El viaje de Álvaro Rousselot

 

 

Para Carmen Pérez de Vega

 

El extraño caso de Álvaro Rousselot merece si no un lugar destacado en la antología del misterio literario sí nuestra atención o al menos un minuto de nuestra atención.

Como sin duda recordarán todos los aficionados a la literatura argentina de mediados del siglo XX, que no son muchos pero son, Rousselot fue un prosista ameno y pródigo en argumentos originales, con un castellano bien construido en el que por otra parte no escaseaban, si la trama así lo requería, las inmersiones en el lunfardo, sin demasiadas complicaciones formales o al menos eso era lo que creíamos sus lectores más fieles.

Con el tiempo —ese personaje más que siniestro, eminentemente burlón— la sencillez de Rousselot ya no nos parece tal. Puede que fuera complicado. Quiero decir, mucho más complicado de lo que pensábamos. Pero también hay otra explicación: puede que sólo fuera otra víctima del azar.

Esto suele ser común en quienes aman la literatura. En realidad, esto es común en quienes aman cualquier cosa. Todos terminamos convirtiéndonos en víctimas del objeto de nuestra adoración, tal vez porque toda pasión tiende —con mayor velocidad que el resto de las emociones humanas— a su propio fin, tal vez por la frecuentación excesiva del objeto del deseo.

Lo cierto es que Rousselot amaba la literatura tanto como cualquiera de sus compañeros de generación y de los de la generación precedente y posterior, es decir, amaba la literatura sin hacerse demasiadas ilusiones al respecto, como muchos argentinos. Con esto quiero decir que no era tan diferente de los demás, y sin embargo a los otros, a sus pares, a sus compañeros de pequeñas alegrías o de martirio, no les ocurrió nada ni remotamente parecido.

Llegados a este punto se puede argüir, con sobrada razón, que a los otros el destino les reservaba su propio infierno, su propia singularidad. Ángela Caputo, por ejemplo, se suicidó de una forma inimaginable y nadie que hubiera leído sus poemas, impregnados de una resbaladiza atmósfera infantil, habría sido capaz de predecir una muerte tan atroz en medio de una escenografía milimétricamente calculada para producir pavor. O Sánchez Brady, que escribía textos herméticos y cuya vida se vio truncada por los militares en la década del setenta, cuando ya contaba con más de cincuenta años y la literatura (y el mundo) le habían dejado de interesar.

Muertes y destinos paradójicos, pero que no empequeñecen el destino de Rousselot, la anomalía que rodeó imperceptiblemente sus jornadas, la conciencia de que su trabajo, es decir, su escritura, se ubicaba o llegaba hasta una frontera o hasta un borde del que ignoraba casi todo.

Su historia puede ser explicada con sencillez, tal vez porque en el fondo es una historia sencilla. En 1950, a la edad de treinta años, Rousselot publica su primer libro, de título más bien parco: Soledad. La novela trata sobre el paso de los días en una penitenciaría perdida en la Patagonia. Como es natural, abundan las confesiones que evocan vidas pasadas, instantes de felicidad perdidos, y también abunda la violencia. A la mitad del libro nos damos cuenta de que la mayoría de los personajes están muertos. Cuando sólo faltan treinta páginas para el final, comprendemos de golpe que todos están muertos, menos uno, pero nunca se nos revela quién es el único personaje vivo. La novela no tuvo mucho éxito en Buenos Aires, se vendieron menos de mil ejemplares, pero gracias a algunos amigos de Rousselot gozó del privilegio de una traducción al francés en una editorial de cierto prestigio, que aparecería en 1954. Soledad, que en el país de Victor Hugo se llamó Las noches de la Pampa, pasó desapercibida salvo para dos críticos literarios que la reseñaron, uno de forma amistosa, el otro con un entusiasmo acaso desmedido, y luego se perdió en el limbo de las últimas estanterías o en las mesas sobrecargadas de las librerías de viejo.

A finales de 1957, sin embargo, se estrenó una película, Las voces perdidas, del director francés Guy Morini, que para cualquiera que hubiera leído el libro de Rousselot se trataba de una hábil relectura de Soledad. La película de Morini comenzaba y terminaba de una forma diametralmente diferente, pero digamos el tronco o la parte central del film eran exactamente los mismos. No creo que sea reproducible la estupefacción de Rousselot cuando, en una sala oscura y semivacía de un cine de Buenos Aires, contempló la cinta del francés por vez primera. Naturalmente, pensó que había sido víctima de un plagio. Con el paso de los días se le ocurrieron otras explicaciones, pero la idea de haber caído en manos de un plagiario prevaleció. De los amigos que, advertidos, vieron la película, la mitad fue partidaria de demandar a la productora y la otra mitad opinó, con diversos matices, que estas cosas solían ocurrir y se remitieron al caso de Brahms. Por aquel entonces Rousselot ya había publicado una segunda novela, Los archivos de la calle Perú, de tema detectivesco, cuyo argumento giraba en torno a la aparición de tres cadáveres en tres sitios distintos de Buenos Aires, los dos primeros asesinados por el tercero, y el tercero asesinado a su vez por un desconocido.

La novela no era lo que cabía esperar del autor de Soledad, pero la crítica la trató bien, aunque de todas las obras de Rousselot tal vez sea la menos lograda. Cuando se estrenó la primera película de Morini en Buenos Aires Los archivos de la calle Perú ya hacía casi un año que vagaban por las librerías porteñas y Rousselot se había casado con María Eugenia Carrasco, una joven que frecuentaba los círculos literarios de la capital, y había empezado a trabajar en el bufete de abogados Zimmerman & Gurruchaga.

Su vida era ordenada: se levantaba a las seis de la mañana y escribía o trataba de escribir hasta las ocho, momento en el cual interrumpía su trato con las musas, se duchaba y se marchaba corriendo a la oficina, adonde llegaba a las nueve menos cuarto o a las nueve menos diez. Casi todas las mañanas las pasaba revisando legajos o visitando juzgados. A las dos de la tarde volvía a casa, comía con su mujer y por la tarde volvía al bufete. A las siete solía tomar una copa con otros abogados y a las ocho de la noche, a más tardar, estaba de vuelta en casa, donde la flamante señora de Rousselot lo esperaba con la cena hecha, después de la cual Rousselot se ponía a leer mientras María Eugenia escuchaba la radio. Los sábados y domingos escribía un poco más y por las noches salía, sin la mujer, a ver a sus amigos literatos.

El estreno de Las voces perdidas le granjeó una fama que trascendió modestamente los límites de su pequeño grupo. Su mejor amigo en el bufete, a quien más bien no le interesaba la literatura, le aconsejó que se querellara por plagio contra Morini. Rousselot, tras pensárselo detenidamente, optó por no hacer nada. Después de Los archivos de la calle Perú publicó un delgado volumen de cuentos y casi sin transición apareció su tercera novela, Vida de recién casado, en la que, como su título indica, narraba los primeros meses de un hombre que se casa con una mujer creyendo conocerla y que, al paso de los días, se da cuenta de su error garrafal: su mujer no sólo es una desconocida sino una especie de monstruo que amenaza incluso su integridad física. Sin embargo el tipo la quiere (o mejor dicho descubre una atracción física por ella que antes no sentía) y aguanta hasta que ya no puede más y huye.

La novela, evidentemente, era de carácter humorístico, y así lo entendieron los lectores, para sorpresa de Rousselot y de su editor: en tres meses se agotó la primera edición y al cabo de un año ya se habían vendido más de quince mil ejemplares. De la noche a la mañana el nombre de Rousselot saltó de la semipenumbra confortable al estrellato interino. No se lo tomó mal. Con el dinero ganado se pagó unas vacaciones en Punta del Este en compañía de su esposa y de su cuñada, donde se dedicó a leer En busca del tiempo perdido, a escondidas, pues a todo el mundo le había mentido que conocía a Proust y deseaba subsanar, mientras María Eugenia y su hermana retozaban en la orilla del mar, la mentira pero sobre todo la laguna que significaba no haber leído al más ilustre de los novelistas franceses.

Más le hubiera valido leer a los cabalistas. Siete meses después de sus vacaciones en Punta del Este, cuando aún no había aparecido la versión francesa de Vida de recién casado, se estrenó en Buenos Aires la última película de Morini, Contornos del día, que era exactamente igual que Vida de recién casado, pero mejor, es decir: corregida y aumentada de forma considerable, con un método que recordaba en cierto sentido al que había utilizado en su primera película, comprimiendo en la parte central el argumento de Rousselot y dejando el principio y el final de la película como comentarios (en ocasiones exergos, en ocasiones salidas falsas o verdaderas de la historia central, en ocasiones simplemente —y en esto residía su gracia— acuarelas de las vidas de los personajes secundarios).

El disgusto de Rousselot esta vez fue mayúsculo. Durante una semana su affaire con Morini fue la comidilla del mundo literario argentino. Pero cuando todos pensaban que esta vez la querella por plagio no tardaría en producirse, Rousselot decidió, ante la sorpresa de quienes esperaban una actitud más firme y decidida, que nada haría. Pocos entendieron su actitud de forma cabal. No hubo gritos, no hubo llamadas al honor ni a la integridad del artista. Rousselot, tras la sorpresa y la indignación inicial, simplemente optó por no hacer nada, al menos nada legal, y esperó. Algo en su interior que tal vez no erraríamos en llamar el espíritu del escritor, lo arrinconó en un limbo de aparente pasividad y empezó a blindarlo o a cambiarlo o a prepararlo para futuras sorpresas.

Por lo demás, su vida como escritor y como hombre ya había experimentado cambios suficientes como para colmar cualquier expectativa razonable: sus libros tenían buena crítica y se leían, incluso le proporcionaban unos ingresos extras, y su vida familiar pronto se vio enriquecida con la noticia de que María Eugenia iba a ser madre. Cuando la tercera película de Morini llegó a Buenos Aires Rousselot se encerró en su casa y consiguió aguantar una semana sin correr al cine como un poseso. Tampoco permitió que sus amigos le informaran de su argumento. Su idea inicial era no verla, pero al cabo de una semana no pudo más y una noche, resignadamente, salió al cine del brazo de su esposa tras besar a su hijo, que quedaba al cuidado de la niñera, con el corazón destrozado como si partiera a una guerra y nunca más lo fuera a ver.

La película de Morini se llamaba La desaparecida y no tenía nada en común con ninguna obra de Rousselot ni tampoco nada en común con las dos primeras películas de Morini. Al salir del cine su mujer comentó que le había parecido mala, aburrida. Álvaro Rousselot se reservó su opinión pero en el fondo pensaba lo mismo. Unos meses después publicó su siguiente novela, la más larga de todas (206 páginas), La familia del malabarista, en la que abandonaba el estilo fantástico y detectivesco de sus anteriores novelas y experimentaba con algo que, esforzándonos, podríamos llamar novela coral, novela polifónica, estilo que en él resultaba en cierto modo antinatural, forzado, pero que se salvaba por la honradez y sencillez de sus personajes, por un naturalismo que huía graciosamente de los tics de la novela naturalista, por las mismas historias que contaba, historias mínimas y valientes, historias felices e inútiles de donde salía, invicta, la esencia de la argentinidad.

Fue, sin duda, el éxito mayor de Rousselot, el libro que hizo que se reimprimieran todos sus anteriores libros, y la corona fue la obtención del Premio Municipal de Literatura, en cuya entrega Rousselot fue ungido como una de las cinco promesas más rutilantes de la nueva literatura argentina. Pero ésta es otra historia. Las promesas más rutilantes de cualquier literatura, ya se sabe, son flores de un día, y aunque el día sea breve y estricto o se alargue durante más de diez o veinte años, finalmente se acaba.

Los franceses, que desconfían por principio de nuestros premios municipales de literatura, tardaron en traducir y publicar La familia del malabarista. Por entonces, el prestigio de la novela latinoamericana se había trasladado hacia climas más cálidos que los de Buenos Aires. Para cuando la novela apareció en París, Morini ya había filmado su cuarta y quinta película, una historia de detectives franceses convencional pero simpática y un bodrio pretendidamente humorístico sobre las vacaciones de una familia en Saint-Tropez, respectivamente.

Ambas películas llegaron a la Argentina y Rousselot comprobó con alivio que en nada se parecían a cualquier cosa que él hubiera escrito. Era como si Morini se alejara de él o como si Morini, apurado por deudas o absorbido por el remolino del negocio cinematográfico, hubiera suspendido su comunicación con él. Tras el alivio, entonces, vino la tristeza. Durante unos días incluso le rondó por la cabeza la idea de haber perdido a su mejor lector, el único para el que verdaderamente escribía, el único que era capaz de responderle. Intentó ponerse en contacto con sus traductores, pero éstos estaban embarcados en otros textos y en otros autores y contestaron a sus cartas con palabras corteses y evasivas. Uno de ellos no había visto en su vida una película de Morini. El otro había visto una sola película pero justo aquella que presentaba similitudes con el libro que él no había traducido y que, a juzgar por lo que decía, tampoco había leído.

En su editorial de París ni siquiera se sorprendieron cuando Rousselot preguntó si Morini había tenido acceso al manuscrito antes de su publicación. Le respondieron, con desgana, que mucha gente tiene acceso al manuscrito en los diversos estadios previos a la aparición del libro impreso. Avergonzado, Rousselot prefirió no seguir molestando por correo a nadie más y prefirió dejar las averiguaciones para cuando por fin pudiera visitar París. Un año después fue invitado a un congreso de escritores en Frankfurt.

La delegación argentina era numerosa y el viaje fue ameno. Rousselot pudo conocer a dos viejos escritores porteños a quienes consideraba sus maestros. Intentó ser útil con ellos y a tal fin se prestó a realizar pequeños trabajos más propios de un secretario o de un valet que de un colega, gesto que le afeó un escritor de su propia promoción, tratándolo de obsecuente y servil. Pero Rousselot era feliz y no le hizo caso. La estancia en Frankfurt fue grata, pese al clima, y Rousselot no se separó en ningún momento del par de viejos escritores.

En realidad, esa atmósfera de felicidad un tanto artificial en gran medida fue creada por el mismo Rousselot, que sabía que al finalizar el congreso emprendería viaje a París, mientras el resto de sus compañeros volverían a Buenos Aires o se tomarían unos días de vacaciones en Europa. Cuando llegó el día de la partida y Rousselot fue a despedir al aeropuerto a la parte de la delegación que volvía a la Argentina los ojos se le llenaron de lágrimas. Uno de los viejos escritores lo notó y le dijo que no se preocupara, que pronto volverían a verse y que tenía las puertas de su casa de Buenos Aires abiertas para él. Rousselot no entendió lo que le decían. En realidad había estado a punto de llorar por el miedo a quedarse solo y, sobre todo, por el miedo de ir a París y enfrentar el misterio que allí le aguardaba.

Lo primero que hizo apenas se hubo instalado en un hotelito de Saint-Germain fue llamar al traductor de Soledad (Las noches de la Pampa) infructuosamente. El teléfono de su casa sonaba sin que nadie lo levantara y en la editorial no tenían idea de su paradero. La verdad es que en la editorial tampoco sabían quién era Rousselot, aunque éste les afirmó que habían publicado dos libros suyos, Las noches de la Pampa y Vida de recién casado, hasta que finalmente un tipo de unos cincuenta años, cuya función en la empresa Rousselot no pudo jamás averiguar a ciencia cierta, lo reconoció y acto continuo, con una seriedad impropia (y que además no venía al caso), procedió a informarle de que las ventas de sus libros habían sido muy malas.

De allí Rousselot se dirigió a la casa editorial que había publicado La familia del malabarista (que Morini, al parecer, no leyó jamás) e intentó resignadamente averiguar la dirección de su traductor, con la esperanza de que éste lo pusiera en contacto con los traductores de Las noches de la Pampa y Vida de recién casado. Esta editorial era notablemente más pequeña que la anterior, de hecho consistía tan sólo en una secretaria, o eso fue lo que Rousselot pensó que era la mujer que lo atendió, y un editor, un tipo joven que lo recibió con una sonrisa y un abrazo y que insistió en hablar en español aunque pronto quedó claro que no dominaba esta lengua. Al ser preguntado por los motivos por los que deseaba hablar con el traductor de La familia del malabarista, Rousselot no supo qué contestar, pues en ese momento se dio cuenta de que era absurdo pensar que el traductor de esta novela o de las anteriores pudiera llevarlo a Morini. Sin embargo, ante la franqueza de su editor francés (y ante su disponibilidad, pues parecía no tener nada mejor que hacer aquella mañana que escucharlo), decidió contarle a éste toda la historia de Morini, desde el principio hasta el final.

Cuando hubo terminado, el editor encendió un cigarrillo y se estuvo largo rato en silencio, caminando de un extremo a otro de su oficina, una oficina que a duras penas llegaba a los tres metros de largo. Rousselot esperó, cada vez más nervioso. Finalmente el editor se detuvo ante un anaquel acristalado lleno de manuscritos y le preguntó si era la primera vez que estaba en París. Algo cortado, Rousselot admitió que así era. Los parisinos son unos caníbales, dijo el editor. Rousselot se apresuró a puntualizar que no tenía ningún litigio en mente contra Morini, que sólo deseaba verlo y tal vez preguntarle cómo había surgido el argumento de las dos películas que a él, por decirlo de alguna manera, le concernían. El editor se rio a mandíbula batiente. Desde Camus, dijo, aquí lo único que interesa es el dinero. Rousselot lo miró sin entender sus palabras. No supo si el editor había querido decir que tras la muerte de Camus entre los intelectuales sólo primaba el dinero o si Camus había instituido entre los artistas la ley de la oferta y la demanda.

A mí no me interesa el dinero, susurró. Ni a mí tampoco, pobre amigo mío, dijo el editor, y véame dónde estoy.

Se separaron con la promesa de que Rousselot lo llamaría y se verían alguna noche para ir a cenar. El resto del día lo dedicó a hacer turismo. Estuvo en el Louvre, visitó la Torre Eiffel, comió en un restaurante del Barrio Latino, visitó un par de librerías de viejo. Por la noche telefoneó, desde su hotel, a un escritor argentino que vivía en París y al que conocía de su época de Buenos Aires. No eran propiamente lo que se dice amigos, pero Rousselot apreciaba su obra y había contribuido a que una revista porteña publicara algunos de sus textos.

El escritor argentino se llamaba Riquelme y se alegró de escuchar a Rousselot. Éste deseaba formalizar con él algún encuentro durante la semana, tal vez para comer o para cenar, pero Riquelme no quiso ni oír hablar de eso y le preguntó desde dónde lo llamaba. Rousselot dio el nombre de su hotel y le dijo que estaba pensando en acostarse. Riquelme dijo que ni se le ocurriera ponerse el pijama, que él se costeaba ahora mismo para el hotel y que esa noche corría por su cuenta. Abrumado, Rousselot no supo oponerse. Hacía años que no veía a Riquelme y mientras lo aguardaba en el vestíbulo del hotel estuvo intentando recomponer su rostro. Tenía una cara redonda, ancha, y el pelo rubio, y era de baja estatura y de complexión fuerte. Hacía tiempo que no leía nada suyo.

Cuando por fin apareció Riquelme le costó reconocerlo: parecía más alto, menos rubio, usaba gafas. La noche fue pródiga en confidencias y revelaciones. Rousselot le contó a su amigo lo mismo que durante la mañana le había contado a su editor francés y Riquelme le contó que estaba escribiendo la gran novela argentina del siglo XX. Llevaba más de ochocientas páginas y esperaba terminarla en menos de tres años. Pese a que Rousselot no quiso, por prudencia, preguntarle nada sobre el argumento, Riquelme le contó con detalle algunas partes de su libro. Visitaron varios bares y centros nocturnos. En algún momento de la noche Rousselot se dio cuenta de que tanto Riquelme como él se estaban comportando como adolescentes. Al principio este descubrimiento lo abochornó, luego se entregó a él sin reservas, con la felicidad de saber que al final de la noche estaba su hotel, la habitación de su hotel y la palabra hotel, que en ese momento parecía encarnar milagrosamente (es decir, de forma instantánea) la libertad y la precariedad.

Bebió mucho. Al despertarse descubrió a una mujer a su lado. La mujer se llamaba Simone y era puta. Desayunaron juntos en una cafetería cercana al hotel. A Simone le gustaba hablar y así Rousselot se enteró de que no tenía chulo porque un chulo era el peor negocio que podía hacer una puta, de que acababa de cumplir veintiocho años y de que le gustaba el cine. Como a él no le interesaba el mundo de los chulos parisinos y la edad de Simone no le pareció un tema fructífero de conversación, se pusieron a hablar de cine. A ella le gustaba el cine francés y más temprano que tarde llegaron a las películas de Morini. Las primeras eran muy buenas, dictaminó Simone, y Rousselot la hubiera besado allí mismo.

A las dos de la tarde volvieron juntos al hotel y no salieron hasta la hora de cenar. Se podría decir que Rousselot nunca se había sentido tan bien en su vida. Tenía ganas de escribir, de comer, de salir a bailar con Simone, de caminar sin rumbo por las calles de la orilla izquierda. De hecho, se sentía tan bien que en un momento de la cena, poco antes de pedir los postres, le contó a su acompañante el porqué de su viaje a París. Contra lo que esperaba, la puta no se sorprendió sino que se tomó con una naturalidad pasmosa no sólo el hecho de que él fuera escritor sino también el hecho de que Morini lo hubiera plagiado o copiado o se hubiera inspirado libremente en dos de sus novelas para realizar sus dos mejores películas.

Su respuesta, escueta, fue que en la vida pasaban estas cosas y cosas aún más raras. Luego, a quemarropa, le preguntó si estaba casado. En la pregunta estaba implícita la respuesta y Rousselot le mostró, con gesto resignado, su anillo de oro que en ese momento le apretaba como nunca el dedo anular. ¿Y tienes hijos?, dijo Simone. Un varoncito, dijo Rousselot con ternura al evocar mentalmente a su retoño. Añadió: Es igualito que yo. Después Simone le pidió que la acompañara a casa. El trayecto en taxi lo realizaron ambos en silencio, mirando cada uno por su ventanilla las luces y las sombras que surgían de donde uno menos se lo esperaba, como si a determinada hora y en determinados barrios la Ciudad Luz se transformara en una ciudad rusa del medievo o en las imágenes de tales ciudades que los directores de cine soviético entregaban de vez en cuando al público en sus películas. Finalmente el taxi se detuvo junto a un edificio de cuatro pisos y Simone lo invitó a bajar. Rousselot dudó si hacerlo y luego recordó que no le había pagado. Se sintió compungido y bajó sin pensar en cómo volvería a su hotel, ya que en aquel barrio no parecían abundar los taxis. Antes de entrar en el edificio le tendió, sin contarlos, un fajo de billetes que Simone se guardó, ella también sin contarlos, en el bolso.

El edificio carecía de ascensor. Cuando llegaron al cuarto piso Rousselot se sentía exhausto. En la sala, mal iluminada, una vieja tomaba un licor blanquecino. A una señal de Simone, Rousselot se sentó junto a la vieja, que sacó un vaso y se lo llenó con aquel licor espantoso, mientras Simone se perdía detrás de una de las puertas, para reaparecer al cabo de un rato y decirle, mediante gestos, que se acercara. ¿Y ahora qué?, pensó Rousselot.

La habitación era pequeña y en una cama dormía un niño. Es mi hijo, dijo Simone. Es precioso, dijo Rousselot. Y, en efecto, el niño era guapo, aunque tal vez todo se debiera a que estaba dormido. Rubio, de pelo demasiado largo, se parecía a su madre, aunque en sus facciones infantiles ya todo era varonil, comprobó Rousselot. Cuando salió de la habitación, Simone estaba pagándole a la vieja, que se despedía llamándola señora Simone y a él incluso le deseaba las buenas noches, de manera efusiva, buenas noches pase el caballero. Cuando estimó que por aquel día ya había sido suficiente y se quiso marchar, Simone le dijo que si quería podía pasar la noche con ella. Pero no en mi cama, dijo, porque no le gustaba que su hijo la viera acostada con un desconocido. Antes de dormirse hicieron el amor en el cuarto de Simone y luego Rousselot se marchó a la sala, se acostó en el sofá y se quedó dormido.

El día siguiente, se podría decir, lo pasó en familia. El pequeño se llamaba Marc y a Rousselot le pareció un niño inteligentísimo cuyo francés era sin duda mejor que el suyo. No reparó en gastos: desayunaron en el centro de París, estuvieron en un parque, comieron en un restaurante de la rue de Verneuil del que le habían hablado en Buenos Aires, luego fueron a remar a un lago y finalmente entraron en un supermercado donde Simone compró todos los ingredientes para preparar una cena como es debido. A todos los sitios se trasladaron en taxi. En la terraza de un café del boulevard Saint-Germain, mientras esperaban los helados, vio a un par de escritores famosos. Los admiró desde lejos. Simone le preguntó si los conocía. Dijo que no, pero que había leído sus obras con atención y devoción. Pues levántate y pídeles un autógrafo, dijo ella.

Al principio le pareció una idea más que razonable, diríamos natural, pero en el último segundo decidió que no tenía derecho a molestar a nadie, menos aún a quienes siempre había admirado. Esa noche durmió en la cama de Simone y durante horas hicieron el amor, tapándose mutuamente los labios para no gemir y despertar al niño, en ocasiones con violencia, como si ambos no supieran hacer otra cosa que quererse. Al día siguiente volvió, antes de que se despertara el niño, a su hotel.

Contra lo que esperaba, nadie había puesto su maleta en la calle y a nadie le extrañó verlo aparecer de pronto, como un fantasma. En la recepción le entregaron dos mensajes de Riquelme. En el primero decía que sabía cómo localizar a Morini. En el segundo le preguntaba si aún tenía interés en conocerlo.

Se duchó, se afeitó, se lavó (con horror) los dientes, se cambió de ropa y llamó a Riquelme. Hablaron durante mucho rato. Un amigo de Riquelme, le contó éste, un periodista español, conocía a otro periodista, un francés, que se dedicaba a hacer sueltos sobre cine, teatro y música. El periodista francés había sido amigo de Morini y conservaba su número de teléfono. Cuando el español le pidió el número, el francés no tuvo ningún reparo en facilitárselo. Luego ambos (Riquelme y el periodista español) llamaron al teléfono de Morini, sin demasiadas expectativas, y su sorpresa fue mayúscula cuando la mujer que les contestó les dijo que en efecto aquélla era la residencia del director de cine.

Ahora sólo faltaba concertar un encuentro (al que Riquelme y el periodista español deseaban asistir) con un pretexto cualquiera, el más fútil, una entrevista para un periódico argentino, por ejemplo, con sorpresa final. ¿Qué sorpresa final?, gritó Rousselot. La sorpresa final es cuando el falso periodista, contestó Riquelme, le revela al plagiario que él es quien es, es decir, el autor de los libros plagiados. Esa tarde, mientras Rousselot tomaba fotografías un poco al azar a orillas del Sena, un clochard se le acercó y le pidió unas monedas. Rousselot le ofreció un billete pero a condición de que se dejara fotografiar. El clochard aceptó y durante un rato ambos caminaron juntos, en silencio, deteniéndose cada cierto tiempo para que el escritor argentino, que entonces se alejaba a una distancia que le parecía conveniente, pudiera hacer su fotografía. A la tercera foto el clochard le sugirió una pose que Rousselot aceptó sin discutir. En total le hizo ocho: en una el clochard aparecía de rodillas con los brazos en cruz, en otra aparecía durmiendo en un banco, en otra mirando ensimismado el cauce del río, en otra sonriendo y saludando con la mano. Cuando la sesión fotográfica se acabó Rousselot le dio dos billetes y todas las monedas que tenía en el bolsillo y permanecieron juntos, de pie, como si aún hubiera algo más que decirse y ninguno se atreviera a hacerlo. ¿De dónde es usted?, le preguntó el clochard. Buenos Aires, dijo Rousselot, Argentina. Qué casualidad, dijo el clochard en español, yo también soy argentino. A Rousselot esta revelación no le sorprendió en lo más mínimo. El clochard se puso a tararear un tango y luego le dijo que llevaba más de quince años viviendo en Europa, donde había alcanzado la felicidad y, en ocasiones, la sabiduría. Rousselot se dio cuenta de que ahora el clochard lo tuteaba, lo que no había hecho cuando hablaban en francés. Incluso su voz, el tono de su voz, parecía haber cambiado. Se sintió abrumado y tristísimo, como si supiera que al final del día iba a asomarse a un abismo. El clochard se dio cuenta y le preguntó qué era lo que lo preocupaba.

Nada, una mina, dijo Rousselot, tratando de adoptar el mismo tono de su compatriota. Luego se despidió un poco apresuradamente y cuando ya subía las escaleras oyó la voz del clochard que le decía que lo único cierto era la muerte. Me llamo Enzo Cherubini y yo te digo que lo único cierto es la muerte, oyó. Cuando se dio la vuelta el clochard se alejaba en dirección contraria.

Por la noche llamó a Simone y no la encontró. Habló un rato con la vieja que le cuidaba el niño y luego colgó. A las diez de la noche apareció Riquelme. Reacio a salir, Rousselot dijo que tenía fiebre y náuseas, pero todos los pretextos fueron inútiles. Con tristeza se dio cuenta de que París había convertido a su colega en una fuerza de la naturaleza contra la que no cabía ninguna oposición. Esa noche cenaron en un restaurantito de la rue Racine especializado en carnes a la brasa, donde se les unió el periodista español, un tal Paco Morral, que a veces imitaba el modo de hablar porteño, muy mal, y creía que el cine español era muy superior, con mayor densidad, que el cine francés, algo en lo que Riquelme estuvo de acuerdo.

La cena se prolongó mucho más de lo previsto y Rousselot empezó a sentirse mal. Al volver a su hotel, a las cuatro de la mañana, tenía fiebre y se puso a vomitar. Se despertó poco antes del mediodía con la sensación de haber vivido en París muchos años. Buscó en los bolsillos de su chaqueta el teléfono que consiguió arrancarle a Riquelme y llamó a Morini. Una mujer, la misma mujer que había hablado antes con Riquelme, supuso, levantó el aparato y le dijo que Monsieur Morini se había marchado esa mañana a pasar unos días con sus padres. De inmediato pensó que la mujer mentía o que el cineasta, antes de salir disparado, le había mentido a ella. Dijo que era un periodista argentino que deseaba entrevistarlo para una revista de distribución continental, una revista que circulaba profusa e incesantemente desde Argentina hasta México. El único problema, arguyó, era que no tenía tiempo pues su avión salía en un par de días. Humildemente le pidió la dirección de los padres de Morini. No fue necesario insistir más. La mujer lo escuchó educadamente y luego dijo el nombre de un pueblo normando, una calle, un número.

Rousselot le dio las gracias y llamó luego a Simone. No encontró a nadie. De pronto se dio cuenta de que ni siquiera sabía qué día era. Pensó en preguntárselo a un camarero, pero le dio vergüenza. Llamó a Riquelme. Una voz enronquecida le contestó al otro lado. Le preguntó si sabía dónde quedaba el pueblo de los padres de Morini. ¿Qué Morini?, dijo Riquelme. Tuvo que recordárselo y volver a explicarle parte de la historia. Ni idea, dijo Riquelme, y colgó. Tras un momentáneo enojo, pensó que era mejor así, que Riquelme se desentendiera definitivamente de su historia. Luego volvió al hotel, hizo las maletas y se marchó a una estación ferroviaria.

El viaje a Normandía fue lo suficientemente largo como para que tuviera tiempo de recapitular lo que había hecho durante el tiempo que estuvo en París. Un cero absoluto se encendió en su cabeza y luego, con delicadeza, desapareció para siempre. El tren se detuvo en Rouen. Otro argentino, él mismo, pero en otras circunstancias, no hubiera tardado un segundo en lanzarse por las calles como un perdiguero tras las huellas de Flaubert. Rousselot ni siquiera abandonó la estación, esperó durante veinte minutos el tren de Caen y se entretuvo pensando en Simone, en quien se personificaba la gracia de la mujer francesa, y en Riquelme y su extraño amigo periodista, en el fondo más interesados, ambos, en hurgar en su propio fracaso que en la historia, por singular que fuera, de cualquier otra persona, lo que bien visto tampoco era excesivamente raro, sino más bien normal. La gente sólo se preocupa de sí misma, dictaminó con gravedad.

En Caen tomó un taxi hasta Le Hamel. Con sorpresa, descubrió que la dirección que le habían dado en París pertenecía a un hotel. El hotel tenía cuatro pisos y no carecía de cierto encanto, pero estaba cerrado hasta principios de temporada. Durante media hora Rousselot estuvo dando vueltas alrededor, pensando si la mujer que vivía en casa de Morini no le habría tomado el pelo, hasta que finalmente se cansó y se acercó al puerto. En un bar le informaron de que encontrar un hotel abierto en Le Hamel era casi imposible. El dueño del local, un tipo pelirrojo y de una palidez cadavérica, le aconsejó que se alojara en Arromanches. A menos que quisiera dormir en una de las posadas que permanecían abiertas todo el año. Rousselot le dio las gracias y buscó un taxi.

Se alojó en el mejor hotel que pudo encontrar en Arromanches, un caserón de ladrillos y piedra y madera que crujía con los embates del viento. Esta noche soñaré con Proust, se dijo. Luego telefoneó a Simone y habló con la vieja que cuidaba al niño. La señora no iba a llegar hasta pasadas las cuatro de la mañana, hoy tiene una orgía, le dijo. ¿Qué?, dijo Rousselot. La vieja repitió la frase. Dios mío, pensó Rousselot, y colgó sin despedirse. Para colmo, esa noche no soñó con Proust sino con Buenos Aires, donde encontraba a miles de Riquelmes instalados en el Pen Club argentino, todos con un billete para viajar a Francia, todos gritando, todos maldiciendo un nombre, el nombre de una persona o de una cosa que Rousselot no oía bien, tal vez se trataba de un trabalenguas, de una contraseña que nadie quería desvelar pero que los devoraba por dentro.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba, se dio cuenta, con estupor, de que ya no le quedaba dinero. De Arromanches a Le Hamel había una distancia de tres o cuatro kilómetros y decidió hacer el recorrido a pie. En estas playas, se dijo para darse ánimos, desembarcaron los soldados ingleses durante la Segunda Guerra Mundial. Pero la verdad es que el ánimo lo tenía por los suelos y aunque pensaba recorrer los tres kilómetros en media hora, tardó más de una en llegar a Le Hamel. Por el camino se puso a hacer cuentas, a recapitular con cuánto dinero había llegado a Europa, con cuánto a París, cuánto había gastado en comidas, cuánto había gastado con Simone, bastante, se dijo con melancolía, cuánto con Riquelme, cuánto en taxis (¡Me han estafado continuamente!), qué posibilidades había de que hubiera sido víctima de un robo y no se hubiera dado cuenta. Los únicos que le pudieron robar sin que él lo notara, concluyó gallardamente, fueron el periodista español y Riquelme. La idea, contemplada desde aquel paisaje donde había muerto tanta gente, no le pareció descabellada.

Desde la playa contempló el hotel de Morini. Cualquier otro no hubiera insistido. Dar vueltas alrededor del hotel, para cualquier otro, hubiera sido un reconocimiento de su propia imbecilidad, de un embrutecimiento que Rousselot llamaba parisiense, o un embrutecimiento cinematográfico, incluso puede que literario, aunque esta palabra para Rousselot aún conservaba todos sus oropeles o, si hemos de ser sinceros, parte de sus oropeles. Cualquier otro, en realidad, estaría a esas horas de la mañana telefoneando a la embajada argentina e inventando una mentira plausible que justificara un préstamo para pagar el hotel. Pero Rousselot, en lugar de encadenarse junto a un teléfono, tocó el timbre y no se sorprendió al oír la voz de una vieja que, asomada a una de las ventanas del primer piso, le preguntó qué quería, ni se sorprendió de su respuesta: Necesito ver a su hijo. Después la vieja desapareció y Rousselot esperó junto a la puerta lo que le pareció una eternidad.

De vez en cuando se tocaba la frente para comprobar si tenía fiebre o se tomaba el pulso. Cuando por fin abrieron vio un rostro más bien moreno, enjuto, con grandes ojeras, la jeta de un tipo vicioso, dictaminó, el cual le era vagamente familiar. Morini lo invitó a pasar. Mis padres, dijo, trabajan de vigilantes de este hotel desde hace más de treinta años. Se instalaron en el lobby, cuyos sillones estaban a cubierto del polvo por enormes sábanas con el anagrama del hotel. En una pared vio un óleo de las playas de Le Hamel, con bañistas vestidos a la moda de 1910, mientras en la pared de enfrente una colección de retratos de clientes ilustres (o eso supuso) los contemplaban desde una zona invadida por la neblina. Sintió un escalofrío. Soy Álvaro Rousselot, dijo, el autor de Soledad, quiero decir, el autor de Las noches de la Pampa.

Morini tardó unos segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo se levantó de un salto, lanzó un grito de espanto y se perdió por los pasadizos del hotel. En ningún caso Rousselot esperaba una respuesta de estas proporciones y lo que hizo fue quedarse sentado, encender un cigarrillo (cuya ceniza fue cayendo sobre la alfombra), y pensar con melancolía en Simone, en el hijo de Simone, en una cafetería de París que servía los mejores croissants que había probado en su vida. Después se levantó y empezó a llamar a Morini. Guy, decía, sin demasiada convicción, Guy, Guy, Guy.

Lo encontró en un desván donde se amontonaban los útiles de limpieza del hotel. Había abierto la ventana y parecía hipnotizado por el parque que rodeaba el establecimiento, y por el parque vecino, que pertenecía a una casa particular y que se podía observar parcialmente a través de una reja oscura. Rousselot se le acercó y le palmeó la espalda. Morini entonces le pareció más frágil y más bajito que nunca. Durante un rato ambos se quedaron mirando alternativamente los jardines. Después Rousselot escribió sobre un papel la dirección del hotel en París y el hotel en el que paraba actualmente y se la metió en un bolsillo del pantalón al cineasta. El acto le pareció reprobable, gestualmente reprobable, pero luego, mientras caminaba de regreso a Arromanches, todos los gestos y todas las acciones que había hecho en París le parecieron reprobables, vanos, sin sentido, incluso ridículos. Debería suicidarme, pensó mientras caminaba por la orilla del mar.

De vuelta en Arromanches hizo lo que toda persona razonable hubiera hecho nada más comprobar que no le quedaba dinero. Llamó a Simone, le explicó su situación y le pidió un préstamo. A las primeras de cambio Simone le dijo que ella no tenía chulo, a lo que Rousselot respondió que era un préstamo, y que pensaba devolvérselo con el treinta por ciento de interés, pero luego ambos se rieron y Simone le dijo que no hiciera nada, que no se moviera del hotel, que dentro de unas horas, apenas consiguiera que alguna amiga le prestara un coche, iría a buscarlo. También le dijo querido, varias veces, a lo que él respondió utilizando la palabra querida, que nunca como entonces le supo tan dulce. El resto del día Rousselot lo pasó como si en realidad fuera un escritor argentino, algo de lo que había empezado a dudar en los últimos días o tal vez en los últimos años, no sólo en lo que le concernía a él sino también en lo tocante a la posible literatura argentina.

 

c. 2000