LA TARDE HABÍA TRANSCURRIDO TANTO PARA OMAR como para X con relativa tranquilidad. X había estado deambulando entre correos electrónicos y su archivo sobre el desarrollo de la pintura en las distintas localidades de la ciudad. Este sería su último informe en el instituto, eso lo confirmó esa tarde gris esperando a que el día se acabara y prontamente se hiciera de noche y llegara la oscuridad. Ahí se sentiría libre nuevamente, aunque fuera tan solo por unas horas.
El reloj marcó las siete y cincuenta y dos minutos de la noche y el teléfono de X vibró sobre la cama en un par de ocasiones y sonó dos veces hasta que X levantó el aparato de su cobija de plumas y reconoció el nombre que indicaba la pantalla: Francisca Liberti.
—¡Hola, Pancha! ¿¡Cómo estás!? ¡Qué alegría! ¿Cómo va todo?
Del otro lado del teléfono Francisca Liberti, “La Argentina”, le contestó:
—Xime linda, ¿cómo andás ? Todo bien, che, mirá, ¡vamos esta noche a bailar con algunos actores y otra gente, un grupo re lindo de amigos! ¡Venite, che! Y así charlamos un poco, nos tomamos unas copitas, ¿viste? ¿Qué decís, Xime?
X no tuvo que pensarlo demasiado y después de unos segundos de pensar en el fin de semana de soledad que se le avecinaba, decidió que por supuesto saldría esa noche a tomarse unas copas y conversar con su amiga argentina a quien no veía hace un par de meses y con quien siempre podía conversar de sus cosas sin tapujos.
—Pancha, dale dale, me parece delicioso, ¿dónde nos encontramos?
Del otro lado Francisca le contestó:
—Perfecto, che, mirá, el bar se llama “El Alacrán”, está en la calle cuarenta y ocho o cuarenta y nueve con la séptima. ¿Vale? Nosotros llegamos ponele a las diez y media/once. ¡Allá nos vemos! ¡Qué alegría! Un beso, ¡chau, loca! ¡Hasta ahora!
X se sintió revitalizada con esa llamada y se levantó de la cama, caminó hasta la sala y prendió el equipo de sonido, buscó su reproductor mp3 en la repisa y conectó el cable al aparato. Movió con rapidez los dedos buscando una lista que se llamaba “Brasileiro e mais”, le dio play a la lista y en los parlantes explotó a todo volumen sin consideración por nadie: “Já sei namorar, já sei beijar de língua, agora só me resta sonhar”. La canción de Carlinhos Brown, Marisa Monte y Arnaldo Antunes, Los Tribalistas. Siempre que escuchaba la cadencia brasilera en cualquier género musical su corazón latía con fuerza y brotaban de sus células sustancias que la hacían sentirse viva y contenta, emocionada. Fue hasta su cartera y sacó otra bolsa más pequeña, y cogió su pipita plateada y una bolsita ziplock con yerba creepy, crespa. Desocupó el contenido que quedaba en la pipa en un cenicero y arrancó de una flor gorda un pedazo más chico e hizo una bolita con los dedos gordo e índice, y la insertó en la boca de la pipa. Buscó el encendedor en su cartera y encendió con alegría rebosante la pipita plateada dándole una y otra calada y aspirando el humo y exhalando con rapidez para encender bien la yerbita y ponerse bien contentona con el humo de maría. Una humarada se hizo dueña de su espacio y lo disfrutó, el sonido a todo volumen, la música del Brasil y el humito le encantaban juntos, disfrutó un par de caladas más y le bajó un poco al volumen del equipo de sonido. Caminó hacia la cocina mientras canturreaba a todo pulmón siguiendo la música:
—“Não tenho paciência p’ra televisão, eu não sou audiência para solidão, eu sou de ninguém, eu sou de todo mundo e todo mundo me quer bem!”.
Abrió la puerta de la nevera y sacó una botella de vino blanco helada que estaba acostada sobre una lámina de plástico transparente. Dejó la botella sobre el mesón de mármol y sacó un queso emmental, unas aceitunas mixtas y unos jamones curados. Cerró la puerta de la nevera, sacó una copa de cristal grande de la alacena y se sirvió una copa generosa. Abrió el envase de vidrio y sirvió en un plato un poco menos de la mitad del frasco de aceitunas. Cortó un par de tajadas gruesas de queso y después las transformó en cuadritos. Abrió el plástico y sacó algunas lonjas de jamón serrano y chorizo español. Guardó los empaques en la nevera nuevamente, fue hasta la sala y dejó los platos en la mesita de centro donde tenía siempre libros que estaba leyendo y tazas de café y té vacías, pastillas para el dolor de cabeza, portavasos con vasos de agua medio vacíos y un par de cactus, regalos de su ex. Volvió a la cocina y bebió un sorbo corto de vino, lo saboreó y continuó con un sorbo más largo sintiendo como bajaba el líquido helado por su garganta y llegaba hasta su estómago. Le encantaba el vino blanco. Sentía que era uno de los alcoholes que mejor la hacía sentir; alegre pero no demasiado, confiada, arriesgada, pero con conciencia. Saboreó las aceitunas, el queso, el jamón, disfrutó el vino de a pocos y fue feliz por unos minutos imaginando que finalmente las cosas podrían ser como ella tanto había soñado. Se dejó llevar por el humo, fumó otro par de caladas y se imaginó caminando al lado del mar en algún lugar del mundo con un hombre a su lado que la supiera amar, que la supiera escuchar y le diera seguridad sin volverse aburrido y predecible.