Fue en el año 2003, durante las manifestaciones europeas contra la guerra de Irak, cuando el poeta Ponç Altés mostró algunas de sus creaciones, que no pasaban, tal como él mismo observó, de bocetos, de tanteos, de ejercicios secretos en una habitación oscura y desconocida. De Vallirana poco se puede decir: era joven, tenía apenas veintiún años, no trabajaba, su familia era modesta (pero cariñosa, pues lo mantenía), sus gustos literarios estaban aún en proceso de formación, aunque ya para entonces había leído todo Jarry, que era su autor favorito y cuyo fulgor el paso de los días no amortiguó. Sobre cómo era el carácter de Vallirana en ese entonces hay versiones para todos los gustos. En líneas generales se podría decir que era un joven algo reservado (no excesivamente) y algo tímido (aunque tampoco excesivamente tímido). No creía más que en el arte y en la ciencia. La unión de arte y ciencia para él significaba trabajo. En este sentido se podría afirmar que era muy catalán. Dios y el azar eran el arte. La eternidad y los laberintos eran la ciencia. Cuando empezaron las manifestaciones en contra de la guerra de Irak, se pasó tres días encerrado en su cuarto, como esos jóvenes japoneses que se encierran en sus dormitorios minúsculos de las casas paternas y que ya no vuelven a salir a la calle, ni para buscar trabajo ni para comprar ni para ir al cine o a pasear por un parque. Vallirana, que tenía un cuarto más amplio (era hijo único, no vivía en Tokio sino en un barrio de El Masnou), sólo se encerró tres días, que pasó casi sin dormir, enganchado a la tele (tenía una tele a los pies de la cama), siguiendo las manifestaciones y pensando. Cuando los tres días concluyeron subió a la azotea y se construyó un pequeño cartel. El cartel decía: «No a la guerra – Viva Sadam Husein». Lo escribió con letras latinas, que no le quedaron nada mal, sobre un papel acartonado, no demasiado grande, pegado con grapas a un listón de madera de un metro y medio. A ambos lados del cartel, en un arranque maléfico, dibujó unas florecitas que más bien parecían tréboles de cuatro hojas. Al día siguiente tomó el tren a Barcelona y asistió a una manifestación contra la guerra que se celebró en Hospitalet y que tuvo escaso seguimiento, pero por la noche se celebraba en la plaza Sant Jaume una cacerolada y allí también estuvo Vallirana con su cartel bien alto. Nadie le dijo nada en Hospitalet. Nadie le dijo nada en la plaza Sant Jaume, en donde Vallirana, provisto de un pito de árbitro de fútbol, se desgañitó. Aquella noche perdió el último tren a El Masnou y durmió con los sin casa, en un banco del metro. Al día siguiente participó en una marcha de estudiantes de la Autónoma, que recorrieron a pie, coreando consignas antibelicistas y antinorteamericanas, el tramo que media desde la universidad hasta Sarrià, deteniendo el tráfico en numerosas ocasiones. Una chica que estudiaba periodismo se le acercó, cuando cruzaban uno de los cinturones, y le dijo que ella estaba en contra de la guerra pero que eso no quería decir que estuviera a favor de Sadam Husein. La chica se llamaba Dolors y Vallirana le dijo que él se llamaba Enric de Montherlant. Cuando la manifestación acabó se fueron a tomar un café en la plaza de Sarrià y convinieron en encontrarse al día siguiente, durante la gran manifestación que iba a recorrer la Rambla de Catalunya hasta la plaza Catalunya. Aquel día volvió a El Masnou, en donde se duchó y se cambió de ropa, con la vaga sospecha de haber cogido pulgas la noche anterior. En realidad todo su cuerpo estaba lleno de pequeñas picadas de un rojo intenso. Antes de dormirse Vallirana tomó muchas notas. Se hizo preguntas. No cayó en el simplismo de proporcionarse ninguna respuesta. Cuando acabó de escribir subió a la azotea e hizo otra pancarta. Ésta decía: «No a la guerra – Viva el pueblo irakí – Mueran los judíos». La primera frase, no a la guerra, era grande, la segunda era un poco más pequeña, la tercera era la más pequeña de todas. Los caracteres empleados tenían curvaturas y sinuosidades que evocaban vagamente la escritura árabe. Una escritura árabe de cómic. A ambos lados de la pancarta dibujó sendos signos pacifistas. Cuando hubo terminado se dijo: a ver qué pasa. Luego cenó un bocadillo de jamón serrano con pan con tomate y se encerró en su cuarto y se masturbó pensando en Dolors, hasta que se quedó dormido, con la tele encendida y el volumen bajito, cosa de no molestar a sus padres. Al día siguiente tomó el tren a primera hora de la mañana. En su vagón había obreros y estudiantes, pero sobre todo había oficinistas que se dirigían a sus trabajos, vestidos con corbata los hombres, con trajes feos y decentes las mujeres, aunque de vez en cuando era dado ver alguno que vestía con algo más de gusto y que no parecía del todo fracasado dentro de su propia piel. Estos últimos parecían fiarlo todo al sexo, a la seducción, a gustar y ser gustados, lo que no era mucho, pensó Vallirana, pero al menos era algo. El resto exhibía una facha más bien lamentable: mujeres con gafas, con demasiada grasa en las caderas y en los muslos, tipos que si se desnudaban en una habitación sólo podían provocar espanto. Por lo que respecta a los obreros, fácilmente reconocibles por sus monos azules o amarillos y por sus tarteras y bocadillos envueltos en papel plateado, parecían ajenos a todo y en gran medida no sólo lo parecían sino que lo estaban pues la mayoría eran inmigrantes magrebíes o negros o sudamericanos a quienes lo que hicieran los españoles les traía sin cuidado. Los estudiantes dormitaban o repasaban sus apuntes. Cuando el tren entró en los túneles de Barcelona, antes de llegar a la estación de Arco del Triunfo, Vallirana gritó: «No a la guerra». El grito pareció despertar a algunos y asustar a otros, pero transcurrido el instante de sorpresa casi todo el vagón respondió en voz alta: «No a la guerra».
2000-2001