mí mismo en él o ella que no son como tú y yo.
Una guerra contra una civilización no tiene solución —salvo el exterminio.
No, no asistimos al fin de la historia.
No, mientras un solo ser humano no le haya dado presencia a lo no escrito, lo no cantado, lo no pintado, lo no filmado, lo no interpretado, lo no representado…
No, la historia aún no termina, porque todavía no hemos dicho nuestra última palabra.
Que es, sin embargo, mi última palabra.
Gracias.
Conferencias Presidenciales de Humanidades,
Palacio de la Moneda
Santiago, Chile,
24 de marzo de 2004