PARA OMAR LA MAÑANA ERA DISTINTA. A las seis y cincuenta se encontraba durmiendo plácidamente en su apartamento en el barrio La Soledad, que había elegido porque de alguna manera allí se sentía como en casa. En sus primeros años de universidad alquiló un cuarto en una casa grande que pertenecía a una familia amiga de sus padres que lo recibió como a un hermano más. Desde ahí fue conociendo la ciudad en sus caminatas hacia el centro, recorriendo el Parkway, subiendo por la calle treinta y dos, a veces tomando la carrera trece hasta cruzar la veintiséis, la diecinueve, la avenida Jiménez y finalmente la calle trece hasta llegar a la ASAB. Ahora Omar no alquilaba más aquel cuarto, y hacía un poco menos de un año que vivía en un apartaestudio en la calle cuarenta con carrera veintitrés, un espacio pequeño pero con una vista maravillosa hacia el cerro de Monserrate, y algunas tardes alcanzaba a ver el sol desaparecer en el horizonte bajo los aviones que aterrizaban y despegaban del aeropuerto El Dorado.
Abrió los ojos a las once de la mañana y maldijo el clima de Bogotá, pues aún no conseguía adaptarse del todo al frío y en mañanas como esa siempre pensaba en que podría estar en otro lugar del mundo si tuviera los huevos de empacar sus cosas y juntar unos pesos y un pasaje e irse a alguna ciudad donde nunca hiciera frío, en otro continente, en una isla, y despertar todos los días en una cabaña frente al mar, desnudo, libre.