Me llamo Daniela de Montecristo y soy ciudadana del universo, aunque nací en Buenos Aires, capital de la Argentina, en el año de 1915, la benjamina de tres hermanas. Después mi padre se volvió a casar y tuvo un hijito varón, pero el niño murió antes de cumplir el año y papá se tuvo que conformar con lo que había, es decir, mis hermanas y yo. Pero esto no sé por qué lo cuento. Son historias viejas y, valga la paradoja, infantiles, y eso no interesa a nadie. A los trece años perdí la virginidad. Eso tal vez interese a alguien. Me desvirgó un peón de estancia. Ya no recuerdo su nombre, sólo sé que era un peón y que debía de tener entre veinticinco y cuarentaicinco años. No me violó, de eso sí me acuerdo. Al menos yo no tuve en ningún momento esa impresión, quiero decir acabado el acto, cuando me vestía detrás de un ombú, y el peón, al otro lado del ombú, liaba pensativo un cigarrillo que luego se fumaría y del que me daría un par de caladas, las primeras caladas que di en mi vida. Y eso lo recuerdo con viveza. El gusto áspero del tabaco y el campo que se extendía interminable y las piernas que me temblaban. En realidad lo que me temblaba era el pensamiento. Pude haberlo denunciado. La idea me rondó por la cabeza toda esa noche y las dos noches siguientes. Pero no lo hice. En parte, porque quería repetir la experiencia sexual. En parte, porque la estancia no era de mi padre sino de unos amigos de mi padre y el castigo, por lo tanto, iba a quedar fuera del ámbito de mi sangre y de lo que yo entendía que era la administración de justicia real, la administración de justicia de la sangre. Mi padre jamás tuvo una estancia. Mi hermana mayor se casó con un abogado, un pobre picapleitos que durante toda su vida profesó un amor desmedido por la figura de papá. Mi otra hermana se casó con el hijo de un estanciero, un muchacho alocado que al cabo de pocos años consiguió dilapidar en el juego una pequeña fortuna y de paso autoexcluirse de la herencia familiar. En una palabra: mi familia siempre fue una familia de clase media y por más esfuerzos que se realizaron, desde diferentes posiciones, adoptando formas a menudo contradictorias, por acceder a una clase social superior, es decir, fija, pétrea, con los atributos de la justicia y de la ética, lo cierto es que jamás abandonamos nuestra cómoda clase social, cómoda, sí, pero que condenaba a los espíritus más despiertos de la estirpe (yo, por ejemplo) a una movilidad que ya entonces, a los trece años, en esa estancia que no era nuestra, vislumbré como un espejismo vertiginoso, un espacio en el tiempo en donde el tiempo mismo se anulaba, el tiempo tal como lo conocíamos, y por eso he comenzado diciendo que soy ciudadana del universo y no del mundo, tal como usualmente se dice, porque soy vieja pero no tonta, eso que quede claro, el mundo es incapaz de contener ese espejismo vertiginoso, el universo tal vez sí. Pero estaba hablando de la movilidad. Estaba hablando de la noche en que pensé denunciar al peón que me había desvirgado. Y no lo hice, aunque no volví a hacer el amor con él. La movilidad, mi primera percepción consciente de la movilidad, se tradujo en una fiebre que consiguió que mi padre me mandara de vuelta a Buenos Aires, en donde se me puso en manos de un facultativo de nombre Guarini, un médico.
2000