Bronceado

 

 

 

 

El verano anterior había acogido a una niña del Tercer Mundo. La experiencia fue atroz. Cuando la llevé al aeropuerto yo estaba destrozada y la niña, que se llamaba Olga, también estaba destrozada. No dejamos de llorar ni un minuto en todo lo que duró el trayecto. Quiero quedarme contigo, decía la pobre. Menos mal que no había fotógrafos. Aun así, durante un rato me quedé dentro del coche, maquillándome, y luego salimos. Junto al aparador de Información estaba el señor de la ONG que recogía a los niños. Me miró y se dio cuenta enseguida de que lo estaba pasando mal. Es normal la primera vez, dijo. Junto a él había otra niña con su respectiva familia acogedora. Pese a las gafas negras, me reconocieron en el acto. Después la madre se me acercó y me dijo: Lucía, para nosotros es un gran apoyo que tú estés integrada en este esfuerzo. No tengo ni idea de lo que quiso decir, pero le sonreí y dije que tan sólo era una más. Media hora después los niños y el señor de la ONG se subieron al avión y desaparecieron. Los acogedores nos quedamos quietos en el hall de salidas. Uno de ellos dijo que podríamos ir a tomar algo. Me negué. Les di la mano a cada uno (ni un solo beso) y me marché. En el coche no paré de llorar hasta llegar a mi piso, pero dos días después tuve que ir a Milán, por motivos laborales, y en agosto estuve en Marbella y Mallorca. Y finalmente se acabó el verano y empezó el trabajo en serio.

Luego pasaron muchas cosas.

Ocho meses después la misma ONG me escribió para preguntarme si quería acoger a otro niño durante el mes de julio. Lo estuve pensando durante todo aquel día, con la carta en el bolso, y finalmente decidí que iba a repetir la experiencia. Les llamé por teléfono y dije que sí, siempre y cuando hicieran todo lo posible para que la niña fuera Olga. Dijeron que lo intentarían, pero que había un reglamento interno o algo por el estilo que no entendí. Telefoneadme, dije. Al cabo de un mes me llamaron y me dijeron que estaban haciendo todo lo posible para que tuviera a Olga. Por aquel entonces yo actuaba en el teatro, en una obra inglesa preciosa, un musical sobre la gente pobre de Londres, o puede que fuera Manchester, que transcurría a principios de siglo, una obra en donde tenía que cantar y bailar, además de actuar. Hablar con los de la ONG, no sé, me ayudó en mi trabajo. Acabábamos de estrenar y las críticas no eran muy buenas. Sobre todo, las críticas a mí. Bueno, no sólo a mí, también otros actores quedaban mal parados. A partir de esa llamada yo empecé a actuar mejor, con más fuerza, resultaba convincente y en el escenario desplegaba una energía que contagiaba a mis compañeros.

Después me ofrecieron un programa en la tele. Sin pensarlo ni un minuto, dije que sí.

Y después conocí a Gorka, un médico madrileño de origen vasco, y nos enamoramos.

Si he de ser sincera, hubo un momento en que me olvidé completamente de la niña y de la ONG. Mi vida transcurría a un ritmo frenético, entrevistas, apariciones en otros programas, un papel secundario pero muy agradecido en una película, y mi propio programa de entrevistas, en donde hablaba con actrices, modelos, personajes del deporte y del corazón.

Hasta que una mañana me llamaron y me dijeron que Olga no podría pasar su mes de vacaciones conmigo. ¿Por qué?, dije, aunque al principio no tenía ni idea de quién era Olga, de qué mes de vacaciones hablaban ni quién era la voz que me daba esas noticias al otro lado del teléfono, y que tras mi pregunta se extendía, con un tonito pedagógico que no me gustó nada, en explicaciones sobre un reglamento interno que me despistó aún más. Cuando por fin pude recordar el asunto, dije que no tenía tiempo para hablar en ese momento, que me telefonearan al día siguiente, por la noche, y que quería a Olga. Lo comprendemos perfectamente, dijo la voz, es humano y es normal.

Llegado a este punto de mi historia creo que debo hacer una pequeña aclaración. Hay personajes del mundo del espectáculo que son capaces de meterse en cualquier lío con tal de salir en la tele y en las revistas. Estos personajes, sucintamente, están divididos en dos categorías, los que tienen trabajo y los que no tienen trabajo. Los que tienen trabajo son capaces de irse a una leprosería de la India con tal de promocionar su nuevo disco o su nuevo programa. Los que no tienen trabajo no pueden pagarse un viaje a la India, pero son capaces de visitar un orfanato en Tánger o una cárcel en Rabat para que sus nombres no dejen de sonar y así poder reintegrarse lo antes posible a la vida laboral. Normalmente, ni unos van a la India ni los otros a Marruecos, es sólo un ejemplo, aunque no descartable: la fama se mide por las exclusivas, por el grado de escándalo que seas capaz de generar, o por gestos extraordinarios de caridad. En mi caso, sin embargo, acoger a una niña durante el mes de julio no obedecía a ninguno de estos condicionantes. Nadie, quiero decir nadie en la prensa del corazón, sabía ni una palabra de esta actividad mía. La estancia de Olga en mi piso había sido un secreto, los días que pasamos con mi familia en Mallorca transcurrieron en la más estricta confidencialidad. Yo a veces me hago la tonta, por obligaciones del guion, pero no por nada estudié en la universidad y tengo una licenciatura en Historia del Arte.

Así que quede claro que yo no quería a la niña para promocionarme. No tengo nada en contra de la publicidad, pero hay una frontera entre la publicidad para la gente vulgar y la gente elegante. Y esa frontera, así me lo enseñaron desde que era pequeña, no se cruza jamás o se cruza una sola vez en la vida.

Al día siguiente me telefonearon los de la ONG. Dijeron que habían hecho todo lo humanamente posible, pero que Olga no podía venir. En cambio me hablaron de Mariam, o María, una niña saharaui de doce años que había perdido a su padre durante la guerra, muy mona, dijeron, muy despierta para su edad. Olga también tenía doce años. Pensé en eso, y luego pensé en su cumpleaños y recordé que no le había enviado ni siquiera una tarjeta de felicitación y de pronto me encontré llorando, mientras la voz del tipo de la ONG seguía proporcionándome datos sobre Mariam, una niña que había visto toda clase de atrocidades, dijo, y que sin embargo conservaba intacta su inocencia. ¿Qué quiere decir?, le pregunté. Que aún es una niña, pese a los avatares. Pero si tiene doce años, dije. Usted no ha visto, Lucía, lo que yo he visto, dijo. La voz era un ronroneo. ¡El tipo estaba intentando seducirme! Empezó a contarme historias, no de niños, sino de cosas que le habían ocurrido a él. Uno por su profesión tiene que viajar mucho. Yo también viajo mucho, le dije. Ya lo sé, dijo él. Durante un rato estuvimos hablando de nuestros respectivos viajes. Luego dije que estaba conforme con tener a Mariam y colgamos.

A los únicos que les comuniqué la noticia fue a mis padres y a mi hermana. A Gorka no le dije nada. En parte porque no se hallaba en Madrid (se había ido a regatear a Mallorca) y en parte porque yo soy una mujer independiente y la decisión de tener a la niña era mía y sólo mía. Por supuesto, Gorka tenía planes para el verano, unos proyectos más bien vagos de viajar a una isla del Caribe y luego de establecernos en Mallorca hasta principios de septiembre, cerca de sus amigos deportistas. A mí me encanta el mar. Me gustan las regatas. La verdad es que lo hago mejor que Gorka, cuya afición es relativamente reciente (yo lo hago desde niña), pero cada uno es dueño de perder el tiempo como le venga en gana.

 

1999-2000