Tres meses después
–¿Dónde diablos está Noah? –rugió Jonah Flynn al teléfono, sujetando con fuerza una taza de café en la otra mano.
–Él… no… no está, señor.
Al darse cuenta de que la secretaria de su hermano, Melody, estaba notablemente conmocionada por su tono, Jonah decidió corregirlo. Él nunca levantaba la voz a sus empleados. En realidad, la única persona a la que gritaba era a Noah. Y eso haría en cuanto lo encontrara.
–Siento haber gritado, Melody. Ya sé que mi hermano no está ahí. Nunca está en la oficina. Lo que quería decir es si sabes dónde ha ido. No responde al teléfono fijo de su casa y tiene el móvil apagado.
Melody titubeó un momento. Jonah oyó cómo tecleaba al otro lado de la línea, como si estuviera comprobando la agenda de su jefe.
–No tiene ninguna cita para hoy. Pero mencionó la última vez que lo vi que se iba a Bangkok.
Jonah casi se atragantó con el café. Tragó y dejó la taza en la mesa.
–¿Te refieres a Tailandia?
–Sí, señor.
Él respiró hondo para calmar su furia.
–¿Tienes idea de cuándo volverá?
–No, pero tengo el número de su hotel. Igual puede encontrarlo allí.
–Genial, Melody, gracias.
La secretaria le dio el número, que él garabateó en un papel antes de colgar. Lo marcó y le comunicaron con la habitación de su hermano sin problema. Por supuesto, Noah no respondió. Estaría dando una vuelta con alguna exótica belleza. Le dejó un mensaje en el contestador, aunque sin delatar la verdadera razón de su llamada, y colgó disgustado.
Tailandia.
Si había tenido alguna duda sobre la implicación de Noah en aquel lío, acababa de disiparse. Si los libros contables estaban correctos, su hermano pequeño acababa de irse al sudeste asiático con tres millones de dólares que no le pertenecían.
Jonah se recostó en el asiento de cuero y se frotó las sienes con suavidad. Eso no era bueno.
Nunca era buen momento para esas cosas, pero su hermano acababa de meter la pata en más sentidos de los que se imaginaba. Noah no pasaba mucho tiempo en la oficina, su papel en la compañía era complacer a su madre y poco más. Aun así, su hermano sabía que estaban a punto de cerrar un trato con Game Town. El auditor al que habían contratado iba a presentarse allí esa mañana. ¡Esa misma mañana!
Lo que Noah había hecho podía echarlo todo a perder. No era una cantidad grande en términos del dinero que manejaba la compañía, pero Noah había sido tan idiota como para llevárselo de una vez, transfiriéndolo a una cuenta que tenía en el Caribe. Cualquiera que se lo propusiera lo descubriría enseguida. Game Town iba a contratar a FlynnSoft para gestionar su servicio de suscripción mensual de videojuegos. ¿Pero quién iba a confiarle su dinero a una compañía donde ocurrían esos desfalcos? Sin duda, Jonah no lo haría, si estuviera en la posición de Game Town.
Necesitaba arreglar las cosas con rapidez. Podía hacer unos cuantos movimientos y reponer el dinero de su propio bolsillo. Sacaría a su hermano de su escondrijo después. Quizá, le obligaría a vender su preciado deportivo. O, tal vez, incluso, le haría trabajar de verdad en FlynnSoft, pero gratis, hasta que hubiera pagado su deuda.
Porque eso estaba claro, Noah saldaría su deuda. Cuando terminara con él, su hermanito desearía haber ido a la cárcel, en vez de eso.
Pero él no podía llamar a la policía. No podía hacerle eso a su madre. Angelica Flynn tenía una enfermedad degenerativa de corazón y no podía soportar demasiado estrés. Si Noah, quien era su hijo favorito, terminaba en la cárcel, le daría un infarto. Y, si encima descubría que lo había denunciado su propio hermano, se caería muerta de todas formas de la vergüenza y el dolor. Al final, sería todo culpa de Jonah. Y él se negaba a representar el papel de malo de la película.
Podía ocuparse de su hermano sin que su madre se enterara de nada.
Por suerte, FlynnSoft era una compañía de videojuegos privada y él era su único jefe. No tenía que responder ante accionistas, ni podían despedirlo. No tenía que darle explicaciones a nadie. Nadie sabía mejor que él cómo dirigir su compañía. Taparía el agujero que había dejado su hermano de una forma u otra. Sus empleados se lo merecían. Y se habían ganado el dinero que el nuevo contrato les supondría. Si Noah no lo hubiera estropeado todo, claro.
Qué desastre.
Jonah posó la vista en la foto enmarcada que tenía sobre la mesa. En ella, una mariposa azul estaba bronceándose al sol sobre una mata de flores amarillas.
A la gente le había extrañado mucho ver esa imagen en su despacho. Jonah no era un amante de la naturaleza exactamente. Se había pasado toda la adolescencia concentrado en los videojuegos y en las chicas, de los cuales había disfrutado en el cómodo escenario de su dormitorio.
No podía contarle a nadie por qué tenía allí esa foto. ¿Cómo explicar una noche así? No le creerían. Si no fuera por la prueba que tenía en su propia piel, incluso él habría pensado que se había tratado de una alucinación fruto del tequila. Bajó la mirada a su mano derecha, al tatuaje que llevaba impreso entre el dedo índice y el pulgar. Acarició el dibujo como había hecho esa noche con la sedosa piel de aquella mujer. Era la mitad de su corazón. La otra mitad había desaparecido con la mujer de la máscara de mariposa. No había imaginado que una fiesta de carnaval de la empresa acabaría en la noche más sensual y maravillosa que había vivido jamás.
Lo que no podía comprender era cómo había decidido que dejarla marchar había sido buena idea.
Había sido un idiota, se dijo Jonah. Había salido con toda clase de mujeres y nunca había sentido nada parecido por ninguna. Por primera vez, conocía a alguien que realmente le interesaba y la dejaba escapar.
Con un suspiro de frustración, trató de concentrarse. Hasta que Noah regresara, necesitaba reponer el dinero de alguna forma. Buscó el número de su contable, Paul. Le pediría que vendiera algunas acciones y activos para conseguir liquidez. Aunque igual harían falta unos cuantos días para eso. Mientras, tenía que encontrar la manera de entretener al auditor que Game Town iba a enviar. Si era un hombre, Jonah sacaría sus oxidados palos de golf del armario y lo llevaría al campo. Le invitaría a una copa, a cenar. Quizá, incluso, conseguiría distraerlo lo suficiente como para que no encontrara la discrepancia en los libros.
Si se trataba de una auditora, usaría una táctica diferente. Echaría mano de todo su encanto. Desde los quince años, siempre se había salido con la suya con las mujeres. La invitaría a cenar y a tomar algo. Unas cuantas sonrisas, contacto ocular y un puñado de cumplidos. Si lo hacía bien, conseguiría que ella se derritiera y apenas pudiera recordar su propio nombre. Y menos aún fijarse en si faltaba dinero en las cuentas.
De una forma u otra, lograría salvar el obstáculo y cerrar el trato con Game Town, pensó, y tomó el teléfono para llamar a Paul.
Su jefe era un sádico. No había otra explicación para que la enviara a FlynnSoft durante dos o tres semanas. Podía haber mandado a cualquier otro, pero no. Le había dicho que ella era la única capaz de manejarse en ese ambiente.
Encendió la luz del vestidor, tratando de elegir qué ponerse. Tim solo quería verla sufrir. Ella quería pensar que había sido contratada por sus notas sobresalientes en la Universidad de Yale y por las cartas de recomendación de sus profesores. Pero tenía la incómoda sospecha de que su padre había tenido mucho que ver.
Era obvio que a Tim le molestaba que le hubieran metido con calzador a una niña rica en su departamento contra su voluntad. Y disfrutaba haciéndola pagar por ello. Pero Emma estaba decidida a no darle esa satisfacción. Iba a hacer un buen trabajo. No se dejaría arrastrar por la actitud hippie de FlynnSoft. No se convertiría en una marioneta de Jonah Flynn ni de su seductora sonrisa.
Aunque tampoco esperaba que el atractivo director de FlynnSoft perdiera tiempo en mirarla. Emma no era fea, pero había visto en la prensa del corazón una foto de Jonah saliendo de un restaurante del brazo de un bella modelo de lencería. Ella no podía competir con abdominales de acero y pechos de silicona. Un tipo como Jonah Flynn no tenía interés para ella, de ninguna manera. Era todo lo que su madre, Pauline, le había dicho que debía evitar en un hombre. Decenas de veces le había recordado que no debía cometer los mismos errores que Cynthia. Su hermana mayor no había muerto a causa de sus malas decisiones, un accidente de avión había tenido la culpa de eso. Pero cuando, después de su muerte, su familia se había enterado de las cosas que Cynthia habían hecho en vida, se habían escandalizado. Como resultado de eso, Emma había sido educada como el opuesto de su hermana.
Si Tim era sincero, esa era la razón por la que le habían dado ese empleo. Dee, aunque competente, era una mujer atractiva, alta y delgada, que se dejaba distraer con facilidad por los hombres. Si Flynn la miraba, sin duda, se convertía en gelatina. Pero los auditores financieros no podían convertirse en gelatina.
Emma miró dentro de su armario. Aunque FlynnSoft era pionero en crear un ambiente de trabajo informal, ella no pensaba presentarse con vaqueros y chanclas. Aunque resultara un bicho raro en medio de tantos diseñadores de software con aspecto hippie, iba a ponerse uno de sus trajes de chaqueta con zapatos de tacón. Eligió un conjunto gris oscuro y una blusa azul claro y sonrió. Había algo en el olor de una blusa limpia y bien planchada y un traje a medida que le llenaban de seguridad en sí misma.
Era justo la armadura que necesitaba para entrar en batalla con Jonah Flynn.
En realidad, batalla no era una palabra adecuada, se dijo. Él no era el enemigo. Era un potencial aliado de Game Town. FlynnSoft había conseguido diseñar un sistema sólido y eficiente para gestionar las suscripciones y otras compras relacionadas con su adictivo juego online, Infinity Warriors. Recientemente, habían ofrecido sus servicios de gestión de suscripciones a otras empresas que necesitaban ayuda para manejar su creciente número de usuarios. Eso permitía a pequeñas empresas de software centrarse en el desarrollo de juegos y dejar que FlynnSoft se ocupara de la parte administrativa.
Antes de firmar contratos, las compañías acostumbraban a pasar por una revisión contable para asegurar que todo estuviera correcto. Carl Bailey, el hombre que había fundado Town Game hacía veinte años y encabezaba en el presente la junta ejecutiva, odiaba las sorpresas.
Aunque FlynnSoft tenía buena reputación, el viejo desconfiaba por naturaleza de una empresa donde los trabajadores no llevaban traje ni corbata. Emma tenía que revisarlo todo al detalle. Sabía que le darían todo lo que necesitara para hacer su trabajo, pero de todas maneras a nadie le gustaba que auditaran sus cuentas. Era como si llevara un cartel en la frente que dijera: «Puedo arruinarte la vida».
Sin embargo, ella no estaba de acuerdo. Solo podía hacer daño a la gente al sacar a la luz sus propios errores. Si eran buenos chicos, no podía arruinarles la vida. Su madre le había repetido eso muchas veces cuando era adolescente: «Nunca digas o hagas nada que no quieras ver impreso en la portada de un periódico».
Antes de que su hermana Cynthia hubiera muerto en un accidente de avión, había estado prometida con el director del New York Observer, Will Taylor. También era el socio de su padre, George. Durante toda su infancia, los repartidores habían dejado cada mañana ese diario en su puerta y Emma había vivido con miedo de que algo que hubiera hecho saliera publicado. Los escándalos de la única hija que les quedaba a los Dempsey se hubieran ganado una primera página.
Por el momento, no se había metido en ningún lío.
Con una rápida mirada al reloj, Emma cerró el armario y empezó a prepararse.
Tras treinta minutos, Emma se echó un último vistazo ante el espejo. Se había recogido el pelo en un apretado moño. Después de que David se hubiera mudado, se lo había cortado por los hombros, pero todavía lo tenía lo bastante largo como para recogérselo. Su maquillaje estaba impecable, ligero y discreto. Todavía podían verse las pecas de su nariz, las cuales odiaba.
El traje no le quedaba ajustado, debido a su reciente pérdida de peso inducida por el estrés. La blusa que llevaba era de un colorido tono azulado y, lo más importante, el cuello era lo bastante alto como para ocultar su tatuaje. El medio corazón que se había tatuado justo encima de un pecho no era la única evidencia de esa noche en que se había dejado llevar. Pero, por el momento, era la más difícil de esconder. Pronto, sin embargo, eso cambiaría.
Como un pequeño diablillo, Harper le había susurrado al oído que se divirtiera esa noche. Y ella lo había hecho, sin duda. No había pretendido llevar las cosas tan lejos, pero aquel hombre enmascarado tenía algo especial a lo que no había podido resistirse. Había terminado teniendo sexo con él en el cuarto de la lavandería de la fiesta y se habían lanzado juntos a las calles de Nueva York en busca de aventura.
Cada vez que Emma metía la ropa en la lavadora, las mejillas se le sonrojaban. Había hecho todo lo posible para olvidarse de ello y el tequila se había encargado de convertir aquella experiencia en un recuerdo borroso, como un sueño. Pero, aun así, no podía dejar de recordarlo. Si no hubiera sido por la venda en el pecho cuando levantó a la mañana siguiente, se podía haber convencido de que se lo había imaginado todo.
Pero no había sido así. Se había dado permiso para hacer todo lo que había deseado hacer. Había dejado que las palabras de David le calaran demasiado hondo y había puesto toda su vida en duda. Hacía todo lo que se suponía que debía hacer una mujer educada y de buena familia. Era correcta en su forma de hablar, elegante y culta. Hacía bien su trabajo. Emma no necesitaba de una noche de desinhibición para comprender que su vida ordenada y aburrida no tenía nada de malo. No quería ser como su hermana mayor, que se había dejado llevar por sus impulsos pasionales y había dejado a su familia hundida en el escándalo después de su muerte. Aunque ella solo se hubiera soltado la melena una vez, esa noche bastaba para tener repercusiones en toda su vida. Podía mantenerlo en secreto por el momento, pero antes o después todo el mundo lo descubriría.
Y, por supuesto, ahí estaba el tatuaje. Emma había pensado en quitárselo, aunque había decidido mantenerlo como recordatorio de lo peligrosas que podían ser las decisiones equivocadas. Así, si alguna vez en el futuro se le volvía a ocurrir lanzarse a la aventura, con un solo vistazo al tatuaje le recordaría que era una mala idea. No pensaba volver a dejarse arrastrar a terreno resbaladizo. No quería acabar siendo como su hermana y avergonzar a su familia, por mucho que estuviera disfrutando del momento.
Ya que había decidido dejarse el tatuaje, tenía que ser especialmente cuidadosa de que nadie lo viera, sobre todo, en el trabajo. O su madre, que pensaba que los tatuajes eran algo de delincuentes y motoristas. En las últimas semanas, se había comprado un montón de atuendos de cuello alto. Emma se alegraba de haberse tatuado en un sitio que podía ocultarse con facilidad y no en la mano, como había hecho su héroe enmascarado.
Había estado en la fiesta de FlynnSoft, así que podía ser un empleado, igual que Harper. Suponía que, en un ambiente de trabajo relajado e informal como el de su empresa, llevar un tatuaje no sería problema. Igual era lo más habitual.
Esa era otra razón por la que estaba nerviosa.
En cualquier momento, él podía aparecer. Podía ser un ingeniero, un programador, incluso un contable. No sabía nada sobre él y no tenía forma de reconocerlo, aparte del tatuaje. Le había contado algunos detalles de esa noche a Harper y su amiga había estado desde entonces alerta para ver si podía averiguar su identidad. Sobre todo, cuando le había confiado cuáles habían sido las consecuencias de su locura. Pocas semanas después de la fiesta, en una cena familiar, Emma había echado un vistazo al jamón ahumado y había tenido que salir corriendo a vomitar al baño. ¡Estaba embarazada de su héroe anónimo! Y no tenía manera de contactar con él y hacérselo saber.
En los últimos tres meses, Harper no había encontrado a nadie con la mano tatuada en FlynnSoft, al menos, en los departamentos de contabilidad o marketing, donde su amiga pasaba la mayor parte del tiempo. Eso significaba que Emma estaba sola con su bebe, le gustara o no. Pronto, se lo diría a su familia. Cuando ya no pudiera seguir ocultando su vientre hinchado.
Tras otra mirada al reloj, se dijo que no podía seguir retrasando lo inevitable. Se pasó los dedos por el pelo y agarró el bolso. Bajando la vista, decidió abotonarse el último botón de la blusa.
Por si acaso.