Nunca más volvió a verlo

Prólogo

 

 

Mi propuesta literaria está en relación directa con mi vida. Mi propuesta literaria es mi vida. […]

La propuesta literaria, el poema del poeta, es el poeta mismo. Siempre, ¿sabes? Siempre.

ROBERTO BOLAÑO

 

 

I. Sabe que subrayó los cuentos de B pero no qué frases, y de todos modos, piensa, muy a menudo una acaba olvidando por qué trazó una línea debajo de ciertas palabras o dibujó un signo de exclamación o escribió algo en el margen de la página. Esto piensa M mientras relee, en este volumen, las cuatro colecciones de relatos que ya había leído en unas ediciones que no tiene a mano. Lo que está subrayando ahora no pudo llamarle la atención entonces, piensa, porque lo que ahora le inquieta es la reiteración de una misma frase triste y ominosa. «Nunca más lo volvió a ver.» «Ya no nos volvimos a ver.» «Nunca más se volverán a ver.» «Como si […] nunca más se fueran a ver.» M se pregunta por qué un autor con tanto recurso estilístico y estructural, con una retórica tan desenfadada y fresca, con la desbordante imaginación de B, repitió tantas veces esa frase. No puede tratarse de un descuido ni de un acomodo formulaico, de eso está segura, sino de un gesto voluntario de despedida de alguien que se perdió en el camino o el deseo de desempolvar a unos amigos, escritores, enemigos, amantes, poetas del pasado que se atravesaron en su camino dejándole una herida en la memoria. En ese «nunca más» palpita algo que se resiste a la extinción. M puede intuirlo porque ella, que ahora escribe o intenta escribir el prólogo de este libro, ha perdido compañeras, colegas, amantes en el curso de su vida. Tal vez por eso esta frase resuena en ella, que alguna vez conoció a B, que alguna vez fue su amiga y luego su enemiga y luego ya no fue nada, nunca más volvió a verlo.

 

II. Cuando B todavía no era el célebre escritor internacional en el que pronto se iba a convertir, cuando recién empezaba a ser considerado uno de los grandes autores latinoamericanos en España, M leyó La literatura nazi en América, y deslumbrada por ese libro inclasificable que apareció como novela, consiguió su siguiente libro, Estrella distante, y lo terminó de una sentada. Era una novela tan llena de guiños a la dictadura chilena y a la vanguardia de la poesía chilena, tan llena de jóvenes sureños aspirantes a escritores que se volverían víctimas y victimarios, unos de otros, bajo ese régimen nefasto. Esa novela conmovió a M que también era chilena y escribía, aunque todavía no había publicado. M estaba intentando volverse escritora en Madrid y porque vivía de trabajos eventuales le propuso a la revista para la que todavía colaboraba entrevistar a ese notable escritor chileno aún desconocido en Chile. Así fue como M dejó su pequeña pieza cerca de la plaza de toros y se desplazó a Barcelona en un bus donde aprovechó de leer los cuentos de Llamadas telefónicas. De madrugada se tomó un tren de cercanías a Blanes, donde B la estaba esperando. Parecía contento de verla aun cuando nunca se habían conocido. Tomaron desayuno en un boliche desierto, o tal vez sólo fue ella quien desayunó un café y una barra de pan con aceite mientras él se fumaba el enésimo cigarrillo de la mañana y le daba sorbitos ocasionales a una manzanilla. B le apagó la grabadora que ella, diligente, había encendido para atrapar esa voz llena de acentos chilenos y chilangos y españoles y tal vez catalanes, aunque de esto último no estaba segura. Era él quien la interrogaba clavándole los ojos a través de sus grandes anteojos: quería saber de los escritores chilenos que todavía no había leído pero que pronto leería, y del campo literario chileno sobre el que tenía acertadas intuiciones. Ella respondió como pudo mientras terminaba su café, B pagó la cuenta y se encaminaron hasta el estudio de la calle del Loro donde comenzaría por fin la entrevista que se iba a publicar semanas después.

 

III. Era la primera entrevista que B concedía para el país que había dejado en 1968 y al que regresó brevemente en 1973. M recupera esa nota en su computadora para constatar que B le había hablado de un arresto ocurrido antes del golpe, no durante, no después, no como se cuenta en «Detectives» donde dos policías de una comisaría resultan ser antiguos compañeros de liceo de Belano y deciden salvarlo de un posible fusilamiento. El episodio se menciona también en «Compañeros de celda» y en «Carnet de baile» y reaparece en «Últimos atardeceres en la Tierra», donde B le cuenta a su padre que en Chile estuvieron a punto de matarlo. «Su padre lo miró y se sonrió» y preguntó: «¿Cuántas veces?», y cuando el hijo responde que dos el padre se ríe a carcajadas. El padre no se había creído ese cuento como sí lo hicieron algunos lectores por fuera de los libros. Esa historia generó especulación sobre si era o no cierta, pero no sería la única: los reseñistas ingenuos y los futuros biógrafos volverían a caer en la irresistible trampa que B les tendía al arrojarles pedazos desnudos de su biografía envueltos en otra ropa y al cargar cada relato de referencias exactas pero engañosas. Su voz literaria, tan personal, creaba ficciones de cercanía y autenticidad (autenticidad que el mismo B se encargaba de parodiar en «El gaucho insufrible», ese cuento escrito en homenaje a Borges). Dicho de otra manera, B se había ocultado en la pieza oscura de la ficción mientras sus lectores intentaban averiguar su paradero, vueltos, esos lectores, detectives privados.

 

IV. Cuando le preguntó por Chile, B no había publicado ninguno de los relatos sobre la supuesta detención. B sólo declaró que su voluntad de quedarse en el país obedecía a que la «bronca era tan anfetamínica que volver a México era como perder la dosis», pero que después de 1973 nunca había vuelto y no sabía si lo haría porque le tenía pánico a los aviones. M notó que a B le gustaba contradecirse, darle vueltas a sus afirmaciones con un extraño humor, hacerse preguntas sobre lo que acababa de decir, de la misma manera en que lo hacían algunos de sus personajes. «¿Volver a Chile? Sí, ahora que lo dices no sería una mala idea. ¡Me encantaría! Hace veinticuatro años que salí de Chile. ¿Veinticuatro ya? ¡Qué cantidad de años! Nunca volví.»

 

V. «Yo todo lo que escribo lo he vivido.» ¿Verdadero o falso? ¿Verdadero y falso?

 

VI. Los detectives literarios no concedían tregua, andaban frenéticos en busca de pistas biográficas y dieron, como era de esperar, con «Playa»: un cuento escrito en una sola eficaz oración que se despliega sobre cuatro páginas, una oración larga y resbalosa como culebra de mar que tuvo a bien colarse en Entre paréntesis donde no había escritos de ficción. Y porque apareció como crónica autobiográfica, y porque era un exadicto quien contaba su historia, y porque los detectives literarios seguían enredados en el juego de falsas identidades (medusas, aguamalas, nudosos cochayuyos, recitó M como en un conjuro), concluyeron que el autor había sido heroinómano y peor, que había muerto de una sobredosis.

 

VII. Febrero de 1998, murmura ya cerrando el archivo de la entrevista que le hizo en Blanes, o más bien el archivo de lo que se publicó de esa conversación que se extendió dos días y una noche (B insistió en que se quedara, M acabó aceptando dormir en la pequeña cama de su hijo). Se detiene en la fecha del documento escaneado, febrero, 1998, comprendiendo que B estaba a cinco años de que le fallara definitivamente el hígado. B le había dicho que estaba enfermo pero M no le preguntó de qué, ni siquiera creyó que fuera grave. B no le había dado los detalles que aparecen en ese ensayo autobiográfico que se publicó como cuento en El gaucho insufrible, poco después de su muerte. En «Literatura + enfermedad = enfermedad», otro texto extraordinario, salpicado de ironía o de humor negro, B detalla el deterioro progresivo de su cuerpo y apunta tres modos posibles de liberación que él ha puesto en práctica: la escritura (la poesía, sobre todo), el viaje, el sexo. En cierta medida, por no decir en gran medida, éstos son asuntos que atraviesan toda su obra. La de B, que hacía años se sabía condenado. La de B, que pudo haber recibido un trasplante pero estaba segundo en la lista. La de un B sensibilizado ante la precariedad del cuerpo, consciente del peligro que significaba vivir, del fracaso vital que permea toda existencia. A M no le sorprende que B se espejeara en el alucinado heroinómano de «Playa» o que pensara en el cáncer de Clara (y en la magistral fuga de la enferma en el cuento que lleva su nombre), que se detuviera en el corazón disfuncional del poeta Lihn y en el sida que acecha la industria pornográfica en el libro Putas asesinas, en las anemias de la pampa argentina así como en las misteriosas fiebres que sufren diversos personajes de estos cincuenta y dos cuentos. No le extraña tampoco que B le dedicara páginas enteras a las enfermedades mentales (qué cantidad de mujeres malas de la cabeza, piensa M, siempre hermosas, no hay ni una fea, pero hay tantas locas, y qué cantidad de suicidas). M, que es enferma e hipocondriaca, no sólo ha subrayado todos esos males sino que ha dibujado un círculo de tinta alrededor de ellos, así como de la palabra muerte que está también por todas partes, como hecho presente, como posibilidad futura.

 

VIII. Ahora repara en que hay muy poco futuro en estos cuentos, hay en ellos una crisis de futuridad. La violencia del mundo arrecia con tanta fuerza que en algunos relatos ya no queda nadie en pie o queda sólo uno y es un hombre derrotado. En «Prefiguración de Lalo Cura» sólo se exime, nadie se explica cómo, el actor porno Pajarito Gómez, y en ese otro cuento inolvidable y trágico, «El Ojo Silva», sólo se salva ese exiliado chileno que «no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real», que «no frecuentaba los círculos de exiliados» de la izquierda chilena que lo despreciaba por homosexual. Ese hombre solitario llamado Ojo Silva intenta en vano salvar a dos niños castrados en un ritual religioso de la India, y es tal vez el personaje más heroico o más humano, que para B, sospecha M, vendría a ser lo mismo.

 

IX. El final que en efecto se avecinaba debió de apurar la vertiginosa, incesante, arriesgada, la deslumbrante escritura de B: en los años que le quedaban iba a producir cientos de páginas de poesía y de prosa (la enorme 2666 y novelas cortas y cuentos aún más cortos que se publicarían de manera póstuma), a los que se sumarían ocasionales ensayos y discursos y columnas en periódicos. Y aunque parte de esa escritura fue improvisada, el grueso de la obra respondía a un plan bosquejado de antemano. Ésta no era una presunción de M, que en su lectura discontinua de los años anteriores no había reparado en la existencia de dicho plan, pero que ya en la relectura del conjunto fue tomando nota de los hilos tendidos entre los textos. No era una conjetura de M, no, no, no, dice M levantando la voz y sus notas; era, ante todo, que el propio B le había descrito el «plan general» de su obra, plan que en 1998 calificó de «simétrico». Porque de La literatura nazi en América, ese «siamés gordo, lento y torpe: una mole enciclopédica», había salido Estrella distante, ese «siamés súper rápido y letal». Y de Los detectives salvajes, que acababa de entregarle a su primer editor, que se publicaría a fines de ese año, que recibiría un premio prestigioso y lanzaría a B a la estratosfera, de esa gran novela estaba saliendo Amuleto. Pero no sólo había novelas sacadas de novelas, sino novelas sacadas de cuentos («Músculos» es la versión breve, barcelonesa, de la trama romana de Una novelita lumpen) y también cuentos que parecían oportunos descartes o episodios desgajados o continuaciones argumentales que excedían el marco temporal de las obras maestras. Todo eso se lo había adelantado B en 1998, sonriendo con entusiasmo en su estudio, diciéndole que en sus colecciones de cuentos había (o habría, cuando los escribiera) «entradas y salidas del corpus mayor», con «personajes que aparecen en varios sitios, a veces como protagonistas, otras veces como referencia que hacen de ellos otros personajes». Era cierto: había un Amalfitano en «Otro cuento ruso» que podía o no prefigurar a un personaje clave de 2666. Y el Belano de Los detectives salvajes era narrador o narrado en al menos seis relatos, en compañía de Ulises Lima pero sobre todo en compañía de otros. B era tal vez el nombre más usado. Bolaño, en tanto, sólo aparece mencionado una vez en su «Encuentro con Enrique Lihn». M se pregunta, porque ya no está B para preguntarle, si usar ese apellido era parte de su cálculo.

 

X. Cada cuento, cada personaje debía, sin embargo, mantener su autonomía. Extrañamente, ese sistema de referencias cruzadas no producía una obra cerrada en sí misma, apretada, estéril, inmóvil, irrespirable, sino que funcionaba como una galaxia llena de planetas y asteroides y estrellas que giran en su órbita evitando caer en el sol negro que yace en su centro.

 

XI. «El arte, dijo, es parte de la historia particular mucho antes que de la historia del arte propiamente dicha. El arte, dijo, es la historia particular.» Esta máxima está puesta en boca del odontólogo de «Dentista» que a continuación agrega: «Creemos que el arte discurre por esta acera y que la vida, nuestra vida, discurre por esta otra, y no nos damos cuenta de que es mentira».

 

XII. Pero como nada es tan sencillo, como B ha hecho del claroscuro su arte, a los editores les ha tocado la tarea de identificar y separar lo que a propósito está situado en la frontera de los géneros: a la edición de estos Cuentos completos se le han restado dos discursos («Derivas de la pesada» y «Sevilla me mata») que antes aparecieron entre los cuentos de El secreto del mal. Los editores siempre recogiendo los platos rotos dejados por sus autores.

 

XIII. Esfuerzo fútil. Las distinciones de género (el literario y los otros, opina M) ya son cosa añeja, un tufo del pasado; ahora que se levantaron los vientos, discernir entre géneros sirve de muy poco, por no decir de nada, le sobran a esta escritura explosiva que se propuso derrumbar todas las fronteras.

 

XIV. «Las grandes obras de la literatura fundan un género o lo disuelven.» ¿Quién escribió esto?, ¿sería la misma persona que aseguró que un escritor no era un creador sino un destructor? No era capaz de recordarlo (su propia enfermedad le estaba borrando la memoria), pero le pareció que a B le iban bien estas líneas y las dejó en su prólogo.

 

XV. Su literatura era «un campo minado». Estaba segura de que esto lo había dicho B y de que ella había asentido como si entendiera la metáfora. No tenía ni la más remota idea de qué quería decir. Se conformó con esperar a que B aclarara la imagen, cosa que hizo a continuación con aire de oficial victorioso o de soldado invicto o de estratega redomado: esas minas, dijo, eran las pistas que él iba sembrando, pistas que estallarían en el rostro de lectores más puntillosos. (Puntillosos, puntillosos, repite M mientras escribe, ¿como los detectives literarios?) Pero eran tantas las claves urdidas en su obra, dijo B, que tal vez fuera mejor no buscarlas ni menos intentar descifrarlas porque uno podía acabar enloqueciendo. B se había reído con no poca maldad, a ella se le contagió su risa.

 

XVI. Veinte años después, es decir, en estos días, M descubre que no sólo existen conexiones internas sino también una relación secreta entre el primer cuento de este volumen y el último, hasta ahora desconocido. R, la editora, le explica esta relación que a su vez le ha explicado L, la compañera sentimental de B, la esposa, la madre de sus dos hijos, la viuda y la albacea, la lectora de sus primeros manuscritos. Y lo que le dice L a R, y R a M, por correo, es que ese cuento temprano y hasta ahora desaparecido, ese cuento titulado «El contorno del ojo» que M recibe en la versión impecablemente mecanografiada por B, es el que él mandó a un concurso literario en 1983. La trama, protagonizada por un oficial chino que por supuesto es poeta y está enfermo y se plantea el suicidio, obtuvo el tercer accésit en aquel concurso. Cuando se anunció a los ganadores, B se enteró de que uno de sus escritores predilectos, Antonio di Benedetto, se había presentado y obtenido el segundo accésit. B, que era joven y ajeno, y sobre todo desconocido, suponía que sólo gente como él se presentaba a los concursos locales, y quedó sorprendido y aterrado por la precariedad económica de ese gran autor. Porque Di Benedetto, convertido en Sensini en el primer cuento de Llamadas telefónicas, era un pobre escritor latinoamericano como B, un narrador exiliado en España como B, por más que el exilio de B fuera voluntario y el de Sensini fuera político. M busca la biografía del escritor argentino, descubre que había pasado varios años en la cárcel, que había sido torturado y sufrido simulacros de fusilamiento que no se relatan en la ficción, porque el asunto de «Sensini» es la desaparición forzada de su hijo y la ficcionalización de la amistad epistolar que surgió entre ambos escritores hasta que cesaron las cartas.

 

XVII. En el plano de lo real «El contorno del ojo» no sólo es el primer relato publicado por B en una edición de ayuntamiento ahora difícil de encontrar, sino que está en el origen de «Sensini». Pero en estos Cuentos completos es «Sensini» el cuento que abre y «El contorno del ojo» el cuento que cierra. Por lo demás, escribe R en su correo, se ha respetado un criterio cronológico siguiendo el orden en el que aparecieron las tres colecciones de cuentos que B preparó en vida —Llamadas telefónicas, Putas asesinas, El gaucho insufrible— y de El secreto del mal, libro posterior que aquí adquiere el título de «Cuentos póstumos». M duda de dicho ordenamiento, opina que hay cronologías en disputa dentro del libro: los cuentos podrían haberse ordenado, a) según las fechas de escritura, indicadas al final de cada texto, o b) por las fechas a las que los cuentos aluden en su interior. M se pregunta si a B le hubiera gustado alterar el orden en el que los relatos aparecen ahora, si hubiera elegido las opciones a o b u otra, o si hubiera ofrecido en el índice un orden alternativo, rayuelesco, que realizara un simulacro biográfico. Pero M no dice nada, no sugiere nada, no es ni la autora ni la albacea ni puede comunicarse con B mediante una ouija. Y no conoce a R, la editora que acaba de encargarle este prólogo.

 

XVIII. ¿Por qué se lo habría encargado a ella? ¿No habría nadie más que pudiera escribirlo? Alguno de los infinitos exégetas, filólogos o traductores, amigos íntimos, escritores oportunistas y periodistas a sueldo que ya habían escrito cerros, montañas, océanos de artículos a los que el suyo nunca se podría sumar. Pero tal vez la pregunta era otra: por qué había aceptado ella ese encargo.

 

XIX. Piensa: es una suerte no haber visto nunca a la editora, así, si no queda conforme, nunca me sucederá que no la vuelva a ver. Y piensa: además, ya no hace falta conocer a nadie cara a cara; con escribirse basta y siempre se puede recurrir a la voz. Y piensa, aunque no es un pensamiento suyo: que quien escucha con atención no necesita ver. Y piensa: tal vez por eso B llamaba tanto a sus amigos distantes. Llamaba de manera intempestiva, recuerda M, sin preocuparse de si una estaba ocupada o a punto de salir. Eran llamadas de larga distancia que ella no podía devolverle, largas llamadas en las que sobre todo hablaba él aspirando el humo de su cigarrillo, la carraspera indicando que estaba ahí, al otro lado de la línea. Esa voz sigue viva en sus relatos, leerlo es como escucharlo. Eso piensa.

 

XX. Esa noche, entre sueños, M ve que B se aleja caminando hacia atrás y levantando un dedo de advertencia. Abre la boca y mueve los labios pero no dice nada o tal vez ella se ha quedado sorda y sin embargo sabe, como sólo se sabe en los sueños, lo que dice. Despierta agitada creyendo por un instante que tras las cortinas movidas por la brisa se esconde un poeta infrarrealista o el propio B que viene a cobrarse una venganza.

 

XXI. Porque la única vez que se vieron en Blanes (se verían en Chile unos meses más tarde) B la acompañó a la parada del bus o tal vez a la estación del tren (debió de subirse al mismo tren en el que había llegado pero ella sólo consigue ver un bus) y la dejó en la pisadera y, con una sonrisa lejana que M no supo interpretar, B le advirtió que como no lo pusiera bien en su entrevista él le enviaría el ejército de los poetas infrarrealistas que darían cuenta de ella. M no supo si B hablaba en serio o le estaba tomando el pelo, o ambas cosas o ninguna de las anteriores. En todo caso, sintió esa advertencia como una amenaza innecesaria sin entender todavía que para B la literatura era peligrosa. Era el lugar de la traición.

 

XXII. ¿Estaba escribiendo este prólogo para no traicionar una amistad que había terminado mal? ¿Estaba amparándose bajo una figura que amenazaba con aplastarla?

 

XXIII. M no llegó a terminar el libro que estaba escribiendo, publicó algunos relatos en revistas que pronto desaparecieron y ya nadie se acuerda de ella, ya nadie la conoce (su mamá sí, su papá la reconoció antes de largarse, su hermana no le habla pero ésa es otra historia). M es una escritora sin obra a la que por supuesto nadie respeta, si es que alguna vez alguien la respetó (cosa que ella misma pone en duda). M se identifica con las figuras del fracaso que abundan en la obra de B: en los Cuentos completos encuentra a algunos de esos pésimos poetas, «Enrique Martín» y «Henri Simon Leprince», le fascina especialmente este último porque pese a su falta de talento Leprince se resiste a colaborar con el fascismo (al contrario de los escritores retratados de La literatura nazi en América) y se suma a la resistencia francesa para salvar a los contemporáneos que lo desprecian. Leprince es descrito como «un oportunista al revés»: no delata ni injuria ni le cobra su ayuda a nadie. Es un héroe marginal que acepta «que los buenos escritores necesitan a los malos escritores». ¿Será que ella es uno de esos «malos escritores» que los «buenos escritores» necesitan para servirles «como lectores o como escuderos» o peor, como teloneros o prologuistas? Y quién era ella, nada, nada, nadie, ni siquiera tenía un nombre (B tampoco, ¿o sí?). Con el látigo en la mano empieza a flagelarse pero mientras lo hace, desnuda ante el espejo, sintiendo que le corre una sangre tibia por la espalda, los muslos, las pantorrillas, recuerda que B no sentía gran simpatía por los escritores encumbrados «en la pirámide de la literatura» ni por los intelectuales esbirros del poder ni por los respetables críticos de periódicos conservadores ni por los profesores en universidades de élite que inventan teorías literarias como si la literatura no contuviera sus propias teorías, teorías libres, sórdidas mariposas amarillas.

 

XXIV. Aunque, a decir verdad, incluso a quienes carecían de aquella «respetabilidad» les tocó que B les faltara al respeto. Esto piensa M, pensando en el arrepentimiento del joven escritor que ataca a un consagrado que sólo ha intentado apoyarlo en «Una aventura literaria». Recuerda también «El viejo de la montaña», donde Belano y Lima hacen de las suyas hasta que son vetados por los poderes literarios establecidos en México y se tienen que largar.

 

XXV. Si ella no fuera una escritora sin obra hubiera emprendido, no ya este prólogo que B seguramente despreciaría o del que se burlaría si pudiera leerlo, sino un cuento, un grandioso cuento a-la-B. Porque el modo más comprometido de leer a un autor es copiando una por una sus palabras, su fraseo, su retórica (aunque la palabra, M lo sabe, no es retórica). Porque, como cree el novelista Álvaro Rousselot en el cuento homónimo, el mejor lector, uno del cual ningún autor debiera prescindir, es el que lo plagia. Pero M no tiene talento para la copia, no, ni para la escritura propia ni para la ajena, se dice completamente desmoralizada; le falta atrevimiento para asomarse al abismo, para saltarse las reglas y engarzar un hecho con otro y otro y otro sin fijarse en el exceso de palabras ni en la acumulación de eventos, vivencias, sueños inconexos, maneras de morir, listas de películas o de autores en antologías, por ejemplo. Le falta estar poseída por la obstinación arrolladora que a B le sobra. Le falta desentenderse de la resolución del relato y sumergirse en aquello que vibra por debajo de las palabras, ese trastorno, ese terremoto, esa cosa retorcida que a ella la deja sin aire. No sabe cómo se las arreglaba B para entrar por un extremo de la trama y salir por otro, manteniéndola en vilo, postergando siempre el cierre definitivo que tanto se parece a la muerte.

 

XXVI. Nunca más volver a verse resuena en M ahora que tiene la edad, o casi la edad, o apenas unos años más de los que tenía B la última vez que se toparon. Era noviembre de 1998 y B se había subido a un avión con destino a Santiago y había aterrizado como jurado estelar de un concurso hoy desaparecido. Presentaría la única novela que se publicó en Chile, La pista de hielo, de cuya edición se encargó M por expresa petición de B. Y aprovecharía de visitar a la familia chilena: M llevó a B y a L y a su hijo todavía pequeño (la hija aún no existía) a la casa de una tía que los recibió a todos en la cocina, en una mesa cubierta con mantelito de hule y paneras plásticas llenas de hallullas para la once, y M vio a B emocionado y tal vez acongojado por la pobreza de la tía que era la pobreza de la que él había salido y de la que ya se iba distanciando. Y B parecía contento de estar conociendo a todos los escritores y escritoras que sólo había oído nombrar en interminables y regadas cenas en las que él bebía sólo agua, y antes de que B partiera se sentaron juntos a otra cena que sería la última, una cena feliz o que a M le pareció perfecta y que terminó (qué paradoja) por distanciarlos.

 

XXVII. Pero esa es otra historia.

 

XXVIII. «Uno nunca termina de leer, aunque los libros se acaben», dice el narrador de otro cuento en una línea que parece un presagio, «de la misma manera que uno nunca termina de vivir, aunque la muerte sea un hecho cierto».

 

LINA MERUANE, 2018