Vida de Anne Moore

 

 

 

 

El padre de Anne Moore luchó por la democracia en un barco hospital, en el Pacífico, desde 1943 hasta 1945. Su primera hija, Susan, nació mientras él navegaba por el mar de Filipinas, poco antes de finalizar la Segunda Guerra Mundial. Después volvió a Chicago y en 1948 nació Anne. Pero Chicago no le gustaba al doctor Moore y tres años más tarde se marchó junto con toda su familia a Great Falls, en el estado de Montana.

Allí creció Anne y su infancia fue apacible, pero también extraña. En 1958, cuando tenía diez años, vio por primera vez el rostro de carbón, el rostro manchado de tierra (así lo define ella, indistintamente), de la realidad. Su hermana tenía un novio llamado Fred, de quince años. Un viernes Fred llegó a casa de los Moore y dijo que sus padres se habían marchado de viaje. La madre de Anne dijo que no le parecía correcto dejar solo en casa a un chico que apenas era un adolescente. El padre de Anne opinó que Fred ya era un hombrecito y que sabía cuidarse solo. Esa noche Fred cenó en casa de los Moore y luego estuvo en el porche conversando con Susan y Anne hasta las diez. Antes de marcharse se despidió de la señora Moore. El doctor Moore ya se había acostado.

Al día siguiente Susan y Anne dieron una vuelta por el parque en el coche de los padres de Fred. Según me contó Anne, el estado de ánimo de Fred era notablemente distinto del exhibido la noche anterior. Ensimismado, casi sin decir nada salvo monosílabos, parecía haber reñido con Susan. Durante un rato estuvieron en el coche sin hacer nada, en silencio, Fred y Susan en la parte de adelante y Anne en la parte de atrás, y luego Fred propuso que fueran a su casa. Susan no contestó y Fred puso en marcha el coche y estuvieron dando vueltas por las calles de un barrio pobre que Anne no conocía, como si Fred se hubiera perdido o como si en el fondo, pese a haberlas invitado, en realidad no quisiera llevarlas a su casa. Durante el trayecto, recuerda Anne, Susan no miró ni una sola vez a Fred, todo el rato se lo pasó mirando por la ventanilla, como si las casas y las calles que se iban sucediendo lentamente fueran un espectáculo único. Tampoco Fred, la vista clavada al frente, miró ni una sola vez a Susan. Tampoco pronunciaron una sola palabra ni la miraron a ella, en el asiento de atrás, aunque en una ocasión, una sola, la niña que entonces era Anne capturó el fulgor de los ojos de Fred, que la observó brevemente por el espejo retrovisor.

Cuando por fin llegaron a la casa ni Fred ni Susan hicieron ademán de bajarse. Incluso la forma en que Fred estacionó el coche, junto al bordillo de la acera y no en el garaje, invitaba a una cierta provisionalidad en los actos, a una interrupción de la continuidad. Como si al estacionar el coche de esa forma, Fred nos permitiera y se permitiera a sí mismo un tiempo extra para pensar, recuerda Anne.

Después (pero Anne no recuerda cuánto tiempo pasó) Susan se bajó del coche, le ordenó a ella que hiciera lo mismo, la cogió de la mano y se marcharon de allí sin despedirse. Cuando llevaban varios metros de distancia, Anne se volvió y vio la nuca de Fred, en el mismo lugar, sentado al volante, como si aún estuviera conduciendo, la vista fija al frente, dice Anne, aunque puede que entonces tuviera los ojos cerrados o puede que los tuviera entornados o que mirara el suelo o que estuviera llorando.

Volvieron a casa caminando y Susan, pese a sus preguntas, no le quiso dar ninguna explicación de su actitud. Esa tarde a Anne no le hubiera extrañado ver aparecer a Fred en el jardín de su casa. En otras ocasiones había sido testigo de peleas entre éste y su hermana mayor y el rencor nunca fue duradero. Pero Fred no apareció ese sábado, ni el domingo, y el lunes no fue a clases, según confesaría Susan más tarde. El miércoles la policía detuvo a Fred por conducir en estado de ebriedad en la parte baja de Great Falls. Después de ser interrogado, dos policías fueron a su casa y encontraron a los padres muertos, la madre en el cuarto de baño y el padre en el garaje. El cadáver de este último estaba a medio envolver en mantas y cartones, como si Fred pensara deshacerse de él en los próximos días.

A raíz de este crimen, Susan, que al principio mantuvo una entereza notable, se derrumbó y durante varios años estuvo visitando psicólogos. Anne, por el contrario, siguió igual que siempre, aunque el incidente o la sombra del incidente resurgiría en el futuro de manera intermitente. Pero por el momento ni siquiera soñó con Fred y si soñó tuvo la cautela de olvidar el sueño apenas entraba en la vigilia.

A los diecisiete años Anne se marchó a estudiar a San Francisco. Dos años antes lo había hecho Susan, matriculada en Medicina, en Berkeley: compartía un apartamento con otras dos estudiantes en la parte sur de Oakland, cerca de San Leandro y muy de vez en cuando escribía a sus padres. Cuando Anne llegó encontró a su hermana en un estado deplorable. Susan no estudiaba, durante el día dormía y por las noches desaparecía hasta bien entrada la mañana siguiente. Anne se matriculó en Literatura Inglesa e hizo un curso de Pintura Impresionista. Por las tardes se puso a trabajar en una cafetería de Berkeley. Los primeros días vivió en el mismo cuarto que su hermana. En realidad hubiera podido estar así indefinidamente. Susan dormía durante el día, en las horas en que Anne estaba en la universidad, por las noches rara vez aparecía por la casa, por lo que Anne ni siquiera tuvo que instalar otra cama en el cuarto. Pero al cabo de un mes Anne se fue a vivir a la calle Hackett, en Berkeley, cerca de la cafetería en donde trabajaba y dejó de ver a su hermana, aunque a veces la llamaba por teléfono (eran las otras chicas del piso las que siempre contestaban las llamadas, recuerda Anne) para saber cómo estaba, para darle noticias de Great Falls, para saber si necesitaba algo. Las pocas veces que habló con Susan ésta estaba borracha. Una mañana le dijeron que Susan ya no vivía allí. Durante quince días la buscó por todo Berkeley y no la halló. Finalmente una noche llamó a sus padres, en Great Falls, y fue Susan quien contestó el teléfono. La sorpresa de Anne fue mayúscula. En cierto modo se sintió defraudada y traicionada. Susan había abandonado definitivamente los estudios y ahora quería rehacer su vida en una ciudad tranquila y decente, le dijo. Anne le aseguró que cualquier cosa que ella hiciera estaría bien hecha, aunque en realidad creyó que su hermana estaba muy mal y que había tirado buena parte de su vida por la borda.

Poco después conoció a Paul, un pintor nieto de anarquistas judío-rusos, y se fue a vivir con él. Paul tenía una casita de dos plantas, en la primera estaba su estudio en donde se amontonaban grandes cuadros que jamás terminaba y en la segunda había una habitación-sala-comedor muy grande, y una cocina y un baño muy pequeños. Por supuesto, no era el primero con el que se acostaba, antes había salido con un compañero de Pintura Impresionista que fue quien le presentó a Paul y en Great Falls había sido novia de un jugador de baloncesto y de un chico que trabajaba en una panadería. De este último creyó por un tiempo estar enamorada. Se llamaba Raymond y la panadería era de su padre. En realidad, en la familia de Raymond los panaderos se remontaban, ininterrumpidamente, a varias generaciones. Raymond estudiaba y trabajaba, pero cuando se graduó decidió dedicarse a la panadería a tiempo completo. Según Anne, no era un estudiante sobresaliente, pero tampoco era malo. Y lo que más recuerda de Raymond, del Raymond de aquellos años, es su orgullo en lo tocante a su oficio y al oficio de su familia, en una zona en donde la gente ciertamente se enorgullece de muchas cosas, pero no de ser panadero.

La relación entre Anne y Paul fue peculiar. Anne tenía diecisiete años, pronto iba a cumplir los dieciocho y Paul tenía veintiséis. En la cama tuvieron problemas desde el principio. En verano Paul solía ser impotente, en invierno tenía eyaculación precoz, en otoño y en primavera el sexo no le interesaba. Así lo cuenta Anne y también dice que nunca hasta entonces había conocido a nadie tan inteligente. Paul sabía de todo, sabía de pintura, de historia de la pintura, de literatura, de música. A veces era insoportable, pero también sabía cuándo era insoportable y tenía entonces la virtud de encerrarse en el estudio y ponerse a pintar durante todo el tiempo que estuviera insoportable; cuando volvía a ser el Paul de siempre, encantador, conversador, cariñoso, dejaba de pintar y salía con Anne al cine o al teatro o a las múltiples conferencias y recitales que por entonces se daban en Berkeley y que parecían preparar el espíritu de la gente para los años decisivos que se acercaban. Al principio vivían de lo que ganaba Anne en la cafetería y de una beca que tenía Paul. Un día, sin embargo, decidieron viajar a México y Anne dejó su trabajo.

Estuvieron en Tijuana, en Hermosillo, en Guaymas, en Culiacán, en Mazatlán. Allí se detuvieron y alquilaron una casita cerca de la playa. Todas las mañanas se bañaban, por las tardes Paul pintaba y Anne leía y por las noches iban a un bar norteamericano, el único de allí, llamado The Frog, frecuentado por turistas y estudiantes de California y en donde se quedaban bebiendo hasta altas horas de la noche y discutiendo con personas a las que normalmente ni siquiera hubieran dirigido la palabra. En The Frog compraban marihuana a un tipo mexicano delgado y que siempre iba vestido de blanco, y al que no dejaban entrar en el bar, que esperaba a sus clientes en el interior de su coche estacionado en la acera de enfrente, junto a un árbol seco. Más allá de ese árbol no había ningún edificio sino la oscuridad, la playa y el mar.

El tipo delgado se llamaba Rubén y a veces cambiaba la marihuana por casettes de música que probaba en el mismo radiocasette del coche. No tardaron en hacerse amigos. Una tarde, mientras Paul pintaba, apareció por la casita de la playa y Paul le pidió que posara para él. A partir de ese momento nunca más tuvieron que pagar por la marihuana que consumían, aunque a veces Rubén llegaba por la mañana y no se iba hasta bien entrada la noche, lo que para Anne resultaba molesto, pues no sólo tenía que cocinar para una persona más sino que, en su opinión, el mexicano le quitaba intimidad a la vida paradisiaca que habían planeado hacer.

Al principio Rubén sólo hablaba con Paul, como si intuyera que su presencia no era grata para Anne, pero con el paso de los días se hicieron amigos. Rubén hablaba algo de inglés y Anne y Paul practicaban con él el rudimentario español que ya sabían. Una tarde, mientras nadaban, Anne sintió que Rubén le tocaba las piernas por debajo del agua. Paul estaba en la playa, mirándolos. Cuando Rubén emergió la miró a los ojos y le dijo que estaba enamorado de ella. Ese mismo día, lo supieron después, se ahogó un chico que solía ir a The Frog y con el que ellos habían conversado en un par de ocasiones.

Poco después volvieron a San Francisco. Aquélla fue una buena época para Paul. Hizo un par de exposiciones, vendió algunos cuadros y su relación con Anne se estabilizó aún más de lo que ya estaba. A finales de año viajaron los dos a Great Falls y pasaron las navidades en casa de los padres de Anne. A Paul no le gustaron los padres de Anne, pero con Susan hizo buenas migas. Una noche Anne se despertó y no halló a Paul en la cama. Salió a buscarlo y oyó voces en la cocina. Al bajar encontró a Paul y Susan hablando de Fred. Paul escuchaba y hacía preguntas y Susan contaba una y otra vez, pero desde diferentes perspectivas, el último día que había pasado con Fred, dando vueltas en coche por los peores barrios de Great Falls. Anne recuerda que la conversación que mantenían su hermana y su novio le pareció extremadamente artificial, como si estuvieran dando vueltas alrededor del argumento de una película y no de algo que había sucedido en la vida real.

Al año siguiente Anne abandonó la universidad y se dedicó a ser la compañera de Paul a tiempo completo. Le compraba las telas, los bastidores, la pintura, preparaba la comida y la cena, lavaba la ropa, barría y fregaba los suelos, lavaba los platos, hacía todo lo que podía para que la vida de Paul fuera lo más similar a un remanso de paz y de creación. Su vida de pareja no era satisfactoria. Sexualmente Paul cada día estaba peor. En la cama Anne ya no sentía nada y llegó a pensar que tal vez fuera lesbiana. Por esa época conocieron a Linda y a Marc. Linda, como Rubén en Mazatlán, se ganaba la vida vendiendo droga y a veces escribía cuentos infantiles que ninguna editorial aceptaba publicar. Marc era poeta o al menos eso era lo que decía Linda. Por entonces, salvo raras excepciones, Marc se pasaba el día encerrado en su casa escuchando la radio o viendo la televisión. Por las mañanas salía a comprar tres o cuatro periódicos y a veces iba a la universidad, en donde se encontraba con antiguos compañeros o asistía a clases de renombrados poetas que recalaban en Berkeley por uno o dos cursos. Pero el resto del tiempo, recuerda Anne, se lo pasaba encerrado en su casa o en su habitación si Linda tenía visitas, escuchando la radio y mirando la tele y esperando el estallido de la Tercera Guerra Mundial.

La carrera de Paul, contra lo esperado por Anne, de repente se estancó. Todo ocurrió demasiado rápido. Primero perdió la beca, después los galeristas del área de la bahía de San Francisco dejaron de interesarse por sus cuadros, finalmente dejó de pintar y comenzó a estudiar Literatura. Por las tardes, Paul y Anne iban a casa de Linda y Marc y se pasaban muchas horas hablando de la guerra de Vietnam y de viajes. Aunque Paul y Marc nunca llegaron a ser muy amigos, eran capaces de estar juntos durante horas leyéndose mutuamente poemas (Paul, recuerda Anne, comenzó por esas fechas a escribir versos deudores de William Carlos Williams y de Kenneth Rexroth, a quien en una ocasión escucharon en un recital en Palo Alto) y bebiendo. La amistad de Anne y Linda, por el contrario, creció de forma imperceptible pero segura, aunque no parecía estar cimentada en nada. A Anne le gustaba la seguridad de Linda, su independencia, su desprecio por ciertas normas establecidas, su respeto por otras, su manera ecléctica de vivir.

Cuando Linda se quedó embarazada su relación con Marc terminó abruptamente. Linda se fue a vivir a un piso en la calle Donaldson y trabajó hasta pocos días o tal vez hasta pocas horas (Anne no lo recuerda) antes del parto. Marc se quedó en el antiguo piso y su reclusión se hizo aún más severa. Al principio Paul siguió visitando a Marc, pero al poco tiempo se dio cuenta de que no tenían nada que decirse y dejó de hacerlo. Anne, por el contrario, estrechó su amistad con Linda y a veces incluso se quedaba a dormir en su piso, generalmente los fines de semana, cuando Linda debía dedicar más tiempo a atender a sus clientes y no podía estar todo lo que quisiera con el niño.

Un año después de su primer viaje a México, Paul y Anne volvieron a Mazatlán. Esta vez el viaje fue diferente. Paul quiso alquilar la casita de la playa, pero ésta estaba ocupada y se tuvieron que conformar con una especie de bungalow a unas tres manzanas de distancia. Nada más llegar a Mazatlán Anne enfermó. Tuvo diarrea y fiebre y durante tres días fue incapaz de levantarse de la cama. El primer día Paul se quedó en casa cuidándola, pero luego desaparecía durante horas y una noche no vino a dormir. Quien sí la visitó fue Rubén. Anne se dio cuenta de que noche tras noche Paul se iba con Rubén y al principio odió al mexicano. Pero la tercera noche, cuando ya se sentía un poco mejor, Rubén apareció por el bungalow a las dos de la mañana a interesarse por su salud. Estuvieron hablando hasta las cinco de la mañana y después hicieron el amor. Anne aún se sentía débil y por un momento tuvo la impresión de que Paul los estaba observando desde la puerta entornada o desde una ventana, pero luego se olvidó de todo, dice, ante la dulzura de Rubén y ante la duración del acto.

Cuando Paul apareció al día siguiente Anne le contó lo que había sucedido. Paul dijo mierda pero no añadió más comentarios. Durante uno o dos días intentó escribir en un cuaderno de tapas negras que nunca permitió que Anne leyera, pero al poco desistió y se dedicó a dormir en la playa y a beber. Algunas noches salía con Rubén como si nada hubiera pasado, otras noches se quedaba en casa y en dos ocasiones intentaron hacer el amor pero el resultado dejó mucho que desear. Con Rubén volvió a acostarse. Una vez, de noche, en la playa y otra vez en la habitación, mientras Paul dormía en el sofá de la sala. Al cabo de los días Anne notó que Rubén se ponía celoso de Paul. Pero esto sucedía sólo cuando estaban los tres juntos o cuando Anne y Rubén estaban solos, nunca cuando Rubén y Paul salían por las noches a visitar los bares de Mazatlán. Entonces, recuerda Anne, parecían hermanos.

Cuando llegó el día de partir Anne decidió quedarse en México. Paul lo entendió y no dijo nada. La despedida fue triste. Rubén y ella ayudaron a Paul a preparar las maletas y a meterlas en el coche y luego le dieron unos regalos, Anne un viejo libro de fotos y Rubén una botella de tequila. Paul no tenía regalos para ellos pero le dio a Anne la mitad del dinero que le quedaba. Después, cuando estuvieron solos, se encerraron en el bungalow y estuvieron haciendo el amor durante tres días seguidos. Poco después a Anne se le acabó el dinero y Rubén volvió a dedicarse a vender droga a la puerta de The Frog. Anne dejó el bungalow y se fue a vivir a la casa de Rubén, en un barrio de la ciudad desde el que no se veía el mar. La casa pertenecía a la abuela de Rubén, que vivía allí con su hijo mayor, un pescador soltero de unos cuarenta años, y con su nieto. Las cosas rápidamente se torcieron. A la abuela de Rubén no le gustaba que Anne anduviera por la casa semidesnuda. Una tarde, mientras estaba en el baño, el tío de Rubén entró y le propuso acostarse con él. Le ofreció dinero. Anne, por supuesto, rechazó la oferta, pero no con suficiente fuerza (no quería ofenderlo, recuerda) y al día siguiente el tío de Rubén volvió a ofrecerle dinero por sus favores.

Sin saber lo que estaba a punto de desencadenar, le contó a Rubén todo lo que había sucedido. Esa noche Rubén cogió un cuchillo de la cocina e intentó matar a su tío. Los gritos, recuerda Anne, eran como para levantar a todo el vecindario, pero sorprendentemente nadie pareció advertirlos. Por suerte el tío de Rubén era más fuerte y más experimentado en peleas y no tardó en desarmarlo. Pero Rubén aún quería pelear y le arrojó un jarrón a la cabeza. El tío esquivó el jarrón justo en el momento en que la abuela salía de su habitación, vestida con un camisón de un rojo vivísimo, algo que Anne hasta entonces nunca había visto, con tan mala suerte que el jarrón fue a estrellarse contra su pecho. Entonces el tío le dio una paliza a Rubén y luego llevó a su madre al hospital. Cuando volvieron, la abuela y el tío entraron sin llamar en la habitación donde dormían Anne y Rubén y les dieron un par de horas para que se marcharan. Rubén tenía el cuerpo lleno de magulladuras y casi no se podía mover, pero el temor a su tío era tan grande que en menos de dos horas tenían todo dentro del coche.

Rubén tenía familia en Guadalajara y hacia allí se fueron. En Guadalajara sólo pudieron estar cuatro días. El primer día durmieron en casa de una hermana de Rubén, una casa llena de niños, pequeña, ruidosa y con un calor sofocante. Compartieron la habitación con tres pequeños y al día siguiente Anne decidió marcharse a una pensión. No tenían dinero, pero a Rubén aún le quedaba algo de marihuana y unas pastillas de ácido que decidió vender en Guadalajara. El primer intento fue decepcionante. Rubén no conocía bien Guadalajara y no sabía a qué sitios dirigirse para colocar su mercadería y volvió a la pensión cansado y sin nada de dinero. Esa noche hablaron hasta muy tarde y en un momento de frustración Rubén le preguntó qué harían si no conseguían dinero para pagar la pensión y para la gasolina del coche. Anne dijo (evidentemente en broma) que ella podía prostituirse. Rubén no captó la broma y la abofeteó. Era la primera vez que un hombre le pegaba. Antes robo un banco, dijo el mexicano y se le echó encima. Aquél fue uno de los polvos más extraños de su vida, recuerda Anne. Las paredes de la pensión parecían estar hechas de carne. Carne cruda y carne a la plancha, indistintamente. Y mientras la follaban miraba las paredes y veía cosas que se movían, que corrían por aquella superficie irregular, como en una película de terror de John Carpenter, aunque yo no recuerdo ninguna película de Carpenter con aquellas peculiaridades.

Al día siguiente Rubén vendió la droga que le quedaba y se marcharon a México DF. Vivieron en la casa de la madre de Rubén, en una colonia cerca de La Villa, más o menos en la misma zona en la que yo vivía. Si entonces te hubiera visto, me habría enamorado de ti, le dije a Anne mucho después. Quién sabe, contestó Anne. Y añadió: si entonces yo hubiera sido un adolescente no me habría enamorado de mí.

Por un tiempo, unos dos o tres meses, Anne creyó que estaba enamorada de Rubén y que se quedaría a vivir en México para siempre. Pero un día llamó por teléfono a sus padres, les pidió dinero para un billete de avión, le dijo adiós a Rubén y regresó a San Francisco. Hasta que consiguió un trabajo de camarera vivió en el piso de Linda. Cuando Anne volvía de trabajar, a veces Linda estaba aún despierta y se quedaban conversando hasta muy tarde. Algunas noches hablaron de Paul y de Marc. Paul vivía solo y había vuelto a pintar aunque mucho menos que antes y no tenía la más mínima esperanza de exponer sus cuadros. Según Linda lo que les pasaba a los cuadros de Paul es que eran muy malos. Marc seguía encerrado en su casa, escuchando la radio y viendo todos los informativos de la tele y ya casi no le quedaban amigos. Algunos años después, recuerda Anne, Marc publicó un libro de poesía que tuvo cierto éxito entre los estudiantes de Berkeley y dio recitales y participó en algunas conferencias. Parecía el momento idóneo para que conociera a una chica y volviera a vivir con alguien, pero cuando pasó el ruido inicial Marc volvió a encerrarse en su casa y de él nunca más se supo nada.

Después Linda se puso a vivir con un tipo llamado Larry y Anne alquiló un pequeño apartamento en Berkeley, cerca de la cafetería. Aparentemente las cosas iban bien, pero Anne sabía que estaba a punto de estallar. Lo percibía en sus sueños, cada vez más extraños, en su estado de ánimo que por entonces se hizo propenso a la melancolía, en su humor, cambiante, caprichoso. Por aquellos días salió con un par de tipos, pero la experiencia fue decepcionante. A veces iba a ver a Paul, pero pronto interrumpió las visitas pues los encuentros empezaban bien pero casi siempre terminaban con escenas violentas (Paul rompiendo sus dibujos, tal vez un cuadro) o con ataques de lágrimas, autorrecriminaciones y tristeza. A veces pensaba en Rubén y se reía de lo ingenua que había sido. Un día conoció a un tipo llamado Charles y se hicieron amantes.

Charles era todo lo contrario de Paul, recuerda Anne, aunque en el fondo se parecían como dos gotas de agua. Charles era negro y no tenía ingresos de ningún tipo. Le gustaba hablar y sabía escuchar. A veces se pasaban toda la noche haciendo el amor y conversando. A Charles le gustaba hablar de su infancia y de su adolescencia, como si allí presintiera un secreto que había pasado por alto. Anne, por el contrario, prefería hablar de lo que le estaba ocurriendo en ese preciso momento de su vida. Y también le gustaba hablar de sus temores, del estallido que avizoraba agazapado detrás de un día cualquiera. En la cama, recuerda Anne, las relaciones fueron tan insatisfactorias como siempre. Los primeros días, tal vez por la novedad, la experiencia fue agradable, alguna noche tal vez incluso arrebatadora, pero después todo volvió a ser como siempre. En este punto Anne cometió lo que visto desde cierta perspectiva considera un error monumental. Le dijo a Charles lo que le ocurría en la cama, lo que sentía con todos los hombres con que se había acostado, incluido él. Charles al principio no supo qué decirle, pero al cabo de los días sugirió que ya que no sentía nada podía al menos sacar algo de provecho material de su situación. Anne tardó algunos días en comprender que lo que Charles le sugería era que se dedicara a la prostitución.

Posiblemente aceptó por la ternura que le inspiraba Charles en aquellos días. O porque le pareció emocionante probarlo. O porque supuso que aquello aceleraría el estallido. Charles le compró un vestido rojo y unos zapatos de tacón del mismo color y se compró una pistola porque consideraba, así se lo dijo a Anne, que un chulo sin pistola no era nada. Anne vio la pistola cuando iban en el coche, desde Berkeley a San Francisco, al abrir la guantera para buscar algo, cigarrillos tal vez, y se asustó. Charles le aseguró que no tenía por qué asustarse, que la pistola era un seguro de vida para ella y para él. Después Charles le indicó el hotel adonde debía llevar a los clientes, dio un par de vueltas con ella por el barrio y la dejó en la entrada de un bar en donde los tipos solían ir a buscar mujeres. Él se marchó posiblemente a otro bar, a divertirse con sus amigos, aunque a Anne le dijo que iba a estar permanentemente al acecho.

Nunca en su vida, recuerda Anne, había sentido tanta vergüenza como cuando entró en el bar y se sentó en la barra, sabiendo que estaba allí a la caza de su primer cliente y sabiendo que todos los que estaban en el bar lo sabían. Odió el vestido rojo, odió los zapatos rojos, odió la pistola de Charles, odió el estallido que se anunciaba pero que nunca venía. Sin embargo tuvo fuerzas para pedir un martini doble y suficiente entereza como para ponerse a hablar con el camarero. Hablaron sobre el aburrimiento. El camarero parecía saber mucho sobre el tema. Poco después se unió a la conversación un tipo de unos cincuenta años, parecido a su padre, sólo que más bajo y más gordo, de quien Anne no recuerda el nombre o tal vez nunca lo supo, pero a quien llamaremos Jack. Éste pagó la bebida de Anne y luego la invitó a salir. Cuando Anne ya se disponía a bajar del taburete, el camarero se le acercó y le dijo que tenía algo importante que comunicarle. Anne pensó que se le había ocurrido algo sobre el aburrimiento y quería decírselo al oído. En efecto, el camarero se estiró desde el otro lado de la barra y le susurró al oído que nunca más volviera a pisar aquel bar. Cuando el camarero volvió a su posición normal, él y Anne se miraron a los ojos y luego Anne dijo de acuerdo y se marchó. El tipo que se parecía a su padre la esperaba en la acera. Fueron en el coche de él al hotel que previamente le había señalado Charles. Durante el corto trayecto Anne no paró de mirar las calles como si fuera una turista. Sin demasiada esperanza esperaba divisar en algún portal o en la entrada de un callejón a Charles, pero no lo vio y decidió que seguramente su chulo se encontraba en un bar.

El encuentro con el tipo que se parecía a su padre fue breve y para sorpresa de Anne no careció de ternura. Cuando el tipo se marchó Anne cogió un taxi y volvió a su casa. Esa noche le dijo a Charles que todo se había acabado, que no quería volver a verlo. Charles era muy joven, recuerda Anne, y su mayor ilusión, aparentemente, era tener una puta, pero se lo tomó bien aunque estuvo a punto de echarse a llorar. Tiempo después, cuando Anne trabajaba en el turno de noche en una cafetería de Berkeley, volvió a verlo. Iba con unos amigos y se estuvieron riendo de ella. Esto molestó a Anne mucho más que todas sus anteriores peleas. Charles vestía ropa barata, por lo que era muy posible que no hubiera hecho carrera en el mundo de la prostitución, aunque Anne prefirió no preguntárselo.

Los años siguientes fueron bastante movidos, recuerda Anne. Durante un tiempo estuvo viviendo con unos amigos en una cabaña cerca del lago Martis, volvió a acostarse con Paul, hizo un curso de Literatura Creativa en la universidad. A veces llamaba a sus padres a Great Falls. A veces sus padres aparecían en San Francisco y pasaban dos o tres días con ella. Susan se había casado con un farmacéutico y ahora vivía en Seattle. Paul se dedicaba a la venta de material para ordenadores. A veces Anne le preguntaba por qué no volvía a pintar y Paul prefería no contestarle. También realizó algunos viajes fuera del país. Estuvo en México en un par de ocasiones. Viajó en una furgoneta a Guatemala, en donde la policía la tuvo retenida veinticuatro horas y uno de los amigos que iban con ella recibió una paliza. Estuvo en Canadá unas cinco veces, en el área de Vancouver, en casa de una amiga que como Linda escribía cuentos infantiles y que deseaba apartarse del mundo. Pero siempre volvía a San Francisco y fue allí donde conoció a Tony.

Tony era coreano, de Corea del Sur, y trabajaba en un taller de ropa en donde la mayoría de los empleados eran ilegales. Era amigo de un amigo de Paul o de Linda o de algún compañero de la cafetería de Berkeley, Anne no lo recuerda, sólo recuerda que fue un amor a primera vista. Tony era muy suave y muy sincero, el primer hombre sincero que Anne conocía, tan sincero que a la salida de un cine (era una película de Antonioni, era la primera vez que iban juntos al cine) le confesó sin ningún rubor que se había aburrido y que era virgen. Cuando se acostaron por primera vez, sin embargo, Anne quedó sorprendida por la sabiduría sexual demostrada por Tony, mucho mejor amante que todos los que hasta entonces había tenido.

Al poco tiempo se casaron. Anne nunca había pensado en el matrimonio, pero lo hizo para que Tony pudiera legalizar su situación en el país. Sin embargo no se casaron en California. Emprendieron un largo viaje a Taiwán, en donde Tony tenía parientes, y allí celebraron las nupcias. Después Tony viajó a Corea a visitar a su familia y Anne viajó a Filipinas a visitar a una amiga de la universidad que vivía desde hacía años en Manila, casada con un prestigioso abogado filipino. Cuando volvieron a los Estados Unidos se establecieron en Seattle, donde Tony tenía parientes y donde con sus ahorros, con los ahorros de Anne y con el dinero que le dieron sus padres puso una frutería.

Vivir con Tony, recuerda Anne, era como vivir en una balsa de aceite. Afuera se desataba cada día una tempestad, la gente vivía con la amenaza constante de un terremoto personal, todo el mundo hablaba de catarsis colectiva, pero ella y Tony se introdujeron en un agujero en donde la serenidad era posible. Breve, dice Anne, pero posible.

Un apunte curioso: a Tony le encantaban las películas pornográficas y solía ir en compañía de Anne, a quien nunca antes, por supuesto, se le había ocurrido visitar un cine de este tipo. De las películas pornográficas le chocó el que los hombres siempre eyacularan afuera, en los pechos, en el culo o en la cara de sus compañeras. Las primeras veces sentía vergüenza de ir a esta clase de cines, algo que no parecía experimentar Tony, para el cual si las películas eran legales uno no debía sentir ningún tipo de pudor. Finalmente Anne se negó a acompañarlo y Tony siguió visitando estos cines solo. Otro apunte curioso: Tony era muy trabajador, más trabajador (de lejos) que cualquiera de los otros amantes que Anne había tenido en su vida. Y otro: Tony jamás se enfadaba, jamás discutía, como si considerara absolutamente inútil tratar de que otra persona compartiera su punto de vista, como si creyera que todas las personas estaban extraviadas y que era pretencioso que un extraviado le indicara a otro extraviado la manera de encontrar el camino. Un camino que no solamente nadie conocía sino que probablemente ni siquiera existía.

Un día a Anne se le acabó el amor por Tony y se marchó de Seattle. Volvió a San Francisco, volvió a dormir con Paul, se acostó con otros hombres, vivió un tiempo en casa de Linda. Tony estaba desesperado. Cada noche la llamaba por teléfono y quería saber por qué lo había dejado. Cada noche Anne se lo explicaba. Simplemente las cosas habían sucedido así, el amor se acaba, tal vez ni siquiera fue amor lo que los unió, ella necesitaba otras cosas. Durante varios meses Tony siguió llamándola y preguntándole por las causas que la habían llevado a romper con el matrimonio. En una ocasión la llamó una hermana de Tony y humildemente, recuerda Anne, le pidió que le diera otra oportunidad a su hermano. La hermana de Tony le dijo que había llamado a sus padres a Great Falls y que ya no sabía qué otra cosa hacer. Anne se quedó helada ante la noticia, pero al mismo tiempo le pareció de una calidez extraordinaria. Al final la hermana de Tony se puso a llorar, se disculpó por la llamada (era pasada medianoche) y colgó.

Tony viajó a San Francisco dos veces intentando convencerla de que volviera. Las conversaciones telefónicas fueron innumerables. Finalmente Tony pareció aceptar lo inevitable, pero siguió llamándola. Le gustaba hablar de su viaje a Taiwán, de su matrimonio, de las cosas que vieron, le preguntaba a Anne cómo era Filipinas y él a su vez le contaba cosas de Corea del Sur. A veces se arrepentía de no haberla acompañado a Filipinas y Anne tenía que recordarle que ella lo había preferido así. Cuando Anne le preguntaba por la frutería, por la marcha del negocio, Tony contestaba con monosílabos y rápidamente cambiaba de conversación. Una noche volvió a llamarla la hermana de Tony. Al principio Anne sólo oía un murmullo y le rogó que hablara más alto. La hermana de Tony subió la voz, pero apenas, y le dijo que Tony se había suicidado esa mañana. Después le preguntó, con un tono en el que no se adivinaba ni una brizna de rencor, si pensaba acudir al entierro. Anne dijo que sí. A la mañana siguiente, en vez de coger un avión para Seattle tomó uno que al cabo de unas horas la dejó en México DF. Tony tenía veintidós años.

Durante los días en que Anne estuvo en el DF yo pude, otra vez, haberla conocido y haberme enamorado de ella, pero Anne lo duda. Fueron días, recuerda, inverosímiles, como si estuviera viviendo dentro de un sueño, aunque pese a todo tuvo tiempo para hacer turismo, es decir, visitar los museos de la ciudad y casi todas las ruinas precolombinas que aún se sostienen en medio de los edificios y del tráfico. Intentó buscar a Rubén, pero no lo halló. Al cabo de dos meses cogió un avión para Seattle y fue a visitar la tumba de Tony. En el cementerio estuvo a punto de desmayarse.

Los años siguientes fueron demasiado rápidos. Hubo demasiados hombres, demasiados trabajos, demasiado de todo. Una noche, mientras trabajaba en una cafetería, se hizo amiga de dos hermanos, Ralph y Bill. Esa noche se acostó con los dos, pero mientras hacía el amor con Ralph miraba los ojos de Bill y cuando hacía el amor con Bill cerraba los ojos y seguía viendo los ojos de Bill. A la noche siguiente Bill apareció por allí, pero esta vez solo. Esa noche se acostaron pero más que hacer el amor se dedicaron a hablar. Bill era obrero de la construcción y veía el mundo con valor y tristeza, más o menos de la misma manera en que lo contemplaba Anne. Los dos eran los menores de dos hermanos, los dos habían nacido en 1948 e incluso físicamente se parecían. No pasó un mes sin que decidieran ponerse a vivir juntos. Por aquellos días Anne recibió una carta de Susan, se había divorciado y ahora estaba en tratamiento para curar su alcoholismo. Decía en la carta que una vez a la semana, a veces más, acudía a las reuniones de alcohólicos anónimos y que aquello le estaba abriendo un mundo nuevo. Anne le contestó con una postal típica de San Francisco y le decía cosas que en el fondo no sentía, pero cuando terminó de escribir la postal pensó en Bill y pensó en ella y le pareció que por fin había encontrado algo en la vida, su club de alcohólicos anónimos particular, algo muy fuerte a lo que se podía agarrar, una rama elevada en donde hacer sus ejercicios, sus malabarismos.

Lo único que no le gustaba de su relación con Bill era su hermano. A veces Ralph llegaba a medianoche, completamente borracho, y sacaba a Bill de la cama para hablar de los temas más peregrinos. Hablaban de un pueblo de Dakota donde estuvieron cuando eran adolescentes. Hablaban de la muerte y de lo que hay después de la muerte, nada según Ralph, menos que nada según Bill. Hablaban de la vida del hombre, que consiste en estudiar, trabajar y morir. En ocasiones, que progresivamente fueron haciéndose más escasas, Anne participaba en estas conversaciones y tenía que reconocer que le gustaba la inteligencia de Ralph, o su astucia, para descubrir los puntos débiles en la argumentación de los demás. Pero una noche Ralph quiso acostarse con ella y desde entonces la relación se hizo más distante, hasta que Ralph dejó de aparecer por su casa.

A los seis meses de estar viviendo juntos se marcharon a Seattle. Anne encontró trabajo en una distribuidora de electrodomésticos y Bill en un edificio de treinta plantas que estaban construyendo. Por primera vez su situación económica era francamente buena y Bill sugirió que compraran una casa y se establecieran en Seattle para siempre, pero Anne prefirió postergar la compra para más adelante y se consolaron alquilando un piso en un edificio en donde sólo vivían tres familias que compartían un espléndido jardín. En el jardín, recuerda Anne, crecía un roble, un haya y las paredes del edificio estaban cubiertas de enredadera.

Tal vez fueron los años más tranquilos de su vida en los Estados Unidos, recuerda Anne, pero un día cayó enferma y los médicos le diagnosticaron una enfermedad grave. Por aquellos días, su humor se volvió irascible y ya no soportaba la conversación de Bill ni a sus amigos, ni siquiera verlo llegar cada día, con la ropa que usaba en la construcción. Tampoco soportaba su propio trabajo, así que un día lo dejó, metió ropa en una maleta y se presentó en el aeropuerto de Seattle sin saber a ciencia cierta qué tipo de avión iba a tomar. De alguna manera lo que quería era volver a Great Falls, ir a su casa, hablar con su padre médico, que sin duda sabría aconsejarla, pero cuando estuvo en el aeropuerto todo le pareció una estafa. Durante cinco horas estuvo sentada en el aeropuerto de Seattle pensando en su vida y en su enfermedad y una y otra le parecieron vacías, como una película de miedo con una trampa sutil, esas películas que no parecen de miedo pero que al final obligan al espectador a gritar o a cerrar los ojos. Hubiera deseado llorar, pero no lloró. Dio media vuelta, volvió a su casa de Seattle y esperó el regreso de Bill. Cuando éste llegó le contó todo lo que había sucedido aquel día y le pidió su opinión. Bill dijo que no entendía nada, pero que contara con su apoyo.

Al cabo de una semana, sin embargo, las cosas se volvieron a torcer. Bill y ella se emborracharon, discutieron, hicieron el amor, dieron vueltas en coche por barrios desconocidos y que no obstante a Anne le traían vagos recuerdos. Esa noche, recuerda Anne, pudieron tener en varias ocasiones un accidente automovilístico. Los días siguientes las cosas sólo empeoraron. Unos meses después Anne fue sometida a una operación pero el resultado no era concluyente. De momento la enfermedad estaba detenida, pero Anne debía seguir medicándose y sometida a chequeos médicos constantes. El riesgo de un rebrote, según Anne, podía ser mortal.

De aquellos meses pocas cosas más son consignables. Anne y Bill fueron a pasar las navidades a Great Falls. Susan recayó en la bebida. Linda seguía vendiendo drogas en San Francisco y tenía una buena situación económica e inestables relaciones sentimentales. Paul se compró una casa y poco después la vendió, a veces, sobre todo por las noches, se llamaban por teléfono y hablaban como dos desconocidos, fríamente, sin tocar nunca los temas que a juicio de Anne eran importantes. Una noche, mientras hacían el amor, Bill le sugirió que tuvieran un hijo. La respuesta de Anne fue breve y tranquila, simplemente le dijo que no, que aún era demasiado joven, pero en su interior sintió que se ponía a gritar, es decir, sintió, vio, la separación, la línea que delimitaba el no-gritar con el gritar. Fue, recuerda Anne, como abrir los ojos dentro de la caverna más grande de la tierra. Por aquellos días tuvo un rebrote y los médicos decidieron volver a operarla. Su ánimo decayó, también el ánimo de Bill decayó, había días en que parecían dos zombis. La única actividad que Anne realizaba a gusto era la lectura, leía todo lo que caía en sus manos, sobre todo libros de ensayo y novela norteamericana, pero también leyó poesía y libros de historia. Por las noches no podía dormir y solía quedarse despierta hasta las seis o las siete de la mañana, y cuando se dormía lo hacía en el sofá, incapaz de entrar en la habitación que compartía con Bill y meterse en la cama junto a él. No por rechazo, menos aún por asco, recuerda Anne, a veces incluso entraba en la habitación y se quedaba durante un rato mirando a Bill mientras dormía, pero era incapaz de echarse a su lado y encontrar la paz.

Después de la segunda operación Anne volvió a meter su ropa y sus libros en un par de maletas y esta vez abandonó Seattle de verdad. Primero estuvo en San Francisco y luego tomó un avión para Europa.

Llegó a España con el dinero justo para vivir un par de semanas. Estuvo tres días en Madrid y luego se vino a Barcelona. En Barcelona tenía la dirección de un amigo de Paul, pero cuando lo llamó nadie contestó al teléfono. Esperó durante una semana, telefoneando al amigo de Paul por la mañana, por la tarde y por la noche, y dando largos paseos por la ciudad, siempre sola, o leyendo sentada en un banco del parque de la Ciudadela. Vivía en una pensión de las Ramblas y cuando comía lo hacía en restaurantes baratos del casco antiguo. El insomnio, imperceptiblemente, desapareció. Una tarde llamó a Bill a cobro revertido y no lo halló. Después llamó a sus padres y tampoco estaban. Al salir de la Telefónica se detuvo junto a una cabina y volvió a llamar al amigo de Paul y nadie contestó. Por un instante se le pasó por la cabeza la idea de estar muerta, pero la desechó en el acto. Una cosa era la soledad y otra bien distinta era la muerte. Aquella noche, recuerda Anne, trató de leer hasta muy tarde un libro sobre la vida de Willa Cather que le había regalado Linda antes de su viaje, pero el sueño la venció.

Al día siguiente llamó a Paul a cobro revertido y lo encontró. Le contó lo de su amigo de Barcelona, pero no le dijo nada de su situación económica. Durante unos segundos Paul estuvo pensando y luego se le ocurrió que llamara a una amiga, aunque quizá el término era excesivo, que vivía en Mallorca pero que tenía una casa en la provincia de Girona, una tipa llamada Gloria que había empezado a estudiar música pasados los cuarenta años y que ahora tocaba con la sinfónica de Palma o algo así. Probablemente tampoco la encontrarás, dijo Paul, o al menos eso es lo que recuerda Anne. Después llamó a Susan a Great Falls y le pidió que le enviara dinero a Barcelona. Susan prometió que lo haría ese mismo día. Su voz sonaba rara, como si la llamada la hubiera sorprendido en la cama o estuviera borracha. Esta última posibilidad alarmó a Anne, pues tal vez a Susan se le olvidara girarle el dinero.

Esa noche, desde una cabina de las Ramblas llamó dos veces a Gloria. Al segundo intento la encontró y le explicó toda su situación. Estuvieron hablando durante quince minutos, al cabo de los cuales Gloria le dijo que se fuera a vivir a su casa de Vilademuls, una aldea cercana a Banyoles, Banyoles, donde estaba el famoso lago, que no se preocupara por el dinero, ya le pagaría cuando consiguiera un trabajo. Cuando Anne le preguntó de qué manera podía entrar en la casa, Gloria le dijo que compartía la casa con otros dos norteamericanos y que seguramente uno de los dos estaría allí cuando ella llegara. La voz de Gloria, recuerda Anne, no era cálida, no era afectada, era una voz con un vago acento de Nueva Inglaterra, aunque ella supo de inmediato que no era de Nueva Inglaterra, era una voz objetiva, parecida a la de Linda (menos nasal que la de Linda), la voz de una mujer que caminaba sola. Esta imagen se corresponde con el cine del Oeste, donde pocas mujeres caminan solas, sin embargo es la imagen que Anne empleó.

Así que esperó en Barcelona dos días más hasta que llegó el dinero de Susan, pagó la pensión y se marchó a Vilademuls, una aldea en donde no vivían más de cincuenta personas en invierno, algo más de doscientas en verano, y tal como le había asegurado Gloria uno de los norteamericanos estaba en casa y la estaba esperando. Se llamaba Dan y daba clases de inglés en Barcelona, pero todos los fines de semana subía a Vilademuls y se dedicaba a escribir novelas policiales. Aquel invierno Anne no salió de la aldea más que para ir al médico a Barcelona. Los viernes por la noche llegaba Dan, a veces Christine, la otra norteamericana, muy raras veces aparecían otras personas, la mayoría norteamericanos, pero por regla general Dan y Christine usaban la casa para estar solos, Dan con sus manuscritos y Christine con su telar. El resto de la semana Anne escribía cartas, leía (en el cuarto de Gloria encontró una amplia biblioteca en inglés), hacía el aseo o emprendía reparaciones que la vetustez de la casa exigía a menudo. Cuando empezó la primavera Christine le consiguió un trabajo de profesora en una escuela de idiomas de Girona y los primeros días Anne compartió casa con una inglesa y una norteamericana, pero luego, ante las buenas perspectivas de su nuevo trabajo, decidió alquilar un piso en Girona. Los fines de semana, sin embargo, los pasaba en Vilademuls.

Por aquella época Bill vino a visitarla. Era la primera vez que salía de Estados Unidos y durante un mes se dedicó a viajar por Europa. No le gustó. Tampoco le gustó, recuerda Anne, el ambiente de Vilademuls, aunque Dan y Christine eran personas sencillas, de hecho Dan se parecía bastante a Bill, había trabajado durante un tiempo en la construcción, había tenido experiencias similares a las de Bill y se consideraba a sí mismo, injustificadamente, un tipo duro. Pero a Bill no le gustó Dan y probablemente a Dan tampoco le gustó Bill aunque se guardó de demostrarlo. El reencuentro, recuerda Anne, fue bonito y triste, pero en el fondo, añadió, esas palabras apenas alcanzaban para definir algo indefinible. Por esos días la vi por primera vez. Yo estaba en un bar de la Rambla de Girona, en La Arcada, y vi entrar a Bill y luego la vi entrar a ella. Bill era alto, de piel atezada y tenía el pelo completamente blanco. Anne era alta, delgada, con los pómulos levantados y el pelo castaño y muy liso. Se sentaron en la barra y yo a duras penas pude desviar la mirada de ellos. Hacía mucho que no veía a un hombre y a una mujer tan hermosos. Tan seguros de sí mismos. Tan distantes e inquietantes. Todo el bar La Arcada debería haberse arrodillado ante ellos, pensé.

Poco después volví a ver a Bill, iba caminando por una calle de Girona y por supuesto ya no parecía tan hermoso. Más bien parecía con sueño y con prisa. Y algunos días más tarde, mientras bajaba de mi casa en La Pedrera, vi a Anne. Ella subía y durante unos segundos nos miramos. Por entonces, recuerda Anne, había dejado la escuela de idiomas y daba clases particulares de inglés y estaba ganando bastante dinero. Bill se había marchado y ella vivía frente al bar Freaks y frente al cine Ópera, en la parte vieja de Girona.

Creo que a partir de entonces comenzamos a encontrarnos a menudo. Y aunque no nos hablábamos nos reconocíamos. Supongo que en algún momento, tal como acostumbran los habitantes de una ciudad pequeña, comenzamos a saludarnos.

Una mañana, mientras yo conversaba en la Rambla con Pep Colomer, un viejo pintor de Girona, Anne se detuvo y me habló por primera vez. No recuerdo qué fue lo que nos dijimos, tal vez nuestros nombres, nuestros países de origen, al final la invité a cenar esa noche en mi casa. Era Navidad o faltaba poco y yo preparé una pizza y compré una botella de vino. Hablamos hasta muy tarde. Fue entonces cuando Anne me contó que había estado en México en varias ocasiones. En general, sus aventuras se parecían mucho a las mías. Anne creía que esto se debía a que una vida, o una juventud, la que fuera, siempre se parecía a otra, aunque existieran diferencias objetivas e incluso antagónicas. Yo preferí pensar que de alguna manera ella y yo habíamos recorrido el mismo mapa, las mismas guerras floridas, una educación sentimental común. A las cinco de la mañana, tal vez más tarde, nos fuimos a la cama e hicimos el amor.

De golpe Anne se convirtió en algo importante en mi vida. El sexo fue el pretexto las dos primeras semanas, pero luego comprendí que por encima de nuestros encuentros amorosos lo que realmente nos atraía el uno al otro era la amistad. Por aquella época solía ir a su casa a eso de las ocho de la noche, cuando ella acababa con su última clase particular, y nos quedábamos conversando hasta la una o las dos. En medio ella preparaba bocadillos y descorchábamos una botella de vino, y escuchábamos música o bajábamos al Freaks a seguir bebiendo y hablando. En la puerta de ese bar se juntaban muchos de los yonquis de Girona, y no era extraño ver deambulando por los alrededores a los chicos malos locales, pero Anne solía recordar a tipos malos de San Francisco, tipos malos de verdad, y yo solía recordar a los de México y nos reíamos mucho aunque ahora, la verdad, no sé de qué nos reíamos, tal vez de estar vivos, nada más. A las dos de la mañana nos despedíamos y yo subía hasta mi casa en lo alto de La Pedrera.

Una vez la acompañé al médico, a la Clínica Dexeus, en Barcelona. Por aquellos días yo salía con otra chica y Anne salía con un arquitecto de Girona, pero no me extrañó (me halagó) que al entrar en la sala de espera me susurrara que probablemente me confundirían con su marido. Una vez fuimos juntos a Vilademuls. Anne quería que conociera a Gloria, pero Gloria no apareció ese fin de semana. En Vilademuls, sin embargo, descubrí algo que hasta entonces sólo sospechaba: Anne podía ser diferente, podía ser otra. Fue un fin de semana atroz. Anne bebía sin parar. Dan entraba y salía de su cuarto sin dar mayores explicaciones (estaba escribiendo) y yo tuve que soportar a una exalumna catalana de Christine o de Dan, la típica imbécil de Barcelona o de Girona que era más norteamericana que los norteamericanos.

Al año siguiente Anne viajó a los Estados Unidos. Iba a ver a sus padres y a su hermana a Great Falls y luego iría a Seattle a ver a Bill. Recibí una postal de Nueva York, luego una postal de Montana, pero ninguna postal de Seattle. Más tarde recibí una carta de San Francisco en la que me contaba que su encuentro con Bill en Seattle había sido desastroso. La imaginé escribiendo la carta en el piso de Linda o en el piso de Paul, bebiendo, tal vez llorando, aunque Anne no solía llorar.

Cuando volvió se trajo algunas cosas de los Estados Unidos. Una tarde me las enseñó: eran los diarios que había empezado a escribir poco después de su llegada a San Francisco hasta poco después de su primer encuentro con Bill y Ralph. En total, treintaicuatro cuadernos de algo menos de cien hojas escritos por las dos caras con una caligrafía pequeña y rápida y en donde no escaseaban los dibujos, los planos (planos de qué, le pregunté al verlos por primera vez: planos de casas ideales, planos de ciudades imaginarias o de barrios imaginarios, planos de los caminos que debía seguir una mujer y que ella no había seguido), las citas.

Los diarios quedaron en un cajón de la sala y paulatinamente los fui hojeando, en presencia de Anne, hasta convertir mis visitas en algo bien extraño: llegaba, me sentaba en la sala, Anne ponía música o se ponía a beber y yo me dedicaba a leer los diarios en silencio. Sólo de vez en cuando hablábamos, generalmente para preguntarle algo que no entendía, giros y palabras desconocidas. Sumergirse en aquella escritura, delante de la autora, a veces era doloroso (daban ganas de arrojar los cuadernos y acudir a su lado y abrazarla), pero la mayor parte de las veces era estimulante, aunque no podría especificar qué era lo que estimulaba. Era como irse afiebrando imperceptiblemente. Daban ganas de gritar o de cerrar los ojos, pero la caligrafía de Anne tenía la virtud de coserte la boca y de clavarte cerillas en los párpados de tal manera que no podías evitar seguir leyendo.

Uno de los primeros cuadernos estaba dedicado íntegramente a hablar de Susan y las palabras horror o amor fraterno no alcanzan a describirlo. Dos cuadernos estaban escritos tras el suicidio de Tony y eran una interpelación y una disquisición sobre la juventud, el amor, la muerte, los paisajes ya borrosos de Taiwán y de Filipinas (en donde no estuvo con Tony), las calles y los cines de Seattle, los atardeceres privilegiados de México. Un cuaderno condensaba su primera experiencia con Bill y no me atreví a mirarlo. Mi opinión, por supuesto, fue mediocre. Deberías publicarlos, dije y después creo que me encogí de hombros.

Por aquellos días uno de los temas recurrentes de Anne era la edad, el tiempo que pasaba, los años que le faltaban para cumplir cuarenta. Al principio creí que sólo era coquetería (¿cómo podía una mujer como Anne Moore preocuparse por llegar a la cuarentena?), pero no tardé en darme cuenta de que su temor era algo real. En una ocasión vinieron sus padres, pero yo no estaba en Girona y cuando volví Anne y sus padres se habían marchado a Italia, Grecia, Turquía.

Poco después la relación de Anne con el arquitecto terminó de manera muy civilizada y ella empezó a salir con un antiguo alumno, un técnico de una empresa de importación de maquinaria. Era un tipo silencioso y bajo de estatura, demasiado bajo para Anne, con una diferencia que un cursi diría no sólo física sino metafísica, pero consideré una impertinencia el decírselo. Creo que por entonces Anne tenía treintaiocho y el técnico tenía cuarenta y ésa era su principal virtud, ser mayor que ella. Uno de aquellos días me marché definitivamente de Girona y cuando volví Anne ya no vivía en el piso de enfrente del cine Ópera. No le di mayor importancia, ella conocía mi nueva dirección, pero durante mucho tiempo no supe nada.

Durante los meses en que no la vi, Anne Moore viajó por Europa y África, tuvo un accidente de coche, dejó al técnico de importación de maquinaria, recibió la visita de Paul, recibió la visita de Linda, empezó a acostarse con un argelino, tuvo una infección en las manos y en los brazos de origen nervioso, leyó varios libros de Willa Cather, de Eudora Welty, de Carson McCullers.

Un día finalmente apareció por mi casa. Yo estaba en el patio, quitando maleza, y de pronto sentí sus pasos y me di vuelta y allí estaba Anne.

Esa tarde hicimos el amor como una manera de disimular la pura alegría que sentíamos de volver a encontrarnos. Días después fui yo a verla a Girona. Vivía ahora en la parte nueva de la ciudad, en un ático minúsculo, y me contó que tenía de vecino a un viejo ruso, un tipo llamado Alexei, la persona más dulce y educada que jamás había conocido. Llevaba el pelo muy corto y no hacía nada para disimular las canas. Le pregunté qué había ocurrido con su preciosa melena. Parecía una vieja hippie, dijo.

Estaba a punto de viajar a Estados Unidos. En esta ocasión la iba a acompañar el argelino y creo que tenían problemas para obtener su visado en el consulado norteamericano de Barcelona. Así que el asunto va en serio, le dije. No me respondió. Dijo que en el consulado creían que el argelino pensaba quedarse a vivir para siempre en Estados Unidos. ¿Y no es así?, dije yo. No, no es así, dijo ella.

El resto del tiempo pasó casi sin darnos cuenta. Ya no recuerdo qué nos dijimos, qué nos contamos, cosas sin importancia, seguramente. Luego me marché y nunca más la volví a ver. Al cabo de un tiempo recibí una carta suya, escrita en español, desde Great Falls. Me contaba que su hermana Susan se había suicidado con una sobredosis de barbitúricos. Sus padres y el compañero de su hermana, un carpintero de Missoula, estaban destrozados y no entendían nada. Pero yo prefiero callar, decía, no tiene sentido añadir a este dolor más dolor o añadir al dolor tres enigmas diminutos. Como si el dolor no fuera suficiente enigma o como si el dolor no fuera la respuesta (enigmática) de todos los enigmas. Poco antes de abandonar España, decía, y con esto ponía punto final a la muerte de Susan, había recibido varias llamadas de Bill.

Según Anne, Bill la llamaba a cualquier hora del día y casi siempre terminaba insultándola, casi siempre terminaban insultándose. En las últimas llamadas Bill había amenazado con ir a Girona y matarla. Lo que resultaba paradójico, decía, era que la que iba rumbo a Seattle era ella, aunque bien mirado casi no le quedaban amigos a quienes visitar allí. Del argelino no decía nada, pero yo supuse que allí estaba, junto a ella, o eso preferí suponer para no sufrir pesadillas.

Después ya no tuve noticias de ella.

Pasaron varios meses. Me cambié de casa. Me fui a vivir a la costa, a un pueblito que en los sesenta Juan Marsé elevó a la categoría de mito. Tenía mucho trabajo y muchos problemas como para hacer algo relativo a Anne Moore. Creo que hasta me casé.

Por fin, un día cogí un tren y volví a la gris Girona y al pequeño ático de Anne. Tal como imaginaba, fue una desconocida la que me abrió la puerta. Por supuesto, no tenía idea de quién era la antigua inquilina. Antes de irme le pregunté si en el edificio vivía un caballero ruso, un señor ya mayor, y la desconocida me dijo que sí, que llamara a una de las puertas del segundo.

Me atendió un señor muy mayor que apenas andaba apoyado aparatosamente en un enorme bastón de encina, que más que bastón parecía un báculo o un instrumento de lucha. Recordaba a Anne Moore. De hecho, recordaba casi todas las cosas que habían sucedido en el siglo XX, aunque eso, admitió, no era digno de ponderación. Le expliqué que hacía mucho no sabía nada de ella y que acudía a él en busca de alguna información. Poca información tengo, dijo, sólo unas cartas desde América, un gran país en el que me hubiera gustado vivir más tiempo. Aprovechó el pie para contarme sucintamente los años que había vivido en Nueva York y sus andanzas como croupier en Atlantic City. Después recordó las cartas y me hizo un té mientras se demoraba en buscarlas. Por fin apareció con tres postales. Todas de América, dijo. No sé en qué momento comprendí que estaba completamente loco. Me pareció lógico, dentro de lo que cabía. Me pareció justo y me relajé, anticipándome al final.

El ruso me extendió las tres postales por encima del té humeante. Estaban en orden de llegada, estaban escritas en inglés. La primera era de Nueva York. Reconocí la letra de Anne. Decía las cosas de siempre y terminaba rogándole que se cuidara, que comiera todos los días y asegurándole que lo recordaba y que le enviaba besos. La postal era una foto de la Quinta Avenida. La segunda postal era de Seattle. Una vista aérea del puerto. Y mucho más escueta que la primera y también más ininteligible. Entendí que hablaba de exilios y de crímenes. La tercera postal era de Berkeley, de una tranquila calle del Berkeley bohemio, según rezaba en la leyenda. Estoy viendo a mis antiguos amigos y haciendo otros nuevos, decía la clara caligrafía de Anne Moore. Y terminaba igual que la primera, recomendándole al querido Alexei que se cuidara y que no se olvidara de comer todos los días, aunque fuera sólo un poco.

Miré al ruso con tristeza y curiosidad. Él me devolvió la mirada con simpatía. ¿Ha seguido usted sus consejos?, dije. Por supuesto, siempre sigo los consejos de una dama, respondió.

 

1995-1996