El hijo del coronel

 

 

 

 

No os lo vais a creer, pero ayer por la noche, a eso de las cuatro de la madrugada, vi en la tele una película que era mi biografía o mi autobiografía o un resumen de mis días en el puto planeta Tierra. Me cago en la hostia santa, el susto que me dio casi hizo que me cayera del sillón.

Me quedé frío. De inmediato me di cuenta de que era una mala película o de esas películas que nosotros, pobres infelices, consideramos malas porque los actores no son muy buenos ni el director es muy bueno ni los tarados de los efectos especiales son muy buenos. En realidad se trataba de una película de muy bajo presupuesto, una serie B de pura sangre. Es decir, para que os quede claro, era una película filmada con cuatro euros o con cinco dólares, yo no sé a quién se llevaron al huerto para que la financiara, pero el productor, os lo aseguro, sólo les dejó una propina y con esa pasta se las apañaron.

No me acuerdo, juro que es verdad, ni del título, pero moriré llamándola El hijo del coronel, y os prometo que hacía tiempo no veía una peli verdaderamente democrática, es decir, verdaderamente revolucionaria, no lo digo porque la película en sí revolucionara nada, ni de lejos, más bien estaba, pobrecita, llena de tics, llena de lugares comunes, de prejuicios y personajes caricaturescos, pero al mismo tiempo cada fotograma respiraba y exhalaba un aire de revolución, digamos un aire en el que se intuía la revolución, no la revolución completa, para que me entendáis, sino un trozo más bien minúsculo, microscópico, de la revolución, como si vierais, por ejemplo, Parque Jurásico y no apareciera ningún dinosaurio por ninguna parte, vaya, como si en Parque Jurásico nadie mencionara ni una sola vez a un jodido reptil, pero la presencia de éstos fuera omnipresente e insoportable.

¿Os vais haciendo una idea? Yo nunca he leído ni una sola obra del Teatro de cámara proletario, de Osvaldo Lamborghini, pero os puedo asegurar que al masoca de Lamborghini no le hubiera disgustado ver una noche a las tres o a las cuatro de la mañana El hijo del coronel. ¿De qué iba la peli? Bueno, no os pongáis a reír, iba de zombis. Sí, sí, más o menos como las pelis de George Romero, sin duda, en cierto modo, un homenaje a George Romero y a sus dos grandes películas de zombis. Pero el trasfondo político de Romero es Karl Marx, mientras el trasfondo político de la película de anoche era Arthur Rimbaud y Alfred Jarry. Pura locura francesa.

No os riais. Romero es claro y trágico: habla de colectivos que se hunden en el pantano y habla de supervivientes. También tiene sentido del humor. ¿Os acordáis de la segunda película, esa donde los zombis dan vueltas por el mall porque, vagamente, es el único sitio que recuerdan de sus vidas pasadas? Bueno, pues la peli de anoche era distinta. No tenía mucho sentido del humor, aunque yo me reí como un loco, ni contaba una tragedia colectiva. El protagonista era un muchacho que, supongo, no vi el principio, aparecía un día con su novia en el lugar donde trabaja su padre. No vi el principio, insisto, así que no lo puedo asegurar. Tal vez el muchacho va a visitar a su padre y allí conoce a la muchacha. Ella se llama Julie y es bonita y joven y tiene esa voluntad de los jóvenes por ser o parecer modernos. Él es el hijo del coronel Reynolds. El coronel es viudo y quiere a su hijo, eso se nota a primera vista, aunque también es militar y por lo tanto el trato que tiene con su hijo es, de alguna forma, un trato en donde no hay lugar para las exteriorizaciones del cariño.

¿Qué hace Julie en la base? No lo sabemos. Tal vez ha ido a llevar unas pizzas y se ha perdido. Tal vez es hermana de uno de los cobayas que emplea el coronel Reynolds, aunque esto es más improbable. Tal vez conoció al hijo del coronel mientras hacía autostop para salir de la ciudad. Lo cierto es que Julie está allí y en algún momento se pierde por el laberinto subterráneo e inocentemente traspone una puerta que jamás debería haber abierto. Al otro lado hay un zombi que comienza a perseguirla. Julie, por supuesto, huye, pero el zombi consigue acorralarla y rasguñarla, incluso en algún momento le muerde el brazo y las piernas. La escena tiene ciertas reminiscencias de una violación. Entonces aparece el hijo del coronel, que la ha estado buscando, y entre ambos consiguen reducir y matar, si eso es posible, al zombi. Luego huyen por galerías subterráneas cada vez más pequeñas e intrincadas, hasta que salen por el alcantarillado a la superficie. Durante la huida Julie comienza a sentir los primeros síntomas de la enfermedad. Se cansa, tiene hambre, le suplica al hijo del coronel que la deje o que la olvide. La tozudez de éste, sin embargo, es inagotable. Se ha enamorado de Julie, o tal vez ya estaba enamorado (lo que implica que tal vez la conozca desde hace tiempo), lo cierto es que, con la generosidad de la extrema juventud, no piensa abandonarla a su suerte, pase lo que pase.

Cuando salen a la superficie el hambre de Julie es incontrolable. Las calles de la ciudad, por otra parte, presentan un aspecto desolador. Probablemente las locaciones están ubicadas en el extrarradio de cualquier ciudad norteamericana, barrios abandonados, semirruinosos, en donde los cineastas sin dinero filman pasada la medianoche y que es el sitio por donde emergen el hijo del coronel Reynolds y Julie, que tiene hambre y que durante la huida no ha parado de quejarse. Me duele, tengo hambre, palabras que el hijo del coronel parece no oír, ocupado como está por salvar a Julie, por dejar atrás la base militar, por no ver nunca más a su padre.

La relación entre el padre y el hijo es curiosa. El coronel, eso se nota de inmediato, ama a su hijo por encima de sus deberes como militar, un amor que naturalmente no es correspondido, aún le falta mucho al hijo para comprender al padre, para comprender la soledad, el triste destino al que todos los seres están abocados. El joven Reynolds es, a fin de cuentas, un adolescente y está enamorado y nada más cuenta. Pero, atención, no hay que fiarse de las apariencias. El hijo parece un joven tonto, un joven alocado, un joven temerario y poco reflexivo, como fuimos nosotros, sólo que él habla en inglés y vive su particular desierto en un barrio destrozado de una megaurbe norteamericana y nosotros hablamos en español (o algo parecido) y vivimos y nos ahogamos en las avenidas desoladas de las ciudades latinoamericanas.

Cuando la pareja abandona la red de pasillos subterráneos el paisaje, de alguna manera, nos resulta familiar. El alumbrado es deficiente, los vidrios de los edificios están rotos, casi no circulan coches.

El hijo del coronel arrastra a Julie hasta una tienda de comestibles. Es la típica tienda que permanece abierta hasta las tres o las cuatro de la mañana. Una tienda cochambrosa en donde las latas de comida se alinean junto a las chocolatinas y las bolsas de patatas fritas. Sólo hay un dependiente en su interior. Por supuesto, es un extranjero y por su edad y por la expresión de ansiedad y rabia que le cruza la cara no puede ser más que el propietario. El hijo del coronel conduce a Julie hasta el mostrador donde están los donuts y los dulces, pero Julie se va directamente al refrigerador y empieza a comer una hamburguesa cruda. El dependiente la observa a través de los espejos-vigía y cuando la ve vomitar acude junto a ellos y les pregunta si pretenden comerse la comida allí mismo y no pagar. El hijo del coronel mete una mano en el bolsillo de sus bluejeans y le arroja unos cuantos billetes.

En ese momento entran cuatro personas. Son mexicanos. Uno los puede imaginar con igual facilidad estudiando interpretación dramática en una escuela como repartiendo droga en las esquinas de su barrio o recogiendo tomates con los braceros de John Steinbeck. Son tres chicos y una chica, veinteañeros, abobaliconados, dispuestos a morir en un callejón cualquiera. Los mexicanos también se interesan por el vómito de Julie. El dependiente dice que falta dinero. El hijo del coronel le responde que le ha dado suficiente. ¿Quién paga los estropicios? ¿Quién paga esta porquería?, dice el dependiente señalando el vómito de color verde nuclear. Mientras discuten uno de los mexicanos se ha colado detrás de la caja y está robando. Los otros tres mexicanos, entre tanto, observan el vómito como si en él se escondiera el secreto del universo.

Cuando el dependiente se da cuenta de que le están robando saca una pistola y los amenaza. En ese momento el hijo del coronel consigue sacárselo de encima y coge unos cuantos dulces del aparador y le suplica a Julie que lo siga y se marchen, pero Julie ha vuelto a la carne cruda y mientras despedaza un filete se pone a llorar y dice que no lo entiende y le ruega al joven Reynolds que haga algo. Los mexicanos se ponen a forcejar con el dependiente. Sacan sus navajas y las hacen brillar bajo la luz artificial de la tienda de comestibles. En determinado momento le arrebatan la pistola y le disparan. El dependiente cae al suelo. Uno de los mexicanos se dirige al mostrador de bebidas alcohólicas y se lleva unas cuantas botellas sin detenerse a mirar qué clase de licor contienen. Al pasar junto a Julie ésta le muerde el brazo. El mexicano aúlla. Julie le clava los dientes y no lo suelta pese a las súplicas del hijo del coronel. Luego suena otro balazo.

Alguien grita vámonos, vámonos. El mexicano logra retirar su brazo de los dientes de Julie y dando gritos de dolor se une a sus compañeros. El joven Reynolds examina el cuerpo del dependiente caído. Está vivo, dice, hay que llevarlo al hospital. No, dice Julie, dejémoslo aquí, ya lo ayudará la policía. Ambos salen con pasos que son vacilantes y veloces al mismo tiempo. Ven una furgoneta negra aparcada junto a la tienda y la roban. Cuando el joven Reynolds consigue ponerla en marcha aparece el dependiente y les suplica que lo lleven a un hospital. Julie lo observa sin decir nada. La camisa blanca del dependiente está manchada de sangre. El hijo del coronel le dice que suba. Cuando ya está adentro y se disponen a irse oyen la sirena de un coche de la policía. El dependiente entonces les dice que quiere bajarse. No puede ser, dice el hijo del coronel, y acelera.

Comienza la persecución. Los policías no tardan demasiado en ponerse a disparar. El dependiente abre la puerta trasera de la furgoneta y grita que ya basta de disparos. Cae abatido por una lluvia de balas. Julie, desde el asiento trasero, se vuelve y escruta en la oscuridad. Lo oye llorar. El dependiente está agonizando y llorando por su vida perdida, una vida llena de desvelos y de trabajos sin pausa en un país extranjero para sacar adelante a su familia. Y ahora todo esto se acaba.

Y entonces Julie deja el asiento delantero y pasa a la parte posterior de la furgoneta. Y mientras el hijo del coronel da esquinazo a la policía, Julie procede a comerse el pecho del dependiente. Cuando el joven Reynolds, con una sonrisa radiante, le dice a Julie que la poli ya no los sigue, ésta, a cuatro patas, como si fuera un tigre o estuviera haciendo el amor, sólo exhala un suspiro de satisfacción pues su hambre, momentáneamente, como no tardaremos en comprobar, está saciada. El hijo del coronel, evidentemente, sólo puede proferir un grito de espanto. Después dice: ¿Qué has hecho, Julie? ¿Cómo has podido hacerlo? El tono con que lo dice, sin embargo, nos indica claramente que está enamorado y que su chica, aunque sea caníbal, sigue siendo, por encima de todo, su chica. La respuesta de Julie es simple: Tenía hambre.

En ese momento, mientras el joven Reynolds hace gestos de exasperación, vuelve a aparecer el coche de la policía y ambos jóvenes reemprenden la huida a través de calles oscuras y solitarias. Aún nos está reservada una última sorpresa: en el momento en que los policías comienzan a disparar sobre los fugitivos, la puerta trasera de la furgoneta se abre y aparece el dependiente, convertido en un zombi hambriento, que primero destroza el cuello a uno de los polis y luego la emprende con su compañero, que vacía inútilmente el cargador de su arma contra él y que luego se queda paralizado de horror, hasta que el dependiente, a su vez, lo devora. Justo entonces dos coches de la base militar cierran el callejón y reducen, con unos fusiles bastante extraños, como fusiles de rayos láser, al dependiente y luego a los dos polis zombis. De uno de los coches baja el coronel Reynolds y les pregunta a sus soldados si su hijo está allí. Los soldados responden negativamente. Otro coche aparece en el callejón y se baja de él una mujer, una coronel Landovski, que le comunica a Reynolds que a partir de ese momento la jefatura la tiene ella. Reynolds le responde que la jefatura le importa un carajo, que lo único que desea es encontrar sano y salvo a su hijo. Tu hijo ya debe de estar infectado, dice la coronel Landovski. Curiosa esta escena: Landovski asume el papel de «padre» dispuesto a sacrificar a un adolescente, mientras que Reynolds asume el papel de «madre» dispuesto a todo con tal de que su hijo sobreviva. Un quinto o sexto coche se detiene en la esquina, aunque ninguno de sus ocupantes se apea. Es el coche de los mexicanos.

Reconocen la furgoneta de la tienda de comestibles, la furgoneta en la que huyeron los enamorados. Uno de los mexicanos, aquel a quien Julie mordió, está bastante enfermo. Tiene fiebre y dice frases incoherentes. Quiere comer. Les asegura a sus amigos que tiene hambre. Les pide que lo lleven a un hospital. La mexicana lo apoya en esto último. Hay que llevarlo a un hospital, dice con buen sentido. Los otros dos están de acuerdo, pero antes quieren encontrar a la zorra que ha mordido a Chucho y darle una lección que no olvide jamás.

Como todo, a la larga, se olvida, es de suponer que hablan de matarla. Ambos se rayan con la venganza. Hablan de honor, de respeto, de decencia, de creencias. Luego ponen en marcha el coche y se alejan. Los soldados en ningún momento han dado muestras de haberlos visto, como si esa calle fantasmal fuera una calle muy transitada.

La siguiente escena nos muestra a Julie y al joven Reynolds caminando por un puente. ¿Dónde podríamos encontrar un taxi?, se pregunta el joven Reynolds. Julie le avisa que ya no puede caminar más. Al otro lado del puente hay una cabina de teléfono. Espérame aquí, le dice el joven Reynolds, y se dirige corriendo rumbo a la cabina. Cuando llega, para su decepción, no hay listín y el auricular ha sido arrancado. Desde allí observa que Julie se ha subido a la barandilla del puente. Grita: Julie, no lo hagas, y echa a correr. Pero Julie se arroja y su cuerpo se sumerge, aunque no tarda en salir a flote y alejarse siguiendo el flujo del río, con la cabeza hundida en el agua. El hijo del coronel baja al río por una escalerilla. Las aguas son muy poco profundas, treinta centímetros, medio metro en las partes hondas. Se trata de un río canalizado, pavimentado incluso en su lecho. Un vagabundo negro observa al joven desde un tramo inferior, oculto bajo unos pilotes de hormigón. Cuando el joven, en su búsqueda, llega hasta él, el vagabundo le dice que abandone esa tarea pues la chica está muerta. No, dice el hijo del coronel, y sigue buscándola seguido de cerca por el negro.

Cuando la encuentra, la chica flota en un remanso. Julie, Julie, la llama su joven enamorado, y la chica, que ha permanecido quién sabe cuántos minutos con la cabeza sumergida, tose y lo llama por su nombre. Nunca en mi puta vida había visto algo parecido, dice el negro.

Justo entonces, a unos cincuenta metros de donde ellos están, aparecen (el verbo aparecer aparecerá muchas veces en esta historia) los mexicanos. Los observan desde fuera del coche, uno de ellos sentado en el capó, otro apoyado en el guardabarros, la chica subida al techo, sólo el herido los mira o intenta mirarlos desde una ventanilla. Los mexicanos hacen gestos amenazantes. Les prometen castigos, dolores sin cuento, humillaciones. Esto se pone feo, dice el negro. Síganme. Penetran en el sistema de alcantarillas de la ciudad. Los mexicanos los persiguen. Pero el laberinto de túneles es lo suficientemente complejo para que al cabo de poco rato el negro y los jóvenes dejen atrás a sus perseguidores. El refugio al que finalmente llegan es casi tan acogedor como una discoteca. Ésta es mi casa, dice el negro. Luego les cuenta su vida. Los trabajos a los que ha estado abocado. La presencia constante de la policía. La vida jodida de un obrero norteamericano del siglo XX o del siglo XXI. Mis músculos ya no podían aguantar más, dice el negro.

Su casa no está mal. Tiene una cama, en donde tienden a Julie, y libros que, según él, ha ido recogiendo en las alcantarillas. Libros de autoayuda y libros que hablan de la revolución y libros técnicos, como, por ejemplo, cómo reparar una cortacésped. También hay una especie de cuarto de baño, con una ducha primitiva. Aquí sólo cae agua limpia, dice el negro. De un boquete en el techo brota permanentemente un chorro de agua cristalina. Todos construimos nuestros refugios con lo que tenemos a mano, les explica. Luego coge una palanca de hierro y dice que ellos pueden descansar, que él saldrá a vigilar.

En las alcantarillas siempre es de noche, pero aquella noche, la última noche de paz, es particularmente extraña. El muchacho se queda dormido sobre un sillón destartalado después de hacer el amor con Julie. El negro también se queda dormido, mascullando palabras incomprensibles. La muchacha, que es la única que no tiene sueño, se introduce en otras habitaciones, pues su apetito ha vuelto a desatarse. Con una diferencia: ahora Julie sabe que el dolor, que se autoinflige, puede ser un sustitutivo de la comida. Así, la vemos clavarse agujas en el rostro, traspasarse los pezones con alambres.

Entonces vuelven a aparecer los mexicanos, quienes reducen con facilidad al negro y luego al hijo del coronel Reynolds. Buscan a la muchacha. Profieren amenazas. Si no sale de su escondite matarán al negro y a su novio. En ese momento una puerta se abre y aparece Julie. Ha cambiado mucho. Ahora es la personificación de la reina del piercing. El jefe de los mexicanos (el más fuerte) se siente atraído por ella. El mexicano enfermo está en el suelo suplicando para que lo lleven a un hospital. La mexicana lo consuela, pero su vista está clavada en la aparición de Julie. El otro mexicano mantiene inmovilizado al hijo del coronel, que grita como un poseso, como si la posibilidad (bastante cierta) de que Julie vaya a ser violada fuera superior a su capacidad de aguante. El negro permanece inconsciente en el suelo.

Julie y el mexicano se encierran en un cuarto. No, Julie, no, no, no, solloza el joven Reynolds. A través de la puerta se oye la voz del mexicano: Así me gustas, nena. Quítate eso, nena. Santo cielo, nena, creo que has abusado un poco de los ganchos. Arrodíllate, nena, muy bien, muy bien. Levanta el culo, perfecto, ah, ah. Cosas de ese tipo hasta que de pronto se pone a gritar y se oyen golpes, como si alguien estuviera pateando a alguien, como si lo arrojara en vilo contra una pared y luego lo volviera a coger y nuevamente lo arrojara contra la pared de enfrente y luego los gritos cesan y sólo se oyen mordiscos, hasta que la puerta se abre y aparece una vez más Julie con los labios (en realidad toda la cara) manchados de sangre y la cabeza del mexicano en una mano.

Algo que pone fuera de sí al otro mexicano, que saca una pistola y se acerca y le descerraja todas las balas a la muchacha, balas que por supuesto no le hacen nada, pues Julie se ríe, satisfecha, antes de agarrar al mexicano por la camiseta y atraerlo hacia sí y de un solo mordisco abrirle la garganta. El joven Reynolds y el negro, que ha recuperado la conciencia, observan boquiabiertos la escena. La mexicana, por el contrario, tiene la suficiente sangre fría como para intentar escapar, pero Julie la atrapa mientras la mexicana intenta subir por una escalera metálica que da a la boca de una alcantarilla superior. La mexicana da patadas pero sobre todo insulta y luego, ante la fuerza superior de Julie, se deja caer. No lo hagas, Julie, alcanza a gritar el hijo del coronel segundos antes de que de un mordisco su novia destroce el rostro de la mexicana. Luego le saca el corazón y se lo come.

En ese momento se oye una voz: ¿Crees que has ganado, puta? Julie se da vuelta y lo que vemos es al otro mexicano, ya plenamente convertido en un zombi. Ambos se ponen a pelear. En el combate, Julie recibe ayuda del negro y de su novio y por unos segundos da la impresión de que van a ganar. Pero los muertos que Julie mató se levantan y se unen a la pelea y por lo visto los zombis son diez veces más fuertes que los humanos normales, por lo que la pelea, indefectiblemente, se inclina del lado de los mexicanos. Así que los tres héroes huyen. El negro los lleva a un cuarto. Fortifican la puerta. El negro les dice que se larguen, que él intentará, sabe Dios cómo, detenerlos. Julie y el joven Reynolds no se hacen de rogar y pasan a otro cuarto. En un momento de la huida, Julie mira a los ojos a su novio y le pregunta, no recuerdo si con la mirada o con palabras, cómo la puede amar todavía. Por toda respuesta el joven Reynolds la besa en la mejilla y luego le limpia los labios y la besa en la boca. Te amo, le dice, te amo más que nunca.

Entonces oyen un grito y saben que el negro ha caído. El cuarto en donde se han refugiado, por otra parte, no tiene salida, sólo es un batiburrillo de muebles viejos apilados formando corredores, una especie de laberinto de lo perecedero, de lo que no tiene voluntad de durar. Te tengo que dejar, dice Julie. El joven Reynolds no sabe a qué se refiere. Sólo cuando Julie, aprovechándose de su enorme fuerza, lo arroja bajo unos sillones y lavadoras estropeadas y teles rotas o en desuso, comprende que la chica está dispuesta a sacrificarse por él. Casi no tiene tiempo para reaccionar. Julie sale y lucha y pierde y los zombis mexicanos ahora van a por él. Con la cara bañada en lágrimas el joven Reynolds intenta hacerse pequeño e invisible, un ovillo de carne debajo del mobiliario inútil.

Los zombis mexicanos, sin embargo, lo encuentran y tratan de sacarlo de allí. El joven Reynolds ve sus caras hambrientas a las que se suma la cara hambrienta del negro y luego la cara de Julie que lo observa sin exteriorizar ninguna emoción. En ese momento, el coronel Reynolds, escoltado por tres de sus hombres, abre la puerta de una patada y con el fusil especial empiezan a cargarse a todos los zombis. Mientras dispara, el coronel no deja de pronunciar el nombre de su hijo. Aquí estoy, papá, dice el joven Reynolds.

La pesadilla ha acabado.

La siguiente escena nos muestra al coronel cómodamente sentado en su oficina proponiéndole al joven Reynolds unas vacaciones juntos en Alaska. El joven Reynolds dice que se lo pensará. Tómate el tiempo que quieras, hijo, dice el coronel. Luego el coronel se queda solo y se pone a sonreír solo, como si no acabara de creer en la suerte inmensa que ha tenido. Su hijo está vivo. El joven Reynolds, mientras tanto, ha salido de la oficina de su padre y se ha puesto a pasear por los pasillos subterráneos de la base. La expresión de su rostro es de un profundo malestar. Poco a poco, sin embargo, unos ruidos lejanos lo sacan de su ensimismamiento. Oye voces que gritan, gente que aúlla y que se encuentra plenamente instalada en el dolor. Sin proponérselo empieza a seguir los gritos. No necesita caminar mucho. A la vuelta de un pasillo hay una puerta, la abre, en el interior se despliega un laboratorio enorme.

Unos científicos militares, a quienes conoce desde que era un niño, lo saludan amistosamente. Sigue paseando. Descubre jaulas de cristal. En el interior están, cada uno en su jaula, los mexicanos. Sigue caminando. Encuentra la jaula de Julie. Julie lo mira y lo reconoce. El hijo del coronel pone una mano sobre el cristal y Julie la toca o finge que la toca. En una jaula más grande unos científicos preparan al negro. Puede convertirse en un guerrero espléndido, dicen. Le aplican descargas de electricidad en el cerebro. El negro está lleno de odio y de rencor. Aúlla. El hijo del coronel se oculta en un rincón. Cuando los científicos se van a tomar su coffee-break, se levanta y le pregunta al negro si lo reconoce. Vagamente, dice el negro. Todos mis recuerdos son vagos. Y además condenadamente extraños.

Éramos amigos, dice el hijo del coronel. Nos conocimos en el río. Recuerdo un apartamento en la calle Treinta, dice el negro, y la risa de una mujer, pero no sé qué hacía yo allí. El muchacho libera de sus cadenas al negro. Éste camina ahora como una especie de robocop. Un robocop zombi. A mí no me ataques, dice el hijo del coronel. Yo soy tu amigo. Entendido, dice el negro, que se acerca a un estante y extrae de él un fusil de asalto. Cuando los científicos vuelven el negro los recibe con una andanada de balas. El muchacho, mientras tanto, libera a Julie y le dice que deben huir otra vez. Se besan. Los soldados tratan de reducir al negro. Mientras se escabullen de la celda, Julie libera a los mexicanos. Llegan más soldados. Las balas destrozan unos contenedores en donde están depositados trozos de cuerpos. Las vísceras y las columnas vertebrales reptan por el suelo del laboratorio. Una sirena comienza a ulular. En la batalla campal no se sabe cuál es el bando que va ganando, ni si hay dos bandos o cada uno lucha por su propia vida o por la muerte del otro. En los altavoces una voz repite: Hay que sellar los pasillos del nivel cinco. Mi hijo, exclama el coronel Reynolds, y baja como un loco hacia el nivel cinco.

El negro cae destrozado por las balas de la coronel Landovski, que a su vez es devorada por la mexicana. Los soldados hacen retroceder un ataque de sanguinolentos pedazos de carne humana. El segundo ataque, sin embargo, sobrepasa la línea defensiva y los soldados son devorados por minúsculos fragmentos de carne cruda. Cada vez hay más zombis. En un momento todos luchan contra todos. El coronel llega al nivel cinco. A través de una ventana ve a su hijo y a Julie y les indica qué pasillo está aún abierto, el único sitio por el que pueden escapar. El hijo del coronel coge de la mano a Julie y se dirigen a donde su padre les ha indicado. Me duele todo el cuerpo, dice Julie. No empieces otra vez, dice el muchacho, cuando estemos lejos de aquí te pondrás bien. ¿Me crees? Te creo, dice Julie.

En el pasillo que aún no está sellado aparece el coronel Reynolds, sin armas, la camisa mojada en transpiración, no sólo porque no ha parado de correr sino porque la temperatura en el nivel cinco ha subido mucho. El rostro del coronel Reynolds se ha transfigurado. Se podría decir que sus gestos son como los de Abraham. Con cada uno de sus poros repite el nombre de su hijo y cuánto amor siente por él. Su carrera militar, sus trabajos científicos, el deber, el honor, la patria, todo se hace añicos ante la urgencia del amor. Escapa por aquí. Seguidme. Apresuraos. Dentro de poco las puertas se cerrarán automáticamente. Venid conmigo y escaparéis. En respuesta sólo recibe la triste mirada de su hijo, que en ese momento acaso por primera vez sabe más que él. El padre, en un extremo del pasillo. El hijo, en el otro extremo. Y de pronto las puertas se cierran y quedan separados para siempre.

A espaldas del hijo hay una especie de horno. No se sabe si el horno ya estaba allí o ha sido creado por el incendio de la rebelión de los zombis. Acojona. Julie y el joven se toman de la mano. Vamos, Julie, dice el joven, no tengas miedo, nunca nos separaremos. Al otro lado, el coronel intenta en vano echar abajo la puerta. Su hijo y Julie avanzan hacia el fuego. Al otro lado, el coronel golpea la puerta con los puños. Los nudillos se tiñen de sangre. No tengo miedo, dice Julie. Te quiero, dice el joven Reynolds. Al otro lado, el coronel intenta en vano echar abajo la puerta. Los jóvenes caminan hacia el fuego y desaparecen. La pantalla se tiñe de un rojo intenso. Un tableteo de ametralladora es lo único que se escucha. Luego: explosiones, gritos, gemidos, chisporroteos de electricidad. Al otro lado, ajeno a todo, el coronel intenta en vano echar abajo la puerta.

 

2000-2001