1
No sé si mi hermano era una persona culta o una persona civilizada, aunque hay noches en que creo que más bien fue una persona civilizada y que eso lo salvó del suicidio.
Éstos eran sus libros favoritos: Costumbres Kabilis, de John Hodge, la colección completa de Las obras de los filósofos presocráticos, del profesor Ramiro Lira (que más que libros parecen fascículos, pero mi hermano explicaba que es porque la obra de los pobres filósofos se perdió en el agujero del tiempo y que eso es algo que nos va a pasar a todos). Y otros.
—Yo no me voy a perder en ningún agujero —solía decirle.
—Tú y yo nos perderemos, Marta, eso es inevitable —decía sin un ápice de tristeza.
A mí me da mucha tristeza.
Generalmente hablábamos de los filósofos presocráticos a la hora del desayuno. A él el que más le gustaba era Empédocles. Este Empédocles, afirmaba, es como Spiderman. A mí, Heráclito. No sé por qué casi nunca hablábamos de los filósofos por la noche. Debía de ser porque por la noche teníamos muchas más cosas de las que hablar o porque a veces llegábamos demasiado cansados de nuestros respectivos trabajos y hablar de filosofía requiere una mente fresca, aunque, poco a poco, con toda seguridad después de la muerte de nuestros padres, eso también empezó a cambiar, nuestras conversaciones nocturnas se fueron haciendo progresivamente más adultas, nos fuimos comprometiendo más en lo que decíamos, como si nuestras palabras, desligadas de la presencia paterna, penetraran en una tierra mucho más libre, mucho más inestable. Por las mañanas, sin embargo, antes y después, nuestro tema de conversación favorito eran los presocráticos, como si por el solo hecho de que empezara un nuevo día (lo cual, bien mirado, es falso: el nuevo día empieza a las doce y un minuto de la noche) recobráramos nuestra energía infantil y todo fuera diferente y seguramente mejor. Recuerdo nuestros desayunos: una taza de café con leche, pan con tomate y aceite, un bistec, un plato de cereales o dos yogures endulzados con miel y muesli, Super Egg (con un 100 % de proteína de huevo), Fuel Tank (con proteína megacalórica de tres mil calorías por toma), Super Mega Mass, Victory Mega Aminos (en cápsulas), Fat Burner (lipotrópicos para favorecer la disolución de la grasa), una naranja, un plátano o una manzana, dependía de la estación. Eso en lo que respecta a Enric. Yo como poco: una taza de café solo y tal vez media galleta de harina integral enriquecida con no sé qué vitaminas, de las que compraba mi hermano.
A veces era estimulante contemplar (desde la cocina) la mesa de nuestra casa a las siete y media o a las ocho de la mañana. Los platos y los tazones y los boles y los envases semejantes a los envases de la NASA parecían decirte: «Sal a la calle, el día se presenta con buenas perspectivas, eres joven y el mundo es joven». Sobre esa mesa mi hermano extendía el fascículo de algún presocrático (su obra completa) o alguna revista y mientras con la mano derecha manejaba la cuchara o el tenedor, con la izquierda daba vueltas a las páginas.
—Mira lo que pensaba el cabrón de Diógenes de Apolonia.
Yo me quedaba callada y aguardaba sus palabras intentando componer una expresión atenta.
—«Al comenzar un tema cualquiera me parece que es necesario ofrecer un principio indiscutible y una forma de expresión sencilla y decorosa.» Ni más ni menos.
—Suena razonable.
—Joder si es razonable.
Después de desayunar mi hermano me ayudaba a llevar los platos a la cocina y luego se iba al trabajo. Mi hermano trabajaba desde los dieciséis años en el taller automotriz Hermanos Fonollosa, cerca de la plaza Molina, en una zona en donde la gente tiene coches caros y complicados de arreglar. Yo solía quedarme un rato más en casa, viendo la tele o leyendo a uno de los presocráticos (los platos los lavábamos por la noche) y luego me iba a mi trabajo, es decir, a la academia Malú, que dicho así parece una escuela (una escuela de putas, decía mi hermano), aunque en realidad es una peluquería.
¿Por qué mi hermano trataba de forma tan despectiva a la academia Malú? La respuesta es sencilla aunque no por ello menos dolorosa. Allí trabajaba mi amiga o examiga Montse García, con la que Enric salió durante un mes o dos meses escasos, al cabo de los cuales Montse decidió que no estaban hechos el uno para el otro. Al menos ésa fue la explicación que ésta me dio cuando rompieron. Mi hermano se limitó a murmurar frases ininteligibles y a referirse a partir de entonces de forma despectiva e incluso soez cada vez que hablaba de mi lugar de trabajo.
—¿Pero qué os pasó? —le pregunté una noche.
—Nada —dijo mi hermano—. Incompatibilidad. Secreto de sumario.
Mi hermano era así y la muerte de nuestros padres lo empeoró todo. A veces, desde mi cuarto, lo oía hablar solo: Somos huérfanos, es un hecho indiscutible, hay que acostumbrarse, decía. Y después lo repetía varias veces, obsesivamente, como quien canta una canción sin saberse la letra: Somos huérfanos, somos huérfanos, etcétera. En momentos como ése a mí me daban ganas de abrazarlo, de levantarme y prepararle un tazón de leche caliente, pero si lo hubiera hecho habría sido peor, mi hermano seguramente se hubiera echado a llorar y al cabo de un rato yo también estaría llorando. Así que nunca me levantaba de la cama y él seguía hablando solo hasta que el sueño lo vencía.
De todas maneras, por las mañanas intentaba a veces razonar con él:
—No somos los únicos huérfanos del mundo. Además, huérfanos, lo que se dice huérfanos, creo que sólo lo son los menores de edad y ni tú ni yo lo somos.
—Tú todavía eres menor de edad, Marta —decía él—, y mi deber es cuidarte.
Según Montse García, mi hermano era un inmaduro. Sólo en dos ocasiones, mientras fueron novios, salí con ellos, siempre a petición de mi hermano, y en ambas tuve oportunidad de comprobar la exactitud de las palabras de mi amiga o examiga. La primera vez fuimos al cine a ver una película de Almodóvar. Enric propuso una de Van Damme pero Montse y yo nos negamos. Mientras discutíamos se nos hizo tarde y cuando llegamos la sala estaba oscura, la película empezada y mi hermano, incongruentemente, decidió sentarse separado de nosotras. La segunda vez fuimos al gimnasio, el gimnasio Rosales, en la calle Bonaventura, a pocos pasos de nuestra casa, donde mi hermano entrena todos los días. Esta vez no pecó por omisión o ausencia sino por exceso. Quería que lo viéramos empotrado con todos los artilugios que ofrece el gimnasio y al final poco le faltó para que una máquina lo decapitara (o algo parecido). De más está decir que mi simpatía por mi hermano acababa en las puertas del gimnasio Rosales. Nunca he podido soportar a los culturistas, mi ideal de belleza masculina es cambiante, poco fiable, como dice mi hermano, pero en ningún caso ha tomado las formas de un deportista de esta especie. En esto coincidía con Montse García, debo reconocerlo, aunque por entonces Montse mostraba interés por mi hermano y éste, desde los dieciséis años, poco después de entrar a trabajar en el taller automotriz, practicaba el culturismo. Creo que fue uno de sus compañeros de trabajo, un tal Paco Contreras, el que le metió la afición. El tal Paco llegó a participar en varios campeonatos de culturismo en Cataluña y luego se marchó a Andalucía, a Dos Hermanas, donde murió. Mi hermano a veces recibía cartas suyas de las que me leía una o dos frases. Después guardaba las cartas en un pequeño cofre que tenía bajo la cama, el único sitio con llave de la casa. Según Montse, el tal Paco había pervertido a mi hermano. La historia se la conté yo misma y al instante ya estaba arrepentida de haberlo hecho. Mi hermano era muchas cosas pero no era un estúpido, sobre todo no era una persona simple (no existen las personas simples) y la imagen que de él daba esa historia, mal contada o contada parcialmente, era la de un estúpido. Yo no conocí a Paco Contreras. Según mi hermano, era un tipo extraordinario, el mejor amigo que nunca tendría, etcétera. Así que cuando Montse me dijo que el tal Paco había pervertido a mi hermano yo le contesté que se equivocaba, que Enric era una persona responsable y seria, sin vicios, el mejor hermano que nunca tendría.
—Ay, hija, y tú qué vas a decir, pobrecita mía.
A veces me entraban ganas de matarla. Pero hice todo lo posible para que su relación con Enric fuera buena. Por supuesto, yo prefería que salieran solos, aunque si de mi hermano hubiera dependido yo los habría acompañado siempre. Una semana después de que comenzaran su noviazgo Montse se metió conmigo en los lavabos de la academia Malú y me preguntó si mi hermano estaba enfermo.
—Está más sano que un roble —dije.
—Pues, hija, algo le pasa —dijo ella, y prefirió no profundizar en el tema, aunque yo supe en qué estaba pensando.
Esto sucedió pocos meses después de la muerte de nuestros padres. Montse era la primera chica con la que salía mi hermano. Y después de Montse no ha habido más. A veces creo que mi hermano, en efecto, se sentía solo y un poco dejado de la mano de Dios. Nuestros padres murieron en un accidente de autobús, en el camino de Barcelona a Benidorm, durante las primeras vacaciones que hacían juntos. Mi hermano estaba muy unido a ellos. Yo también, pero de otra manera. El funcionario (vestía como un practicante pero no creo que fuera practicante) que nos atendió en la morgue de Benidorm nos dijo que los cadáveres de nuestros padres estaban con las manos entrelazadas y que les costó lo suyo separarlos.
—Fue algo que nos impresionó a todos y pensé que les gustaría saberlo —dijo.
—Debían estar dormidos cuando el autobús chocó —dijo mi hermano—. Les gustaba dormir tomados de la mano.
—¿Y tú cómo lo sabes? —le dije.
—Son cosas que un hijo mayor sabe —dijo el funcionario o el practicante.
—Los vi muchas veces —dijo mi hermano con los ojos llenos de lágrimas.
Más tarde, cuando estábamos solos en el bar del hospital esperando los papeles para llevarnos a nuestros padres de vuelta a Barcelona, dijo que todo era producto de la calcinación. Dijo que el choque debió de producir una explosión, la explosión una gran bola de fuego y la bola de fuego calor suficiente como para soldar las manos de nuestros fallecidos progenitores.
—Debieron de utilizar una sierra para separarlos.
Esto lo dijo como al descuido, fríamente, pero yo comprendí que mi hermano estaba sufriendo como nunca. Así que cuando empezó a salir con Montse García, unos meses después, creo que incluso alguna noche llegué a rezar para que mi hermano se acostara con Montse y la relación se estabilizara de alguna forma. Pero lo cierto es que Montse, que antes de salir con él parecía entusiasmada, poco a poco se fue enfriando, se fue agriando y al final, sesenta días después, incluso me trataba a mí como a una enemiga, como si yo fuera la culpable de los sinsabores de su breve romance. Cuando por fin se decidió a romper con él, la relación entre ella y yo experimentó, por pocos días, una clara mejoría e incluso pensé que volveríamos a ser buenas amigas como antes. Pero el fantasma de Enric se interponía a cada intento que yo hacía por aproximarme.
—No puede ser sano pasarse todo el día en el gimnasio, no es normal que un hombre normal quiera tener esos músculos —me dijo un día.
—También lee a los filósofos presocráticos —contesté.
—Lo que te decía: tu hermano no está bien del coco. Vete con cuidado. Cualquier noche te lo puedes encontrar en tu cuarto con un cuchillo dispuesto a degollarte.
—Mi hermano es una persona bondadosa, incapaz de hacer daño a nadie.
—Hija, tú eres tonta —dijo, y dio por terminada nuestra amistad.
A partir de entonces nuestro trato se redujo a lo estrictamente laboral, pásame unas pinzas, déjame el secador, alcánzame ese tinte.
Qué pena.
2
Una noche mi hermano llegó con Tomé y Florencio. Nunca había invitado a nadie a casa, ni cuando vivían nuestros padres ni en los primeros meses de nuestra orfandad. Al principio pensé que eran dos compañeros del gimnasio, pero me bastó mirarlos con un poco más de atención para darme cuenta de que ese par no eran de los que levantaban pesas.
—Esta noche se quedan a dormir aquí —me dijo mi hermano en la cocina, mientras preparábamos la cena, Florencio y Tomé en la sala cambiando de canales la televisión.
—¿En dónde? —dije yo. Nuestra casa es pequeña y no tenemos habitación de huéspedes.
—En la habitación de los papás —dijo mirando hacia otro lado.
Seguramente esperaba que yo me opusiera, pero a mí me pareció bien, si acaso me sorprendió no haberlo pensado antes, claro, la habitación vacía de nuestros padres, y no opuse ningún reparo. Le pregunté quiénes eran, dónde los había conocido, a qué se dedicaban.
—En el gimnasio. Son sudamericanos.
Comimos ensalada y bistecs a la plancha.
Florencio y Tomé parecían a punto de cumplir los treinta años, pero yo supe que hasta que no cumplieran los cincuenta iban a parecer así. Tenían hambre y probaron cada uno de los potingues que mi hermano puso en la mesa. No sé si se dieron cuenta del inmenso honor que éste les hacía poniendo a su disposición sus reservas dietéticas. Les pregunté si ellos también eran culturistas.
—Hacemos fitness —dijo Tomé.
—¿Sabes lo que es eso? —dijo Florencio.
No me gusta que me tomen por tonta. O por ignorante, que es aún peor.
—Claro que lo sé, mi hermano va al gimnasio desde que tenía dieciséis años —dije, y de inmediato me arrepentí de haber hablado.
Florencio y Tomé se rieron al unísono y después mi hermano también se rio. Les pregunté qué era lo que les causaba tanta gracia. Mi hermano me miró y no supo responderme, su expresión era de despiste total, pero también de felicidad.
—La fuerza que tienes —dijo Florencio—, eso es lo que nos hace reír.
—Mucha fuerza —dijo Tomé.
—Mi hermana siempre ha sido así, un carácter —dijo mi hermano.
—¿Y todo eso lo habéis deducido sólo porque os he dicho que sé lo que es el fitness?
—Por la forma en que lo has dicho. Mirando a los ojos. Segura de ti misma —dijo Florencio.
—Si tuviera aquí mi tarot, te echaría las cartas —dijo Tomé.
—¿Así que haces fitness y lees el tarot?
—Y algunas cositas más —dijo Tomé.
Florencio y mi hermano volvieron a reírse. La risa de mi hermano, lo comprendí entonces, era más de nerviosismo que de felicidad. Estaba preocupado, aunque intentaba disimularlo. En cambio, los dos sudamericanos parecían tranquilos, como si cada noche durmieran en una casa diferente y ya estuvieran acostumbrados.
Terminé de cenar antes que ellos y me encerré en mi habitación. Mi hermano me avisó que daban una buena película esa noche, pero dije que tenía que levantarme temprano. No tenía sueño. Me saqué los zapatos y me tiré en la cama, vestida, con la obra completa de Jenófanes de Colofón («de la tierra nace todo y en tierra todo acaba»), hasta que los oí levantarse de la mesa. Primero fueron hacia la cocina, lavaron los platos, volvieron a reírse (¿qué había en la cocina que les provocara risa?) y después volvieron a la sala y se pusieron a ver un programa de televisión. No recuerdo en qué momento me quedé dormida. Recuerdo, eso sí, una frase de Jenófanes («todo él ve, todo él entiende, todo él oye») que no sé por qué me produjo miedo. Me despertaron los ruidos de la habitación de mi hermano. Al principio, pese a que la luz de mi cuarto estaba encendida, no supe dónde me encontraba. Después oí las voces y los gemidos. Los gemidos eran de mi hermano, eso lo supe sin ninguna duda. Las voces (perentorias, autoritarias, cariñosas) eran de uno de los sudamericanos, pero no pude distinguir de cuál de los dos. Me desnudé, me puse el camisón y durante un rato estuve escuchando y pensando. Traté de volver a leer a Jenófanes y no pude pasar de la siguiente frase o del siguiente fragmento: «cerezo silvestre». Me dio mucha tristeza. Después me levanté y traté de oír lo que el sudamericano decía. Con la oreja pegada a la pared escuché palabras y frases sueltas, de alguna manera lo mismo que acababa de hacer con Jenófanes: «así me gusta», «apretadito», «cuidado», «despacio». Luego volví a la cama y me dormí. Por la mañana, por primera vez en no sé cuántos años, mi hermano no desayunó conmigo.
Pensé que le habían hecho algo y llamé a su puerta. Al cabo de un rato me dijo que pasara. La habitación olía a crema de depilar, de la que usa mi hermano. Le pregunté si estaba enfermo. Dijo que no, que se encontraba bien, sólo que pensaba ir más tarde al trabajo.
—¿Y los sudamericanos?
—En el cuarto de los papás, durmiendo, ayer nos acostamos tarde.
—Te oí —dije—, te acostaste con uno de ellos.
Mi hermano, contra lo que yo esperaba, se rio.
—¿Te despertamos?
—No, me desperté sola, estaba nerviosa, entonces te oí. De casualidad, no estaba espiándote.
—Bueno, no pasa nada, déjame dormir un ratito más.
Me quedé inmóvil, contemplándolo, sin saber qué hacer, qué decir, hasta que escuché voces en el cuarto de nuestros padres y entonces me di media vuelta y me marché de casa sin desayunar. Trabajé toda la mañana como una sonámbula, como si hubiera sido yo la que pasó la noche sin dormir. A mediodía me fui a comer a un restaurante chino adonde a veces iban otras compañeras de la academia Malú y después estuve caminando por los alrededores de la plaza de España. Me acordé de cuando yo tenía siete años y mi hermano dieciséis y él era la persona que yo más quería en el mundo. Una vez me dijo que su mayor ilusión era trabajar de grande como Maciste. Yo no tenía idea de quién era Maciste y él me mostró una revista de cine en donde aparecía. No me gustó. Tú eres mucho más guapo, le dije, y él sonrió complacido. Lo recordé, no sé por qué, abrazando a mi madre y a mi padre, entregando su sueldo íntegro, llevándome al cine (pero nunca a películas de Maciste), haciendo posturitas en el espejo del ascensor.
Esa tarde debí de sentirme tan mal —aunque yo no lo recuerdo, recuerdo que pensaba en mi hermano, pensaba en nuestra casa, y tanto las imágenes de éste como de aquélla parecían encadenadas, hundidas, en blanco y negro, irremediables— que hasta Montse García se me acercó a preguntarme si me pasaba algo.
—¿Qué me va a pasar? —le dije. Supongo que mi voz sonó grosera aunque yo no pretendía ser grosera.
—Alguna canallada que te habrá hecho ese hermanito tuyo —dijo Montse.
—Enric lo está pasando muy mal, pero poco a poco se va reponiendo —contesté—. Está buscando su camino, que es algo de lo que no todos pueden presumir.
Por la mirada que me lanzó Montse pensé que todavía sentía algo por él.
—Tu hermano es una mala persona —dijo—, no está satisfecho con nada pero no sabe lo que quiere. Es capaz de joder a cualquiera para ser feliz él, pero no sabe cómo ser feliz. No sé si me explico.
—A veces te mataría —dije.
—Sé que es duro escuchar esto. Pero tú estás sola en el mundo, Marta, y tienes que mirar un poquito por ti. Me caes bien. Eres una buena persona y por eso te lo digo aunque sé que no me vas a hacer caso.
Por un momento estuve tentada de contarle todo lo que había pasado la noche anterior, pero decidí que era mejor mantener la boca cerrada.
Esa noche, cuando volví a casa, Enric, Florencio y Tomé ya estaban en la sala viendo un programa en la tele. Me preparé un café y me senté lo más alejada de ellos que pude, en la punta de la mesa, cerca de la ventana, el sitio que antes ocupaba mi padre. Enric y Tomé estaban despatarrados en el sofá y Florencio ocupaba el sillón, que es el sitio que normalmente ocupo yo cuando veo la televisión. Desparramados sobre la mesa había varios frascos de comida hipercalórica e hiperproteínica de la que consume mi hermano, pero esos frascos eran nuevos. También vi una barra de pan, jamón serrano, queso y varias botellas de cerveza.
—Los muchachos han traído provisiones —dijo mi hermano.
No contesté. Los frascos de comida, las pastillas, el Fuel Tank y el Super Egg eran caros, más de cinco mil pesetas la tarrina (con sabor a vainilla y chocolate, respectivamente), y no me imaginé al par de sudacas disponiendo de tanto dinero, en total debían de haber gastado más de cincuenta mil pesetas.
—¿Dónde los robasteis?
—Me gusta tu hermana —dijo Florencio.
Mi hermano me miró primero a mí y luego a ellos con una expresión entre divertida e incrédula.
—Hemos ido a buscar algunas cosas a casa —dijo Florencio—. De paso, decidimos traer algo de comida.
—También traje el tarot —dijo Tomé.
—Pero si tenéis casa, ¿por qué queréis instalaros aquí?
—Es una forma de hablar, perdona —dijo Florencio—. En realidad es una pensión. Los que no tenemos casa llamamos casa a cualquier cosa. Incluso a una mierda de pensión. Enric nos ha invitado a estar aquí unos cuantos días, hasta que se nos aclare la suerte.
—Vaya, que no tenéis dinero.
—No, no estamos muy bien que digamos de dinero.
En ese momento, no sé por qué, me parecieron guapos. Se habían duchado hacía poco, Tomé tenía el pelo todavía mojado, su actitud era humilde pero no carente de seguridad. Pensé que para ellos todo era mucho más sencillo y más claro que para mi hermano y para mí.
—O sea que habéis robado la comida.
—Pues sí, la verdad es que la robamos —dijo Florencio.
—Pensamos que no estaba bien llegar con las manos vacías, además a Enric estas cosas le gustan y se gasta una fortuna en ellas.
—La verdad es que son caras —dijo mi hermano.
—Fuimos a una tienda de la avenida Roma, cerca de la Modelo, una tienda especializada en comida para culturistas, y nos llevamos todo lo que pudimos.
—No teníais que haber hecho eso, chicos —dijo mi hermano.
—Hombre, ha sido un detalle —dijo Tomé.
Mi hermano sonrió feliz:
—Ahora tengo provisiones como para cinco meses.
—¿Y si os hubieran pillado? —dije.
—Nunca nos pillan —dijo Florencio.
—Compramos un paquete de galletas de soja —dijo Tomé.
De pronto me quedé sin argumentos. Hubiera deseado preguntarles cuántos días pensaban quedarse en nuestra casa, pero me pareció que de hacerlo habría ido demasiado lejos. Una cosa es la franqueza y otra la mala educación. Una cosa es la agresividad y otra la hospitalidad. Así que me quedé sin hablar, sentada en el sitio de mi padre, mirando el fondo de mi taza de café y de vez en cuando el concurso que ellos veían en la tele (Florencio y Tomé se sabían todas las respuestas) hasta que llegó la hora de comer.
—Los chicos han hecho hoy la cena —dijo mi hermano.
Pobre infeliz, pensé sin levantarme. Esa noche comimos arroz con verduras. Mi hermano, en cuya dieta siempre está presente la carne, no protestó, al contrario, alabó el sabor del plato y repitió tres veces. Florencio puso la mesa y Tomé sirvió la comida. Abrieron una botella de vino de marca (¿robada?, pregunté; por supuesto, dijo Florencio) y todos bebimos.
—Brindemos por Marta y por Enric —dijo Tomé—, dos seres humanos como ya no quedan.
Noté cómo los colores me subían a la cara. No estoy acostumbrada a beber vino, mis padres y mi hermano (al menos hasta el día anterior) eran abstemios, y menos aún a que me piropeen en público.
2000-2001