Jueves. Una curiosa criatura parecida a una vaca gigante pero que posee un pico de pato. Las palabras del periódico se ordenaron como un acertijo infantil dentro de mi cabeza. Me levanté a las cinco de la mañana. Después de lavarme descorrí la cortina: al fondo, en las escarpadas, muy lejos de la aldea, unas fogatas me recordaron los campamentos militares de mi adolescencia. Eran los carboneros. Más allá, hacia el oeste, entre bosques y campos de cultivo, el tendido ferroviario y un tren iluminado a medias que se perdía en la oscuridad. Martes. El comisario político de la aldea vino a visitarme. Eran las siete de la mañana y la puerta estaba abierta. Debió deducir que me hallaba despierto y entró. El pobre hombre quedó sorprendido de encontrarme sentado en el suelo, de cara a la pared, sin ninguna prenda de vestir encima. Al volverme hacia él se puso a parpadear y musitó que lo sentía. Le dije que no importaba. Mi rostro recién afeitado contrastaba con su cara soñolienta y pálida, como recién sacada de un hoyo. Finalmente dijo buenos días camarada Chen y se marchó. Me quedé un instante escuchando sus apresurados pasos sobre el camino. Jueves. Por la mañana estuvo conmigo el médico. Preguntó cómo me sentía. Le dije que escribía un diario. Dijo que hacía años había leído mis diarios de juventud. Le dije que el diario que ahora llevaba no era para la imprenta. He escrito muchos diarios, dije, la mayoría fruto del cansancio, muletas para mi creación literaria. Dijo que comprendía que los poetas escribiéramos mil palabras para librar una. Le dije que en mi diario actual se libraba algo más y él rio sin comprender. Viernes. Hoy hubo ajetreo en la aldea. Por la tarde un grupo de hombres y mujeres salió hacia el bosque que colinda con la Granja; el resto del pueblo se reunió en la biblioteca y partieron después en dirección a las escarpadas. Temí ser el único habitante que quedara en la aldea. Me vi a mí mismo solo en la casa y luego vi la casa, en una perspectiva mayor, confundida entre las otras casas vacías. Algo en la imagen, no obstante, no funcionaba. Algo iba mal. Salí al jardín a fumar un cigarrillo y a pensar; en la casa de enfrente se abrió una ventana y una anciana a quien nunca antes había visto me sonrió. Permanecí allí bastante rato; reflexioné sobre las enseñanzas de los padres de la estrategia clásica; observé que las plantas crecían con inusitado vigor; al final del camino un perro jugaba solo. Entrada la noche comenzaron a regresar los aldeanos. Casi nadie hablaba, a excepción de los niños que parecían alegres y excitados. Jueves. Por el camino principal de la aldea vi venir al comisario político acompañado de tres niños. Los niños conversaban entre sí y de vez en cuando le dirigían la palabra al comisario. Pensé que iban a la Granja. Camarada Chen, sonrió el comisario al llegar a la casa, pero sin entrar, estos alumnos tienen que escribir una composición sobre tus libros, explicó; sé amable con ellos. Camarada, dijo uno de los niños, nuestro trabajo de literatura de este mes versará sobre ti. Les dije que me halagaban, cuidándome mucho de preguntarles si había sido idea de ellos o de la maestra. Parecían unos niños muy serios. El comisario se marchó enseguida. Mientras mis huéspedes se acomodaban en el cuarto me asomé a la ventana y lo vi alejarse por el camino del pantano, la cabeza inclinada como si tuviera sobre sí un gran problema. El gris del cielo parecía enfermizo, veteado de blanco, con fosforescencias apagadas en la línea del horizonte.

 

 

Martes. Una curiosa criatura parecida a una vaca gigante, pero que posee un pico de pato, ha sido vista repetidas veces desde el mes de agosto en un lago volcánico cerca de la frontera con Corea. Algunos viajeros y trabajadores temporeros la pudieron observar a 40 metros de donde se hallaba, aunque no se sabe si es una especie acuática o anfibia, cómo vive ni por qué este raro ser no ha sido visto antes del citado mes. Miércoles. Vino a visitarme la maestra. Es una muchacha de unos veinte años. Parece frágil, pero sus ojos son fuertes y mira de una manera decidida. Hablamos poco. Los niños, la escuela, la biblioteca. Dijo que era un honor para ellos que yo viviera una temporada aquí. Le dije que estaba en la aldea por prescripción médica y luego añadí que había sufrido un trastorno nervioso considerable, que estuve internado un mes en el Hospital Militar de Nanning y que finalmente los médicos y mis superiores llegaron a la conclusión que lo mejor para mi salud era pasar un par de meses en el campo, sin hacer nada. Dijo que ya lo sabía y que confiaba que me recuperara pronto. Luego propuso dar un paseo. Al levantarnos tuve la sensación imperceptible pero clara que la maestra estaba angustiada. Caminamos hasta una loma desde la que se divisaba la Granja. De pronto sentí deseos de volver, de estar solo. Le dije que prefería volver, que estaba cansado. Es normal, dijo ella. De vuelta a casa permanecí hasta tarde recortando noticias de diferentes periódicos. Jueves. Wan. Un niño de once años de edad puede ver con sus ojos, como si fueran de rayos X, el corazón, los pulmones y cualquier órgano interno del ser humano. Su nombre es Shie Zo Hue, vive en la ciudad de Wan, en la provincia de Guizho, y su caso ha sido examinado por la Academia de Medicina de la provincia de Hubei. El niño puede ver, por ejemplo, en qué posición se encuentra el feto de una madre embarazada y en una ocasión adelantó que había visto mellizos en el seno de una mujer y el resultado se pudo comprobar poco después. Un grupo de investigadores científicos se ha servido del niño para hacer radiografías que serían difíciles o peligrosas por otros métodos. Shie Zo ya ha examinado en los últimos meses a ciento cinco pacientes. Martes. La maestra me invitó a cenar. Al llegar a su casa encontré a cinco invitados más, de los que solo conocía al comisario político y al muchacho que baja a la ciudad tres veces por semana en la camioneta del pueblo. Fui recibido con efusivas muestras de alegría. Durante la comida hablaron de cuestiones agrícolas. Uno de los comensales, una campesina de la Granja, dijo repetidas veces: «Se inunda el valle». No supe, pese a la atención que presté a su conversación, a qué se refería. Después de la comida la maestra me llevó aparte; salimos al jardín y cuando esperaba una declaración trascendental de golpe me preguntó qué pensaba de la guerra. Permanecí callado, estudiándola; sus ojos estaban llenos de lágrimas. Detrás de ella las colinas eran una mancha negra debajo de la luna creciente, pero al mismo tiempo eran una mancha móvil, inestable. De improviso sentí que no estábamos solos: los otros se habían asomado a la ventana y desde allí nos miraban con sonrisas heladas que se aproximaban demasiado a la piedad. Martes. Desperté a las cuatro de la mañana, sudando y con fiebre. Salí a caminar, la aldea estaba dormida y sólo escuché el ladrido de un perro por el camino de la Granja. Me dirigí a la biblioteca; ésta tenía la puerta cerrada pero sin llave, como parecía ser costumbre. Encendí una pequeña lámpara, busqué papel y lápiz y me puse a escribir. Al cabo de una hora tenía sueño, pero permanecí un rato más hasta terminar el bosquejo de mi informe. Después apagué la luz, dejé todo tal como lo encontré y regresé a casa. Dormí hasta las nueve de la mañana. Me despertó el muchacho que regresaba de la ciudad para entregarme los periódicos.

 

 

Domingo. Pekín. Tres personas murieron pisoteadas por la multitud y otras diez resultaron heridas al final de un festival de música moderna celebrado en Pekín hace dos días, con motivo de la Fiesta de la Luna. Hoy se reveló que la empresa encargada del parque de Beihai, donde se celebró el festival, cometió graves irregularidades que propiciaron el accidente. El recinto estaba preparado para recibir 25.000 personas, pero la administración del parque vendió exactamente hasta 50.240 entradas e invitó a otras personas, hasta completar la cifra de 60.000. Domingo. Hoy me encontré con la maestra. Era mediodía y yo estaba desde muy temprano leyendo en un claro del bosque cuando ella apareció precedida por unos cuarenta niños. Se sentó conmigo —en el claro hay bancos de madera construidos por los aldeanos— mientras sus alumnos se dedicaban a buscar hojas y musgo. Parecía cansada. Me preguntó qué leía.

Se lo dije; luego permanecimos en silencio, ella evitaba mirarme; de pronto, sin levantar la vista, me preguntó cómo era la guerra. Es muy dura, dije. Muere gente. Cuando me miró comprendí que estaba agradecida por mi breve explicación. Volvimos juntos, entre la algarabía de los niños, yo sin comprender nada. Al llegar a la puerta de mi casa nos despedimos. Sonreía, algunos pelos se le habían pegado en la frente. Me quedé inmóvil hasta que la vi desaparecer, primero las piernas, luego la cintura, los hombros, la cabeza. Sábado. Es de noche. Desde mi ventana veo los fuegos en las escarpadas. Me pregunto quiénes son los carboneros, de qué aldea, y a manera de respuesta imagino una planicie blanca. La maestra tuvo un comportamiento extraño esta tarde. Yo daba un paseo en bicicleta y ella venía con un grupo de gente por el camino del pantano. Al llegar junto a ellos algunos campesinos me advirtieron que no siguiera, que el camino era peligroso para andar en bicicleta. Les pregunté de dónde venían. Contestaron que del maizal que hay junto al pantano. Les pregunté si eso era posible, cultivar maíz junto a un pantano y dijeron que sí. Mientras hablábamos la maestra rehuyó mi mirada y al decidirme a volver con ellos se retrasó intencionadamente del grupo junto con otras dos muchachas. Al cabo de un rato de caminar volví la cabeza y en el otro extremo sólo vi dos siluetas. Iba a preguntar a los otros dónde estaba la maestra cuando observé que uno de los campesinos llevaba guantes. Este descubrimiento me trastornó hasta el punto de impedirme decir nada más durante el resto del trayecto. Ahora es de noche y tal vez un día de éstos me decida a visitar las escarpadas. Los fuegos son minúsculos. En ocasiones, sin embargo, su brillo es cegador. Lunes. En la Granja todo el mundo estaba trabajando menos el muchacho de la camioneta. Me senté junto a él en el galpón y le ofrecí cigarrillos. Al terminar de fumar dijo que esta tarde iría a la ciudad, por si tenía algún encargo que hacerle aparte de los periódicos que me envían de Nanning y que él recoge en la comandancia militar. Le dije que no necesitaba nada. De acuerdo, dijo, un buen revolucionario es aquel que puede abastecerse en la cooperativa de su propio pueblo. Lo dijo sonriente, con algo de burla en la voz. Le respondí que éste no era mi pueblo. Eso tiene mayor mérito, dijo. Me hubiera gustado sonreír, pero no lo hice. Después de un rato de charla intrascendente punteada de silencios cada vez más largos, el muchacho preguntó si sabía qué árboles eran los que crecían junto a la cerca. Dije que eran almendros. Me miró con una sonrisa radiante y después dijo que sí, en efecto eran almendros. Por un instante quedé desconcertado, luego sostuve con calma su mirada hasta que desvió los ojos. Alguien hizo sonar una taza de latón y escuché una voz detrás de mí que decía son las diez de la mañana.

 

 

Jueves. Algunos científicos se han instalado en la zona atraídos por el fenómeno y un campesino llamado Lai Jui Hua la describió en los siguientes términos: «Tiene la boca como la de un pato y la cabeza como la de una vaca, pero mucho más grande. El cuerpo también es enorme y se mueve dentro del agua provocando unas olas similares a las que producen las barcas». Desperté con fiebre. Durante mucho rato permanecí sentado en la cama, los ojos fijos en un punto de la pared, intentando no pensar en nada. Por el tórax me corrían hilos de sudor y sentía las tetillas frías como si me hubieran aplicado hielo. Martes. Tengo fiebre, sin embargo procuro quitarle importancia. Mientras escribía, el comisario vino a invitarme a una reunión de carácter político que se celebrará después de una comida campestre. Le pregunté, un tanto molesto por haber sido interrumpido, si en esta aldea solían celebrar las reuniones después de comer en el campo. Titubeó y después dijo que sí. Una curiosa costumbre, murmuré, y él me ha confesado que desde antes de la Revolución Cultural lo hacían así. No me comprometí a nada y al irse el comisario seguí escribiendo. Jueves. Han venido a visitarme dos mandos militares de la ciudad. Eran jóvenes y estaban nerviosos. Les rogué que se sentaran y me excusé de no tener nada que ofrecerles. Ellos sacaron una botella de vino y una de aguardiente que traían de regalo. Abrimos la botella de aguardiente; me trataron con deferencia y demostraron haber leído mis poemas. Uno de ellos también escribía y parecía tener talento a juzgar por los versos que recitó. De pronto me di cuenta de que había olvidado quitar los recortes de periódico de la mesa e inevitablemente éstos atrajeron su atención. ¿Qué significado tiene esto?, preguntaron sonriendo. No lo sé, dije, son noticias que recorto. No insistieron y al cabo de un rato hablábamos de otras cosas. Jueves. Por la noche, antes de dormirme, saco por un instante los recortes y los alíneo sobre la mesa. Luego me siento delante de ellos y los contemplo. Escucho apenas el motor del vehículo de los militares que vuelven a Nanning. «El Youjiang va crecido este año», dijo uno de ellos al despedirse. ¿Qué significado tiene esto, en realidad? El monstruo tiene pico de pato, leo. Esto no puede asombrarme ni maravillarme, sin embargo intuyo que detrás de las palabras hay algo que puede provocarme una emoción aún mayor. Por momentos tengo la certeza de encontrarme sobre la pista, por momentos creo que sólo estoy enfermo.

 

 

Martes. Wu Yunquing, de ciento cuarenta y dos años de edad, residente en Quinghuabian, provincia de Shaanxi, pasea en bicicleta por las calles de su ciudad natal. Para Wu, el secreto de su longevidad radica en su optimismo, el ejercicio físico y una forma de vida moderada. Según él, esta moderación incluye cuatro o cinco horas diarias de sueño y, a ser posible, sentado. Recorto también la foto: en ella aparece un anciano de barba blanca, montado sobre una bicicleta, observando distraídamente el objetivo. Miércoles. Asistí a la comida campestre y luego a la reunión. La comida fue abundante, hubo vino y no faltaron los brindis. Después llegó el turno de los oradores, el comisario político y una campesina que trabaja en la Granja. La charla de esta última fue curiosa, la traía escrita y tenía por título «¿Qué hacer cuando la lluvia nos sorprende en el camino?». A medio discurso, plagado de lugares comunes, de reiteraciones y descripciones minuciosas de herramientas y ropas de trabajo, me quedé dormido apoyado sobre el tronco caído de un árbol. En determinado momento, a mi sueño llega su voz que dice que la persona que se viera asaltada por la lluvia debía cavar un hoyo, meterse dentro y luego cubrirse de tierra. Desperté sobresaltado. Nadie me observaba, salvo el comisario político; su rostro era una extraña máscara donde se mezclaban la ironía y el miedo. Cuando finalizó el discurso de la campesina esperó a que yo aplaudiera antes de hacerlo él. Jueves. Sobre los incidentes del parque Beihai: El jefe de seguridad de la zona había advertido a los responsables del parque que vender más entradas de las autorizadas podía provocar desórdenes… Algunas canciones de última moda interpretadas en inglés causaron fuerte emoción en el público juvenil… Los espectadores salieron del recinto atropelladamente y alrededor de sesenta personas fueron pisoteadas… Entre los diez heridos, cuatro se encuentran graves. Jueves. El militar más joven, el poeta dijo que la realidad era la cultura. Yo miraba por la ventana el movimiento apenas perceptible de la aldea. Por la calle principal se alejaban dos niños llevando algo entre los brazos; por el otro extremo venían dos mujeres arrastrando una carretilla; hablaban en voz alta, reían. El otro oficial dijo algo acerca de armas bacteriológicas. No le presté atención, sólo recuerdo haber asentido mientras un ligero corrimiento, allá lejos, en las escarpadas, cautivaba mi interés. Fue algo así como si empujaran hacia un lado el paisaje y metieran en el hueco otro exactamente igual, pero nuevo. Por la noche fui a la casa del comisario. Vive con su mujer y cinco hijos, todos menores de diez años. Le pregunté qué clase de asamblea había sido la de ayer. Su mujer me miró como si los hubiera amenazado de muerte. El comisario dijo que no había sido una asamblea sino una fiesta. Al recordarle que por la tarde todos habían trabajado, añadió que se trataba de una fiesta menor. La tradición, dijo, es celebrarla durante media jornada, con una comida colectiva. Viernes. A las doce de la noche, cuando terminaba de leer un libro de divulgación científica y me disponía a revisar mis recortes de periódico, llamaron a la puerta. Permanecí sentado, quieto, no quise responder. Volvieron a llamar, muy débil, como si no estuviera en el ánimo del visitante causar la más mínima molestia. Recuerdo haber cerrado los ojos, haber deseado que quienquiera que fuese creyera que no estaba, aunque la luz encendida me delataba. Después la puerta hizo un sonido de alambre al abrirse y unos pasitos menudos se deslizaron hasta detenerse a pocos metros de donde yo me hallaba. Abrí los ojos: la maestra apagó la luz y se desnudó sin decir una palabra. A tientas, guardé los recortes, dejé la carpeta sobre la mesa, descorrí la cortina, me dirigí con cuidado hacia el lecho. Sus senos eran pequeños y anchos y sollozó mientras la penetraba. Después estuvimos abrazados en la oscuridad hablando de cosas sencillas, los problemas de la escuela, la biblioteca —insistió en saber mi opinión sobre ésta—, los niños, la Granja, los carboneros que trabajaban de noche. Al llegar a este punto pregunté por qué trabajaban de noche y no supo responderme.

 

 

Viernes. El muchacho de la camioneta llega a las ocho de la noche de Wuming. Me acerco a él para que me entregue los periódicos. Su semblante está pálido y demacrado. Con una sonrisa de resignación dice que está enfermo. Pregunto si ha ido al médico y dice que sí. Tiene diarrea y fiebre. Le digo que no debería conducir en ese estado. Responde que ahora se irá a la cama, apenas deje de conversar conmigo. Por la noche trabajo en la biblioteca hasta la una de la mañana. Al salir tengo la sensación de que el pueblo está vacío. A medida que camino la sensación se hace más intensa, así como el deseo de entrar en algunas casas y comprobarlo. Sin embargo soy capaz de controlarme, de llegar hasta mi casa, de desnudarme, de pensar. Sábado. Durante la mañana revisé los recortes. El niño de Wan, el monstruo del lago, el anciano que pasea en bicicleta, los incidentes del parque Beihai. ¿Qué tienen en común estas noticias? He recortado otras, pero las recurrentes, las que vuelven a mi memoria como señales rojas, sólo son estas cuatro. Jueves. El oficial habló de armas bacteriológicas. Pregunté a qué clase de armas se refería. Al mirarme, su rostro se desdibujó como si una niebla azul lo envolviera. Pensé: camarada, estás desapareciendo. Viernes. Debo mantenerme firme. Por la mañana vino a visitarme el médico. Su marcha coincidió con la llegada de la maestra. Escuché cómo se saludaban en la puerta y luego un largo silencio donde acomodé ambos rostros, inexpresivos, débiles. Al llegar a la habitación la maestra dijo que me encontraba bien. Le pregunté por qué creía eso. Respondió que el médico había dicho que mi salud era buena; además, ella sabía que escribía a diario, un excelente síntoma. Sábado. Por la tarde un primer grupo de aldeanos salió por el camino de la Granja. Poco después salió otro grupo por el camino de las escarpadas y el pueblo quedó prácticamente vacío. Esta vez quise saber a dónde iban y decidí seguir al segundo grupo, por lo que cogí una bicicleta que alguien había dejado junto a la cooperativa y pedaleé en dirección a las escarpadas. Al llegar al primer recodo comprendí que no les daría alcance: en algún momento habían abandonado el camino y ahora, para alcanzarlos, debía volver atrás y encontrar el punto por el que se habían desviado. Me pareció inútil y regresé a la aldea. Al pasar por mi casa la anciana que vive enfrente abrió la ventana y sacó la cabeza como si intentara atrapar algo con la boca. Supe, recién entonces, que era ciega. Dejé la bicicleta donde la había tomado y volví andando.

 

 

Lunes. El volcán hizo erupción tres veces entre 1597 y 1702 y las repetidas lluvias y la nieve convirtieron su cráter en un lago de diez kilómetros cuadrados y trescientos setenta y tres metros de profundidad. Según han manifestado los trabajadores que conocen la zona, la abundancia de microorganismos en el lago puede muy bien ser la causa de que en él vivan animales acuáticos. Las plantas del jardín dan la impresión de una inmovilidad perfecta. Pensé en la bicicleta de Wu Yunquing, en su barba blanca, casi postiza. Nacido en 1838. El día está cargado de nubes oscuras, hace calor. Por un momento creí que los recortes se proyectaban sobre las escarpadas. Cerré los ojos: la imagen tardó en diluirse. Algunas personas afirman que Shie Zo Hue habitualmente ve a todas las personas desnudas debido a la fuerza de sus ojos. De pronto comienza a llover y sé entonces que soy el único que presta atención a lo que está ocurriendo. Esto puede ser el fin, pienso. Entonces la lluvia cesa. Lunes. Nunca podré establecer una relación entre los recortes; ¿de qué manera se prolonga la extraña criatura del lago con los disturbios del parque Beihai? ¿En qué medida el portento visual del niño de Wan es de la misma naturaleza que la larga vida de Wu Yunquing? Sólo sé que suceden cosas extraordinarias. Mientras el militar más joven recitaba algo de Mao Dun observé que la vida en la aldea era idéntica a sí misma. La maestra salía de la escuela rodeada de niños y miraba en dirección a mi casa, sin verme. La camioneta de la aldea permanecía estacionada junto a la cooperativa. Más lejos jugaban dos cachorros de perro, y un niño, con una pala en la mano, los observaba. El color del cielo nuevamente era gris y por el lado de las escarpadas exhibía unas franjas fosforescentes, repugnantes, como si esa parte del cielo estuviera leprosa. Sin perder la sangre fría corrí hacia el patio trasero y vomité. Sentía una profunda piedad imprecisa. Los oficiales salieron en mi búsqueda e intentaron llevarme al baño, pero no lo permití. Me bastó mirarlos, con los labios aún manchados de bilis, para que no avanzaran un paso más. Después mentí: he perdido la costumbre de beber, dije. Lunes. No estoy enfermo. Mi nombre es conocido en las provincias de mi país. Tengo cuarenta y cinco años y desde los quince sirvo en el ejército. He recibido múltiples condecoraciones. A los veinticinco años publiqué mi primer libro y desde entonces mi producción literaria ha sido ininterrumpida. Soy sano y fuerte, me he demostrado que puedo resistir el hambre y el dolor. Durante seis años residí en Vietnam, donde fui consejero del Ejército Popular en la lucha contra los imperialistas y sus lacayos. Viví en Hoa Binh y Phat Diem; en 1971 fui herido en una aldea cercana a Phu Dien Chau y retorné a mi país. En 1979, durante el conflicto bélico chino-vietnamita, combatí contra mis antiguos hermanos de armas. Mi división estaba acuartelada en Jinxi y yo pertenecía al Estado Mayor. Al terminar la guerra fui destinado a Ningming, cerca de la frontera, y al poco tiempo enfermé. Estuve en el Hospital Militar de Nanning donde mi recuperación fue rápida; luego, por deseo de los médicos y con el beneplácito de mis superiores, fui enviado a esta aldea para descansar.

 

 

Viernes. Desde las cinco de la mañana hasta las doce he permanecido sentado en el suelo, desnudo, intentando pensar. Es difícil; a veces el cuerpo parece un agujero y todo lo demás, las ideas, las palabras, los descubrimientos, caen en ese agujero insondable y desaparecen. Joyas perdidas en lo ilimitado. Si tuviera tiempo, conjeturé, me gustaría trasladarme a Pekín e investigar a fondo los incidentes del parque Beihai. Una sola pregunta: ¿quiénes autorizaron la venta de entradas? ¿Y para qué? Esta segunda pregunta, por supuesto, podría contestarla de inmediato si pudiera interpretar correctamente los recortes. Sábado. Salí por la mañana. Conseguí una bicicleta en el taller de la Granja y partí de inmediato. El muchacho de la camioneta me vio abandonar el pueblo y gritó algo inaudible. Me volví a mirarlo, no me detuve. Corrió un trecho detrás de mí, pero al cabo de unos segundos abandonó; por el espejo retrovisor alcancé a ver que me decía adiós con los brazos. Pedaleé durante unas tres horas en dirección a las escarpadas y me detuve a descansar. Estaba empapado de transpiración pero me sentía bien. La bicicleta era vieja y tenía el cuadro oxidado, pero aguantaría; era pesada y resistente, de las construidas hace mucho. A mediodía llegué a una colina escasa de vegetación desde donde vislumbré una aldea. Saqué los prismáticos y enfoqué las calles. Así estuve un rato. Ni una sola persona, ni un solo movimiento. Un kilómetro más adelante el camino se bifurcaba. Una senda, casi techada por el bosque, llevaba a la aldea; la otra seguía hacia las escarpadas. Noté la ausencia de sonidos, la quietud que parecía colgar de las ramas más altas de los árboles. Pensé textualmente: la quietud cuelga de una rama, y tuve un acceso de desmayo. Me sostuve, perplejo, como si estuviera en un bosque de adivinanzas y no debiera perder el buen juicio. Al cabo volví a montar en la bicicleta y me alejé en dirección a las escarpadas.

 

 

Martes. La maestra vino a mediodía. Traía las composiciones que sus alumnos habían realizado sobre mi obra literaria. Me las extendió, sonriendo, y esperó a que las leyera. ¿Qué te parecen? Camarada, dije, me dan ganas de llorar. Pues llora, dijo ella. Nos desnudamos e hicimos el amor. Después ella dijo riendo que nunca lo había hecho a esa hora. Por el marco de la ventana vi un cielo gris, de un brillo opaco, y pensé que era extraño que esa visión no consiguiera estremecerme. Martes. Al caer la noche la maestra volvió a casa. Comimos juntos, lavamos los platos, nos sentamos a trabajar en la misma mesa; ella preparaba sus clases y yo escribía los últimos párrafos de mi informe. En el silencio de la noche escuché pasos que rodeaban la casa vecina. Pregunté a la maestra qué ocurría. Dijo que la anciana ciega estaba enferma. A los pocos minutos el silencio se había restablecido. ¿Era el médico?, pregunté. No, dijo, el médico vive en Wuming, era gente del pueblo. Me acosté pensando en la vieja. Por el hueco de la cortina veía a la maestra inclinada sobre la mesa. Cerré los ojos y sonreí, los niños habían escrito «optimismo y confianza en el futuro». Intenté recordar, ignoro por qué razón, el rostro del joven oficial y poeta, y en su lugar aparecieron las siluetas de los niños que rodeaban al comisario político al final del camino. Cuando la maestra vino a la cama ya estaba dormido. Temblaba, me contó ella al día siguiente. Seguramente me sentía feliz. Viernes. Desperté a las seis de la mañana. Le dije a la maestra que no debió ser fácil para los aldeanos mi estancia aquí. Me miró sorprendida. No, dijo, los campesinos son generosos. Sólo temían que no te sintieras bien. Me siento bien, dije, me siento muy bien. Antes de marcharse me acarició una mano. No me moví de la puerta hasta que la vi desaparecer por una calle lateral. Por todas partes se veía gente trabajando. Salí al patio trasero y me bañé con baldes de agua fría. Sentí deseos de cantar. Por supuesto, no lo hice.

 

 

Sábado. A las seis de la tarde avisté otra aldea. Desde un árbol estuve observando el pueblo con los mismos resultados que en el anterior. Era curioso, a mi derecha crecía un rumor de río, como si el Youjiang se hubiera salido de madre, aunque yo sabía que el Youyiang estaba por lo menos a treinta y cinco kilómetros a mi izquierda. El calor era insoportable y presagiaba tormenta. Esta vez resultaba inevitable pasar por el pueblo, a menos que lo rodeara, pero entonces tenía que abandonar la bicicleta. Entré lentamente, a vuelta de rueda, temeroso de perturbar el silencio reinante. Cuando dejaba atrás la primera casa comenzó a llover. Casi al instante el agua formó una cortina tan densa que impedía cualquier atisbo de visibilidad. Dejé la bicicleta apoyada junto a un bebedero y entré corriendo en la vivienda más cercana. No fue necesario tocar, la puerta estaba abierta y un solo vistazo me bastó para comprender que allí no vivía nadie. Cuando la lluvia amainó penetré en las otras casas: todas estaban vacías desde hacía mucho. Me senté en el suelo, bajo el alero de una de las chozas, y esperé. Había anochecido cuando decidí seguir adelante. Al ir a buscar la bicicleta observé que en las escarpadas ya lucían las primeras fogatas de los carboneros. ¿Carboneros en la provincia de Kuangsi?, ¿después de la lluvia? Saqué los prismáticos y enfoqué hacia arriba. Los fuegos apenas parpadeaban. Grandes llamaradas sólidas, pétreas, entre las sombras que saltaban, que se deshacían, que reculaban. Me sentí afiebrado y débil. Apreté los dientes y seguí. Sábado. Dos kilómetros más adelante el camino terminaba junto a un pozo. Alrededor del pozo habían limpiado una especie de explanada y en ambos lados había bancas de madera, enmohecidas, con respaldos labrados con motivos florales. Me senté en una de ellas. Sabía que a mis espaldas los fuegos crepitaban aunque no pudiera oírlos. El rumor sordo del río se imponía a cualquier otro sonido.

 

 

Domingo. La tonalidad del cielo es la misma de ayer y de los días pasados. Por la mañana estuve sentado en el jardín, con un libro en las rodillas, mientras los campesinos marchaban a trabajar a la Granja o al pantano y horas después volvían de la Granja y el pantano y se saludaban al encontrarse o se detenían a hablar. A las cinco de la tarde vino puntual el muchacho de la camioneta a entregarme el paquete de periódicos. Cuando ya se iba le pregunté si se había recuperado; me miró sonriendo, sin entender. ¿Estás sano, ahora?, grité. ¡Sí!, dijo, y la camioneta se alejó camino abajo. Domingo. No abrí el paquete de periódicos. Sé que encontraría noticias para recortar y ya no importa. Alguien se encargará de quemar los recortes que guardé, acaso también mi diario. Tal vez alguien se adelante y no permita que eso suceda. Sospecho que ambas posibilidades tienen más de algo en común. Lunes. Me disponía a dar un paseo cuando llegó el comisario. Le dije que quería caminar, que si a él no le molestaba podíamos pasear juntos. Aceptó encantado. Tomamos el camino de la Granja hasta llegar al bosque. Dígame, dije, cómo se llama este bosque. El comisario sonrió con timidez. No tiene nombre, dijo. Nos sentamos a hablar en el claro. La conversación fue parca. El comisario miraba beatíficamente las ramitas esparcidas en la tierra mientras yo buscaba las ramas más altas, los pedazos inseguros de cielo. Casi un símbolo, medité, ¿pero de qué? Al anochecer volvimos a paso lento a la aldea. Lunes. Me asomé a la ventana de la casa vecina. La oscuridad no era total y pude ver a la anciana sentada en una silla mientras un niño vigilaba la sartén sobre un hornillo de leña. Buenas noches, dije, me alegra verla repuesta. ¿Quién es?, dijo la anciana. El niño miró sonriendo y después siguió atento a lo que cocinaba. Mi nombre es Chen Huo Deng, dije. Ah, el soldado, suspiró ella. Soy una vieja asmática, pero no puedo morirme todavía. Eso está bien, dije. Lunes. Sobre la mesa he dejado en orden todo cuanto he escrito estos días. Aquí está mi informe atrasado y cinco poemas. Sobre la mesa quedará asimismo este diario. No oculto nada. (Además, sería inútil.) Junto a mis papeles he dejado una breve nota señalando que éstos deben ser entregados al Estado Mayor del Ejército, en Nanning. La casa, que tan amablemente me fuera prestada por el comité del partido de esta aldea, la devuelvo en las mismas condiciones en que me fue cedida. Por lo demás, todo lo que tengo es del Ejército. Ahora saldré a caminar, ya ha pasado medianoche, hasta llegar al bosque. Espero tener la paciencia de buscar una rama alta y resistente, escondida en el follaje, y colgarme.