Para Celina Manzoni
Hace muchos años, antes de que Naipaul obtuviera el Premio Nobel, pensé en escribir un cuento que se titularía Sabios de Sodoma y cuyo personaje principal sería, precisamente, Naipaul, un escritor que, por otra parte, me parece admirable. El cuento empezaba en Buenos Aires, ciudad a la que Naipaul había llegado para escribir el largo reportaje sobre Eva Perón recogido en un libro que en España publicó, en 1983, la editorial Seix Barral. En el cuento Naipaul llegaba a Buenos Aires, creo que era su segunda visita a la ciudad, y tomaba un taxi, y ahí me quedé atascado, lo que no habla muy bien de mi capacidad de inventiva. En la cabeza tenía otras escenas que no llegué a escribir. Sobre todo, visitas sociales. Naipaul en la redacción de un periódico. Naipaul en la redacción de otro periódico. Naipaul en casa de un escritor comprometido. Naipaul en casa de una escritora de la alta burguesía. Naipaul haciendo llamadas telefónicas, volviendo tarde a su hotel, desvelado, tomando notas, disciplinado. Naipaul observando a la gente. Sentado en una silla alrededor de una mesa en una conocida cafetería tratando de no perderse una sola palabra. Naipaul en casa de Borges. Naipaul regresando a Inglaterra y revisando sus notas. El seguimiento, sucinto pero no carente de interés, de una serie de acontecimientos: la elección del hombre de Perón, el regreso de Perón, la elección de Perón, los primeros síntomas de enfrentamiento en el interior del peronismo, las bandas armadas de la derecha, los montoneros, la muerte de Perón, la presidencia de su viuda, el inefable López Rega, la actitud del ejército, el recrudecimiento del enfrentamiento entre el ala derecha y la izquierda del peronismo, el golpe de Estado, la guerra sucia, las matanzas. Puede que me equivoque en el orden. Tal vez Naipaul cierra su crónica antes del golpe de Estado, probablemente publicó el texto antes de que se supiera el número de los desaparecidos, antes de que se confirmara la magnitud del mal. En mi cuento, simplemente, Naipaul recorría las calles de Buenos Aires y, de alguna manera, presentía el infierno que se cernía sobre la ciudad. En este aspecto su crónica era una profecía modesta, menor, que no llegaba a la profecía de Abaddón el exterminador, de Sabato, pero que, vista con buena voluntad, pertenecía a la misma familia, la familia de las obras nihilistas e inmovilizadas por el horror. Cuando digo «inmovilizado por el horror» no lo digo en un sentido peyorativo sino literal. Pienso en los niños que se quedan inmóviles ante el asalto del horror imprevisto, incapaces hasta de cerrar los ojos. Pienso en las niñas a las que les da un ataque al corazón y mueren antes de que el violador termine su tarea. Algunos artistas de la escritura son como esos niños y niñas. En mi cuento, pese a sí mismo, Naipaul era así. Tenía los ojos abiertos y la lucidez que suele caracterizarlo. Tenía algo que los españoles llaman mala leche y que sirve de antídoto para combatir los embates de la canalla sentimental. Pero también captaba, o sus antenas captaban, la estática del infierno en las noches callejeadas de Buenos Aires. El problema era que ignoraba cómo descifrar ese lenguaje y eso es algo que suele desconcertar a ciertos escritores, a ciertos artistas de la escritura. La visión que Naipaul tiene de Argentina no puede ser menos favorecedora. Conforme pasan los días el país, y no sólo la ciudad, se le hace más insufrible, más insoportable. Uno diría que con cada nueva persona que conoce, con cada visita que hace, se acrecienta su malestar con respecto al lugar en donde se encuentra. En mi cuento, creo, Naipaul se citaba con Bioy en el club de tenis al que Bioy solía acudir, aunque ya no para jugar al tenis sino para tomar un vermuth y conversar con los amigos y tomar el sol, y tanto Bioy como los amigos de Bioy y el club de tenis le parecían a Naipaul un monumento vivo a la estupidez humana, una performance de la cretinización de todo un país. La misma impresión sacaba de sus contactos con periodistas o políticos o sindicalistas. Por las noches, mientras dormía después de cada jornada agotadora, Naipaul soñaba con Buenos Aires y con la pampa, de hecho soñaba con Argentina, con toda Argentina, y los sueños indefectiblemente se transformaban en pesadillas. No es que los argentinos sean excesivamente apreciados en el resto de Latinoamérica, pero puedo asegurar que ningún escritor latinoamericano ha escrito páginas más demoledoramente críticas que las que Naipaul escribió. Ni siquiera los chilenos han escrito nada semejante. Una vez, mientras charlaba con Rodrigo Fresán, le pregunté qué le parecía el texto de Naipaul. Fresán, que conoce como nadie la literatura en lengua inglesa, apenas recordaba la crónica de Naipaul, pese a que éste se cuenta entre sus autores favoritos. En fin, Naipaul escucha y transcribe sus impresiones y, sobre todo, camina por Buenos Aires. Y de pronto, sin que el lector de su crónica esté avisado, empieza a hablar de sodomía. La sodomía como una costumbre argentina. Una práctica que no se limita a las relaciones homosexuales, de hecho, ahora que lo pienso no recuerdo que Naipaul mencione la homosexualidad. Él habla de relaciones heterosexuales. Uno imagina a Naipaul sentado en la silla más anónima del bar (incluso puede que de la pulpería, si a eso vamos) escuchando conversaciones de periodistas, que primero hablan de política, el país se encamina confiada y alegremente hacia el precipicio, y luego, para aligerar el ánimo, de lances sentimentales, de conquistas, de amantes. Esas amantes sin rostro, sin excepción, recuerda Naipaul, en algún momento han sido sodomizadas. La tomé por el culo, escribe. Algo que en Europa, reflexiona, provocaría vergüenza o al menos un discreto silencio, en los bares de Buenos Aires se vocea como señal de virilidad, de posesión final, pues si no le has dado por el culo a tu amante o a tu novia o a tu esposa, en realidad no la has poseído realmente. Y así como la violencia y la inconsciencia en materia política le aterran, la costumbre sexual de «tomarla por el culo», que implica, según cree Naipaul, en cierto sentido una violación, sólo puede provocarle repulsión y desprecio. Un desprecio hacia los argentinos que va creciendo a medida que avanza el texto. Por supuesto, de esta nefanda costumbre no se salva nadie, o sí, se salva una sola persona, a quien cita, alguien que, sin el énfasis de Naipaul, también rechaza la sodomía. Los demás, en mayor o menor grado, la aceptan y la practican o la han practicado, lo que lleva a Naipaul a concluir que Argentina es un país recalcitrantemente machista (un machismo que recubre ligeramente una puesta en escena de sangre y de muerte) y que Perón, en ese infierno de hombres sin freno, es el supermacho, y que Evita es la hembra poseída, totalmente poseída. Toda sociedad civilizada, piensa Naipaul, condenaría esta práctica sexual por aberrante y vejatoria, menos Argentina. En su texto o tal vez en mi cuento, el vértigo que acomete a Naipaul es cada vez mayor. Sus paseos se convierten en interminables singladuras de sonámbulo. Su estómago se debilita. Diríase que la sola presencia física de esos argentinos que visita y que le hablan le produce una náusea que a duras penas puede contener. Busca explicaciones. La que le parece más lógica es achacar la afición nefanda al origen de los argentinos, tierra de emigrantes cuyos abuelos fueron campesinos depauperados de España e Italia. Los campesinos españoles e italianos, de costumbres bárbaras, traen a la pampa no sólo su miseria sino también sus costumbres sexuales, entre las que está la sodomía. Esta explicación parece satisfacerlo. De hecho, es tan evidente que la da por buena sin pensárselo mucho. Recuerdo que cuando leí el párrafo en donde Naipaul expone lo que cree que es el origen de las costumbres sodomíticas argentinas, quedé un poco sorprendido. La explicación, además de inconsistente, carecía de fundamentos históricos o sociales. ¿Qué sabía Naipaul acerca de las costumbres sexuales de los labriegos y terroni españoles e italianos de los últimos cincuenta años del siglo XIX y de los primeros veinticinco años del siglo XX? Tal vez, en sus correrías por los bares de Corrientes, a altas horas de la noche, oyó a un periodista deportivo contar las hazañas sexuales de su abuelo o bisabuelo, que se follaba a las ovejas en las noches de Sicilia o de Asturias. Puede ser. En mi cuento Naipaul cierra los ojos y, en efecto, se imagina a un pastorcillo meridional follándose a una oveja o a una cabra. Después, el pastorcillo acaricia a la cabra y se duerme. Bajo la luna el pastorcillo sueña: se ve a sí mismo, muchos años después, con muchos más kilos y centímetros, dueño de un gran bigote, casado y con numerosos hijos, los varones trabajando en el campo, con el rebaño que ha crecido (o menguado), las hembras trabajando en la casa o en el huerto, sometidas a sus tocamientos y a los tocamientos de sus hermanos, y su mujer, reina y esclava, sodomizada cada noche, tomada por el culo, estampa admirable que corresponde más a los deseos erótico-bucólicos de un pornógrafo francés del siglo XIX que a la cruda realidad, que tiene cara de perro castrado. No digo que no se practicara la sodomía en los buenos matrimonios campesinos de Sicilia y Valencia, pero no con la asiduidad de una costumbre destinada a perdurar allende los mares. Si los emigrantes de Naipaul hubieran provenido de Grecia, bueno, nos lo podríamos pensar dos veces. Es posible que con un general Peronidis Argentina hubiera salido ganando. No mucho, sólo un poquito, pero algo es algo. Ay, si los argentinos hablaran demótico. Un demótico porteño, a medias influido por el lunfardo del Pireo y de Salónica. Con un gaucho Fierrescopulos, copia feliz de Ulises, y con un Macedonio Hernandikis arreglando a martillazo limpio el lecho de Procusto. Pero, para bien o para mal, Argentina es lo que es y viene de donde viene, que es, sépanlo, de todo el mundo, menos de París.
1999-2000