Este cuento trata sobre cuatro personas. Dos niños, Lautaro y Pascual, una mujer, Andrea, y otro niño, de nombre Carlos. También trata de Chile y de alguna manera de Latinoamérica.
Mi hijo Lautaro, cuando tenía ocho años, se hizo amigo de Pascual, que entonces tenía cuatro. No es normal una amistad entre niños con esa diferencia de edad y tal vez todo sea achacable a que cuando se conocieron, en noviembre de 1998, Lautaro llevaba muchos días sin ver a ningún niño, sin jugar con ningún niño, siguiéndonos a regañadientes a Carolina y a mí hacia los lugares más peregrinos. Era el primer viaje a Chile de Carolina y era mi primer viaje a Chile desde que me fui de allí en enero de 1974.
Así que cuando Lautaro conoció a Pascual se hicieron amigos de inmediato.
Creo recordar que fue en una cena en casa de los padres de Pascual. Posiblemente volvieron a verse en otra ocasión. Dos veces, tres a lo sumo. Alexandra, la madre de Pascual, invitó a Carolina a salir, fueron a una piscina, y ésa fue la segunda vez. Yo no fui. La piscina estaba en los faldeos cordilleranos y según me contó Carolina aquella noche el agua era fría como el hielo y ni ella ni Alexandra se metieron. Pero Pascual y Lautaro sí, y se lo pasaron muy bien.
Ocurrió una cosa curiosa (como tantas cosas curiosas que ocurrirán en este relato y que lo sustentarán y que, tal vez, sean su fin último): cuando llegaron a la piscina Lautaro le preguntó a Carolina si podía orinar. Ésta, por supuesto, le dijo que sí y entonces Lautaro se acercó al borde de la piscina, se bajó un poco el traje de baño y meó en su interior. Carolina, aquella noche, me dijo que le había dado un poco de vergüenza, no por Lautaro, sino por Alexandra, por lo que pudiera pensar Alexandra. Lo cierto es que Lautaro nunca había hecho algo semejante. La piscina no estaba muy llena, pero había gente, y mi hijo no es precisamente un niño asilvestrado que orina allí donde le entran ganas. Fue muy raro, me dijo Carolina aquella noche, la cordillera enorme emergiendo como algo que espera junto al balneario, las risas de los niños y las voces en sordina de los mayores, ajenas a la sorpresiva micción de Lautaro, y Lautaro mismo, vestido sólo con un traje de baño, orinando sobre la superficie azul del agua. ¿Qué pasó después?, le pregunté. Bueno, ella se levantó desde el sitio donde tomaba el sol, fue a donde estaba nuestro hijo y juntos se dirigieron a los lavabos. Lautaro parecía como hipnotizado, dijo Carolina. Después sintió vergüenza y no quería meterse en la piscina, en donde ya estaba chapaleando Pascual, pero al cabo de un rato se olvidó de todo y se metió en el agua. Carolina, en cambio, no se bañó. Alexandra le preguntó si no lo hacía porque le daba asco y Carolina le dijo que no lo hacía porque le daba frío, y era verdad.
Conocimos a Alexandra en el aeropuerto, pocos minutos después de llegar a Chile tras una ausencia de casi un cuarto de siglo. Llegué invitado por la revista Paula, como miembro del jurado de su concurso de cuentos, y Alexandra, que entonces era la directora, me estaba esperando junto con otras personas a las que no conocía en la salida del control de pasaportes. Cuando me dijo su nombre, Alexandra Edwards, yo le pregunté si era la hija de Jorge Edwards, el escritor, y ella me miró, arrugó un poco el entrecejo, como si pensara qué respuesta darme, y luego me dijo no. Soy hija del fotógrafo, aclaró pasado un rato. Para entonces yo ya era un admirador de ella. La verdad es que es fácil admirarla, porque es muy guapa. Pero no fue su belleza física lo que me impresionó sino otra cosa, algo que he ido conociendo con el tiempo y que probablemente nunca acabe de conocer del todo y que sin embargo me mantendrá siempre como amigo suyo. Recuerdo que esa misma tarde (habíamos llegado a Chile por la mañana) tuve una comida con el resto del jurado y tuve que hablar y Alexandra estaba allí, al otro lado de la mesa, riéndose con los ojos, algo que suelen hacer las chilenas, o eso me pareció a mí entonces, una impresión errónea provocada por el reencuentro con el país después de tantos años lejos, las mujeres de todo el mundo siempre se ríen con los ojos, y en ocasiones también los hombres se ríen con los ojos, y eso a veces pasa y otras sólo creemos que pasa, esa risa silenciosa, esa risa que ahora me evoca a Andrea, que es uno de los personajes principales de este relato, Andrea y Lautaro y Pascual y Carlitos, pero yo entonces todavía no conocía a Andrea y tampoco conocía a Pascual y nunca había oído hablar de Carlitos, aunque el día se acercaba con la prestancia de la dicha, tal como hubiera dicho, por ejemplo, yo mismo en enero de 1974.
Lo cierto es que Lautaro y Pascual, pese a la diferencia de edad, se hicieron muy amigos, y tal vez fue en aquella piscina enclavada en la falda de la cordillera donde la amistad se estrechó, donde ambos empezaron a ser amigos de verdad, después de la famosa meada de Lautaro. Cuando Carolina me lo contó yo no podía creer que aquello hubiera pasado, Lautaro orinando, pero no en el interior, dentro del agua, como hacen casi todos los niños, sino desde el borde de la piscina, expuesto a la mirada de cualquiera.
Esa noche, sin embargo, cuando me quedé dormido, soñé con mi hijo rodeado por ese paisaje que había sido mi paisaje, el paisaje atroz de mis veinte años, y algo de su actitud se me hizo comprensible. Si a mí me hubieran matado en Chile, a finales de 1973 o a principios de 1974, él no habría nacido, me dije, y orinar desde el borde de la piscina, como si estuviera dormido o como si de pronto se hubiera puesto a soñar, era como reconocer gestualmente el hecho y su sombra: haber nacido y la posibilidad de no haber nacido, estar en el mundo y la posibilidad de no estar. Comprendí en el sueño que Lautaro, al mearse en la piscina, también estaba soñando, y comprendí que yo jamás podría acercarme a su sueño pero que siempre iba a estar a su lado. Y cuando desperté recordé que yo de niño una noche me había levantado y había orinado largamente en el interior del clóset de mi hermana. Pero yo fui un niño sonámbulo y Lautaro, afortunadamente, no lo es.
Durante ese viaje, que ocupó casi todo el mes de noviembre de 1998, no vi a Andrea. Es decir, la vi pero en realidad no la vi.
Conocí a Alexandra y al compañero de Alexandra, Marcial, y me hice amigo de los dos y todo lo que diga de ellos estará supeditado a la amistad que siento por ellos, así que lo mejor es no decir demasiadas cosas.
Pero a Andrea no la vi. Si hago memoria sólo consigo recordar una sonrisa, como la sonrisa del gato de Cheshire, en el pasillo del departamento de Alexandra y Marcial, una voz que surge de la sombra, unos ojos profundísimos y oscuros que se reían igual que Alexandra se había reído durante mi primer discurso, apenas llegado a Chile, con una diferencia sustancial: Andrea, al contrario que Alexandra, era una mujer invisible. Quiero decir, era invisible para mí, que la vi en alguna ocasión pero en realidad no la vi, que la escuché pero no supe discernir de dónde provenía esa voz.
Aquélla fue la época, entre otras cosas, en que Lautaro desarrolló un sistema para acercarse a las puertas automáticas sin que éstas se abrieran. De alguna manera, no sé si antes o después (creo que poco antes) de nuestro primer viaje a Chile, mi hijo empezó a jugar, con bastante éxito además, a ser él también un niño invisible.
La primera vez que lo vi haciendo una demostración de este tipo fue en Blanes, en una panadería de Blanes, antes de viajar a Chile por primera vez. No recuerdo qué escritor dijo que si Dios estaba en todas partes, las puertas automáticas siempre deberían estar abiertas. Como no siempre estaban abiertas, Dios no existía. El ejercicio de mi hijo, además de ser sorprendente en sí mismo, borraba de un plumazo esta teoría. Lautaro no se aproximaba por los lados. A veces los ojos automáticos están colocados de tal forma que una aproximación de lado los despista y las puertas permanecen cerradas. Éste es el camino fácil o con trampa (aunque no sé qué clase de trampa puede haber en hacerlo de esa manera), y mi hijo empleaba el camino difícil, es decir, las abordaba de frente, sin concederse a sí mismo ninguna ventaja, en la aproximación frontal donde es imposible que el ojo automático no te localice y acto seguido te franquee la entrada o la salida.
La originalidad de su abordaje consistía en los movimientos que ejecutaba en su aproximación a las puertas automáticas. Empezaba despacio, como midiendo la distancia, el alcance del ojo, zapateando de vez en cuando, como si el ojo pudiera captar las vibraciones en el suelo y moviendo los brazos como lentas aspas de molino. Entonces la puerta se abría y mi hijo ya tenía la distancia. Acto seguido se retiraba, la puerta volvía a cerrarse y comenzaba la aproximación de verdad. Ésta consistía en gestos ralentizados al máximo. Los pies, por ejemplo, no se despegaban del suelo, los arrastraba imperceptiblemente, los brazos separados del cuerpo se movían ligerísimamente, como insectos o naves auxiliares, creando como duplicados al tronco, como si hacia el ojo automático no avanzara un cuerpo sino una sombra y dos sombras fantasmas que a su vez fueran dos sombras guías, y hasta la cara de Lautaro cambiaba, parecía difuminarse y al mismo tiempo concentrarse en la invisibilidad, en lo estático y en el movimiento, en la no solidez y en la paradoja.
Una vez, en unos grandes almacenes de Barcelona, intenté imitarlo pero fue en vano, el ojo siempre me cazaba, las puertas siempre se abrían. Lautaro, sin embargo, era capaz de llegar a tocar con la punta de la nariz el cristal, blindado o no, de las puertas, sin que el ojo capturara su presencia, y la respuesta no estaba, como creí al principio, en su estatura, pues mi hijo a los ocho años era más bien alto que bajo, ni en su delgadez, pues mi hijo más bien es macizo, sino en su disposición, en su voluntad y en su técnica.
Otra cosa que recuerdo vivamente de nuestro primer viaje a Chile y que entra de improviso en este relato es un pájaro. Este pájaro no era invisible, pero la tarde en que apareció estoy seguro de que sólo lo vi yo.
Vivíamos en un aparthotel de Providencia, en el octavo o en el noveno piso, y una tarde en que no tenía nada que hacer vi un pájaro posado sobre uno de los balcones de uno de los edificios vecinos. Durante un rato el pájaro permaneció inmóvil, contemplando la ciudad igual que hacía yo desde el balcón de mi aparthotel, sólo que el pájaro miraba la ciudad y yo lo miraba a él. Soy miope y no veo bien, pero en algún momento llegué a la conclusión de que aquel pájaro extraño y solitario era un ave rapaz, un halcón o algo parecido (probablemente algo parecido, mi desconocimiento en esta materia es absoluto, sólo sé reconocer a los loros). Casi en el acto el halcón se dejó caer en el vacío y entonces ya no tuve dudas. Pero lo más sorprendente vino luego: el pájaro comenzó a acercarse a mi balcón. Tuve miedo pero no me moví. El halcón o lo que fuera se detuvo en el artesonado de otro edificio, éste justo al lado de donde yo me encontraba, y durante un rato ambos nos consideramos. Hasta que no pude más y volví adentro.
Y esto ocurrió el mismo día en que Lautaro le enseñó a Pascual su habilidad para acercarse a las puertas automáticas sin que éstas se abrieran y el mismo día en que Pascual le regaló a Lautaro un avión. A Lautaro el avión le encantó y tal vez por eso, porque el avión era uno de los juguetes preferidos de Pascual y éste se lo había dado, le enseñó a acercarse a las puertas como el hombre invisible, o como un indio, según la versión más casera de Pascual.
Los vi desde una terraza en donde estábamos Alexandra, Carolina, Marcial y yo. Ellos no los vieron. No recuerdo de qué hablábamos, sólo recuerdo que Pascual y Lautaro se acercaron a una tienda de ropa, al principio infructuosamente, pues la puerta siempre se abría, e incluso una señora teñida de rubio, vestida con unos pantalones grises y chaqueta negra, salió y les dijo algo, algo que yo no pude oír, en parte porque oía lo que mi mujer y mis amigos contaban y en parte porque estaban muy lejos, en el otro extremo de aquella plaza cubierta, y recuerdo a Lautaro y a Pascual que al principio huían, pero luego los recuerdo de pie, con las caras levantadas, escuchando lo que aquella mujer teñida de rubio y delgada les decía, probablemente una reprimenda, pero luego, cuando la mujer desapareció en el interior de la tienda, Lautaro volvió a iniciar las maniobras de acercamiento mientras Pascual lo contemplaba todo desde un punto prefijado, y en una de ésas, porque yo a veces los miraba y a veces no, mi hijo consiguió poner la nariz en el cristal de la puerta sin que ésta se abriera y yo supe, sólo entonces, aunque al cabo de dos días nos marcháramos de vuelta a España, que había llegado a Chile y que todo iría bien. Un pensamiento apocalíptico.
Al año siguiente, en 1999, fui a Chile invitado por la Feria del Libro. Casi todos los escritores chilenos, supongo que para celebrar mi reciente Premio Rómulo Gallegos, decidieron atacarme en patota, como se dice en Chile, es decir, en grupo. Yo contraataqué. Una señora ya mayor, que había vivido toda su vida de la limosna que el Estado arroja a los artistas, me trató de cortesano. Nunca he sido agregado cultural de ningún país, por lo que me extrañó esa acusación. También se dijo que yo era patero, que no es lo mismo que patota. Un patero no pertenece necesariamente a una patota, como alguien inadvertidamente pudiera suponer, aunque en toda patota siempre hay pateros. Un patero, en realidad, es un adulador, un lisonjero, un cobista, en buen español un lameculos. Lo increíble de esto es que me lo decían chilenos, tanto de izquierda como de derecha, que no paraban de lamer culos para mantener su exigua parcelita de renombre, mientras que todo lo que yo había conseguido (que no es mucho) lo había logrado sin ayuda de nadie. ¿Qué era lo que no les gustaba de mí? Bueno: alguien dijo que lo que no le gustaba era mi dentadura. Ahí tengo que darle toda la razón.
1998-1999