Ella se acuesta con dos hombres. Ella antes se ha acostado con otros hombres y ahora se acuesta con dos hombres. Ésa es la realidad. Ninguno de los dos hombres lo sabe. Uno de ellos dice que está enamorado de ella. El otro no dice nada. Lo que ellos digan al respecto a ella no le importa gran cosa. Declaraciones de amor, declaraciones de odio. Palabras. La realidad es que ella se acuesta con dos hombres.
Ahora está sentada en un bar cercano a la redacción y tiene un libro abierto, pero no puede leer. Lo intenta, pero no puede. Su mirada se distrae con lo que pasa al otro lado de los ventanales, aunque no está mirando nada en especial. Cierra el libro y se levanta. El hombre que está detrás de la barra la ve venir y le sonríe. Ella le pregunta cuánto le debe. El hombre de la barra dice una cifra. Ella abre la cartera y le tiende un billete. ¿Cómo va la vida?, dice el hombre. Ella lo mira a los ojos y dice: así, así. El hombre le pregunta si quiere algo más. Invita la casa. Ella mueve la cabeza, negativo, no quiero nada, gracias. Durante un rato se queda a la espera de algo. El hombre la mira con interés. Ella murmura una frase de despedida apenas audible y sale del bar.
Sin apresurarse regresa a la redacción. Mientras espera el ascensor encuentra a un hombre joven, de unos veinticinco años, vestido con un terno viejo y una corbata con un diseño que despierta su interés: sobre un fondo verde acuático una cara cerúlea y repetida se contrae en un gesto de sorpresa. Junto al joven, en el suelo, hay una maleta de grandes proporciones. Se saludan. El ascensor abre sus puertas y ambos suben. El hombre joven, tras observarla, le dice que vende calcetines, que si le interesa le puede hacer un buen precio. Ella dice que no le interesa y luego piensa que es raro encontrar a un vendedor de calcetines en el edificio y para colmo a una hora en que la mayoría de las oficinas están cerradas. El vendedor de calcetines es el primero en bajar. Lo hace en el tercer piso, en donde hay un taller de arquitectura y una oficina de abogados. Al abandonar el ascensor se da media vuelta y se lleva la punta de los dedos de la mano izquierda a la frente. Un saludo militar, piensa ella, y le sonríe. Mientras las puertas del ascensor se cierran el vendedor de calcetines también alcanza a sonreírle.
En la redacción, fumando sentada en una silla junto a la ventana, sólo hay una mujer. Ella primero va a su mesa, enciende su computadora, y luego se acerca a la ventana; entonces la mujer que fuma se da cuenta de su presencia y la mira. Ella se sienta en el borde de la ventana y contempla las calles con un vértigo inusual. Durante unos segundos ambas permanecen en silencio. La mujer que fuma le pregunta qué le pasa. Nada, dice ella, he vuelto para terminar el artículo de Calama. La mujer que fuma vuelve a mirar por la ventana el río de automóviles que salen del centro. Luego entorna los ojos y se ríe. Leí algo de eso, dice. Pura mierda, dice ella. Tenía su gracia, dice la mujer que fuma. No te entiendo, dice ella. En realidad no tenía nada de gracia, dice la mujer que fuma tras reflexionar un momento, y vuelve a mirar el tráfico desde la ventana. Ella entonces se levanta y se dirige hacia su mesa. Tiene trabajos pendientes y va retrasada. De un cajón saca un walkman y se pone los auriculares. Empieza a trabajar. Al cabo de un rato, sin embargo, se saca los auriculares y se da media vuelta. Hay una cosa rara en todo esto, dice. La mujer que fuma la mira y le pregunta de qué habla. De la mujer de Calama, dice ella. En ese momento el silencio en la redacción es total. O eso le parece. Ni siquiera oye el zumbido del ascensor.
Tenía veintisiete años, dice, y le dieron veintisiete puñaladas. Demasiada coincidencia. ¿Por qué?, dice la mujer que fuma, esas cosas pasan. Son muchas puñaladas, dice ella, pero lo dice sin convicción. Yo he visto cosas más raras, dice la mujer que fuma. Tras un silencio, añade: puede que sólo se trate de una errata. Puede ser, piensa ella. ¿Te preocupa algo?, dice la mujer que fuma. Me preocupa la víctima, dice ella. Podría ser cualquiera de nosotras. La mujer que fuma la mira con una ceja arqueada. Podría ser yo, dice ella. Nada que ver, dice la mujer que fuma. Yo también me acuesto con dos hombres, dice ella. La mujer que fuma le sonríe y repite: nada que ver. De alguna manera todo el mundo está en contra. ¿En contra de quién? En contra de la víctima, claro. La mujer que fuma se encoge de hombros. Los reporteros que cubren esta clase de noticias no se diferencian en nada de los asesinos. No todos, dice la mujer que fuma, hay algunos muy buenos. La mayoría son unos borrachos de mierda, murmura ella. No todos, dice la mujer que fuma. Veintisiete años y veintisiete puñaladas, a mí eso no me convence. En cualquier caso, es posible que confundieran la edad de la víctima con el número de puñaladas. Tenía un hijo de nueve años, dice acariciando los auriculares que sostiene con la mano izquierda. La mujer que fuma apaga el cigarrillo en el cenicero que está junto a la ventana y se levanta. Vámonos, dice. No, me voy a quedar un rato más, dice ella, y vuelve a ponerse los auriculares.
Escucha música de Delalande. Le duele la espalda pero por lo demás se siente bien, con ganas de trabajar. Con el rabillo del ojo observa a la mujer que fuma, que está inclinada sobre su mesa, metiendo algo en la cartera. Al cabo de un rato siente la mano de su compañera, que se apoya suavemente sobre su hombro y que de esa manera le dice adiós. Sigue trabajando. Al cabo de media hora se levanta y se dirige al archivo de la redacción (un archivo que ya casi nadie utiliza) y entonces lo ve.
Está de pie, sin atreverse a trasponer el umbral, pero con la puerta abierta, y la mira con una media sonrisa. Ella ahoga un grito y le pregunta qué quiere. Soy yo, dice él, el vendedor de calcetines. A sus pies está la maleta. Ya lo sé, dice ella, no quiero comprar nada. Sólo quería curiosear un poco, dice él. Ella lo estudia durante unos segundos: ya no está asustada sino rabiosa y la presencia del joven vendedor le parece una señal de algo importante pero que apenas consigue atisbar. Sólo sabe que es importante (o relativamente importante) y que ya no tiene miedo. ¿Nunca ha estado en una redacción?, dice ella. La verdad es que no, dice él. Pase, dice ella. Él duda o hace como que duda y luego coge la maleta y entra. ¿Usted es periodista? Ella asiente con la cabeza. ¿Y qué está escribiendo? Ella le dice que un artículo sobre un asesinato. El vendedor vuelve a dejar la maleta en el suelo y su mirada se desplaza de mesa en mesa. ¿Puedo decirle una cosa? Ella lo mira y no piensa en nada. En el ascensor, dice, me pareció que usted estaba sufriendo por algo. ¿Yo?, dice ella. Sí, me pareció que sufría, aunque por supuesto no sé por qué motivo. Toda la gente sufre, dice ella un tanto incongruentemente. Ninguno de los dos se ha sentado. Él está de pie, con la puerta a sus espaldas. Ella está de pie y ha retrocedido hasta casi llegar a la ventana. Ahora los dos permanecen inmóviles, erguidos, expectantes. Sus palabras, sin embargo, están recubiertas por un falso tono de familiaridad.
¿Sobre qué asesinato está trabajando?, dice él. El asesinato de una mujer, dice ella. Él sonríe. Tiene una bonita sonrisa, piensa ella, aunque cuando sonríe parece mayor y en realidad no debe de tener más de veinticinco años. Siempre matan a las mujeres, dice él, y hace un gesto con la mano derecha que resulta ininteligible. Como si de golpe saliera de un sueño, ella se da cuenta de que está sola en la redacción con un desconocido, a una hora, además, en que el edificio está casi vacío. Un ligero temblor la recorre de arriba abajo. Él percibe el temblor y como si quisiera aplacarlo busca un sitio y se sienta. Sentado, parece aún más alto de lo que es. Cuénteme, dice. A ella la petición le resulta insoportable. Espere a que salga la revista. No, cuéntemelo ahora, tal vez yo le pueda sugerir algo, dice él. ¿Es usted un experto en asesinatos de mujeres?, dice ella. Él la mira sin contestar. Ella se da cuenta de que ha cometido un error y trata de enmendarlo, pero antes de que pueda decir nada él se le adelanta y dice que no es experto en asesinatos. ¿Y por qué se lo tengo que contar?, dice ella. Porque tal vez necesite hablar con alguien, dice él. Puede que tenga razón, dice ella. Él vuelve a sonreír. Era una mujer que se separó de su marido, dice ella. ¿La mató el marido? No. El marido no tiene nada que ver con el crimen. ¿Y por qué está tan segura?, dice él. Porque al asesino lo detuvieron el mismo día, dice ella. Ah, comprendo, dice él. Tenía veintisiete años, se separó de su marido, luego tuvo un amigo, vivió con ese amigo, un tipo más joven, de veinticuatro años, luego se separó de ese amigo y empezó a salir con otro. El amigo A y el amigo B, dice él. Se podría decir así, dice ella, y de súbito se siente tranquila, cansada y tranquila, como si una parte de una pelea imaginaria (cuyas reglas ella desconoce) ya hubiera concluido.
Supongo, dice el vendedor de calcetines, que se trataba de una mujer hermosa. Sí, era una bella mujer, dice ella, y además era muy joven. Bueno, no tanto, dice él. ¿Le parece a usted que a los veintisiete una mujer ya no es tan joven? Es joven, pero ya no es muy joven, dice él, seamos racionales. ¿Usted qué edad tiene? Veintinueve. Yo hubiera dicho que tenía veinticinco, dice ella. No, veintinueve. Él no le pregunta la edad. ¿Ella trabajaba o la mantenían sus pololos? Era secretaria. A esa mujer nunca la mantuvo nadie. Y tenía un hijo de nueve años. ¿Y quién la mató, el amigo A o el amigo B?, pregunta él. ¿Usted quién diría? El amigo A, claro. Ella asiente con la cabeza. Y la mató por celos. Sí, dice ella. ¿Pero usted cree que fue sólo por celos? No, dice ella. Ah, ya ve, usted y yo pensamos lo mismo, dice él. Ella prefiere entonces no contestar y se aleja de la ventana. Debería prender una luz, dice él. No, déjelo así, dice ella mientras aparta una silla y se sienta. Al cabo de un rato, él dice: y usted estaba triste por esta historia, una historia que, según tengo entendido, ocurrió hace unos meses. Ella lo mira y no dice nada. ¿Tal vez se sintió identificada con la víctima? ¿Está usted casada? No, dice ella, pero pensé bastante en la víctima. ¿Está usted casada? No. Yo tampoco, dice él, pero he vivido con alguna mujer. ¿Usted piensa que a los hombres no nos gusta que las mujeres hagan el amor? Ella desvía la mirada: al otro lado de la ventana la noche envuelve los edificios. La sensación que siente es de claustrofobia. La mataron porque le gustaba hacerlo, dice ella sin mirarlo. Oye cómo él dice: ah, un ah entre irónico y agónico. Se levantaba temprano, cada mañana a las seis y cuarto. Trabajaba en una empresa minera de Calama, era secretaria, y en la prensa se dijo que su vida amorosa había sido una fuente constante de conflictos. Una fuente constante, repite él, qué poético. Los hombres se enamoraban de ella, aunque no era precisamente una belleza, dice ella. La belleza es algo relativo, dice él. Todos tenemos una belleza al alcance de la mano. ¿Usted cree?, pregunta ella, y lo vuelve a mirar fijamente. Todos, dice el vendedor de calcetines, los feos, los que no son tan feos, los medianos y la gente bella. La belleza en la que ponen el ojo los feos, por supuesto, dice ella, es fea aunque no tan fea. Veo que me capta, dice él. Lo capto, sí, dice ella irónicamente, pero no estoy de acuerdo, la belleza es la misma para todos, como la justicia. ¿La justicia es la misma para todos?, no me haga reír, dice él. En teoría, al menos. Es que en teoría las cosas son distintas, suspira él, pero no discutamos, cuénteme más de su secretaria asesinada, ¿vio el cadáver? ¿El cadáver? No, no lo vi, yo no cubrí la noticia, sólo he escrito un artículo sobre el crimen. O sea que no fue a la morgue de Calama, ni vio a la víctima, ni habló con el asesino. Ella lo mira y sonríe enigmáticamente. Con el asesino sí que hablé, dice.
Eso, al menos, es algo, dice él. ¿Y? Nada, dice ella, hablamos, me dijo que estaba arrepentido y que amaba a la víctima con locura. Una declaración muy apropiada, dice él. Se conocieron en la terminal aérea de Calama, él era guardia de seguridad y ella trabajó un tiempo allí, de recepcionista. Antes de conseguir el trabajo en la mina, dice él. En una empresa minera, dice ella. Es lo mismo, dice él. Bueno, no exactamente. ¿Y cómo la mató?, dice él. Con un cuchillo, dice ella. Le dio veintisiete puñaladas. ¿No le parece raro? Durante unos segundos él baja la vista y se mira la punta de los zapatos. Luego vuelve a mirarla y dice: ¿qué es lo que me tiene que parecer raro, que ella tuviera veintisiete años y que recibiera veintisiete puñaladas? Ella siente entonces un intenso acceso de rabia y dice: a mí me pasa más o menos lo mismo que a ella, supongo que algún día a mí también me van a matar. Por un momento le gustaría decir: tú me vas a matar, pobre infeliz, pero en el último instante recapacita y no dice nada. Está temblando. Desde donde él está sentado, sin embargo, es imposible percibirlo. En resumen: ella muere a manos del anterior novio. Ella esa noche duerme con el amigo actual. El otro está enterado de la situación. Se lo ha dicho ella y le han llegado avisos. Se muere de celos. La presiona, la amenaza. Pero ella no le hace caso, está dispuesta a seguir su vida. Conoce a otro hombre. Se acuestan juntos. Ahí está la clave del crimen, ella no renuncia a nada y firma su sentencia de muerte. Sí, dice el vendedor de calcetines, ahora lo veo claro. No, usted no ve claro nada.
2000-2001