ENTRAR AL ESTUDIO DE TELEVISIÓN FUE UNA ODISEA. Parecía menos complicado un viaje repentino a Estados Unidos solo y sin tarjetas de crédito, que entrar al pinche canal de televisión. Pero Omar fue paciente y siguió una a una las instrucciones que le indicaban los vigilantes:
—Documento de identidad, nombre de la persona a quien va a ver, celular, llaves y monedas en la cajilla, reloj tampoco, la pulsera tampoco, elementos metálicos, ni encendedores ni fósforos, sin chaqueta por favor, sin zapatos, dese la vuelta, otra vuelta, qué es esto que lleva acá, ¿dónde es que dice que va el señor?
Finalmente sobrepasó el infierno de ser sometido por tres vigilantes durante aproximadamente ocho minutos y medio, y entró a una bodega inmensa, caminó junto a unos bastidores gigantes de color negro, pisó cables y esquivó tubos y mangueras; pero le sorprendió no escuchar ruido alguno. Siguió caminando guiado por el instinto y pronto cruzó una puerta, pasó por un pasillo también pintado de negro, atravesó una cortina de tela negra gigante y apareció en otra bodega, pero esta sí estaba iluminada. Era sin duda el set de alguna novela o serie de televisión, pero, ¿sería el que le correspondía a él? Caminó despacio y sin hacer ruido, intentó que sus pisadas fueran imperceptibles y se quedó mirando el final de la escena que estaban grabando, cuando alguien a la entrada del estudio le entregó el guion:
ESCENA DE INTERIORES, SALA DE LA CASA DE ROSA, ROSA TIENE TREINTA Y TRES AÑOS, TIENE EL PELO CASTAÑO Y LARGO, MIDE UN METRO SETENTA Y CINCO CENTÍMETROS Y POR SUPUESTO NO SE LLAMA ROSA EN LA VIDA REAL; SE LLAMA FRANCISCA Y ES ACTRIZ Y ARGENTINA. LA ESCENA SE DESARROLLA CON CIERTA PARSIMONIA, CON RITMO: ROSA ORDENA COSAS EN LA COCINA MIENTRAS SIRVE DOS COPAS DE VINO BLANCO (QUE POR SUPUESTO NO TIENEN VINO SINO JUGO DE MANZANA RENDIDO CON AGUA) Y MIENTRAS LLENA LAS COPAS DE CRISTAL CON TOTAL DESENVOLVIMIENTO Y GRAN SOLTURA LE VA CONTANDO A SU AMIGA QUE ESTÁ SENTADA EN EL SOFÁ, ALGO QUE LE OCURRIÓ UNOS POCOS DÍAS ATRÁS. SU NOVIO LA HABÍA INVITADO A CENAR A LA CASA DEL ABUELO DE SU MEJOR AMIGO, PUES QUERÍA QUE CONOCIERA A ESE SEÑOR TAN SIMPÁTICO Y PARTICULAR, Y DE PASO PASAR UNA NOCHE DIFERENTE Y COMPARTIR UN RATO JUNTOS CON SU AMIGO MARK.
La escena estaba bien actuada, había algo en el aire que le daba realismo al momento. Omar estaba pasmado en su lugar observando con gran atención y detenimiento cada detalle de la escena, las expresiones de Francisca, bueno, de Rosa, que era su nombre en la serie y en ese instante representaba. La manera de manejar las copas, de recitar el diálogo como si fuera totalmente suyo, como si no fuera una actuación.
ROSA A LOLI:
—Mirá Loli, sabés, llo siempre he sido una piba correcta, vijte, nunca le robé un mango a nadie ni me cogí a ningún tipo que no tuviera algo que me gustara, ¡vos sabés!
SE ECHAN A REÍR DESCOMEDIDAMENTE Y BRINDAN. RECUPERAN LA COMPOSTURA DESPUÉS DE SABOREAR EL FALSO VINO.
ROSA CONTINÚA CON LA HISTORIA:
—Mirá, che, voy a serte franca, vos sabés que hace tiempo que quiero largarme de aquí, los gringos están peor que nunca, ¡a la Argentina no vuelvo ni en pedo y al Perú tampoco! ¡En Venezuela la cosa está imposible y Chile y Uruguay son una quinta! ¡Me quedan Brasil, Bolivia o Paraguay!
VUELVEN A TENER UN ATAQUE DE RISA.
LOLI LE DICE A ROSA:
—Bueno, bueno. ¡Pero dime entonces qué estás tramando, Rochi!
ROSA:
—Mirá, la cosa es así: Vos y yo sabemos que como está todo me tardaría por lo menos unos cuatro o cinco años trabajando día y noche como una mula en juntar la plata necesaria para irme y tener suficiente para empezar un negocio, algo chico, lindo, una tienda de souvenirs o alguna huevada así. Desde Bogotá hay vuelos a prácticamente todo el mundo, y siendo guapas vos y llo sabemos que viajar no se complica. ¡Me encantaría poder dejar todo esto atrás, ganarme la lotería o qué se llo!
VUELVEN A REÍR.
ROSA ASIENTE Y LE DICE A LOLI:
—Bueno Loli, pero no te imaginás, me dijo Andrés que la casa del abuelo de su amigo Mark es una de esas casonas inmensas, con cancha de squash, jacuzzi, sauna, jardines, fuentes, piano de cola, una biblioteca y una colección de música increíble. Andrés me invitó y me dijo que esta noche íbamos a comer allá, que la casona está en el norte de Bogotá, casi a las afueras, y fue construida por el abuelo, un empresario retirado que enviudó y no tiene hijos, pues solo tuvo uno que murió hace dos años en un accidente aéreo, el padre de su gran amigo Mark.
Así que acepté la invitación y le dije que fuéramos solo por curiosidad. Al fin llegó la noche y finalmente estábamos ahí en la casa del viejo los cuatro: Andrés, Mark, el viejo y yo. El abuelo jovial y querido recordando las tardes enteras y eternas que solía pasar con mi novio Andrés, su nieto Mark y su hijo tomando whisky y hablando de política, de economía, de música o de literatura hasta que el cansancio y el alcohol lo vencían y caía fundido en su sillón frente a la chimenea. ¡Todos nos reíamos y Mark comentaba a manera de chiste cómo se tenían que marchar dejando los vasos y las copas sobre el piano y las mesitas, y dejando al viejo ahí dormido! Y que después tuvieron que avisarle por un citófono a la señora que le ayuda al abuelo con la casa y sus cosas personales que ya se iban, y que por favor viniera a ayudarlo a acostarse. Nuevamente nos reímos y brindamos dejándonos atender por el viejo, que nos contó que prefería no tener sirvientes, y que así es, que solo lo atiende María, una señora de unos cincuenta y ocho años que creció con él y con su esposa, quien la trajo a la ciudad siendo muy joven, le enseñó a leer, a escribir y el trabajo de la casa, y la quiso como la hija que nunca tuvo, así que María nunca quiso irse, y menos después de que el viejo enviudó y años después perdió a su hijo.
La noche transcurría alegremente y después de un par de whiskys pasamos al comedor donde nos esperaba un pato a la naranja que estaba exquisito y acompañamos con un vino tinto delicioso. El viejo feliz disfrutando de nuestra compañía y de mi escote, y Andrés y su amigo Mark recordando historias gloriosas que les había contado el padre de Mark.
Finalmente, el viejo animado por el alcohol y ya sabemos por qué más, decidió hacer un brindis por nuestra honorable presencia en su mansión; golpeó tres veces su copa de cristal francés y todos nos callamos, dio un pequeño discurso de victoria por su vida llena de logros profesionales y de fortuna, y nos invitó a subir al tercer piso donde tenía su bar privado y reservado solo para sus mejores amigos y socios más exclusivos, pero que siendo una noche tan especial por mi presencia iluminadora en su casa quería hacerme el honor de invitarnos a subir y disfrutar de algún otro vino de reserva, un añejo whisky de malta de su colección y fumar un habano recordando historias.
¡CORTE! ¡CORTE!
La escena terminó y se escucharon aplausos, Rosa y Loli se levantaron del sofá y salieron del set. Las luces se apagaron.
—¡Hola! Tú debes ser Omar, mira, por qué no te preparas en el camerino que está al final del set a la izquierda y ya estoy contigo, ¿vale?, le ordenó uno de los asistentes o productores o algún personaje del mundo de la televisión a Omar, que solo atinó a contestar:
—Por supuesto, muchas gracias.
Caminó hacia el camerino que le indicaban para prepararse y se quedó pensando en Francisca y en la escena que acaba de observar, quiso decirle lo bien que actuaba y lo hermosa que era, pero no se atrevió. Respiró profundamente y empezó a recordar las líneas de su parlamento una por una en su mente, lo había estudiado rigurosamente y los nervios nunca fueron mayor problema para él.
Solía utilizar esa energía en el espacio creativo y le daba así más carácter a sus representaciones, hacía del miedo su mejor aliado, le chupaba las entrañas y se transformaba en un muchachito inocente en segundos, o en un seductor ingobernable con tan solo pensarlo. Siempre le gustó la actuación por eso mismo, porque le permitía utilizar sus emociones como herramienta de trabajo, eran la materia prima de su arte si aprendía a utilizarlas. Entró a una pequeña habitación donde había un espejo grande de pared a pared, un par de sillas y un par de vasos de plástico desocupados. Se quitó la chaqueta y estiró los brazos, los antebrazos, las manos, los dedos de las manos, inhaló profundamente y aguantó la respiración un par de segundos, exhaló con fuerza y sacando la lengua, imitando a la cobra. Dio un par de saltos con las rodillas juntas y volvió a inspirar con fuerza, exhaló y relajó todo su cuerpo soltando los brazos y dando pequeños saltos hasta permanecer totalmente quieto controlando la respiración, visualizando el set y viéndose actuar con total soltura y dinamismo, con arte, como quería actuar, como le gustaba actuar.
—¿Omar?
—Sí, soy yo, respondió rápidamente.
—Ven, pasa por aquí, le indicó una chica con chaleco de producción que sostenía un esfero y una tabla con nombres y cuadros. La siguió a través de otro pasillo negro y salieron a un set distinto, más pequeño que el anterior, donde estaban dos personas sentadas con carpetas y lapiceros en las manos esperando para calificar a los aspirantes al papel de Andrés (el novio de Rosa). Omar saludó, se ubicó en medio del set y esperó instrucciones. De atrás de un bastidor negro salió una chica joven que se ubicó junto a él en una mesa de comer que estaba ubicada con tres platos y tres copas, una mesa dispuesta para tres.
—Vale, Omar, ¿estás listo? Vamos a empezar, dijo uno de los hombres sentado frente a él y su compañera.
—Listo, dijo Omar, y arrancó con el diálogo…
—¡Bien! Eso es todo, muchas gracias, Omar, ya te informan de producción los detalles para que empieces a grabar la próxima semana.
Sin duda alguna la audición había estado fantástica y Omar lo sabía. Se sintió feliz pero no quiso expresarlo demasiado y solo esbozó una sonrisa socarrona y dio las gracias a todos para despedirse y buscar la salida. Atravesó nuevamente el pasillo y pasó junto al camerino donde estuvo minutos antes, y finalmente llegó al set donde había visto la escena de Rosa o Francisca “La Argentina”. Ya no había nadie y las luces estaban apagadas, todo era una gran sombra ahora, no había nada, solo el eco en su mente de esa escena, de ese diálogo, del rostro de Francisca y de sus ojos.
Salió del estudio por la diagonal sesenta y tres y decidió caminar hasta su casa, después de todo no había llovido y sería una caminata entretenida donde celebraría el papel que acababa de ganarse a pulso y lo disfrutaría fumándose un buen pielrojita que le despejara la cabeza. Disfrutó de la vista de los cerros, esas montañas imponentes, de un color verde muy oscuro, misteriosas piedras gigantescas, fósiles milenarios. Rápidamente estuvo en la calle cincuenta y siete y decidió subir hasta la carrera veinticuatro, observando las palmeras que nunca había terminado de entender en ese lugar de Bogotá.
¿De dónde habían salido esas palmeras, por qué solo estaban ahí? Siguió recordando a Francisca, qué guapa estaba, qué bien actuaba. Recordó también a su exnovia, una barranquillera hermosa que conoció en la universidad en tercer semestre y con quien tuvo una relación larga, bonita. Pero se terminó aburriendo de ella, de las rutinas de universidad y estudio, de las tardes de películas en su cama y algunas noches de cumbia y ron; pero poco a poco todo se fue volviendo gris para él y ya no encontraba sorpresa ni en las tetas ni en las palabras de su mujer. Perdió las ganas de explorar y sumergirse en las profundidades de su concha y cada vez eran menos las ganas que sentía de hacer el amor con ella al despertar. Hacía casi seis meses que no la veía y no sabía nada de ella, pues su ex no quería terminar las cosas y finalmente terminó por odiarlo y mandarlo al carajo. Finalmente, Omar llegó a la carrera veinticuatro y decidió almorzar en una pescadería sobre la calle cincuenta y seis a donde había llegado una tarde hacía años, buscando un buen pescado frito después de una parranda de gaitas y tambores; así encontró la pescadería “Aires del Caribe” a donde siempre regresó una y otra vez después de esa tarde. Ya era amigo de los dueños y se sentía como en su casa.
—¡Ajá, viejo Oma!
Era el saludo tradicional que recibía siempre que entraba al lugar. Almorzó como un rey, decidió celebrar su recién adquirido papel en la serie de televisión y además pensó que ya era hora de encontrar una mujer con quien pudiera hacer el amor bien rico en las mañanas heladas que tanto detestaba y que tanto cambiaban con una piel suavecita y un buen par de nalgas y tetas redonditas a su lado.
Omar era un muchacho aún pero ya tenía contextura y porte de adulto. Hacía más de diez años que tenía barba y abundante pelo en el pecho, y tan solo acaba de cumplir veinticinco años días antes de este encuentro. Era de familia costeña-libanesa y llevaba seis años viviendo en Bogotá. Había llegado desde Barranquilla para estudiar teatro en la Asociación de Artes de Bogotá, ASAB, y apenas hacía seis meses atrás había recibido su diploma actoral.
Ese viernes se iría entonces a bailar salsa y porros a un bar que había conocido hacía años a través de unos amigos de la universidad en esas primeras salidas de exploración y reconocimiento de un nuevo territorio en la capital; ese que lo albergaría de ahora en adelante. El bar era “El Alacrán” y quedaba en la calle cuarenta y nueve con séptima, la selección de música era impecable, una colección de más de dos mil vinilos de música caribeña, antillana y latinoamericana de todas las épocas. El dueño era viejo conocido de los padres de Omar, pues solían visitar el bar desde finales de los setenta cuando el local abrió y ellos eran estudiantes universitarios en Bogotá que, como Omar, solían distraer las noches bailando y tomando ron hasta el amanecer, con la vida entera por delante, con desenfreno y desparpajo, con soltura, sin miedo y sin culpa.