Laberinto

 

 

 

 

Están sentados. Miran a la cámara. Ellos son, de izquierda a derecha, J. Henric, J.-J. Goux, Ph. Sollers, J. Kristeva, M.-Th. Réveillé, P. Guyotat, C. Devade y M. Devade.

La foto no tiene pie de autor.

Están sentados alrededor de una mesa. La mesa es común y corriente, tal vez de madera, tal vez de plástico, puede que incluso de mármol y pies metálicos, en cualquier caso nada más lejos de nuestra intención que describirla hasta la saciedad. La mesa es una mesa suficientemente grande como para que quepan los arriba mencionados y está en un bar. O eso parece. Por el momento, digamos que está en un bar.

Las ocho personas que aparecen en la foto, que posan para la foto, están sentadas en abanico o en media luna o formando una herradura tal vez excesivamente abierta, con la intención de que cada uno de ellos aparezca de una forma clara y rotunda. Es decir: nadie está de espaldas, nadie, necesariamente, está de perfil. Delante de ellos, o mejor dicho, entre ellos y el fotógrafo (y esto resulta un poco extraño), sobresalen tres plantas: un rododendro, un ficus y una siempreviva, que se alzan de una jardinera que tal vez, sólo tal vez, sirve de separación entre dos zonas del bar claramente diferenciadas.

La foto, con casi toda probabilidad, está fechada alrededor de 1977.

Pero volvamos a ellos. En el lado izquierdo tenemos, como ya hemos dicho, a J. Henric, es decir, al escritor Jacques Henric, nacido en 1938 y autor de Archées, de Artaud traversé par la Chine, de Chasses. Henric es un hombre fuerte, un tipo ancho, de complexión musculosa, probablemente no demasiado alto. Viste una camisa a cuadros arremangada hasta la mitad del antebrazo. No es lo que se dice un tipo guapo, más bien tiene una cara cuadrada de campesino o de obrero de la construcción, cejas pobladas y mentón oscuro, de esos mentones que necesitan (según algunos) dos afeitados diarios. Tiene las piernas cruzadas y las manos entrelazadas sobre una rodilla.

A su lado está J.-J. Goux. De J.-J. Goux no sabemos nada. Probablemente se llama Jean-Jacques, pero en nuestro relato, y por comodidad, lo seguiremos llamando por sus iniciales. J.-J. Goux es joven, rubio, lleva gafas, su rostro no es un rostro de facciones agraciadas (aunque comparado con Henric no sólo parece más guapo sino incluso inteligente), la línea de su mandíbula es simétrica y sus labios están rellenos, si bien el inferior es ligeramente más grueso que el superior. Viste un suéter de cuello alto y una americana oscura.

Junto a J.-J. se encuentra Ph. Sollers, Philippe Sollers, el animador de Tel Quel, nacido en 1935, autor de Drame, de Nombres, de Paradis, una figura pública que todo el mundo conoce. Sollers tiene los brazos cruzados, el izquierdo apoyado en la superficie de la mesa, el derecho sobre el izquierdo (la mano derecha sujeta indolentemente el codo del brazo izquierdo). Su cara es redonda. No es aún la cara de un gordo, ni mucho menos, pero probablemente, dentro de algunos años, lo será: la cara de un hombre que gusta de la buena mesa. En sus labios se dibuja una sonrisa irónica, inteligente. Los ojos, mucho más vivos que los de Henric o J.-J., y también más pequeños, permanecen fijos en la cámara que lo fotografía, enmarcados por unas ojeras que contribuyen a darle a su rostro ovalado una expresión a la vez de preocupación y de juego, de voluntad lúdica. Viste, como J.-J., un suéter de cuello alto, aunque el suéter de Sollers es blanco, albísimo, mientras que el de J.-J. probablemente sea amarillo o verde claro. Sobre el suéter lleva una prenda que a primera vista parece una americana, de color oscuro, pero puede que sea una prenda más ligera, tal vez una cazadora de ante. Es el único que está fumando.

Junto a Sollers tenemos a J. Kristeva, Julia Kristeva, la semióloga búlgara, su mujer. Es la autora de La traversée des signes, de Pouvoirs de l’horreur, de Le Langage, cet inconnu. Se trata de una mujer delgada, de pómulos ligeramente pronunciados, de cabellera negra partida por la mitad y atada en la parte posterior con un moño. Sus ojos son oscuros y vivaces, tan vivaces como los de Sollers, aunque la diferencia radica en que los ojos de Kristeva, además de ser más grandes, transmiten un cierto calor hogareño (es decir, una cierta serenidad) del que carecen los ojos de Sollers. Viste únicamente un suéter de cuello alto, muy ceñido, aunque con el cuello holgado, del que cae un largo collar en forma de uve que contribuye a realzar la línea del pecho. En realidad, a primera vista, Julia Kristeva parece una vietnamita. Sus senos, sin embargo, se adivinan excesivamente grandes para ser una vietnamita común y corriente. Es la única que, al sonreír, deja entrever una parte de sus dientes.

Junto a la Kristeva tenemos a M.-Th. Réveillé. Tampoco de ella sabemos nada. Es probable que se llame Marie-Thérèse. Convengámoslo así. En cualquier caso Marie-Thérèse es la primera persona del grupo que no cubre su cuello con un suéter de cuello alto. Henric, de hecho, tampoco lo hace, pero Henric tiene un cuello corto, casi no tiene cuello, y Marie-Thérèse Réveillé, por el contrario, tiene un cuello largo que su prenda de vestir de color oscuro deja completamente al descubierto. El pelo es liso y largo, partido por la mitad, de color castaño claro, tal vez rubio amielado. Su rostro, ligeramente vuelto hacia la izquierda, nos permite observar, como un satélite perdido, una perla que cuelga de su oreja.

Junto a Marie-Thérèse Réveillé está P. Guyotat, es decir, Pierre Guyotat, nacido en 1940 y autor de Tombeau pour cinq cent mille soldats, Eden, Eden, Eden y Prostitution. Guyotat es calvo. Eso es lo primero que salta a la vista. Y es, también, el más atractivo de entre los hombres que componen el grupo. Es decir: su calva es radiante, su cráneo es voluminoso, el pelo negro que cubre sus sienes sólo se parece a las hojas de laurel que ceñían las cabezas de los generales romanos vencedores. Su rostro muestra sin recato y sin exhibicionismo el gesto de los viajeros nocturnos. Viste una americana de cuero, una camisa y una camiseta. Esta última prenda de vestir (pero aquí debe de haber un error) es de color blanco ornada con rayas negras horizontales, y con el cuello redondo y marcado por una raya negra aún más gruesa, como las camisetas de los niños o como las camisetas de los paracaidistas soviéticos. Las cejas son delgadas y firmes. De hecho, las cejas constituyen la frontera entre su frente interminable y su cara que oscila entre la concentración y la indiferencia. Los ojos son inquisidores, pero puede que nos engañen. Sus labios están apretados, en un gesto que tal vez sea involuntario.

Junto a Guyotat tenemos a C. Devade. ¿Caroline, Carole, Carla, Colette, Claudine? No lo sabremos nunca. Digamos, por comodidad, que se llama Carla Devade. Es, posiblemente, la más joven del grupo. Lleva el pelo corto, sin flequillo, y aunque la foto es en blanco y negro es razonable suponer que su piel tiene un matiz oliváceo que remite a un origen meridional. Carla Devade tal vez provenga del sur de Francia, o de Cataluña, o de Italia. Sólo la Kristeva es tan morena como ella, pero la piel de la Kristeva, acaso por la luz, tiene una característica metálica, broncínea, mientras la piel de Carla Devade posee los atributos de la elasticidad y de la tersura. Está vestida con un suéter oscuro, de cuello redondo, y con una blusa. En sus labios y en sus ojos vemos algo más que el atisbo de una sonrisa, acaso una señal de reconocimiento.

Junto a Carla Devade tenemos a M. Devade. Presumiblemente se trata del escritor Marc Devade, que en 1972 aún era miembro del comité de redacción de Tel Quel. Su parentesco con Carla Devade es obvio: son marido y mujer. ¿Podrían ser hermanos? Es posible, aunque físicamente las desemejanzas son abundantes. Marc Devade (me resisto a llamarlo Marc, de buena gana esa inicial M la hubiera traducido por Marcel o por Max) es rubio, mofletudo, de ojos clarísimos. Así que lo mejor es concluir que son marido y mujer. Devade, para variar, viste un suéter de cuello alto, al igual que J.-J. Goux, Sollers y la Kristeva, y una americana oscura. Sus ojos son grandes y hermosos y su boca es firme. El pelo, como ya hemos dicho, es rubio y largo (de todos los hombres es el que más largo lo lleva), peinado hacia atrás con elegancia. Su frente es amplia, acaso levemente abombada. Y tiene, aunque el granulado de la foto puede inducirnos a error, un hoyuelo en la barbilla.

¿Cuántos están mirando directamente al fotógrafo? Sólo la mitad: Henric, J.-J. Goux, Sollers y Devade. Marie-Thérèse Réveillé y Carla Devade miran hacia la izquierda, hacia un lugar más allá de donde se encuentra Henric. La mirada de Guyotat está sesgada ligeramente hacia la derecha, digamos a un metro o dos metros de donde se encuentra el fotógrafo. Y la mirada de Kristeva, en esta tesitura la más rara de todas, aparentemente se dirige hacia la cámara pero en realidad está mirando el estómago del fotógrafo o más concretamente el espacio vacío que media entre la cadera del fotógrafo y la nada.

La foto ha sido tomada en invierno o en otoño, puede que al principio de la primavera, en modo alguno en verano. ¿Quiénes son, por tanto, los más abrigados? Sin duda alguna J.-J. Goux, Sollers y Devade, quienes a sus suéteres de cuello alto añaden unas americanas que, sobre todo en el caso de J.-J. y Devade, se adivinan gruesas. El caso de Kristeva es diferente: su suéter de cuello alto es más bien delgado, más elegante que funcional, y además ésa es su única prenda de vestir. Después tenemos a Guyotat. Puede que Guyotat vaya más abrigado que los antes mencionados. No lo parece, aunque por lo pronto él es el único que lleva tres prendas de abrigo: la americana de cuero negro, la camisa y la camiseta a rayas. Se podría aducir que iría vestido de la misma manera aunque la foto hubiera sido tomada en verano. No es improbable. Lo único cierto es que Guyotat viste como si estuviera de paso. Carla Devade, por el contrario, se coloca en el justo término medio. La blusa, cuyo cuello sobresale por encima del suéter, se presiente suave y cálida; el suéter mismo es informal, ni muy grueso ni muy delgado, de buena calidad. Finalmente tenemos a Jacques Henric y a Marie-Thérèse Réveillé. Henric, resulta notorio, no es un hombre friolento, aunque su camisa de leñador canadiense parece abrigadora. Marie-Thérèse Réveillé, por lo tanto, es la que va más desabrigada: debajo de su suéter abierto, delgado, de punto, sólo están sus pechos, sujetos por un sostén blanco o negro.

Todos ellos, inmovilizados con más o menos ropa alrededor del año 1977, son amigos y además de amigos algunos son pareja. Por lo pronto los dos casos más notorios son la pareja que forman Sollers y Kristeva, y la obvia pareja formada por Carla Devade y Marc Devade. Se podría decir que ésas son las parejas estables. Sin embargo algunos símbolos presentes en la foto (una cierta disposición de los objetos, la presencia aterrorizada y musical del rododendro, dos de cuyas hojas se introducen en el ficus como nubes dentro de nubes, la hierba que crece en la jardinera y que más que hierba parece fuego, la siempreviva inclinada hacia la izquierda en una contemplación inútil, los vasos que permanecen en el centro de la mesa y no en los bordes —salvo el de Kristeva— como si los comensales temieran que éstos fueran a caerse) nos llevan a presuponer un entramado más complejo y más sutil en las relaciones que ellos tienen entre sí.

Imaginemos a J.-J. Goux, por ejemplo, a J.-J. que nos observa desde el fondo de sus gruesos anteojos submarinos.

Lo vemos caminar, vacío por un instante el espacio que ocupa en la foto, por la rue de L’École-de-Medicine, con dos libros bajo el brazo, como no podía ser menos, hasta desembocar en el boulevard Saint-Germain. Ya allí orienta sus pasos hacia la estación de metro de Mabillon, pero antes de llegar se detiene en un bar, mira la hora, entra, pide una copa de coñac. Al cabo de un rato J.-J. abandona la barra y se sienta en una mesa cercana a la ventana. ¿Qué hace? Abre un libro. Nosotros no podemos saber qué libro es el que está leyendo, pero en cualquier caso a J.-J. le cuesta concentrarse en la lectura. Cada veinte segundos, aproximadamente, alza los ojos y contempla la acera del boulevard Saint-Germain con una mirada que paulatinamente se va ensombreciendo. Llueve y la gente lleva paraguas y va deprisa. El pelo rubio de J.-J. no está mojado, por lo que podemos suponer que la lluvia ha comenzado cuando él se hallaba en el interior del bar. Anochece. J.-J. sigue sentado en el mismo lugar y su consumición se eleva a dos copas de coñac y dos cafés. Si nos acercamos podemos notar que alrededor de sus ojos se ha abierto una zona de guerra: son sus ojeras. En ningún momento se ha sacado los lentes. Su aspecto es desolador. Tras una espera desmedida, vuelve a salir a la calle, en donde sufre un estremecimiento tal vez producido por el frío. Durante unos segundos, de pie en la acera, se queda detenido, mirando a ambos lados; luego echa a andar en dirección al metro Mabillon. Al llegar a la boca del metro se toca el pelo, se lo echa hacia atrás, varias veces, como si de pronto creyera que está despeinado, aunque no es el caso. Después desciende por las escalinatas y la historia se acaba o se inmoviliza en un vacío en el que las apariencias poco a poco se difuminan. ¿A quién ha estado esperando J.-J. Goux? ¿A la persona que ama? ¿A alguien con quien pensaba acostarse esa noche? ¿Y cómo afectará a su espíritu delicado la incomparecencia de esa persona?

Supongamos que quien ha faltado a la cita es Jacques Henric. Mientras J.-J. lo esperaba Henric se ha desplazado sobre una moto Honda de 250 cc hasta el portal de la casa de los Devade. Pero no. Eso no es posible. Imaginemos que Henric simplemente se ha montado en su Honda y se ha perdido en un París vagamente literario, vagamente inestable, y que su ausencia obedece a una estrategia, como casi todas las ausencias amorosas.

Rehagamos, por lo tanto, las parejas. Carla Devade y Marc Devade. Sollers y la Kristeva. J.-J. Goux y Jacques Henric. Marie-Thérèse Réveillé y Pierre Guyotat. Y rehagamos la noche. Es de noche y J.-J. espera leyendo un libro cuyo título omitiremos, está sentado en el bar del boulevard Saint-Germain, su suéter de cuello alto no lo deja transpirar pero él aún no se siente del todo incómodo dentro de su propia piel. Henric está tirado en su cama, a medio vestir, fumando y mirando el techo. Sollers está escribiendo encerrado en el estudio de su casa (el suéter de cuello alto de Sollers se adapta perfectamente a su piel sonrosada y tibia). Julia Kristeva está en la universidad. Marie-Thérèse Réveillé camina por la avenida de Friedland, a la altura de la rue Balzac, y las luces de los automóviles iluminan su rostro. Guyotat está en un bar de la rue Lacépède, cerca del Jardin des Plantes, bebiendo con unos amigos. Carla Devade está en la cocina de su departamento, sentada en una silla, sin hacer nada. Marc Devade está en la redacción de Tel Quel, hablando educadamente por teléfono con uno de los poetas que más admira y que más odia. Dentro de poco, Sollers y la Kristeva estarán juntos, leyendo, después de haber cenado. Esa noche no harán el amor. Dentro de poco Marie-Thérèse Réveillé y Guyotat estarán juntos, en la cama, y él la sodomizará. Se dormirán sobre las cinco de la mañana, después de cruzar unas palabras en el lavabo. Dentro de poco Carla Devade y Marc Devade estarán juntos y ella va a gritar y él va a gritar y luego ella se irá al cuarto y cogerá una novela, cualquiera de las muchas que tiene sobre su mesita de noche, y él se sentará en su escritorio y tratará de escribir pero no podrá hacerlo. Carla se quedará dormida a la una de la mañana; Marc lo hará sobre las dos y media y procurarán no tocarse. Dentro de poco Jacques Henric bajará al parking subterráneo, se montará sobre su Honda y saldrá al frío de las calles de París, él mismo convertido en un hombre frío, en un tipo que maneja los hilos de su propio destino y que se sabe afortunado, o eso es, por lo menos, lo que él cree. Será el único que contemplará el amanecer y la desastrosa retirada de los últimos noctámbulos, cada uno de ellos una letra indescifrable en un alfabeto imaginario. Dentro de poco J.-J. Goux, que ha sido el primero en dormirse, tendrá un sueño en donde aparecerá una foto y en donde se oirá una voz que le advertirá sobre la presencia del demonio y sobre la infausta muerte. El sueño, o la pesadilla auditiva, conseguirá despertarlo de golpe y ya será incapaz de volver a dormir durante el resto de la noche.

Luego amanece y la luz ilumina, una vez más, la foto. Marie-Thérèse Réveillé y Carla Devade miran hacia la izquierda, hacia un objeto que está más alla de los musculosos hombros de Henric. En la mirada de Carla hay reconocimiento o aceptación: su media sonrisa, sus ojos dulces así lo proclaman. Marie-Thérèse, en cambio, hurga con su mirada: sus labios están ligeramente entreabiertos, como si le costara respirar, y sus ojos intentan fijar (intentan clavar y no lo consiguen) el objeto, presumiblemente móvil, de su atención. Ambas dirigen su mirada hacia el mismo punto, pero resulta evidente que aquello que miran despierta en ellas emociones encontradas. La dulzura de Carla tal vez sea fruto de la ignorancia. La inseguridad, la mirada defensiva y al mismo tiempo inquisitorial de Marie-Thérèse, tal vez proviene del vaciamiento repentino de algunas capas de la experiencia.

J.-J. Goux podría ponerse a llorar ahora mismo. La voz que lo ha advertido sobre la presencia del demonio aún resuena, si bien débilmente, en sus oídos. Pero él no mira hacia la izquierda, hacia el objeto que concita la atención de las dos mujeres, sino directamente hacia la cámara, y en sus labios ahora se insinúa una sonrisa infinitesimal, una sonrisa que querría ser irónica pero que sólo funciona, por ahora, en los territorios menos peligrosos de la placidez.

Cuando la noche caiga una vez más sobre la fotografía J.-J. Goux se dirigirá sin preámbulos hacia su casa, se preparará un sándwich, verá la televisión durante quince minutos, ni uno más, y luego se sentará en el sillón de la sala y llamará por teléfono a Philippe Sollers. El teléfono sonará cinco veces y J.-J. colgará el fono lentamente, con la mano derecha, mientras se lleva dos dedos de la mano izquierda a los labios, como para asegurarse de que aún está allí, de que él aún está allí, sentado, en una sala no demasiado grande, no demasiado pequeña, atestada de libros por todas partes, a oscuras.

Carla Devade, olvidada su sonrisa de aquiescencia, llamará por su parte a Marie-Thérèse Réveillé y ésta contestará al cabo de tres llamadas. Hablarán con circunloquios, hablarán de todo lo que no quieren hablar, se citarán para dentro de tres días en una cafetería de la rue Galande. Esa noche Marie-Thérèse saldrá sola, sin un rumbo prefijado, y Carla se encerrará en su habitación apenas escuche el ruido de la llave de Marc Devade que hurga en el ojo de la cerradura. Pero por ahora no habrá ninguna tragedia. Marc Devade leerá un ensayo de un lingüista búlgaro, Guyotat irá al cine a ver una película de Jacques Rivette, Julia Kristeva leerá hasta tarde, Philippe Sollers escribirá hasta tarde y apenas cruzará dos palabras con su mujer, ambos enclaustrados en sus respectivos estudios, Jacques Henric se sentará delante de su máquina de escribir y no se le ocurrirá nada y por lo tanto, al cabo de veinte minutos, se pondrá su chaqueta de cuero y sus botas y bajará al parking subterráneo y buscará en la oscuridad su Honda, en la oscuridad pues la luz del parking, vaya uno a saber por qué, esta noche parece estar estropeada, pero Henric sabe de memoria la plaza que ocupa su moto, así que caminará en la oscuridad, en el vientre de ballena que es el parking, sin miedo ni reserva de ninguna clase, pero a medio camino escuchará un ruido no habitual (un ruido que no es de cañerías ni la puerta de un automóvil que se abre o se cierra) y se detendrá, sin saber muy bien por qué, a escucharlo, pero el ruido no se repite, ha sonado una sola vez y ahora el silencio es total.

Y entonces la noche acaba (o la parte de la noche pequeña, la parte manejable de la noche, acaba) y la luz envuelve la foto como un esparadrapo ardiendo y ahí tenemos a Pierre Guyotat, otra vez, casi una figura familiar, con su calva reluciente y poderosa y su americana de cuero, una americana de anarquista o de comisario de la Guerra Civil española, y ahí está la mirada sesgada de Guyotat que se desvía hacia la derecha, hacia un espacio que adivinamos en la retaguardia del fotógrafo, alguien posiblemente cercano a la barra, alguien que bebe apoyado en la barra o sentado, es decir, alguien que le da la espalda a Guyotat y a quien éste sólo puede contemplar de frente en el supuesto no muy improbable de que detrás de la barra haya un espejo. Posiblemente se trata de una mujer. Posiblemente es una mujer joven. Guyotat mira su reflejo en el azogue y mira también su nuca. La mirada de Guyotat, sin embargo, no es ni con mucho tan ardiente como la mirada de su mujer que hurga en el abismo. Y aquí podemos, por cierto, llegar a una conclusión: Marie-Thérèse Réveillé y Carla Devade miran a un hombre y Guyotat mira a una mujer. Y esta conclusión nos trae una certeza: Marie-Thérèse y Carla miran a un hombre que conocen, aunque como es usual (y fatal) ambas tienen una imagen completamente distinta de la misma persona. Guyotat, sin ninguna duda, está mirando a una desconocida.

Digamos que se trata de X y de Z. X es la mujer de la barra. Z es el hombre al que Marie-Thérèse y Carla conocen. Por supuesto, a Z lo conocen superficialmente. Por la mirada de Carla podría deducirse que se trata de un hombre joven (la mirada de Carla no sólo es dulce sino también protectora), aunque por la mirada de Marie-Thérèse podría deducirse, asimismo, que se trata de un sujeto potencialmente peligroso. ¿Quién más conoce a Z? Todo parece indicar que nadie más, en cualquier caso a nadie parece importarle su presencia: tal vez se trata de un joven escritor que en alguna ocasión intentó publicar sus textos en Tel Quel, tal vez se trata de un joven periodista sudamericano o, mejor aún, centroamericano, que en alguna ocasión intentó hacer un reportaje literario sobre el grupo. Es muy posible que sea un joven ambicioso. Si es un centroamericano en París, además de ser ambicioso es muy posible que sea un joven resentido. De los que están alrededor de la mesa sólo conoce a Marie-Thérèse, a Carla, a Sollers y a Marc Devade; digamos que estuvo en una ocasión en la redacción de Tel Quel y que allí le fueron presentados estos cuatro (también estrechó en otra ocasión la mano de Marcelin Pleynet, pero éste no está en la foto). Al resto no los ha visto en su vida o sólo los ha visto (a Guyotat, a Henric) en las solapas de sus libros. Así que podemos imaginar al joven centroamericano, hambriento y resentido, en la redacción de Tel Quel, y podemos imaginar que Philippe Sollers y Marc Devade lo escuchan, oscilando entre la indiferencia y la perplejidad, e incluso podemos imaginar que Carla Devade, por pura casualidad, está allí presente, ha ido a buscar a su marido, ha acudido a la redacción a dejar unos papeles que Marc dejó olvidados en su escritorio, está allí porque de repente no podía soportar ni un minuto más la soledad de su casa, etcétera. Lo que bajo ninguna circunstancia podemos imaginar (o justificar) es la presencia en la redacción de Marie-Thérèse. Ella es la compañera de Guyotat, ella no trabaja en Tel Quel, ella no tenía nada que hacer en la redacción. Sin embargo, allí estaba y allí conoció al joven centroamericano. ¿Había acudido aquel día por expreso deseo de Carla Devade? ¿La citó allí Carla, sabedora esta última de que su marido no la iba a acompañar a casa? ¿O bien Marie-Thérèse acudió a la redacción citada por otra persona? Volvamos, con pasos sigilosos, a la tarde en que el centroamericano se presenta en la rue Jacob a ofrecer sus respetos.

La hora es la hora de cierre de las oficinas. La secretaria ya se ha marchado y cuando suena el timbre es el propio Marc Devade el que abre la puerta y lo hace pasar sin mirarlo a los ojos. El centroamericano traspone el umbral y luego sigue a Marc Devade hacia un despacho al final del pasillo. Sobre el suelo de madera va dejando gotas, aunque afuera hace mucho que dejó de llover. Devade, por descontado, no se fija en este detalle y lo precede hablando de cualquier cosa, del tiempo, del dinero, de trabajos ineludibles, con esa elegancia que sólo algunos franceses parecen poseer. En el despacho, que es amplio, con una mesa, varias sillas, dos sillones y estanterías repletas de libros y revistas, aguarda Sollers, a quien el centroamericano se apresura a saludar y a reconocer como uno de los grandes genios del siglo, piropo que en los países cálidos de allende el océano no es nada inusual pero que en la redacción de Tel Quel y en los oídos de Sollers suena poco menos que estrambótico. De hecho, nada más hacer su declaración el centroamericano, la mirada de Sollers se cruza con la mirada de Devade y al instante ambos se preguntan si no han franqueado las puertas de su casa a un loco. Por otra parte, en su fuero interno Sollers está en un ochenta por ciento de acuerdo con la apreciación del centroamericano, lo que hace que, tras desechar la idea de que éste se esté burlando de ellos, la entrevista discurra, al menos inicialmente, por cauces de cordialidad. El visitante habla de Julia Kristeva (y al hablar de la insigne búlgara le hace un guiño a Sollers), habla de Marcelin Pleynet (a quien ha conocido antes), habla de Denis Roche (cuya obra asegura estar traduciendo). Devade lo escucha con una ligera mueca en los labios. Sollers lo escucha y de tanto en tanto asiente, pero a cada segundo que pasa se siente más aburrido. De pronto se oyen unas pisadas por el pasillo y se abre la puerta. Los tres hombres se vuelven. Aparece Carla Devade, vestida con pantalones de pana entallados, zapatos planos y una sonrisa desolada en su bonita cara de meridional. Marc Devade se levanta de su asiento; durante un instante el matrimonio susurra preguntas y respuestas. El centroamericano se ha callado, Sollers revisa con gesto maquinal un ejemplar de una revista inglesa. Después Carla y Marc avanzan por la habitación (Carla con pasitos inseguros, cogida del brazo de su marido) y el centroamericano se levanta, es presentado, saluda obsequiosamente a la recién llegada. Acto seguido se reanuda la conversación, pero el ímpetu del centroamericano toma, para su desgracia, otros cauces (deja de hablar de literatura y se pone a hablar de la belleza y de la gracia sin par de la mujer francesa), y el interés de Sollers se evapora. La despedida se produce poco después: Sollers mira el reloj, dice que es tarde, Devade acompaña al centroamericano a la puerta, se dan la mano y el centroamericano sin esperar el ascensor baja corriendo por las escaleras. En el rellano del primer piso se encuentra con Marie-Thérèse Réveillé. El centroamericano va hablando solo, en español y en voz demasiado alta. Cuando se cruzan Marie-Thérèse percibe en sus ojos una mirada de ferocidad. Chocan. Ambos piden perdón. Vuelven a mirarse (y esto es sorprendente, que después de pedir perdón se miren otra vez) y entonces ella descubre en sus ojos, tras el cómodo disfraz del resentimiento, un pozo de horror y de miedo insoportables.

Así pues, el centroamericano, Z, está en el café de la foto, y Carla y Marie-Thérèse lo han reconocido, se han acordado de él; posiblemente acaba de llegar, posiblemente ha pasado al lado de la mesa en donde están todos y los ha saludado, pero, excepto las mujeres, nadie lo ha reconocido, algo que al centroamericano no le es inusual, pero a lo que no consigue acostumbrarse. Ahora él está allí, a la izquierda del grupo, con otros centroamericanos o esperando tal vez a otros centroamericanos y en su más profunda piel hierven las ofensas y los resentimientos, el hielo de la Ciudad Luz y el rencor. Su imagen, sin embargo, es ambivalente: en Carla Devade despierta una actitud de joven hermana mayor o de monja misionera en África y en Marie-Thérèse Réveillé un sentimiento de alambradas y un vago impulso de deseo.

Y entonces vuelve a caer la noche y la foto se vacía o se emborrona con trazos que obedecen únicamente a la mecánica de la noche y Sollers está escribiendo en el estudio de su casa y Julia Kristeva está escribiendo en el estudio vecino, estudios insonorizados de tal manera que ninguno de los dos se escucha, por ejemplo, cuando utilizan la máquina de escribir ni cuando se levantan a buscar un libro de consulta, ni cuando tosen o hablan solos, y Carla y Marc Devade salen de un cine (han ido a ver una película de Rivette), sin hablar entre ellos, aunque Marc y luego Carla, más despistada, saludan en un par de ocasiones a gente conocida, y J.-J. Goux está preparando su cena, una cena frugal consistente en pan, paté, queso y un vaso de vino, y Guyotat desnuda a Marie-Thérèse Réveillé y con un gesto violento la arroja sobre el sofá, un gesto violento que Marie-Thérèse atrapa en el aire como si atrapara a una mariposa de lucidez con una red de lucidez, y Henric sale de su casa, baja hasta el parking y se queda quieto, una vez más, en el momento en que las luces del parking se apagan, primero las que están cerca de la cortina metálica que da acceso a la calle y luego las otras, hasta llegar a la última, la del fondo, en donde está su Honda policromada, parpadeando desamparada y luego sumida en la oscuridad. Y entonces Henric piensa que su moto parece un dios asirio y se complace en este pensamiento, pero sus piernas, por el momento, se niegan a adentrarse en la oscuridad, y Marie-Thérèse cierra los ojos y abre las piernas, una sobre el sofá, la otra apoyada en la alfombra, mientras Guyotat la penetra sin quitarle las bragas y la llama mi pequeña puta, mi putita, y le pregunta qué ha hecho durante el día, qué cosas se le han ocurrido, por qué calles ha caminado sin rumbo ni objetivo, y J.-J. Goux se sienta a la mesa y unta un trozo de pan con paté y se lo lleva a la boca y mastica, primero con el lado derecho, luego con el izquierdo, sin prisa, con un libro de Robert Pinget a su lado, abierto en la segunda página, y con la tele apagada en cuya superficie, sin embargo, se refleja él, un hombre solo comiendo con la boca cerrada y los carrillos llenos, en una actitud pensativa y distante, y Carla Devade y Marc Devade hacen el amor, Marc abajo y Carla arriba, iluminados tan sólo por la luz del pasillo, una luz que acostumbran a dejar encendida, y Carla gime y procura no mirar el rostro de su marido, los cabellos rubios ahora despeinados, los ojos claros, la cara ancha y apacible, las manos delicadas y elegantes que ella querría de fuego y que la sujetan vanamente de las caderas, como intentando retenerla consigo sin comprender la verdadera naturaleza de su posible fuga, una fuga que se dilata como una tortura, y la Kristeva y Sollers se van a la cama, primero ella, que al día siguiente tiene una clase a primera hora en la facultad, luego él, ambos con sendos libros que dejarán en sus mesitas de noche cuando el sueño les cierre los ojos, y entonces Philippe Sollers soñará que camina por una playa de Bretaña en compañía de un científico que tiene la clave para destruir el mundo, la playa es larga y solitaria, amurallada por roqueríos y acantilados negros, y ellos caminan de este a oeste, y de pronto Sollers se dará cuenta de que el científico (el que habla y explica) es él y que quien camina a su lado es un asesino, esto lo comprende al mirar la arena húmeda (con una humedad de sopa) y los cangrejos que saltan y se esconden y las huellas que ellos dos van dejando sobre la playa (lo que no carece de cierta lógica, percibir al asesino por sus pisadas), y Julia Kristeva soñará con un pueblito alemán en donde hace años participó en un seminario y verá las calles del pueblito, limpias y vacías, y se sentará en una plaza minúscula pero llena de plantas y árboles, y cerrará los ojos y escuchará el lejano piar de un pájaro solitario y se preguntará si el pájaro está en una jaula o es un pájaro silvestre, y sentirá sobre el cuello y el rostro una brisa ni fría ni caliente, una brisa perfecta, perfumada con lavanda y azahar, y entonces recordará su seminario y mirará la hora pero su reloj de pulsera se habrá detenido.

Así pues, el centroamericano está más allá de los bordes de la foto y la desconocida a la que mira Guyotat, y que por el momento sólo blande la ventaja de su belleza, comparte con él ese territorio inmaculado y engañoso. Entre ellos no se cruzarán miradas. Pasarán como dos sombras que comparten brevemente la misma superficie de espanto: el teatro giróvago de París. Él podría convertirse sin mayores problemas en un asesino. Tal vez, cuando regrese a su país en Centroamérica, lo haga, pero no aquí, en donde la única posibilidad sangrienta que estará al alcance de su mano es el suicidio. Este Pol Pot no matará a nadie en París. Lo más probable, sin embargo, es que de vuelta en Tegucigalpa o en San Salvador se dedique a la docencia universitaria. La desconocida, por su parte, no caerá en las redes de amianto de Pierre Guyotat. Espera en la barra a su novio y con él o con el siguiente no tardará en iniciar una desastrosa y por momentos consoladora vida matrimonial. La literatura pasa junto a ellos, criaturas literarias, y los besa en los labios sin que ellos se den cuenta.

El fragmento de restaurante o cafetería en donde la foto tiene su nido de humo sigue su marcha implacable a través de la nada. Detrás de Sollers, por ejemplo, podemos vislumbrar las figuras fragmentadas de tres hombres. A ninguno es posible verle el rostro. Al de la izquierda, que está de perfil, se le ve la frente, una ceja, la parte posterior de una oreja y la cabellera. Al de la derecha se le ve un trocito de frente, el pómulo, briznas de cabello oscuro. El que está en el medio, y que es el que lleva la voz cantante, nos deja entrever la casi totalidad de su frente en donde se marcan con nitidez dos arrugas, las cejas, el nacimiento del arco de la nariz y la punta de un discreto copete. Detrás de ellos hay un cristal y tras el cristal numerosas personas se desplazan curiosas por unos puestos de venta o exhibición, tal vez stands de libros, la gran mayoría de espaldas a nuestros personajes (que a su vez también les dan la espalda), salvo un niño, un niño de cara redonda y flequillo lacio, vestido con una chaqueta acaso demasiado estrecha, que mira de reojo hacia el bar, como si desde esa distancia pudiera ser testigo de todo lo que ocurre en el interior, algo en principio bastante improbable.

Y a la derecha, en un rincón, tenemos al hombre que espera o al hombre que escucha. Su rostro sobresale justo por encima de la rubia cabeza de Marc Devade. Tiene el pelo oscuro, abundante, las cejas pobladas, es delgado. En una mano (una mano que se apoya indolentemente sobre su sien derecha) sostiene un cigarrillo. El humo del cigarrillo sube en espiral hacia el techo y la cámara lo capta casi como si se tratara de la foto de un fantasma. Telekinesia. Un experto podría decidir en medio segundo la marca del cigarrillo que está fumando tan sólo con mirar ese humo sólido. Un Gauloises, seguramente. Su mirada se dirige hacia la derecha de la foto, es decir, se desentiende de la foto, pero de alguna manera él también está posando.

Y aún hay alguien más: si miramos atentamente veremos, emergiendo como un cáncer del cuello de Guyotat, una nariz, una agostada frente, un esbozo de labio superior, el perfil de un hombre que mira, necesariamente grave, hacia el mismo sitio que mira el hombre que fuma, aunque ambas miradas no pueden ser más diferentes.

Y entonces la foto se ocluye y sólo queda flotando en el aire el humo del Gauloises, como si la foto se escorara repentinamente hacia la derecha, hacia el agujero negro del azar, y Sollers de golpe se detiene en una calle cualquiera, cerca de la plaza de Wagram, y se palpa los bolsillos como si hubiera olvidado o perdido su agenda de teléfonos, y Marie-Thérèse Réveillé conduce su coche por el boulevard Malesherbes, cerca de la plaza de Wagram, y J.-J. Goux habla por teléfono con Marc Devade (el diapasón de la voz de J.-J. es inestable, Devade no pronuncia una palabra), y Guyotat y Henric caminan por la rue St. André des Arts rumbo a la rue Dauphine y encuentran casualmente a Carla Devade que los saluda y ya no los deja, y Julia Kristeva sale de una clase rodeada por una corte de alumnos en donde no escasean los estudiantes extranjeros (dos españoles, un mexicano, un italiano, dos alemanes), y la foto se pierde otra vez en el vacío.

Aurora boreal. Amanecer de perros. Casi transparentes, todos ellos abren los ojos. Marc Devade, embutido en un pijama gris, sueña con la Academia Goncourt en su cama solitaria. J.-J. Goux mira desde la ventana de su casa las nubes que pasan por el cielo de París y las compara desfavorablemente con ciertas nubes de Pissarro o con las nubes de la pesadilla. Julia Kristeva duerme y su rostro sereno semeja una máscara asiria hasta que un gesto imperceptible de dolor la devuelve a la vigilia. Philippe Sollers está apoyado en el lavaplatos de la cocina y de su índice derecho gotea sangre. Carla Devade sube las escaleras de su casa después de haber pasado la noche con Guyotat. Marie-Thérèse Réveillé prepara café y lee un libro. Jacques Henric camina por el interior de un parking oscuro y sus botas resuenan sobre el cemento.

Ante su mirada se despliega un mundo de contornos, un mundo de ruidos distantes. La posibilidad de sentir miedo se acerca como se acerca el viento a una capital de provincias. Henric se detiene, su corazón se acelera, busca un punto de referencia, pero si antes consiguió vislumbrar al menos sombras y siluetas en el fondo del parking, ahora la oscuridad le parece hermética como un ataúd vacío en el fondo de una cripta. Así que decide no moverse. En esa quietud, su corazón paulatinamente se va serenando y la memoria le trae las imágenes de aquel día. Rememora a Guyotat, a quien admira secretamente, cortejando sin tapujos a la pequeña Carla. Los ve sonreír una vez más y luego los ve alejarse por una calle en donde las luces amarillas se quiebran y se recomponen a ráfagas, sin ningún orden aparente, aunque Henric, en su fuero interno, sabe que todo obedece a algo, que todo está causalmente ligado a algo, que lo gratuito se da muy raras veces en la naturaleza humana. Se lleva una mano a la bragueta. Ese movimiento, el primero que hace, lo sobresalta. Está empalmado y sin embargo no siente ninguna clase de excitación sexual.

 

1999-2000