Capítulo 7
EL ORDEN EN SOCIEDADES EN PROCESOS DE REESTRUCTURACIÓN
Transición, consolidación y democracia: algunas precisiones conceptuales (107)
Las transiciones de la dictadura a la democracia fueron parte de un proceso generalizado en la región a partir de 1978-1979. Desde entonces han transcurrido poco más de treinta años, lapso durante el cual América Latina ha sostenido una singular etapa –para la mayoría de los países, sin precedentes– de continuidad jurídico-política del régimen democrático. Incluso, en aquellos países que en los años sesenta y setenta no tuvieron regímenes dictatoriales (México, Colombia, Venezuela, Costa Rica), hubo significativos momentos de democratización que se sumaron a las transiciones en curso en los otros países.
En buena parte de la región se produjeron importantes crisis que incluso terminaron con gobiernos. Pero estas crisis no interrumpieron –a diferencia del pasado– la vigencia del régimen democrático –el caso de Honduras, con algunas particularidades que señalaremos más adelante, es tal vez el más reñido. Empero, continuidad jurídico-política no ha sido sinónimo de consolidación de la democracia.
Como es obvio, la idea y la práctica de la democracia no ha tenido, siempre y en todos los casos, el mismo significado. Y esto porque el concepto democracia designa un fenómeno histórico complejo, multidimensional y, por añadidura, en las sociedades occidentales asociado a un valor pretendidamente positivo y universal, especialmente después de 1945. Desde un punto de vista teórico, pueden identificarse al menos dos corrientes de interpretación de la democracia: una filosófica y prescriptiva –algo así como el deber ser de la democracia– y otra empírica y descriptiva –aquello que la democracia realmente es–. Dentro de esta última corriente, quizá la más frecuentada en los estudios sobre las transiciones, ha prevalecido una concepción que pone el énfasis en los procedimientos. Es decir, se trata de una concepción que se detiene en la observación del funcionamiento de las instituciones: libre accionar de los partidos políticos, elecciones periódicas sin restricciones o prohibiciones, condiciones de alternancia en el ejercicio del poder, etc (108).
Otra acepción frecuente añade la dimensión económico-social, que refiere a la atención por parte del Estado de las crecientes demandas de ampliación de las formas y los mecanismos de participación en la toma de decisiones, de desarrollo económico y de una distribución lo menos desigual posible (o, como muchos prefieren decir, equitativa). Desde esta perspectiva, la democracia es vista como un sistema de continua expansión en materia de libertades políticas, procedimientos de participación y de decisión, que combinan los representativos con los directos y semidirectos, y procedimientos eficaces para la superación de las desigualdades sociales.
En la década de 1980 surgió una especial preocupación por comprender también el momento de consolidación de los regímenes democráticos. Así, transición y consolidación son dos conceptos que han ido juntos en la reflexión teórica y política. En una de sus acepciones, la consolidación es entendida como la instancia de formulación y realización de condiciones políticas, económicas, sociales y culturales que, en conjunto, hacen más factible la estabilidad de la democracia (109).
Ahora bien, la historia más reciente de América Latina muestra que la estabilidad de la democracia política como indicador de su consolidación es un concepto limitado. La institucionalización de las elecciones (junto con la ausencia de poderes de veto sobre las autoridades electas), tal la definición de Juan Linz, ampliamente difundida en las ciencias sociales (“the only game in town”), es un concepto mínimo muy útil para algunas mediciones, pero puede ser muy poco explicativo de las actuales democracias con exclusión social y pobreza. Asimismo, interesa advertir que aun cuando tales mediciones se planteen en términos procesuales, la consolidación no es un proceso que, en ausencia de obstáculos, avanza irrestricta y técnicamente hacia un tipo (¿ideal?) de democracia plena.
Ambas instancias, la de transición y la de consolidación, pueden pensarse como etapas diferentes de un mismo proceso de mediana duración, conflictivo y nunca lineal. En efecto, algunas interpretaciones de la democratización de la década de 1980 la han definido como un proceso histórico por el cual se pasa de una situación de dictadura a una de pluralismo, que no se agota en la liberalización del sistema político. Afines a estas interpretaciones son aquellas que abonan la perspectiva sociológico-histórica y que, a diferencia de otras más centradas en los comportamientos, actitudes y expectativas (en definitiva, en los actores y sus acciones), se preocupan por estudiar los conflictos, el devenir y el cambio de las condiciones estructurales que hacen posible la afirmación de la democracia.
En esta línea se ubican algunas visiones construidas a partir de la obra pionera de Barrington Moore (1973), las cuales entienden a la democracia como un proceso histórico complejo. Es precisamente esta perspectiva la que aquí asumimos, pues creemos que la debilidad estructural de la democracia en América Latina obliga a prestar atención a condiciones sociohistóricas múltiples, y no solo a las dimensiones relativas a los procedimientos. Así, somos tributarios de la proposición marxiana, retomada más tarde por Moore (1973: 359), según la cual una burguesía urbana “vigorosa e independiente ha sido un elemento indispensable en el desarrollo de una democracia parlamentaria. Sin burguesía no hay democracia” [liberal]. Empero, la cuestión es más compleja, porque, históricamente hablando, no es cierto que la burguesía fue, es o debe ser constitutivamente democrática. De hecho, a escala planetaria, la construcción de regímenes políticos burgueses democráticos no ha sido la regla. El mismo Moore ha mostrado elocuentemente la existencia de las que llamaba vía revolucionaria (democrática) y vía reaccionaria (fascista) a la construcción de la dominación política en sociedades capitalistas. También Karl Polanyi (1992) se ha ocupado de mostrar la compleja relación entre capitalismo y democracia.
Asumida esta perspectiva, es menester detenerse otra vez, brevemente, en la noción de transición. En general, esa noción ha sido pensada para analizar los procesos que se iniciaron en una situación de dictadura o de régimen no democrático y que finalizaron cuando, en el nuevo marco institucional, se agotó la secuencia de elecciones libres, asunción del Gobierno por parte del partido y los candidatos vencedores, aprobación de una nueva Constitución (en general, aunque no siempre), que acentuó aspectos sustanciales y reforzadores de la democracia, y traspaso de los atributos del poder a otro presidente, también elegido libremente (con la eventual variante de la discutible ventaja de la reelección, como en Argentina y Brasil). Otras visiones consideran como condicio sine qua non una tercera sucesión democrática (si bien en algunos análisis ella es considerada parte de la consolidación).
La conceptualización de la transición (y la consolidación) es aún más controvertida si se añade el requisito de alternancia partidaria o si se observan los términos de la sucesión, es decir, si se observa cuántos presidentes realmente traspasaron el mando en tiempo y forma (como se sabe, hubo sucesiones que produjeron por impeachment (110) o por renuncia forzada) o si se observan detenidamente los términos de la estabilidad democrática en casos muy particulares, como Perú, donde un presidente constitucional clausuró el Congreso.
Otras visiones sostienen que el concepto transición (y consolidación) debe contemplar, además, ese momento en el cual las condiciones impuestas por el régimen anterior desaparecen. Es decir, cuando el poder civil democrático no encuentra, para su ejercicio, ninguno de los condicionantes originados en el ejercicio de la dictadura e impuestos por esta en su retirada, como tampoco encuentra intentos por parte de las Fuerzas Armadas de cuestionar las decisiones que afectan sus intereses. Al respecto, las visiones de Manuel Garretón (1995) y Tomás Moulian (1997), que revisaremos más adelante, en referencia al caso de Chile, resultan esclarecedoras (111).
A efectos de una mayor precisión de los conceptos, es necesario distinguir entre transición de la dictadura a la democracia, cambio de régimen político y primer Gobierno posdictadura o democrático. La transición de la dictadura a la democracia es un proceso, de extensión temporal variable, iniciado en situación de dictadura y generado por diferentes razones, como protesta popular, disenso o fractura dentro de las Fuerzas Armadas, derrota política –y excepcionalmente, militar– de un proyecto de la dictadura, acción concertada entre partidos políticos de oposición, negociaciones de estos con las jefaturas militares. El cambio de régimen político se produce cuando la dictadura deja de tener vigencia, y con ello también las características sustancialmente distintivas de ese tipo de régimen, y cede lugar, en buena proporción, a las características que, antagónicamente, son propias de la democracia: libertad de asociación, de opinión, de prensa y de funcionamiento de los partidos; pluralismo político e ideológico; separación de los poderes del Estado (por lo general, no total); observancia –no exenta de limitaciones– de los derechos humanos; realización de elecciones libres, sin proscripciones. El primer Gobierno posdictadura o democrático es, obviamente, el que se ejerce –en las condiciones de cambio de régimen recién señaladas– tras la consagración de los candidatos triunfantes en elecciones realizadas todavía bajo un Gobierno militar. El ejercicio del poder por parte de este Gobierno puede tener más o menos condicionamientos, heredados de la dictadura, por lo cual es importante observar qué actitud adopta el Gobierno frente a ellos.
Así, el concepto transición puede ser ambivalente, esto es, puede aludir tanto a la fase terminal del régimen dictatorial, en la que los sujetos políticos en retirada disponen medidas atenuantes del ejercicio duro del poder, cuanto a la fase de cambio de régimen político y de construcción de un nuevo Gobierno posdictadura. En este sentido, las dos primeras instancias corresponden a situaciones de vigencia de la dictadura, mientras que la tercera, obviamente, refiere a la posdictadura.
Cualquiera sea el concepto de transición y de consolidación que se tome para evaluar los procesos de democratización en América Latina, es evidente que ellos son un aspecto formativo de las democracias actuales. Y si para su estudio riguroso se aíslan algunos rasgos y se asume una definición procedimental, no debe perderse de vista la visión de conjunto, histórica y de larga duración.
En 1980, en el Congreso Internacional sobre los Límites de la Democracia, realizado en Roma, Jorge Graciarena se pronunció enfáticamente sobre la necesidad de un análisis integrador de las dimensiones social, política e histórica de la democracia. Allí, Graciarena (1985: 192) hizo un planteo metodológico preciso: “Los tratamientos parciales se explican en gran parte por esta dificultad derivada de la índole multifacética que le es propia. Sin embargo, hay tres elementos que deberían estar integrados en cualquier interpretación que pretenda ser abarcadora de lo que significa el fenómeno democrático. Ellas son la dimensión social, [la] política [y la] histórica de la democracia, cuyas conexiones recíprocas son las que le dan su densidad y sentido concreto. La conjunción de estas dimensiones es lo que permite observar el grado en que la democracia constituye una formación histórica que ha penetrado en la sociedad (clases sociales) y en el Estado (régimen político)”.
No obstante la precisión del planteo, la aplicación de esta metodología ha sido poco frecuente en los análisis posteriores y la mayoría de los estudios sobre transiciones han prestado poca atención a los condicionamientos históricos. Como ya se ha dicho en otro lado (Ansaldi, 2007a), las actuales democracias latinoamericanas han sido estudiadas más politicológica que sociológica e históricamente, es decir, el análisis se ha centrando en el funcionamiento del régimen democrático antes que en las condiciones sociales de posibilidad y de realización.
Muy probablemente, el interés por dejar de lado el reduccionismo economicista ha llevado, al socaire de alguna moda, a tal reduccionismo politicista. Al respecto, en pleno auge del neoliberalismo, Guillermo O’Donnell (1995: 170), señaló a modo de balance de los estudios realizados hasta ese momento: “Yo diría que fuimos demasiado politicistas. Estábamos tan obsesionados por el problema político, que no tuvimos en cuenta algunas variables sociales y económicas que deberíamos haber considerado. [...] Finalmente, cuando vinieron las democracias, buena parte de los intelectuales se incorporaron a los gobiernos, donde la dependencia se vivía pero mucho no se la mencionaba; y, como muchos otros se comprometieron a decir que la dependencia había sido una moda que degeneró mal, ni la palabra ni el tema se recuperaron. [...] [C]omo las brujas, dependencia, haber, la hay (y en grados insólitos). No solo, y recuperando el análisis de Cardoso y Faletto, en cuanto al impacto formador que tiene lo que, a raíz de ese vínculo, hacen y dejan de hacer esos gobiernos, las clases dominantes locales y las estructuras sociales y de poder. Creo que esa definición de dependencia (y no la puramente externalista, à la Gunder Frank), que también atiende a las transformaciones nacionales de clase, está vigente como nunca e intento recuperarla. [...] Es como que el lenguaje de los ochenta se ha hecho ‘casto’. Una serie de palabras, como dependencia, clase, en otro tiempo Estado, ha sido abandonada; ahora hablamos de ‘administración Clinton’, ‘administración Menem’, las clases son ‘sectores’. Este ‘lavaje’ del lenguaje es un dato interesante de una enorme hegemonía neoconservadora. Todos aquellos que dominan prefieren no usar la palabra “dominación”. El problema es cuando los dominados o los terceros que no tendrían por qué aceptar ese lenguaje, aceptan que alegremente se llame leverage al poder”.
Aquí tomamos nota del balance de O’Donnell pero más enfáticamente señalamos la necesidad de recuperar conceptos y categorías en desuso y la necesidad de hacerlo, como en las décadas de 1960 y 1970, desde una perspectiva latinoamericana. No para tomarlos litteratim, como si la historia se hubiese petrificado, sino precisamente para renovar el utillaje teórico-conceptual con el cual analizamos nuestras sociedades. Al respecto, el análisis integrador que proponía Graciarena es una herramienta valiosa.
Tomás Moulian (2004: 61) afirma que “[h]ablar de democracia es siempre intelectualmente riesgoso”, siendo necesario “entrar en un campo de lucha político-teórica donde se disputa por la interpretación de ciertas prácticas sociales y por construir sus conceptos”. Bueno es, entonces, asumir ese “riesgo intelectual”. Desde nuestra perspectiva, la tarea requiere unir inescindiblemente dos perspectivas, la teórico-conceptual y la histórico-empírica. En Ansaldi (2007a), esta proposición, que parece una verdad de Perogrullo, se enuncia más fácil y rápidamente de lo que implica hacerla efectiva. Ella plantea, adicionalmente, otro problema, el de la traductibilidad de las categorías.
Antonio Gramsci prevenía también contra la tendencia a falsear la realidad para adecuarla a la teoría previa del analista, cuando protestaba contra esa “concepción histórico-política escolástica y académica, para la cual es real y digno solo aquel movimiento que es consciente al ciento por ciento y que más bien es determinado por un plano minuciosamente trazado con anticipación o que corresponde (lo que es lo mismo) a la teoría abstracta. Pero la realidad es rica en las combinaciones más raras y es el teórico quien debe, en esta rareza, encontrar la prueba de su teoría, ‘traducir’ en lenguaje teórico los elementos de la vida histórica y no, viceversa, presentarse la realidad según el esquema abstracto” (Gramsci, 1975: II, 332). Su conclusión es que “toda verdad [categoría, podemos decir], aun siendo universal y aun pudiendo ser expresada con una fórmula abstracta, de tipo matemático (para la tribu de los teóricos), debe su eficacia a ser expresada en los lenguajes de las situaciones concretas particulares: si no es expresable en lenguas particulares es una abstracción bizantina y escolástica, buena para entretenimiento de los rumiadores de frases” (Gramsci, 1975: III, 1134).
La advertencia viene a cuento, entonces, de nuestra propuesta de estudiar el proceso de construcción de la democracia en América Latina, tanto en el terreno conceptual –qué se entiende por democracia– como en el histórico –cómo ha sido y cómo es ese proceso–, y donde se constata lo señalado por Frank Tannenbaum treinta años atrás: “Las formas de dominación autoritaria atraviesan como un hilo conductor la historia de América Latina. Dictadores y regímenes militares, revoluciones palaciegas y golpes de Estado, violencia y dominación violenta han sido siempre una constante política en el subcontinente americano, en donde las fases de Gobierno democrático constituyen más la excepción que la regla” (apud Mols, 1987: 9-10).
En efecto, ya hemos señalado que, en nuestra región, la democracia –representativa, liberal o capitalista, como se quiera– es una idea implantada por grupos en general nada o escasamente burgueses, que han tratado de acomodarla, toda vez que les fue posible, a la cerrada defensa de sus intereses particulares, en claro contraste con las burguesías de Europa, cuyos intereses de clase habían constituido, como agudamente observara Sérgio Buarque de Hollanda, el centro de la lucha contra la aristocracia. El drama de América Latina es que la democracia burguesa, proclamada como objetivo, ha carecido, históricamente, de su sujeto principal, la burguesía democrática.
La democracia es un régimen político, sí, pero en sociedades divididas en clases, como las nuestras, es también, y sobre todo, una forma histórica de la dominación político-social de clase. El contenido y los mecanismos de esa dominación difieren según la clase, e incluso la fracción de clase, que detenta el poder. Al respecto, José Sánchez-Parga (2005) señala: “Al fundarse en el principio de una igualdad de derecho, la democracia da lugar a todas las luchas y conflictos por la igualdad de hecho. […] En este sentido, el conflicto social es siempre doblemente reivindicativo y democrático, ya que su demanda de mayor libertad y participación social en la producción y distribución de la riqueza, constituye el principal desafío para la democracia, puesto que fuerza al mismo orden democrático a una constante y mayor democratización de la sociedad; le impone desarrollos y cambios en las mismas instituciones democráticas, en la medida que estas tratan y resuelven la conflictividad social”.
Y tras indicar que el conflicto social es siempre profundamente democrático y la democracia se fundamenta en el conflicto social, el mismo Sánchez Parga (2005; itálicas del autor) señala que si bien las demandas y las reivindicaciones del conflicto social y democrático pueden ser compartidas entre las distintas clases, grupos y sectores sociales, tal circunstancia “no impide que los intereses propios de las diferentes reivindicaciones puedan, en el marco de la lucha de clases, entrar en conflicto entre ellos y por consiguiente convertirse en objeto de negociaciones en el marco de un orden democrático”. En definitiva, el problema de la democracia no se reduce a la observancia de un conjunto de libertades fundamentales, derechos y obligaciones. El problema fundamental de la democracia, como la de todo orden, es el problema del poder: quién lo ejerce, cómo lo ejerce y a favor de quién lo ejerce.
Respecto de esto último, Ellen Meiksins Wood (2000: 269; itálicas de la autora) señala que “[e]n la actualidad nos hemos acostumbrado a definir la democracia menos (si es que lo hacemos) en términos de un Gobierno por el demos o poder popular, que en términos de las libertades civiles, libertad de palabra, de prensa y de reunión, tolerancia, la protección de una esfera privada, la defensa del individuo o la ‘sociedad civil’ contra el Estado, etc. […] Todas estas son virtudes admirables. […] Pero específicamente tienen poco que ver con la democracia. Notablemente ausente de este catálogo de características democráticas está precisamente la virtud que da a la democracia su significado específico y literal: el Gobierno por el demos”.
Desde el punto de vista de las “virtudes” de la democracia, es innegable que la región ha conseguido tener elecciones periódicas, en muchos casos limpias y transparentes (si bien hubo casos como el del sonado fraude en las elecciones presidenciales peruanas de 2000 o el triunfo bien amañado de Jean-Bertrand Aristide en Haití, entre otros); alternancia de partidos en el ejercicio del Gobierno (en la mayoría de los casos, incluido México, donde la hegemonía absoluta del PRI, verdadero partido-Estado, se había prolongado a lo largo de siete décadas e incluido Paraguay donde el triunfo de Fernando Lugo terminó con seis décadas de gobiernos colorados); y unas Fuerzas Armadas sin injerencia en las decisiones políticas o con tendencia a subordinarse al poder civil (como en Chile), si bien los golpes en Ecuador, Venezuela y Honduras ponen en cuestión esta afirmación.
Pero, desde ese mismo punto de vista procedimental, es innegable también que, incluso cuando la división de poderes está estatuida constitucionalmente en todos los países, hay significativos avances del Ejecutivo sobre el Legislativo y el Judicial en buena parte de ellos, si no en la mayoría. El presidencialismo se ha acentuado, y en algunos casos se ha reforzado por la introducción de la cláusula constitucional que permite la reelección inmediata. Según informaba Corporación Latinobarómetro en 2007, América Latina vivía una “fiebre reeleccionista”. En Brasil, Colombia y Venezuela los presidentes Luiz Inácio “Lula” da Silva, Álvaro Uribe y Hugo Chávez lograron la reelección inmediata; en 2009, a esta nómina se sumó Evo Morales, quien también logró su reelección inmediata. El reeleccionismo continuó más allá: en Ecuador, Rafael Correa asumió en 2007 y renovó su mandato en 2009, vigente hasta 2013, cuando podría, constitucionalmente, aspirar a una reelección; en Argentina, Cristina Kirchner, electa en 2007, logró la reelección inmediata en 2011; y en República Dominicana, Leonel Fernández está en el poder desde 2004, con un mandato que expira en 2012 (y antes había ocupado la presidencia entre 1996 y 2000). Asimismo, en Costa Rica, Nicaragua y Perú fueron electos los ex presidentes Óscar Arias (1986-1990 y 2006-2010), Daniel Ortega (1985-1990 y en el poder desde 2007) y Alan García (1985-1990 y 2006-2011), respectivamente. Finalmente, en el convulsionado Haití, Jean-Bertrand Aristide ocupó el cargo de presidente en 1991, entre 1993 y 1996, y entre 2001 y 2004; y René Préval lo hizo en los períodos 1996-2001 y 2006-2011.
Asimismo, el Poder Legislativo ha perdido fuerza por la práctica de gobernar por decreto, que muchos presidentes han adoptado y exacerbado. La administración de la justicia está altamente subordinada a los intereses políticos (en primer lugar, los gubernamentales) y hay situaciones de generalizada inobservancia de las disposiciones legales, tanto en lo que atañe a los derechos como a los deberes. Sobre la calidad de la ciudadanía, puede decirse que su dimensión política prácticamente tiene extensión universal, pero se asiste a una licuación del ciudadano en mero votante, cuando no en abstencionista. Y aunque para la mayoría de los ciudadanos el significado de la democracia está asociado a la ecuación un ciudadano = un voto, también se observa una marcada pérdida de confianza en instituciones centrales de la democracia liberal –como los partidos políticos, el Congreso Nacional, el Poder Judicial– y en la policía.
A la situación descripta no es ajena la corrupción estructural, que se potenció con la generalización de la globalización neoliberal-conservadora. Si los niveles de corrupción ya eran excepcionalmente altos –particularmente en los casos más estridentes de la Colombia dominada por el narcotráfico, el México hegemonizado por el PRI y el Paraguay stronista–, en la década de 1990 su influencia se generalizó. La novedad respecto del pasado no es tanto la expansión de la corrupción sino su mayor visibilidad. Esta mayor visibilidad se observa tanto en los casos de presidentes pertenecientes a partidos tradicionales (como Carlos Andrés Pérez, en Venezuela; Carlos Menem, en Argentina, y Carlos Salinas de Gortari, en México), como en los de reales o supuestos outsiders de la política (casos de Fernando Collor de Mello, en Brasil; Alberto Fujimori, en Perú; Abdalá Bucaram y Jamil Mahuad, en Ecuador). La corrupción también afectó a los denominados “nuevos gobiernos”, siendo el caso más sonado el de Lula en Brasil.
En el período 2006-2010, mientras que los partidos políticos han tenido (en promedio) un índice de 20% de confianza, los medios de comunicación de masas han ostentado (también en promedio) altos niveles (radios, 55%; televisión, 48%, y diarios, 45%) (Informe Latinobarómetro, 2011: 52). Esta circunstancia no debe tomarse ligeramente: las empresas de medios masivos no escaparon a la creciente concentración de la propiedad y por lo tanto la creación de verdaderos imperios de medios de comunicación de masas ha reducido tanto las posibilidades de un efectivo pluralismo como calidad de la ciudadanía, enfatizándose el carácter de consumidor de los individuos.
Como se ha dicho, la democratización no se agota en su dimensión política, sino que a ella se suma, de acuerdo con algunas visiones, la dimensión económico-social y la dimensión de participación directa. En este plano, la ampliación de las formas y los mecanismos de participación en la toma de decisiones han cobrado relevancia crucial en países como Bolivia, Venezuela y Ecuador, donde este cambio se expresó en procesos constituyentes y profundas reformas constitucionales que llevaron a la sanción de Cartas de nuevo tipo, como se verá más adelante, verdaderos procesos de radicalización de la democracia.
Las transiciones a la democracia
Las primeras transiciones: Perú y Ecuador
En Perú y Ecuador, las transiciones de la dictadura a la democracia tuvieron la particularidad de erigirse contra regímenes militares que, como se ha visto en el capítulo 4, tuvieron una impronta reformista. Un rasgo característico de estas transiciones, en comparación con las que les siguieron en la década de 1980, es que la democracia no se construyó por oposición directa a la dictadura, o mejor: la oposición a la dictadura no sirvió de fuente de legitimación para el cambio de régimen. El carácter reformista del militarismo restó fuerza a esa oposición.
En efecto, las dictaduras de Perú y Ecuador, esencialmente antioligárquicas, llevaron adelante un proceso de reformas en el que hubo redistribución de la renta, fundamentalmente por la vía del aumento del empleo, hubo planes sociales para los sectores rurales y urbanos, apoyo a la industria, modernización productiva, desarrollo de servicios públicos e infraestructura, etc. En breve, los militares peruanos y ecuatorianos impulsaron un tardío desarrollo capitalista, desarticulando el régimen oligárquico y su base material, el sistema de hacienda, con industrialización sustitutiva de importaciones y un fuerte contenido nacionalista. De hecho, respecto de Ecuador, Juan Paz y Miño Cepeda (2007) ha caracterizado el modelo de los militares como estatal-nacional-desarrollista.
En este marco, la transición fue planteada como un cambio necesario frente a la amenaza de una vuelta al pasado oligárquico en contextos de crisis económicas recurrentes, en particular en el caso de Perú. Así, las transiciones se produjeron comparativamente más temprano (respecto de los países del Cono Sur) y antes de que la deuda externa fuera un factor de crisis generalizado (cuestión que sí condicionó más fuertemente las transiciones en Bolivia, Argentina, Uruguay y Brasil).
En los dos países andinos, la transición comenzó, en rigor, en la segunda fase de la experiencia autoritaria, en la cual las tendencias conservadoras de las Fuerzas Armadas desplazaron a las reformistas. En Perú, la facción militar encabezada por el general Francisco Morales Bermúdez desalojó de la presidencia, en agosto de 1975, al general Juan Velasco Alvarado. En Ecuador –donde el reformismo fue menos radical–, en enero de 1976, el general Guillermo Rodríguez Lara fue reemplazado por un Consejo Supremo de Gobierno (un Triunvirato presidido por el almirante Alfredo Poveda) que frenó las reformas y acentuó la represión.
Un rasgo común entre los dos casos (y contrastante respecto de los países del Cono Sur) es el papel de las Fuerzas Armadas. Ellas condujeron el proceso, a tal punto que en Perú el general Morales Bermúdez habló lisa y llanamente de “transferencia de Gobierno, no de poder”. Dicho muy brevemente, en Perú, los militares tuvieron el aval del Gobierno para combatir a Sendero Luminoso y en Ecuador las Fuerzas Armadas han actuado desde 1979 como soporte y garante del orden constitucional, pero también como “última instancia” de decisión en los conflictos políticos.
En Perú, el golpe militar del 29 de agosto de 1975 encabezado por el general Morales Bermúdez inició la “segunda fase” de la Revolución Peruana, la cual, en verdad, constituyó el primer paso hacia la liberalización del régimen y la transición de la dictadura a la democracia. Inmediatamente después de asumir, y con el objetivo de neutralizar al movimiento sindical, principal sujeto de oposición política, el Gobierno militar hizo algunas concesiones a las fuerzas políticas tradicionales: restauración de la libertad de prensa, reducción de la intervención del Estado (y la consiguiente ampliación del mercado), restitución del diálogo con los partidos políticos (los de elites y de clases medias).
La economía había entrado en crisis como consecuencia de la recesión mundial iniciada en 1973, observable en el país en el aumento del endeudamiento externo y una fuerte retracción de los ingresos. En estas circunstancias, y frente a la reacción de los trabajadores, el régimen por entonces encabezado por Velasco Alvarado recurrió a la represión. Así, cuando Morales Bermúdez lo destituyó, lo hizo con amplios apoyos sociales.
Pero la crisis económica continuó y las presiones del FMI para hacer viables los empréstitos, con los cuales se pretendía paliarla, agudizaron los conflictos sociales. Entonces, Morales Bermúdez intentó, sin mayores éxitos, la implementación de un plan de ajustes estructurales sucesivos, al tiempo que la represión recrudeció.
En julio de 1977 hubo un paro nacional convocado por la CGT al que se plegaron tanto los trabajadores urbanos como los rurales. En este escenario, en mayo de 1978, Morales Bermúdez decidió convocar a una Asamblea Constituyente, encargada de elaborar un nuevo texto constitucional y preparar las condiciones para la transición. La Constituyente estuvo presidida por Víctor Raúl Haya de la Torre, quien murió al poco tiempo de concluida la tarea de la Asamblea. Aprobada en 1979, entre otras cuestiones, la nueva Carta universalizó el sufragio, al otorgar el voto a los analfabetos, dando rango constitucional a la última reforma del Código Electoral. Asimismo, mantuvo el sistema bicameral y prohibió la reelección presidencial.
Bajo el Gobierno de Morales Bermúdez, cinco mil dirigentes sindicales y obreros habían sido despedidos, quedando de este modo decapitado el sector mejor organizado del país y fortalecida la autoridad de los empresarios. En consecuencia, después de una huelga nacional convocada en 1979, no hubo acciones de envergadura por parte de los trabajadores.
En este contexto de desmovilización se produjo, en mayo de 1980, la aparición de Sendero Luminoso, según se ha visto en el capítulo anterior. Así, la violencia, que hasta entonces había enfrentado al Estado contra el movimiento obrero y sindical, ahora se instalaba bajo la forma de un conflicto entre el Estado y la guerrilla.
Pese a las acciones de Sendero Luminoso en Chuschi, las elecciones que marcaron el cambio de régimen se realizaron, como estaba previsto, el 18 de mayo. Triunfó Fernando Belaúnde Terry con Acción Popular, el mismo presidente depuesto doce años antes por el golpe que había iniciado la experiencia del reformismo militar. Con el 45% de los votos, el candidato se impuso holgadamente sobre su contrincante más serio, el aprista Armando Villanueva (que obtuvo el 27%).
Belaúnde intentó, infructuosamente, recrear las formas políticas del pasado. Pero la crisis económica (con niveles altísimos de inflación), la guerrilla y la corrupción estructural plantearon nuevos desafíos. A esto se sumaron dos elementos: la incursión del Ejército ecuatoriano en territorio peruano y los estragos causados por la corriente de El Niño.
El primer Gobierno de la transición se vio opacado, además, por la decisión del presidente de entregar a los militares poder político para reprimir la guerrilla senderista en algunas regiones del país.
A modo de balance, Rodrigo Montoya afirma que mientras en Ecuador –como se verá enseguida– “se creaba la CONAIE y se organizaba el mundo indígena desde abajo, en Perú se daba una situación por la cual si Sendero degollaba a diez personas las Fuerzas Armadas degollaban a veinte. Tres cuartos de los 70 mil muertos en la guerra eran indios. Sendero bloqueó las posibilidades de lo indio y del crecimiento de la izquierda. Todo lo que se había ganado en los años anteriores se perdió en los veinte años de violencia, de 1980 al 2000” (apud Zibechi, 2006b). La cuestión es bien relevante, en particular por la exitosa experiencia de Izquierda Unida en la alcaldía de Lima. Este partido se formó en 1980, bajo el liderazgo de Alfonso Barrantes. En 1983, Barrantes ganó las elecciones y asumió como alcalde de Lima. Su gestión (1984-1987) tuvo muchos logros y en las elecciones presidenciales de 1985 quedó en segundo lugar, detrás del candidato del APRA, Alan García. Pero en 1989, el partido se fracturó. En las elecciones de 1990, entre sus dos fracciones apenas superaron el 10% de los votos.
El Gobierno de García generalizó la represión como respuesta a las acciones de Sendero Luminoso.
La migración, creciente año a año, la destrucción de la infraestructura productiva y la falta de inversión externa fueron algunas de las consecuencias más notables de la generalización de la violencia. Al mismo tiempo, la crisis económica se intensificó: hubo caída del PBI, desequilibrios en la balanza de pagos y un proceso inflacionario que dejó a gran parte de la población en condiciones de miseria.
García implementó una política económica que derivó en un proceso hiperinflacionario sin igual en la historia de Perú. Durante su gestión hubo dos cambios de denominación de la moneda: el sol y el inti. El escenario fue favorable para la especulación y la corrupción, que alcanzaron niveles exponenciales. Hubo escasez de bienes de primera necesidad, cortes de energía y una ruina casi total de los servicios públicos.
En materia de violencia política, se registraron, entre 1986 y 1988, los momentos más álgidos del conflicto social. Las conocidas masacres de terroristas amotinados en distintos centros penitenciarios de la ciudad de Lima se produjeron precisamente en 1986. Es más, fue durante el Gobierno de García cuando se crearon verdaderos “escuadrones de la muerte” para llevar adelante la lucha contrainsurgente.
Como otros presidentes de la región, señalados como “neopopulistas”, García fue acusado de diversos cargos de corrupción, en su caso con el añadido de su vinculación con el narcotráfico. Pero el Partido Aprista contaba con mayoría en el Congreso, lo cual colaboró para el oportuno y oportunista “olvido” de las acusaciones. García terminó huyendo del país y solo regresó para su postulación como candidato presidencial en 2001, con la consigna “esta vez no los defraudaré”.
En este contexto, en 1990, como se ha visto en el capítulo 6, la ciudadanía optó por la elección de un verdadero outsider, Alberto Fujimori, un candidato prácticamente desconocido hasta dos semanas antes de las elecciones (derrotando al escritor Mario Vargas Llosa, conocido internacionalmente, quien había logrado articular una coalición partidaria de oposición).
A las 22:00 del 5 de abril de 1992, el presidente electo Fujimori dio un autogolpe. Anunció, por los medios en cadena nacional, que había decidido “disolver temporalmente el Congreso”. También intervino el Poder Judicial, el Consejo Nacional de la Magistratura y el Tribunal de Garantías Constitucionales. Su decisión contó con el apoyo del Ejército, que estuvo a cargo de patrullar las calles de Lima, vigilar los organismos estatales intervenidos, las sedes de los partidos políticos y a los miembros del Congreso disuelto. No obstante, este brutal ataque a la democracia no fue resistido por la sociedad, que incluso prestó su apoyo. Más tarde, una serie de maniobras favorecieron una segunda reelección y el fraude electoral de abril-mayo de 2000 –que algunos analistas calificaron como “golpe electoral”–. Finalmente, todo el proceso derivó en la renuncia del propio Fujimori y su traslado a Japón.
Al respecto conviene recordar que la comunidad internacional tuvo un papel poco feliz frente a las prácticas fujimoristas. La resolución de la Asamblea General de la OEA, a principios de junio de 2000, convalidando las elecciones de mayo (segunda vuelta), es una muestra elocuente. A su vez, el Gobierno de Estados Unidos tuvo una política contradictoria: primero calificó las elecciones como “inválidas” y luego, en el momento decisivo, como “seriamente imperfectas”. Es que, desde esta perspectiva, como ha dicho el subsecretario de Estado Thomas Pickering “no hay democracias perfectas”.
El Gobierno de Fujimori fue el responsable de la aplicación de las políticas del Consenso de Washington y la consecuente subordinación de la economía nacional a la globalización neoliberal-conservadora. Como consecuencia, hubo una fuerte desarticulación social y política. La corriente migratoria se acentuó (en buena medida dirigida a Argentina) y la recesión económica, ya iniciada en 1997, se intensificó, prolongándose hasta 2003-2004.
Respecto de la violencia política, en 1992, Fujimori legalizó las rondas campesinas (las denominadas “norteñas”, autónomas y democráticas) y las sometió a los ahora llamados “comités de autodefensa” (los grupos de autodefensa, “contrasubversivos”), con dotaciones de armas y entrenamiento militar (112). Fue durante su Gobierno cuando se tomó prisionero al líder senderista Abimael Guzmán, a partir de lo cual la organización fue paulatinamente desarticulándose.
Los efectos del Gobierno de Fujimori fueron también devastadores en el plano político-institucional. La corrupción, la extorsión, el soborno, la difamación, la protección y los privilegios irritantes concedidos a los acólitos fueron las marcas del fujimorismo, una experiencia a la cual algunos analistas y periodistas han llamado “cleptocracia” (gobierno de bandidos y/o ladrones) y “mafia de Estado”, amén del más difundido mote de “neopopulismo”, que como se ha dicho en el capítulo 5, rechazamos de plano.
Asimismo, el viejo sistema de partidos se disolvió y en su lugar aparecieron múltiples organizaciones, tal vez mejor calificables como movimientos electorales (por lo tanto, coyunturales), algunas de las cuales tuvieron un momento de incidencia nada desdeñable, como fue el caso de Perú Posible, dirigido por Alejandro Toledo, el candidato más votado en la primera ronda de las elecciones de abril de 2001 y el vencedor, frente a Alan García, otra vez candidato del histórico APRA, en la segunda vuelta, en junio del mismo año.
Toledo asumió la presidencia con la promesa de luchar contra la pobreza, el desempleo y la corrupción en el seno del Estado. Como en otros casos, tal promesa resultó mera retórica y las medidas adoptadas en materia económica no hicieron más que incrementar esos indicadores, generando protestas, movilizaciones sociales y crisis política.
Una cuestión que cabe resaltar es la presión de la sociedad civil por esclarecer y castigar los crímenes cometidos durante los años de “guerra interna”. Precisamente, la violencia fue la nota dominante de la transición peruana. Como se ha visto en el capítulo anterior, Sendero Luminoso atentó contra la vida de miembros de las fuerzas del orden, pero también de dirigentes gremiales, autoridades comunales, campesinos y población en general. Por su parte, el Estado aplicó detenciones masivas, la tortura y la desaparición forzada de personas. El saldo fue cerca de 30.000 muertos y más de 5.000 desaparecidos.
Frente a esta situación, y como en otros países de América Latina, donde hubo comisiones de investigación creadas por impulso estatal (Argentina y Chile), en Perú se creó la “Comisión Uchuraccay”, en enero de 1983, a instancias del presidente Belaúnde, y con la participación de personalidades notables, como el escritor Mario Vargas Llosa, que la presidió. La Comisión estuvo encargada de revisar el asesinato de los ocho periodistas y el guía campesino muertos en la localidad andina del mismo nombre (en el departamento de Ayacucho). Según la reconstrucción que se hizo de los hechos, los periodistas estaban allí porque se disponían a investigar los partes de guerra oficiales, que afirmaban que miembros de Sendero Luminoso habían muerto a manos de los campesinos del lugar.
Por las dimensiones mismas de la violencia, la Comisión no llegó a buen término. Muchos de los testigos “desaparecieron”. La investigación se llevó a cabo prescindiendo de una pesquisa sesuda en el lugar mismo de los hechos. Esa pesquisa fue desalentada por las fuerzas militares, que alegaron que la violencia podía cargarse nuevas víctimas. La Comisión concluyó que no existía responsabilidad por parte del Estado en la masacre, cuestión que satisfizo a la comunidad internacional pero fue difícilmente aceptable para buena parte de los ciudadanos peruanos, entre los cuales circulaban versiones fehacientes sobre la participación indirecta de altos jefes militares y policiales.
En 2001, el Gobierno de Toledo convocó una “Comisión de la Verdad y la Reconciliación”, que estableció un número total de víctimas de la violencia política desatada entre la guerrilla y el Estado que rondaba las 69.000, pero solo fueron identificadas 22.000, por lo que las 47.000 víctimas restantes figuran como “desaparecidos”. La misma Comisión estableció que Sendero Luminoso tuvo responsabilidad en la muerte de cerca de 30.000 personas.
En octubre de 2005, un referéndum realizado en dieciséis de los veinticuatro departamentos del país significó una importante derrota política para Toledo, al rechazar la ciudadanía, mayoritariamente, el proyecto gubernamental de descentralización del Estado, que pretendía la creación de cinco grandes regiones con amplias competencias administrativas. Incluso, en diciembre de ese mismo año, Sendero Luminoso, al cual se consideraba desarticulado e inoperante desde 1992, reapareció con diversas acciones terroristas. El Gobierno respondió declarando el estado de emergencia en seis provincias de la región del valle del Huallaga, incrementando la pérdida de apoyo popular, a veces traducida en franca oposición.
Empero, a diferencia de Ecuador –como se verá enseguida–, la situación no llevó a la aparición de una fuerza contestataria de envergadura. En las nuevas elecciones presidenciales, celebradas en abril de 2006, hubo tres candidatos prominentes: Ollanta Humala, ex militar acusado de excesos en materia de violación de los derechos humanos, candidato del novel Partido Nacionalista Peruano que él mismo creó; Lourdes Flores, abogada, presidenta y máxima líder de la Alianza Unidad Nacional y del Partido Popular Cristiano, y el ex presidente Alan García, propuesto nuevamente por el APRA.
Ninguno de estos candidatos obtuvo el 50% más 1 de los votos y entonces se realizó una segunda vuelta electoral. En ella se enfrentaron dos proyectos que contaban con cierta base popular: el reformismo aprista de Alan García y el reformismo de inspiración militar-nacionalista del general retirado Ollanta Humala. El primero ganó la elección y asumió la presidencia para el período 2006-2011. El segundo venció en las elecciones siguientes, frente a la candidatura de Keiko Fujimori, hija del encarcelado ex presidente y candidata de los sectores derechistas del país.
En materia judicial, el Gobierno de García pasó a la historia cuando, el 7 de abril de 2009, la Sala Penal Especial de la Corte Suprema de Justicia de la República de Perú hizo pública la sentencia que condenó al ex presidente Fujimori por crímenes contra la humanidad. Fue un hito en la historia reciente de los derechos humanos (por primera vez en la región un presidente constitucional fue condenado por delitos contra la humanidad), el cual debe menos al presidente de turno y mucho más a la comunidad nacional e internacional.
Perú no está totalmente fuera del cuadro del reformismo que ha comenzado a esbozarse en la región en los últimos años. No solo el país ha dado un paso decisivo en pos de la consolidación de su democracia, eludiendo una reedición del fujimorismo al ser derrotada Keiko Fujimori, sino que también el triunfo de Humala y su “aspiracióna una patria inclusiva” abrió la posibilidad de un cambio de dirección en la política nacional, si bien la euforia inicial se ha ido diluyendo.
En Ecuador, la transición de la dictadura a la democracia dio lugar a un proceso marcado por una llamativa regularidad en la práctica de elecciones y sucesiones presidenciales, regularidad que, sin embargo, no se tradujo en estabilidad política. La transición se desencadenó de una forma que Paz y Miño Cepeda (2002b: 11) llama inédita en América Latina: “Proceso de reestructuración jurídica del Estado”.
Ecuador constituye un singular caso de inestabilidad sin ruptura del orden institucional. Como se ha visto en el capítulo 4, desde el momento de centralización del Estado en 1895, Ecuador estuvo signado por la fragilidad de los gobiernos. En 1911, se sucedieron siete presidentes en apenas unos meses. Entre 1924 y 1926, período marcado por la Revolución Juliana, se sucedieron otros tantos. Con la crisis de los años treinta se abrió un nuevo y más largo período de inestabilidad: entre 1931 y 1948 hubo una veintena de sucesiones. Luego, en los tumultuosos años sesenta, nuevamente se sucedieron gobiernos endebles, incapaces de afianzar su poder. Sin embargo, en esta larga trayectoria de inestabilidad política, la nota dominante no fue la instauración de gobiernos de facto, sino la designación de presidentes por parte del Congreso o por una Asamblea Constituyente. El recurso a esta estrategia para acceder al poder fue una característica que se repitió en ocasión de la transición iniciada en 1979.
La experiencia reformista de Guillermo Rodríguez Lara (1972-1976) fue interrumpida por un Triunvirato militar que, ante la evidente pérdida de legitimidad del Gobierno, tomó el poder con el claro objetivo de impedir la vuelta a la política oligárquica tradicional. El Triunvirato intentó implementar el Plan de Reestructuración Jurídica del Estado, conocido como “Plan Retorno”. Sin embargo, muy pronto una facción opositora dentro de las propias Fuerzas Armadas lo desplazó en beneficio de los sectores tradicionales.
En este contexto, los sindicatos, con cuyo apoyo Rodríguez Lara había contado durante su Gobierno, se movilizaron. La protesta social fue un factor más de desestabilización, ya alimentada por la restricción fiscal, la corrupción política y la faccionalización de los militares. Con esto, el “retorno” se precipitó.
La transición se inició cuando el Triunvirato convocó a la ciudadanía a un referéndum, que se realizó en enero de 1978, para decidir sobre dos proyectos constitucionales. Triunfó el más progresista. En agosto de 1979 hubo elecciones para efectivizar el cambio de régimen, a partir de las cuales asumieron Jaime Roldós Aguilera, de Concentración de Fuerzas Populares (caracterizada con el vago rótulo de populista), y Osvaldo Hurtado Larrea, un científico social democristiano al que no pocos consideraban “comunista” y artífice de las leyes de referéndum, de partidos políticos y de elecciones. Es decir, la instalación del primer Gobierno democrático se resolvió según la tradición señalada más arriba, de negociación y convocatoria a una Asamblea Constituyente, sometida a referéndum.
Después del Triunvirato militar (1976-1979), el Ecuador democratizado entró en una nueva fase de inestabilidad política, en la que se sucedieron doce presidentes. Jaime Roldós Aguilera (1979-1981), muerto en un oscuro accidente de aviación antes de cumplir su mandato, fue sucedido por su vicepresidente Osvaldo Hurtado Larrea (1981-1984). Luego, siguieron León Febres Cordero (1984-1988); Rodrigo Borja Cevallos (1988-1992); Sixto Durán Ballén (1992-1996); Abdalá Bucaram Ortiz (1996-1997); Rosalía Arteaga Serrano (durante pocos días, en 1997); Fabián Alarcón Rivera (1997-1998); Jamil Mahuad Witt (1998-2000); Gustavo Noboa Bejarano (2000-2003); Lucio Gutiérrez Borbúa (2003-2005), y Alfredo Palacio (2005-2007). De todos ellos, Febres, Borja y Durán fueron los únicos que completaron el mandato.
Ecuador es también un país caracterizado históricamente por la inexistencia de un sistema de partidos, pauta que se revela en la larga persistencia del personalismo. Apenas un dato ilustra esta circunstancia: Velasco Ibarra dominó la escena política desde 1934 hasta 1972, y ocupó el Poder Ejecutivo en cinco oportunidades, siendo derrocado antes de concluir su mandato en cuatro ocasiones. En este marco, la Constitución de 1978 intentó crear un sistema de partidos moderno, estableciendo un número limitado de partidos para contrarrestar con esta disposición la tendencia a la atomización partidaria de organizaciones hechas a la medida de sus respectivos caudillos o jefes.
A partir de allí, las principales fuerzas se organizaron en la Concentración de Fuerzas Populares, liderada por Assad Bucaram (tío de Abdalá), cuyo candidato triunfante fue, como se ha dicho, Roldós. El vicepresidente Hurtado asumió la presidencia a la muerte de este, en medio de una crisis provocada por el aumento del endeudamiento externo, no solo como resultado del fracaso del modelo de industrialización, que en el pequeño país andino nunca había terminado de dar sus frutos, sino también por efecto del conflicto bélico con Perú (enero-febrero de 1981).
Entre 1984 y 1996 hubo una fase de relativa estabilidad durante la cual los presidentes Febres, Borja y Durán pudieron completar sus respectivos mandatos –un hecho casi inédito en la historia del país–. No obstante, durante el Gobierno de Borja, el 4 de junio de 1990 tuvo lugar el primero de una serie de levantamientos indígenas, que se extendería más allá de esa década.
Con este hecho se abrió una fase de crisis política durante la cual ninguno de los mandatos presidenciales cumplió el período previsto. Abdalá Bucaram (1996-1997), el presidente “neopopulista” que inició en el país las políticas de ajuste estructural, no llegó a los siete meses de ejercicio porque en febrero de 1997 fue destituido por el Congreso, acusado de “incapacidad mental”. Le sucedió su vicepresidenta, Rosalía Arteaga, quien enseguida presentó su renuncia, alegando ser víctima de una “conspiración machista”, en referencia al supuesto acuerdo secreto entre políticos y militares en favor del diputado Fabián Alarcón, quien asumió la presidencia en su lugar. Alarcón debió sortear un golpe de Estado en marzo de 1998 y concluyó su gestión en abierta pugna con la Asamblea Constituyente que redactaría la Constitución de ese año (aunque hay que notar que fue favorecido por un comité parlamentario, que lo absolvió de los supuestos actos de corrupción que pesaban sobre él).
El democristiano Jamil Mahuad ganó las siguientes elecciones en condiciones poco favorables (sin mayoría parlamentaria, secuelas de la Guerra del Cenepa, en 1995, con Perú, los daños producidos por la corriente de El Niño y la caída del precio del petróleo). Mahuad implementó una serie de medidas para contrarrestar la crisis económica que le valieron la destitución. Se trataba de decisiones que procuraban salir de la crisis económica pero, sobre todo, salvar a los bancos y a los banqueros corruptos. Fue durante su presidencia cuando se produjo el segundo levantamiento indígena significativo, la “Rebelión de Quito”, en enero de 2000. Aunque la experiencia fue efímera, la crisis se profundizó.
Enseguida, las Fuerzas Armadas pusieron al jefe del Comando Conjunto, el general Carlos Mendoza, a cargo de la tarea, según Paz y Miño Cepeda (2002b: 30-32), de “recobrar su posición jerárquica y permitir la sucesión constitucional del Gobierno”. El vicepresidente Gustavo Noboa, un católico practicante de misa diaria, asumió la presidencia del país en las primeras horas de la mañana del 22 de enero, en el Ministerio de Defensa y ante los altos mandos militares. El Congreso se instaló en Guayaquil y declaró el abandono del cargo por parte de Mahuad, ratificando la acción previa de Noboa. Culminaba, así, una “cadena de ‘irregularidades’ constitucionales: alto mando que quita su respaldo al presidente de la República; Triunvirato efímero; vicepresidente que asume el poder antes de que el Congreso examine la situación del presidente; Jamil Mahuad que nunca renunció”, según el mismo autor.
En febrero de 2001, tras dos semanas de protestas contra las medidas económicas adoptadas en diciembre de 2000, en las que hubo muertos y heridos, los indígenas obligaron al Gobierno a una negociación. El resultado fue la baja del precio del gas de uso doméstico y de la gasolina durante un año, y acuerdos preliminares en otras materias. Pero la situación de fondo estaba lejos de ser superada. Entre marzo y septiembre de 2002, el Gobierno reemplazó el sucre por el dólar norteamericano, con una secuela de espectacular incremento de la pobreza. En las elecciones de octubre de 2002, la alianza de dos nuevas fuerzas políticas, la Sociedad Patriótica 21 de Enero (SP21) y el Movimiento de Unidad Plurinacional Pachakutik-Nuevo País (MUPP-NP, como veremos más adelante, constituida en 1996), apoyada por diversas organizaciones indigenistas y de izquierda, sustentó la candidatura del ex coronel Lucio Gutiérrez –quien recibió el 20,3% de los sufragios en la primera vuelta y el 54,3% de los votos en la segunda–. Gutiérrez tomó posesión del cargo en enero de 2003.
En abril de 2005, la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (CONAIE) y el Pachakutik (ahora opositor) tuvieron un papel clave en el desplazamiento del presidente Gutiérrez, en la llamada “rebelión de los forajidos”, tras la cual el Congreso declaró vacante la presidencia por abandono del cargo y nombró presidente provisional a Alfredo Palacio. Las frustraciones y los desencantos de las experiencias en las cuales delegaron en terceros el efectivo cumplimiento del programa de luchas y reivindicaciones llevaron al movimiento indígena a optar por postular candidatos propios. Así lo hicieron en las elecciones presidenciales de octubre de 2006, con la candidatura de Luis Maicas, su máximo dirigente.
Esta decisión se inscribe en el contexto de un nuevo levantamiento indígena, iniciado en marzo de 2006, contra el objetivo de Palacio de firmar un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. El levantamiento es indicador de la rápida recomposición de la CONAIE tras el debilitamiento producido por su breve participación en el Gobierno de Gutiérrez (la llamada servincuy –palabra quechua que significa convivencia–, entre enero y julio de 2003) y la ofensiva que el presidente llevó adelante con la intención de destruir a la principal organización indígena de América, que incluyó prácticas de cooptación de parte de la dirigencia (especialmente la de la Amazonia) y hasta un atentado contra el presidente de la Confederación. En particular, el Proyecto de Desarrollo para Pueblos Indígenas y Negros del Ecuador (Prodepine) fue un instrumento decisivo en esa estrategia de destrucción de una organización y un movimiento convertidos en pieza clave de la gobernabilidad del país (Zibechi, 2006b).
El sistema de partidos que se intentó crear desde arriba, con la Constitución de 1978, no logró consolidarse. Los partidos fueron más bien grupos de alcance medio, liderazgos locales, que practicaron formas directas de políticas clientelares e hicieron su oferta a un país que había vivido históricamente en situación de crisis institucional. La insurgencia de los campesinos indígenas constituyó un cambio en el sentido de erigirse como alternativa a la experiencia delegativa de partidos que no los representaban y de construir una organización propia, como Pachakutik, el brazo político de la CONAIE.
El movimiento indígena organizado políticamente en el partido Pachakutik se afianzó tras algunas victorias electorales (en las elecciones de mayo de 2000 obtuvo el Gobierno de treinta y tres ayuntamientos). Para dimensionar su importancia hay que tener en cuenta que Ecuador es un país donde los indígenas se distribuyen en diez nacionalidades autóctonas, y donde suman alrededor de cuatro millones sobre una población de doce millones, y constituyen el sector más pobre del país, con ingresos inferiores a los cuarenta dólares mensuales. En 2006, en la segunda vuelta electoral, Pachakutik se sumó a Alianza País (AP), cuyo candidato era Rafael Correa.
En efecto, en medio de la grave crisis política, generada por el total descrédito de los partidos políticos y por la inestabilidad institucional que significó la deposición de tres presidentes, en las elecciones de octubre de 2006, Alianza País, con Correa a la cabeza, obtuvo el segundo lugar con el 23% de los votos en la primera vuelta. En la segunda vuelta, obtuvo el 57%. El triunfo de AP contrastó con las magras cifras obtenidas por el principal contrincante: el Partido Sociedad Patriótica (PSP) –del ex presidente Gutiérrez–, la segunda fuerza electoral.
Ex ministro de Economía de Palacio, Correa se había enfrentado enérgicamente a las élites económicas y políticas, aquellas que habían gobernado los destinos del país durante largos años y que lo habían conducido a la situación de malestar social y corrupción que la movilización social denunciaba. Asimismo, AP obtuvo una victoria aplastante en las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente, consigna heredada pero incumplida por el Gobierno de Palacio, ahora impulsada por Correa. Como resultado, tras una consulta popular (en septiembre de 2008), se aprobó la nueva Constitución en Ecuador.
El Movimiento Popular Democrático (MPD) y el movimiento Pachakutik significaron un gran aporte a la hegemonía de la izquierda en la Asamblea Constituyente, pues sumaron sus nueve bancas a la abrumadora mayoría obtenida por Correa y su partido.
El triunfo de Correa en 2007 y la sanción de la nueva Constitución en 2008, que abordaremos más adelante, son dos elementos que señalan un nuevo estadio en el zigzagueante proceso de consolidación de la democracia ecuatoriana.
República Dominicana: una transición tortuosa
En la caribeña República Dominicana, como ya se ha visto, el proceso de construcción del orden tuvo un punto álgido en los años sesenta: muerte en un atentado del dictador Rafael Leónidas Trujillo (1961), interinato de Joaquín Balaguer, triunfo, breve Gobierno y derrocamiento de Juan Bosch (1962-1963), intento de restablecerlo en el cargo, guerra civil e invasión de la isla por marines norteamericanos (1965).
Balaguer era expresión del trujillismo sin Trujillo. En enero de 1962 un golpe de Estado lo derrocó. En su lugar asumió un Consejo de Estado que convocó a elecciones, las cuales, en diciembre del mismo año, con el 59,5% de los votos, dieron el triunfó al Partido Revolucionario Dominicano (PRD) y su candidato, Juan Bosch.
Como ya se ha visto, Bosch asumió la presidencia el 27 de febrero de 1963. Su Gobierno, de carácter reformista, duró solo siete meses, pues fue depuesto el 25 de septiembre de 1963 por un nuevo golpe de Estado, tras el cual se instaló un Triunvirato que contó con el apoyo de Estados Unidos. A partir del golpe de Estado de 1963 la transición a la democracia ha sido un proceso lento y sinuoso. El 24 de abril de 1965 hubo una sublevación que reclamaba la restauración del Gobierno constitucional de Bosch. Como consecuencia, las Fuerzas Armadas se dividieron en dos bandos (el constitucionalista y el golpista o “leal” apoyado por Estados Unidos). La fractura se tradujo en una guerra civil, con la intervención militar norteamericana, so pretexto de evitar el posible triunfo del comunismo. Tras la creación de un Gobierno provisional, reconocido por Estados Unidos, se convocaron nuevas elecciones.
En la contienda, Balaguer venció a Bosch, al frente del Partido Reformista, y asumió la presidencia el 1º de junio de 1966. Su Gobierno duró doce años (con reelecciones en 1970 y 1974). Durante ese período, el PRD pasó de posiciones abstencionistas a fracasos electorales sucesivos. No obstante, surgido de las luchas contra la dictadura de Trujillo, el PRD ha ocupado un lugar central en la historia política del país, al punto de que varias décadas más tarde, en las elecciones de 2004, el candidato triunfante salió de sus filas.
En 1973, y con fuertes tensiones acumuladas, Bosch abandonó la conducción del PRD y en su lugar asumió el liderazgo José Francisco Peña Gómez. De origen haitiano y de color negro, Peña Gómez estableció vínculos con la Internacional Socialista para favorecer el triunfo del PRD. Finalmente, este partido obtuvo dos triunfos sucesivos con las presidencias de Antonio Guzmán (1978-1982) y Salvador Jorge Blanco (1982-1986).
Durante estos dos gobiernos hubo ciertos avances en la construcción democrática: se afianzaron los derechos políticos, se profundizó la desmilitarización de la política y se practicó la negociación con los grupos empresariales y sindicales. Pero la corrupción y las luchas por el control de las posiciones y los recursos dentro del partido provocaron un severo desgaste institucional. A esto se sumó la crisis económica de los años ochenta y la profundización del clientelismo, que atentaron contra el cumplimiento de las promesas de redistribución de la riqueza que había sido bandera del PRD.
De esta coyuntura salió beneficiado el Partido de la Liberación Dominicana (PLD), creado por Juan Bosch. Con esto se afianzó una estructura tripartidista apoyada en el PRD con su histórico líder Peña Gómez; el PLD liderado por el también histórico Bosch, y el Partido Reformista Social Cristiano (PRSC) encabezado por Balaguer. Acusado de serias violaciones a los derechos humanos durante su Gobierno de doce años, Balaguer fue reelecto en 1986, 1990 y 1994, aunque en esta última reelección su mandato fue limitado, por presión norteamericana, a dos años. En 1996, el PRSC en alianza con el PLD, bajo el nombre de Frente Patriótico, derrotó a Peña Gómez en la segunda vuelta electoral y colocó a su candidato, Leonel Fernández, en la presidencia.
El descontento popular hizo que en el año 2000 el PRD volviera a ganar las elecciones, esta vez con Hipólito Mejía (2000-2004) –ex compañero de fórmula de Peña Gómez, ya fallecido–. Desideologizado y fuertemente desgastado por el clientelismo político, el Gobierno de Mejía terminó en medio de una grave crisis económica y bancaria, y con fuertes acusaciones de corrupción. La crisis política se precipitó cuando Mejía mostró señales de postularse para la reelección.
En 2004, los escándalos y la crisis interna del PRD en torno a la elección de las candidaturas presidenciales llevaron a su candidato, que fue finalmente Mejía, a la derrota frente al hombre elegido por el PLD, el ex presidente Leonel Fernández. En 2008, el PRD fue nuevamente derrotado en medio de luchas intestinas por la definición de una candidatura, que finalmente recayó en Miguel Vargas Maldonado, un empresario que había sido parte de la cartera de Gobierno de Mejía y que tenía recursos económicos considerables para aportar a la campaña, pero que carecía de carisma e influencia sobre la sociedad. Como resultado, Leonel Fernández fue electo nuevamente.
Político pragmático, Fernández, que se autodefine como partidario de la “economía social de mercado”, más allá de la disyuntiva entre populismo y neoliberalismo, ha seguido los lineamientos macroeconómicos dictados por el FMI y proclamado como norte de su gestión hacer transitar al país “por el sendero de la estabilidad, el crecimiento y el progreso”. Pero, al mismo tiempo, ha establecido (desde su segundo mandato) una asociación con la llamada diplomacia petrolera de Hugo Chávez, a partir de su participación en el I Encuentro Energético de Jefes de Estado y de Gobierno del Caribe (Puerto La Cruz, Venezuela, junio de 2005), al cabo del cual se aprobó el Acuerdo de Cooperación Energética Petrocaribe. En virtud del mismo, Dominicana se convirtió en socio preferencial de Venezuela en materia de suministro de petróleo, a menor costo y con facilidades de crédito y/o bien intercambiando mercancías. Empero, Fernández rechazó sumarse a la propuesta venezolana de la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA). Por tanto, rechazó alinearse con la estrategia de esta contra las políticas librecambistas y de combate al narcotráfico mediante fuerzas militares preconizadas por Estados Unidos. Al mismo tiempo, Dominicana ha acrecentado su relación con Estados Unidos –país al cual envía alrededor del 70 % de sus exportaciones y del cual recibe el 47 % de sus importaciones–, particularmente al sumarse, entre 2004 y 2005, al Tratado de Libre Comercio de Centroamérica (CAFTA) que en mayo de 2004 habían firmado Costa Rica, Nicaragua, Honduras, El Salvador y Guatemala.
En materia económica, el país experimentó altas tasas de crecimiento (9,3% en 2005; 10,7, en 2006, por ejemplo), al tiempo que disminuyeron la inflación y el déficit público. Pero los beneficios no se repartieron equitativamente y los niveles de desempleo y desigualdad siguen siendo altos. No extraña, pues, que se haya vivido un clima de protestas y tensiones sociales y políticas, las cuales, empero, no han incidido en el comportamiento electoral. Así, Fernández triunfó en las elecciones de 2004 y 2008 con 57,1 y 53,8 % de los votos, respectivamente.
En enero de 2010 fue proclamada la nueva Constitución –reformada, según el Gobierno, para producir una “revolución democrática” y hacer más “eficiente” y más “racional” al Estado–, como resultado de un acuerdo entre el PLD y el PRD. La Carta prohíbe la reelección inmediata del Presidente, cuyo mandato fue fijado en cuatro años, al tiempo que establece la simultaneidad de las elecciones presidenciales, legislativas y municipales. También fue reformado el Poder Judicial (con la creación del Tribunal Constitucional y el Consejo del Poder Judicial). Sustantivamente, la Constitución establece el “Estado Social y Democrático de Derecho”, la igualdad entre hombres y mujeres, la protección y asistencia del Estado al trabajo, entre otros derechos fundamentales explícitamente reconocidos. En procura de una democracia de mayor densidad, establece los mecanismos de referéndum e iniciativa popular y –dispositivo novedoso y cualitativamente destacable– la “nulidad de los actos que subviertan el orden constitucional” (art. 73), cláusula que algunos consideran un verdadero blindaje legal contra los golpes de Estado.
No obstante, la nueva Constitución ha sido cuestionada por fuerzas de izquierda, que la consideran reaccionaria por haberse sometido a la fuerte presión de la Iglesia Católica, particularmente en materia de aborto en cualquier circunstancia. A su vez, la Coordinadora Nacional contra el Retroceso Constitucional –una organización plural de la sociedad civil– ha señalado su oposición al aumento del número de diputados (de 178 a 190), a las restricciones, so pretexto de conservacionismo, al acceso de la población a playas y ríos, y a la indefinición de los dominicanos hijos de haitianos ingresados legalmente al país para trabajar en él.
Las transiciones desde situaciones de dictaduras institucionales de las Fuerzas Armadas: Bolivia, Argentina, Brasil, Uruguay y Chile (113)
Cuando en octubre de 1982, la dictadura boliviana llegó a su fin, una ola de democratización se extendió también por los países vecinos: Argentina (1983), Brasil (1985), Uruguay (1985) y Chile (1990) y, como veremos enseguida, también Paraguay, en 1990. Como escribió Fernando Henrique Cardoso (2004), el fin del autoritarismo (nosotros preferimos decir las dictaduras) fue concebido por no pocos, como “la llegada a la tierra prometida” –para lo cual, el cese de las atrocidades cometidas en nombre de la DSN fueron un elemento nada desdeñable–.
En términos generales, se observa que las transiciones de la dictadura a la democracia estuvieron condicionadas por las negociaciones entre las direcciones de los partidos políticos, y eventualmente de las organizaciones representativas de intereses, y las conducciones militares, es decir, realizadas en el vértice de la pirámide de poder. La lógica explícita de la amnistía (o la autoamnistía) fue, tanto para las fuerzas de las dictaduras como para las fuerzas democráticas –si bien por razones diferentes–, evitar cualquier potencial conflicto que obstruyese una salida en “orden”, esto es, controlada desde arriba. Para los militares, y los sectores civiles afines a ellos, se trataba de tender una red de protección-impunidad frente a una eventual acción de enjuiciamiento y castigo de las violaciones a los derechos humanos. Por su parte, para los grupos democráticos, se trataba de no adoptar medidas que pudiesen ser consideradas desestabilizadoras de los frágiles acuerdos para la democratización. Aunque las masas cumplieron un papel central en las luchas antidictatoriales, en esta instancia, en general, fueron marginadas.
La cuestión del poder estuvo en el centro de los conflictos que definieron las transiciones. El proceso estuvo en mayor o menor medida condicionado por los términos en los que se desarrollaron los conflictos entre las fuerzas conservadoras y las fuerzas de cambio en pugna. Pero, sin duda, influyeron también factores de orden externo, en particular, los cambios en la política de Estados Unidos hacia América Latina. Como veremos más adelante, estos cambios ocurrieron en el marco de profundas transformaciones del orden económico y político global.
En Uruguay, la transición a la democracia comenzó en 1980, con la derrota del Gobierno en el plebiscito por la reforma constitucional impulsada por las Fuerzas Armadas, mientras en Bolivia y Argentina, donde las dictaduras militares colapsaron, se inició en 1982; en Bolivia con el fracaso militar en la gestión económica y política y la estrecha vinculación con el narcotráfico, y en Argentina con la guerra contra Gran Bretaña por las islas Malvinas. En Brasil, la transición también comenzó en 1982, tras las elecciones de gobernadores y legisladores, aunque fue precedida de otras dos fases que, de modo titubeante, estuvieron orientadas a liberalizar el régimen, la “distensión” (1974-1979) y la “apertura” (1979-1982).
Como se ha visto antes, un punto menos consensuado entre los analistas es el de la consolidación de la democracia. A nuestro juicio, ella se produce cuando el poder civil democrático no tiene ningún condicionamiento originado en el ejercicio de la dictadura e impuesto por esta en su retirada, ni intentos de cuestionamiento de decisiones del poder civil que afectan a los militares por parte de las Fuerzas Armadas. Es decir, cuando estas dejan de tener prerrogativas ajenas a sus funciones específicas como parte del Estado. Debe incluirse también, a modo de reforzamiento del proceso, la elección libre de los siguientes gobiernos posdictatoriales, siempre y cuando, por cierto, no continúen vigentes, reiteremos, condicionamientos impuestos por la dictadura, como paradigmáticamente ilustra el caso de Chile. Allí, en efecto, persistieron enclaves autoritarios hasta 2005, e incluso se mantiene hasta hoy el sistema binominal para las elecciones legislativas, pergeñado por Jaime Guzmán, uno de los redactores de la Constitución de 1980 y de los fundadores de la Unión Democrática Independiente (UDI).
En Argentina, la transición finalizó en noviembre de 1993, con el Pacto de Olivos, tras haberse superado los levantamientos militares de 1987, 1988 y 1990, y sorteado la crisis económica y política de 1989, que llevó a adelantar unos meses el recambio presidencial. El Pacto de Olivos fue un acuerdo entre Raúl Alfonsín y Carlos Menem –a la sazón ex presidente y presidente del país, respectivamente– para convocar a una convención reformadora de la Constitución Nacional, que incluyó la cláusula de reelección presidencial y redujo el tiempo de mandato de seis a cuatro años, además de otros aspectos también sustanciales.
El 30 de octubre de 1983, las elecciones que consagraron presidente a Raúl Alfonsín, de la UCR, ratificaron el alto grado de participación ciudadana en la decisión de elegir a sus representantes y gobernantes. Los resultados mostraron, entre otros puntos destacables, la exacerbada polarización entre los dos partidos mayoritarios: radicales y justicialistas sumaron el 92% de los sufragios emitidos (52 y 40% respectivamente). También la ínfima presencia del voto en blanco: apenas el 2% (casi 290.000 votos), guarismo que, no obstante, significaba el cuarto lugar en orden de importancia cuantitativa. La ciudadanía argentina ratificaba, así, su rechazo a la dictadura. En verdad, lo significativo del para muchos inesperado triunfo de Alfonsín estuvo en su capacidad de infundir en el electorado la convicción de ser un candidato que no transaría con los militares en materia de derechos humanos y de componendas políticas. La mayoría de la ciudadanía entendió que él garantizaba mejor que nadie la posibilidad de instaurar la democracia sin concesiones a los militares.
Aun con fuertes límites, un logro del primer Gobierno democrático fue la realización de procesos judiciales que penaron a los altos mandos que integraron las sucesivas Juntas Militares de la dictadura, acusados de haber cometido crímenes de lesa humanidad. No obstante, más tarde, tras tres levantamientos de militares (los carapintadas) Alfonsín cedió e impulsó la sanción de las Leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987), las cuales significaron un notable retroceso en el castigo de los autores de los crímenes de la dictadura. Así, los juicios sustanciados durante los primeros años de su Gobierno quedaron opacados por la insuficiencia del número de casos efectivamente considerados. Fue, en pocas palabras, una política zigzagueante y claudicante. Traemos a colación esta cuestión porque es clarificadora del proceso de transición, en particular respecto de los condicionantes impuestos por la dictadura.
Después de Alfonsín, los sucesivos gobiernos de Carlos Menem (1989-1995, 1995-1999), Fernando De la Rúa (1999-2001) y Eduardo Duhalde (2001-2003) coincidieron en una política restrictiva en materia de enjuiciamiento y sanción de los responsables de las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la última dictadura y, de lo que menos se habla, bajo la del general Agustín Lanusse (1971-1973) y el Gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón (1974-1976). En octubre de 1989, Menem dictó cuatro decretos e indultó a 277 militares y civiles procesados por delitos cometidos durante la dictadura, y no beneficiados por las “leyes del perdón” de Alfonsín; a guerrilleros condenados y/o procesados por “subversivos”; a los carapintadas alzados en 1987 y 1988, y a la cúpula militar responsable de la guerra por Malvinas en 1982. Con todo, también Menem debió enfrentar un nuevo alzamiento militar en diciembre de 1990, mas esta vez los altos mandos del Ejército actuaron como sus predecesores no lo habían hecho en las ocasiones anteriores, derrotándolos y permitiendo, así, la subordinación del poder militar al civil.
El Gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) replanteó la cuestión, política continuada durante el Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner (2007-2011 y electa para un segundo mandato). En 2003, el Congreso derogó las Leyes de Punto Final y Obediencia Debida, complementaria de la declaración judicial, por parte de la Suprema Corte, del carácter inconstitucional de ambas. La decisión judicial de declarar la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad, en particular los secuestros de bebés realizados por fuerzas militares, y los juicios por la Operación Cóndor y la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) son capítulos cruciales, todavía en curso, para el castigo a quienes violaron los derechos humanos.
En Bolivia, la transición de la dictadura a la democracia se realizó sin que las Fuerzas Armadas fueran capaces de imponer condicionamiento alguno. De hecho, es posible sostener que en Bolivia no hubo transición en el sentido estricto, tal el grado de colapso de la dictadura.
El caso presenta un escenario muy particular de tensión entre continuidad y cambio. En efecto, la transición abrió paso a una fase singular de ininterrumpida vigencia de la democracia. Sin embargo, este dato novedoso se inscribe en un marco de permanencia de la crisis política. Prueba de ello es que hasta la asunción de Evo Morales en enero de 2006, el país tuvo nueve presidentes, cuando formalmente debió tener seis: Hernán Siles Zuazo (1982-1985); Víctor Paz Estenssoro (1985-1989); Jaime Paz Zamora (1989-1993); Gonzalo Sánchez de Lozada (1993-1997); Hugo Banzer Suárez (1997-2001); Jorge Quiroga Ramírez (2001-2002); nuevamente Gonzalo Sánchez de Lozada (2002-2003); Carlos Mesa Gisbert (2003-2005) y Eduardo Rodríguez Veltzé (2005-2006).
Notablemente –y más enfáticamente que en Argentina, donde la escala fue menor–, hubo militares retirados involucrados en el ejercicio de la dictadura que participaron de la política democrática a través de partidos preexistentes, en particular en Acción Democrática Nacionalista (ADN), del general Hugo Banzer (quien, a despecho de su condición de ex dictador, fue elegido presidente constitucional en 1997), y en el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR). Con todo, se puede considerar que la transición terminó cuando concluyó el lento proceso de enjuiciamiento de los responsables de violaciones de los derechos humanos –morosamente prolongado entre el inicio de los juicios en 1984 y la sentencia judicial en 1993–.
En Uruguay, la transición concluyó con la asunción del presidente Luis Alberto Lacalle, en 1990, después de superar momentos de gran tensión con los militares ante la posibilidad de enjuiciamiento de algunos oficiales (en 1985, 1986 y 1989) y al aprobarse la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, en diciembre de 1986, ratificada por el voto popular en el plebiscito de abril de 1989. Patricia Funes (2001: 59) sostiene que “esta solución electoral lejos de conseguir un consenso social, y el establecimiento de un acuerdo sobre el pasado, lo deslizó a un estado latente”. Así, otra vez, desde 2005, en el marco del Gobierno frenteamplista, se activó la campaña por la anulación de la Ley de Caducidad. En 2009, junto con las elecciones nacionales, se plebiscitó su derogación, pero no se llegó a alcanzar más del 50% de los votos (el resultado fue 47,98%). Finalmente, el 27 de octubre de 2011, el Parlamento aprobó la ley que derogó este instrumento, en una sesión que duró más de 12 horas y donde la tensión fue la nota predominante.
En Brasil, puede decirse que el fin de la transición se alcanzó con la promulgación de la Ley de Desaparecidos (diciembre de 1995, bajo la primera presidencia de Fernando H. Cardoso), que reconoció como muertas a personas desaparecidas en razón de su participación, o acusación de participación, en actividades políticas durante el período que va del 2 de septiembre de 1961 al 15 de agosto de 1979. La Ley, no obstante, estuvo orientada por el principio de “reconciliación y pacificación nacional”, expresado en la Ley de Amnistía (28 de agosto de 1979). Es decir, legitimó la autoamnistía declarada por las propias Fuerzas Armadas durante el ejercicio de la dictadura. En 2004 se aprobó una ley (la 10.875) ampliatoria de los términos que definen la categoría de víctima y en noviembre de 2011 la presidenta Dilma Rousseff promulgó una ley para crear la Comisión de la Verdad, encargada de investigar las violaciones de los derechos humanos cometidos durante la dictadura, aunque sus conclusiones no tendrán consecuencias penales. Con todo, Brasil es un país cuyos militares involucrados en el ejercicio de la dictadura han logrado un alto grado de impunidad.
En Chile, la transición, tal como fue pensada por los ideólogos de la dictadura, derivó en una “democracia protegida”, esto es, tutelada por las Fuerzas Armadas. A la continuidad del modelo económico debe sumarse la continuidad del proyecto de la dictadura expresada en, además de la Constitución de 1980, formaciones políticas partidarias afines y actuantes durante el Gobierno democrático de transición: la UDI, con su “proyecto de un partido homogéneo de militantes”, y Renovación Nacional (RN), con el “de un partido heterogéneo de masas”, según la distinción que de ellas hace el mismo Moulian (1995).
Para Garretón (1995: 118 y 120 y 122), la redemocratización se define por tres características principales: “Ausencia de crisis o colapso económico; presencia de enclaves autoritarios producto de la institucionalización del régimen militar, lo que la vuelve una transición incompleta; existencia de un Gobierno democrático mayoritario en lo social, lo político y lo electoral articulado a través de dos grandes ejes partidarios, el centro y la izquierda [la Concertación de Partidos por la Democracia], que cubren casi todo el campo opositor al régimen militar”. A su juicio, si bien por “las condiciones heredadas del proceso de transición” esta es “una transición incompleta, dada la permanencia de enclaves autoritarios [...], técnicamente, la transición terminó” cuando se instaló el Gobierno de la Concertación, en marzo de 1990.
Para Moulian, la transición tuvo un carácter transformista, con clara continuidad del modelo económico. En su interpretación, el transformismo es el “largo proceso de preparación, durante la dictadura, de una salida de la dictadura, destinada a permitir la continuidad de sus estructuras básicas bajo otros ropajes políticos, las vestimentas democráticas”. Ese proceso “comienza en 1977; se fortalece en 1980 con la aprobación plebiscitaria de la Constitución, y culmina entre 1987 y 1988 con la absorción de la oposición en el juego de alternativas definidas por el propio régimen y legalizadas en la Constitución del ’80”. La Concertación de Partidos por la Democracia –cuyos principales componentes eran los Partidos Demócrata Cristiano (PDC), Por la Democracia (PPD), Radical Social Demócrata (PRSD) y Socialista (PS)– debió enfrentar una negociación inevitable, aunque en rigor, “fue desarrollada entre el Gobierno militar y Renovación Nacional”, partido este que, “tras una discursividad democrática, lo que hizo fue llevar hasta sus últimas consecuencias la operación transformista”, mas sin ser el equivalente chileno de la derecha española encabezada por Adolfo Suárez, con su política de desarme del dispositivo franquista (Moulian, 1997: 91, 145, 146 y 255).
Los enclaves autoritarios desaparecieron en agosto de 2005, durante la presidencia de Ricardo Lagos Escobar (2000-2006), cuando se aprobó una reforma constitucional que redujo el período presidencial de seis a cuatro años, eliminando la posibilidad de la reelección; eliminó la figura de los senadores designados y vitalicios; afirmó la facultad del presidente de remoción de los comandantes en Jefe (antes correspondiente al Consejo de Seguridad Nacional, a través de su voto mayoritario), y modificó el Consejo de Seguridad Nacional, que pasó a ser un órgano sin más atribuciones que las de asesor del Ejecutivo. Aunque, como se ha dicho, no derogó el sistema binominal para elecciones legislativas
La fase terminal de las dictaduras tuvo una duración variable, de acuerdo con el mayor o menor éxito de los gobiernos en imponer su proyecto fundacional. Para los casos de Bolivia y Argentina, O’Donnell (1994: 22) señala que las dictaduras no solo no tuvieron los éxitos económicos de la brasileña o, en otra perspectiva, la chilena (cuyo modelo neoliberal fue también el programa del ministro de Economía argentino José Martínez de Hoz), sino que fueron ejemplos paradigmáticos de corrupción gubernamental y militar y de “una ‘gangsterización’ de las Fuerzas Armadas [principalmente en Bolivia] que las acercó al sultanismo predatorio”. La combinación de estos elementos, aduce O’Donnell, produjo una “democratización por colapso”. En los otros casos, en cambio, la transición fue “pactada”.
Tanto en Bolivia como en Argentina, los militares fueron incapaces de actuar colectivamente y de asegurar el triunfo electoral de algún partido más o menos afín o de su preferencia. En Bolivia, como se ha dicho, el colapso estuvo dado por el fracaso militar en la gestión económica y política y por su estrecha vinculación con el narcotráfico. En Argentina, el colapso devino del rotundo fracaso del modelo económico neoliberal implementado por el ministro de Economía José Martínez de Hoz y se precipitó con la derrota de Malvinas.
En los casos de transiciones “pactadas” es relevante observar el curso de las negociaciones entre la cúpula del régimen y los partidos políticos, aunque los “pactos” tuvieron diversa índole en cada caso.
Uruguay es un caso de rápido reposicionamiento del sistema de partidos, similar al existente en el momento de producirse el golpe de Estado de 1973. La derrota en el plebiscito de 1980 implicó para las Fuerzas Armadas la frustración de su iniciativa política conducida por ellas y precipitó la decisión de abandonar el Gobierno. A juicio de Luis Eduardo González (1984: 28), “[e]l resultado del plebiscito de 1980 fue fundamentalmente un voto político. No una reacción (favorable o no) frente a los resultados de la política económica del Gobierno, y en términos relativos las opciones fueron claras: el ‘sí’ fue un voto a favor del orden autoritario, y el ‘no’ fue un voto por la redemocratización”. Así, una nueva Junta de Oficiales Generales, la misma que en septiembre de 1981 había designado como presidente a Gregorio Álvarez, preparó un plan político alternativo cuyo núcleo duro introducía, implícitamente, algunas de las cláusulas que habían llevado a las Fuerzas Armadas al fracaso en ocasión del plebiscito.
En este plan, los militares buscaron alcanzar, a través de la apelación a la mediación de los partidos políticos, un cierto consenso de la sociedad civil para llevar adelante las medidas antes intentadas por la vía de la reforma constitucional. En efecto, el plan consignó la rehabilitación de los partidos políticos –una rehabilitación parcial, en tanto excluyó inicialmente al Frente Amplio–; la discusión sobre el nuevo Estatuto que regularía su funcionamiento; la realización de elecciones internas (en los partidos “habilitados” por la dictadura, esto es, los tradicionales, pues los de izquierda seguían “ilegalizados”), y se estipuló un plazo de tres años para la entrega del Gobierno a los civiles. En este marco, se convocaron elecciones internas de los partidos políticos. Gerardo Caetano y José Rilla (2005: 355-361) señalan que en esas elecciones, realizadas en noviembre de 1982, participó el 60% de los ciudadanos habilitados, quienes se inclinaron por los lemas más claramente antidictatoriales. Para el Gobierno de la dictadura este resultado fue considerado aún más adverso que el de 1980.
Pari passu, las Fuerzas Armadas, “tras un intenso trámite interno”, pergeñaron una nueva estrategia que les garantizara una salida controlada para dejar a resguardo la corporación militar. En rigor, argumentan Caetano y Rilla, este fue el inicio de una segunda etapa dentro de la “dictadura transicional”, “signada por la voluntad de acuerdo entre militares y políticos, y orientada crecientemente hacia la dinámica de la negociación”, que, a su vez, potenciaba el papel de los partidos. De ahí el carácter “pactado” de la transición.
Las negociaciones comenzaron en mayo de 1983 (“negociaciones del Parque Hotel”, por el nombre del lugar donde se llevaron a cabo) con el Partido Colorado, el Partido Nacional (Blanco) y la pequeña Unión Cívica, con explícita exclusión del Frente Amplio, ilegalizado. Tras el encarcelamiento de Wilson Ferreira Aldunate, el exiliado líder del sector mayoritario de los blancos, el Partido Nacional se retiró de las negociaciones. Sin los blancos, comenzó un derrotero no previsto por los militares, lo que llevó –en parte por exigencia de los partidos, en parte por la necesidad de la dictadura de lograr un acuerdo que no fuera solo con el Partido Colorado y la poco significativa Unión Cívica– a la derogación de algunos actos institucionales, la aceleración de procesos a detenidos políticos y, superando los límites de lo imaginado inicialmente, la legalización parcial del Frente Amplio. La culminación de las negociaciones fue el Pacto del Club Naval (sede del encuentro), alcanzado el 23 de agosto de 1984.
Con ese pacto se decidió el restablecimiento de la institucionalidad definida por la Constitución de 1967 y del sistema de partidos existente en el momento del golpe de Estado de 1973. Al mismo tiempo, y por imposición militar, se estableció: 1) la continuidad del Consejo de Seguridad Nacional (COSENA), al cual se le asignaban funciones de organismo consultivo; 2) la figura del “Estado de insurrección”, pasible de ser adoptado por el Congreso, dispositivo que incluía la suspensión de las garantías individuales ante hechos violentos que pusiesen en peligro la soberanía y el orden público; 3) las promociones de los jefes militares decididas por el presidente de la República, pero de una lista propuesta por el Ejército, la Aeronáutica y la Marina; 4) el Congreso elegido en las elecciones democráticas actuaría como Asamblea Constituyente, y en caso de introducir reformas en la Carta Fundamental, estas debían ser objeto de un referéndum un año después, y 5) se convocaría a elecciones para el 25 de noviembre de 1984.
La gran paradoja de este pacto fue el reconocimiento, por parte de las Fuerzas Armadas, del Frente Amplio, lo cual puede interpretarse como un triunfo del movimiento popular y de la izquierda. Pero está claro que, con la marginación de los blancos, la legitimidad de la transición requería, necesariamente, inyectarle más fuerza política que la aportada tan solo por los colorados. Para Caetano y Rilla, a partir del Acuerdo la carrera electoral pasó a primer plano, afianzada por la decisión del Partido Nacional de participar con una estrategia de polarización entre “pactistas” y “no pactistas”. Esta pugna hizo que las elecciones se proyectaran “desde un comienzo como una decisión ciudadana inesperadamente alejada de la perspectiva de la lucha antidictatorial” (Caetano y Rilla, 2005: 365).
Respecto de este proceso, Aldo Scarpa ofrece una lectura bien distinta (114) Su argumento puede resumirse así: El Frente Amplio participó de las negociaciones como resultado de analizar la coyuntura del país, caracterizada por el peso entre las masas de posiciones antidictatoriales y democráticas, la incontenible y continua movilización popular, el desprestigio del régimen, la muy amplia “convergencia social y política por la democracia, y el correlativo aislamiento de la dictadura”. En ese contexto, “la negociación era el camino más corto, seguro y menos doloroso. No negociar, teniendo la posibilidad de hacerlo, significaba postergar el proceso sin tener claridad de los tiempos que insumiría otro camino ni las condiciones del desenlace”, o sea, darle tiempo y respiro a la dictadura. En el Frente eran conscientes de que el vencedor de las elecciones sería blanco (Wilson Ferreira) o colorado (Julio María Sanguinetti), pues ellos no tenían aún peso electoral suficiente.
Scarpa entiende que la prisión y proscripción de Ferreira fue personal, y no afectó ni al partido, ni al sector interno (mayoritario), ni tampoco a “los dirigentes blancos más cercanos a su persona y de su mayor confianza; ellos podían ser sus candidatos y de hecho lo fueron”. Le adjudica al líder blanco el “intento de subordinar al conjunto del movimiento democrático y popular, y sus intereses a [sus propios] objetivos [...] y, en todo caso, a los de su sector político”, lo cual sería demostrado “posteriormente cuando, bajo el Gobierno de Sanguinetti, el Partido Nacional dirigido por Ferreira proporciona los votos necesarios, en lo fundamental y con el pretexto de asegurar la ‘gobernabilidad’, para aplicar el continuismo económico y sancionar la impunidad”. Fue allí, donde, desde sus intereses, se hizo necesario “montar las falsedades sobre las negociaciones del Club Naval. Ante el reclamo de Sanguinetti de los votos nacionalistas, y en particular del sector de Ferreira, para aprobar la ley de impunidad, componente sustancial del proyecto de las clases dominantes, el caudillo blanco necesitaba justificar la incoherencia entre sus dichos y sus acciones. Por eso ‘entrega’ sus votos a cambio de exigir al Partido Colorado que acepte incluir como motivo de la ley los supuestos condicionamientos contraídos con las Fuerzas Armadas en el ‘pacto del Club Naval’” –maniobra que no pudo impedir “la muerte política del caudillo” blanco–. La conclusión de Scarpa es lacónica, pero contundente, polémica: “En el Club Naval no hubo condicionamiento alguno a la democracia que renacía”.
El 1º de marzo de 1985, Julio María Sanguinetti, del Partido Colorado, e interlocutor de los militares en el Acuerdo del Club Naval, asumió como presidente del primer Gobierno democrático, secundado por Enrique Tarigo, vencedores en las elecciones de noviembre de 1984. En ellas fueron proscriptas las candidaturas de Líber Seregni (Frente Amplio) y Wilson Ferreira (Partido Nacional), pero no sus partidos: el Frente llevó como candidatos a Juan José Crottogini (un médico, destacado oncólogo, que había sido compañero de fórmula de Seregni en 1971) y José D’Elía (un sindicalista), mientras en los blancos se impuso el lema que postuló al binomio Alberto Zumarán-Gonzalo Aguirre Ramírez.
En Brasil, si bien la fase de transición de la dictadura comenzó formalmente en 1982, después de las elecciones de gobernadores y legisladores de ese año, hubo dos fases anteriores: la distensión (1974-1979) y la apertura (1979-1982). En 1974, el presidente Ernesto Geisel anunció su voluntad de iniciar una apertura “lenta y gradual”, pero esta solo se produjo hacia fines de la década de 1970, cuando ocurrieron dos hechos cruciales: la derogación de la AI-5 y la ruptura de la alianza, de importancia estratégica, entre capitales estatales, privados multinacionales y privados brasileños, y dentro de ella, entre la burguesía local y la tecnoburocracia (Bresser Pereira, 1978).
Como vimos en el capítulo anterior, la dictadura permitió el funcionamiento de un sistema de partidos que fue bipartidario entre 1966 y 1979 y multipartidario a partir de ese año, cuando una reforma procuró mantener cohesionado al partido de Gobierno y dividir la oposición. En 1980 ya se habían constituido seis partidos, uno oficialista y cinco opositores. Las dos principales formaciones fueron continuadoras del bipartidismo: el Partido Democrático Social (PDS) y el Partido do Movimento Democrático Brasileiro (PMDB), prolongaciones de ARENA y MDB respectivamente. Las otras cuatro fueron el Partido dos Trabalhadores (PT), el Partido Popular (PP), el Partido Democrático Trabalhista (PDT) y el Partido Trabalhista Brasileiro (PTB).
Inicialmente, el PP se proyectó como un partido auxiliar del régimen, como expresión de sectores burgueses locales (o nacionales) dispuestos a pactar con el Gobierno una política de transición civil-conservadora. Entre sus principales dirigentes se encontraban Magalhães Pinto, banquero y ex canciller, Tancredo Neves, un veterano y astuto político mineiro, y Olavo Setúbal, ex prefecto paulista. El PP tuvo una breve existencia, durante la cual intentó constituirse como una fuerza potencialmente apta para la construcción de una nueva hegemonía de signo liberal-conservador.
En las elecciones del 15 de noviembre de 1982 se eligieron gobernadores y legisladores estaduales y federales de los 22 estados, los prefectos y concejales de todos los municipios del país y un tercio de los senadores federales. Los resultados confirmaron una tendencia manifiesta en las fases anteriores: el triunfo de la oposición en los estados más desarrollados (pese a la sorpresa, en esta ocasión, de Rio Grande do Sul). El PDS logró alrededor del 36,5% de los votos (en las tres instancias), mientras la oposición en conjunto alcanzó poco más del 48% (llegó al 50% en el caso de las elecciones de gobernadores). El porcentaje restante se repartió entre votos en blanco y nulos. La oposición –en su conjunto– se tornó mayoría nominal en la Cámara de Diputados (245 contra 235) y el oficialismo lo fue absolutamente en la de Senadores (46 a 23). En ambas Cámaras, el oficialismo sumó 281 y la oposición 268, diferencia incrementable en el caso de actuar como Colegio Electoral para elegir presidente y vice (el Congreso en pleno más 6 representantes del partido mayoritario en cada estado): 353 para el oficialismo, 328 para la oposición como conjunto.
Estas cifras permiten apreciar la eficacia de la estrategia del general Golbery do Couto e Silva, ideólogo de la apertura, para controlar el Gobierno, aun perdiendo la mayoría en la Cámara de Diputados y en la mitad de los estados. La fragmentación de la oposición era la garantía del continuismo gubernamental, a pesar del carácter mayoritario de la primera (la mitad del electorado, contra un tercio del oficialismo y un séptimo de votos en blanco y nulos).
Las elecciones de gobernadores dieron 12 estados al PDS, 9 al PMDB y uno al PDT. El norte fue homogéneamente oficialista, mientras el sudeste fue opositor y el sur mayoritariamente pedesista. En cuanto al PT, su votación fue menor de la esperada por sus militantes pero mayor de la prevista por los opositores de izquierda (el PC Brasileiro, “pro soviético” y el PC do Brasil, “pro chino”, votaron por el PMDB) y de derecha. Sus mayores logros se dieron en el estado de São Paulo, donde eligió 6 diputados federales (a los que se sumó otro en Minas Gerais y uno más en Rio de Janeiro). En síntesis, el presidente João Baptista Figueiredo y la jefatura militar lograron afirmar el proceso de apertura, al tiempo que los partidarios de la línea dura y el servicio de inteligencia permanecieron al acecho para impedirlo. La oposición, por su parte, confirmó su moderación.
A lo largo de 1983, los partidos enfrentaron turbulentas discusiones: no fueron solo divergencias inter sino también intrapartidarias, particularmente en los mayoritarios PMDB y PDS. En el seno del PMDB, las viejas tensiones entre los heterogéneos grupos que lo componían se hicieron más manifiestas en la medida que comenzó a pensarse en la sucesión presidencial. Dos posiciones fueron objeto de discusión: una proponía la realización inmediata de negociaciones con los militares para lograr la nominación de candidatos de consenso que pudiesen ser consagrados en la elección indirecta del colegio electoral; la otra, en cambio, proponía negociar sin capitular frente al oficialismo y de avanzar en el reclamo de medidas que afirmaran el proceso de transición, particularmente el retorno a las elecciones directas de presidente y vice y la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Una tercera opción fue presentada por Leonel Brizola, líder del PDT y gobernador de Rio de Janeiro, quien propuso la extensión de los mandatos de Figueiredo-Chaves por dos años, a cambio de la realización de elecciones directas para elegir a sus sucesores.
En rigor –Luiz Carlos Bresser Pereira (1985: 147-148) lo señaló con claridad–, la oposición pemebedista no fue radical. El partido estaba listo para negociar y se transformó en clara alternativa de poder al salir de una posición defensiva y pasar a “disputar el apoyo y obtener la confianza de la sociedad civil. En la medida en que el PMDB iba obteniendo cierto éxito en esa estrategia –y volviéndose, de hecho, una alternativa de poder a corto plazo–, ese partido caminaba hacia la derecha”, tendencia acentuada por la fusión con el PP y la obtención de diez gobernaciones estaduales en las elecciones de 1982.
Por su parte, el PTB de Ivete Vargas se confundió crecientemente con las posiciones del PDS, al punto de dejar de ser considerado un partido opositor y acordar con el oficialismo el acompañamiento de sus posiciones, a cambio de la promesa de cargos importantes en la administración gubernamental.
En este cuadro, el PT se mantuvo unido, al menos hacia afuera, enfatizando un programa básico: derogación de la Ley de Seguridad Nacional; realización de elecciones presidenciales directas e inmediatas; fin de la legalidad institucional impuesta por los militares y cambio radical del modelo económico. Interiormente, la heterogeneidad de sus militantes no dejó de generar dificultades. No debe olvidarse que coexistían cuadros provenientes, entre otras vertientes, de la izquierda católica, el trotskismo, la izquierda democrática e incluso del espontaneísmo cuasi antipartido. Como señalaría más adelante el sociólogo Francisco Weffort, miembro de la Comisión Ejecutiva Nacional del PT desde su fundación y hasta su designación como ministro de Cultura del Gobierno de Cardoso, uno de los problemas más serios era la articulación entre el partido y los movimientos sociales y culturales, dentro de los cuales el partido tenía gran número de militantes, pero sin tener, como partido, una actuación correspondiente.
Para el Gobierno de la dictadura, a diferencia de lo que ocurrió con la oposición mayoritaria, la conflictividad interna desembocó en el fracaso de la estrategia pergeñada para controlar el cambio de régimen. El problema de mayor entidad que enfrentó el PDS durante 1983 y 1984 fue la definición de la candidatura presidencial, pues el triunfo, en razón del carácter indirecto de la elección mediante un Colegio Electoral donde el oficialismo era mayoría, se descontaba. La intensidad de la disputa por la candidatura presidencial oficialista llevó al PDS a la fractura: en 1984, un importante grupo se escindió y creó el Partido da Frente Liberal (PFL). Su candidato fue Paulo Maluf, un empresario de la construcción llegado a la política de la mano de su amigo el general y ex presidente Artur Costa e Silva. Perteneciente a un riquísimo clan paulista, de origen libanés, y casado con una mujer de la misma comunidad y condición económica, Maluf estaba en condiciones de hacer política con dinero familiar mucho más que cualquier otro político del país. Como gobernador de su estado, había construido escuelas, puestos sanitarios y autopistas, sin dejar de cultivar una intensa actividad de relaciones públicas, típicas del clientelismo estatal, todo esto acompañado de serias acusaciones y sospechas de corrupción.
En abril de 1983 se produjo un acontecimiento crucial: el presidente Figueiredo ratificó su posición favorable a la elección indirecta de su sucesor en 1985, por lo que el rechazo al proyecto presentado por el diputado Dante de Oliveira del PMDB, que consignaba la elección directa, era un mensaje explícito destinado a la oposición. En la sesión del 25 de abril, el proyecto de enmienda obtuvo 298 votos afirmativos (entre ellos, 55 de pedesistas), 65 en contra y 3 abstenciones. Los 113 ausentes –dato que indica las vacilaciones entre los políticos oficialistas, pero también el oportunismo– eran oficialistas, excepto uno de la oposición. No obstante la fuerte diferencia, el resultado no alcanzó para aprobar la cláusula que permitía la elección directa: faltaron veintidós votos.
A partir de allí se intensificó la movilización popular a favor de la profundización del proceso democratizador, con el movimiento Diretas Já! Pero es evidente, a la luz de los acontecimientos posteriores, que detrás de esa movilización se desarrollaron otras estrategias de transición de carácter conciliador con la dictadura. Eran estrategias que respondían a las viejas reglas de la cultura política brasileña: por arriba y apelando a los acuerdos entre las elites. La magnitud de la campaña por las directas introdujo nuevos elementos. La tensión entre una línea de conciliación y otra menos transigente se apreció durante la campaña por las directas, siendo sus figuras emblemáticas, respectivamente, Tancredo Neves y Ulysses Guimarães (al menos hasta que este adhirió a la primera). En el PMDB comenzó a percibirse crecientemente la posibilidad de acceder al Gobierno, lo cual llevó a importantes dirigentes a proponer una línea moderada.
El candidato del PMDB finalmente fue Neves. José Sarney renegó de su afiliación al PSD (del cual era presidente) y aceptó la nominación a vicepresidente en representación del PFL. El 7 de agosto de 1984, el PMDB y el PFL firmaron el acuerdo de creación de la Aliança Democrática (AD). Tanto Neves como Sarney eran expresión del sistema de partidos abolido por el golpe de 1964. Significativamente, ambos fueron, durante su respectiva militancia en el PSD y la UDN, miembros de las fracciones renovadoras de uno y otra. Sarney “fue escogido como compañero de fórmula de Tancredo Neves en 1984 no solo porque era un disidente respetado y sin fricciones, sino también porque como nordestino podía desviar votos de Maluf” (Skidmore, 1988: 485).
Así, el panorama electoral se modificaba de cuajo. La creación de la AD quebró la estrategia de los militares –compartida por Maluf– de asegurarse el control parlamentario para definir el nuevo presidente. De ahí en más, la campaña electoral adquirió un tono inusitadamente entusiasta para una elección indirecta en la cual, por añadidura, los electores ya estaban elegidos desde hacía dos años. Los medios de comunicación –en particular la Rede Globo– eran masivamente favorables a los candidatos de la alianza. El desbande dentro del oficialismo fue simétrico con el crecimiento de la AD y las expectativas creadas por la posibilidad de su triunfo, mientras que las posibilidades de los militares de desviar el proceso político fueron mínimas. El ex presidente, el general Geisel, fracasó en el intento de impedir que el vicepresidente (Antonio Aureliano Chaves de Mendonça) y el PFL apoyaran a Neves, y tuvo una entrevista con el candidato de la AD, a quien le dio un discreto apoyo. No obstante, esto implicó un gran respaldo, pues para muchos la opinión de Geisel todavía pesaba. En líneas generales, los altos oficiales aceptaron desempeñar un papel cauto en la resolución de la sucesión. El 15 de enero de 1985, el Colegio Electoral eligió la fórmula Neves-Sarney, que asumiría el Poder Ejecutivo dos meses después.
El final de esta historia fue bien distinto del imaginado por Golbery, Geisel, Figueiredo y los otros militares y civiles que impulsaron la transición. No hubo sucesión oficialista y, por añadidura, el partido hasta entonces en el Gobierno se quebró. Una vez que el juego quedó en manos de los viejos políticos, las más abigarradas prácticas de las clases dominantes definieron el pleito según el afinado estilo de la negociación y la conciliación. Al fin y al cabo, como bien titula Marcel Bursztyn uno de sus libros, Brasil es el “país de las alianzas”. Guimarães fue derrotado, internamente en aras de la conciliación. Neves era del viejo MDB, pero luego se abrió para entrar en el PP y por último retornar al PMDB, aunque ambos fueron opositores desde el comienzo. Sarney, en cambio, fue un advenedizo que solo se tornó opositor el último año del régimen.
Por lo demás, para completar la ironía de la historia, Neves, con sus 77 años, no alcanzó a asumir como presidente: abrumado por una grave dolencia intestinal, que se había cuidado de ocultar, fue internado el 14 de marzo. Al día siguiente, Sarney se hizo cargo interinamente de la presidencia, función que luego, con la muerte de Tancredo, asumió en plenitud. Figueiredo lo consideraba un traidor y para demostrarle su aversión no concurrió al acto de transmisión del mando. Finalmente, el partido que había cargado con buena parte del peso de la oposición a la dictadura y había concitado el apoyo mayoritario del electorado, no accedió al control del Poder Ejecutivo.
En Chile, la transición se hizo efectiva tras un largo período de crisis recurrentes. En palabras de Garretón (1995: 108), la institucionalización del régimen se hizo “antes de la crisis en el régimen” e impidió “que esta se convirtiera en crisis del régimen”.
En 1977, en un acto público, el general Pinochet ratificó el compromiso de la Junta Militar de restaurar el orden democrático. Se trataba de una restauración que concebía la democracia como “protegida”. La Constitución de 1980 reflejó cabalmente esta concepción, estableciendo en sus disposiciones transitorias que en 1988 se procedería a la celebración de un plebiscito para decidir si Pinochet continuaría en el cargo de presidente durante ocho años más. Así, en Chile, el “pacto” fue resultado de un cuidadoso y puntilloso andamiaje institucional cristalizado en la Carta Magna.
En 1978 varios factores minaron la estabilidad de la dictadura. En el plano internacional, el asesinato de Orlando Letelier en Washington y la inmediata condena que recibió por parte de Estados Unidos afectaron gravemente la legitimidad del Gobierno chileno. Otro factor de desestabilización fue el conflicto con Argentina por el Canal de Beagle, que puso a los dos países al borde de la guerra. En el plano interno, las diferencias entre el general Pinochet y el general Gustavo Leigh (más próximo a la restauración de la democracia y resentido por el personalismo del dictador) se profundizaron. Finalmente, Leigh fue expulsado de la Junta.
Con todo, el régimen sorteó con éxito los obstáculos y en 1980 obtuvo un rotundo triunfo en el plebiscito del 11 de septiembre (67% de votos a favor, aunque en un proceso poco transparente) para la aprobación de la nueva Constitución. Esta estableció el plazo para la transición a la democracia: Pinochet gobernaría ocho años más como presidente y luego se sometería a un plebiscito. También estableció la disminución de las facultades del Congreso; la creación de un Tribunal Constitucional y del Concejo de Seguridad Nacional, presidido por el primer mandatario e integrado por los comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas, el presidente del Senado y el presidente de la Corte Suprema de Justicia; introdujo un sistema de senadores designados y vitalicios (los primeros incluían representantes de cada una de las tres ramas de las Fuerzas Armadas y de Carabineros; los vitalicios, a los ex presidentes). Asimismo, instituyó la segunda vuelta en las elecciones presidenciales y un sistema binominal para las elecciones legislativas.
En 1982, la crisis de la economía mundial tuvo efectos desastrosos para el modelo implementado por la dictadura (aquel del “milagro chileno”): devaluación, quiebra de bancos, alza de precios, cesantías, etc. En este marco, se inició un ciclo de movilizaciones populares contra el régimen. Frente a la severa crisis económica, la Confederación de Trabajadores del Cobre convocó a una huelga, que fracasó, pero fue un factor desencadenante de la irrupción de la oposición social y política en el espacio público, a través de las denominadas “protestas” que se sucedieron a lo largo de 1983 y los dos años siguientes. La violencia estatal fue realmente desproporcionada. A “las protestas” se sumaron las expresiones de oposición que optaron por la vía armada, en particular con el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, brazo armado del Partido Comunista.
Aunque las protestas continuaron más allá de 1983, su fuerza decayó en buena medida por la falta de una coordinación y proyecto común que, finalmente, obstaculizaron su transformación en un movimiento propiamente político (como sí ocurrió en Brasil, donde los movimientos sociales lograron articularse como movimiento político, de donde despuntó el liderazgo de Lula da Silva). Mientras las protestas decaían, las fuerzas político-partidarias de todo el espectro opositor continuaron unidas en torno de un proyecto común (con excepción, claro, del Frente Patriótico Manuel Rodríguez). La respuesta del régimen a cada una de las propuestas provenientes de las fuerzas opositoras fue una rotunda negativa al diálogo y a la negociación. La recomposición parcial del modelo económico y el comienzo de un nuevo ciclo de crecimiento (que algunos analistas han denominado “segundo milagro”) contribuyó para que la oposición finalmente se encuadrase en una lucha institucional según los términos de la Constitución de 1980.
Ante la inminencia del plebiscito de 1988, pautado en la Constitución de 1980, las fuerzas de la oposición se convencieron de la conveniencia de jugar el juego del régimen. En febrero de 1988 se creó la Concertación de Partidos por el No. El plebiscito se realizó el 5 de octubre de ese año y el No ganó con el 54,7% de los votos.
Enseguida, los partidos de la Concertación (ahora Concertación de Partidos por la Democracia) y un sector de la derecha (moderada) levantaron sus demandas de reformas constitucionales: elección íntegra del Congreso Nacional por sufragio popular y con un sistema proporcional; flexibilización del sistema de reforma constitucional; revocación de las proscripciones políticas; modificación de la composición y funciones del Consejo de Seguridad Nacional, entre las más destacables. En la negociación política, Patricio Aylwin Azócar y Sergio Onofre Jarpa, en representación de la Concertación y de Renovación Nacional respectivamente, por un lado, y el ministro de Gobierno Carlos Cáceres, por el otro, fueron las figuras descollantes. Hubo sucesivas y mutuas impugnaciones hasta que finalmente la Junta aprobó un proyecto, luego ratificado por el plebiscito de julio de 1989.
En diciembre de ese año se realizó la elección presidencial en la que triunfó el demócrata-cristiano Aylwin, candidato de la Concertación (Democracia Cristiana, Partido Socialista, Partido Por la Democracia, Partido Radical Socialdemócrata), con el 55,2% de los votos. Según expresa Garretón (1995), una de las diferencias del primer Gobierno democrático de transición en Chile, respecto de los otros países del Cono Sur, es que la situación económica que heredó no era crítica. De hecho, esta había repuntado hacia 1986 y 1987.
Un dato a retener es que el segundo candidato más votado en las elecciones que definieron el cambio de régimen fue Hernán Büchi, por la coalición Democracia y Progreso, que reunía a la UDI y Renovación Nacional. En 1985, bajo el régimen pinochetista, el ingeniero comercial Büchi había ocupado el Ministerio de Economía y desde allí había implementando reformas menos ortodoxas que las practicadas por sus predecesores, logrando así reencauzar la economía (el supuesto “segundo milagro”). El dato es relevante a la luz del presente, cuando quien preside el país, Sebastián Piñera, es de Renovación Nacional. Como se ha visto, Chile es un caso de transición fuertemente condicionada por el poder militar. Solo muy recientemente el país se ha desprendido de la tutela militar y se han derogado los condicionantes constitucionales impuestos por el régimen de Pinochet. Si bien el sistema de partidos chileno históricamente había albergado a las fuerzas derechistas, el triunfo de Piñera no es ajeno a esta larga persistencia de los enclaves autoritarios.
En Argentina, las Fuerzas Armadas intentaron fundar un nuevo Estado, con un sistema político dirigido por ellas y acorazado ideológicamente por la DSN. Esto es lo que se aprecia en las “Bases Políticas de las Fuerzas Armadas para el Proceso de Reorganización Nacional”, que las tres Fuerzas dieron a conocer en 1979. Las “Bases” buscaban el consentimiento civil al “Proceso” iniciado por las Fuerzas Armadas que, considerándose triunfantes en la “guerra antisubversiva”, no avizoraban otra conducción y dirección más que las de ellas mismas. Este documento se hizo público después de dos acontecimientos cruciales. A mediados de 1978, el general Jorge Rafael Videla había accedido a que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) visitara el país. En la misma época, la Corte Suprema de Justicia había ordenado al Poder Ejecutivo Nacional la liberación de Jacobo Timerman, periodista, director del diario La Opinión. Los militares reaccionaron obligando a Timerman a exiliarse en Israel. Por su parte, el informe de la Comisión no fue nada favorable al poder militar, que se había esforzado sin éxito en maquillar la violencia y los desmanes cometidos. Ambos sucesos tuvieron lugar en 1979.
Ese año, después de que se conocieron “Las Bases”, el dirigente radical Ricardo Balbín pidió a los militares definiciones acerca de un cronograma. Dentro de la misma UCR, Raúl Alfonsín encabezó una línea (Renovación y Cambio) que criticaba duramente la política económica regresiva y ponía un marcado énfasis en la democracia como régimen y como valor. Alfonsín buscaba acelerar los tiempos de la transición, a diferencia de Balbín que, desde una posición moderada, parecía más inclinado a consensuar fórmulas veladas de tutelaje militar.
A principios de 1981, y por diferencias dentro de las Fuerzas Armadas, el general Roberto Viola sucedió a Videla en el cargo de presidente. Su propuesta era de apertura limitada, en el marco de la cual aumentó la participación civil en el Gobierno y se reorganizó la CGT, con la conducción del líder sindical Saúl Ubaldini. Asimismo, en julio de ese año, se formó la Multipartidaria Nacional. Pero las diferencias en la cúpula militar volvieron a cambiar el rumbo de los acontecimientos y Viola fue rápidamente sustituido por el general Leopoldo Galtieri, quien buscó restituir los valores iniciales: la guerra antisubversiva y una salida tutelada.
El 2 de abril de 1982, la Junta Militar ejecutó un desembarco militar en las islas Malvinas. El fracaso económico, el descrédito militar y los ruidosos reclamos de los movimientos sociales estuvieron en la base de tal aventurada decisión, si bien el plan de recuperación de la soberanía sobre las islas se venía pergeñando desde el año 1976. Con el fracaso en la guerra, la transición se aceleró. En noviembre de 1982, la Junta Militar expidió las “Pautas para la concertación económica, política y social”, iniciativa rechazada por la clase política. Ante la imposibilidad de una alianza con la dirigencia política sobrevino el colapso. Pero las Fuerzas Armadas todavía conservaban una cuota importante de poder frente a un poder civil con profundas diferencias internas respecto de los “desaparecidos”. En abril de 1983, la Junta dio a conocer el “Documento final sobre la lucha contra la subversión y el terrorismo“, y en septiembre de ese mismo año se publicó la “Ley de enjuiciamiento de actividades terroristas y subversivas”, más conocida como “Ley de Amnistía”, firmada por el último dictador, el general Reynaldo Bignone.
Si la derrota militar en la guerra contra el Reino Unido fue un factor significativo para el triunfo electoral del radical Alfonsín –uno de los pocos políticos que se opuso explícitamente al conflicto bélico–, un factor no menos significativo fue la “cuestión castrense”, que diferenció claramente a los dos principales candidatos de las elecciones de ese año. El candidato del otro partido histórico, el Partido Justicialista, Italo Lúder, era proclive a moderar los enfrentamientos con las Fuerzas Armadas, mientras que Alfonsín hizo de la defensa de la democracia y los derechos humanos un valor irrenunciable, siendo este el contenido principal de su campaña política.
El 10 de diciembre, Alfonsín fue electo presidente con el 51% de los votos (contra el 40% que obtuvo el justicialismo). Su triunfo –o mejor, la inesperada derrota del PJ– fue un hecho clave para el enjuiciamiento de los altos oficiales y sus subordinados involucrados en las prácticas del terrorismo de Estado. No obstante, la retirada militar no fue ni completa ni definitiva, según acota Alfredo Pucciarelli (2004: 161-162), quien añade: “En vez de generar un claro campo de oposición [la mayor parte de la dirigencia partidaria] elige alentar a las Fuerzas Armadas para que prolonguen su dominio a través de varios de los años venideros” (115).
En 1985, los juicios a los militares coincidieron con una escalada inflacionaria que hizo inocultable la crisis económica. Alfonsín intentó sin éxito conciliar lo irreconciliable: las demandas de castigo y justicia de la sociedad con las pretensiones de impunidad de las Fuerzas Armadas. En medio de la crisis, el Gobierno promovió la Ley de Punto Final, que el Congreso (sin los opositores a la ley en el recinto) aprobó por unanimidad en diciembre de 1986. Semejante “claudicación ética”, para utilizar palabras de los organismos de derechos humanos, respondía a una realidad inocultable: las Fuerzas Armadas habían logrado torcer el curso de los acontecimientos. Pero si en 1986 la homogeneidad interna fue un factor clave para el éxito de la estrategia militar, en 1987 la situación fue otra. En la tarde-noche del Jueves Santo, el teniente coronel Aldo Rico se sublevó en Campo de Mayo, al frente de un grupo de comandos de distintas unidades militares. Respecto del Gobierno, reclamaban el fin de los juicios todavía en curso; respecto del Ejército, reclamaban la remoción de los comandos superiores, a quienes acusaban de haberlos utilizado en sus negociaciones con el poder civil. Alfonsín no contó con las Fuerzas Armadas para sofocar el levantamiento carapintada, clara muestra de un poder civil que aun no había conseguido subordinar al poder militar. A esto se sumó la fuerte movilización popular que salió a la calle en defensa de la democracia. Con presiones de uno y otro lado, Alfonsín optó por negociar con Rico los términos de la capitulación, que tuvo lugar el Domingo de Pascua. Con el argumento de promover una “reconciliación definitiva”, poco tiempo después se aprobó la Ley de Obediencia Debida.
En Bolivia, el proceso político que condujo al cambio de régimen fue ingobernable. El 21 de julio de 1978, el dictador Banzer fue desplazado por un golpe de Estado que puso al frente del Gobierno al aeronáutico Juan Pereda Asbún, ex ministro del Interior y delfín de Banzer. Pero fue por breve tiempo: el 24 de noviembre lo reemplazó el general David Padilla Arancibia, quien prometió elecciones generales y prescindencia en materia de candidaturas. Los comicios se realizaron el 1º de julio de 1979, imponiéndose Hernán Siles Zuazo, de la Unidad Democrática y Popular (UDP), con casi 529.000 votos, sobre Víctor Paz Estenssoro, del MNR, con 527.000, y el general Banzer, de la novel Acción Democrática Nacionalista (ADN), con 222.000. En el Congreso, ningún candidato obtuvo, en las siete votaciones realizadas el 4 y 5 de agosto, la mayoría requerida para ser electo presidente. Así, Walter Guevara Arze, del MNR y presidente del Senado, asumió interinamente la primera magistratura.
Guevara convocó a un Gobierno de coalición, del cual también se llamaba a ser parte a la ADN, pero la propuesta fue rechazada. Guevara, que debía gobernar durante un año, no terminó su mandato, pues el 1º de noviembre el general Alberto Natusch Busch, ex ministro de Banzer, dio otro golpe de Estado, caracterizado por una sangrienta represión: 200 muertos, 200 heridos, 125 desaparecidos, en un hecho conocido como la “Masacre de Todos los Santos”. Adenistas (es decir, banzeristas) e importantes dirigentes del MNR (como el ex canciller Guillermo Bedregal y Fellman Velarde) fueron parte de las fuerzas golpistas. El Gobierno de Natusch fue aún más efímero: duró apenas dieciséis días. Lo reemplazó Lydia Gueiler Tejada, presidenta de la Cámara de Diputados, quien se hizo cargo de un Gobierno de transición que debía realizar las nuevas elecciones (el 29 de junio de 1980) y entregar el Gobierno a quien se impusiera en ellas. Gueiler enfrentó una crisis económica de gran magnitud, por lo que recurrió a la devaluación de la moneda y al aumento de los precios. En el decisivo plano militar, su Gobierno hizo concesiones a los militares de mano dura, en particular con su primo, jefe del Ejército, el general Luis García Meza.
Las elecciones presidenciales de 1980 reiteraron la grilla de las anteriores: Siles Zuazo (UDP) volvió a imponerse, pero el proceso de normalización fue nuevamente frustrado. El sangriento golpe de Estado del 17 de julio de ese año, encabezado por García Meza, instauró la breve pero ferocísima dictadura institucional de las Fuerzas Armadas, que erigió al mismo general golpista como presidente. No obstante, los propios camaradas del dictador lo obligaron a dimitir en agosto de 1981, y fue sustituido, el 4 de septiembre, por el general Celso Torrelio Villa, a su vez reemplazado por el general Guido Vildoso Calderón el 21 de julio de 1982, con el objetivo de entregar el Gobierno a los civiles sobre la base de los resultados electorales de 1980. En un breve lapso se incrementaron la corrupción, el tráfico de cocaína y la represión política y social, generalizando el descrédito y el fracaso de las Fuerzas Armadas. El colapso se precipitó cuando la COB llamó a una huelga general. Finalmente, el 10 de octubre de 1982 Siles pudo acceder a la presidencia antes escamoteada. En la vicepresidencia lo acompañó su aliado del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), Jaime Paz Zamora, ambos reunidos en la UDP. Se inició así el primer Gobierno democrático.
Apenas unos días después de asumir, Siles firmó un decreto por el cual se creaba la Comisión Nacional de Desaparecidos. Si bien no tenía alcance para otros delitos de lesa humanidad (como las torturas, por ejemplo) era un comienzo. En 1984, esta comisión se disolvió sin que se conocieran sus investigaciones. No obstante, ese mismo año, y por iniciativa de las organizaciones de la sociedad civil se creó el Comité Impulsor del Juicio de Responsabilidades, a instancias de la COB, las Iglesias Católica y Metodista, la Universidad San Simón de la Paz, las asociaciones de periodistas, los grupos de derechos humanos y los familiares de las víctimas de la dictadura en general. El objetivo era investigar los crímenes cometidos durante la dictadura encabezada por el general García Meza, a quien se le imputaron graves violaciones a los derechos humanos (desapariciones forzadas, torturas y expulsiones ilegales del país). Con el apoyo de algunos políticos, se inició el Juicio de Responsabilidades contra el dictador y cincuenta y cinco de sus principales colaboradores.
En abril de 1986 el Congreso de la Nación decidió acusar a García Meza y a otros militares ante la Corte Suprema de Justicia. El proceso judicial se extendió a lo largo de casi siete años y concluyó con sentencias condenatorias para buena parte de los imputados, y se fijaron penas privativas de la libertad de entre 25 y 30 años, sin derecho a indulto. García Meza y Luis Arce Gómez, quien fue además su ministro del Interior, estuvieron entre los condenados a las penas máximas. Los jueces dividieron los delitos cometidos en ocho grupos, entre los cuales descollaron los de asesinato, genocidio, desapariciones forzadas, masacres, amén de numerosos actos de corrupción y enriquecimiento ilícito. En 1994, García Meza, quien se había ocultado en Brasil, fue extraditado y alojado en la prisión de alta seguridad de Chonchocoro, próxima a La Paz.
En Uruguay, el fracaso del proyecto fundacional dio margen para la movilización social. Caetano y Rilla (2005: 355-361) señalan que aunque “los partidos políticos demostraron su vigencia durante la instancia plebiscitaria y las elecciones internas de 1982, la ‘lucha contra la dictadura’ desencadenada durante 1983 resultó un escenario muy propicio para la explicitación política de las fuerzas y organizaciones sociales”. Buen ejemplo de ello y “de máxima confluencia entre la movilización social y el consenso partidario detrás de un programa intransigentemente democrático”, fue la concentración popular del 27 de noviembre de 1983, en Montevideo –tal vez la más grande de toda la historia política del país–, convocada tras la consigna “Por un Uruguay democrático y sin exclusiones”. No obstante, cabe recordar que el Acuerdo del Club Naval que finalmente definió el cambio de régimen fue un pacto protagonizado por las dirigencias políticas y tuvo como objetivo pactar una salida ordenada, en medio de apagones, cacerolazos y las contundentes demostraciones del Plenario Intersindical de Trabajadores (PIT). De hecho, la consigna de campaña del triunfante Sanguinetti fue “cambios en paz”.
La movilización social en Uruguay no alcanzó ni por asomo a igualar la cuantía e impacto de la movilización social y política que hubo en Brasil. Allí, el PMDB, como se dijo antes, heredero del MDB, tuvo como principal bandera, si no la única, la lucha por la democracia política, bajo la cual congregó una amplia base social que abarcaba desde grandes capitalistas hasta obreros del novo sindicalismo y campesinos. Bresser Pereira (1985: 119) lo considera el partido de la mediana burguesía, las clases medias asalariadas y los trabajadores. Ideológicamente, sus afiliados provenían de un igualmente amplio abanico, que incluía ex partidarios e integrantes de la dictadura, en un extremo, y comunistas (PCB) y ex guerrilleros (MR-8 y PCdoB), en el otro. Una característica del PMDB era la de contener a un sector “fisiológico-oportunista” que no solo advirtió la eficacia del partido como vehículo para captar votos, sino que también fue capaz de articular fuerzas orgánicas por la vía del clientelismo y otras formas tradicionales de hacer política.
El PTB fue el único partido que recuperó una denominación acuñada durante la vigencia del primer sistema de partidos, el período 1945-1965. Tras una disputa legal por el nombre, se escindió la corriente de la izquierda del viejo trabalhismo, heredera de João Goulart, que se organizó en el PDT. Buena parte de sus dirigentes eran exiliados, destacándose, además del propio Leonel Brizola, el reconocido antropólogo Darcy Ribeiro.
El PMDB (en primer lugar) y el PDT, que gobernaban los principales estados, tuvieron que hacer frente a la muy sensible cuestión de cómo actuar frente a los reclamos del movimiento obrero y de otras organizaciones de la sociedad civil. De hecho, el ejercicio de los poderes estaduales y municipales estaba limitado –incluso en el plano administrativo– por la centralización de la percepción y distribución de los recursos, que eran definidas por el Gobierno federal. Gobernar según los patrones definidos por el autoritarismo convirtió a los gobernadores opositores en “gerentes de una crisis política, económica y social cada vez más grave” y los tornó “más conservadores” e incapaces de ofrecer alternativas concretas en esos tres campos. En palabras de Maria Helena Moreira Alves (1984: 312): “Lo que se vio entonces, en 1983, fue una adaptación de los gobernantes [del PMDB y del PDT] a la estructura autoritaria general, de modo tal que los gobiernos de oposición ya casi no se diferencia[ba]n, en la manera de gobernar, de muchos gobiernos del PDS. Los sectores de elite que ahora participa[ba]n en el poder local, se adaptaron a las estructuras administrativas y de poder en vigor, en lugar de intentar modificarlas en profundidad, en el contexto general de la crisis social”.
En este marco de continuidades, la gran ruptura la produjo el PT. Esta no solo fue “la primera tentativa en treinta años de organizar un genuino partido de la clase obrera” –como señala Skidmore (1988: 429)–, sino, sobre todo, una verdadera innovación en las prácticas políticas del país. Fue un partido nacido de un profundo enfrentamiento con el Estado, en el cual la discusión acerca de la necesidad y conveniencia de un partido aglutinante de las demandas de los trabajadores y de otras organizaciones populares (asociaciones barriales, de moradores, de campesinos, de las CEB, etc.) fue central entre los dirigentes y los cuadros de ellas, intelectuales de izquierda y sectores del movimiento estudiantil, principalmente.
Según el resumen de Skidmore (1988: 430), los que bregaban por un partido propio o independiente –a cuyo frente se encontraba Lula da Silva– sostenían que las relaciones de trabajo solo podían cambiarse controlando el poder y desconfiaban de la real capacidad del PMBD para llevar adelante esa tarea, en buena medida porque también desconfiaban de aquellos dirigentes con quienes lidiaban por la dirección de las estructuras de base, es decir, los del PCB, y del PCdoB, todos los cuales se encontraban dentro del principal partido de oposición. Para un sector, los trabajadores solo alcanzarían influencia política cuando dispusieran de un partido capaz de hablar exclusivamente por ellos, función que no podía cumplir el PMDB, más allá de sus méritos, por representar intereses demasiado vastos y hasta contradictorios, dentro de los cuales los de los obreros eran solo una parte y, por añadidura, no exentos de ser sacrificados en momentos decisivos. En cambio, otros dirigentes del novo sindicalismo eran de la opinión de fortalecer su todavía débil estructura antes que embarcarse en la construcción de un partido. Quienes participaban de esta posición argumentaban, que los pelegos (burócratas sindicales) y los comunistas eran aún fuertes y para desplazarlos era necesaria una organización sistemática y paciente. Los comunistas, por su parte, entendían que en lugar de crear el PT, Lula y sus compañeros debían dedicarse solo a la práctica sindical.
Cuando a fines de 1979 se estableció la nueva ley orgánica de los partidos, el PT se lanzó a la tarea de obtener su reconocimiento formal. Si bien el anteproyecto partidario, del 29 de enero de 1980, definía al PT como un partido de clase, cuyo objetivo era “organizar políticamente a los trabajadores urbanos y rurales”, no dejaba de señalar que estaba “abierto a la participación de todas las capas asalariadas del país”, excluyendo solo a los patrones, criterio de amplitud que le permitió superar la objeción legal de ser concebido por “sentimientos de clase”, causa inhibitoria para el reconocimiento.
Como se ha visto, inmediatamente después de la presentación en el Congreso del proyecto de elecciones directas, el asunto trascendió los marcos legislativos, y la sociedad civil sumó sus apoyos: el diario Folha de São Paulo, el cardenal de São Paulo, Evaristo Arns, y Dom Ivo Lorscheiter, secretario general de la Conferência Nacional dos Bispos do Brasil, la Ordem dos Advogados, la Comissão Justiça e Paz, la prensa, artistas e intelectuales, futbolistas, periodistas, animadores de televisión, cantantes y músicos populares. La consigna Diretas já! se tradujo en una acción política de masas perceptible en una maratón de actos, inicialmente por diferentes ciudades pequeñas y medianas del país y, en la fase final, previa a la votación de la enmienda en el Congreso, en las más pobladas. Estimaciones de la época señalan que durante toda la campaña participaron de los actos y reuniones unos cinco millones y medio de personas. El clima fue de fiesta y entusiasmo popular. Los actos y marchas fueron pacíficos y disciplinados, a pesar de existir provocaciones de parte del servicio de inteligencia de las Fuerzas Armadas.
Pero si, como se ha dicho antes, es cierto que el movimiento social pudo afirmarse como movimiento político (Garretón, 2001), también es cierto que detrás de esa impresionante movilización hubo estrategias de poder que definieron la transición conforme la cultura política de negociación y conciliación en la cúpula.
En los casos de Argentina y Bolivia, sus transiciones “por colapso”, como hemos visto, dieron lugar a improvisadas negociaciones entre el régimen y los partidos políticos. En Bolivia, un caso aún más excepcional que el de Argentina, la retirada militar se realizó, como se ha dicho, incondicionalmente –no hubo ninguna ley de amnistía o autoamnistía–. Como en los otros casos, en el proceso político la marginación de las masas fue un rasgo común. Las fuerzas sociales fueron incapaces de generar una organización político-partidaria enraizada en la lucha antidictatorial como el PT en Brasil, o no contaron con el componente de cálculo político que tuvo el proceso en Uruguay, permitiendo al Frente Amplio incorporarse al juego político con un rol protagónico antes impensado.
Por otra parte, en ambos casos, el cambio de régimen trajo consigo la participación política de militares retirados, antes involucrados en el ejercicio de las dictaduras, pero no tanto en nuevos partidos (como en Argentina) sino en los preexistentes, especialmente en ADN, del general Banzer, y en el MNR. En Argentina, después de superados los levantamientos militares de 1987, 1988 y 1990, y producido el hecho novedoso de la creación, entre 1983 y 1990, de los que César Tcach (1999: 22) ha llamado “partidos de matriz militar”, es decir, organizaciones que aceptan las reglas democráticas, constituidos predominantemente por civiles, pero liderados por militares retirados de activa participación durante la dictadura –como en los casos del general Antonio Bussi (Fuerza Republicana), el capitán de navío Roberto Ulloa (Partido Renovador de Salta) y el coronel José Ruiz Palacios (Acción Chaqueña)– o en los levantamientos carapintadas (es el caso del coronel Aldo Rico y el Movimiento por la Dignidad e Independencia Nacional, MODIN).
En cuanto a los sistemas políticos emergentes de la posdictadura, en Uruguay, durante las dos primeras décadas posteriores al cambio de régimen, se produjo una alternancia en el Gobierno entre colorados (Julio María Sanguinetti, 1985-1990 y 1995-2000; Jorge Batlle, 2000-2005) y blancos (Luis Alberto Lacalle, 1990-1995). En 2004, el Frente Amplio, con un crecimiento electoral y representativo exponencial, ganó las elecciones –quebrando una larguísima tradición de dominio de los Partidos Colorado y Nacional (o Blanco)–. En 2009, el Frente Amplio ratificó el triunfo. Esta sucesión reforzó la histórica centralidad de los partidos políticos y, con ella, la consolidación de la nueva fase de la democracia uruguaya.
Con el triunfo del colorado Sanguinetti, el país restauraba un cuadro anterior. En efecto, los resultados de las elecciones celebradas en noviembre de 1984 reiteraron la grilla de las de 1971. El Partido Colorado (con el 41% de los votos) quedó en primer lugar, consagrando a Sanguinetti como presidente; el Partido Nacional (con el 35% de los votos, 5% menos que antes de la dictadura) quedó en el segundo lugar; y el Frente Amplio ratificó su condición de tercer partido. “Además de ver confirmada su identidad luego de once duros años de represión (obtuvo el 22% de los sufragios), el Frente Amplio volvía al Parlamento con importantes modificaciones en su ‘interna’”, dado que el Movimiento por el Gobierno del Pueblo, de izquierda moderada y dirigido por Hugo Batalla, se convirtió en la tendencia mayoritaria, desplazando al PC (Caetano y Rilla, 2005: 366-367).
Como se ha dicho, las elecciones se realizaron con limitaciones importantes: fueron proscriptos Ferreira y Seregni, entre los dirigentes políticos, y el PC, entre las organizaciones, al tiempo que permanecieron en prisión numerosos presos políticos (hasta la asunción del nuevo presidente). De hecho, la transición fue, en definitiva, dominada por la tradicional “partidocracia”, ahora con el novedoso agregado de la fortaleza del Frente Amplio, cuyo crecimiento electoral en poco tiempo cambiaría el antiguo sistema bipartidista por otro tripartito e igualitario (tres partidos con un tercio de votos cada uno) –situación, en rigor, transitoria, al menos hasta las elecciones de 2004, que catapultaron al Frente Amplio-Encuentro Progresista a un mayoritario y cómodo primer lugar, y al Partido Colorado a su peor y desconocido posicionamiento en la historia del país, recomponiéndose el bipartidismo, ahora entre el Frente Amplio y el Partido Nacional (Rilla, 2007)–.
El Gobierno de Sanguinetti debió enfrentar la pesada herencia de la dictadura, con múltiples problemas, económicos, sociales y políticos: desde la deuda externa, el desempleo, la fuerte caída del salario real, hasta los más delicados de los presos políticos, la amnistía, los delitos y las violaciones de los derechos humanos cometidos por militares. Al respecto, fue muy significativo que Sanguinetti mantuviera como comandante del Ejército al teniente general Hugo Medina, que detentaba ese cargo en la dictadura, y que incluso lo nombró, sobre el final de su mandato, ministro de Defensa. Está claro, como acotan Caetano y Rilla, que Medina actuó como representante corporativo de las Fuerzas Armadas, tal como se apreció en el momento en que algunos jueces comenzaron a reclamar la comparencia en tribunales civiles de militares acusados de múltiples violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. Tras varios fracasos legislativos en pro de una ley de amnistía, en diciembre de 1987 se aprobó –con la oposición parlamentaria de la izquierda y de sectores del Partido Nacional, y la extraparlamentaria de las organizaciones de derechos humanos y otras organizaciones populares– la llamada Ley de Caducidad, o sea, el instrumento que ocluyó la posibilidad de enjuiciar y castigar a policías y militares responsables de violar los derechos humanos.
En noviembre de 1989, las primeras elecciones celebradas bajo la democracia restaurada consagraron presidente a Luis Alberto Lacalle, del sector herrerista del Partido Nacional, con el 39% de los votos. Fue el primer gobernante blanco en ser electo en forma directa por la ciudadanía. Pero no solo eso: también fue destacable el amplísimo triunfo del partido en las elecciones municipales (obtuvo 16 de las 19 intendencias) y, por sobre todo, el triunfo del Frente Amplio en la ciudad de Montevideo, con Tabaré Vázquez al frente. Con las elecciones de 1989 y la asunción de Lacalle a la presidencia y la de Vázquez a la intendencia de Montevideo, en 1990, quedaron plenamente restablecidos el sistema de partidos previo a la dictadura y su histórica centralidad. Esta recuperación de la “partidocracia” –incluso con cierto grado de deterioro respecto del pasado– y de la importancia del Congreso es una nota central del Uruguay posdictadura. Otra, la alteración de la larga hegemonía colorada, que comenzó con el triunfo de los blancos en 1989, cuyo Gobierno tomó medidas más claramente neoliberales. Si bien el Partido Colorado recuperó la presidencia en las elecciones de 1994 (con la candidatura de Sanguinetti, 1995-2000) y la mantuvo en las de 1999, en las cuales se impuso Jorge Batlle (2000-2005), el devenir político, medido en términos electorales, modificó la vieja ecuación al conformarse, en 1994, el “país del tercio y pico” (cuasi paridad porcentual entre los partidos Colorado, Nacional y Encuentro Progresista-Frente Amplio), ecuación efímera, pues en 1999 el Frente Amplio obtuvo el 40% de los votos, contra 33% de los colorados y 22% de los blancos, resultado que obligó a una segunda vuelta, en la cual el connubio entre estos dos partidos, históricamente enfrentados, privó al Frente del triunfo (54% para Batlle, 46% para Vázquez). Cinco años después, la triunfal tendencia frenteamplista no pudo ser detenida: 50,5% de votos en primera vuelta, hicieron realidad la primera presidencia de la izquierda, para entonces menos radical que en el pasado. Los colorados, a su vez, sufrieron una derrota histórica, humillante, al alcanzar solo el 10% de los sufragios –lograron una cierta recuperación en 2009 al obtener, en primera vuelta, un 17%, lejos de los blancos (29%) y el Frente Amplio (48%). La coalición de centro-izquierda volvió a imponerse en el balotaje, consagrando presidente a José Mujica, un viejo dirigente de Tupamaros que había vivido condiciones de prisión terribles durante la dictadura.
El ciclo 1985-2005 ha sido, para decirlo en los términos de Caetano y Rilla (2005: 391 y ss.), de transición, restauración y reforma. Los gobiernos de Lacalle y Batlle optaron por el neoliberalismo, aunque el sistema político uruguayo, mediante la apelación al plebiscito, ocluyó que esa opción fuese más radical (como sí ocurrió en los vecinos Argentina con Menem, y, en menor medida, Brasil con Cardoso durante la década de 1990). El pronunciamiento popular fue decisivo para frenar el intento de privatización de la Administración Nacional de Telecomunicaciones (ANTEL), impulsada por Lacalle (proyecto de Ley de Empresas Públicas). El plebiscito fue también la vía mediante la cual se ratificó popularmente, en 1996, la reforma política aprobada por el Congreso, que dispuso modificar el mecanismo de elección del presidente (por mayoría absoluta o doble vuelta, en caso necesario, en lugar de mayoría simple, que en la coyuntura apuntaba a impedir el triunfo del Frente Amplio) e imponer candidaturas únicas por partido (desaparición de los lemas y sublemas).
Rilla, un perspicaz observador de los ciclos largos, señala que Uruguay vive una crisis honda cada cincuenta años, aproximadamente, así, 1890-1904, 1955 y 1998 (acentuada en 2002). Esta última fue particularmente seria y no puede dejar (acotamos nosotros) de vincularse a la de Argentina en 2001-2002. Durante ella, “la concentración de fenómenos de estancamiento-endeudamiento-catástrofe financiera y bancaria sacudió la raíz misma de la convivencia uruguaya y es harto difícil no imputar a parte de esa crisis, la más grave se ha dicho, el histórico cambio de Gobierno a manos del Frente Amplio” (Rilla, 2007: 333). La crisis contribuyó al triunfo del Frente, pero también condicionó los márgenes de acción de su liminar gestión presidencial.
En Brasil, el primer Gobierno democrático de transición también debió enfrentar serios problemas derivados de la coyuntura económica. Sarney intentó sortear la situación con el Plano Cruzado (febrero de 1986), mediante el cual se cambió la moneda (el cruceiro fue reemplazado por el cruzado), se congelaron los precios y los salarios por un año y se puso fin a la corrección monetaria. El Plan alcanzó éxitos iniciales, pero luego se introdujeron frenos –en buena medida por razones electorales, para no perjudicar las posibilidades de los candidatos oficialistas en las elecciones de noviembre de ese año– que terminaron acentuando la crisis y disparando hacia arriba la inflación. Hubo, posteriormente, otros dos Planes, el Bresser (que puso fin al “gatillo salarial”, volviendo a congelar precios y salarios, aunque los primeros continuaron subiendo) y el Verão (que dio comienzo a la política de privatización de empresas estatales), ambos sin éxito. Durante el último año de Gobierno de Sarney, la inflación mensual creció aceleradamente, superando el 80% en marzo de 1990 (alcanzó una tasa anual de 1.764,86%).
En estas circunstancias, en noviembre de 1989 se realizaron las primeras elecciones presidenciales directas desde el año 1960, conforme la nueva Constitución de 1988. Ningún candidato obtuvo la mayoría absoluta, razón por la cual la contienda se dirimió en una segunda vuelta entre el empresario Fernando Collor de Mello (28,52%) y el líder obrero metalúrgico Luíz Inácio “Lula” da Silva (16,08%, muy cerca de Leonel Brizola, que obtuvo el 15,45% de los votos). En la segunda vuelta, con el 52% de los votos, Collor se impuso, y asumió en marzo de 1990.
Las campañas y las elecciones se realizaron en un clima de fiesta: las elecciones directas eran el motivo principal del fervor por la democracia, que tuvo por escenario las calles y los medios de comunicación. De hecho, la Rede Globo fue un fundamental soporte para el triunfo de Collor. Su candidatura fue creada desde y para los medios. Pero la fiesta duraría poco. En 1992, Collor de Mello debió abandonar el Gobierno por impeachment.
Durante la campaña, se proclamó “antipolítico”, pero demostró ser expresión de la peor política brasileña, la de la oligarquía y la dictadura (Brizola lo llamó, con muy buen tino, “filhote da ditadura”). En efecto, había iniciado su carrera política en ARENA, como prefecto de Maceió. Su triunfo obedeció más a una operación de marketing electoral que a la postulación de un programa atractivo, que, por su parte, tuvo consignas rimbombantes que resonaron tanto a la derecha como a la izquierda del espectro político. Sin duda, la balanza se inclinó en su favor por el rechazo de ciertos sectores de la sociedad que se sintieron amenazados ante la eventual victoria de un líder obrero.
Como sostiene María Cristina Menéndez (2003: 35) “las elecciones de 1989 mostraron que a la competencia ideológica-partidaria se le había agregado la ‘personalización de la política’ como la que en esa ocasión había representado Collor de Mello”. De hecho, el candidato triunfante pertenecía a un partido creado en la coyuntura electoral, el Partido da Reconstrução Nacional (PRN).
Para paliar la hiperinflación, confiscó los depósitos de los ahorristas durante 18 meses, congeló temporalmente los precios, los salarios y las tarifas de los servicios públicos. Restableció el cruzeiro. Respecto de los cambios estructurales, el Programa de Reconstrucción Nacional significó privatizaciones de las empresas del Estado; liberalización de los controles de cambios; saneamiento fiscal, y reducción del Estado. Sin embargo, a un año de gestión, la inflación seguía siendo alta, había caído el consumo y la deuda externa se había incrementado. A esto se sumaron despidos masivos, las acciones de los escuadrones de la muerte y las movilizaciones de los campesinos sin tierra. Al comenzar el año 1991, Collor presentó un segundo plan de estabilización, pero ya no contaba con el entusiasmo inicial de parte de la sociedad. Además, en las elecciones de 1990 había perdido sensiblemente posiciones.
Pese al descontento generalizado, la crisis se desató desde el propio riñón del Gobierno. En mayo de 1992, Pedro Collor de Mello, hermano menor de Fernando, hizo público un dossier en el que denunciaba hechos graves de corrupción política. Los medios que habían construido la imagen exitista del joven presidente ahora se entregaban de lleno al sensacionalismo para defenestrarlo. La caída se precipitó: la Cámara de Diputados abrió una investigación que confirmó las acusaciones, que involucraban al tesorero de la campaña y amigo personal de Collor, Paulo Farias, como ideólogo de los desmanes.
En septiembre, el Congreso decidió iniciar el proceso de enjuiciamiento y eventual destitución (impeachment). El 29 de diciembre, día en el que estaba prevista la votación de destitución en el Senado, Collor presentó formalmente su renuncia (un poco antes de que el Congreso procediera a la votación). El vicepresidente Itamar Franco asumió la presidencia para completar el período de mandato. El Congreso, de todos modos, realizó la votación y decidió la inhabilitación de Collor para el desempeño de cargos públicos por un período de ocho años (76 votos contra 3).
Una de las pocas acciones de Gobierno que dio cierto brillo a la presidencia de Collor fue su participación en la cumbre de Asunción, el 26 de marzo de 1991, donde junto a sus colegas de Paraguay, Uruguay y Argentina firmó el Tratado por el que se constituyó el Mercado Común del Sur (MERCOSUR).
La segunda elección celebrada en el marco del nuevo régimen consagró a Fernando H. Cardoso (1995-1999), un sociólogo de reputación internacional que le ganó al nuevamente candidato Lula por el doble de votos. La condición de sindicalista de Lula había impactado negativamente, según los analistas políticos de la época, sobre todo entre los sectores partidarios del liberalismo económico y del pragmatismo.
En 1988, sectores importantes del PMDB habían evaluado negativamente la gestión de Sarney y el rumbo que el propio partido había tomado. Ese año se escindieron y crearon el Partido da Social Democracia Brasileira (PSDB), al frente del cual se encontraba Cardoso (por entonces senador), entre otros reconocidos políticos. El PSDB abonaba la idea de una economía de mercado socialmente orientada y, por lo tanto, alternativa al modelo neoliberal aplicado por Sarney. En 1988, su candidato, Mário Covas, quedó en cuarto lugar con el 10,8% de los votos y fue aventajado por Leonel Brizola, del Partido Democrático Trabalhista (PDT).
Como ministro de Hacienda del Gobierno de Franco, Cardoso había tenido como misión principal y urgente frenar la escalada inflacionaria. En febrero de 1994 implementó un plan de estabilización económica, conocido como Plano Real, que convertía en híbrido las recetas propias de la ortodoxia liberal con un rol protagónico del Estado según el modelo socialdemócrata. Con la reputación que había cosechado a partir del ambicioso Plan, en noviembre de 1994 obtuvo el 54,3% de los votos –el porcentaje más alto desde el triunfo de Dutra en 1945–. Los sectores afines al liberalismo económico sumaron sus votos a la centroizquierda pesedebista.
Esta primera presidencia de Cardoso se caracterizó por la búsqueda de estabilidad monetaria y por un programa de reestructuración económica que añadía un capítulo “social” al repertorio de recetas neoliberales. Aceleró las reformas estructurales ya iniciadas, mantuvo una rigurosa conducta fiscal, avanzó en la desregulación y las privatizaciones, y tomó medidas orientadas a colocar a la economía brasileña en términos de mayor competitividad en los mercados internacionales. En cuanto a las relaciones laborales, las reformas implementadas trajeron consigo, como en otros países donde ellas también fueron adoptadas, despidos masivos y aumento del desempleo.
Para habilitar su reelección, el Senado aprobó en 1997 una enmienda constitucional que estableció un mandato presidencial de cuatro años renovables por otros cuatro. Como sus vecinos Alberto Fujimori en Perú y Carlos Menem en Argentina, Cardoso contaba con el aval de una gestión “exitosa”. Así, en 1998, fue reelecto para cumplir su segundo mandato, seguido nuevamente en la fórmula por el ex senador y ex gobernador de Pernambuco, Marco Maciel.
En esas elecciones, Lula fue derrotado por tercera vez. Cardoso obtuvo el 53% de los votos (respaldado por el PFL, PTB, PSD y el derechista Partido Progresista Brasileño –PPB– de Paulo Maluf) y Lula obtuvo el 31,7%. Al día siguiente del triunfo de Cardoso, el FMI, el Banco Mundial, el BID y bancos privados de Estados Unidos liberaron un macropréstamo previamente negociado por Cardoso. Si para el oficialismo era un elemento crucial de la política de estabilidad monetaria y financiera, para la oposición era un indicador fehaciente de la política neoliberal y de exclusión practicada por el Gobierno con un discurso demagógicamente social.
Al asumir, Cardoso anunció un programa de ajuste fiscal “dramático, definitivo y permanente”. La moneda rápidamente se devaluó respecto del dólar. Se trataba de una medida con un costo altísimo para un presidente que había hecho de la fortaleza de la moneda nacional una de sus banderas electorales más preciadas. Si bien el panorama era incierto y la inestabilidad una amenaza latente, Cardoso fue sorteando los obstáculos que le presentaba un país acosado por la miseria, el desempleo, la violencia y la injusticia social.
Finalmente, a lo largo de 2001, cuando las elecciones generales del año siguiente presionaban sobre la realidad política, la incertidumbre fue in crescendo. La deuda interna y externa se había multiplicado respecto de 1994. Después de la devaluación, la crisis en el sector energético (mayormente por falta de inversiones), que se hizo sentir en las industrias y en los hogares, terminó de erosionar la imagen del presidente. “No se recuperaría de la crisis de 1999 de la cual la propia economía no se recompuso hasta el final de su gobierno” (Sader, 2010 : 33).
En agosto de 2002 Cardoso logró un acuerdo crediticio con el FMI. Pero las elecciones estaban muy cerca y para calmar los mercados tuvo que apelar a negociar con los cuatro candidatos presidenciales con mejores perspectivas electorales (Lula, Serra, Ciro Gomes, del ex comunista Partido Popular Socialista y Anthony Garotinho, del Partido Socialista Brasileiro) el compromiso de respetar los términos del millonario acuerdo una vez que se definiera el nuevo presidente.
En las elecciones de 2002, Lula se presentaba por cuarta vez. La contienda tuvo dos vueltas, el 6 y el 27 de octubre, y Lula venció con el 46,4% de los votos en la primera vuelta y el 61,3% en la segunda sobre Serra (23,2% en la primera vuelta y 38,7% en la segunda). El triunfo de Lula abrió un nuevo capítulo en la historia de Brasil.
En Chile el primer presidente de la democracia de transición, Patricio Aylwin, tuvo que hacer frente a varios momentos de zozobra de la democracia recientemente conquistada. Cabe recordar que durante su Gobierno tuvo lugar el llamado Ejercicio de Enlace, en noviembre de 1990, en el cual, tras una investigación realizada por el Consejo de Defensa del Estado al primogénito de Pinochet, el Ejército se acuarteló y empezó a realizar maniobras en las afueras de varias ciudades con el argumento de practicar ejercicios rutinarios, los cuales, sin embargo, crisparon a la sociedad política. Después de tres días de acuartelamiento, las maniobras finalizaron con normalidad debido a las negociaciones sostenidas entre quien era considerado la mano derecha de Pinochet, el general Jorge Ballerino y el ministro secretario general de Gobierno de Aylwin, Enrique Correa.
Posteriormente, tuvo lugar el asesinato del senador de la UDI, Jaime Guzmán, en abril de 1991, a manos de un grupo catalogado, por la autoridades, de “extrema izquierda”. En los funerales, los miembros del Gobierno presentes fueron abucheados, mientras que Pinochet fue aclamado casi como héroe al cargar el ataúd del fallecido senador. Todo esto constituyó otro punto de tensión que significó, incluso, la presentación de la renuncia del ministro del Interior, Enrique Krauss, rechazada por Aylwin.
En el invierno de 1993 tuvo lugar otro hecho que provocó tensiones. A raíz de la investigación a los fondos del hijo mayor de Pinochet, el Ejército se acuarteló nuevamente, en un episodio conocido como el “Boinazo”, en el que, además, la plana mayor del Ejército se mostró ante las cámaras de televisión en uniforme de combate. Nuevamente, la intervención de la dupla Ballerino-Correa puso fin al entuerto.
Eduardo Frei Ruiz sucedió a Patricio Aylwin en la presidencia. También de la Concertación, quien en las internas partidarias había derrotado al socialista Ricardo Lagos Escobar con el 60% de los votos. Al producirse el cambio de mando de Aylwin a Frei, las relaciones cívico-militares también tuvieron un cambio hacia la distensión, al asumir en el Ministerio de Defensa un hombre mucho más conciliador (con el ex dictador), Edmundo Pérez Yoma. Entre Pinochet y Pérez Yoma la relación personal era buena y ello influyó en el mejoramiento de las relaciones del Gobierno con el Ejército, pese a que nuevamente volvió la polémica, al abandonar Pinochet la comandancia para asumir como senador vitalicio. En esa ocasión, un país dividido observó cómo Pinochet ingresaba finalmente a la Cámara alta.
Durante su Gobierno (1994-2000), Frei implementó un programa de reformas orientadas a la modernización del aparato estatal, en sintonía con las “recetas” de la época. En rigor, algunas de esas reformas ya se habían puesto en marcha durante el Gobierno de Aylwin. Entre las acciones de Frei, las más destacadas fueron la reforma del sistema judicial, para volver más ágiles los procesos, las inversiones en infraestructura y el fortalecimiento de la apertura comercial, que llevó a un aumento de las exportaciones en un 10% promedio entre 1994 y 1997, aunque en los últimos años de su mandato tuvo que hacer frente a los embates de la crisis mundial. Durante su Gobierno, fueron importantes también las reivindicaciones de los pueblos indígenas, especialmente el mapuche, que demandaban la recuperación de sus tierras y su reconocimiento. Pero sin duda, el conflicto más grande fue el que se desató con la detención del general Pinochet en Londres. Así, la sociedad se polarizó políticamente. El Gobierno asumió la defensa de Pinochet e intentó su regreso al país, argumentando razones de defensa de la soberanía y territorialidad de la justicia.
En la elección presidencial del 12 de diciembre de 1999 ninguno de los seis candidatos obtuvo la mayoría, por lo cual se produjo una segunda vuelta (el 16 de enero de 2000), de la cual salió favorecido Lagos, quien llevó a la Concertación a una estrecha victoria sobre el candidato de la Alianza por Chile, Joaquín Lavín (de la UDI). Lagos juró el 11 de marzo de 2000 por un período de seis años. De cara al pasado, este triunfo fue sumamente elocuente porque Lagos pertenecía al mismo partido que el derrocado Salvador Allende, y por el carácter tutelado de la democracia.
Si durante el Gobierno de Aylwin fueron varios los momentos en los que la democracia se vio amenazada, a partir del año 2000 y, bajo la presidencia del socialista Lagos, hubo claras manifestaciones de cambio. Respecto de las relaciones entre el poder civil y el poder militar, a partir de la comandancia de Ricardo Izurieta, y con mayor fuerza durante la de Juan Emilio Cheyre (2002-2006), las relaciones fueron progresivamente más estrechas.
Veamos la sucesión de los hechos. En agosto de 2000, la Corte Suprema acordó el primer desafuero –y con él, el enjuiciamiento– del general Pinochet (que había sido liberado en Londres y que había regresado al país justo antes de la asunción de Lagos), sin que la decisión fuese resistida por las Fuerzas Armadas. El acatamiento implicaba un comienzo de la subordinación del poder militar al poder político civil. En junio de 2003, el Senado derogó el artículo de la Constitución pinochetista que depositaba en las Fuerzas Armadas la función de garantes del orden institucional. El 30 de septiembre de 2004, el general Cheyre presidió el acto por el cual la fuerza rindió honores militares a su ex comandante en jefe, Carlos Prats, asesinado, junto a su esposa Sofía Cuthbert justo treinta años antes, en Buenos Aires, en un operativo de la Operación Cóndor. El 5 de octubre –a dieciséis años de la derrota pinochetista en el referéndum que había rechazado, por 56% contra 44% de los votos, la propuesta de prolongar el mandato del dictador–, el Senado puso fin a la institución de los senadores designados y vitalicios, restituyó al presidente de la República su facultad de remover a los comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas y de Orden, y también acordó quitar de la Constitución el sistema binominal de elecciones, trasfiriéndolo a la Ley Orgánica Constitucional.
Algunos analistas han tomado como hito y fin de la transición las cincuenta y ocho modificaciones realizadas para cambiar los llamados “enclaves autoritarios” de la Constitución de 1980 durante el Gobierno de Lagos. De hecho, tras las reformas, el propio Lagos afirmó: “Ahora podemos decir que la transición en Chile ha concluido”.
En efecto, el 16 de agosto de 2005, el Congreso pleno aprobó cincuenta y ocho enmiendas a la Constitución de 1980, que terminaron con la principal rémora dictatorial, la tutela militar expresada en el papel garante de las Fuerzas Armadas, la inamovilidad de sus comandantes en Jefe y la presencia de estos en un Consejo de Seguridad Nacional que, además de vulnerar la autoridad presidencial con facultades de autoconvocarse, poseía un amplio poder legislativo, al designar senadores e integrantes del Tribunal Constitucional.
El Gobierno de Lagos introdujo cambios también en otras áreas. Como otros gobiernos de izquierda, Lagos puso énfasis en la dimensión social de la democracia: programas de asistencia a la pobreza y políticas de salud y seguridad social. Un elemento descollante de su Gobierno fue la sanción de la ley de divorcio vincular en 2004. Chile era el único país que todavía no había legislado en la materia, aunque al hacerlo mantuvo concepciones limitadas de la condición jurídica de las mujeres (Giordano, 2010b).
El Gobierno de Michelle Bachelet (2006-2010) continuó con el programa “social” iniciado por Lagos. Pero el triunfo del derechista Sebastián Piñera, el primer candidato por fuera de la Concertación que alcanzó la presidencia, significa sin duda un nuevo rumbo.
En Bolivia, el primer presidente de la democracia de transición, Hernán Siles Zuazo, llevó adelante un programa moderado de reformas, especialmente para enfrentar la crítica situación económica. Entre otras medidas, se anunció la suspensión del pago de la deuda externa y se dispuso la aplicación de la desdolarización, que generó una inflación descontrolada y, por ende, descontento masivo.
Por otra parte, Siles, viejo hombre de la Revolución de 1952, otorgó a los sindicatos la administración de las minas estatales. Las movilizaciones obreras, campesinas y populares hicieron sentir su presión sobre el Gobierno y lograron que diversas leyes permitieran su intervención en la gestión económica de las empresas, en comités populares de abastecimientos alimentarios, de salud y de educación. La Corporación Agropecuaria Campesina (CORACA) tomó el control parcial de los mercados y se instalaron estaciones colectivas de maquinaria y equipos de labranza. Previsiblemente, la banca acreedora y los organismos internacionales, como el FMI y el Banco Mundial, bloquearon los créditos y el comercio internacional, incidiendo decisivamente en la generación de la crisis financiera y la hiperinflación incontrolable que atravesó el país en esos años.
La experiencia gubernamental de la UDP estuvo fuertemente condicionada por la crítica coyuntura económica, a cuya gravedad no fue ajena la depredación de los recursos públicos practicada tiempo antes por los gobiernos militares. La movilización constante de la COB, algunos conatos militares golpistas y la feroz oposición del MNR y de la ADN fueron factores que también influyeron negativamente.
La crisis institucional alcanzó un punto de exacerbación cuando el presidente fue secuestrado por algo más de un día, en un episodio que dejó impunes a sus autores. La situación de ingobernabilidad llevó a Siles a anticipar el final de su mandato. Para intentar sortear la crisis política, convocó a elecciones generales, realizadas en julio de 1985.
Siles gobernó con un Congreso de mayoría opositora. Por añadidura, la alianza entre Siles y Paz Zamora se deterioró como consecuencia de las tensiones, a tal punto que en enero de 1983 los seis ministros miristas renunciaron a sus cargos por considerar tímida la política social del presidente, proclive a aplicar políticas recomendadas por el FMI. Paz Zamora (del MIR) continuó como vicepresidente y en abril de 1984 dispuso el retorno del partido al Ejecutivo, acordando la continuidad de la UDP hasta las elecciones presidenciales del 14 de julio de 1985.
Ahora bien, dentro del MIR se produjo la escisión del ala más izquierdista, encabezada por Antonio Araníbar Quiroga, número dos del partido. Los escindidos crearon el MIR-Bolivia Libre (MIR-BL), luego denominado Movimiento Bolivia Libre (MBL), e impulsaron la candidatura presidencial de Araníbar en representación del Frente del Pueblo Unido (FPU), integrado además por el Partido Comunista (PCB), el Movimiento al Socialismo (MAS), el Partido Revolucionario de la Izquierda Nacional (PRIN) y otra fracción disidente del MIR encabezado por Paz Zamora, el MIR-Masas. Finalmente, Paz Zamora, con su MIR-Nueva Mayoría (MIR-NM) superó electoralmente a la escisión de izquierda, alcanzando casi el 9% de los votos, el triple que el FPU.
En las elecciones, ningún candidato obtuvo el necesario plus del 50% de los votos. Manifiestamente, la ciudadanía se tornó electoralmente conservadora –según algunos, como reacción a la permanente agitación sindical y a las posiciones de la izquierda– y dio los dos primeros lugares a Banzer y Paz Estenssoro, relegando a Paz Zamora al tercero. Al obtener Banzer solo mayoría simple, fue necesaria la decisión parlamentaria. En tal situación, los 16 representantes miristas terminaron siendo la clave de la elección. El partido se pronunció por el mal menor, es decir, votar a Paz Estenssoro para frenar el acceso democrático al Gobierno del derechista ex dictador.
De ese modo, el 5 de agosto de 1985, con los votos del MNR, el MIR y otras formaciones de la izquierda, el Congreso consagró a Paz Estenssoro (por cuarta vez en su vida) presidente hasta 1989. Después de tomar posesión, el anciano político, ex líder de la Revolución Nacional, concertó con Banzer el denominado Pacto por la Democracia, del cual fue marginado Paz Zamora, si bien “en aras de la gobernabilidad”, y tras concluir en el carácter ineludible de la estabilización financiera y monetaria para acabar con la hiperinflación, eludió llevar adelante una fuerte oposición.
Ya no eran tiempos de revolución, ni de nacionalismo económico. Paz Estenssoro, con la Nueva Política Económica (NPE) acordada por el Pacto por la Democracia, puso fin al modelo de acumulación estatista –que él mismo había iniciado en 1952– y aplicó un programa de ajuste neoliberal, suprimiendo subsidios, cerrando empresas estatales, eliminando el control de precios y de la cotización del dólar y controlando la inflación. El cierre y el arrendamiento de las minas dejaron sin empleo a unos 25.000 trabajadores y generaron, en 1986, la llamada Marcha por la Vida, en la que centenares de mineros junto a sus familias marcharon por más de ocho días, procurando llegar hasta la ciudad de La Paz, pero fueron detenidos en Machacamarca por un cerco militar que los obligó a regresar al punto de partida.
Como en otros países de América Latina, las políticas de ajuste incrementaron la pobreza y la desigualdad –por lo demás, ambas elevadas históricamente en el país–, pero a diferencia de otros países, la sociedad civil reaccionó con importantes movilizaciones, destacándose el paro general convocado por la COB. El Gobierno dispuso la aplicación, en dos ocasiones (1985 y 1986), del estado de sitio, utilizado para detener y confinar en el Oriente a trabajadores. No obstante la resistencia popular, el Gobierno logró debilitar al movimiento obrero, en su organización y eficacia mediante el despido y abandono de los centros mineros. Significativamente, las mujeres de los cesanteados inventaron múltiples estrategias de supervivencia, destacándose la acción de los Comités de Amas de Casa de Mineros Relocalizados (los traslados de las minas a las ciudades).
En 1989 –el mismo año en que finalizaron los gobiernos de Alfonsín, en Argentina, y de Sarney, en Brasil–, Bolivia eligió a su tercer presidente del período democrático iniciado en 1982. En las elecciones del 9 de mayo, Paz Zamora obtuvo casi el 20% de los votos, obteniendo el tercer lugar, detrás de Gonzalo Sánchez de Lozada, del MNR (primero, pero sin alcanzar la mayoría absoluta), y Banzer. En relación con 1985, las alianzas se redefinieron: de manera sorprendente, el ex dictador –muy descontento por la experiencia del Pacto por la Democracia– dispuso el voto de sus parlamentarios a favor de su antiguo e irreconciliable enemigo ideológico. Así, y sumando el apoyo del Partido Demócrata Cristiano (PDC) y del pequeño partido Conciencia de Patria (Condepa), de Carlos Palenque Avilés, Paz Zamora fue elegido presidente el 5 de agosto por el voto de 97 congresistas, 18 más de los necesarios. La insólita alianza entre el ex izquierdista y el ex dictador de derecha se concretó mediante el Acuerdo Patriótico (AP), con un alcance que superaba el trabajo en el Congreso. Ante las críticas desde la izquierda, Paz Zamora argumentó que era necesario superar las inquinas del pasado y mirar hacia el futuro. Años más tarde, con evidente exageración, afirmó que el Acuerdo Patriótico fue el equivalente boliviano de los pactos españoles de La Moncloa.
Al margen de cualquier juicio de valor, lo cierto es que el AP, la alianza MIR-ADN para “la convergencia y la unidad nacional”, desplazó del Gobierno nacional al MNR por primera vez en treinta y siete años (exceptuando, claro está, los períodos de facto). Más aún, estableció un cogobierno inédito en un contexto caracterizado por una coincidencia fundamental entre los principales partidos respecto de la irreversibilidad del nuevo modelo de acumulación iniciado en 1985.
En junio de 1993, Gonzalo Sánchez de Lozada volvió a presentarse a la contienda electoral y obtuvo el primer lugar, aunque nuevamente sin lograr la mayoría absoluta. En el Congreso, Sánchez de Lozada obtuvo los votos necesarios a través de una alianza multipartidaria, en particular con el indigenista Movimiento Revolucionario Tupac Katari de Liberación (MRTKL), que encabezaba Víctor Hugo Cárdenas, quien ocupó la vicepresidencia (convirtiéndose en el primer líder indígena en ocupar ese cargo en la historia del país). Durante su Gobierno hubo reformas importantes. En el ámbito legislativo interesa señalar la sanción de la Ley de Participación Popular, que creó gobiernos locales (municipios) con cierta autonomía y los Territorios Comunitarios de Origen (TCO) para pueblos indígenas; y la Ley INRA que ponía al Instituto Nacional de Reforma Agraria a cargo del cumplimiento de la cláusula que disponía la “función económica y social” de la tierra. En el ámbito económico, las reformas se dirigieron hacia la privatización de empresas públicas (la Empresa Nacional de Ferrocarriles ENFE, de petróleo YPFB, de telecomunicaciones ENTEL, de electricidad ENDE y de la línea aérea LAB). Un 50% del capital pasaba a manos privadas y el otro 50% quedaba en propiedad del Estado, pero para ser gestionado por las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP).
En 1997 hubo nuevas elecciones. Los resultados dieron el triunfo al ex dictador Hugo Banzer por la ADN. La alianza con el MIR de Paz Zamora y con otros partidos más chicos le dio las bases de legitimidad que la magra elección le había escatimado. Banzer profundizó la política de privatización de las refinerías iniciada durante el Gobierno anterior y decidió la erradicación de las plantaciones de hoja de coca excedentarias, para lo cual contó con el apoyo explícito del Gobierno de Estados Unidos. A raíz de esto, el actual presidente Evo Morales, por entonces diputado de la región del Chapare, lideró grandes movilizaciones, que fueron violentamente reprimidas. En abril de 2000, Banzer también reprimió y decretó el estado de sitio frente a las protestas y marchas ocasionadas por su decisión de privatizar los servicios de agua potable y alcantarillado de la ciudad de Cochabamba (Guerra del Agua). En el altiplano, las protestas fueron lideradas por otro dirigente indígena, Felipe Quispe. En 2001, Banzer renunció para ocuparse de su delicado estado de salud (murió de cáncer en 2002), asumiendo el vicepresidente Jorge Quiroga Ramírez (2001-2002).
En 2002, asumió como presidente nuevamente Sánchez de Lozada, con un escaso volumen de votos (menos del 25%), lo cual lo obligó a enfrentar al otro candidato más votado, Evo Morales, en una segunda vuelta en el Congreso. Una alianza, principalmente entre el MNR y el MIR, y luego con Nueva Fuerza Republicana (NFR), sostuvo el triunfo de Sánchez de Lozada.
Bajo su presidencia, las organizaciones sociales y políticas, fundamentalmente de base indígena, presionaron para que Sánchez de Lozada renunciase. El motivo: el rechazo a la decisión del Gobierno de transportar gas para su comercialización a través de Chile (Guerra del Gas), país con el cual Bolivia tiene la histórica controversia generada por la pérdida de su litoral marítimo en la Guerra del Pacífico.
Sánchez de Lozada, efectivamente, renunció y asumió su vicepresidente, Carlos Mesa Gisbert. Pero también este se vio obligado a demitir por presión de las manifestaciones sociales (en mayo-junio de 2005), ahora más radicales, que continuaban levantando el reclamo de nacionalización de los hidrocarburos. Asumió entonces Eduardo Rodríguez Veltzé, presidente de la Corte Suprema, quien finalmente convocó a elecciones nacionales.
En los comicios que finalmente se realizaron en diciembre de 2005, Evo Morales, que había obtenido el segundo lugar por escaso margen en las elecciones de 2002, finalmente salió triunfante con el 54% de los votos, esto es, una mayoría absoluta. Como veremos más adelante, no fue solo un cambio más de presidente, ni el hecho de que Evo fuese un indígena constituyó el elemento más importante, sin negar su implicancia.
En Argentina, entre 1983 y 2007, el país se dio una nueva Constitución; se produjeron tres asonadas militares; dos presidentes (Raúl Alfonsín y Fernando De la Rúa) debieron dejar el cargo antes de vencer su mandato (el primero en 1989 en medio de una severa crisis financiera; el segundo en diciembre de 2001, después de una revuelta popular, que dejó un saldo de 30 muertos por la represión policial); un vicepresidente (Carlos “Chacho” Álvarez) renunció después de denunciar corrupción en el Senado (octubre de 2000); a partir de la crisis de diciembre de 2001, hubo cuatro sucesores en doce días, y uno de ellos, el tercero (Adolfo Rodríguez Saá), debió renunciar a los siete días por un complot palaciego de su propio partido, el Justicialista. El cuarto de esos presidentes provisorios (Eduardo Duhalde) debió anticipar el final de su interinato por el asesinato (cometido por la policía) de dos militantes populares en ocasión de una protesta pacífica. En 2003, fue electo Néstor Kichner (2003-2007). Sin obtener la mayoría de los votos, Kirchner debía enfrentarse en una segunda vuelta con Menem, pero este abandonó la contienda al saberse virtual perdedor.
Raúl Alfonsín (1983-1999) asumió su mandato en medio de la crisis económica provocada por los efectos de la crisis de la deuda de 1982. Pasado el momento de euforia democrática que sentenció la tantas veces repetida frase “con la democracia se come, se educa y se cura”, el ministro de Economía Bernardo Grinspun tuvo que enfrentar un proceso inflacionario galopante. En medio de esta escalada inflacionaria, a comienzos de 1985 Grinspun fue reemplazado por Juan Vital Sourrouille. Unos meses después, se anunció la puesta en marcha del Plan Austral. Con esta medida se creó una nueva moneda, precisamente el austral, y se congelaron los precios de la economía, logrando en un principio una considerable disminución de la tasa de inflación mensual. Sin embargo, el éxito del plan duró poco. En 1986, la inflación volvió a dispararse y en 1987 los ministros de Economía, Juan Sourrouille y de Obras y Servicios Públicos, Rodolfo Terragno anunciaron conjuntamente el inicio de un proceso de reforma del Estado a tono con las exigencias del nuevo patrón de acumulación, que tampoco tuvo los resultados esperados por sus impulsores.
En abril de 1988, Argentina entró en moratoria del pago de su deuda externa. A comienzos de 1989, el Banco Mundial suspendió la ayuda al país. Ese año la inflación trepó aceleradamente hasta devenir en un proceso de hiperinflación. El tenor de la crisis económica era tal que Alfonsín decidió adelantar las elecciones presidenciales.
La crisis fue, como señaló agudamente Eduardo Basualdo (2001: 54 y 57-58), “una crisis dirigida a remover las restricciones estructurales que impedían el desarrollo y la consolidación del patrón de acumulación basado en la valorización financiera, que había puesto en marcha la dictadura militar”. En rigor, fueron tres crisis: “de Gobierno, de régimen y de acumulación”, apelando a la conceptualización de Guillermo O’Donnell.
Las elecciones se celebraron el 14 de mayo, y resultó electo Carlos Menem por el Partido Justicialista. En medio de una severa crisis, en la que la nota la dieron los saqueos a comercios y supermercados, Alfonsín nuevamente modificó el calendario de la sucesión, adelantando el cambio de mando para el 9 de julio de 1989.
En sus dos mandatos, Menem (1989-1995, 1995-1999) aplicó con éxito el modelo neoliberal, fundado en la alianza entre la gran burguesía financiero-especulativa y los más pobres de la sociedad (una expresión deliberadamente ambigua, que remite a un colectivo poco homogéneo, dentro del cual se incluyen trabajadores, algunos sectores proletarios y clase media baja). Esta política económica permitió, aunque con un rebrote a fines de 1989, sortear la hiperinflación y alcanzar la estabilidad económica. No obstante, como en otros países, el cambio de patrón de acumulación agravó la desindustrialización de la economía (proceso iniciado durante el Estado Terrorista de Seguridad Nacional, 1976-1983), con su secuela de empobrecimiento, desempleo y desigualdad.
Asimismo, Menem llevó adelante, a través de la Ley de Reforma del Estado, los cambios institucionales exigidos por el nuevo orden económico global (un intento que su antecesor no había podido cristalizar). Así, hubo una ola de privatizaciones y, con ella, un considerable aumento de la corrupción. Se desreguló la economía y aumentó la inversión y el ingreso de capitales extranjeros. Sin duda, la medida descollante de su Gobierno fue la implementada por el ministro de Economía Domingo Cavallo, a través de la Ley de Convertibilidad de 1991, que obligaba al Banco Central a respaldar la moneda argentina con sus reservas en una relación de cambio uno a uno entre el dólar y el peso.
Tras la reforma constitucional de 1994, Menem asumió su segundo mandato. A pesar de ratificar la política económica del período anterior, los signos de una crisis en ciernes eran evidentes, en buena medida provocados por la rigidez del esquema monetario y el deterioro (o mejor, la ruina) de las variables sociales.
El 24 de octubre de 1999, la ciudadanía argentina –harta de menemismo– votó mayoritariamente (48,5% contra 38% del candidato justicialista, Eduardo Duhalde) por la Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación –un conglomerado caracterizado con el impreciso rótulo de centro-izquierda, cuyos principales componentes eran la centenaria UCR y el más reciente Frente País Solidario (Frepaso)– y su programa a favor de la ética. Fernando de la Rúa, de la UCR, y Carlos “Chacho” Álvarez, del Frepaso, formaron la dupla ganadora.
Dos años después, toda la esperanza puesta en el nuevo Gobierno no solo se había esfumado, sino que había exacerbado hasta el límite la tolerancia popular. Como antes Menem, De la Rúa aplicó el modelo neoliberal. A los factores de crisis económica se sumaron los de índole política. La crisis no tardó en profundizarse.
Si bien las movilizaciones populares de los días 19 y 20 de diciembre de 2001 suelen tomarse como símbolo de la dimensión política de la crisis, sus comienzos visibles se sitúan en la renuncia del vicepresidente “Chacho” Álvarez, el 5 de octubre de 2000. También podría decirse que ella empezó a incubarse en el momento mismo en que la Alianza decidió llevar como candidato a presidente a De la Rúa, un político conservador, mediocre y con antecedentes de gestión no muy felices.
La economía argentina había tenido su últmo momento de crecimiento en el tercer trimestre de 1998, pero ya desde 1995 se observaban indicadores preocupantes, como contracción de la demanda, fuerte reducción de las inversiones y rápido incremento del endeudamiento. A partir del último trimestre de 1998, la economía comenzó a decrecer, pari passu las crisis del sudeste asiático y rusa, siendo ya notable en enero de 1999, tras la devaluación del real en Brasil.
A lo largo de 2001 fue especialmente perceptible la importante fuga de depósitos del sistema financiero, acompañada de una simultánea caída de las reservas del Banco Central. La situación se hizo más grave en el segundo semestre de ese año, cuando se produjo una muy fuerte contracción del crédito y hubo abruptos descensos en el consumo, la inversión y la actividad económica en general. En pocas palabras, un escenario dominado por la marcada desconfianza respecto de la continuidad de la política cambiaria (esto es, la ley de convertibilidad), la capacidad del sistema bancario frente a la formidable corrida de fondos y la del Gobierno para contener el déficit fiscal sin financiamiento ni externo ni interno.
El clímax de la crisis se alcanzó los días 19 y 20 de diciembre de 2001. Basualdo ha establecido un paralelo entre la crisis de 1989 y la de 2001, entendiendo que ambas comparten el mismo triple carácter de crisis de Gobierno, de régimen y de patrón de acumulación. Empero, encuentra una gran diferencia: en la segunda de ellas, “se pone cada vez más en evidencia que ahora las dos fracciones de los sectores dominantes enfrentan escollos que intentan superar. Así, mientras la fracción local de los sectores dominantes impulsa un cambio drástico en el funcionamiento económico manteniendo el transformismo argentino, la fracción extranjera del bloque de poder persigue la profundización del funcionamiento económico actual [se refiere al basado en la convertibilidad] y al replanteo del transformismo” (Basualdo, 2001: 101).
Durante los últimos días de diciembre de 2001 se produjo una sucesión de hechos que permiten calibrar la crisis: renuncia del presidente De la Rúa, designación de Ramón Puerta como efímero presidente provisional (en su condición de presidente del Senado), reemplazado por Adolfo Rodríguez Saá, a quien la Asamblea Legislativa nombró, sorpresivamente, con la intención de una pronta convocatoria a elecciones. No obstante, las reales o supuestas intenciones del nuevo mandatario de ejercer el cargo hasta completar el período iniciado por De la Rúa (es decir, hasta el 10 de diciembre de 2003) generaron una fuerte oposición dentro del propio PJ y, por extensión, una situación de debilidad que lo llevaron, tras apenas una semana en el cargo, a presentar su renuncia –con sabor a destitución–, y a su reemplazo, también interinamente, por Eduardo Caamaño (presidente de la Cámara de Diputados) y, finalmente, al nombramiento del senador Eduardo Duhalde, otra vez por decisión del Congreso en pleno, con mandato hasta el 10 de diciembre de 2003. Puerta, Rodríguez Saá, Caamaño y Duhalde eran, al menos en ese momento, miembros del PJ.
En el Gobierno de Duhalde, se devaluó el peso, que llevó a una fuerte suba de los precios y a un mayor deterioro del salario real; un cierto desabastecimiento de productos esenciales, y el descalabro de actividades civiles y comerciales reguladas jurídicamente (contratos, deudas, depósitos dolarizados), amén de una formidable ruptura de las reglas de juego institucional o, si se prefiere, un desquicio social, económico y político.
Aunque no siempre se lo tiene en cuenta, las crisis –especialmente las más agudas– son también crisis de derechos. En el caso argentino, la magnitud fue tal que afectó derechos civiles fundamentales de una economía y una sociedad capitalistas, incluyendo el mismísimo derecho de propiedad privada, como en el caso de la confiscación de los depósitos bancarios. En estas circunstancias, el Gobierno de Duhalde trató, en primer lugar, de restablecer el orden, evitar la continuidad de la violencia (que, como ya se ha dicho, se cobró no menos de 30 muertos) y construir un nuevo marco regulador del funcionamiento del sistema bancario-financiero y comercial.
Como ya había advertido Basualdo (2001: 86-87), antes de la crisis desatada en noviembre-diciembre de 2001, en el fondo, la confrontación era entre dos grandes fracciones burguesas: una, la dominante hasta la crisis, conformada por grupos económicos locales y algunos extranjeros, con base económica en colocaciones financieras en el exterior, y la otra, “posicionada en activos fijos con obligaciones dolarizadas, el sector financiero y los diferentes inversores extranjeros que adquirieron empresas y paquetes accionarios durante los años previos”.
Políticamente, ambas fracciones fueron definiéndose en torno a dos grandes posiciones: la integrada por los partidarios de la dolarización, la incorporación al ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas) y la intervención militar para reprimir el conflicto social, y la constituida por los partidarios de la devaluación y pesificación y, aunque no necesariamente por todos, el fortalecimiento del MERCOSUR. Carlos Menem y Ricardo López Murphy expresaban, políticamente, la primera de estas posiciones. Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner, la segunda. En ambos casos, claro, con sus matices.
El Gobierno de Duhalde reasignó recursos, de manera tal que los grandes beneficiarios resultaron ser los bancos (a los cuales el Estado compensó económicamente por las pérdidas generadas por la pesificación), los grupos económicos endeudados en dólares (beneficiados por la pesificación de sus deudas), los grandes propietarios y empresas rurales productores de materias primas y, por extensión, los consorcios exportadores, en buena medida transnacionalizados, para los que un dólar alto era una fuente de ganancias (lo que llevó a algunos grupos agroindustriales a vender en el mercado local a precios del mercado internacional).
El proceso de recomposición del sistema político se hizo más definido a partir del segundo semestre de 2002 y giró alrededor de tres aspectos: 1) la gestión del ministro de Economía, Roberto Lavagna, quien asumió el cargo el 27 de abril de ese año y pudo compatibilizar intereses; manteniendo el valor del dólar en un cambio alto, con control de la inflación y alejando el fantasma y el riesgo de la hiperinflación, creando condiciones para un crecimiento de los sectores económicos beneficiados, primero moderado, luego muy notable; 2) la distribución de los planes sociales fortaleció los aparatos políticos y sus redes de clientelismo, permitiendo un importante control de las protestas y, por lo tanto, una cierta tranquilidad social; 3) el aumento de la represión de los conflictos y movilizaciones sociales, cuyo punto máximo culminó con un operativo en el que efectivos policiales asesinaron a dos jóvenes piqueteros en junio de 2002, hecho que intentó disfrazarse.
Por esta y otras razones Duhalde decidió anticipar la realización de las elecciones presidenciales y el traspaso del mando (del 10 de diciembre al 25 de mayo de 2003). Los resultados de las elecciones obligaron a una segunda rueda electoral entre los dos candidatos más votados, Carlos Menem y Néstor Kirchner, que obtuvieron apenas 24,45 y 22,24% de los votos, respectivamente. La segunda vuelta no se realizó por la deserción vergonzosa de la fórmula encabezada por Menem. Manifiestamente, la candidatura de Kirchner, en gran medida desconocido por buena parte de la ciudadanía, fue impuesta y sostenida por el presidente Duhalde, quien logró controlar disciplinadamente al justicialismo de la provincia de Buenos Aires, responsable de una significativa proporción del quantum de votos obtenidos por el gobernador de la petrolera provincia de Santa Cruz. Esto parecía colocar al nuevo presidente en la situación potencial de fuerte condicionamiento por parte del poder saliente, como bien se encargaron de repetir sus adversarios. Pronto, Kirchner rompió con su mentor y actuó con total independencia, incluso hasta el límite del enfrentamiento.
La transición lenta en Paraguay
En Paraguay, la transición se dio muy lentamente, sin alternancia entre partidos durante largo tiempo. Si bien la dictadura del general Alfredo Stroessner, como se ha visto en el capítulo 6, no se ajusta al tipo ideal de regímenes sultanísticos, algunos análisis se han valido de una transición inicialmente incompleta para analizar el caso en esos términos. En general, en los regímenes sultanísticos, las transiciones son llevadas a cabo dentro del mismo régimen, encabezadas por hombres fuertes, que articulan algún grado de oposición al jefe. En Paraguay, la ruptura entre Stroessner y el general Andrés Rodríguez, consuegro del dictador, es tomada como expresión de lo anterior. En los regímenes sultanísticos, además, los procesos de liberalización política difícilmente logran construir una democracia estable y en el intento fortalecen la estructura de dominación clientelar, estancándose el proceso. En Paraguay, la demorada alternacia partidaria (con un largo predominio del Partido Colorado, en el Gobierno entre 1989 y 2008) ha sido considerada ilustrativa de este estancamiento. Más allá de estas disquisiciones conceptuales, aquí preferimos destacar las rupturas y las continuidades y el carácter híbrido del caso, prescindiendo de una definición “típica” de la dictadura (como se ha visto en los capítulos 5 y 6) y de la transición.
La dictadura de Stroessner entró en crisis en febrero de 1989, derivada de la doble situación de crisis económica y crisis de sucesión. El resultado fue una transición que, desencadenada por la destitución militar-colorada del general Stroessner, terminó siendo una “transición sin alternancia”, al menos hasta 2008, cuando Fernando Lugo, ex obispo (renunció a ese cargo en 2005), asumió la presidencia al frente de la Alianza Patriótica para el Cambio (APC). En efecto, durante aquel período, el partido en el Gobierno fue el mismo en torno al cual se había vertebrado la dictadura stronista. Esta circunstancia expresa un rasgo de larga duración en la vida política paraguaya: la identidad entre Partido Colorado y Estado, y el ejercicio prebendario del poder (116).
La fractura del bloque dominante se produjo cuando se planteó la cuestión de la sucesión del dictador. El 1º de agosto de 1987 el Partido Colorado había convocado a una Convención, en la cual Stroessner contó con el apoyo de la corriente denominada “Militante”, colocada a la cabeza, tras desplazar a la hasta entonces corriente hegemónica dentro del partido, la denominada “Tradicionalista”, hostil a Stroessner. Los Militantes promovían la candidatura del coronel de la Fuerza Aérea, Gustavo Stroessner. Por otro lado, los Tradicionalistas levantaban como candidato al general Andrés Rodríguez, comandante del Primer Cuerpo del Ejército (después del propio general Stroessner, la figura más influyente de las Fuerzas Armadas). En 1988, Stroessner pasó a retiro a varios militares tradicionalistas y promovió a otros afines.
Antes de concretarse el pase a retiro de Rodríguez, este dio un golpe de Estado y asumió como presidente interino, entre el 2 y el 3 de febrero de 1989. Tal como señala Lorena Soler (2002: 21), Rodríguez, agudamente, captó que un Partido Colorado unido era “la base de la gobernabilidad para un Paraguay acostumbrado a su hegemonía”. Se entiende, así, que la primera medida del nuevo mandatario haya sido la constitución de una Junta de Restauración del Partido Colorado.
Como es evidente, el proceso de cambio de régimen fue iniciado “desde arriba y por una crisis interna del propio régimen”, a partir del cual tuvo lugar una transición a la democracia que, como también señala Soler, fue “por y para” el Partido Colorado. En definitiva, se trató de una “transición sin alternancia”, según la expresión de José Carlos Rodríguez (1998), o como prefiere Lorena Soler (2002), una “transición gradualista”, que buscó “la unidad del partido, pero en el Gobierno”. En efecto, como ilustra la misma autora, en ocasión del golpe, el general Rodríguez hizo circular una breve proclama: “Recuperación de la unidad del Partido Colorado en el Gobierno; restauración de la dignidad de las Fuerzas Armadas; inicio de un proceso de democratización; respeto a los derechos humanos y defensa de la religión católica” (apud Soler, 2002: 20).
En las elecciones convocadas unos meses después, como era previsible, resultó triunfante Rodríguez. En la contienda, el Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA) mostró ser una organización de sólida base popular (sobre todo campesina), mientras que el Partido Revolucionario Febrerista y el Demócrata Cristiano tuvieron escaso peso. Por su parte, el Partido Comunista no estuvo habilitado.
Así, volvió a expresarse un elemento estructural de la vida política paraguaya: la centralidad del bipartidismo colorado y liberal (el Partido Colorado y el Liberal Radical Auténtico sumaron el 95% de los votos). En continuidad con el régimen stronista, la participación de los otros partidos no tuvo lugar en condiciones de igualdad garantizadas. Puede decirse, haciendo extensiva a la fase de transición esto que Soler (2002: 20) señala para la fase de dictadura, que en Paraguay existía “un bipartidismo aparente que no permite disputar el poder al partido hegemónico”.
Esta pauta de continuidad revela una de las mayores debilidades de la transición paraguaya: un proceso con elecciones formalmente competitivas, pero en condiciones de clara desigualdad de hecho para la competencia. Fueron recién las elecciones de 2003 y, más cabalmente, las de 2007 las que insinuaron un cambio en este patrón de comportamiento político de larga duración.
En el plano externo, la transición se dio en el marco de revalorización de la democracia que sucedió al fin de la era bipolar y tuvo un antecedente directo en la crisis económica desatada en 1982. Con la debacle internacional, se abrió un período en el que hubo estancamiento económico y una tasa de crecimiento negativa del PBI. Los precios internacionales de la soja y del algodón cayeron a un ritmo tal que el agotamiento del modelo productivo agrario fue evidente. Enseguida, se multiplicó el desempleo, creció la economía informal y hubo fuertes movimientos migratorios.
Las elecciones municipales de 1991 fueron las primeras elecciones directas. Allí se vislumbró la participación de fuerzas políticas independientes, organizadas en partidos menores, con líderes que provenían de fuera del estrecho círculo de la política tradicional. Más aún, hubo una tercera fuerza que desafió al histórico bipartidismo: Asunción para Todos (APT). Este partido tenía su base en el municipio capitalino. En 1992, y a partir de esta estructura, se creó el Partido Encuentro Nacional (PEN), que en las elecciones presidenciales de 1993 disputó la larga hegemonía del Partido Colorado, victorioso pero con un porcentaje inusualmente bajo. A partir de allí, la hegemonía colorada entró en una fase de lenta descomposición.
Las elecciones de aquel año se celebraron bajo el imperio de la Constitución sancionada en junio de 1992, que dio un marco de mayor transparencia a todo el proceso. Resultó electo el colorado Juan Carlos Wasmosy, el primer presidente civil después de casi cuatro décadas. Dentro del partido, Wasmosy había derrotado a su rival, Luis María Argaña, en un proceso de legalidad dudosa. Durante su mandato hubo dos crisis financieras graves, en 1995 y en 1997, y se implementó el paquete de medidas que recomendaba el Consenso de Washington. El país se endeudó millonariamente con el BID, hubo privatizaciones de empresas estatales, cayó el PIB, hubo déficit fiscal, aumentó el desempleo… Todo esto repercutió fuertemente en la economía campesina.
A lo anterior se sumó el enfrentamiento de Wasmosy con el general Lino Oviedo, jefe de las Fuerzas Armadas, desatándose una crisis política irrefrenable. Cuando el gobierno dio indicios de prohibir la actividad política de los militares, Oviedo amenazó con disolver el Congreso. En 1997, habiendo ganado las elecciones internas del Partido Colorado, Oviedo se proyectaba como favorito en las inminentes elecciones presidenciales. Wasmosy lo acusó judicialmente de encabezar un golpe en su contra (en efecto, hubo un intento golpista, que fracasó, hecho del cual no fue ajena la cláusula de protección a la democracia estatuida por el MERCOSUR). Impedido Oviedo de participar en la contienda electoral de 1998, el candidato resultó ser Raúl Cubas, su compañero de fórmula, que triunfó con el lema “Cubas al Gobierno, Oviedo al poder”. El compañero de fórmula de Cubas fue Luis María Argaña, figura histórica del sector tradicionalista del Partido Colorado.
El 23 de marzo de 1999, Argaña fue asesinado. Un movimiento espontáneo, “el marzo paraguayo”, de resistencia civil exigió la destitución de Cubas –junto a Oviedo, el principal implicado en el asesinato del vicepresidente–. Ante un inminente juicio político, Cubas debió renunciar, y se refugió en Brasil, tras facilitar la fuga de Oviedo a Argentina, donde el presidente Menem le ofrecía asilo. Oviedo optó finalmente por la clandestinidad y fue detenido, en Brasil, el 9 de diciembre de 2000. Como corolario de esta serie de episodios, asumió la presidencia el presidente del Congreso, el colorado Luis Ángel González Macchi.
Fueron estas las circunstancias en las que el Partido Liberal llegó al poder por primera vez después de siete largas décadas. En las elecciones directas convocadas para elegir al nuevo vicepresidente, el liberal Julio César Franco resultó electo, con el apoyo del sector colorado-oviedista. Sin duda, este triunfo liberal (en el cargo de vice) marcó un cambio en el proceso de transición: una incipiente alternancia.
Es cierto que en las elecciones del año 2003 el candidato favorecido fue otra vez un colorado, Nicanor Duarte, que logró concitar el apoyo popular por las promesas de cambio sobre las que basó su campaña. Pero muy pronto el contexto de crisis dejó atrás el entusiasmo inicial. El déficit fiscal y la eventual cesación de pagos de la deuda amenazaban con un colapso económico, lo cual llevó a que toda la actividad de gobierno se concentrara en esos temas. De todos modos, Duarte podría haber salido airoso, tras haber renegociado exitosamente la deuda y haber estabilizado la economía y promovido un paquete de reformas orientadas al saneamiento fiscal y del sector público. Empero, su gestión no modificó los niveles de pobreza y de desigualdad, ni tampoco dio indicios para la realización de la muy reclamada reforma agraria. Por añadidura, el presidente recurrió a la represión (mayormente de los sin tierra) y a la cooptación (en general, de los sin techo).
Era el comienzo de la tan demorada transición con alternancia. En marzo de 2006, una nueva y masiva movilización popular salió a las calles levantando la consigna “Dictadura: nunca más”. Era una reacción frente a las maniobras de Duarte de cambiar la Constitución para permitir su reelección. Así surgió la Concertación Democrática. La movilización estuvo encabezada por Fernando Lugo, referente de la lucha emprendida por los campesinos politizados contra el agronegocio.
La Concertación fue efímera. En 2007, Lugo anunció su decisión de postularse con el PLRA, al frente de APC, una alianza que agrupaba a sectores sindicales y campesinos y algunos partidos: el PEN; el Partido País Solidario (PPS); el Partido Demócrata Cristiano (PDC); el Partido Revolucionario Febrerista (PRF), entre otros; y desde luego el PLRA. Sin duda, el socio mayor era este último.
Lugo venció con el 41% de los votos. Los rivales Blanca Ovelar, candidata colorada, y Lino Oviedo, que acababa de salir de prisión, quedaron en segundo y tercer lugar, con el 31% y el 22% de los votos respectivamente. El triunfo del ex obispo es sin duda un dato “novedoso”, pero como sugiere Soler (2011), esa novedad se inserta en un proceso de más larga data que permite sopesar lo “inesperado” de su elección en una línea de condiciones estructurales que la hicieron posible. Por ejemplo, puede decirse que la victoria de Lugo es un exponente más de la centralidad de los partidos tradicionales en el sistema político paraguayo. Así como el papel de estos es clave para comprender el funcionamiento del régimen stronista, también lo es para entender el proceso de transición. En efecto, el triunfo de APC es inescindible de su alianza con el PLRA, un socio mayor dentro de la alianza, cuyo dirigente, Federico Franco (hermano de Julio César Franco, el vicepresidente electo en 2000), acompañó a Lugo en la fórmula.
Como en los otros procesos de transición, las masas fueron marginadas. Solo a partir de la crisis de marzo de 1999 empezó a hacerse visible cierta participación, en particular, de jóvenes y de campesinos. Tras las reformas aplicadas en los años noventa, se introdujo en el país la soja transgénica, que exigía un uso extensivo de la tierra e intensivo de capital al tiempo que demandaba escasa fuerza de trabajo. Con esto, el conflicto por la tierra recrudeció. Cerca de 400.000 campesinos fueron expulsados de sus lugares de origen, acentuándose los procesos de migración ya en marcha desde hacía tiempo. En el agro, los intereses corporativos estaban representados por la Asociación Rural del Paraguay (ARP), la Coordinadora Agrícola de Paraguay (CAP), la Asociación de Productores de Soja (APS) y la Confederación Paraguaya de Cooperativas (CPC), en general vinculados a la ganadería y producción de soja. Por su parte, los intereses de los campesinos sin tierra y de los pequeños productores rurales estaban representados por la Mesa Coordinadora Nacional de Organizaciones Campesinas (MCNOC) y en la Federación Nacional Campesina (FNC).
La cuestión de la reforma agraria está muy ligada a otra, también conflictiva: la renegociación de los contratos sobre la venta de energía de Itaipú (escandalosamente bajos respecto de los precios internacionales). Muchas de las tierras ubicadas cerca de la central hidroeléctrica fueron compradas por empresarios brasileños a precios irrisorios, quienes las utilizaron para la producción mecanizada de la soja. Los grandes productores no pagaban impuestos directos y utilizaban mano de obra a costos por debajo del salario mínimo (Nickson, 2008). Con esto, los conflictos por la tierra con ocupaciones de grandes latifundios se intensificaron. Los campesinos sin tierra actuaron organizados en un vasto movimiento y representados por diversas organizaciones que no se articulaban a través de clivajes partidarios. La crisis del Gobierno de Duarte dio lugar a la reorganización de las fuerzas políticas. Las numerosas organizaciones campesinas y sindicales suscribieron un amplio acuerdo, la ya mencionada Concertación Nacional, junto a algunos partidos políticos. De este acuerdo, en un proceso sinuoso que desembocó en la alianza con el PLRA, despuntó el liderazgo de Lugo.
De cara al futuro, es atinada una aún vigente afirmación del sociólogo Domingo Rivarola (1991), “¿transición o encrucijada?”. En efecto, no son pocos los desafíos del nuevo presidente, “una figura aglutinante más allá de los partidos” (Soler, 2011: 43), en un país cuya historia ha sido vertebrada, precisamente, en los partidos tradicionales.
Las transiciones autoritarias: El Salvador, Guatemala, Nicaragua y Panamá
En los casos de El Salvador, Nicaragua y Guatemala, la norma fue la de las “transiciones autoritarias” –según la expresión que utiliza Edelberto Torres-Rivas (2004: 293)–. En Panamá, la transición tuvo el rasgo muy particular de la extrema dependencia respecto de Estados Unidos, en función del control que este ejercía en el canal interoceánico. A diferencia de los países del Cono Sur, la transición de la dictadura a la democracia se inició aquí, como señala Torres-Rivas (2004: 291), “cuando la ferocidad del conflicto armado era mayor”. El cambio de régimen se produjo cuando se realizaron elecciones libres, abiertas y competitivas: en El Salvador en 1982; en Nicaragua en 1984, y en Guatemala en 1985. En El Salvador y en Guatemala, la legitimidad de las urnas quitó a la insurrección su principal bandera de lucha: “El combate de la dictadura”, y en Nicaragua, dio al revolucionario FSLN el triunfo.
Aunque algunos analistas consideran que la verdadera transición a la democracia comenzó después de logrados los Acuerdos de Paz, aquí seguimos la interpretación de Torres-Rivas, que fecha el inicio de la transición en la realización del acto electoral. El sociólogo encuentra que una de las razones por las cuales este acto tuvo lugar cuando el conflicto armado estaba en pleno desarrollo es porque “formó parte de una estrategia contrainsurgente” (tal la denuncia de las organizaciones guerrilleras en El Salvador) (Torres-Rivas, 2004: 292) –aunque el mismo autor también señala que este pasaje, con un “proceso electoral bajo control militar”, no condujo a una democracia sino a una “situación democrática provisional” (Torres-Rivas, 2007: 499)–.
El carácter autoritario de estas transiciones se explica porque “el Estado autoritario se recomp[uso] por la vía electoral” (Torres-Rivas, 2004: 294). Las de Centroamérica “no son transiciones que se parezcan al modelo sudamericano que puso fin a los regímenes autoritario-burocráticos que, con aguda pertinencia analizaron [Guillermo] O’Donnell y compañeros. En las sociedades bajo análisis, la erosión de las dictaduras ocurrió por razones internas a la institución militar y por la abierta intervención norteamericana en favor del cambio” (Torres-Rivas, 2007: 498).
Si bien en sociedades dependientes como las latinoamericanas todos los procesos internos obedecen, en mayor o menor medida, a la influencia que sobre ellos tienen los factores externos, y desde comienzos del siglo XX, más precisamente la política exterior de Estados Unidos, en el caso de las transiciones centroamericanas esa dependencia tiene ribetes muy particulares. En efecto, allí un elemento condicionante del rumbo de las transiciones fue el apoyo político y financiero explícito de la comunidad internacional, y de Estados Unidos en particular, a los “agentes” de la “paz”. El Gobierno de Ronald Reagan (1981-1989), tal como se aprecia en el Informe de la Comisión Nacional Bipartidista (Informe Kissinger) de 1984, buscaba establecer un cerco democrático alrededor de la revolucionaria Nicaragua. Así, de modo muy singular, en los tres países la lógica de la guerra y la lógica de la política se volvieron “compatibles” (Torres-Rivas, 2004: 295).
El proceso abierto en la década de 1980 estuvo signado por largas negociaciones, cuyo resultado paradójico fue alcanzar primero la democracia (en los años ochenta) y luego la paz (en los años noventa). Las negociaciones fueron contradictorias y tuvieron avances y retrocesos, pero en conjunto puede decirse que obedecieron a un profundo convencimiento de ambas partes en conflicto acerca del “fracaso de la violencia como estrategia política” (Torres-Rivas, 1993: VI, 23).
Como todas las transiciones, la realización de elecciones libres y abiertas que concretaron el cambio de régimen fue parte de un proceso que comenzó antes, todavía con la vigencia de la dictadura en El Salvador y Guatemala, con el deterioro del poder autoritario, y con el régimen revolucionario, en Nicaragua.
En El Salvador y en Guatemala, los rasgos de la erosión del poder militar (aunque en distintos momentos) fueron evidentes: divisiones internas dentro de la cúpula militar, quiebre de la alianza con los sectores civiles oligárquicos, fragmentación de las clases medias y oposición de la Iglesia, entre los principales. Precisamente, Carlos Figueroa Ibarra (1993: VI, 50) señala las semejanzas entre los dos casos respecto del “tipo de Estado, estructura agraria, cultivos de exportación, estructuras de clase y distribución del ingreso”, pero también señala las diferencias: “Mientras en El Salvador la insurgencia p[udo] irradiarse a partir de la ofensiva de enero de 1981 y consolidar bajo su influencia una significativa porción del tejido social, en Guatemala el boom revolucionario después de un auge significativo entre 1979 y los primeros meses de 1982 [fue] acotado drásticamente por la contrainsurgencia a partir del vasto plan ejecutado por el Gobierno de Ríos Montt”.
En El Salvador, las divisiones internas de las Fuerzas Armadas tuvieron una primera expresión después del golpe militar del 15 de octubre de 1979, cuando, derrocado el general Carlos Humberto Romero, se formó una Junta de Gobierno compuesta por militares y civiles, reunidos en una frágil alianza (además de militares “progresistas”, estaba también la Democracia Cristiana, miembros del Movimiento Nacionalista Revolucionario y de la Unión Democrática Nacionalista, denominación del PC de El Salvador). El enfrentamiento entre Romero y el movimiento popular había llegado a niveles exacerbados de violencia. Pero además de los factores internos, también desempeñó un papel clave el apoyo de Estados Unidos al golpe.
A partir de allí se inició un proceso de degradación de esa precaria alianza en el poder, cuya tendencia fue cada vez más marcadamente conservadora, favorable, claro está, a la continuación de la guerra contrainsurgente. Hubo dos Juntas más. La segunda, conformada en enero de 1980, en la que los militares torcieron su alianza con el MNR y convocaron a participar de ella a los sectores más tradicionales del PDC, y la tercera, creada en diciembre de ese año, en la que el hombre fuerte de la Democracia Cristiana, Napoleón Duarte, ocupó la presidencia (1980-1982). A diferencia de las dos anteriores, en esta tercera Junta solo hubo un miembro militar (el otro, “progresista”, había renunciado). Duarte prometió convocar a elecciones y reunir una Asamblea Constituyente.
Como se ha dicho, en marzo de 1980 un escuadrón de la muerte asesinó a monseñor Romero, arzobispo de San Salvador. Y a mediados de ese mismo año se creó, a partir de los diversos grupos guerrilleros, el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). Inmediatamente, se conformó la tercera de las Juntas de Gobierno.
A partir de octubre de 1981, cuando el FMLN lanzó su “ofensiva final”, la insurrección popular dio lugar rápidamente a la guerra civil. El Gobierno logró controlar la ofensiva y aplicó una brutal represión (cuyo exponente más terrible fue la “masacre de El Mozote”), pero el FMLN siguió activo, replegado en el campo.
En marzo de 1982 se realizaron elecciones, alentadas desde el Departamento de Estado norteamericano. La Democracia Cristiana obtuvo poco más de un tercio de los votos. Otro tercio lo obtuvo el partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), partido organizado por el militar retirado Roberto d’Aubuisson, que reunía a sectores ranciamente conservadores. El Partido de Conciliación Nacional (PCN), el partido de la dictadura, obtuvo el 19% de los votos. Con este cuadro, es claro que las fuerzas de derecha condujeron el proceso de elaboración de la nueva Constitución. Sancionada en 1983, la nueva Carta mantuvo el statu quo.
En las elecciones de 1984 venció el democristiano Duarte en segunda vuelta con el 54% de los votos. Como se ha visto, Duarte había encabezado una de las Juntas cívico-militares que había puesto fin al largo ciclo de dictaduras militares en el país. En esas elecciones, su principal rival fue el candidato de la ARENA, D’Aubuisson, quien en la segunda vuelta obtuvo el otro 46% de los sufragios. A juicio de Figueroa Ibarra (1993: 46), ARENA “era ya un partido consolidado y expresión directa de la burguesía salvadoreña”.
A pesar del cuantioso respaldo económico de Estados Unidos, el Gobierno de Duarte fracasó en su objetivo de desmantelar la lucha armada. Tampoco logró aglutinar al poderoso empresariado. El terremoto de 1986; la creación de la Unión Nacional de Trabajadores Salvadoreños (UNTS) ese mismo año, y las interminables luchas entre facciones dentro del propio partido restaron fuerza a su Gobierno. En medio de estas circunstancias adversas, que la corrupción dominante no hizo más que agravar, Duarte fue derrotado en las elecciones siguientes.
En 1989 fue electo Alfredo Cristiani, por ARENA. Su amplio triunfo en las urnas fue inmediatamente sacudido por la toma de la ciudad de San Salvador a manos de las fuerzas del FMLN, en noviembre de ese mismo año. Si bien este y el anterior Gobierno estuvieron legitimados por las urnas, la guerra continuaba y las prácticas autoritarias y la represión feroz por parte del Estado seguían vigentes, como las matanzas campesinas y estudiantiles, los bombardeos a poblaciones enteras y los asesinatos (como el de los seis sacerdotes jesuitas y dos acompañantes en el Centro Pastoral de la Universidad Centroamericana en 1989). Había un empate de fuerzas.
Como se verá más adelante, fue durante el Gobierno de Cristiani que las negociaciones con el FMLN tomaron rumbo firme. Entre otros factores, el escándalo que estalló tras la matanza de los jesuitas puso en evidencia ante la comunidad internacional que el apoyo de Estados Unidos a las fuerzas del orden era inconducente y que un cambio era necesario. Con esto, en 1991 se instaló la misión de Observadores de las Naciones Unidas en El Salvador (ONUSAL). Un dato singular del proceso es que los Acuerdos de Paz y la Comisión de Verdad tuvieron efectos directos sobre la transformación social. En cierta medida, se depuró el Ejército, se reformó el Poder Judicial y se instituyó la Procuraduría de los Derechos Humanos. No obstante, la pacificación en El Salvador todavía no se ha completado.
El sistema político emergente de la transición presenta dos fuerzas partidarias establecidas: ARENA y FMLN. En las elecciones de 1994, el FMLN participó por primera vez como fuerza política institucionalizada, pero fue recurrentemente vencido por la ARENA, triunfante en las elecciones de 1994, 1999 y 2004. Los tres gobiernos de ARENA se ajustaron al modelo neoliberal y a una política de apoyo incondicional a Estados Unidos. De hecho, Francisco Flores, presidente electo en 1999, fue el responsable de la decisión de cambiar la moneda del país. A partir de la aprobación de la Ley de Integración Monetaria de fines de 2000, la moneda oficial circulante es el dólar estadounidense. Si bien la ley inicialmente establecía la circulación e intercambiabilidad del colón y el dólar, lo que ha sucedido en la práctica es una dolarización de la economía nacional (Artiga-González, 2008).
En las elecciones del 15 de marzo de 2009, después de este largo ciclo de gobiernos derechistas, la izquierda del FMLN accedió a la presidencia, con el triunfo de su candidato Mauricio Funes, que venció a Rodrigo Ávila, candidato de ARENA.
En Guatemala, el auge significativo de la violencia entre 1979 y 1982 tuvo un punto de inflexión cuando, el 31 de enero de 1980, se produjo una matanza en la Embajada de España, a raíz de una movilización de un grupo de indígenas, apoyados por diversas organizaciones sociales, con contactos con el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP). La movilización tenía por objetivo hacer públicas sus denuncias acerca de los excesos de violencia de la que eran víctimas los pobladores de El Quiché. El Gobierno reaccionó con una brutal represión. A partir de este hecho, hubo una escalada de violencia. En 1983, los principales grupos revolucionarios –entre ellos el EGP y la Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA)– formaron la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG).
Como se ha visto en el capítulo anterior, entre marzo de 1982 y julio de 1984 se sucedieron en el poder los generales Efraín Ríos Montt y Humberto Mejía Victores. De modo similar a lo sucedido en El Salvador, la lucha por el poder dentro de la corporación militar (en 1983 Mejía Victores depuso a Ríos Montt mediante un golpe de Estado), la ruptura con los grupos empresariales, entre otras cuestiones por el rechazo de estos a los intentos del Gobierno de reformar la estructura tributaria, y las graves denuncias de corrupción llevaron al poder militar a la degradación. Sin duda, la incapacidad de controlar a las guerrillas no era un dato menor.
Igual que en El Salvador, el conflicto armado perduró y las violaciones a los derechos humanos se multiplicaron, alcanzando en el caso de Guatemala niveles de horror únicos en América Latina, genocidio en el sentido más estricto del término. Temeroso, entre otras cosas, del excesivo personalismo de Ríos Montt, el alto mando acordó que fuera destituido por Mejía Victores. La estrategia contrainsurgente del Departamento de Estado norteamericano ya estaba en marcha y el nuevo presidente se ajustó a ella convocando a elecciones para una Asamblea Constituyente.
La Asamblea se reunió en julio de 1984, disponiendo el llamado a elecciones generales para noviembre de 1985 bajo la nueva Constitución. En la contienda resultó favorecido el candidato de la Democracia Cristiana, Vinicio Cerezo, quien obtuvo el 34% de los votos, con un programa que proponía la modernización política. La DC había brindado su apoyo al golpe de Ríos Montt, y luego también respaldado el golpe de Mejía. El otro candidato fuerte, Jorge Carpio, pertenecía a un partido que también proponía un programa similar, la Unión del Centro Nacional (UCN), que reunió el 17,8% de los votos. En la segunda vuelta, Cerezo se impuso ampliamente con el 68%.
Bajo el Gobierno de Cerezo no hubo iniciativas firmes de negociación y diálogo. La violencia continuó al tiempo que las condiciones económicas empeoraron significativamente, en medio de escaladas inflacionarias seguidas de devaluaciones, presiones empresariales corporativamente expresadas por el CACIF, estallidos populares y huelgas. En estas circunstancias, como es obvio, el Gobierno de Cerezo (1986-1991) se debilitó.
Así, en las elecciones de diciembre de 1990 y enero de 1991, resultó victorioso Jorge Serrano Elías, candidato del Movimiento de Acción Solidaria (MAS), quien triunfó por un amplio margen en segunda vuelta sobre el candidato de la UCN, nuevamente Carpio. Serrano había sido miembro del Consejo de Estado (con funciones legislativas) de la dictadura de Ríos Montt y durante el Gobierno de Cerezo se había involucrado en el diálogo con la URNG. De cara a las elecciones de 1990, fundó el MAS.
El Partido de Avanzada Nacional (PAN), con su candidato Álvaro Arzú Irigoyen, obtuvo el cuarto puesto después de la Democracia Cristiana, con un caudal de votos muy parejo. El PAN representaba “el apetito empresarial por saltar del poder del Estado al control de la gestión gubernamental” (Figueroa Ibarra, 1993, VI: 56). El otro partido, creado para la competencia electoral de 1990, fue el ultraderechista Frente Republicano Guatemalteco (FRG), que levantó la candidatura del genocida Ríos Montt, finalmente anulada.
Según el resumen que hace Figueroa Ibarra (1993, VI: 57), “al finalizar los ochenta y empezar los noventa, varios eran los saldos de la transición estatal en Guatemala. […] [Se había creado] una situación nueva cuyos principales elementos serían: la división de funciones y cuotas de poder entre civiles y militares; la instauración de un sistema de partidos que veían en el ejército una suerte de árbitro supremo que garantizaba la efectividad de la rotación electoral; elecciones relativamente limpias aunque no necesariamente libres; conformación de un bloque de partidos comprometidos con la modernización política; eclipse, al menos temporal, de los partidos políticos ultraderechistas, creación de un relativo espacio político (sujeto a las contracciones que las oscilaciones del terror le imponían) que permitiría la actuación del movimiento sindical y popular; establecimiento de nuevas mediaciones estatales que se agregaban a las ya existentes, como son la Corte de Constitucionalidad, la Procuraduría de los Derechos Humanos y el Tribunal Supremo Electoral, y la consolidación de una política exterior sustentada en los objetivos de reestabilización estatal, que por lo mismo tenían un carácter novedoso”.
En el Gobierno de Serrano se iniciaron las negociaciones por la paz. Como en El Salvador, no fue ajena la coyuntura internacional favorable, después de la caída del bloque socialista y del cambio de política exterior de Estados Unidos, ahora decidida a llevar a cabo la lucha contrainsurgente por la vía “democrática”. En junio de 1993, Serrano encabezó un autogolpe, que fue ampliamente repudiado, obligando al mandatario a huir del país. La institucionalidad creada durante el proceso de transición era precaria pero alcanzó para descalificar el “serranazo”. La Corte de Constitucionalidad dictaminó la improcedencia del autogolpe y el procurador de Derechos Humanos, Ramiro De León Carpio, fue designado para completar el período constitucional.
En noviembre de 1995 hubo nuevamente elecciones y resultó triunfante el candidato del PAN, Arzú. El segundo candidato más votado fue Alfonso Portillo Cabrera, del FRG, quien perdió en segunda vuelta por muy poca diferencia de votos. En rigor, el FRG se había presentado con Ríos Montt a la cabeza pero, al ser anulada su candidatura nuevamente, este cedió su lugar a Portillo.
Durante el Gobierno de Arzú culminaron las negociaciones de paz con la URNG, en diciembre de 1996. Cabe señalar que Arzú había participado en los inicios de los acuerdos en calidad de canciller del Gobierno de Serrano.
Guatemala tuvo nuevas elecciones a fines de 1999 en las que triunfó Alfonso Portillo, candidato por el FRG. Portillo fue criticado interna e internacionalmente por su Gobierno de corrupción y violencia. En las elecciones que lo consagraron presidente se produjo el regreso a la política nacional del ex dictador Ríos Montt, que tras haber sido electo representante del Congreso, alcanzó la presidencia de ese órgano de Gobierno. También, en las elecciones de 1999, se candidateó Álvaro Colom Caballero, por la URNG, ahora integrada al juego político electoral. Colom obtuvo el tercer puesto, con cerca del 13% de los votos.
En las elecciones de 2003, los dos nombres fuertes fueron Óscar Berger Perdomo, que se había ido de las filas del PAN para candidatearse por un partido de reciente factura, la Gran Alianza Nacional (GANA), y Álvaro Colom, nuevamente candidato, esta vez de la centroizquierda reunida en Unidad Nacional de la Esperanza (UNE). Colom fue una vez más vencido, y Berger triunfó en segunda vuelta con un 54% de los votos. Habilitado por la Corte Suprema, Ríos Montt participó de la contienda, pero obtuvo el tercer puesto.
En 2007, a pesar de la fuerte campaña en su contra, Colom llegó al poder al frente de la UNE con el 52% de los votos en segunda vuelta, venciendo al candidato del Partido Patriota, Otto Pérez Molina, un militar graduado en la Escuela de las Américas, acusado de participar del genocidio perpetrado bajo la dictadura de Ríos Montt. En las elecciones de 2011, Pérez Molina fue electo presidente (53,74% de los votos en segunda vuelta).
En Nicaragua, con fuertes presiones internacionales, en octubre de 1984 el FSLN convocó a elecciones parlamentarias y generales, poniendo fin a cinco años de Gobierno provisional. De estas elecciones salió triunfante el mismo FSLN, por una diferencia significativa de votos, con la fórmula encabezada por Daniel Ortega (casi 67% de los votos contra 17% que obtuvo el Partido Conservador Demócrata). Según argumenta Torres-Rivas (2007: 501), “el FSLN en sus programas siempre fue partidario de la democracia participativa, que los llevó a organizar in extenso a casi todos los grupos de intereses sociales del país. Fueron los creadores de una extensa sociedad civil popular, pero fuertemente influida desde el Estado”.
En esas elecciones, el Frente Patriótico Nacional (FPN), la otra fuerza política que, con el FSLN, había contribuido al derrocamiento del somocismo, evidenció sus fisuras. Los partidos que lo integraban concurrieron por separado a la contienda: el Partido Popular Social Cristiano (PPSC), el Partido Liberal Independiente (PLI), el Partido Socialista Nicaragüense (PSN) y el Partido Comunista de Nicaragua (PC de N).
El Gobierno de la Revolución no había conseguido sacar al país de la miseria, pero el embargo económico declarado en 1981 por Estados Unidos poco colaboró para la consecución de ese objetivo. Así, el proceso electoral se llevó a cabo en el marco del deterioro de los indicadores económicos, con inflación y desabastecimiento. Asimismo, el conflicto armado había significado la muerte de miles de ciudadanos enrolados en el Servicio Militar Patriótico, creado a principios de la década, sin que esto hubiese permitido derrotar a la “Contra”, que en 1986 recibió una ayuda millonaria de parte del Gobierno norteamericano.
En 1987, tras largos debates parlamentarios, se promulgó una nueva Constitución. En marzo de 1990, bajo presiones de negociar la paz, el FSLN convocó a elecciones generales. No fue ajena a la decisión del presidente Ortega la ofensiva imperialista de Estados Unidos, que había invadido Granada en 1983 y Panamá en 1989. Derrotado en los comicios, el FSLN entregó el mando a la candidata triunfante, Violeta Barrios de Chamorro (por la Unión Nacional Opositora, UNO). Como se ha visto en el capítulo anterior, Violeta Chamorro era la viuda de Pedro Joaquín Chamorro, líder conservador y antisomocista, director del periódico opositor La Prensa, asesinado en enero de 1978. Inicialmente unida al sandinismo, integrando la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, desde su renuncia en 1980, se volcó a la oposición hasta llegar a encabezar la UNO.
Según expone Figueroa Ibarra (1993: VI: 74-75), es probable que la decisión de Ortega de no suspender el Servicio Militar Patriótico, que comprometía a la población de entre 17 y 25 años de edad, haya inclinado los votos, no en contra del FSLN sino a favor de una salida política pacífica.
Las elecciones de 1990 marcaron el comienzo de una transición dentro de la transición. La UNO estuvo formada por la opositora Coordinadora Democrática Nicaragüense (CDN) (que aglutinaba al Consejo Superior de la Empresa Privada (COSEP), al Partido Conservador Demócrata, al Social Cristiano, al Liberal Constitucionalista, al Social Demócrata y al Movimiento Democrático Nicaragüense) pero también por otros que habían integrado el Frente Patriótico Nacional (FPN) en 1984 (el PLI, el PPSC, el PSN y el PC de N). También la integraron fuerzas políticas hasta entonces vinculadas a la “Contra”.
Según apunta Figueroa Ibarra (1993, VI: 78), “[l]a gran paradoja de la década revolucionaria en Nicaragua fue que habiendo comenzado los sandinistas con el modelo de la revolución cubana en la cabeza pese al énfasis que siempre hicieron en el sentido de que la revolución no era calco sino creación heroica, los abigarrados caminos de la historia los hicieron construir otro proyecto: el de una transición social hacia formas más complejas de convivencia a través del no alineamiento, de la economía mixta y el pluralismo político. Y fue este proyecto y la consecuencia del mismo, lo que llevó al FSLN y a los sandinistas a convertirse de partido de Gobierno en partido de oposición”.
La elección de Chamorro estuvo respaldada por el presidente de Estados Unidos George H. W. Bush, quien levantó el embargo ejecutado por su predecesor Reagan. Si Chamorro mostró claros indicios de desmantelamiento de las estructuras heredadas de la revolución, la tarea no fue fácil. La de Nicaragua era una sociedad que venía de un proceso revolucionario que había legado una amplia movilización y formaciones políticas organizadas. Aun así, Chamorro cumplió sus objetivos de Gobierno de tipo neoliberal, privatizando empresas del Estado, atrayendo capitales extranjeros y controlando la hiperinflación. La contraparte, como en otros países de América Latina, fue el aumento de la pobreza y el desempleo.
Tras largos años de deterioro, en los que hubo dos elecciones consecutivas ganadas por el histórico Partido Liberal reorganizado, con Arnoldo Alemán (1997-2002), primero, y Enrique Bolaños (2002-2007), después, el FSLN logró recomponerse y en 2007 Daniel Ortega fue electo presidente (y reelecto en 2011, para el ejercicio del cargo hasta 2017).
Como se ha dicho, un dato singular es que en Centroamérica las elecciones que condujeron a la transición se produjeron antes de iniciarse los procesos de paz. La posición de Estados Unidos al respecto fue ambigua. Durante algunos años, su política favoreció los procesos electorales al mismo tiempo que financió la guerra a través del apoyo a los ejércitos regulares e irregulares.
En ese escenario, las primeras iniciativas de paz provinieron de países no involucrados directamente en el conflicto. En efecto, los primeros impulsos correspondieron al Grupo de Contadora, creado el 5 de enero de 1983 por iniciativa de los cancilleres de México, Venezuela, Colombia y Panamá, reunidos en la isla Contadora (Panamá). El papel de mediador que asumía el grupo buscaba crear condiciones de paz, desarrollo y democracia, y así evitar la regionalización del conflicto. El resultado más importante fue la aprobación del documento “Acta de Contadora para la Paz y la Cooperación en Centroamérica”, en septiembre de 1984.
Esto ocurría en momentos en que el conflicto llegaba a un punto álgido, cuando Estados Unidos había declarado el embargo comercial a Nicaragua y la suspensión de la navegación marítima y aérea entre ambos países, y en coincidencia con la presentación que Reagan hizo del Informe Kissinger. Solo Nicaragua firmó el Acta. Las condiciones todavía no eran propicias para alcanzar la paz. Las soluciones militares prevalecían por sobre las eventuales soluciones políticas.
Más tarde, en 1986 y 1987, tuvo lugar el Proceso de Esquipulas (localidad de Guatemala), por el cual se reunieron los presidentes centroamericanos, primero por iniciativa del presidente guatemalteco Vinicio Cerezo, en 1986 (Esquipulas I), y luego por iniciativa del presidente costarricense Óscar Arias (1986-1990), firmando el “Procedimiento para Establecer la Paz Firme y Duradera en Centroamérica” (Esquipulas II), en agosto de 1987. La característica singular de esta instancia negociadora (respecto de Contadora) es que la iniciativa correspondió a los propios gobiernos de Centroamérica.
En Nicaragua, la bancarrota económica y la ingobernabilidad fueron los factores que, interna e internacionalmente, confluyeron en la decisión de negociar la paz. En 1986, como se ha visto, el Senado de Estados Unidos había acordado la provisión de cien millones de dólares a la guerra contrarrevolucionaria en Nicaragua, después de lo cual las acciones de la “Contra” aumentaron exponencialmente. En este contexto, los sandinistas lanzaron una ofensiva negociadora que buscaba detener la violencia externa.
En agosto de 1987 se creó la Comisión Nacional de Reconciliación. En marzo de 1988, el FSLN aceptó negociar en territorio nacional con la “Contra”, cuando su situación era ya de debilidad extrema. El acuerdo consistió en convocar a elecciones, supervisadas internacionalmente, a cambio del cese del fuego y la desmovilización de la Resistencia Nicaragüense (RN).
En el marco dado por el Acuerdo de Esquipulas II, el presidente Ortega aceptó adelantar las elecciones para febrero de 1990. Como estaba previsto, las elecciones fueron supervisadas por la OEA y la ONU. Sobre ellas se ha dicho que fueron las elecciones más limpias y libres de la historia del país.
En marzo de ese mismo año se firmó el llamado Protocolo de Procedimientos para la Transición del Poder Ejecutivo, entre el FSLN y la UNO, de la cual quedó excluida la RN. Mediante este Protocolo se acordó la desmovilización de la “Contra” y el respeto a la integridad de las Fuerzas Armadas. Unos días antes, se había firmado el Acuerdo de Toncontín para el Desarme y la Desmovilización de la RN, entre la UNO y la propia RN.
En El Salvador, el presidente Duarte convocó al diálogo a representantes del Gobierno y del FMLN el mismo año de su elección, en octubre de 1984. Pero finalmente el mandatario rechazó el plan propuesto por el FMLN y suspendió las negociaciones. La siguiente iniciativa en firme fue en 1987 durante la presidencia de Cerezo, con la creación de una Comisión Nacional de Reconciliación y la Ley de Amnistía, que mayormente liberó a presos políticos vinculados a las Fuerzas Armadas. Tras la escalada de violencia que siguió a la elección de Cristiani en 1989, las negociaciones se retomaron en julio de 1990.
Ese año se firmó el Acuerdo de San José (hubo otros dos, anteriores, en Ginebra y en Caracas). Este acuerdo estableció el respeto irrestricto a los derechos humanos e impulsó la creación de la ONUSAL. Enseguida, el Acuerdo de México, de abril de 1991, puso fin a los conflictos en torno a la reforma constitucional, que el FMLN buscaba para su incorporación a la actividad política partidaria. Estas reformas debían incorporar las recomendaciones económicas y políticas emanadas de las negociaciones. Significativamente, el Acuerdo de México estableció que se omitiría la reforma agraria. Este acuerdo también estipuló la creación de la Comisión de la Verdad, cuyo Informe final lleva el significativo título: “De la locura a la esperanza”.
El acuerdo que clausuró el histórico enfrentamiento entre el FMLN y el Ejército se firmó el 31 de diciembre de 1991 en Nueva York. El 16 de enero de 1992 se firmó el Acuerdo de Chapultepec (en el Castillo de Chapultepec, México), que amplió la autoridad de la Comisión de la Verdad respecto de la impunidad de las Fuerzas Armadas y de la investigación de los hechos de violencia perpetrados por ambas partes en conflicto, asumiendo facultades para elaborar recomendaciones de orden legal, político o administrativo.
En Guatemala, las negociaciones se prolongaron durante largos nueve años, a través de los cuales se sucedieron cuatro gobiernos y tres comisiones negociadoras. El primer paso se dio en marzo de 1990, con el Acuerdo de Oslo, cuando se reunieron representantes de la URNG y de la Comisión Nacional de Reconciliación. Allí se acordó un procedimiento para buscar una salida pacífica para el conflicto armado.
En marzo de 1994 se llegó al Acuerdo Global sobre Derechos Humanos, celebrado en México. En esta ocasión se recurrió a la verificación internacional de las Naciones Unidas, creándose la Misión de las Naciones Unidas para Guatemala (MINUGUA).
Finalmente, el 29 de diciembre de 1996 se firmó el Acuerdo de Paz Firme y Duradera, que estableció el cese del fuego. En esos momentos la guerra ya había menguado, por eso, a diferencia de los otros dos casos, los principales puntos sometidos a la negociación no tenían tanto que ver con el fin de la violencia sino con los términos institucionales para la construcción de la paz. En particular, revestían crucial importancia los tópicos relativos a la identidad y derechos de los pueblos indígenas y la situación agraria, además de los obvios relativos al fortalecimiento del poder civil y la función del Ejército.
Desde una perspectiva comparativa, sostiene Julieta Rostica (2010: 87), el dato singular es que la Asamblea de la Sociedad Civil, creada en 1994 para reanudar las negociaciones, estuvo conformada por partidos y grupos religiosos, pero también por organizaciones de derechos humanos, sindicales, campesinas y Mayas, y estas últimas, en paralelo, “propusieron una nueva resignificación de los derechos humanos individualmente considerados, al visibilizarse como sujeto colectivo de derechos a partir de reivindicaciones de derechos específicos”. Las organizaciones mayas luego formaron el “Movimiento Maya”. Sus reivindicaciones fueron, fundamentalmente, étnicas –un aspecto evidente si se considera que en Guatemala el genocidio fue “la máxima expresión de racismo” (Casaús Arzú, 2010)–.
Una mirada de conjunto de los últimos gobiernos democráticos muestra que el proceso democratizador ha tenido resultados variables en cada caso. Si en El Salvador, el presidente Funes es exponente de la integración del FMLN en el juego político partidario, en Guatemala, el presidente Pérez Molina representa un fuerte retroceso para las fuerzas democratizadoras, y no solo las de la izquierda, pues a la cabeza de un discurso ultraconservador y de derecha prometió mano dura para controlar el problema de la inseguridad. Por otra parte, el triunfo del FMLN es un hecho histórico, pero el objetivo de construcción del socialismo a partir de una revolución ha cedido frente a posiciones más pragmáticas.
En Nicaragua, la continuidad del FSLN en el poder puede ser interpretado como un factor de afirmación de la política democrática. Pero Ortega fue fuertemente cuestionado por la oposición por considerar “ilegal” su reelección. Al mismo tiempo, la derogación del aborto terapéutico votada en 2006 en el Congreso, con los votos de 26 diputadas del FSLN y la ratificación de esa medida en el proceso de aprobación de una nueva ley penal, otra vez con el apoyo de los votos del FSLN, ha crispado a propios y ajenos.
Mientras tanto, la comunidad nacional e internacional sigue insistiendo sobre la falta de cumplimiento de las recomendaciones hechas por las Comisiones de Verdad y sobre el atropello a los derechos humanos.
En Panamá, la vida política estuvo mayormente dominada por el Partido Liberal. Con una historia de faccionalismo y personalismo, este partido ha representado los intereses de una minoría muy vinculada a la influencia norteamericana, institucionalizada en el control del canal interoceánico. Si hasta ya avanzada la primera mitad del siglo XX no hubo en Panamá dictaduras de cuño militar, como las que sí hubo en la mayoría de los países de Centroamérica, hay que notar que los gobiernos civiles panameños fueron inestables y tuvieron marcados rasgos autoritarios. Precisamente, la fuerte dependencia respecto de Estados Unidos hace de su construcción democrática un caso muy particular. “Ningún presidente terminó su período; el ejemplo conspicuo fue Arias, cinco veces derrocado por los militares. La versión autoritaria panameña necesitó siempre de elecciones formales” (Torres-Rivas, 2007: 508, n. 31).
Fue recién en 1968 cuando el país inició un largo período de Gobierno militar-nacionalista (1968-1981). El general Omar Torrijos encabezó el golpe de 1968 contra Arnulfo Arias, iniciando “un mandato contradictorio” (Torres-Rivas, 2007: 508). En 1980, Torrijos convocó a elecciones legislativas y fundó el Partido Revolucionario Democrático (PRD). Pero el plan quedó trunco, pues en 1981 murió en un misterioso accidente. No obstante, el PRD llegaría al poder años más tarde.
El jefe de las nuevas Fuerzas de Defensa de Panamá, el general Manuel Antonio Noriega, con el respaldo del Gobierno de Estados Unidos, condujo la política nacional desde entonces, ocupando desde 1983 el alto mando militar. Aunque Noriega nunca ocupó formalmente la presidencia, dirigió de hecho los asuntos del país. En 1984 se realizaron las primeras elecciones presidenciales libres desde 1968. Pero el sistema político era muy débil y se sucedieron cuatro presidentes, todos civiles y señalados como favoritos por Noriega. “Era una ‘democracia-por-nombramiento’, pero sin que esa fuera una dictadura militar” (Torres-Rivas, 2007: 509).
En 1987, el Gobierno de Estados Unidos rompió relaciones con Noriega, según versiones muy fundadas, un “hombre de la CIA”, acusándolo de corrupto y narcotraficante. La contratara de este hecho fue la exigencia de Noriega de que la Escuela de las Américas se retirara de territorio panameño (como efectivamente ocurrió, aunque la institución siguió activa en Estados Unidos). Como parte de su ofensiva, Estados Unidos suspendió la ayuda financiera a Panamá y congeló los depósitos de este país en los bancos de Nueva York.
En mayo de 1989 hubo nuevas elecciones presidenciales. En medio de enfrentamientos entre Noriega y el ejército que comandaba, por un lado, y las fuerzas que sostenían al Gobierno de Eric del Valle, las presiones de Estados Unidos (financieras y diplomáticas) obligaron a Noriega a convocar a elecciones. Resultó triunfante Guillermo Endara (del partido que se filiaba con el histórico líder Arnulfo Arias). Noriega resistió la elección y Estados Unidos invadió el país (“Operación Causa Justa”). Finalmente, Endara tomó juramento en diciembre de 1989.
A juicio de Torres-Rivas, en Panamá fue la intervención extranjera directa la que dio inicio a la democracia electoral. La intervención de 1989, ordenada por el presidente George H. W. Bush (1989-1993), además de los argumentos ya muy conocidos para América Latina (proteger a los ciudadanos norteamericanos, defender la democracia y los derechos humanos), se valió del argumento de detener a Noriega, acusado de narcotráfico y corrupción –objetivo, finalmente cumplido–.
En 1994 resultó electo Ernesto Pérez Balladares por el PRD, quien llevó adelante una política de modernización a tono con las políticas neoliberales de la época. Inhibido por la Constitución para candidatearse para un nuevo mandato, el presidente intentó la reelección por la vía del referéndum, pero su propuesta fue rechazada. De esta situación salió beneficiado Martín Torrijos (hijo de Omar Torrijos), quien pudo afianzar su liderazgo dentro del PRD. Así, en las elecciones de 1999, Torrijos se presentó en la contienda electoral, pero perdió (con 37% de los votos) frente a la candidata Mireya Moscoso del Partido Arnulfista, quien reivindicando la bandera de su marido Arnulfo Arias se impuso con el 45% de los sufragios.
Seguramente, el mediocre Gobierno de Moscoso, atravesado por fuertes acusaciones de corrupción y muy endeble frente a una Asamblea Legislativa con mayoría opositora, colaboró para que en las elecciones de 2004 Torrijos finalmente llegara al poder. En la contienda, los resultados le dieron el triunfo con el 47% de los votos. La experiencia perredista en el Gobierno duró apenas un período, pues en las elecciones de 2009 resultó victorioso el candidato de la oposición, Ricardo Martinelli, al frente de un partido nuevo: Cambio Democrático.
La alternancia de partidos en el sistema político panameño no es un dato nuevo. El dato nuevo, y para muchos, factor de incertidumbre, es que en las elecciones de 2009 hizo su ingreso al sistema político del país un sujeto poderoso, el empresariado, representado en una formación que se organizó por fuera de los dos grandes partidos tradicionales.
Haití: la catástrofe natural como exponente de la catástrofe estructural
En el pequeño país antillano, la transición desde el régimen autoritario, con características que muchos señalan como de sultanismo, se distingue por la persistente dificultad para construir una democracia estable. La tarea de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (MINUSTAH) es fortalecer la democracia y crear condiciones favorables para las elecciones democráticas. Entre otras cosas, Haití todavía tiene un Consejo Electoral Provisional, que no ha podido convertirse en “Permanente”, tal como lo señala la Constitución.
Como se ha visto, Haití ha construido un Estado muy precario. La soberanía sobre el territorio está seriamente cuestionada, no solo por la insistente intromisión de Estados Unidos en los asuntos internos, sino también por el hecho de que las elites exportadoras controlan prácticamente toda la costa y cuentan con fuerzas armadas privadas para custodiar los puertos. El Estado no tiene el monopolio de la violencia y su capacidad de monopolizar la percepción tributaria es débil.
En 1986 se abrió un ciclo cuya nota predominante ha sido la inestabilidad, aún insuperable. En febrero de ese año, una insurrección terminó con la dictadura de Jean-Claude Duvalier (“Baby Doc”). Externamente, el hecho contó con el apoyo del Gobierno de Estados Unidos.
A partir del golpe militar, encabezado por el jefe militar Henri Namphyel, se instauró un régimen de continuidad que ha sido denominado “duvalierismo sin Duvalier”. El Gobierno interino se comprometió a llamar a elecciones para una Asamblea Constituyente y para elegir al nuevo presidente. En 1988, como resultado de elecciones fraudulentas y muy cuestionadas, Leslie François Manigat asumió el mando. El nuevo presidente no consiguió afianzar su Gobierno y a pocos meses de asumir fue derrocado por otro golpe militar, al que le siguieron varios pronunciamientos.
Finalmente, hubo nuevas elecciones en diciembre de 1990. Ante la candidatura de un duvalierista, la oposición se reunió en el Frente Nacional para el Cambio y la Democracia, encabezado por el sacerdote Jean-Bertrand Aristide, un salesiano vinculado al movimiento de la Teología de la Liberación. Han sido señaladas como las primeras elecciones libres en el país desde 1804.
Aristide resultó triunfante con el 67% de los votos, y asumió en febrero de 1991. Nombró a René Préval, hombre de su confianza, como primer ministro. Su Gobierno llevó adelante un plan de alfabetización y una política de defensa de los derechos humanos, pero a poco de comenzado, en septiembre de 1991, fue derrocado por un golpe militar que colocó en su lugar a Raoul Cédras. Este inició un régimen de dictadura con el apoyo de la elite haitiana, exasperada por el plan de reformas de Aristide.
Condenado a muerte, Aristide logro huir del país. La comunidad internacional rechazó el golpe, y la ONU aprobó una resolución, en junio de 1993, que exigía el retorno a la democracia. Por acuerdos con el Gobierno de Estados Unidos, Cédras se comprometió a renunciar y a permitir el regreso de Aristide al país. Pero ante la demora en el cumplimiento del compromiso, el Gobierno norteamericano desembarcó en Haití en septiembre de 1994 para expulsar a los militares del poder y restablecer a Aristide en el cargo. El presidente de Estados Unidos, Bill Clinton (1993-2001), había obtenido para ello el aval del Consejo de Seguridad de la ONU.
Desde entonces, han transcurrido casi dos décadas de ayuda internacional sin que el Estado haitiano (y mucho menos su democracia) se hayan fortalecido. Más bien, la situación es de extrema fragilidad. Haití no tiene un Estado burocráticamente diferenciado. La policía, la Justicia, los partidos, la salud, la educación... están permanentemente acechados por la corrupción, el clientelismo y la violencia.
Aristide regresó al país el 15 de octubre de 1994 y fue recibido con fervor popular. Pero esta segunda experiencia de Gobierno fue bien distinta de la anterior: Aristide se ajustó a las recomendaciones del FMI, entre las cuales estaba la política de privatizaciones. Inhibido para la reelección por la Constitución de 1987, apoyó la candidatura de Préval, quien resultó electo y asumió en febrero de 1996. Fue el primer presidente electo que terminó su mandato y entregó el poder en condiciones normales.
Aristide ocupó la presidencia nuevamente en 2001, pero en esta oportunidad las elecciones fueron seriamente cuestionadas, tanto por la oposición como por la comunidad internacional. Adicionalmente, la participación popular había sido muy baja (15%), restándole aún más legitimidad a todo el proceso. En este contexto, Estados Unidos y la Unión Europea suspendieron la ayuda económica al país. Cuando en 2004, Haití conmemoraba el bicentenario de la revolución de independencia, la violencia y las protestas populares estaban a la orden del día. En medio de una escalada de enfrentamientos y manifestaciones que exigían la renuncia de Aristide, este finalmente renunció y se alejó del país.
Lo sucedió Boniface Alexandre, quien solicitó la ayuda de la ONU para poner fin a la violencia, que por entonces ya había tomado ribetes de verdadera masacre interna. Una fuerza militar multinacional (con la participación, obviamente, de Estados Unidos) ingresó al país, sustituida más tarde por la antes mencionada MINUSTAH, que funciona en el país desde junio de 2004. Alexandre convocó a elecciones en febrero de 2005, pero las disidencias internas en el Consejo Electoral provocaron la alteración del calendario de votaciones en varias oportunidades.
Finalmente, la contienda tuvo lugar el 7 de febrero de 2006. Resultó electo el ex presidente Préval (2006-2011), quien se acercó al Gobierno de Venezuela, a través de algunos acuerdos económicos, y también mantuvo encuentros con Fidel Castro, Evo Morales, Martín Torrijos y Leonel Fernández, afianzándose el marco de cooperación latinoamericana.
Los logros económicos del nuevo Gobierno fueron escasos frente a la situación de miseria de la población. En abril de 2008, el Palacio Presidencial fue atacado y hubo saqueos en señal de protesta por el alto costo de los alimentos. Préval pudo contener la situación con la ayuda de las fuerzas policiales y de la ONU. La violencia continuó: “En mayo de 2008, el Congreso de Haití sancionó una ley de aumento del salario mínimo, de dos a cinco dólares diarios. Sin embargo, el sector empresarial presionó al presidente René Garcia Préval para no promulgar la ley ya aprobada por ambas cámaras legislativas, con amenazas de despedir a cerca de 25.000 trabajadores del sector manufacturero. Un grupo de estudiantes universitarios inició una serie de movilizaciones por el derecho de los trabajadores, que fue luego seguida por organizaciones sociales y la ciudadanía. La policía local intervino, con colaboración directa de la MINUSTAH, reprimiendo brutalmente las manifestaciones” (117).
El 12 de enero de 2010 sobrevino la catástrofe: Tè Temblé, en idioma créole, terremoto. Fue el peor terremoto de la historia del país. Pero al desastre natural se sumó a la también desastrosa trama de colonialismo, imperialismo y miseria. Haití es el país más pobre de la región. Entre el 75 y 80% de la población vive por debajo de la línea de pobreza. Los ingresos per capita son de 2 dólares diarios. La economía nacional es muy vulnerable. El analfabetismo en las zonas rurales alcanza el 70%. La expectativa de vida ronda los 55 años. A raíz del terremoto, el hambre, la muerte y la destrucción alcanzaron niveles exponenciales. Las víctimas de la catástrofe se cuentan entre 50.000, 500.000 y 1.000.000 según la fuente que se consulte.
El largo legado de violencia no ha brindado condiciones favorables para la institucionalización de la democracia en Haití. Las perspectivas de logro posterremoto no son muy auspiciosas. El 20 de marzo se realizó la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, en la que participaron el cantante Michel Martelly (“Sweet Micky”) y la ex primera dama Myrlande Manigat. Se impuso el primero con el 68% de votos, en elecciones muy cuestionadas, no solo por la desorganización en los comicios, sino también por la baja participación del electorado. Todos estos son signos del descrédito en el que han caído la clase política y las precarias instituciones haitianas.
Para muchos analistas de la coyuntura, no sería del todo inesperado que Haití vuelva sobre los cauces autoritarios trazados en el pasado.
Cambios en la continuidad de la democracia
México: de la hegemonía del PRI a la política de consensos
En México, la democracia se sostuvo en el tiempo a partir de un sistema “de partido hegemónico”, excluyente de toda expresión disidente, es decir, un sistema carente de pluralismo político. No hubo alternancia de partidos en el ejercicio del Gobierno sino hegemonía del PRI –un verdadero partido-Estado– durante siete décadas (o por lo menos cinco, de acuerdo con el cristal con que se lo quiera mirar), configurando lo que algunos han llamado (exageradamente, a nuestro juicio) una “dictadura perfecta”. Asimismo, si bien no hubo terrorismo de Estado, sí hubo violencia estatal (en buena medida ejercida por las Fuerzas Armadas) para la resolución de los conflictos internos. No obstante, aunque no hay que desestimar su influencia, el impacto social que tuvo la masacre de Tlatelolco no consiguió minar la estructura corporativa y tradicional de control político del PRI. El movimiento obrero, las organizaciones de campesinos y el movimiento urbano-popular siguieron atravesados por el corporativismo, la corrupción y el clientelismo priista. La primera alternancia en el ejercicio del Gobierno ocurrió recién en el año 2000.
En México no hubo un cambio económico abrupto, ni un golpe militar, ni guerrillas de viejo cuño. Los factores de largo alcance que afectaron gravemente la consolidación de la democracia fueron la relación de dependencia con Estados Unidos, la hegemonía del PRI y, hacia mediados de 1970, la crisis del “milagro económico”.
Las primeras señales de cambio pueden rastrearse en la reforma política de 1977. Si hasta entonces el PRI había sido un partido con mayoría en el Congreso y pieza clave de un sistema político que subordinaba a los partidos menores, a partir de entonces comenzó un lento proceso de democratización que se afianzó en 1988, cuando el PAN ganó las elecciones en el estado de Baja California, y en 1989 cuando la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas (del PRD) mostró chances de triunfar, y finalmente cristalizó en el recambio del año 2000 en el nivel nacional.
En buena medida, la iniciativa de reforma correspondió a Jesús Reyes Heroles, secretario de Gobierno del presidente José López Portillo (1976-1982) y autor de la misma. En 1976, López Portillo había ganado las elecciones en una contienda en la que no hubo competencia real, pues el único partido habilitado era el opositor y derechista Partido Acción Nacional (PAN), que no había presentado ningún candidato. Esta situación en la que “compitiera” exclusivamente el candidato del PRI se sumó a otro elemento acelerador de la crisis de legitimidad: la decisión del proscrito Partido Comunista Mexicano (PCM) de presentar la candidatura de su histórico militante, el sindicalista Valentín Campa. Este obtuvo alrededor de un millón de votos que, pese a no ser computables, dejaron al descubierto la débil legitimidad del orden priista.
En este contexto, Reyes Heroles impulsó la reforma de 1977, consistente en modificaciones en la Constitución y en la promulgación de la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procedimientos Electorales (LOPPE). Entre otros cambios importantes, esta ley puso fin a la proscripción del Partido Comunista (y de otras organizaciones que permanecían en la clandestinidad), permitió la formación de coaliciones, otorgó espacios oficiales para la propaganda política de las distintas fuerzas, ofreció mayores garantías para la representación en el Congreso de las fuerzas minoritarias y aumentó (de 186 a 400) el número de bancas en la Cámara baja.
En 1986 hubo una nueva reforma que intentó poner freno a la apertura del juego político-electoral. Así, se estableció la “cláusula de gobernabilidad, mecanismo que aseguraba la mayoría al PRI en la Cámara de Diputados aun sin 50% o más de la votación; asimismo, aseguró al partido oficial el control de la organización electoral, mediante el traslado del criterio de representación proporcional a la integración de la Comisión Federal Electoral (CFE). De este modo, la reforma fue un intento por revertir la tendencia a perder el control sobre los comicios, consecuencia no buscada de la reforma de 1977” (Labastida Martín del Campo y López Leyva, 2004: 758).
En las elecciones de 1988 hubo atisbos de un cambio sustantivo que finalmente permitiera la alternancia en el ejercicio del Gobierno, pues el Partido de la Revolución Democrática (PRD) se impuso con su candidato Cuauhtémoc Cárdenas. El PRD había surgido a partir de la Corriente Democrática que el mismo Cárdenas encabezara dentro del PRI, abocada a denunciar los desvíos del Gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988) y reivindicadora del compromiso inicial con el histórico proyecto de la Revolución Mexicana. Finalmente, y manipulaciones mediante, el PRI le “robó” el triunfo y asumió el priista Carlos Salinas de Gortari (1988-1994).
Las acusaciones de fraude restaron legitimidad al Gobierno de Salinas, quien intentó salir de la encrucijada negociando con el PAN, al tiempo que hacía frente a las exigencias del PRD, que indeclinablemente pedía su renuncia. En la Cámara de Diputados, el PRI había perdido la mayoría necesaria para la aprobación de modificaciones a la Constitución (a través de las cuales era susceptible de ser reformado el sistema electoral). Con esto se inició una fase inédita en la que el PRI entabló una alianza estratégica con el PAN, abocándose a la imprescindible elaboración de consensos.
En 1988, cuando Salinas de Gortari asumió la presidencia, era imperativo reducir la deuda (que representaba más de la mitad del PBI del país) para lograr crecimiento económico. Su Gobierno emprendió largas negociaciones con las instituciones financieras de Estados Unidos, y también de Europa y Asia, y en 1992 logró un acuerdo por el cual se redujo significativamente la deuda. Asimismo, Salinas abandonó el nacionalismo revolucionario para imponer un paquete de reformas a tono con los postulados del neoliberalismo. Con la crisis de 1982 había aumentado la ya grande participación del Estado en la economía. La posibilidad de seguir financiando las políticas industriales y comerciales del pasado con los excedentes petroleros había llegado a su fin. A fines de la década de 1980 el déficit acumulado era insostenible.
En este escenario, Salinas implementó una política de privatizaciones. Entre otras, la empresa Telmex pasó a ser de propiedad mayoritaria del grupo nacional encabezado por el empresario Carlos Slim. Asimismo, alrededor de unas veinte instituciones financieras pasaron a manos privadas y en 1994 se autorizó la entrada de bancos extranjeros. También se firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (North American Free Trade Agreement, NAFTA por sus siglas en inglés), que entró en vigor el 1º de enero de 1994, el mismo día del alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Asimismo, se reformó la Constitución en el sentido de frenar el impulso de reforma agraria que Salinas dio por caduca.
La situación cambió rotundamente cuando el 1º de enero de 1994, el EZLN se alzó en armas, tomando varias ciudades del estado de Chiapas. A este elemento altamente desestabilizador se sumó, en marzo del mismo año, el asesinato del candidato del PRI, Luis Donaldo Colosio, quien a pocos meses de las elecciones estaba situado muy por debajo de las encuestas, que señalaban victorioso a Cárdenas. En su lugar, Salinas, ya sospechado de encabezar la supuesta conspiración que terminó con la vida del candidato, designó como favorito al finalmente electo Ernesto Zedillo Ponce de León (1994-2000), lo cual no hizo más que aumentar los rumores de manipulación de las elecciones a favor del partido histórico.
La crisis política era aguda. En este nuevo escenario, la práctica de negociación inaugurada estratégicamente por el PRI en 1988 con el opositor PAN ahora participaba también al PRD, partido que, por su parte, estaba adoptando posiciones más permeables a la búsqueda de consensos. Esto ocurría en momentos en los que el PAN y el PRD conquistaban posiciones en la Cámara alta (en las elecciones de 1994, obtuvieron 24 y 8 bancas respectivamente), a raíz de la reforma política de 1993 (la cual, entre otras cuestiones, había introducido una modificación en la representación para la primera minoría en el Senado). Por añadidura, Zedillo tuvo que pilotear la crisis económica que estalló en diciembre de 1994, cuando, después de abandonada la paridad fija entre el peso y el dólar, hubo una fuga masiva de capitales y la especulación financiera aumentó formidablemente (provocando el conocido “efecto tequila” en el resto de la región).
En este contexto, en 1996 se lanzó una nueva reforma política que proponía modificar la Constitución en 18 de sus artículos. A diferencia de otras reformas, en esta ocasión el proceso de liberalización mostró un avance sustantivo: la reforma se consiguió con un acuerdo multipartidario (las tres fuerzas principales del país coincidieron: el PRI, el PAN y el PRD). Esta reforma dio autonomía al Instituto Federal Electoral (creado en 1990) e introdujo cambios en las instancias de apelación: el Tribunal de lo Contencioso Electoral, el Tribunal Federal Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (1996), que adquirió autonomía plena respecto del Ejecutivo (Labastida Martín del Campo y López Leyva, 2004: 758).
En este marco, en las elecciones intermedias de 1997, el PRI perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y la primera elección para el jefe de Gobierno de la Ciudad de México. Mirado desde el presente, este cambio permitía avizorar el cambio más sustantivo ocurrido en las elecciones de julio de 2000, cuando el PRI, por primera vez en setenta años, perdió las elecciones presidenciales. En efecto, finalmente, en esas elecciones resultó electo el candidato del PAN, Vicente Fox Quesada. Su discurso se distanciaba de la perorata conservadora que ponía el énfasis en las reformas económicas neoliberales y era insistente en la promesa de resolver el conflicto con el EZLN. Con una popularidad inicial incomparablemente alta (por la expectativa democratizadora que significaba la alternancia), Fox pronto viró a posiciones más renuentes al cambio. Durante su sexenio enfrentó varios conflictos internos por los desacuerdos que sus iniciativas generaron en el entorno político. Tal como señala Leonardo Curzio (2007), el punto más crítico para la oposición fue el excesivo gasto proselitista, desviando recursos públicos para el partido y acentuando la vieja práctica (asociada antes exclusivamente al PRI) de las prebendas, la corrupción y el clientelismo.
La campaña electoral para los comicios de 2006 tuvo como protagonistas al actual presidente Felipe Calderón (PAN) y al representante de la izquierda Andrés Manuel López Obrador. Este último era el señalado por las encuestas como el ganador, sin embargo, en los meses previos a la elección, Calderón logró superarlo, en buena medida a partir de una fuerte campaña negativa en su contra, en la cual el candidato izquierdista aparecía como un supuesto peligro para el futuro del país. Según la apreciación de Carlos Monsiváis (2009), “en 2009 está profundamente en duda la interminable transición a la democracia. La sociedad, en su inmensa mayoría, desconfía de los partidos políticos, rechaza los gobiernos, se siente despojada a diario. Luego de su triunfo tan cuestionable, el presidente Felipe Calderón no ha conseguido la credibilidad necesaria y ha perdido incluso una parte sustancial de sus apoyos en la derecha tradicional”. Tanto que los observadores estiman que el PRI volverá al Gobierno en las elecciones de julio de 2012.
Venezuela: la construcción de una alternativa
Después de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez (1953-1958) y el breve interinato de la Junta que le sucedió, el país inició un proceso de continuidad política democrática que se extendió durante cuarenta años (1959-1999). Con la llegada de Hugo Chávez Frías al poder la democratización del régimen devino en un cambio político más profundo: el desmantelamiento de la larga pauta institucional del bipartidismo. Más allá de toda polémica (fundamentalmente, si la articulación líder/pueblo es una reedición del populismo o no), la democracia liderada por Chávez ha dado lugar a una recomposición de la sociedad civil, fundamentalmente de la acción colectiva de los estudiantes universitarios, y a una recomposición del sistema de partidos, donde los partidos tradicionales fueron desplazados. Actualmente, el partido más grande es el oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), y los opositores son Un Nuevo Tiempo, Primero Justicia, Patria Para Todos (PPT), Movimiento Al Socialismo (MAS) y el movimiento Por la Democracia Social (PODEMOS) (escisión del MAS en 2001, opositor desde 2009).
Como se ha visto en el capítulo anterior, a partir del 31 de octubre de 1958 se inició la consolidación de la República liberal democrática, cuando fue suscrito el Pacto de “Punto Fijo”. La etapa, llamada luego Cuarta República se caracterizó por el bipartidismo de Acción Democrática (socialdemócrata) y COPEI (socialcristiano), que se alternaron en el ejercicio de la presidencia. Sin embargo, la estabilidad conseguida entrañó un considerable aumento de las prácticas clientelares, autoritarias y corruptas. A tal punto que, en medio de una grave crisis, en 1993 el presidente Carlos Andrés Pérez, de AD, que estaba en su segundo mandato, fue enjuiciado, acusado de malversación y peculado de partidas presupuestarias secretas. Como resultado de este proceso, Pérez, que había asumido en 1989, fue suspendido en el ejercicio de sus funciones.
El año 1989 es un hito en la historia reciente de Venezuela. Ese año ocurrió el “Caracazo”, la rebelión popular desatada en la ciudad capital del país los días 27 y 28 de febrero en respuesta a las medidas aplicadas por el Gobierno por presión del FMI. El estallido fue brutalmente reprimido, decretándose la suspensión de las garantías constitucionales. El “Caracazo” marcó el inicio de un ciclo de inestabilidad que desembocaría una década más tarde en la crisis del bipartidismo puntofijista.
En 1993, tras el juicio a Carlos Andrés Pérez y el interinato de Ramón Velásquez, asumió la presidencia, por segunda vez, Rafael Caldera (1993-1999), un hombre escindido del COPEI, partido por el cual había sido elegido para el período (1969-1974). Al finalizar su mandato, Venezuela se encontraba en una situación de crisis económica, con incremento de la pobreza y de las desigualdades sociales, y crisis política, con un sistema de partidos totalmente desacreditado y una ciudadanía sumida en el hartazgo.
La situación fue capitalizada por Chávez, militar golpista en 1992, que había ganado popularidad levantando la consigna de la abstención en señal de denuncia del corrupto bipartidismo. En las elecciones de 1998, Chávez resultó triunfante al frente de Polo Patriótico –constituido por el novel Movimiento Quinta República (MVR) y algunos partidos de izquierda como Patria Para Todos (PPT), Movimiento Electoral del Pueblo (MEP), PCV y Movimiento Al Socialismo (MAS), organización esta que derivaba de las guerrillas de la década de 1960. Con esto, quedó desarticulado, sino borrado, el antiguo sistema bipartidista.
Chávez asumió la presidencia en febrero de 1999, disolvió el Congreso y convocó a una Asamblea Constituyente con el objetivo de establecer una nueva Carta Magna, la cual fue aprobada por referéndum en diciembre de 1999 con el 72% de los votos (si bien hubo una abstención del 54%). La nueva Constitución cambió el nombre del país, que desde entonces se llama República Bolivariana de Venezuela.
La nueva Carta modificó también el régimen político, estableciendo un Poder Legislativo unicameral (Asamblea Nacional, con miembros elegidos por sufragio universal), ampliando el poder presidencial y el control estatal de la economía, pero además –punto que los críticos suelen omitir– fortaleciendo y extendiendo los derechos y la participación popular. En aplicación de los nuevos preceptos constitucionales, en julio de 2000 se realizaron elecciones presidenciales y legislativas en las que el MVR, coaligado nuevamente en el Polo Patriótico, obtuvo la mayoría absoluta en la Asamblea y la ratificación de Chávez, con el 55% de los votos, como presidente para el período 2001-2007.
Durante su mandato, Chávez anunció su decisión de transformar profundamente las estructuras socio-económicas venezolanas, para lo cual requirió poderes legislativos especiales. Estos le fueron concedidos por la Asamblea (Ley de Habilitación) en el marco de la denominada Revolución Bolivariana (en esta instancia el MAS se fracturó y pasó a la oposición, mientras PODEMOS seguía siendo fiel al Gobierno). Merced a ellos decretó una cincuentena de medidas, entre ellas la Ley Orgánica de Hidrocarburos, que aumentó al 30% la tributación exigible a los inversores extranjeros en actividades de extracción petrolífera, y estableció en 51% la participación mínima del Estado en sociedades mixtas del mismo sector; y la de Tierra y Desarrollo Agrario, que hizo posible la expropiación de latifundios (que tuvo concreción parcial con un decreto de enero de 2005, por el cual se otorgó tierras no cultivadas a los campesinos más pobres).
La reacción de empresarios y de otros sectores contrarios a las medidas, incluyendo parte del Ejército, fue inmediata, desatando una ofensiva opositora que culminó en abril de 2002 con un golpe de Estado encabezado por el general Lucas Rincón, jefe de las Fuerzas Armadas, por el cual fue detenido Chávez y proclamado presidente de la República Pedro Carmona, presidente de Fedecámaras (Federación de Cámaras y Asociaciones de Comercio y Producción de Venezuela), la principal organización de gremios empresariales del país. El nuevo Gobierno fue rápidamente reconocido por el presidente de Estados Unidos George W. Bush (2001-2009). Carmona disolvió los poderes públicos y anunció la convocatoria a elecciones legislativas y presidenciales al cabo de un año. Pero, los sectores sociales y políticos partidarios de Chávez (los Círculos Bolivarianos) y los militares leales reaccionaron y lograron que Diosdado Cabello, leal vicepresidente de Chávez, se hiciera cargo de la presidencia y que Chávez reasumiera su cargo.
La derrota no amedrentó a la oposición. Agrupada en la Coordinadora Democrática (integrada por los partidos tradicionales, AD y COPEI, pero también por otros partidos opositores como el MAS), entre otras actividades, reclamó elecciones, convocó a huelgas generales, incitó a la desobediencia y promovió un referéndum para decidir la destitución de Chávez. La consulta se realizó el 15 de agosto de 2004, ratificando, con casi 60% de los votos emitidos, el mandato de Chávez. El resultado fue impugnado por la oposición, alegando fraude gubernamental. En estas circunstancias, el ex presidente norteamericano James Carter (en nombre del Centro Carter, que monitoreó el proceso) invitó a todos los venezolanos a “aceptar los resultados y trabajar juntos por el futuro”.
El triunfo de Chávez en el referéndum de 2004 constituyó un punto de inflexión. Puede decirse que a partir de entonces el cambio iniciado en 1999 entró en una fase en la que debía profundizarse el proceso revolucionario, que el propio Chávez denominaría “Socialismo del Siglo XXI”.
Sin duda, Chávez salió fortalecido de la contienda. Nuevas elecciones legislativas, en diciembre de 2005, dieron otra vez el triunfo al MVR y a los partidos oficialistas (PODEMOS, PPT, MEP, PCV), obteniendo una mayoría absoluta en la Asamblea Nacional. La victoria fue total, pero ella afectó la legitimidad democrática del régimen. Sectores de la oposición buscaron desacreditarlo mediante el ardid de retirar las candidaturas de sus principales partidos, alegando el incumplimiento de las garantías democráticas. A la dura oposición interna se sumó la de Estados Unidos, cuyo Gobierno, y en particular el presidente Bush, acusó a Chávez de ser parte de un eje del mal junto a Cuba, exportador de revolución, populista, etc.
En verdad, el principal problema entre el chavismo y el “imperio” deriva de la riqueza petrolífera de Venezuela –país proveedor de Estados Unidos, un dato no menor–, un campo estratégico a nivel mundial, potenciado en estos últimos años, como bien ilustra la invasión y ocupación militar de Irak. Para contrarrestar la ofensiva norteamericana, Chávez afianzó una política internacional más atenta a América Latina, en particular a los gobiernos de izquierda de la región. Si no es para hacerse del petróleo, el Gobierno norteamericano persigue, por lo menos, impedir que Venezuela lo utilice de manera soberana y solidaria (provisión a Cuba, proyecto del oleoducto sudamericano, por ejemplo).
En su afán por cercar y destituir a Chávez, Estados Unidos ha ejercido y ejerce presiones sobre otros gobiernos para que no negocien y/o apoyen al venezolano. A propósito del golpe en Honduras, Torres-Rivas (2010) ha señalado un elemento que permite entender, en parte, el eje sensible de la relación de Estados Unidos con América Latina. Según el sociólogo centroamericano, uno de los efectos del fenómeno Chávez es que “basta su mención, y no su proyecto, para concitar el rechazo inmediato, a la manera del anticomunismo de hace ya muchos años”.
En el plano interno, una de las características más salientes del Gobierno de Chávez, y que sin duda han operado favorablemente en sus éxitos electorales, fue la creación de los programas de ayuda y desarrollo social denominados “Misiones Bolivarianas”. Se trata de iniciativas como la implementada en el plano de la educación, que apuntan a la alfabetización en los barrios populares (para la cual se tomó como modelo el método aplicado en Cuba) y al acceso a los estudios primarios, secundarios y universitarios. También se implementaron programas sociales en las áreas medico-asistenciales, de vivienda y de producción.
El 3 de diciembre de 2006 se realizaron nuevas elecciones presidenciales, en las que Chávez resultó reelecto por una amplia diferencia de votos (62,84%) para el período 2007-2013. Tras su triunfo, se creó el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), una organización que reunió a las dispersas fuerzas políticas que apoyaban al chavismo.
A poco de asumir, Chávez anunció su “Socialismo del Siglo XXI” y su intención de reformar la Constitución, que entre otros puntos incluiría la polémica cláusula de reelección continua. Para ello convocó a un referéndum que se realizó en diciembre de 2007, y en el cual el electorado se pronunció en contra de las medidas propuestas por Chávez por muy escaso margen. En consecuencia, la Constitución mantuvo sus formas y contenidos originales. A pesar de esta derrota, que Chávez reconoció enaltecidamente y haciendo alarde de su vocación democrática, cuando a fines del año siguiente se realizaron las elecciones regionales, el oficialista PSUV fue el partido más votado (ganó 17 de las 22 gobernaciones y 265 de las 328 alcaldías en juego, además de obtener la mayoría legislativa en 20 de los 23 consejos en disputa, incluso en dos de ellos donde la gobernación estaba en manos de la oposición).
En este nuevo período el presidente nacionalizó la Compañía Anónima Nacional de Teléfonos de Venezuela (CANTV), hasta ese momento bajo control de capitales norteamericanos, y la empresa Electricidad de Caracas (EDC). También anunció la negativa a la renovación de la concesión en manos de la empresa Radio Caracas Televisión (RCTV), que operaba el canal 2 y que a partir de allí tuvo que transmitir por señal de cable. Esta medida enfureció y endureció la oposición, sobre todo la del Movimiento Estudiantil Venezolano.
El 15 de febrero de 2009 se realizó un nuevo referéndum. Chávez había propuesto una enmienda constitucional (arts. 160, 162, 174, 192 y 230), que fundamentalmente significaba levantar los límites a la reelección de todos los cargos de elección popular, incluido el de presidente de la República. La consulta resultó favorable al oficialismo: casi el 55% del electorado se manifestó a favor de la reforma, mientras que el 45% lo hizo en contra. El abstencionismo fue de un 30%. Por cadena nacional de radio y televisión Chávez dio un discurso en el cual agradeció el apoyo del pueblo y anunció su precandidatura para el período 2013-2019.
La dependencia respecto de las fluctuaciones del precio del petróleo en el mercado internacional, sumada a algunos conflictos con el movimiento sindical (con la CTV) y la oposición desatada por el movimiento estudiantil están entre los principales obstáculos del chavismo. A lo cual se suma la precaria salud del propio Chávez.
No solo la “democracia revolucionaria” pregonada por el oficialismo está cada vez más cuestionada en la práctica, sino que además el excesivo personalismo de Chávez ha opacado posibles candidatos para su sucesión, en caso de que la salud del presidente, gravemente afectada, sea un impedimento para su continuidad en el mando.
Colombia: el fracaso de la constitución de fuerzas políticas alternativas. La primacía de la lógica de la guerra
Colombia es otro caso de paradigmática continuidad jurídico-política de la democracia. Sin embargo, hasta principios de la década de 1990 el sistema bipartidista colombiano funcionó mayormente bajo el estado de sitio y con un Ejecutivo con posibilidades de concentrar todos los poderes públicos. Asimismo, los derechos humanos fueron sistemáticamente violados, siendo juzgados por tribunales militares aquellos delitos de civiles considerados peligrosos para la seguridad nacional. Más aún, Colombia es un caso de vigencia del régimen democrático con primacía de la lógica de la guerra.
La compleja interacción política y militar de la larga coyuntura de violencia ha puesto a los principales contendientes en una situación de “guerra de enclaves” (para usar la expresión de Hésper Eduardo Pérez Rivera) en la cual ninguna fuerza militar puede vencer a la otra, pero en la que tampoco se encuentra una solución política, más allá de los intentos en esta dirección. En este plano, la colombiana es una experiencia bien diferente de la mexicana y la venezolana.
Como se ha visto, el dato distintivo es la larga persistencia de la violencia. Como ya se ha visto, a lo largo de la primera mitad del siglo XX el país tuvo apelaciones múltiples a la violencia, que solo vino a aplacarse con una ficción de democracia, largamente magnificada por los gobiernos norteamericanos, como la del Frente Nacional. Sin embargo, la violencia continuó, practicada tanto por la guerrilla como por las Fuerzas Armadas, los paramilitares y los narcotraficantes. Como ya se ha visto, la guerrilla de izquierda –la castro-guevarista apareció con el ELN, y la comunista, con las FARC (1966), cuyo jefe máximo, el campesino Pedro Antonio Marín, más conocido como Manuel Marulanda y “Tirofijo”, provenía de la insurgencia liberal–.
El panorama militar se complicó desde 1986 con la aparición de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), una fuerza paramilitar de extrema derecha que financiaba sus actividades mediante el narcotráfico, secuestros y aportes económicos de terratenientes y ganaderos que se sentían o eran amenazados por los guerrilleros. Sus efectivos se calcularon en 8.150 combatientes (la mitad de los que tenían las FARC), experimentando un crecimiento fenomenal. Las AUC operaban en áreas de influencia de las guerrillas y se caracterizaban por el uso brutal, despiadado y salvaje de la violencia, asesinando, en matanzas múltiples, a campesinos y otra población civil de quienes sospechaban, con fundamento o sin él, de colaborar con la guerrilla.
Como se ha visto en el capítulo anterior, el Frente Nacional intentó poner fin a la beligerancia armada y constituyó un sólido bloque de las clases dominantes que, a despecho de su retórica adhesión a la democracia representativa, limitó fuertemente (casi cerró) la posibilidad de constitución de terceros partidos, alternativos, con garantías de efectiva participación.
En 1986 asumió el liberal Virgilio Barco (1986-1990), en elecciones en las que hubo un dato significativo. En 1985 se había creado Unión Patriótica (UP), como resultado del proceso de paz promovido por el presidente Belisario Betancourt (1982-1986), sumando a los sectores de las FARC dispuestos a participar de la política institucional. A la UP también se sumó el PCC. En las elecciones de 1986, el candidato de la UP, Jaime Pardo Leal, obtuvo el tercer puesto.
Otro dato significativo acerca del sistema de partidos es que Barco terminó con la práctica instituida en el Frente Nacional de repartición de cargos entre liberales y conservadores, al nombrar en su gabinete exclusivamente a miembros de su partido.
Respecto de la violencia, Barco inició un proceso de paz, logrando la desmovilización del M-19. Pero también bajo su Gobierno, el narcotraficante Gonzalo Rodríguez Gacha inició una guerra contra las FARC y la UP, contratando sicarios para el asesinato de sus miembros. A la escalada de violencia contribuyeron las ya mencionadas ultraderechistas AUC. Los numerosos crímenes (como el asesinato de Pardo) cometidos en esta fase del conflicto aún están impunes.
Aunque las fuerzas tradicionales se oponían a la convocatoria de una Asamblea Constituyente, Barco autorizó contabilizar la “séptima papeleta” en las elecciones generales de marzo de 1990 –una iniciativa promovida por el poderoso movimiento estudiantil, que precisamente reclamaba una reforma constitucional–.
En esas elecciones triunfó el liberal César Gaviria (1990-1994). Los resultados electorales dieron una clara muestra de la caducidad del sistema de exclusividad en la representación, pues los dos primeros lugares correspondieron al Partido Liberal, que obtuvo 28,3% de los votos –traducidos en 24 delegados– y a la Alianza Democrática M19, que obtuvo 26,82% de los votos –traducidos en 19 delegados– (118).
Gaviria finalmente convocó la Asamblea Constituyente, la cual decidió disolver el Congreso elegido en 1990 y convocar a nuevas elecciones, realizadas en octubre de 1991. Esta vez, los resultados fueron significativamente diferentes a los de 1990 en cuanto a la correlación de fuerzas prevalente: el Partido Liberal logró la mayoría absoluta en el Congreso y en las gobernaciones; mientras que AD-M19 hizo una mala elección. La recomposición del Partido Liberal debe ser interpretada en función del fuerte peso del sistema clientelista (compra de votos y de dirigentes), del gran poder del Estado sobre el manejo de recursos no disponibles para los otros partidos (en materia de medios de comunicación y medios de transportes, por ejemplo) y de la facilidad de acceso a dineros sucios para el financiamiento de las campañas electorales.
Gaviria se inscribió en la corriente neoliberal en boga, propiciando una serie de medidas que apuntaban a la apertura económica, con consecuencias directas sobre los regímenes de seguridad social y laboral, y a la reforma política, la que significó un verdadero cambio institucional para el país, evidenciado en buena medida en el contenido de la Constitución proclamada en 1991. Sin embargo, estas transformaciones no desembocaron, a diferencia de otros países (con modelos neoliberales “exitosos”), en el mejoramiento de los indicadores macroeconómicos.
En el plano de la seguridad nacional, Gaviria suspendió las conversaciones con las FARC. Esto generó una nueva escalada de violencia: al tiempo que se incrementaban las operaciones militares, y se intensificaban las acciones armadas de las guerrillas. También recrudeció el narcoterrorismo del Cartel de Medellín (Gonzalo Rodríguez Gacha murió a manos del Ejército y Pablo Escobar, tras fugarse y ser furiosamente buscado, también fue muerto).
En medio de una grave crisis económica (legado de la fracasada gestión neoliberal de Gaviria), hubo nuevas elecciones presidenciales. Resultó electo Ernesto Samper (1994-1998). El nuevo presidente consiguió ciertas mejoras, aumentando el presupuesto destinado al desarrollo de políticas sociales, relativas a servicios de salud, vivienda y tierras. También emprendió una lucha decidida contra el narcotráfico, cuyo resultado más sonado fue la estratégica desarticulación del Cartel de Cali, del que se sospechaba que había financiado la campaña del propio presidente. Las denuncias de financiamiento ilícito levantadas en su contra llevaron al denominado “proceso 8.000”, una investigación y acción judicial iniciada a partir de la publicación de ciertas grabaciones (los “narcocasettes”), bajo la presidencia de Gaviria. Al final del proceso, Samper consiguió la exoneración.
En materia de violencia política, el balance de su Gobierno fue desastroso. Si bien la Constitución de 1991 había reemplazado el instrumento, de uso histórico, de estado de sitio por el, más limitado, de estado de emergencia, durante la presidencia de Samper la violencia se intensificó. Las FARC aumentaron su poderío, incrementándose el número de secuestros y efectivos dentro de sus filas.
Pero si hasta entonces la política nacional había sido controlada por el Partido Liberal, en las elecciones de 1998 se consagró en segunda vuelta el candidato del Partido Conservador, Andrés Pastrana (1998-2002). El triunfo se debió en medida considerable a la desconfianza masiva que se había suscitado respecto del Partido Liberal, después de los escándalos de los que fue protagonista Samper. Pero también influyó la esperanza que Pastrana logró concitar en la población acerca de un eventual acuerdo de paz.
En 1999, con el pretexto de perseguir a los narcotraficantes, Pastrana avaló el lanzamiento del “Plan Colombia”. Se trataba de un plan de ayuda militar norteamericana al Gobierno colombiano, cuyo propósito declarado era contribuir al desarrollo del país mediante la lucha contra el narcotráfico. No obstante, detrás de este objetivo, el Gobierno de Estados Unidos perseguía el más urgente (y no declarado) objetivo de derrotar militarmente a las FARC y el ELN, independientemente de la estrategia del nuevo presidente de negociar una amplia agenda con los insurgentes. En efecto, el equipamiento militar provisto por Estados Unidos fue empleado en masacres de civiles y para el desplazamiento forzado de personas.Los organismos de derechos humanos colombianos e internacionales denunciaron la maniobra argumentando que la “lucha antisubversiva” no hacía más que agudizar la situación de guerra interna.
Según Camilo Echandía Castilla (2008), “desde inicios del Gobierno de Pastrana la fuerza militar fue sometida a un proceso de profundo cambio en los ámbitos institucional, doctrinario y tecnológico, que se expresó en la profesionalización del Ejército, la adecuación de la doctrina militar a las realidades de la confrontación, la mayor efectividad en el planeamiento y la conducción de las operaciones, la adopción de un concepto operacional proactivo, ofensivo y móvil, y el mejoramiento en inteligencia, tecnología y estructuras de comando, control y comunicaciones. La reforma militar, que dotó al Ejército de nuevas capacidades para enfrentar a los grupos guerrilleros, logró frustrar el objetivo de las FARC de pasar de una guerra de guerrillas a una guerra de movimientos, y consiguió impedir que utilizaran de manera táctica la Zona de Distensión”.
En 2001, la violencia se intensificó y la situación mostró un empantanamiento en los planos político y, quizá sobre todo, militar. Tras un encuentro entre el presidente Pastrana y Tirofijo, se reanudaron las negociaciones. Pastrana elaboró un audaz plan de difíciles negociaciones que las FARC aceptaron, aunque con condicionamientos y algunas reticencias, en particular en materia del compromiso gubernamental de luchar contra los paramilitares. En efecto, las AUC constituyeron el núcleo duro de resolución política del conflicto militar. Vinculadas al narcotráfico, la expansión de las acciones armadas de los grupos paramilitares se explica por su propósito de controlar los espacios de producción de coca y las rutas para transportar la droga hacia la costa norte desde donde debía salir al mercado internacional.
Las FARC obtuvieron una prórroga del control de 42.000 kilómetros cuadrados del territorio nacional (que es de 1.142.000) que habían conseguido en 1988. La existencia de esa zona bajo gestión guerrillera no implicó la existencia de la llamada, por Charles Tilly, “situación de soberanía múltiple”, si bien contenía varios elementos de ella. Fundamentalmente, las guerrillas no pudieron vencer a las fuerzas armadas oficiales, ni estas a aquellas.
En este contexto, en las elecciones del 7 de agosto de 2002, resultó electo en primera vuelta Álvaro Uribe Vélez, encabezando una lista disidente del Partido Liberal, y con el respaldo del Partido Conservador. El fracaso de las negociaciones impulsadas por Pastrana estuvo en la base de este giro del electorado, que optó mayoritariamente por el eslogan “Mano firme y corazón grande”.
Uribe desarrolló una política dominada por la alianza tácita con Estados Unidos, prolongándose la ayuda prestada en el marco del Plan Colombia. Su consigna “seguridad democrática” sirvió para reducir el área de influencia de las guerrillas a zonas alejadas de las regiones y carreteras centrales del país. Asimismo, inició el diálogo con los grupos paramilitares. En 2005, el Congreso aprobó la llamada “ley de justicia y paz” para la desmovilización de las fuerzas paramilitares, pero fue criticada por no responder a los criterios internacionales en materia de derechos humanos y verdad y justicia.
En materia económica, Uribe pudo paliar la crisis, en buena medida por la devaluación del dólar y por el aumento de las inversiones, que las nuevas condiciones de seguridad interna hicieron posible. También llevó adelante medidas típicamente neoliberales, como la racionalización del Estado y la privatización de empresas. No obstante, los índices de desempleo se mantuvieron altos y el déficit fiscal no fue corregido.
Durante el Gobierno de Uribe se llevó a cabo una reforma política que apuntaba a terminar con la fragmentación y la personalización de la política. Esta reforma significó, sobre todo para la izquierda, la posibilidad de presentar una fuerza antes fragmentada en pequeños partidos y movimientos, con poco caudal electoral a nivel regional, como verdadera alternativa. Por ejemplo, a partir de la reforma, Polo Democrático Alternativo, una fuerza de izquierda a la que se unió AD M19 y antiguos dirigentes de ANAPO, se convirtió en una de las principales fuerzas de oposición.
Para posibilitar su reelección, Uribe impulsó una reforma constitucional que le permitiera la reelección inmediata. Aprobaba por la Corte Constitucional, la enmienda se hizo y en agosto de 2006 Uribe inició su segundo mandato, esta vez con un porcentaje mayor de votos que los obtenidos en la elección anterior.
En cuanto a la violencia, durante las presidencias de Uribe “se produjo un cambio sin precedentes en la dinámica de la confrontación, que se expresó en un aumento de la capacidad de combate de la Fuerza Pública que obligó a la guerrilla a reducir de manera muy significativa su accionar armado, su presencia territorial y los secuestros” (Echandía Castilla, 2008).
Entre octubre de 2007 y septiembre de 2010, las FARC recibieron duros golpes por parte de las Fuerzas Armadas. Así, fueron abatidos Gustavo Rueda Días (Martín Caballero), jefe de la organización en la costa Caribe; Luis Edgar Devia (Raúl Reyes, número 2 de la dirección nacional); Manuel Muñoz (Iván Ríos, miembro del mando central guerrillero); Sixto Cabañas (Domingo Biojó, del Estado Mayor); María Hinojosa (Lucero Palmera, responsable de la radio Voz de la Resistencia); Víctor Suárez Rojas (Jorge Briceño Suárez y/o Mono Jojoy, máximo jefe del Bloque Oriental y destacado estratega militar). Iván Ríos fue asesinado por su jefe de seguridad; Jorge Briceño Suárez cayó, al parecer, merced a información transmitida al Ejército por personas cercanas al dirigente (septiembre de 2010); Raúl Reyes fue abatido en una operación de tropas colombianas en territorio ecuatoriano (marzo de 2008), violación de la soberanía territorial que provocó la inmediata respuesta de los gobiernos de Rafael Correa y Hugo Chávez, quienes rompieron relaciones diplomáticas con Colombia, aunque la situación se recompuso posteriormente en el marco de la UNASUR. En el período indicado también falleció, de muerte natural y con casi 78 años (mayo de 2008), el líder máximo, “Tirofijo”, reemplazado por Guillermo León Sáenz Vargas (nombre de guerra: Alfonso Cano), hasta entonces Comandante del Bloque Central y reputado como el máximo ideólogo político de las FARC tras el deceso del histórico co-fundador de las FARC Luis Alberto Morantes Jaimes (Jacobo Arenas), en 1990. Cano, a su vez, fue muerto por el ejército en noviembre de 2011, en un operativo en el cual, según se dice, estuvieron involucrados desertores de la guerrilla. No parece casual que estos fuertes golpes a la guerrilla se produjeran en el marco del norteamericano Plan Colombia.
La muerte de Cano fue un duro golpe porque “[c]omo estratega demostró ser más hábil que otros comandantes subversivos, replanteando totalmente el esquema militar y político de la guerrilla; logrando revitalizar y retomar la iniciativa de la insurgencia en el centro y sur del país.
“La estrategia militar de Cano fue sencilla pero efectiva: convertir las alturas de las cordilleras en retaguardias estratégicas para los rebeldes, lo que virtualmente inutiliza el poder de fuego de la aviación, que ha sido hasta ahora el talón de Aquiles para las estructuras subversivas. Moviéndose entre la franja de los 3.000 y 4.000 metros, por cañadas y riscos impenetrables, los guerrilleros logran evitar fácilmente la infantería encontrándose en mejores condiciones al enfrentar a un enemigo foráneo que no cuenta con el apoyo de la población” (Milagros, 2012).
Según Milagros, la muerte de Cano no ha sido “la última palabra de la guerra en Colombia. Todo indica que, no obstante la muerte de su máximo líder –lo que significa el golpe más duro que ha recibido la insurgencia en su historia– los rebeldes mantienen por ahora la disposición de llevar la confrontación hasta las últimas consecuencias. La designación de Timoleón Jiménez, otro de los ideólogos de la ‘línea dura’ de las FARC, como nuevo comandante de la guerrilla revela que la respuesta de los insurgentes ante este último revés es la voluntad de mantenerse en pie y en ningún caso de conciliar o rendirse”.
En el ínterin, tras frustrarse las pretensiones reeleccionistas (para un tercer mandato) de Uribe, Juan Manuel Santos, ex ministro de Defensa (responsable de la “Operación Fénix”, en el marco de la cual fue muerto Reyes), se postuló como candidato presidencial. Junto a otros políticos, Santos se había alejado del Partido Liberal en 2005, y había fundado el Partido Social de Unidad Nacional (Partido de la U) para apoyar a Uribe. En las elecciones de 2010, acompañado por Angelino Garzón como vice, alcanzó la presidencia de la República, venciendo a Anatas Mockus (ex alcalde de Bogotá) y Sergio Fajardo, candidatos del Partido Verde, una agrupación con posiciones neoliberales y pretensiones de centro-izquierda.
Santos basó su campaña en la idea de dar continuidad a la política de “seguridad democrática” implementada por Uribe. Y con ella ganó holgadamente: 46,6 contra 21,5% en la primera vuelta, y 69,5 contra 27,5%, en la segunda, enfrentando a Antanas Mockus, ex alcalde de Bogotá y candidato del Partido Verde. Así, en síntesis, el largo período abierto en 1948 sigue consagrando la lógica de la guerra, con una primacía abrumadora.
Costa Rica: un caso no tan excepcional
Como se ha visto, la larga continuidad democrática es uno de los aspectos que más llama la atención en la historia de Costa Rica. Su sistema político ha sido frecuentemente considerado un modelo de democracia representativa en América Latina. Los rasgos que muchos analistas coinciden en señalar son una clase política que ha ejercido el poder con un alto grado de respeto por las normas estatuidas y una cultura política signada por la constante búsqueda de compromisos y consensos para evitar el estallido del conflicto social por fuera de los canales institucionales. Asimismo, la democracia “excepcional” de Costa Rica es conocida porque el Estado carece de Fuerzas Armadas.
Respecto de esto último, cabe destacar que la imagen de un Estado “sin Ejército” no es del todo real. En efecto, el país cuenta con una Guardia Civil, numéricamente grande, que históricamente ha cumplido funciones de control interno y de defensa de la soberanía. Contrariamente al cuadro generalmente esbozado, la Guardia Civil ha actuado como fuerza de represión en varias protestas de los trabajadores bananeros y ha sido también firme colaborador de Estados Unidos en la guerra contra el Gobierno sandinista en la década de 1980.
En cuanto a la política de partidos, la imagen “ejemplar” de Costa Rica se ve opacada cuando se observa que, como otros de América Latina, el suyo es un sistema de partidos cuyo funcionamiento impide el acceso al poder de los partidos menores. El Partido Liberación Nacional (PLN) y el Partido Unidad Social Cristiana (PUSC), las dos organizaciones principales de los últimos años, se han convertido en verdaderos máquinas electorales.
Asimismo, la sociedad civil ya no tiene la fuerza que tuvo en otras épocas, como en las décadas de 1960 y 1970. Después de la aplicación de las reformas neoliberales, como en toda la región, se ha debilitado.
Por añadidura, los partidos de izquierda han perdido toda incidencia. Algo similar ocurrió con los sindicatos obreros, históricamente vinculados a un sistema de paternalismo que inhibió cualquier iniciativa de organización autónoma de los trabajadores.
No obstante, en los años más recientes el histórico bipartidismo comenzó a desarticularse. En un contexto similar al prevalente en toda la región, en particular, de pérdida de peso electoral de los partidos tradicionales, cobraron fuerza opciones políticas alternativas, como el Partido Acción Ciudadana (PAC) y el Movimiento Libertario (ML). Con estos cuatro partidos en juego, Costa Rica pasó de un régimen bipartidista a uno de pluripartidismo.
Otro rasgo que Costa Rica comparte con el resto de la región es la extensa corrupción en todos los niveles de Gobierno. En los últimos años, dos de los presidentes, Rafael Ángel Calderón Fournier (1990-1994) y Miguel Ángel Rodríguez Echeverría (1998-2002), fueron enviados a prisión en 2004 y enjuiciados por causas de corrupción y enriquecimiento ilícito. José María Figueres Olsen (1994-1998) también ha recibido acusaciones de corrupción, pero, a diferencia de los otros, no ha sido enjuiciado. En 1994, Figueres había llegado al poder con un programa francamente opositor al neoliberalismo dominante. Pero a poco de asumir inició un proceso de privatizaciones e implementó sin mayores reparos otras “recetas” del FMI.
Es que Costa Rica tampoco ha estado exenta de las fuertes presiones por parte de Estados Unidos, en particular las ejercidas por las instituciones financieras. No obstante, un dato singular de su economía, desde una perspectiva comparativa y regional, es que el crecimiento no ha provocado el empobrecimiento y el deterioro de las estructuras de bienestar construidas en los años previos a la crucial década de 1980, lo cual pone de relieve la impronta de larga duración del intervencionismo del Estado nacional costarricense.
En las elecciones de 2006, el PLN ganó las elecciones nacionales por primera vez desde 1998, con el ex presidente Óscar Arias (1986-1990) a la cabeza, con un muy estrecho margen (en elecciones en la que los niveles de abstencionismo fueron excepcionalmente altos). Arias resultó electo después de haber sorteado con éxito el obstáculo impuesto por la Constitución, que prohibía la reelección de un candidato que hubiera ejercido la Presidencia durante cualquier lapso.
Las políticas neoliberales continuaron durante esta segunda presidencia de Arias. Se adoptaron medidas económicas orientadas a achicar la deuda externa y promover el desarrollo económico, las cuales profundizaron la tendencia a la privatización de empresas, tan contraria a la cultura política y económica del país. En cuanto a las medidas de política internacional, Arias continuó sus esfuerzos para afirmar el proceso de pacificación en la subregión. Justamente, por su participación en el Acuerdo de Paz de Esquipulas de 1987, Arias recibió el Premio Nobel de la Paz. Así, paradigmáticamente intermedió en el conflicto en Honduras.
En 2010, ganó las elecciones Laura Chinchilla, la primera mujer que ocupa la presidencia en el país, aunque ya había ejercido la vicepresidencia durante el mandato del presidente saliente.
Cuba: ¿una transición?
Al analizar la cuestión de la construcción de un orden democrático en América Latina, el caso de Cuba es probablemente el más polémico, claro está por su cincuentenaria Revolución, pero también por la longeva presidencia de Fidel Castro. Fernando Mires (2008), por ejemplo, lo ha considerado un caso de “dictadura militar”.
Si se supera la visión que considera que la democracia capitalista es la única democracia existente o deseable y se asume que la articulación entre democracia y liberalismo, o entre democracia y capitalismo, si se prefiere, es contingente y es una de las articulaciones posibles, entonces puede plantearse el debate acerca de la democracia en Cuba. Seguramente una democracia de otro tipo, pero que suscita acaloradas discusiones acerca de su carácter socialista o incluso revolucionario, para utilizar una expresión más reciente, surgida del lenguaje político del presidente venezolano Chávez. Discusiones tales no son de fácil resolución, sobre todo porque no hay acuerdo acerca de qué es –o debe ser– una democracia socialista.
Como veremos más adelante, si bien ningún analista serio explicaría la historia de un país a partir de los contenidos de su Constitución, es útil establecer la relación que existe entre las preceptivas constitucionales y lo que el Estado, los gobiernos y la sociedad hacen respecto de lo que está mandado hacer. Para ello, como es evidente, es necesario adoptar una actitud, que sin ser fetichista respecto del mandato constitucional, tampoco sea indiferente a él.
Así, cabe notar que conforme las disposiciones constitucionales de 1976, como se ha adelantado en el capítulo anterior, se crearon las Asambleas del Poder Popular en los municipios, las provincias y el Gobierno central. En ellas residía la participación más directa del pueblo con sus gobernantes. Tras las modificaciones de 1992, el sistema quedó integrado por la Asamblea Nacional, que es el órgano supremo del Estado y el único que posee capacidad legislativa y constituyente (art. 70), y las Asambleas del Poder Popular, “constituidas en las demarcaciones político-administrativas en que se divide el territorio nacional” (art. 103). Estas Asambleas del Poder Popular son los órganos superiores locales del poder del Estado. Constitucionalmente, “están investidas de la más alta autoridad para el ejercicio de las funciones estatales en sus demarcaciones respectivas y para ello, dentro del marco de su competencia, y ajustándose a la ley, ejercen gobierno” (art. 103). Para el ejercicio de sus competencias, dichas Asambleas se apoyan en los Consejos Populares, que se conforman a partir de los delegados de circunscripción. Estos delegados tienen especial relevancia, pues son los representantes estatales más próximos a las bases, dado que son elegidos por la población local, reunida en asamblea, libremente y sin participación del Partido Comunista ni de otras organizaciones sociales (les está explícitamente vedado). De hecho, es una combinación de democracia directa con democracia representativa sin competencia partidaria, toda vez que se trata de un régimen de partido único muy próximo a la experiencia del conjunto de los países del “socialismo real”, si bien Cuba ha tenido, dentro de ese plano restrictivo, una mayor participación de las masas en las discusiones de base. Pero la cuestión es más compleja, no solo por las limitaciones que tienen los delegados municipales, sino, sobre todo, por el modo por el cual se articulan las instancias superiores de poder y de Gobierno. Aún así, a los fines de ilustrar históricamente la existencia de democracias que van más allá de la democracia representativa valga la mención.
El Poder Popular y los órganos creados para su ejercicio son una de las claves para entender el régimen político cubano. Se trata de una concepción y una práctica poco conocidas fuera de Cuba (los mecanismos de desinformación empleados por los multimedios transnacionales han sido eficaces al respecto). La cuestión exige ser analizada con más detenimiento, aquí solo señalamos que constituye una base importante para pensar la democracia como lo que etimológicamente es, o sea, gobierno del demos, del pueblo.
No cabe duda que la Revolución Cubana tuvo en la década de 1970 un giro importante. La Constitución de 1976 se proclamó sobre el final del período conocido como “Quinquenio Gris” (1971-1976), años duros que opacaron las expresiones brillantes alcanzadas por la cultura cubana en la literatura, el cine, las actividades de la Casa de las Américas –dirigida por Roberto Fernández Retamar, cuyo texto Caliban: apuntes sobre la cultura de nuestra América (1971) ha sido considerado un manifiesto del mejor momento de la cultura revolucionaria cubana–.
Joan del Alcàzar, Nuria Tabanera, Joseph M. Santacreu y Antoni Marimon (2003) establecen una periodización de la revolución que identifica entre 1971 y 1985 el momento de su institucionalización política (la Constitución de 1976 es expresión de esta instancia). Otros analistas coinciden en señalar la misma periodización, pero en referencia al desarrollo del proceso revolucionario en su dimensión estrictamente económica. En efecto, a lo largo de ese período, el modelo de reforma económica implementado por la Unión Soviética fue adoptado en Cuba, con resultados inicialmente prósperos que permitieron superar el colapso económico de 1970.
La coyuntura de cambio de mediados de la década de 1970 debe ser leída a la luz de los acontecimientos inmediatamente previos. Desde la óptica de Estados Unidos, las circunstancias políticas de América Latina eran por lo menos preocupantes. En Argentina, el peronismo volvía al poder con Héctor Cámpora, primero, y el propio Juan Domingo Perón, después. Y Venezuela y Colombia restablecían sus relaciones económicas con Cuba. En 1975, la OEA ponía fin a las sanciones colectivas contra Cuba impuestas desde inicios de la década anterior (incluso con el voto a favor de Estados Unidos). En este contexto, hubo también algunos incipientes intentos llevados adelante por el Departamento de Estado de Estados Unidos para revocar las restricciones que pesaban sobre las subsidiarias de empresas norteamericanas instaladas en México y Canadá para exportar a la isla. Pero el envío de tropas a Angola por parte del Gobierno de Castro frenó toda iniciativa de acercamiento. Poco más tarde, ya bajo la presidencia del demócrata Carter, hubo nuevos amagos de acercamiento, pero estos se frenaron cuando en 1977 el Gobierno de Castro envió tropas a Etiopía y cuando consolidó su estrategia de ampliación de su presencia en África (Moniz Bandeira, 2008a).
En el ámbito nacional, en 1972, Cuba pasó a integrar formalmente el Bloque Socialista, aunque sin adhesión explícita al Pacto de Varsovia. En este marco y para dar forma a la institucionalización de la revolución, Castro ajustó la organización política del Estado cubano a los preceptos soviéticos. Así, se creó la Asamblea Nacional Popular, el Consejo de Estado y el Consejo de Ministros. En 1975, se celebró el I Congreso del Partido Comunista de Cuba, que estableció un nuevo Buró Político, un nuevo Secretariado y un nuevo Comité Central, siguiendo el modelo leninista que lo erigía como “fuerza dirigente de la nación”.
Si muchos analistas coinciden en señalar que el proceso revolucionario se endureció a partir del ingreso de Cuba al Bloque Soviético, Moniz Bandeira resta peso explicativo al conflicto Este-Oeste, ubicándolo en el eje Norte-Sur, es decir, en las relaciones de Cuba con Estados Unidos. Así, señala que “los constantes ataques terroristas de organizaciones contrarrevolucionarias, tales como Alfa 66 y Omega 7, que nunca cesaron y siempre recibieron la ayuda de agentes de la CIA, aunque no siempre estuviesen autorizados por el Gobierno norteamericano, contribuyeron para la consolidación del Estado totalitario, del tipo estalinista, construido en la Unión Soviética” (Moniz Bandeira, 2008a: 495).
En cuanto a la economía, en la década de 1970, en el marco de su incorporación al Bloque Socialista, la integración de Cuba en el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME, también conocido como COMECON), había enfatizado la estructura monoproductora de la economía cubana. En 1982, el azúcar continuaba representando un altísimo porcentaje de sus exportaciones (83%). Los planes quinquenales de 1976-1980 y de 1981-1985 introdujeron el Sistema de Dirección y Planificación de la Economía (SDPE). Con esto la participación de la Unión Soviética en la economía cubana aumentó significativamente, y llegó al 72% en 1987, al mismo tiempo que los intercambios comerciales con el COMECON alcanzaron casi un 87% ese mismo año.
Si la política exterior del presidente Carter (1977-1981) hacia América Latina había resultado beneficiosa para Panamá (con la celebración del tratado que acordaba la cesión del Canal en el año 2000), hacia Cuba fue vacilante y ambivalente. En medio de una crisis interna (elevados precios del petróleo, altos niveles de inflación y altas tasas de desempleo), el candidato republicano Ronald Reagan se impuso sobre las pretensiones reeleccionistas de Carter. Reagan (1981-1989) recrudeció los postulados de la Guerra Fría, poniendo a la Revolución Cubana como causa de todos los males de Centroamérica. Así, su Gobierno intensificó la ayuda financiera y logística a las fuerzas de la contrainsurgencia en los países de la región con el propósito de “restaurar la democracia”.
Como el resto de América Latina, Cuba estuvo fuertemente afectada por la “crisis de la deuda”. Hubo reducción de créditos, aumento de las tasas de interés y caída de los precios del azúcar. A modo de paliativo, Castro intentó atraer capitales extranjeros, ofreciendo ventajas como la exención de impuestos sobre el uso de la tierra y de materiales importados, y ofreciendo beneficios para la repatriación de lucros y de propiedad, fundamentalmente en los sectores de turismo, industria liviana, medicina, construcción y agroindustria.
Cuando en 1986, Mikhail Gorvachev implementó las políticas de apertura (Perestroika y Glasnot) Cuba abandonó el rumbo tomado hasta entonces, de imitación casi mecánica de las políticas soviéticas, y abrió el llamado Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas. Los errores que se buscaba rectificar eran los “economicistas” de la etapa de los planes quinquenales del período 1976-1985. A diferencia de la República Popular China, Cuba siguió sin hacer concesiones al capitalismo.
En 1989, George H. W. Bush asumió la presidencia de Estados Unidos. El desmoronamiento del Bloque Soviético dejó a Estados Unidos sin su histórico justificativo para la lucha contra “el enemigo interno”. En este nuevo marco, la supuesta “amenaza cubana” era un magro argumento, pero argumento al fin, para sostener el histórico complejo industrial-militar de la potencia del Norte. Durante los gobiernos de Bill Clinton (1993-2001), la política de hostilidad hacia Cuba no se modificó. Mientras tanto, la política internacionalista solidaria de Cuba, mediante los programas civiles de ayuda, continuó vigente. “Cerca de 110.000 cubanos participaron de estos programas civiles de ayuda, en ultramar hasta fines de los años ochenta, y 3.000 profesionales de la salud aún se encontraban en el exterior en 1993” (Moniz Bandeira, 2008a: 496).
La caída de la Unión Soviética y la desaparición del COMECON en 1991 fueron factores que agravaron la situación económica de Cuba, pues esta dejó de contar con los insumos que provenían de las desaparecidas economías socialistas. Asimismo, dejó de contar con su principal comprador de azúcar, poniendo en evidencia la necesidad de diversificar la estructura de exportaciones. En estas circunstancias, Castro implementó el Período Especial en Tiempos de Paz (1993-1996), un plan de racionamiento que con el correr del tiempo llegó a afectar la capacidad del Estado de satisfacer las necesidades básicas de la población. Fundamentalmente, la escasez casi total de combustible paralizó la actividad económica, deterioró el sistema de transporte (obligando a muchos cubanos al recurso de la bicicleta) y afectó seriamente el suministro de electricidad a la población. Con la crisis aumentó el flujo de intercambios en el mercado negro, el trabajo informal y la prostitución.
El Período Especial en Tiempos de Paz puso en marcha un paquete de reformas, entre las cuales cabe mencionar la apertura al capital extranjero (en áreas prioritarias como turismo), incentivo a la biotecnología, níquel, entrega de tierras en usufructo a cooperativas y familias, ampliación de las autorizaciones para el trabajo por cuenta propia, autorización a los campesinos para la venta de excedentes en el mercado agropecuario, legalización de la circulación de divisas y remesas a parientes, descentralización y reducción administrativa del Estado. También se privatizó la telefonía (42% en manos de capitales mexicanos). Con todo, tres pilares de la Revolución Cubana: la educación, la salud y la estructura de defensa, siguieron bajo monopolio del Estado.
Muchos de estos cambios se dieron en el marco de la Constitución reformada en 1992. Las modificaciones ratificaron los principios de integración y de colaboración con otros países de América Latina y el Caribe, y establecieron las bases para la liberalización de la economía. Asimismo, se estableció el voto directo y secreto para la elección de diputados de la Asamblea Nacional y garantías a la libertad de culto.
En 1994, los ingresos provenientes del sector turismo superaron los generados por la exportación de azúcar. En el marco de los efectos producidos por la liberalización de la economía y el boom del turismo, la estructura social de la isla comenzó a replantearse. Cabe señalar como ejemplo paradigmático el aumento de las desigualdades sociales entre aquellos que tenían acceso al dólar y aquellos que solo conocían el dinero cubano.
El bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por Estados Unidos se intensificó con la Ley Torricelli en 1992 y con la Ley Helms Burton en 1996. Significativamente, esta hizo depender el manejo de las relaciones con Cuba directamente del Congreso (antes era exclusiva decisión del presidente). Así, ni Clinton ni ninguno de los presidentes venideros tendría libertad de maniobra para introducir cambios por sí mismos. En realidad, la cuestión de Cuba ya se había convertido en un asunto de política interna toda vez que por estímulo del Gobierno de Estados Unidos muchos cubanos habían emigrado y se habían instalado en el país, fundamentalmente en Florida, haciendo sentir, de modo cada vez más incisivo, su peso electoral.
Apenas George W. Bush (hijo) asumió la presidencia en 2001, el atentado terrorista del 11 de septiembre redefinió la política de Estados Unidos en el sentido de “guerra permanente”. Cuba pasó, así, a ser parte del eje del mal latinoamericano, tan peligroso como el fundamentalismo islámico.
En el redefinido contexto, Cuba logró sortear provisoriamente la crisis económica en virtud de dos factores: la concertación de acuerdos comerciales con China (fundamentalmente, en el área de explotación y exportación del níquel, que la isla posee en abundancia) y la alianza con Venezuela y el Gobierno de Chávez, interesado en proyectar políticamente a su país en escala continental. Venezuela se convirtió en el proveedor de petróleo y Cuba retribuyó con asistencia médica y educativa. En el primero de estos campos –que ha devenido un eficaz medio de ingreso de divisas para el país, además de contribuir a mejorar las retribuciones de los propios profesionales–, el objetivo es crear uno de los mejores sistemas de salud, con la participación de más de 20.000 médicos especializados y otros profesionales cubanos de la salud. Básicamente, se crearon los programas Barrio Adentro (que lleva los servicios de salud a las zonas urbanas y agrícolas más pobres de Venezuela), Centros Diagnósticos de Alta Tecnología (27 en los 24 estados para beneficiar a toda la población sin distinción de clases) y Centros de Diagnóstico Integral (son 600 policlínicos de amplios servicios, con sus respectivos laboratorios y equipos que apoyan a los consultorios de Barrio Adentro). Los cubanos también establecieron numerosos centros de rehabilitación encargados de atender a pacientes con cualquier tipo de incapacidad física o motora. Todos los centros médicos señalados cuentan con equipamiento médico complejo y avanzado construido por firmas europeas especializadas (entre ellas, la holandesa Phillips y la alemana Siemens).
En 2004, el Gobierno de Bush impuso más sanciones económicas a Cuba, limitando severamente las visitas de los emigrados cubanos a la isla (14 días cada tres años) y limitando las remesas familiares (100 dólares al mes).
En febrero de 2008, Fidel Castro renunció a su cargo de presidente del país por razones de salud, pero no al cargo de primer secretario del PCC, y anunció su deseo de continuar combatiendo “como un soldado de las ideas”. Tras la renuncia de Fidel, su hermano Raúl fue elegido presidente del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros y, a su pedido, la Asamblea Nacional le autorizó, unánimemente, a consultar a su hermano mayor en lo atinente a las grandes cuestiones estratégicas.
El nuevo mandatario asumió el cargo en una coyuntura interna nuevamente difícil, generada por una conjunción de factores, entre los cuales cuentan los graves destrozos provocados por tres ciclones consecutivos (que afectaron a más de 400.000 viviendas y 200.000 personas, y asolaron totalmente más de 55.000 hectáreas de cultivos), suba de precios de las materias primas agrícolas y reducción del crecimiento económico. A esos problemas se sumó la crisis financiera internacional, y unos y otra se soldaron con una cuestión más seria, interna y estructural, resultado de otra combinación: baja productividad, fuerte dependencia de las importaciones y, en el plano político-organizativo, híper centralización burocrática (Habel, 2009: 4).
Raúl Castro, a quien siempre se ha considerado un pragmático, dispuso varias medidas para contrarrestar las fuertes dificultades: descentralización de los circuitos agrícolas, otorgamiento de tierras ociosas en usufructo a pequeños campesinos, sustitución de importaciones agrícolas por productos basados en la producción privada, y una nueva política salarial que estableció la remuneración de los trabajadores según sus resultados y facultó a las empresas a establecer sistemas diferenciados de salarios.
En 2008, Raúl Castro reformuló cualitativamente el principio igualitarista, reemplazándolo por el de igualdad de oportunidades, aunque el principio igualitario y la homogeneidad social siguen “siendo valores enraizados en la sociedad cubana” (Habel, 2009: 4).
Estas y otras medidas se inscribieron dentro de la explícita demanda del presidente de realizar cambios estructurales, por lo que llamó a un gran debate nacional para la denominada “actualización del modelo económico cubano”. Después de más de una década de demora, en abril de 2011 se realizó el VI Congreso del PCC, en el marco del cual Raúl Castro propuso las ambiciosas reformas.
Ahora bien: ¿qué debatir? Según Janette Habel, las dos principales cuestiones de la agenda son la economía y la ausencia de participación popular. Son, obviamente, cuestiones muy serias. Pueden separarse a los efectos analíticos, pero en la vida cotidiana están estrechamente entrelazadas y de su definición dependerá el futuro del país.
En septiembre de 2010, The Atlantic –una prestigiosa y sesquicentenaria publicación estadounidense– publicó una entrevista a Fidel en la cual este expresó que el modelo cubano “ya no funciona”. Se trató de una valiente declaración del viejo líder. Más allá de las posteriores múltiples interpretaciones, incluso contradictorias hasta el límite de lo excluyente, lo cierto es que la aseveración potenció el debate.
¿En qué consiste el modelo cubano? En muchos aspectos es, básicamente, el clásico de los mal llamados “socialismos reales”. Se trata de una economía centralizada, con los medios de producción estatizados (no socializados) y fuertes restricciones a las libertades de expresión (con todo, pese al bloqueo y a la acción de los contrarrevolucionarios exiliados en Estados Unidos, menores que en otras experiencias “socialistas reales”).
A pesar del bloqueo informativo y de la desinformación de la mayoría de los medios de comunicación occidentales, se sabe que no todo es tan negativo como suele presentarse, sin que el juicio implique ignorar o menospreciar la gravedad de la situación. Así, por ejemplo, durante 2006, la economía creció 12,5% según datos oficiales y alrededor del 7%, según mediciones internacionales. Luego, a lo largo del primer semestre de 2010, se produjeron algunos fracasos –entre ellos, el del plan de azúcar y otras producciones agropecuarias, imputado a errores de dirección, la sequía, la coyuntura internacional desfavorable y la siempre presente agresión imperialista–, y no pocos éxitos: incremento de la productividad del trabajo por encima del salario medio, mantenimiento y mejora del equilibrio monetario interno, aumento del número de turistas extranjeros, cumplimiento de la producción petrolera (merced a una asociación con empresas transnacionales para extraerlo, Cuba se autoabastece hoy en no menos del 50% del petróleo que consume, un indicador que contrasta fuertemente con el de comienzos de la década de 1990, cuando importaba casi el 100%), modesto incremento de las exportaciones, reducción sustancial (a un tercio de los valores de 2009) de las retenciones de transferencias al exterior a suministradores, aplazamiento negociado del pago de obligaciones a acreedores externos, aumento de los depósitos extranjeros en los bancos cubanos, reordenamiento del transporte (cuyo déficit es uno de los problemas más serios, con incidencia en la disciplina laboral) y disminución del consumo eléctrico estatal (pero no del residencial, que creció por encima de las previsiones) (Manzanares Blanco, 2010).
No obstante los resultados favorables, no menos cierto es que se observan datos preocupantes: la industria ha decrecido y no produce ya bienes de capital, como sí lo hacía en el quinquenio 1975-1980; la agricultura muestra un elevado porcentaje de tierras cultivables sin trabajar (no menos del tercio del total); la pesca ha disminuido considerablemente, encareciendo el precio del pescado; no menos de la mitad de los alimentos son importados; se observa un notorio crecimiento del mercado negro de diversos productos, muchos de ellos esenciales, con el consiguiente y conexo fenómeno de la corrupción.
A partir de 2003 se liberalizó el funcionamiento de pequeños emprendimientos privados (cuentapropistas), como restaurantes (los llamados paladares, que son locales con unas pocas mesas) y un nutrido número de oficios.
Pedro Campos Santos, licenciado en Historia e investigador Jefe de Proyecto en el Centro de Estudios sobre Estados Unidos de la Universidad de La Habana, con desempeño también en funciones diplomáticas en México y ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, es un activo militante en pro de la superación del modelo existente mediante la profundización del socialismo. Para él, los problemas de Cuba son los mismos que vivieron los países del “socialismo real”, es decir: “Inestabilidad de la fuerza de trabajo, bajos rendimientos, baja calidad de los productos, paternalismo estatal, burocratismo, inducción al arribismo, falta de estímulo a la productividad, deterioro en masa de medios de producción y otros” (Campos Santos, 2008)
Un balance ecuánime del proceso revolucionario cubano, que pueda sortear el doble peligro del panegírico sin crítica alguna y de la diatriba incapaz de admitir los logros, no es fácil. No obstante, es posible señalar algunos cambios cualitativos positivos innegables: se ha eliminado el analfabetismo y creado un muy amplio sistema educativo; se ha extendido la cobertura médico-sanitaria pública, erradicándose enfermedades endémicas y ampliado el alcance de la medicina preventiva, al tiempo que la tasa de mortalidad infantil cayó más del 66%; se establecieron patrones nutricionales mínimos que han eliminado el hambre, lo que ha permitido incrementar la esperanza de vida de 63 años, en 1960; a 76, en 1992, y a 80 en años recientes. Para no pocos sanitaristas, Cuba sigue detentando el primer lugar mundial en materia de salud. La investigación científica ha alcanzado logros notables en los campos de la medicina, neurología, farmacología, biología y medicamentos. Según consigna la CEPAL, al iniciarse el nuevo siglo, Cuba todavía mantenía “un esquema que favorece la equidad y el bienestar social” (CEPAL, 2001: 68, n. 2).
No obstante, la tendencia desigualitaria ha continuado su acrecentamiento. Así, entre los resultados negativos se cuentan la no resolución de los problemas de vivienda (después de la fase inicial, que incluyó la expropiación de las casas de los ricos, otorgadas a grupos especiales como los estudiantes, la nueva construcción fue lenta y cara); el fracaso en alcanzar el desarrollo económico, especialmente en la industrialización, pero en buena medida también en la agricultura (la importación de alimentos ha sido alta); las dificultades (propias de todas las experiencias de los llamados “socialismos realmente existentes”) en el procesamiento de las diferencias, no solo políticas e ideológicas sino también las étnicas o las relativas a las orientaciones sexuales, siendo severamente discriminados los afroamericanos y los homosexuales.
Pese a una tradición socialista en favor de la libertad, las restricciones a su pleno ejercicio han sido notables (y recién comenzaron a ser abolidas en 2008). La censura, las prohibiciones y las persecuciones se cuentan entre los aspectos deficitarios, cuyos momentos más negativos se alcanzaron durante el llamado Quinquenio Gris (1971-1975), considerada la etapa más negra y stalinista de la cultura cubana, correspondiente al período de la gestión de Luis Pavón Tamayo como presidente del Consejo Nacional de Cultura.
En la actualidad, el sistema político cubano está frente al desafío de encontrar los caminos para hacer más flexible el sistema de monopartido, permitiendo la alternancia partidaria para reforzar el Poder Popular. Sobre todo en el área económica, Cuba tendrá que repensar su modelo, facilitando a la población el acceso a la producción y el consumo. Mientras tanto, Estados Unidos sigue demorando la “normalización” de Cuba. Si bien la asunción de Barak Obama en enero de 2009 estuvo rodeada de expectativas de mejorar el diálogo entre los dos países, los avances han sido poco satisfactorios.
Todavía hoy es oportuna la reflexión de Moniz Bandeira (2008a 520): “El establishment de Washington jamás perdonó el hecho de que Cuba fuera la única nación en el Hemisferio que había derrotado militarmente a Estados Unidos”.
Los desafíos de la afirmación de un nuevo orden en sociedades en procesos de reestructuración (119)
Al referirse a los procesos de transición de la dictadura a la democracia, Eugenio Tironi (1987: 17) ha señalado un punto interesante: la transición debe entenderse como “un momento político que requiere de una (momentánea) desarticulación entre lo político y lo social. Tal ruptura, sin embargo, solo aparece posible a condición de que también se rompa el imaginario político latinoamericano, que confunde democracia (noción que alude al campo político institucional) con democratización (noción que alude, en cambio, al campo socio-económico). [...] La cuestión de la rearticulación entre democracia y democratización, entre el campo político y el social, entre partidos y movimientos sociales quedaría entonces como un problema propio de la etapa de consolidación democrática”.
Aunque no hay una sola idea respecto de qué es democracia, qué es democratización y qué es consolidación, es fácilmente aceptable, en función de la evidencia histórica, que los procesos de transición en América Latina tuvieron un primer momento de deslinde entre lo político y lo social, esto es, una fuerte valoración positiva de la democracia política, primero para sostener el cambio frente a las fuerzas dictatoriales, y luego para ocultar inconfundibles señales de descomposición social que la implementación del modelo neoliberal traía consigo.
Ahora bien, ¿qué sucede con tal rearticulación bajo los regímenes democráticos? (y la cuestión aplica para los casos que han transitado de la dictadura a la democracia como para aquellos que han transformado sus democracias ya vigentes). Se trata de una cuestión compleja y sobre todo crucial, particularmente cuando gobiernos democráticos optaron por políticas de ajuste.
En las democracias posdictaduras es evidente que se produjo una concentración del poder en un espacio económico, político y social muy reducido y que esta concentración ha sido en la práctica negadora de una efectiva y real democratización.
Una de las respuestas a esta situación fue la autonomización de las acciones sociales, que tendieron (y tienden) a expresarse al margen de las instituciones estatales y de los partidos políticos. Sus manifestaciones más visibles son el incremento del sector informal urbano, la marginalidad, la violencia urbana y hasta la opción por formas participativas extra sistema (como en los casos de Sendero Luminoso y del narcotráfico). O bien, cuando se expresó a través del sistema político, vía elecciones, se optó por candidatos aparentemente ajenos a él (como Collor de Mello y Fujimori).
En conjunto, la situación es francamente perversa, pues tanto consolidar la democracia política como, particularmente, avanzar hacia la democratización requieren que se reafirme un sistema político incluyente, de una activa, general y extensible movilización y participación de la sociedad.
Hacia fines de la década de 1980, Fernando Calderón y Mario dos Santos (1990: 79-111) plantearon muy bien la cuestión cuando resumieron en veinte tesis los resultados de una investigación regional sobre un “nuevo orden estatal”. En la cuarta tesis –en la que se referían al inicio de un nuevo ciclo histórico caracterizado por los simultáneos procesos de democratización del régimen político, con tendencia a la inclusión, y modernización del Estado, con tendencia a la exclusión social– indicaban que la reestructuración de la economía destacaba aspectos decisivos de la crisis (industrialización trunca, vulnerabilidad del sector externo), especialmente relevantes al aplicarse políticas de ajuste y de modernización del Estado. Agudamente, Calderón y Dos Santos señalaron: “Esa modernización del Estado, en sus lineamientos predominantes (énfasis en el ajuste fiscal, desregulación, privatización, descentralización muchas veces con concentraciones de decisiones políticas, encarecimiento de servicios públicos, reducción del empleo estatal, desmonte de políticas sociales, racionalización de la gestión estatal) no revierte, sino profundiza, los resultados socialmente excluyentes propios de la crisis. De allí que, en principio, haya una fase en la cual ampliar la participación política que conlleva el proceso de democratización confronte una tendencia excluyente derivada de la modernización del Estado”.
Es imposible edificar un proceso de democratización exitoso –y en él tiene mucho que ver la aplicación de una gobernabilidad democrática progresiva– sin una modernización del Estado que pueda poner fin a una de las causas de ingobernabilidad económica. En palabras de Calderón y dos Santos (1990: 20-21): “Por lo tanto o se logra proporcionar eficacia a la acción estatal en un intercambio con las organizaciones sociales –restándole así a la modernización del Estado algunos elementos de exclusión social–, o existirá un bloqueo en la democratización. Por otra parte, si persisten los lineamientos de la modernización estatal expuestos, esta inevitablemente chocará con las expectativas y con la realidad de la democratización”.
Hay dos elementos más, señalados por los mismos autores, que conviene destacar. Por un lado, quienes impulsaban el ajuste, pretendían “conjugar ajuste estructural y estabilidad democrática [...], política [...] inconsistente, pues el ajuste tiende a crear inestabilidad política, a menos que en su aplicación estén presentes logros de expansión productiva y distributiva, es decir, que el ajuste se subordine a una política de defensa de la democracia” (tesis 8). Por otro lado, “[e]n la reestructuración de la economía mundial y los procesos de ajuste de las economías periféricas se transfiere al mercado un papel protagónico en la organización de las relaciones sociales, en desmedro del Estado y de los regímenes políticos. Este hecho tiene el agravante de que en nuestros países el mercado, por su insuficiente dinamismo, no puede ser un eficaz integrador social” (tesis 10) (Calderón y dos Santos, 1990: 28 y 32).
Más aún: la exclusión de sectores mayoritarios de la sociedad conspira contra el propio desarrollo capitalista. Los liberales conservadores del ajuste estructural parecen haber sido indiferentes al hecho de que no basta con que el capitalismo revolucione permanentemente las fuerzas productivas. Como está claro desde Marx y la ratificación de Lord Keynes, este sistema requiere, para desarrollarse en el mediano plazo, que la mayoría de la población sea partícipe del crecimiento –aspecto sobre el cual llamó la atención Ludolfo Paramio (1993: 71)–.
Históricamente, para el pensamiento conservador (o de derecha) la desigualdad y la pobreza han sido “naturales”. Pero pobres/pobreza es un binomio construido históricamente. Los pobres de ayer eran parte de la sociedad, estaban integrados a ella y en cierto sentido le eran funcionales. Eran marginales, sí, pero su estar en los márgenes de la sociedad era un estar dentro de ella. Los pobres de hoy, en cambio, están excluidos de la sociedad. Así, la pobreza es tanto desigualdad económica, como, y quizá sobre todo, desigualdad social y cultural.
En las últimas cuatro décadas, los pobres y la desigualdad económica, social y cultural no han dejado de aumentar en el mundo entero, incluso, y de modo muy marcado, en países desarrollados como Estados Unidos y Gran Bretaña, donde se ha retrocedido a niveles de la dura década de 1930. En América Latina, según datos de la CEPAL (1997), en 1970 los pobres eran el 40% de sus habitantes, mientras que en 1990 la cifra había ascendido a 46%. Dentro de la región se destacaban notablemente Brasil, Colombia y México. En Brasil, por ejemplo, en 1979, el cuartil más pobre de la población percibió solo el 5,6% de los ingresos; en 1988, el porcentaje había caído a 4,5%. En contraposición, el 10% más rico de los brasileños incrementó su apropiación de la riqueza, pasando del 39,1% al 41,7% entre esos mismos años.
La situación mejoró a partir de 2002. Si este año el porcentaje de personas pobres e indigentes era de alrededor de 43 y 19%, respectivamente, según los datos de la CEPAL de 2009, esos porcentajes se redujeron a 31% y 12% en cada caso (180.400.000 de latinoamericanos pobres y 70.700.000 de indigentes). Si bien la pobreza es sensiblemente mayor en las áreas rurales que en las urbanas, la concentración demográfica en las ciudades implica que allí se concentra el 66% de las personas pobres, convirtiendo la pobreza y la indigencia en un fenómeno predominantemente urbano.
También habrían mejorado los índices de desigualdad en materia de distribución de ingresos. Según datos de la CEPAL (2009), Brasil y Colombia son los dos países en los cuales el 10% más rico de la población se apropia de más del 40% de los ingresos totales de sus respectivos países: 43,4% y 41,1%, respectivamente (situación que no ha cambiado mucho respecto de lo señalado en el ejemplo de arriba). En el resto de los países –excepto Perú, Uruguay y Venezuela–, ese decil se lleva entre el 30 y el 39% del total de los ingresos (en esos tres países las cifras son 29,4%, 27% y 24,8%, respectivamente) (120). En contraste, el 40% más pobre solo accede a un total de ingresos –en el total de los países, salvo Argentina, Uruguay y Venezuela– que oscila entre 10,1% (Honduras) y 16% (México).
A la CEPAL (2009, capítulo 1) no se le escapa que “los resultados favorables del último sexenio no alteran el hecho de que la desigualdad en América Latina continúa siendo una de las más altas del mundo. Ello no solo queda en evidencia al comparar los índices habituales de concentración del ingreso entre regiones, sino también en el ámbito de las percepciones de la población, que en su gran mayoría considera que la distribución del ingreso es injusta”.
Por otra parte, una importante fuente, el Informe Anual sobre la Riqueza en el Mundo, preparado anualmente por Capgemini y Merrill Lynch Global Wealth Management, ratificaba la creciente desigualdad económica en la región, constatando que “los ricos latinoamericanos han demostrado tener una gran habilidad para acumular dinero”, a despecho de las crisis. Según el Informe de 2002, en 2001 existían en América Latina 280.000 personas con activos superiores al millón de dólares. Son denominadas High Net Worth Individuals (HNWI), y se encontraban principalmente en México y Brasil (90.000 en cada uno de estos países). Ellas concentraban 3.500 billones de dólares, 8% más que en 2000 y 275% más que en 1986. El crecimiento de la riqueza de los ricos latinoamericanos durante el año 2001, según los analistas de esas firmas, fue más del doble superior a la media mundial (3%) e incluso mayor a la de los millonarios asiáticos (7,1%). Por cierto, superaron largamente a sus pares norteamericanos y europeos, con incrementos de 1,7 y 0%, respectivamente (121). Los indicadores difundidos por el BID son coincidentes, destacando que 150.000.000 de habitantes de la región “vivían” con menos de dos dólares diarios.
El Informe Anual sobre la Riqueza en el Mundo de 2008 ratificaba que los latinoamericanos más ricos eran cada vez más ricos, llegando a acumular 623 trillones de dólares en valores financieros, excluyendo sus viviendas y colecciones de arte. En los tres años precedentes, esas personas aumentaron sus fortunas en 20,4%, superando a sus pares del resto del mundo: los de los países petroleros de Medio Oriente la incrementaron 17,5%; los de Asia, 12,5%; los europeos, 5,3%, y los americanos del norte (Estados Unidos y Canadá) en solo 4,4%. Se adjudicó ese formidable crecimiento de los grandes burgueses latinoamericanos en buena medida, por la suba de los precios de las materias primas. Los mayores incrementos se dieron en Brasil, Venezuela y Chile. Las cifras son todavía más elocuentes si se considera a los llamados “ultra ricos” –aquellos que poseen fortunas superiores a los 30 millones de dólares, siempre excluyendo viviendas y colecciones de arte–, América Latina lideraba el pelotón a escala mundial: 2,5% de los ricos latinoamericanos eran “ultra ricos”, por encima de África (2%) y Medio Oriente (1,1%). El Informe de 2011 estableció que América Latina todavía tiene el más alto porcentaje de ultra ricos en relación con la población HNWI, siendo 2,4% para la región, y 0,9% el porcentaje global. Poco antes, la CEPAL había informado que la clase media latinoamericana era proporcionalmente menor que el promedio mundial: 57 y 62%, respectivamente. En opinión de Andrés Solimano, economista de esa institución de las Naciones Unidas, era “claramente preocupante” la posibilidad de que, en muchos países, pudiera “crearse una pequeña clase con un poder político desproporcionado, lo que atenta contra la filosofía de un sistema democrático en que cada persona cuenta igual” (122).
En síntesis, América Latina es hoy la región más desigual del mundo. En 2011, el ingreso medio por persona de los hogares ubicados en el décimo decil supera 17 veces al 40% de los hogares más pobres (variable entre 9 veces en Venezuela y Uruguay y 25 veces en Colombia –para este caso, los datos son de 2005–).
La desigualdad no puede reducirse solo a la dimensión económica. Como ya se ha dicho, no pueden soslayarse las dimensiones social y cultural, a menudo más difíciles de reducir que la económica. Así, la pobreza se agrava en los casos de indígenas y afroamericanos, que son el 40% del total de la población latinoamericana. En países de alta proporción de unos u otros, como Bolivia, Brasil, Guatemala y México, ellos son el 60% de los pobres.
No es necesaria demasiada perspicacia para advertir que esta cuestión nos lleva a la de la relación entre democracia y exclusión o, para retomar la expresión clásica, entre democracia y capitalismo.
Los latinoamericanos, en una proporción significativa y creciente, pero todavía por debajo del 50%, creen hoy en la conveniencia de la democracia, si bien se trata, conforme los estudios de la Corporación Latinobarómetro, de una democracia mínima, procedimental. Pero también tienen una clara conciencia de los límites de esa democracia en cuanto a la justicia de la distribución de la riqueza. El Informe Latinobarómetro de 2009 señala que las respuestas a la pregunta sobre esta dicen que solo el 21% (igual proporción que en 2008) cree que es justa. “Al menos indica que la crisis no produjo efecto negativo en ese sentido. En la crisis asiática se produjo una baja de este indicador de 19% en 1997 a 11% en 2001, mostrando el impacto negativo en la distribución de la riqueza que se percibió en esa crisis anterior”. Si bien este indicador ha alcanzado el mayor nivel de percepción de justicia en la distribución del ingreso desde 1995, lo cierto es que el Informe Latinobarómetro de 2011 arroja una cifra casi idéntica a la de 2009 (20%). El estudio formuló otra pregunta conexa: “¿Garantiza la democracia la justa distribución de la riqueza?”. En este caso, “solo un 27% cree que la democracia garantiza la justa distribución de la riqueza”, un incremento de tres puntos respecto de 2007. En 2011, esa cifra subió a 31%.
Otra nota distintiva de las políticas de ajuste ha sido la erosión de la ciudadanía y el sentimiento de pertenencia a una comunidad. La ciudadanía es, según la repetida expresión de Hannah Arendt, el derecho a tener derechos. En ese sentido, todo recorte de derechos es una mutilación de la ciudadanía y la negación de los derechos humanos. En el límite, la abolición de los derechos de ciudadanía –o de los derechos fundamentales, como prefiere decir Luigi Ferrajoli– implica la desaparición de todos los derechos.
Un principio elemental de la ciudadanía es el de la igualdad o, al menos, la orientación en pro de la disminución de las desigualdades. En ese sentido, la larga lucha por la construcción de la ciudadanía no es más que la persecución de un ideal típico de la modernidad, el de la igualdad. De modo que el cercenamiento de la ciudadanía social –esa conquista que permitió, en los propios marcos del sistema capitalista, atenuar (no abolir) las diferencias económicas y sociales entre hombres, mujeres, niños y ancianos ubicados en distintos niveles de la pirámide social– no solo es un ataque a la igualdad, sino una consagración de la convicción del conservadurismo y de la derecha (de hoy y de ayer) sobre la “natural” desigualdad.
El peligro de hacer efectiva la tentación de la derecha de pasar de la eliminación de la ciudadanía social a la pérdida progresiva de la ciudadanía política de los excluidos no ha escapado a las voces críticas. De allí que Christopher Lasch, en La rebelión de las élites y la traición a la democracia (1996), tenga razón al afirmar que la principal amenaza parece proceder mucho más de quienes se encuentran en la cúspide de la jerarquía social, que de las masas. No se trata de voces agoreras: hay manifestaciones suficientes de que la concepción del ciudadano político se ha licuado en la figura del mero sufragante. Más gravemente, en los países donde el sufragio es optativo, ha aparecido, ya no el mero sufragante, sino el abstencionista.
Tal como se ha señalado, en las democracias actuales es crucial la rearticulación de lo político y lo social. Como sostiene Tironi, se trata de un problema propio de la etapa de “consolidación democrática”.
Esta etapa se ha caracterizado por la multiplicación de las demandas económicas y sociales (empleo, educación, salud), y ha habido un resurgimiento de la movilización social, ahora atravesada por cuestiones relativas a la condición de clase, étnica y/o de género, sin desmedro de las de carácter ético. Más aún, la rearticulación entre la dimensión política y la dimensión social se ha expresado, recientemente, como una rearticulación entre partidos y movimientos sociales.
Las experiencias de los denominados “nuevos” movimientos sociales ofrecen un singular cuadro de las formas de acción política que los sectores sociales postergados han desarrollado para la expresión de sus demandas en el contexto de la fragmentación provocada por las políticas de ajuste macroestructural. Estas formas de acción política han sido expresión del conflicto social “doblemente reivindicativo y democrático” del que habla Sánchez Parga (y que citamos al comienzo de este capítulo). Sus demandas, efectivamente, han forzado una mayor democratización de la sociedad y cambios sustantivos en las instituciones democráticas, fundamentalmente en la concepción de la ciudadanía –aunque, claro está, este fenómeno ha ocurrido más enfáticamente solo en algunos países–.
Otra deriva conceptual: los movimientos sociales
En un libro de sociología histórica clásico sobre las acciones colectivas de protesta y violencia, Charles, Louise y Richard Tilly (1997: 22-24), han señalado que para hacer adecuadamente el trabajo de investigación sobre esas cuestiones es preciso “evitar algunas trampas tentadoras”. De las cuatro que ellos señalan, retenemos tres: 1) “prejuzgar la dirección del movimiento a largo plazo del conflicto político y concentrarnos en la investigación de las formas nuevas y presumiblemente más avanzadas”. Sortear esta trampa implica, por un lado, abandonar una perspectiva teleológica fatal y, por el otro, no caer en la tentación de considerar a los nuevos movimientos y/o los nuevos conflictos y acciones necesariamente como vanguardia o superación de los precedentes; 2) “ignorar los lugares, períodos y poblaciones en los que no ha sucedido nada” (muy certeramente dicho: “una explicación de la protesta, la sublevación o la violencia colectiva que no pueda explicar su ausencia no es en absoluto una explicación”); 3) “abandonar la tarea de examinar las relaciones entre la protesta o la violencia colectiva y los cambios estructurales a gran escala, para pasar a explicar la protesta o la violencia colectiva en general”. Esperamos estar brindando elementos de juicio suficientes para elaborar una reflexión en el sentido de la segunda proposición, que sin restarle importancia, aquí no consideramos de modo sistemático.
También Alain Touraine (1973: 368-369) sostiene la necesidad de no considerar un movimiento social como una unidad autónoma de análisis. Desde su perspectiva, debe estudiárselo como elemento de un campo de acción histórica, con sus interacciones y conflictos.
Así, señalemos que el concepto movimiento social en sus primeras elaboraciones data de mediados del siglo XIX, cuando, en una denominación en singular, se refería al movimiento obrero. Pero en la América Latina de la década de 1980, el concepto se difundió con el calificativo “nuevo”. A partir de allí es posible distinguir dos momentos. El primero corresponde al final de las dictaduras y la transición a la democracia. En general, se trató de movimientos cuya composición social era plural en términos de clase, siendo el elemento distintivo de cada uno alguna reivindicación específica demandada por pertenencia etaria (movimientos de jóvenes) y/o de género (movimientos de mujeres, de homosexuales), o bien en defensa del medio ambiente (movimientos ecologistas, antinucleares) y/o de los derechos humanos, o por demandas referidas al locus de vida (como en los casos de los movimientos urbanos en pro de vivienda –tal el de los favelados en Brasil– o de participación popular autónoma).
Una excepción fue la del Movimento dos Sem Terra (MST), de hechura “clásica”, tanto por su composición de clase (campesinos) como por las reivindicaciones (el acceso a la propiedad de la tierra, la reforma agraria).
En este caso, por medio de las invasiones de tierras, los campesinos impusieron a la dictadura “una alteración en su estrategia agraria. La amplitud de la ocupación de tierras constituyó y constituye aún en este momento [1981, pero válido todavía en 2012] un desafío claro a la tentativa gubernamental de subyugar al campesinado y sus reivindicaciones a las directrices económicas de la burguesía” (Martins, 1981: 99). Fue así, en el contexto de las luchas contra la dictadura (resistencia y enfrentamiento), que los campesinos brasileños gestaron una nueva organización: el Movimento dos Trabalhadores Rurais Sem-Terra (MST), constituido entre 1978 y 1985 y como parte de las innovaciones organizativas de la sociedad civil brasileña: el novo sindicalismo y su expresión orgánica, la Central Única dos Trabalhadores (CUT); las Comunidades Eclesiais de Base (CEBs); el Partido dos Trabalhadores (PT); los nuevos movimientos sociales. El MST surgió, entonces, en la coyuntura de transición de la dictadura a la democracia y fue parte de las luchas por esta, luchas que, como dice Bernardo Fernandes, desafiaban las formas institucionales. Sintetizando las interpretaciones de varios autores, Fernandes concluye señalando que los desafíos que enfrentaban las luchas populares se encontraban en los avances de los partidos (legales y clandestinos), en las rupturas con las tradiciones y prácticas conocidas y con los esquemas populistas. Así, entre rupturas, desafíos y creaciones, “los trabajadores rurales iniciaron un nuevo proceso de conquistas en la lucha por la tierra” (Fernandes, 1996: 66).
El MST, además, ha desarrollado una resistencia muy fuerte al neoliberalismo y sus efectos. Mónica Bruckmann y Theotonio Dos Santos (2005) señalan que el MST es una organización que “presiona por una reforma agraria más ágil pero no cuestiona la legislación de tierras del país que dispone la compra de las tierras no cultivadas a precio de mercado para distribuir entre los campesinos sin tierra. La fuerza del MST no deriva tanto de la radicalidad de su demanda por la tierra sino de sus métodos de ocupación de la misma para forzar la reforma agraria y de sus métodos de gestión comunitaria de las tierras asentadas por ellos, así como su concepción socialista de una economía donde los campesinos pueden alcanzar su pleno desarrollo. Su preocupación por la tecnología agrícola de punta, por las cuestiones ambientales y por la educación de sus cuadros y de sus hijos los colocan a la vanguardia de la sociedad brasileña. Sus principales banderas de lucha se resumen en: tierra, agua y semillas, en la pugna por la soberanía alimentaria en Brasil. Ellos se preparan así para enfrentar las transnacionales agroindustriales en una perspectiva de largo plazo que choca con la de los conservadores brasileños. Es necesario resaltar sin embargo un fenómeno nuevo que hace posible esta concepción de largo plazo del Movimiento de los Sin Tierra: ellos cuentan con el fuerte apoyo de la pastoral de la tierra en Brasil”.
El segundo momento es el de movimientos sociales que combinan una doble pertenencia, clasista (campesinos) y étnica (pueblos originarios), y están asociados a la resistencia frente a la brutal expansión de las políticas neoliberales y sus efectos aún presentes. Ya a mediados de la década de 1980, un trabajo compilado por Fernando Calderón (1986) ofrecía un nutrido análisis de los movimientos sociales en América Latina (tomando los más relevantes desarrollados en diez países de la región) y señalaba la renovación de los movimientos sociales seculares y tradicionales (como el movimientos obrero, el campesino o los movimientos nacionalistas), a partir del surgimiento, en esa coyuntura, de movimientos urbanos, de mujeres, étnicos, de jóvenes, de violencia revolucionaria, entre otros.
En esta segunda fase, un punto de inflexión fue el alzamiento indígena-campesino de Ecuador, extendiéndose espacialmente, en particular, por Bolivia y México, siendo poco significativo en Perú e incluso en Guatemala, donde supo tener más fuerza en la década de 1970. Aquí, la excepción es, en cuanto a composición social, la de algunos movimientos sociales argentinos –básicamente urbanos: los piqueteros, los recuperadores de fábricas, en su momento las asambleas vecinales–, compartiendo con los otros el contenido de resistencia a las políticas del Consenso de Washington y sus efectos, al tiempo que hay otros –de campesinos y de pueblos originarios– que se aproximan más a los característicos del resto de América Latina. El caso de Argentina ha cobrado relevancia a partir de la primera gran crisis, en 2001.
Dicho rápidamente, si en las décadas de 1960 y 1970 los movimientos sociales estaban vinculados a formas de resistencia a la dominación política dictatorial, en el marco de procesos de transición a la democracia, a partir de los años ochenta y, más enfáticamente, a partir de la década de 1990, los movimientos sociales surgieron como movimientos de resistencia a cambios regresivos en la estructura social, generados por la aplicación de las políticas neoliberales. Esto coincidió en el nivel mundial con el reflujo de la lucha de clases y del hipotético final de la fase B del cuarto ciclo Kondratiev (123).
Un balance de aquel primer momento de los movimientos sociales señala que la justicia, la verdad y el esclarecimiento aún constituyen un desafío mucho más que una realidad en nuestros países. A los que han tenido un pasado dictatorial se han sumado aquellos que, pese a tener continuidad del régimen democrático, practicaron atroces violaciones a los derechos humanos (significativamente, Colombia). Patricia Funes (2006b: 227), en relación con los registros del Archivo de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPBA), ha señalado que la reciente apertura y desclasificación de archivos en varios países de América Latina constituyen “lugares de la memoria, reservorio de derechos, fuentes de reparación. Su apertura es un acto de libertad que nos enfrenta a desafíos y responsabilidades”.
En un estudio comparativo anterior, Funes analizó las diversas Comisiones e Informes sobre violaciones a los derechos humanos en América Latina. Más allá de los resultados alcanzados en estas comisiones, Funes señala un aspecto del fenómeno que interesa destacar para pensar la época actual: “(r)esta, además, un largo camino para que la defensa de los Derechos Humanos y las demandas de verdad y justicia se desplacen efectivamente de las víctimas y familiares a los ‘ciudadanos’, que la solidaridad no se exprese en términos de vínculos primarios (como ‘madres’, ‘abuelas’, ‘hijos’) sino en términos de vínculos humanos y ciudadanos” (Funes, 2001: 61).
Este desplazamiento que subraya Funes para el caso de los movimientos de derechos humanos de los años de la transición, pone de relieve un aspecto que es crucial para entender los “nuevos” movimientos sociales en general: su dimensión de ciudadanía. Ahora bien, es necesario revisar esta categoría. En general, se ha definido la ciudadanía en tres esferas (según el clásico concepto del sociólogo británico Thomas H. Marshall): civil, política y social. En la actualidad, la clasificación de Marshall es enteramente insuficiente, pues no da cuenta de: a) nuevos derechos que no caben en los anteriores (culturales, medioambientales); b) de otros que son atributos solo de una categoría social (género, edad, etc.), es decir, que pertenecen a los llamados derechos identitarios que reformulan toda la teoría de la ciudadanía y también de la democracia, y c) de aquellos derechos cuyos titulares son colectividades y no individuos (derechos de los pueblos) –tal la intervención de Manuel Garretón a las “contribuciones al debate” del informe La Democracia en América Latina (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], 2004)–.
Si la inclusión de nuevas categorías sociales (mujeres, pueblos originarios, etc.) a la ciudadanía es un problema que atañe a los procesos recientes de transformación del orden social, no debe perderse de vista que a pesar de la novedad que, valga la redundancia, los “nuevos” movimientos traen en relación con sus demandas, debe insistirse en su interpretación en términos de conflictos sociales cuya naturaleza es estructural (esto es, de larga duración) y social.
Antes de revisar algunos casos de esos “nuevos” movimientos sociales, diremos algo más en relación con la articulación entre ciudadanía y género.
En los últimos años, aunque las mujeres han ganado protagonismo en la lucha por sus derechos específicos como parte de un proceso gradual de articulación y cooperación con otros movimientos sociales, cuyos reclamos pivotean más agudamente en la cuestión de la etnia o la clase, los movimientos de mujeres y feministas se han mantenido activos y prolíficos (con altibajos desde la aparición y auge del feminismo de “segunda ola” en los años sesenta y setenta).
En buena medida, las modificaciones recientes en la legislación relativa a los derechos de las mujeres, fueran políticos, civiles o sociales, tuvieron como marco de referencia la vigencia del patrón de acumulación neoliberal y el nuevo estatus de la dominación imperialista de Estados Unidos, el cual, una vez superada la fase de conflicto bipolar, se ha fundado sobre la aspiración generalizada de realización inminente de la Democracia y los Derechos Humanos. Este proceso mundial proveyó de un marco político y normativo de “legitimidad” para la incorporación de la cuestión de género en las agendas públicas nacionales actuales. En este escenario, algunos de los Gobiernos de la región han legislado sobre cuestiones que los movimientos de mujeres y feministas han reclamado desde hace largos años.
En el nivel internacional, cabe recordar que tras la celebración de la Primera Conferencia Mundial sobre la Mujer, organizada por la ONU con sede en México, se declaró el año 1975 como Año Internacional de la Mujer, y a partir de allí el Decenio de las Naciones Unidas para la Mujer (1975-1985). En 1979, la Asamblea General de la ONU aprobó la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer. En 1980, se organizó la Segunda Conferencia Mundial sobre la Mujer en Copenhague. El objetivo primordial fue evaluar el desarrollo del Decenio para la Mujer y aprobar un Programa de Acción para la segunda mitad del Decenio, esta vez con énfasis en temas relativos al empleo, la salud y la educación. En 1985, se realizó la Tercera Conferencia Mundial sobre la Mujer en Nairobi y, en 1995, la Cuarta en Beijing. En estas instancias, se acordó promover los derechos humanos de las mujeres de cara al nuevo milenio. Al respecto, en 1993, la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, reunida en Viena, reconoció por primera vez la violencia contra la mujer y la discriminación por género como violaciones a los derechos humanos. En el nivel regional, en junio de 1994, por iniciativa de la CIM, se aprobó la Convención Interamericana para Prevenir, Erradicar y Sancionar la Violencia contra la Mujer, que se conoce como Convención de Belem do Pará.
Las repercusiones de todas estas iniciativas en los escenarios nacionales de los países de América Latina han sido variables. Hacia fines de la década de 1990, la mayoría de los países habían ratificado los acuerdos mencionados arriba. En muchos países, a su vez, hubo medidas concretas que expresaban la adhesión a estos. En los países del Cono Sur, por ejemplo, la repercusión fue inmediata después de asumido el primer Gobierno posdictadura. En Argentina se creó la Secretaría de la Mujer (1987), dependiente del Ministerio de Salud y Acción Social; el Consejo Nacional de la Mujer (1992); el Gabinete de Consejeras Presidenciales (1993); el Directorio y el Consejo Federal de la Mujer (1995) en reemplazo del Gabinete, y en el año 2000 se reglamentó la Ley de Cupos de 1991. En Brasil se crearon Consejos de la Condición Femenina en el nivel estadual y en 1985 el Consejo Nacional de los Derechos de la Mujer. En 1986, 26 mujeres y 533 hombres participaron de la Asamblea Constituyente para la elaboración de la Carta finalmente promulgada en 1988. Un grupo de mujeres, con la consigna “La Constituyente, para valer, tiene que incluir los Derechos de la Mujer”, se reunió en Brasilia y elaboró la “Carta de las Mujeres a los Constituyentes” con todas sus reivindicaciones –en su mayoría atendidas en el nuevo texto constitucional–.
En general, la ratificación de los acuerdos internacionales y la creación de organismos del Estado especializados permitieron la traducción de varios de los reclamos de los movimientos de mujeres y feministas en políticas públicas. Sin embargo, según señala el Informe “El salto de la autonomía de los márgenes al centro” (2011), elaborado por el Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe, existen “rutas y caminos trabados” en dimensiones como la “autonomía física” (feminicidio y violencia de género, maternidad adolescente, salud reproductiva), “autonomía económica” (administración de ingresos propios, inserción laboral equitativa); “autonomía en la toma de decisiones” (paridad política de género y acceso al poder judicial). “La redistribución del trabajo total (productivo y reproductivo, remunerado y no remunerado) es un horizonte aún lejano. Los derechos laborales de las mujeres como el fuero maternal y la lactancia materna han sufrido un deterioro en las décadas pasadas y no han formado parte de la experiencia de la mayoría de las mujeres trabajadoras que se ubican en el trabajo doméstico remunerado, el sector informal y las labores agrícolas”.
Como hemos visto, la igualdad de género es un reclamo que ha sido levantado por movimientos de mujeres y feministas en diversas oportunidades y recurrentemente. En la actualidad, los últimos procesos electorales muestran avances significativos respecto de la participación política de las mujeres. No solo aumentó el número de las electas en los congresos nacionales, en buena medida por la institución de la cuota de género en varios países, sino que también aumentó el número de las electas para ocupar el Poder Ejecutivo. Si en la Conferencia de México por el Año Internacional de la Mujer (1975), Argentina fue el único país latinoamericano que tenía una mujer al frente del Estado (junto a India, con Indira Gandhi, los únicos dos países que ostentaban esa condición), a partir de los años ochenta la situación fue otra.
Aunque la condición de mujer no significa mecánica y automáticamente predisposición a la igualdad de género (el caso de Argentina en 1974-1976 es evidencia elocuente de esto), lo cierto es que el acceso de las mujeres a cargos ejecutivos en las últimas décadas no puede ser deslindado de las sucesivas fases de ampliación de la ciudadanía por las que las sociedades latinoamericanas han transitado. Después de las truncadas presidencias de Isabel Perón en Argentina (1974-1976) y Lidia Gueiler Tejada (presidenta interina) en Bolivia (1979-1980) –ambas depuestas por los golpes de Estado que iniciaron las más sangrientas dictaduras en sus respectivos países– ocuparon la presidencia (por orden cronológico): Violeta Chamorro en Nicaragua (1990-1997), Rosalía Arteaga en Ecuador (1997), Mireya Moscoso en Panamá (1999-2004), Michelle Bachelet en Chile (2006-2010), Cristina Fernández en Argentina (2007-2011 y reelecta para un nuevo período), Laura Chinchilla en Costa Rica (desde 2010, en funciones) y Dilma Roussef en Brasil (desde 2011, en funciones).
Desde una perspectiva de género, los derechos políticos de las mujeres tuvieron una modificación importante en los años recientes. A partir de 1991, momento de aprobación de la Ley de Cupos en Argentina, se inició en América Latina un proceso de reforma de las leyes electorales y de partidos en el sentido de incorporar la cuota de candidaturas femeninas. Los avances han sido desparejos y no siempre con resultados efectivos en el sentido de consolidar la ciudadanía femenina tanto en su dimensión de sufragio como de representación. A modo de ilustración, cabe mencionar que leyes de cuotas se aprobaron en 1996 en Costa Rica y Paraguay; en 1997 en Panamá, República Dominicana, Perú, Bolivia, Ecuador y Brasil; en 2000 en Honduras, y en 2002 en México. Dos casos destacables son Venezuela y Colombia, donde en 1997 y 1999, respectivamente, hubo leyes que establecieron una cuota del 30% para mujeres en ambas Cámaras del Congreso, aunque fueron al poco tiempo derogadas (en 2000 en Venezuela y en 2001 en Colombia) por considerárselas inconstitucionales. En 2002, Colombia dictó una nueva ley al respecto. A la nómina se incorporó Uruguay en 2008 y, nuevamente, Venezuela, que está avanzando en la aprobación de la Ley Orgánica de Equidad e Igualdad de Género.
Aunque la aplicación del cupo femenino ha sido variable y ha tenido limitaciones en función de los distintos sistemas electorales en los que se ha enmarcado, según la evaluación de Jutta Marx, Jutta Borner y Mariana Caminotti (2007), es cierto que ha sido un mecanismo de incremento de la participación de las mujeres en los cargos de representación así como de integración de las mujeres en la vida pública en general.
Este avance en el plano de los derechos políticos contrasta con el brutal retroceso de los derechos civiles y sociales. Aunque el punto aplica tanto para varones como para mujeres, pues como ya se ha dicho, la fragmentación y la exclusión exacerbadas por el neoliberalismo estuvieron acompañadas por la derogación de muchas de las leyes relativas a esas esferas de derechos, lo cierto es que la estructura patriarcal dominante coloca a las mujeres en peor posición.
Así, por ejemplo, la creciente participación de las mujeres en el mercado laboral tiene un costado que, aunque controvertible en términos de metodología para su cálculo, se ha instalado en los debates públicos: la feminización de la pobreza. No solo la brecha salarial persiste y las mujeres siguen percibiendo salarios inferiores a los de los varones, sino que además aquellos que viven con menos de uno o dos dólares diarios son mayoritariamente mujeres. Se trata de un fenómeno multidimensional que abarca cuestiones como la falta de oportunidades y la falta de autonomía. En este sentido, en Panorama Social de 2000/2001, la CEPAL (2001) consigna que uno de los cambios notables de los años noventa fue el aumento de los hogares con jefatura femenina, pero este cambio no significó mayores niveles de autonomía individual, por el contrario, se ha probado estadísticamente que sin esas jefaturas femeninas los niveles de pobreza en la región serían aún más pronunciados. Es más, el aumento en el trabajo femenino ocurrió sin que se revirtieran pautas culturales e ideológicas largamente asentadas acerca de la identidad mujer-madre. En breve, el mayor acceso de las mujeres al mercado se ha logrado en condiciones de flexibilización laboral, de reducción del gasto público y de bajos niveles de protección social, lo cual no solo provee condiciones sociales desventajosas sino que además exacerba las brechas de género. Las cifras del Informe “El salto de la autonomía de los márgenes al centro” (2011), a las cuales remitimos, son elocuentes al respecto.
Entre los derechos que rigen la esfera privada, el derecho a decidir sobre el propio cuerpo ha llevado gran parte de la atención en las últimas décadas. En sociedades como las latinoamericanas, mayoritariamente católicas y con fuerte peso de la Iglesia, la liberalización de las leyes que penalizan el aborto ha sido uno de los aspectos más rezagados. Los procesos de transición convirtieron el reclamo sobre la despenalización del aborto en una aspiración democrática (cuando antes era planteado en términos de salud pública). Sin embargo, pocos fueron los avances en este sentido. Solamente Cuba y Puerto Rico ofrecen garantías legales para la interrupción de embarazos no deseados. En abril de 2007, la Asamblea Legislativa de Ciudad de México aprobó la despenalización y comenzó a ofrecer el servicio en hospitales públicos e instituciones de salud (Lamas, 2009).
En el resto de los países de América Latina, el aborto solo está legalmente contemplado, en el mejor de los casos, cuando la vida de la madre está en riesgo o cuando el embarazo es producto de una violación (Lamas, 2008). Algunos países contemplan también la figura de aborto terapéutico, pero cabe notar que en Chile, El Salvador, Nicaragua, Honduras y República Dominicana se ha retrocedido en la legislación, y el aborto no puede ser practicado en ninguna circunstancia. Las presiones de la Iglesia Católica, a través de los pronunciamientos del Vaticano no son ajenas a esos retrocesos.
En Chile, hasta el año 2007 el aborto estaba penalizado en todas sus formas, sin excepciones legales. En 1989, la dictadura militar había eliminado la excepción del aborto terapéutico. En noviembre de 2006, en la Cámara de Diputados, se propuso la despenalización del aborto inducido hasta la 12ª semana de gestación, pero fue rechazada. En enero de 2007, la presidenta Bachelet firmó un decreto en el que se aprobaba el suministro de la píldora anticonceptiva del día después a mujeres de entre 14 y 18 años sin que fuera necesario el consentimiento de los padres. Pero esto fue resistido por el Tribunal Constitucional.
Otro caso que ha provocado encendidos debates acerca del aborto es Uruguay. En un país con una larga tradición anticlerical (aunque deberíamos decir también, no antirreligiosa), el presidente Tabaré Vázquez vetó la despenalización que el Congreso había aprobado. Otro caso notable es Ecuador, donde la Asamblea Constituyente y la sanción del nuevo texto constitucional iniciaron un proceso de reestructuración del Estado, pero que no ha incorporado innovaciones respecto de los derechos sexuales y reproductivos. En este caso, cuenta la explícita y explicitada condición de católico practicante del presidente Correa.
Otro aspecto llamativo de la esfera de derechos que rigen la vida privada es el relativo a otra de las categorías sociales que en las últimas décadas han complejizado los debates sobre ciudadanía y derechos humanos. Hablamos del matrimonio entre personas del mismo sexo, que es legal solamente en una decena de países en todo el mundo. En el continente americano (“las Américas”), es legal en el nivel nacional-federal solo en Canadá y Argentina. Canadá fue el primer país de América en habilitar una legislación tal, y Argentina el primero en América Latina. En Argentina, el matrimonio entre personas del mismo sexo adquirió fuerza de ley el 22 de julio de 2010, cuando la ley fue publicada en el Boletín Oficial de la Nación. El trámite en el Congreso se inició el 5 de mayo de ese año con la aprobación en la Cámara de Diputados de un proyecto que el 15 de julio recibió la aprobación del Senado. Los debates acerca de este instituto de tan reciente aceptación (por primera vez reconocido en el mundo en 2001 en los Países Bajos) tienen alcances religiosos, políticos y civiles todavía hoy muy problemáticos y cuyos efectos transformadores aún es muy temprano sopesar, pues ponen en cuestión la institución que ha sido matriz de derechos en el mundo moderno: la familia.
Algunos casos: los movimientos sociales de México, Ecuador, Bolivia y Argentina
Suele señalarse como marca inicial la irrupción pública del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), en la mexicana/maya selva Lacandona, el 1º de enero de 1994, el mismo día del comienzo de la vigencia del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (México, Estados Unidos y Canadá). Bruckmann y Dos Santos (2005) destacan que en el zapatismo “la vertiente indígena asum[ió] el carácter de una postura ideológica propia, que t[uvo] tanto inspiración indigenista cuanto un objetivo universal”. Así, se persiguió “formar un movimiento donde el indigenismo t[uv]o que ver con una postura ecológica, de una relación fuerte con la naturaleza, con una ideología opuesta al capitalismo y también las vertientes estalinistas del marxismo, pretendidas fuerzas progresistas que ve[ía]n el progreso como un camino eliminador de las formas anteriores”.
Pero antes de la irrupción del zapatismo, un movimiento social significativo fue el articulado por los indígenas de Ecuador, aunque es cierto que enseguida fue opacado por el protagonismo del EZLN, en los medios de comunicación de masas y en buena parte del mundo académico y político (124).
Los indígenas y campesinos de Ecuador irrumpieron en la escena pública el 4 de junio de 1990, durante el Gobierno del “socialdemócrata” Rodrigo Borja. Cerca de dos millones de indígenas se movilizaron en todo el país, bloqueando carreteras, realizando marchas y, como corolario, cohesionando a organizaciones hasta entonces dispersas, con escasas y esporádicas relaciones entre sí. No era la primera vez, desde luego, que este sujeto se alzaba. Como ya se ha visto, la conquista y colonización remodelaron las sociedades andinas a partir de la hacienda. Dialécticamente, la hacienda, locus de la explotación económica y de la dominación social, política y cultural fue, al mismo tiempo, locus de pervivencia de la identidad originaria y, en cierto sentido, de resistencia, más latente que manifiesta. Como ya se ha dicho, una verdadera matriz.
Desde 1950 hubo en Ecuador un incremento del número de comunas y de la población originaria no aculturada, en buena medida por la caída de la mestización y la mayor tasa de crecimiento demográfico indígena. Así, se fortaleció el proceso de recomposición comunitaria, lo cual contribuyó a homogeneizar el mundo indígena y a generar posiciones negadoras de las formas de representación política centralizadoras y del poder blanco-mestizo. El impulso estatal a la alfabetización (desde 1963) y el fomento a la educación en quechua y a la educación bilingüe intercultural (en la década de 1980) facilitó la aparición de una dirigencia ilustrada e intelectuales indígenas (Zibechi, 2002).
Ana María Larrea Maldonado (2004) coincide con Raúl Zibechi en el señalamiento de “la revitalización del proceso identitario”, considerando que el surgimiento de la protesta indígena tuvo como antecedente inmediato la desestructuración del sistema de haciendas. Añade que el nuevo tejido organizativo indígena se expandió y condujo a la constitución de también nuevas representaciones regionales y nacionales, caracterizadas por “una clara confluencia entre historias locales y procesos organizativos de mayor escala”. Así, en 1972 se constituyó en la sierra la Confederación de Pueblos de la Nacionalidad Kichwa del Ecuador (ECUARUNARI) –autodefinida en 1975 como organización “indígena, campesina y clasista” que procuraba la formación de un Estado socialista–. En 1980 surgió la Confederación de Nacionalidades Indígenas de la Amazonía Ecuatoriana (CONFENIAE), y poco después el Consejo de Coordinación de las Nacionalidades Indígenas del Ecuador, convertido en 1986 en la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), rápidamente posicionada como la organización más importante, con una intelectualidad propia y una dirigencia autónoma. La CONAIE definió a Ecuador como un país pluricultural, plurinacional y multilingüe, y comenzó a hablar de “nacionalidades indígenas”.
Después de la masiva movilización de 1990, el segundo acto fue la Rebelión de Quito, en enero de 2000, que profundizó la crisis política en la que estaba inmerso el Gobierno de Jamil Mahuad. En marzo de 1999, el Gobierno había congelado los depósitos bancarios y en enero de 2000 había dolarizado la economía. Se trataba de una respuesta a la crisis económica que, fundamentalmente, beneficiaba al sistema de corrupción y exclusión dominante. En este escenario, los movimientos sociales ganaron la calle y la CONAIE levantó la consigna de salida de los tres Poderes del Estado, al tiempo que se establecieron Parlamentos del Pueblo en varias provincias.
El 19 de enero de 2000, una masiva marcha indígena avanzó sobre Quito y virtualmente tomó la ciudad, ocupando dos días después el Congreso y el Palacio de Justicia. Un número significativo de coroneles, oficiales y soldados se sumó espontáneamente al movimiento indígena, permitiendo la formación de una Junta de Salvación Nacional integrada por un militar, el coronel Lucio Gutiérrez, un dirigente indígena, Antonio Vargas, presidente de la CONAIE, y un político, Carlos Solórzano Constantine, un ex presidente de la Corte Suprema de Justicia con no muy buenos antecedentes. El Triunvirato duró unas horas, pero contó con la presencia de un indígena en el Gobierno, que las clases dominantes consideraron inadmisible.
Las Fuerzas Armadas forzaron al coronel Gutiérrez a dejar su puesto en favor del general Carlos Mendoza, jefe del Comando Conjunto, quien debía poner en marcha la sucesión constitucional. En las primeras horas de la mañana del 22, el vicepresidente Gustavo Noboa asumió la presidencia del país, significativamente, en el Ministerio de Defensa y ante los altos mandos militares.
Los indígenas, inducidos por el nuevo Gobierno, aceptaron iniciar negociaciones por sus demandas –disolución del Congreso, inmediata devolución de los fondos bancarios congelados, abolición de la dolarización, rechazo de las privatizaciones, libertad de los detenidos durante la jornada del 21 de enero y archivo de las causas, ratificación de la revocatoria de mandato de Mahuad y salida inmediata de cualquier fuerza militar extranjera operante en el país (esta última demanda aludía a la entrega de la base aérea de Manta a fuerzas militares norteamericanas, en el marco del Plan Colombia)–. El proceso llevó a la CONAIE a disminuir sus demandas y, finalmente, a la frustración.
Un año más tarde, en enero y febrero de 2001, se produjo la segunda Rebelión de Quito. Era un nuevo levantamiento indígena de alcance nacional y con cierre de carreteras, movilizaciones rurales, bloqueo de ciudades y nueva toma de la capital del país, en protesta contra las medidas económicas adoptadas en diciembre de 2000. A diferencia de enero de aquel año, ahora la respuesta gubernamental fue la apelación a la violencia: detención de dirigentes (Vargas, entre ellos) y activistas indígenas de la CONAIE y otras organizaciones, y bloqueo policial del edificio de la Universidad Politécnica Salesiana –en cuyas instalaciones se habían establecido los indígenas y sus familias–. El bloqueo de la sede universitaria impidió que los sublevados recibieran víveres, asistencia médica y cualquier otro tipo de ayuda. Hubo persecuciones, maltratos y vejaciones.
La tensa situación se descomprimió con el comienzo de nuevas negociaciones entre el Gobierno de Noboa y los dirigentes indígenas, enmarcadas en “una estrategia gubernamental poco transparente, denunciada por los dirigentes indígenas como una sucesión de maniobras para incumplir aquello que en principio se llegó a acordar” (Paz y Miño Cepeda, 2002b: 59). Como resultado de las negociaciones, bajó el precio del gas de uso doméstico y de la gasolina durante un año, y hubo acuerdos preliminares en otras materias.
Como se ha visto antes en este mismo capítulo, en las elecciones de 2002 la alianza de dos nuevas fuerzas políticas, la Sociedad Patriótica 21 de Enero (SP21) y el Movimiento de Unidad Plurinacional Pachakutik-Nuevo País (MUPP-NP), junto a diversas organizaciones indigenistas y de izquierda, promovieron la candidatura del ex coronel Lucio Gutiérrez, quien resultó electo.
Pachakutik es un partido que se creó como brazo político de la CONAIE en 1996. Larrea Maldonado (2004: 69) afirma que “en el nacimiento de Pachakutik confluyen tres tendencias: la propuesta de las organizaciones amazónicas de crear un movimiento político exclusivamente indígena; el planteamiento de las organizaciones serranas y la izquierda política de contar con un movimiento político multiétnico, y la idea de generar alianzas más amplias con tendencias progresistas”, promovida por actores sociales urbanos del sur del país. El nombre Movimiento de Unidad Plurinacional Pachakutik-Nuevo País refleja esas tres vertientes.
En su primera participación electoral logró el 10% de los votos, desempeñando un papel importante en la Asamblea Constituyente de 1997-1998, en la cual –en alianza con partidos de izquierda y en un cuadro de fragmentación del sistema de partidos– logró la ratificación del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) –junto con el anterior Convenio 107, instrumentos jurídicos internacionales con carácter vinculante protectores y reguladores de los derechos de los pueblos indígenas en diferentes áreas de su interés–. La CONAIE y la Coordinadora de Movimientos Sociales elaboraron sus demandas por una democracia participativa. Finalmente, la nueva Constitución, sancionada en 1998, reconoció a Ecuador como un Estado multicultural y multiétnico, y a los pueblos indígenas como titulares de una serie de derechos colectivos. Asimismo, incorporó instrumentos como la revocación del mandato, el referéndum por iniciativa ciudadana y medidas para garantizar la rendición de cuentas de los funcionarios públicos y representantes elegidos.
En marzo de 2006, hubo un nuevo levantamiento indígena, exigiendo la suspensión de las negociaciones del Tratado de Libre Comercio que Ecuador estaba entablando con Estados Unidos y la caducidad del contrato con la empresa Occidental (Oxy), entre otras cuestiones. Pese a la brutal represión del Gobierno transitorio de Alfredo Palacio (y otras maniobras, como la cooptación, el atentado al presidente de la Confederación y la implementación del Prodepine), el movimiento logró esos dos objetivos, evidenciando una rápida capacidad de recuperación tras la breve participación en el Gobierno de Gutiérrez.
En las elecciones de octubre de 2006, Rafael Correa triunfó (enfrentando a Álvaro Noboa) en segunda vuelta, al frente de Alianza País, al cual se sumaron, entre otras fuerzas de izquierda, el Pachakutik. Este partido tuvo cierto éxito en las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente, sumando algunas bancas a las abrumadoramente mayoritarias de Correa. Tras la consulta popular realizada en septiembre de 2008, se aprobó el nuevo texto de la Constitución. Como veremos enseguida, este es expresión de un proyecto de radicalización de la democracia en Ecuador.
En México, el contexto político en el cual apareció y se desarrolló la protesta indígeno-campesina de Chiapas en 1994 fue diferente al ecuatoriano. Ese año, cuando irrumpió el EZLN, Carlos Salinas de Gortari estaba concluyendo su mandato (1988-1994), para ser reemplazado por Ernesto Zedillo Ponce de León (1994-2000). La protesta se desarrolló coincidentemente con el proceso de reforma política que, como se ha visto, llevó a que el PRI perdiera el control del Gobierno federal en las elecciones del año 2000.
El movimiento zapatista apeló a una forma de organización que hizo recordar las experiencias de las décadas de 1960 y 1970, la de la política armada y la de la guerra de guerrillas. Pero la forma mostraba más innovaciones que continuidades. Ya la primera Declaración de la Selva Lacandona las hacía visibles al proclamar que los insurgentes eran producto de quinientos años de luchas sucesivas. El documento mencionaba la esclavitud, la lucha por la independencia de España, la desplegada contra el expansionismo norteamericano, la emprendida a favor de la Constitución liberal y contra los invasores franceses y la dictadura de Porfirio Díaz. En esas luchas, señalaba la Declaración, “el pueblo se rebeló formando sus propios líderes” y, seguía, “surgieron Villa y Zapata, hombres pobres como nosotros”.
El movimiento se concebía a sí mismo como parte de una historia plurisecular de donde se deducía también la reivindicación de la identidad indígena. En efecto, Chiapas –territorio anexado a México en 1824, país al cual se integró, mediante caminos, ferrocarril y telégrafos, durante el porfiriato– tiene una larga historia de rebeldía. La población chiapaneca actual es muy diversa social y culturalmente, incluso en pertenencia étnica, en parte por las migraciones internas. Así, conviven choles, tzotziles, tzeltales, zoques, chinantecos, mixtecos, tojolabales, nahuas, y otros grupos guatemaltecos que llegaron como refugiados políticos. La llamada Comunidad Lacandona está poblada por tzeltales, choles, tzotziles y lacandones, en orden de importancia numérica. Los tzotziles se autodenominan batsil winik’otik (hombres verdaderos) y los tzeltales winik atel (hombres trabajadores). Ambos hablan el batsil k’op, o lengua verdadera o legítima.
Sobre el final de la primera Declaración de la Selva Lacandona, los zapatistas denunciaron a “los dictadores” por aplicar “una guerra genocida no declarada contra nuestros pueblos desde hace muchos años”. La resistencia a ese genocidio se inscribía, a su vez, como parte de la lucha del pueblo mexicano (es decir, no solo indígena) “por trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz”. Esas eran “demandas básicas de nuestro pueblo”, cuya consecución exigía pelear hasta lograr su cumplimiento, “formando un Gobierno de nuestro país libre y democrático”. En rigor, el EZLN puede ser caracterizado como la expresión armada de un movimiento social inicialmente orientado a transformar las relaciones y las instituciones políticas en pro de un incremento de derechos civiles, libertades democráticas, participación y capacidad de decisión, de modo tal que los pueblos originarios no estuvieran al margen del sistema político.
Así, la Declaración de la Selva Lacandona reclamaba la cabal aplicación del artículo 39 de la Constitución mexicana: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo el poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de este. El pueblo tiene, en todo tiempo, el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su Gobierno”.
Inicialmente, el zapatismo planteó como demandas de satisfacción más urgente la restitución de las tierras ocupadas por los pueblos originarios, la autonomía, la democratización política y la provisión de salud y educación para los indígenas. Empero, la dialéctica social y la política mexicana impuso cambios en, al menos, el lenguaje y los objetivos del EZLN. Después de la firma de los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígena, firmados con el Gobierno en febrero de 1996, y del fracaso de la Mesa de Diálogo sobre Democracia y Justicia (junio del mismo año, centrada en la reforma del Estado), el EZLN lentamente orientó su discurso hacia los derechos de los pueblos indígenas, al tiempo que todas sus acciones, entre 1996 y 2001, se encuadraron en el cumplimiento de los Acuerdos. Más aún, tras la firma de los Acuerdos de San Andrés, los pueblos indígenas participantes en los diálogos de paz se organizaron con el nombre de Congreso Nacional Indígena (CNI), del cual forman parte la mayoría de ellos y el EZLN.
Respecto de la relación del EZLN y la política nacional, Pablo González Casanova (1995) advirtió que los indígenas chiapanecos hicieron, en 1994, con la solidaridad del EZLN, un primer intento ofensivo de lucha electoral. Apoyaron entonces a un candidato de la sociedad civil y del PRD a la gobernación del estado. No fue la primera participación electoral de los indígenas. González Casanova recuerda previos fracasos, como el de 1982, cuando los tojolabales bregaron, sin éxito, por la presidencia municipal de Las Margaritas bajo la cobertura del Partido Socialista Unificado de México (PSUM): derrotados, “perdieron la esperanza”. Los dirigentes indígenas hicieron “entrismo” en los diferentes partidos políticos, ya fuera el oficialista o los de oposición, con un cierto oportunismo que, por lo general, terminó en prácticas clientelares, si bien lo decisivo fue la respuesta violentamente represiva de la “vieja clase-etnia dominante”. De allí lo novedoso de la situación generada tras la aparición del EZLN: la estructuración de “una fuerza y una organización política, democrática y autónoma en las propias formaciones indígenas y campesinas”, como la coordinación de los Consejos Supremos Tzeltales y Tzotziles, democráticos y representativos, y el Consejo Estatal de Organizaciones Indígenas y Campesinas (CEOIC), creado en 1994 por 182 organizaciones campesinas-indígenas, en principio enfrentadas a la cooptación gubernamental y empresarial.
El CEOIC es un buen ejemplo de las dificultades de los movimientos indígenas y campesinos para enfrentar las prácticas clientelares –por lo tanto divisionistas– de los gobiernos. En este caso, mientras las organizaciones campesinas demandaban tierra, proyectos productivos, libertad a los presos políticos, etc., el Gobierno respondía comprando a algunos dirigentes (por ejemplo, entregándoles camionetas, y generando así conflictos interorganizaciones). El diálogo de San Andrés provocó la división del Consejo en dos: el CEOIC Independiente, partidario del proceso de diálogo, en cuya Mesa formularon sus demandas, y el CEOIC oficial, que decidió negociar con el Gobierno al margen del resto del movimiento campesino. A su vez, el primero vivió luego una escisión cuando un sector también optó por sumarse a la negociación con el representante del Gobierno federal.
González Casanova (1995) sostiene que en las organizaciones campesinas-indígenas “nace la voluntad organizada y civil de una democracia con dignidad, justicia y libertad. […] Su definición incluye la lucha por la ciudadanía, la lucha por la tierra y la lucha por la liberación de los pueblos indios, objetivos articulados en la conciencia política de las organizaciones indígenas agrarias, y cívicas desde 1992” (González Casanova, 1995), año de realización de la Marcha de los 500 Años de Resistencia Indígena Popular. Tras ellas, los participantes formaron el Frente de Organizaciones Sociales Chiapanecas, una especie de frente cívico y urbano, no partidista ni electoralista, autónomo respecto de organizaciones sociales y políticas y del Estado, proclamando una Nueva Lucha Política de los Indios, por la Tierra, la Nación Mexicana y un sistema democrático con justicia y dignidad.
El EZLN –que proclama no haber renunciado a cambiar el mundo– no se ha planteado la toma del poder ni la construcción de una organización política propia para competir y disputar en el plano electoral, optando por marginarse de este. La llamada “La Otra Campaña”, iniciada en enero de 2006 con motivo de las elecciones presidenciales de julio del mismo año, fue presentada como alternativa estratégica para la reconstitución de la nación mexicana desde la perspectiva de los oprimidos y los explotados, a partir de una práctica política capaz de romper con la cultura del caudillismo y la delegación de poderes y saberes en una clase política profesional. Empero, ahí radica lo que Neil Harvey (2005) llama la “paradoja del zapatismo”: capacidad de producir propuestas y acciones renovadoras de la política, con una ética fundada en la dignidad y el respeto a la diferencia; incapacidad para incidir directamente en la formulación y adopción de las reformas políticas nacionales, “pactadas entre los partidos políticos y el Poder Ejecutivo”, entre ellas las electorales, que han posibilitado alternancia en el ejercicio del Gobierno en las instancias locales, estaduales y federal.
En Bolivia, la gestación de los nuevos movimientos sociales puede fecharse en 1986, con un fracaso en lo inmediato: la realización de la Marcha por la Vida y por la Paz, respuesta vana del sindicalismo minero –la columna vertebral de la Revolución de 1952 y sujeto social y político principal desde entonces– a la decisión del Gobierno de Paz Estenssoro (el mismo que había encabezado la Revolución) de desnacionalizar la minería, terminar con la histórica Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL) y despedir a unos 20.000 trabajadores (125).
Los mineros fueron “relocalizados”, asentándose en otros lugares del país: la mayoría en El Alto, ciudad contigua a La Paz, otros en el Chapare, donde se tornaron campesinos cocaleros, y los menos en el occidente, donde se organizaron e interactuaron con otros grupos sociales. El principal capital que llevaron y emplearon fue su experiencia sindical (proletaria, unos; campesina, otros), a partir de la cual reconstruyeron o construyeron nuevas redes sociales. Desde allí recuperaron la política y la iniciativa.
El Alto, una ciudad que pasó de 307.000 habitantes en 1985 a casi 800.000 en 2005, se convirtió, dialécticamente, en ciudad emblemática de los efectos de las políticas neoliberales, tanto en su aspecto negativo, la migración forzada, como en el positivo, la constitución de un nuevo sujeto social y político.
A su vez, los indígenas de la Amazonia boliviana –más independientes del Estado y del movimiento obrero–, que estaban en lucha con empresas madereras, realizaron en 1990 una exitosa Marcha por el Territorio y la Dignidad: consiguieron que el Estado otorgara títulos de propiedad a los pueblos indígenas (más de dos millones de hectáreas), y en 1996, por ley, el reconocimiento de los derechos territoriales de los pueblos originarios.
En 1997 asumió la presidencia el ex dictador Banzer, apoyado en una alianza (el MIR de Paz Zamora y otros partidos menores) que le dio la legitimidad que no le daba el magro resultado electoral. Banzer profundizó la política de privatización de las refinerías y erradicó las plantaciones de hoja de coca excedentarias. A raíz de esto, Evo Morales, diputado de la región del Chapare, lideró masivas movilizaciones, todas violentamente reprimidas. El ciclo de protesta, sin embargo, siguió en marcha.
En abril de 2000, ante la decisión del Gobierno de privatizar los servicios de agua potable y alcantarillado de la ciudad de Cochabamba, hubo nuevas protestas y marchas (Guerra del Agua), que el ex dictador Banzer volvió a reprimir, decretando, además, el estado de sitio. En el altiplano, las protestas fueron lideradas por otro dirigente indígena, Felipe Quispe.
La Guerra del Agua se inició como respuesta popular al desmedido aumento tarifario (hasta 300%) del servicio provisto por Aguas del Tunari, una empresa subsidiaria de la transnacional norteamericana Bechtel. Esa movilización permitió la formación de la Coordinadora de Defensa del Agua y la Vida, “una nueva forma de agregación social flexible y multisectorial”, significativamente, liderada por un dirigente obrero fabril, Oscar Olivera. Los cochabambinos lograron el primer triunfo popular tras un ciclo decenal de derrotas (Stefanoni y Do Alto, 2006: 24).
Después vinieron los bloqueos de los aymaras, una formidable experiencia llevada a cabo durante los años 2001 y 2002, con la conducción de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTB), con Felipe Quispe, su Secretario Ejecutivo, al frente. Dos son los significados destacables de este momento del conflicto: “La revitalización de las estructuras comunales y del discurso étnico-nacional indígena”, y la construcción de una formidable “maquinaria comunitaria militar” para cercar la ciudad de La Paz. Una y otra permitieron la expulsión del poder estatal de las comunidades –reemplazado por “un complejo sistema de autoridades comunales (cabildos, asambleas, comités de bloqueo, etc.)”– y enfrentar “a las fuerzas armadas del Estado por medio del traslado de la institución del trabajo comunal (turnos, trabajo colectivo) al ámbito guerrero. Así emergió el cuartel general de O’lachaka como el estado mayor de las fuerzas armadas aymaras movilizadas y, en varios pueblos del altiplano, la policía fue expulsada y reemplazada, temporalmente, por ‘policías sindicales’” (Stefanoni y Do Alto, 2006: 24-25). Este componente militar es un aspecto comparable con el caso chiapaneco.
En 2001 Banzer renunció porque estaba enfermo, y falleció al año siguiente. En 2002, el vicepresidente Jorge Quiroga Ramírez (en ejercicio desde la renuncia del ex dictador), entregó el mando a Sánchez de Lozada, electo por segunda vez en la historia del país.
En octubre de 2003 estalló la llamada Guerra del Gas, que se inició como reacción a la medida gubernamental de exportar gas a México y a Estados Unidos a través de puertos chilenos. Esta medida: 1) disparó la protesta por enviar gas al extranjero mientras la mayoría del pueblo boliviano carecía de redes domiciliarias para utilizarlo, y 2) potenció el sentimiento nacionalista –caro a los bolivianos desde el trienio del “socialismo militar” (1936-1939), cuando se nacionalizaron los yacimientos petrolíferos controlados por la norteamericana Standard Oil, y, sobre todo, desde la Revolución de 1952–, en la doble vertiente antichilena (por la pérdida del litoral marítimo al cabo de la Guerra del Pacífico, 1879-1882) y antinorteamericana (por su oposición al cultivo de la coca y su excesiva injerencia en la política nacional). Rápidamente se pasó al cuestionamiento de la política neoliberal del Gobierno de Sánchez de Lozada.
El 19 de septiembre de 2003, un cabildo abierto en Cochabamba, del que participaron más de 40.000 personas, levantó las consignas de huelga general indefinida, bloqueo de caminos y resistencia civil en caso de no tener respuestas satisfactorias a sus demandas. Movilizaciones similares se produjeron en otras ciudades del país, incluyendo La Paz, donde fueron convocadas por la COB y el MAS. El asesinato de campesinos por fuerzas de seguridad provocó una escalada de violencia, pues los aymaras no vacilaron en responder, constituyendo, en Achacachi un “alto mando de la resistencia civil”, siguiendo el camino iniciado durante los dos años anteriores, y culminando con la apelación: “Ahora sí, guerra civil”.
En El Alto, las Juntas Vecinales se sumaron a la protesta y decidieron realizar un paro cívico el 8 de octubre. A su vez, los mineros de Huanuni avanzaron a pie y en camiones sobre La Paz, y los campesinos cocaleros de Yungas bloquearon caminos. La capital quedó aislada por completo, rodeada por insurrectos. El Gobierno intentó romper el cerco reprimiendo brutalmente (25 muertos), pero sin lograr su propósito. Los sectores medios, e incluso acomodados, de La Paz y de otras ciudades se pusieron de lado de los contestatarios. Una masiva concentración popular en la Plaza de los Héroes, en la capital, terminó con el Gobierno de Sánchez de Lozada (Zibechi, 2006a: 54 y ss.). El desenlace fue resultado de “una red contingente de centenares de agrupaciones de base y formas autónomas de organización”. La COB, aunque reapareció, estuvo lejos del protagonismo del pasado. A la cabeza estaban ahora las Juntas Vecinales y los sindicatos campesinos, cuya “capacidad de resistencia […] se transformaría con rapidez en ofensiva política en el terreno institucional” (Stefanoni y Do Alto, 2006: 77).
Sánchez de Lozada, efectivamente, renunció y asumió su vicepresidente, Carlos Mesa Gisbert. El presidente provisorio debió gobernar sin el apoyo del Congreso, reducto de la vieja política, y con la desconfianza vigilante de las masas populares, demandantes de la nacionalización de los hidrocarburos y de la convocatoria a Asamblea Constituyente (la llamada “agenda de octubre”). A su vez, la burguesía de Santa Cruz reclamó autonomía departamental.
El Gobierno no pudo resolver los conflictos, que se extendieron hasta provocar una crisis política que llevó a Mesa a presentar tres veces su renuncia, finalmente aceptada el 6 de junio de 2005. Tres días después asumió el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Eduardo Rodríguez Veltzé, para llevar adelante un proceso electoral normalizador. Para los movimientos sociales, el resultado, dicen Pablo Stefanoni y Hervé Do Alto, fue empate: no lograron la nacionalización pero impidieron el regreso de la vieja política. En un compromiso no escrito, Rodríguez acordó con la burguesía cruceña y los movimientos sociales la realización de elecciones generales el 18 de diciembre de 2005 (Stefanoni y Do Alto, 2006: 91). En esas elecciones triunfó el líder cocalero y máximo dirigente del MAS, Evo Morales.
En su única sesión del 12 de octubre de 1992, la Asamblea de los Pueblos Originarios –el “nacimiento del movimiento campesino-indígena como sujeto político” (Stefanoni y Do Alto, 2006: 51-52)– había discutido la “tesis del instrumento político”, una propuesta de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia tendiente a crear su propio brazo político. Era la conclusión de la evaluación negativa de la experiencia de confiar en la palabra de los sucesivos gobiernos, pero también de la organización sindical como forma adecuada y suficiente para alcanzar las aspiraciones populares. La Asamblea se dividió en torno a dos posiciones, la del “instrumento político”, apoyada por los cocaleros, y la de la “autodeterminación de los pueblos originarios”, defendida por los herederos radicales del katarismo de la década anterior. No hubo acuerdo y en 1993 se acordó participar del Eje de la Convergencia Patriótica, una alianza de izquierda, y se optó por una fracción, la liderada por Felipe Quispe, por la creación del Movimiento Indígena Pachakutik en 2000, mientras otra, dirigida por Evo Morales, prefirió fortalecer el Movimiento al Socialismo (MAS), originariamente una escisión de la tradicional y reaccionaria Falange Socialista Boliviana. La primera fracasó; la segunda llevó a Morales a la presidencia.
Como veremos enseguida, Evo se propuso la “refundación de Bolivia”, un objetivo estratégico en un país donde casi el 70% de la población es indígena (en su mayoría, quechuas, aymaras y guaraníes).
En un contexto nacional distinto, Argentina también fue escenario de la nueva conflictividad social. La crisis desatada en diciembre de 2001, en tanto ocasión propicia para la aparición de nuevas formas de representación, organización y acción, tuvo algunas expresiones bien interesantes, como los piqueteros, la recuperación de fábricas y las asambleas barriales, entre las más importantes. De ellas, la forma de representación, organización y acción más persistente ha sido la articulada por los piqueteros.
Los primeros piquetes aparecieron en junio de 1996, protagonizados por trabajadores petroleros de Cutral-Có, a los que se sumaron en 1997 los de Tartagal, desocupados tras el proceso de privatización de YPF, adoptando la modalidad del corte de rutas, al estilo de los campesinos bolivianos. Ambos fueron inicialmente desactivados por el Gobierno de Carlos Menem, apelando al otorgamiento de planes de asistencia para desocupados. Pero poco después empezaron a surgir movimientos similares en el Gran Buenos Aires. Su expansión cuantitativa, como forma de lucha, fue muy rápida. Inicialmente, sus demandas se centraban, casi exclusivamente, en materia de alimentación, salud, vivienda, educación y, obviamente, trabajo.
En la organización y modus operandi de los piquetes, de los cuales participan todavía hoy hombres y mujeres de una ancha banda etaria, es posible apreciar el pasado obrero. Solo la experiencia de las luchas sindicales puede dotar de instrumentos de las características de los utilizados, incluyendo la apelación a la violencia. Política e ideológicamente constituyen un mosaico de posiciones, a menudo con importantes divergencias, aunque todos se reconocen como parte del campo popular, una expresión ambigua que potencia lo que los une al tiempo que posterga el análisis de las diferencias.
Las organizaciones piqueteras generaron un nuevo tejido social, a partir de originales formas de acción en los barrios, que abarcan desde huertas vecinales hasta comedores y centros de salud comunitarios. Pero el potencial disruptivo se vio ocluido por la entrada en la lógica perversa de funcionamiento del sistema político tradicional. En efecto, el Estado destina una importante suma anual de dinero para atender los planes de asistencia, asignados a las distintas organizaciones. En principio, estas rompieron el antiguo monopolio del reparto de la ayuda social, que compartían caudillos políticos y sindicales, pero no rompieron con la práctica de negociar con el Estado (en los niveles nacional, provincial y municipal) y entre ellas mismas, el quantum del reparto. Así, terminó imponiéndose la lógica clientelista, a la cual no escaparon las organizaciones más contestatarias, en un proceso de captura por la lógica corporativa, históricamente predominante en el sistema político argentino.
En efecto, cuando el 19 y el 20 de diciembre de 2001 la política se trasladó de los cenáculos a las calles, las formas de protesta se potenciaron y fueron los piqueteros los que más lograron proyectarse en el tiempo. El proceso de captura por la lógica corporativa no es ajeno a otro fenómeno que trajo consigo la crisis. Ella no solo terminó con el Frente País Solidario (FREPASO) –el último y, otra vez, frustrado intento de constituir un tercer gran partido–, que fue parte del Gobierno de la Alianza (1999-2001), sino que también arrasó y fracturó fuertemente a los dos grandes partidos tradicionales de masas, la UCR y el PJ. Desde entonces, ninguno de los dos partidos es lo que ha sido históricamente.
Respecto de los piqueteros, el Gobierno de Néstor Kirchner, y de su continuadora Cristina Fernández de Kirchner, realizó un notorio trabajo de captación de dirigentes (transformismo molecular, si se quiere). La institucionalización del conflicto no es ajena a un dato contundente. Entre diciembre de 2001 y abril de 2003 se pasó de una situación cuasi insurreccional a elecciones presidenciales con alta participación ciudadana y a una fase de estabilización institucional, a modo de mentís rotundo a las movilizadoras consignas del verano de 2002: “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”, “Piquetes, cacerolas/la lucha es una sola”. Se trata de un viraje más que significativo, con una relegitimación de hecho de los políticos denostados aquel verano.
La otra gran novedad, hoy claramente en mengua, fueron las asambleas vecinales o barriales, constituidas en algunas de las principales ciudades del país (sobre todo en Buenos Aires). En ellas, miles de vecinos se reunieron espontáneamente, dando origen a nuevas formas de instituir lo público-político y superando la institucionalidad estatal existente. Así, la realización de acciones solidarias convergentes con otras organizaciones y sujetos sociales dio cuenta de la potencialidad de esta nueva forma de participación desde abajo. Muchos asambleístas desertaron cuando observaron los intentos de cooptación por parte de organizaciones políticas (en general, de izquierda), que se autopostulaban como vanguardia. Pero también hay que considerar que no fue menor la propia incapacidad de pasar a una instancia superior de organización y acción. En poco tiempo, las asambleas barriales, más allá de algunas prácticas exitosas, se desvanecieron como espacio renovador de la práctica política y profundización de la democracia.
Más continuidad y éxito alcanzó la ocupación, por parte de sus trabajadores, de empresas cerradas –a menudo, en rigor, vaciadas– por sus propietarios. El movimiento de los recuperadores de fábricas es el más filiado en la tradición clásica de luchas sociales proletarias contra la burguesía.
Por otra parte, en Argentina –un país con una estructura social agraria en la cual, a escala nacional, el campesinado no ha sido un sujeto significativo–, el surgimiento de nuevos movimientos campesinos está, en la mayoría de lo casos, asociado a las transformaciones operadas a partir de 1991, cuando la desregulación dejó a los pequeños productores a merced de los grandes. Pero si los movimientos campesinos han tenido una presencia importante en el ciclo de protestas abierto a partir de los años ochenta, ellos no han tenido la envergadura de los movimientos sociales de Ecuador, México y Bolivia, ni del MST en Brasil.
Los “nuevos” gobiernos en Brasil, Argentina, Uruguay y Chile
En 2002, Luiz Inácio Lula da Silva fue electo presidente con el 60,83% de los votos, convirtiéndose en el candidato más votado de la historia política brasileña. Líder obrero, afiliado a un partido de izquierda, Lula rápidamente suscitó los más encendidos debates acerca de las posibilidades de la “nueva” izquierda en América Latina. Más allá del debate de ideas, lo cierto es que en los hechos sus dos gobiernos (2002-2006 y 2006-2010) y el de su sucesora Dilma Roussef (2010-2014) han otorgado un sentido social a la democracia brasileña (126).
Uno de los logros sociales más significativos del Gobierno de Lula, que perdura hasta hoy, fue la implementación del programa de asistencia Bolsa Família, iniciado en 2003. Se trata de un programa que otorga un ingreso a las familias pobres, supeditado a algunos requisitos como el cumplimiento de la asistencia escolar, la vacunación, el control nutricional y los cuidados de salud. Como resultado de la aplicación de este programa el nivel de vida de amplísimos sectores de los estratos más pobres ha mejorado considerablemente. De hecho, la pobreza descendió de 28% en 2003 a 22% en la actualidad. Hacia el final del primer período de Gobierno, habían sido beneficiadas más de once millones de familias. A tal punto tuvo éxito esta política que fue uno de los elementos más contundentes que inclinaron la balanza electoral en favor de Lula cuando este debió enfrentarse a Geraldo Alckmin en segunda vuelta en las elecciones de 2006.
Sin embargo, no todos fueron logros. Buena parte de la fuerza del PT radicó en la novedad que significaba su creación desde abajo. Pero esa novedad también entrañaba debilidades, principalmente: la ausencia de entrenamiento político de sus dirigentes y sus cuadros –la mayoría de ellos con experiencia, en el mejor de los casos, en actividades sindicales, universitarias o en otras áreas de la sociedad–; la carencia de recursos materiales; la tensión interna entre la actividad política partidaria y la actividad movimientista social-laboral, con sus lógicas de acción diferentes; la tensión interna dada por las divergencias ideológicas de sus miembros (desde católicos hasta trotskistas). Estas debilidades y el hecho de tener una magra representación legislativa en el Congreso Nacional, que obligó al Gobierno a constantes negociaciones con los otros partidos, fueron elementos propicios para las prácticas corruptas, por otra parte, estructurales de la política brasileña. Los escándalos afectaron gravemente al Gobierno en 2005, cuando fueron denunciados los sobornos por parte de miembros del PT a legisladores de partidos de la oposición para conseguir la aprobación de proyectos del bloque oficialista (crise do mensalão).
En estas circunstancias, Lula admitió los errores y dio inicio a un proceso de limpieza dentro del PT y del Gobierno que llegó a afectar a dirigentes de primera línea. Esto le permitió superar la crisis y postularse para la reelección. Aun cuando los logros de su primera gestión habían sido contundentes y contaba con posibilidades de triunfar en una primera vuelta, la crisis de corrupción significó pagar un costo político: en las elecciones de 2006 no consiguió la mayoría absoluta, debiendo pasar a una segunda vuelta (en la cual se impuso con el 60,83% de los sufragios).
En efecto, en materia de logros, el Gobierno de Lula había alcanzado resultados económicos remarcables, como baja de la inflación, alta tasa de crecimiento del PBI, reducción del desempleo y aumento de la balanza comercial. Asimismo, respecto de la dimensión social de la democracia, su Gobierno incrementó el salario mínimo y otorgó planes sociales a amplios sectores de la población (como el exitoso Bolsa Família) que permitieron disminuir la malnutrición infantil en un 46% promedio (el porcentaje es aún más alto en el tantas veces postergado Nordeste). Así, los niveles de pobreza se redujeron y hubo redistribución del ingreso.
Lula siguió una política económica pragmática, no muy diferentes de la aplicada antes por el Gobierno de Cardoso. Para los mercados internacionales y las elites financieras fue crucial el cumplimiento de los compromisos con los organismos internacionales, así como cierta ortodoxia. Si el énfasis en la macroeconomía contentó a las clases medias, que lo votaron para un segundo mandato, algunos sectores de la izquierda manifestaron su descontento y radicalizaron sus posiciones. Esto explicó la ruptura en 2003 y 2004 entre Lula y varios cuadros políticos del PT. Asimismo, el MST y Vía Campesina fueron críticos de Lula por no cumplir con las promesas de reforma agraria total. Por su parte, las elites coincidieron, por diferentes razones, con el diagnóstico de la izquierda en considerar negativamente las políticas sociales compensatorias. Para las elites, estas políticas eran vistas como un caldo de cultivo para el clientelismo político y la cooptación de los movimientos sociales. Para la izquierda significaban un desmedido gasto público.
La política exterior de Lula también fue uno de los componentes fuertes de su Gobierno. Brasil se ha erigido como un actor clave en la pacificación y el diálogo en escenarios conflictivos (por ejemplo en Haití). Asimismo, se ha erigido en un polo de desarrollo económico para América Latina, a tal punto que algunos analistas lo consideran a la cabeza del denominado neodesarrollismo en la región.
En los ocho años de Gobierno de Lula, Brasil experimentó grandes cambios, sin alterar la matriz capitalista de la sociedad y la economía. En rigor, Lula ha operado como un agente de modernización capitalista, lo que ha llevado a algunos analistas a caracterizar su gestión como un claro caso de revolución pasiva (en los términos gramscianos indicados en capítulos precedentes).
Un balance cuantitativo arroja resultados nada triviales.
El Estado impulsó la conversión de las empresas brasileñas en multinacionales con alta capacidad de inversión. En la región, la corriente se orientó hacia el MERCOSUR, principalmente hacia Argentina, donde los capitalistas brasileños invierten millonarias sumas anuales, pero también hacia Chile, Colombia y Perú. Esa centralidad del Estado en tal política se expresa en el papel desempeñado por el BNDES (Banco Nacional do Desenvolvimento Econômico y Social), una empresa pública federal creada en 1952, en el último Gobierno de Getúlio Vargas, convertida en el principal instrumento de financiamiento a largo plazo para la realización de inversiones en todos los sectores de la economía, y atendiendo a las dimensiones social, regional y ambiental, de ahí su participación en el financiamiento de actividades de salud, educación, saneamiento básico y transporte urbano, ente otras.
Por otra parte, en el marco señalado, se produjo un notable proceso de fusión empresarial, por un lado, y de fuerte crecimiento de otras (particularmente estatales) que catapultó a algunas firmas brasileñas a los primeros puestos a escala planetaria: así, la fusión de Sadia y Perdigão en Brasil-Food hizo de esta la mayor exportadora de carne procesada; Companhia Vale de Rio Doce (estatal desde su creación en 1942 y privatizada en 1997 durante el Gobierno de Cardoso) es la segunda empresa minera; Votorantin y Aracruz se fusionaron y se transformaron en la cuarta procesadora de celulosa; los Bancos Itaú y Unibanco se fusionaron y se ubicaron entre los diez primeros. Las estatales no le van a la zaga: Petrobras (establecida por Vargas en 1953, devino semipública con Cardoso) es la cuarta petrolera (con presencia en una treintena de países de América, África, Asia y Europa) y Empresa Brasileira de Aeronáutica (Embraer, creada en 1969 por el Ministerio de Aeronáutica de la dictadura institucional de las Fuerzas Armadas, sobre la base previa construida bajo el populismo varguista) la tercera fabricante de aviones (detrás de los colosos Boeing y Airbus). Es bien significativo el papel estratégico y fundamental desempeñado por las empresas y los organismos estatales, fundados, excepto Embraer, en los años de gobierno de Vargas. Su éxito desmiente, con el peso de la evidencia empírica, las falacias neoliberales sobre la ineptitud empresarial del Estado.
Brasil se ha erigido como potencia global, una de las consideradas emergentes, y como tal integra el llamado BRICS (grupo constituido por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). Desde 2006, exporta capitales para inversiones directas en mayor cantidad de los que recibe del exterior. En estas circunstancias, Lula se transformó en un estadista de presencia mundial.
En las elecciones de octubre de 2010, Dilma Rousseff ganó con el 56% de los votos. La victoria era rotunda, pero también implicaba un gran desafío. Brasil, como ya ha sido señalado, es el país donde la brecha entre los más ricos y los más pobres es más grande. Pese a los logros de los gobiernos petistas, aun persiste una profunda desigualdad social, extrema pobreza y muy bajas tasas de escolaridad. Otro punto sensible es la postergada reforma agraria, en un país donde el agronegocio es una actividad millonaria.
En Argentina, Néstor Kirchner asumió la presidencia en mayo de 2003. Su estilo de Gobierno y su programa de reformas estuvieron teñidos por el recuerdo de la experiencia política de la izquierda peronista de la década de 1970. Si bien es un dato constatable que gran parte de su base política en el Congreso y en las gobernaciones provinciales provenían de una estructura justicialista que había sostenido la presidencia de Menem, también es cierto que las primeras medidas tomadas por el presidente generaron una amplia expectativa de cambio, en particular el descabezamiento de la cúpula militar y el recambio de la Corte Suprema de Justicia, dos instituciones que connotaban el proyecto menemista.
La política de Derechos Humanos y las posiciones antineoliberales que Kirchner esgrimió, apuntando directamente a los productores rurales y a algunas empresas que las privatizaciones de la gestión menemista habían puesto en manos de consorcios multinacionales, tuvieron un eco favorable entre quienes de un modo u otro abrevaban en la tradición nacional-popular asociada al peronismo.
Durante su Gobierno, y con un gabinete similar al de su antecesor Duhalde (significativamente, el mismo ministro de Economía, Roberto Lavagna), el panorama crítico de la economía comenzó a ceder: se mantuvo la devaluación de la moneda, hubo crecimiento económico y se canceló la deuda con el FMI. También mejoraron los índices de pobreza y de desempleo. Y aumentaron las reservas internacionales. En buena medida, el crecimiento y el superávit fiscal se debieron a la recuperación económica de las industrias y del sector exportador.
Un rasgo de Kirchner fue gobernar por decreto, a pesar de contar con apoyos suficientes en el Congreso. Más específicamente, el suyo fue un estilo ejecutivo personalista que, de no mediar acciones colectivas, potencia la histórica característica de la cultura política argentina de construcciones políticas “desde arriba”, propias del peronismo. Dicho de otra manera: la tendencia personalista de líderes fuertes se construye pari passu y en interacción con la simétrica de masas más dispuestas a ser guiadas que a construir una conducción consciente colectiva, es decir, a definir direcciones delegadas, más que personalistas (127).
Kirchner redefinió la agenda política y puso en primer plano cuestiones políticas y éticas que se transformaron en centrales, incluso cuestión de Estado, como en el caso de la defensa de los derechos humanos y el enjuiciamiento de quienes los violen o los hayan violado. También demostró capacidad de mando con la profunda renovación de las cúpulas de las Fuerzas Armadas, buscando no solo dejar de lado a jefes presuntamente más cercanos a Menem, sino, sobre todo, contar con una conducción exenta de vinculaciones con la dictadura y el terrorismo de Estado. En materia de seguridad comenzó un proceso depurador en la Policía Federal, si bien menos radical que el operado en el Ejército, Marina y Aeronáutica. La embestida contra una Suprema Corte de Justicia desprestigiada y funcional a los designios del menemismo generó una renovación en la que primó el talento por sobre la obsecuencia. Asimismo, planteó un discurso de firmeza frente a las posiciones y pretensiones del FMI y los acreedores internacionales, a menudo acompañado de acciones de igual tenor.
Kirchner se posicionó muy bien en el plano de la política exterior, especialmente estableciendo acuerdos con el presidente de Brasil, Lula da Silva, y con el de Venezuela, Hugo Chávez, entre ellos los relativos al relanzamiento, expansión y fortalecimiento del MERCOSUR. En cuanto a la relación con Estados Unidos, una cuestión obviamente clave, el mensaje siempre fue claro: no a las “relaciones carnales” practicadas por Menem y su ministro Guido Di Tella.
A mediados de junio de 2007, Kirchner dio a conocer su decisión de no buscar la reelección. El Frente para la Victoria (FPV), el partido político que, desprendido del PJ, había sostenido su candidatura en las elecciones de 2003, lanzó la candidatura de su esposa, la entonces senadora Cristina Fernández.
Según sostiene Maristella Svampa (2008: 23), “en 2007, en ocasión de las elecciones generales, el presidente Néstor Kirchner y su esposa y sucesora, Cristina Fernández de Kirchner, sellaron una alianza política con los sectores más conservadores del peronismo, así como con los llamados ‘radicales K’. Por otro lado, el propio Kirchner, luego de la asunción de su esposa a la Presidencia, preparó su retorno a la dirección del Partido Justicialista, lo que se hizo efectivo en abril de 2008. Ambas decisiones echaron por tierra la ilusión populista de aquellas organizaciones sociales que habían apostado a una suerte de cambio político ‘desde adentro’ o la construcción de una especie de ‘transversalidad’, más allá de la estructura rígida del partido”.
En materia de política económica, Cristina Fernández debió enfrentar el aumento en los índices de inflación, en relación con el cual dos problemas se suscitaron. En primer lugar, el cuestionamiento del organismo responsable de su medición, el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC). El índice oficial, bastante por debajo de los cálculos de otros organismos, permite determinar el monto adeudado en concepto de intereses por la deuda externa también por debajo de lo que actualmente se calcula. En segundo lugar, la renuncia del ministro de Economía, Martín Lousteau, quien apenas después de presentar su plan para combatir la inflación fue totalmente desacreditado por el ex presidente Kirchner.
Otro problema, de mayor magnitud, fue el paro agropecuario que estalló cuando el Gobierno dio a conocer sus intenciones de cambiar el régimen de retenciones a las exportaciones. El nuevo sistema, que proponía retenciones móviles, había sido anunciado por el todavía ministro de Economía Lousteau. Tras su renuncia, y en medio de una fuerte polarización política (campo vs. Gobierno), la presidenta decidió someter a deliberación del Congreso su proyecto sobre retenciones. Este fue rechazado en la Cámara de Senadores, en una votación que el propio vicepresidente, Julio Cobos (uno de los denominados radicales K), desempató en contra de las expectativas oficiales. Se trata de una cuestión muy relevante, vinculada a la fuerte lucha por la definición del nuevo patrón de acumulación de capital, algo señalado con agudeza por Eduardo Basualdo, a la que haremos referencia infra.
Una de las medidas más sonadas del Gobierno de Cristina Fernández ha sido la reestatización del sistema de jubilaciones y pensiones que había sido privatizado durante el Gobierno de Menem. Primero, en julio de 2007, el Gobierno aprobó la libertad de elección para que los afiliados de las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP) pudieran optar por pasarse al sistema de reparto estatal. Luego lo reestatizó. También se destacan los incrementos en los haberes jubilatorios y dos planes sociales de envergadura: la Asignación Universal por Hijo y Conectar Igualdad. La adopción de la Asignación Universal por Hijo –un seguro social (un subsidio) destinado a embarazadas, trabajadores informales, desocupados y servicio doméstico con hijos menores de 18 años– ha contribuido a disminuir situaciones de indigencia y a incrementar la matrícula escolar y los controles sanitarios. Ello en razón del mecanismo utilizado: cada beneficiario recibe mensualmente el 80% del subsidio, mientras el 20% restante se acumula hasta marzo del año siguiente (mes de comienzo del año escolar), momento en el cual, para cobrar ese saldo, debe presentarse la Libreta Nacional de Seguridad Social, Salud y Educación, en la cual deben constar los controles médico-sanitarios y la concurrencia a la escuela.
Conectar Igualdad es un programa que, sobre la base de la experiencia previa del Programa Un alumno, una computadora, dispone la entrega, en comodato gratuito y a lo largo de tres años, de tres millones de computadoras portátiles (netbooks), con conexión a Internet (aunque no son pocas las escuelas donde no existe esta conexión), a todos los alumnos y docentes de las escuelas públicas de enseñanza media del país. La medida tiene un efecto económico adicional: impulsar la fabricación y ensamblado de equipos informáticos en el país y el servicio de tendido de redes de conexión a Internet. El plan está inspirado o, al menos, tiene puntos en común con el Plan Ceibal, llevado adelante –en escala más modesta por la diferencia poblacional– por el Gobierno de Tabaré Vázquez en Uruguay, que entregó 420.000 unidades.
El 27 de octubre de 2010 murió el ex presidente Néstor Kirchner. El pueblo, masivamente, lo despidió en las calles, dando señales de un consenso social que ayuda a entender (pero no explica) el amplio triunfo de Cristina Fernández en las elecciones de 2011.
La muerte del ex presidente y el lugar vacante que dejaba su marcado personalismo generaron incógnitas sobre el futuro del kirchnerismo en las elecciones presidenciales siguientes. El contundente triunfo de Cristina, con el 54% de los votos, puso fin a la incertidumbre. Pero nuevas incógnitas han surgido.
A poco tiempo de comenzado su segundo Gobierno, Cristina debe definir sus alianzas dentro y fuera de su círculo de poder. En el escenario descripto, la tarea no se presenta fácil, ni para el oficialismo ni para la oposición, dispersa y carente (hasta ahora) de propuestas serias realmente alternativas.
No obstante, la cuestión más importante, y de la que menos se habla, es la planteada, como anticipamos, por Basualdo. El llamado ciclo kirchnerista (desde 2003) es, a su juicio, “un período en que se conjuga una acentuada lucha política y social encaminada a definir un nuevo patrón de acumulación de capital, con un acentuado crecimiento económico que permitió superar el impacto de una profunda crisis internacional, y la irrupción de políticas que operaron como una ‘divisoria de aguas’ entre las organizaciones populares, e incluso dentro de ellas, al alinearse a favor o en contra”. Inicialmente, el Gobierno de Kirchner reafirmó y profundizó la política de Duhalde, es decir, la de admitir “el liderazgo de la fracción del capital que ejercía la hegemonía política”, pero luego se produjo un viraje hacia otras dos políticas o líneas de acción: “La decisión inquebrantable [...] para lograr el mayor crecimiento económico anual posible, sobre la base de la expansión de la economía real”, y “la búsqueda por lograr la hegemonía política en su forma clásica, es decir, a través de otorgarle beneficios a los diversos sectores sociales subalternos”, lo cual implica la “creciente inclusión política y social de estos” (Basualdo, 2011: 125 y 139-140).
A propósito de ello, el autor destaca que Kirchner entendía que “[e]s imposible un proyecto de país si no consolidamos una burguesía nacional verdaderamente comprometida con los intereses de la Argentina” (Basualdo, 2011: 192, n. 20).
En Uruguay, el candidato del Frente Amplio, Tabaré Vázquez, ganó las elecciones de 2004 con más del 50% de los votos. Vázquez llegaba a la presidencia después de su paso por la intendencia de Montevideo y después de haberse postulado como candidato de la izquierda en las dos elecciones previas. Su gobierno constituye otro hito en el camino de los “nuevos” gobiernos latinoamericanos que han buscado dotar de contenido social a la democracia.
El Gobierno de Vázquez puso en marcha un programa de asignaciones familiares para sectores de bajos ingresos. Estos mismos sectores también recibieron subsidios para alimentos, agua y energía eléctrica. Su Gobierno también permitió el acceso al sistema de pensiones a los no contribuyentes y promovió el empleo a través de la creación de un sistema de subsidios destinado a empresas privadas que contratasen a trabajadores desempleados. La educación pública y el sistema público de salud también fueron objeto de políticas tendientes a la mejora de la calidad y el acceso a ellos. En materia salarial, aumentó los salarios y expandió la negociación colectiva mediante la reactivación de los consejos tripartitos de salarios. También facilitó la negociación colectiva para los trabajadores del sector público y la economía rural. Estas reformas sociales se apoyaron en la reforma de las leyes impositivas, la cual permitió fortalecer la capacidad de recaudación del Gobierno –uno de los puntos principales de oposición política–.
En las elecciones de 2009, el Frente Amplio triunfó nuevamente, con su candidato José “Pepe” Mujica, ex integrante del MLN Tupamaros y ex ministro de Agricultura, Ganadería y Pesca del gobierno de Tabaré.
En términos generales, Mujica ha mantenido la política de gobierno implementada por su predecesor. Entre las líneas de continuidad se destaca el plan de “integración socio-habitacional” bautizado como “Juntos”, que fundamentalmente atiende las necesidades de las familias más carenciadas. En el ámbito internacional, durante su gobierno se levantó el bloqueo del puente de Fray Bentos, bloqueo al que se había llegado como parte del conflicto entre Argentina y Uruguay por las plantas de celulosa instaladas en territorio uruguayo. Sin duda, otro punto destacable del gobierno de Mujica es el acto celebrado en 2012 en el que reconoció públicamente la responsabilidad del Estado uruguayo en las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura.
En Chile, Joaquín Lavín Infante (UDI) y Sebastián Piñera Echenique (RN) fueron los dos candidatos de la Alianza por Chile en las elecciones celebradas el 11 de diciembre de 2005 (para definir al presidente del período 2006-2010, un período de solo cuatro años, ya que la reforma de la Constitución había reducido la duración del mandato). Por su parte, el oficialismo optó por primera vez en su historia por candidatear a una mujer, Michelle Bachelet Jeria. En la votación ninguno de los contendientes consiguió la mayoría absoluta, por lo que los dos candidatos con mayor votación, Piñera y Bachelet, tuvieron que enfrentarse en una segunda vuelta, en la que Bachelet obtuvo un 6% más de votos y asumió el 11 de marzo de 2006.
En tanto otra variante de la “nueva” izquierda en el Gobierno, Bachelet introdujo algunos contenidos de tipo social a la democracia de su país. Entre ellos: la pensión solidaria, las mejoras en la justicia laboral, la ampliación de la red pública de jardines de infantes, el mejoramiento en la calidad de las viviendas sociales y los subsidios y empleos de emergencia a los sectores más vulnerables ante la crisis económica. No obstante, a poco de asumir debió enfrentar algunas turbulencias, que la llevaron a realizar dos cambios de gabinete en menos de dos años de Gobierno. Entre los factores de crisis cuentan especialmente las protestas de los estudiantes secundarios que estallaron en mayo de 2006 y la fallida implementación del Transantiago.
Las protestas apuntaban contra el sistema educativo que, a juicio de los manifestantes, se había mercantilizado. Específicamente, apuntaban contra la Ley Orgánica Constitucional de Educación (LOCE) dictada durante la dictadura, que había establecido una concepción neoliberal del sistema educativo (basado en un sistema de competencia entre las escuelas). Bachelet cedió ante algunas demandas menores de los estudiantes y nombró una comisión de más de 80 miembros, para que formulasen propuestas de reforma. Tras recibir el informe expedido por la comisión, Bachelet anunció la decisión de eliminar los colegios privados subvencionados con fines de lucro. El anuncio produjo tal revuelo que la presidenta frenó la iniciativa. Tras la movilización estudiantil, Bachelet realizó el primer cambio de gabinete, apenas cinco meses después de haber asumido el mandato.
Respecto del Transantiago, en febrero de 2007, la presidenta implementó un nuevo sistema de transporte público en la ciudad capital. El sistema, denominado Transantiago, había sido diseñado durante la presidencia de Lagos y estaba orientado a la modernización del transporte (tarifas únicas, transferencias entre buses y metro, automatización del cobro de los boletos). La puesta en marcha del flamante sistema resultó un fracaso, colapsando la red y produciendo una nueva crisis política. En marzo de 2007, Bachelet se vio obligada a realizar un segundo cambio de gabinete.
Una política sin duda audaz del Gobierno de Bachelet fue la reforma del sistema de pensiones, heredado de la dictadura y basado en un régimen de capitalización individual de administración privada de carácter obligatorio. Hacia fines de 2006, el Gobierno presentó al Congreso un proyecto de ley que proponía crear un “pilar solidario” para los sectores pobres, financiado completamente con ingresos públicos, para reemplazar los subsidios estatales destinados a alcanzar el monto de la pensión mínima y para reemplazar también las pensiones asistenciales que existían según el régimen anterior. El proceso legislativo concluyó en enero de 2008, proceso en el cual la iniciativa oficial solo tuvo algunas modificaciones. Si bien con este proyecto el Gobierno sentaba bases claras para una concepción del Estado con funciones de justicia social, la reforma no implicó un reemplazo total del sistema anterior (por ejemplo, se mantuvo la obligación de afiliación y de aportes a una Administradora de Fondos de Pensión o AFP y se mantuvo el criterio de pobreza para regir el pilar solidario). En este plano, el Gobierno afirmó sus intenciones de crear una AFP estatal en un futuro próximo. Mientras tanto la reforma realizada tuvo un carácter en todo caso complementario del sistema anterior y amortiguador de sus falencias.
A diferencia de Brasil y Uruguay, donde los respectivos partidos de Gobierno lograron mantenerse, tras el triunfo de sus candidatos Dilma Rousseff y “Pepe” Mujica respectivamente, en Chile, en las elecciones generales de 2009-2010, el candidato derechista Sebastián Piñera resultó electo. Obtuvo el 39% de los votos, mientras que el candidato de la Concertación, el ex presidente Eduardo Frei, obtuvo el 23%. Como ninguno de los dos consiguió la mayoría, se realizó una segunda vuelta electoral en la que triunfó Piñera con el 51,6% de los sufragios.
La elección de Piñera da inicio al primer Gobierno democrático posdictadura que encumbra en el Poder Ejecutivo a un candidato ajeno a los partidos de la Concertación. En efecto, mientras los dos primeros presidentes de la democracia actual, Patricio Aylwin (1990-1994) y Eduardo Frei (1994-2000), eran dirigentes de la Democracia Cristiana, los dos siguientes, Ricardo Lagos (2000-2006) y Michelle Bachelet (2006-2010), lo eran del Partido Socialista.
Ahora bien, más allá de esa novedad, el triunfo de la derecha en las elecciones presidenciales de 2010 es evidencia del legado ideológico de la dictadura. Los partidarios de la derecha pinochetista militante, a veces explícitamente y otras de modo encubierto, reivindican el “éxito” de Pinochet en la implementación de las políticas neoliberales que insertaron tempranamente al país en el proceso de globalización.
Pero el triunfo de Piñera no es solo el triunfo de la derecha, también es el fracaso del proyecto de la Concertación después de veinte años en el poder. A esta le toca ahora practicar el ejercicio de la oposición. Por lo demás, Piñera se suma a una lista de presidentes de la derecha política latinoamericana que hoy gobierna Colombia, México, Honduras, Guatemala.
Proyectos de radicalización de la democracia: Venezuela, Ecuador y Bolivia
Las Constituciones son a la organización política del Estado lo que el diseño y los planos de un arquitecto son a la construcción de un edificio. Expresan la intencionalidad de sus autores respecto de cómo entienden que debe ser tal organización. Proyectan el país al que se aspira. Establecen la forma del Estado –monarquía o república, federal o centralizado–, los Poderes del Estado, quiénes y cómo los integran, sus respectivas atribuciones y competencias, etc. También, en la fundamental parte dogmática, como es común llamarla, establecen los deberes y obligaciones del Estado y de los ciudadanos. Su estudio es importante, claro, pero como ya se ha observado, ningún analista serio explicaría la historia de un país –en la corta o en la larga duración, del pasado o del presente– leyendo la Constitución. Mucho más útil es establecer la relación entre la premisa, esto es, lo que la Constitución establece, y las consecuencias, es decir, lo que el Estado, los gobiernos y la sociedad hacen respecto de lo que está mandado hacer, relación que, al menos en la historia de las sociedades latinoamericanas muestra frecuentes y largos desfases.
Hacemos esta aclaración inicial por no tener una actitud fetichista respecto del dictum o del mandato constitucional, pero tampoco indiferencia. No es una aclaración baladí cuando el objeto de análisis es América Latina, cuyos países tienen, desde 1801 –primera Constitución de la unificada isla de Saint Domingue–, una larga y prolífica tradición en materia de aprobar Cartas Magnas. Ecuador y Venezuela, por ejemplo, han tenido más de veinte. En contraste, la colombiana de 1886 rigió hasta 1991; la argentina de 1853 hasta 1949 (si bien, violando la legalidad, la dictadura cívico-militar autodenominada “Revolución Libertadora” de 1955 la abolió y reestableció la primera), y la uruguaya de 1830 hasta 1918.
Las actuales Constituciones de las Repúblicas Bolivariana de Venezuela (1999), de Ecuador (2008) y de Bolivia (2008-2009) son expresión de un nuevo constitucionalismo, que llamamos plusdemocrático, en tanto formulan sustanciales proposiciones para profundizar la democracia, radicalizándola. Solo esas Cartas tienen el carácter fundacional de un nuevo régimen político democrático. Las Constituciones de Bolivia y Ecuador han optado por una organización unitaria descentralizada del Estado. La primera, en el artículo 1º, define a Bolivia como “un Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural, descentralizado y con autonomías”. Y sigue: “Bolivia se funda en la pluralidad y el pluralismo político, económico, jurídico, cultural y lingüístico, dentro del proceso integrador del país”. La segunda, también en el artículo 1º, establece que “Ecuador es un Estado constitucional de derechos y justicia, social, democrático, soberano, independiente, unitario, intercultural, plurinacional y laico. Se organiza en forma de república y se gobierna de manera descentralizada”. En cambio, la República Bolivariana de Venezuela, ha elegido ser “un Estado Federal descentralizado” (art. 4). Y ha establecido, por el artículo 2, la forma de “un Estado democrático y social de Derecho y de Justicia, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico y de su actuación, la vida, la libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la democracia, la responsabilidad social y en general, la preeminencia de los derechos humanos, la ética y el pluralismo político”.
En materia de concepción y ejercicio de la democracia, la Constitución de Bolivia establece, en el artículo 11, que el Gobierno tiene “forma democrática participativa, representativa y comunitaria, con equivalencia de condiciones entre hombres y mujeres”, democracia que se ejerce mediante tres formas (que serán desarrolladas por leyes posteriores): “1) Directa y participativa, por medio del referendo, la iniciativa legislativa ciudadana, la revocatoria de mandato, la asamblea, el cabildo y la consulta previa. Las asambleas y cabildos tendrán carácter deliberativo conforme a Ley. 2) Representativa, por medio de la elección de representantes por voto universal, directo y secreto, conforme a Ley. 3) Comunitaria, por medio de la elección, designación o nominación de autoridades y representantes por normas y procedimientos propios de las naciones y pueblos indígena originario campesinos, entre otros, conforme a Ley”. El ejercicio de la democracia directa permite a los ciudadanos presentar proyectos de ley e incluso de reforma de la Constitución.
La Carta de Ecuador, por su parte, distingue dos formas de participación ciudadana (Título IV): la individual y la colectiva. Instituye la participación de la ciudadanía en todos los asuntos de interés público como “un derecho que se ejercerá a través de los mecanismos de la democracia representativa, directa y comunitaria” (art. 95). Establece también la participación ciudadana mediante “audiencias públicas, veedurías, asambleas, cabildos populares, consejos consultivos, observatorios y las demás instancias que promueva la ciudadanía” (art. 100). Estatuye la democracia directa, incluyendo la revocatoria de mandato de las autoridades elegidas por voto popular, la iniciativa popular, la consulta popular (arts. 103, 104 y 105).
En Venezuela, el presidente Chávez suele invocar la “democracia revolucionaria”, aunque esta –al igual que otra propuesta, la del “Socialismo del siglo XXI”– nunca ha sido bien precisada. No obstante, la lectura de la Constitución de 1999 y su observancia permiten encontrar aspectos sustanciales de ella, en particular los referidos a la ampliación de derechos y de la participación popular, materia de los artículos 62, 63, 67 y 70. El último define los “medios de participación y protagonismo del pueblo en ejercicio de su soberanía” en los planos político, social y económico.
Las nuevas Constituciones establecen en Bolivia una democracia participativa, representativa y comunitaria, y en Ecuador una democracia representativa, directa y comunitaria, mientras la de la República Bolivariana de Venezuela no habla estrictamente de democracia sino de “Estado democrático y social de Derecho y de Justicia”, el cual “propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico y de su actuación, la vida, la libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la democracia, la responsabilidad social y en general, la preeminencia de los derechos humanos, la ética y el pluralismo político” (art. 2) (128).
Cabe acotar que en Bolivia y Ecuador, los contenidos de las Cartas actualmente en vigencia no son totalmente nuevos. En Bolivia, en 2002, se aprobó una reforma constitucional que incluyó el referéndum (utilizado en cuatro ocasiones entre 2004 y 2008) y la iniciativa legislativa. En Ecuador, la Constitución de 1978 ya incluía el referéndum y la iniciativa legislativa, mientras la de 1998 incorporó la revocatoria de mandatos. No obstante, como bien ha acotado Cintia Pinillos, en Ecuador el referéndum fue aplicado en varias ocasiones, pero no ocurrió lo mismo con la revocatoria de mandato, aun cuando hubo crisis en las que bien podría haberse utilizado. Notablemente, como ya ha sido señalado, la resolución de las crisis mostró la preferencia por la acción del Congreso y/o por la acción directa.
Las Constituciones de Bolivia y Ecuador son demasiado recientes y su observancia recién podrá ser evaluada dentro de algunos años. La de Venezuela, en cambio, ya lleva una década. En este lapso, ya ha habido varios casos en los cuales se aplicó la revocatoria de mandatos, tanto para interrumpir cuanto para confirmar el de autoridades (oficialistas y opositoras) elegidas por voto popular. El propio presidente Chávez fue objeto de una iniciativa de revocatoria, propiciada por la oposición, que fue rechazada mayoritariamente. Pero también se constatan dificultades para lograr la internalización y la efectiva práctica de las nuevas e innovadoras formas de la democracia “revolucionaria”.
En los tres casos, si las preceptivas de las nuevas y radicales Constituciones se cumplen, sin duda se avanzará en un genuino proceso de radicalización de la democracia. Como otras experiencias en el pasado (e.g. los populismos), las tres han puesto sobre el tapete una construcción de la democracia que discute la idea del liberalismo político como el único referente normativo de la democracia.
Como se ha dicho, la propuesta chavista es la de una “democracia revolucionaria”, desde sus inicios no muy bien definida y ahora cada vez más desdibujada. Con todo, a juicio de algunos analistas, en los artículos 62, 63, 67 y 70 de la Constitución de 1999 se encuentran aspectos sustanciales de ella. Préstese atención al texto de esos artículos:
Artículo 62. Todos los ciudadanos y ciudadanas tienen el derecho de participar libremente en los asuntos públicos, directamente o por medio de sus representantes elegidos o elegidas.
La participación del pueblo en la formación, ejecución y control de la gestión pública es el medio necesario para lograr el protagonismo que garantice su completo desarrollo, tanto individual como colectivo. Es obligación del Estado y deber de la sociedad facilitar la generación de las condiciones más favorables para su práctica.
Artículo 63. El sufragio es un derecho.
Artículo 67. Todos los ciudadanos y ciudadanas tienen el derecho de asociarse con fines políticos, mediante métodos democráticos de organización, funcionamiento y dirección. Sus organismos de dirección y sus candidatos o candidatas a cargos de elección popular serán seleccionados o seleccionadas en elecciones internas con la participación de sus integrantes. No se permitirá el financiamiento de las asociaciones con fines políticos con fondos provenientes del Estado.
Artículo 70. Son medios de participación y protagonismo del pueblo en ejercicio de su soberanía, en lo político: la elección de cargos públicos, el referendo, la consulta popular, la revocatoria del mandato, la iniciativa legislativa, constitucional y constituyente, el cabildo abierto y la asamblea de ciudadanos y ciudadanas cuyas decisiones serán de carácter vinculante, entre otros; y en lo social y económico, las instancias de atención ciudadana, la autogestión, la cogestión, las cooperativas en todas sus formas incluyendo las de carácter financiero, las cajas de ahorro, la empresa comunitaria y demás formas asociativas guiadas por los valores de la mutua cooperación y la solidaridad [itálicas nuestras].
Adviértase la amplitud y profundidad de lo establecido en el artículo 70, que avanzó considerablemente en el otorgamiento de poder al pueblo. Sin duda, estas preceptivas constitucionales suponen un proceso de radicalización de la democracia.
En el Preámbulo, la Carta estableció como
fin supremo […] refundar la República para establecer una sociedad democrática, participativa y protagónica, multiétnica y pluricultural en un Estado de justicia, federal y descentralizado, que consolide los valores de la libertad, la independencia, la paz, la solidaridad, el bien común, la integridad territorial, la convivencia y el imperio de la ley para esta y las futuras generaciones; asegure el derecho a la vida, al trabajo, a la cultura, a la educación, a la justicia social y a la igualdad sin discriminación ni subordinación alguna; promueva la cooperación pacífica entre las naciones e impulse y consolide la integración latinoamericana de acuerdo con el principio de no intervención y autodeterminación de los pueblos, la garantía universal e indivisible de los derechos humanos, la democratización de la sociedad internacional, el desarme nuclear, el equilibrio ecológico y los bienes jurídicos ambientales como patrimonio común e irrenunciable de la humanidad.
Como se ha visto, tras la derrota en el referéndum de 2007 (donde la cláusula más polémica era la de reelección indefinida), Chávez volvió a proponer una reforma (arts. 160, 162, 174, 192 y 230) para levantar los límites a la reelección de todos los cargos de elección popular, el de presidente inclusive. La consulta tuvo lugar en febrero de 2009 y resultó favorable al oficialismo: casi el 55% de los votos a favor. Finalizado el recuento de votos, Chávez anunció su precandidatura para el período 2013-2019.
En Ecuador, el triunfo de Rafael Correa al frente de Alianza País de algún modo fue corolario del ciclo de movilización social que en 2005 había llevado a la destitución del presidente Lucio Gutiérrez. Su principal apuesta fue conducir la Asamblea Constituyente. Con un Congreso mayoritariamente de derecha, opuesto firmemente a la reforma constitucional, Correa hizo efectiva su apuesta de instituir un cambio estructural, aunque el proceso no fue fácil.
En abril de 2007, mediante consulta popular, el pueblo se manifestó abrumadoramente a favor de la reforma constitucional (82%), resultado que dio por tierra con los clivajes de clase y regionales (la histórica brecha costa-sierra). La Asamblea se inauguró el 29 de noviembre de 2007 y de los 130 escaños, 80 correspondieron a Alianza País. Con el control de la Asamblea por parte del oficialismo, la oposición echó mano de los medios de comunicación, que ella controlaba, para canalizar sus expresiones disidentes y descalificadoras del proceso en marcha. Con todo, el nuevo texto constitucional estuvo listo a mediados del año siguiente y fue aprobado por referéndum el 28 de septiembre de 2008 (con el 63,9% de los votos).
La Constitución de 1998 había sido el respaldo institucional para la transformación neoliberal del país: privatización de los servicios públicos y de los recursos naturales; mercantilización de la salud, de la educación y de la seguridad social; precarización laboral y aumento extremo de la pobreza. En este plano, la propuesta de Correa y de la Constituyente fue refundar el Estado a través de cambios económicos, políticos y sociales claves.
Entre los primeros, el nuevo texto propone la democratización de los factores de producción, en particular de las formas de propiedad de la tierra. Asimismo, propone nuevas formas de organización económica (asociativas, comunitarias y cooperativas), existentes en el país pero no reconocidas por el Estado. Entre los cambios políticos, la nueva Carta pone fin a la función de mediación (concedida a las Fuerzas Armadas en el texto constitucional legado de la transición de 1979). En cuanto a las transformaciones sociales, se destaca una redefinición de la ciudadanía, de los conceptos de libertad y de igualdad. Así, el nuevo texto reconoce la interculturalidad y amplía los derechos de las numerosas comunidades que forman el Ecuador. También repone el derecho a la seguridad social (tan vapuleado por el neoliberalismo) e introduce un concepto hoy muy en boga, el de soberanía alimentaria (derecho a la subsistencia).
Una mención especial hay que hacer de los mecanismos de democracia directa que la nueva Carta instituye. Por derecho constitucional, ahora los ciudadanos están habilitados para presentar proyectos de ley o para proponer reformas a la Constitución. También, se ha creado un nuevo organismo, Participación Social y Ciudadana (quinto poder), encargado de canalizar las consultas populares. Muchos analistas coinciden en señalar la influencia de la ideología del “Socialismo del Siglo XXI” impulsado por Chávez y la influencia de las nociones derivadas del concepto de comunidad de los pueblos indígenas.
En Bolivia, el proceso que llevó a la sanción de la nueva Constitución puede decirse que se originó en las movilizaciones del histórico Altiplano, a partir de 2000, con la Guerra del Agua en Cochabamba; los bloqueos aymaras, en 2001 y 2002, y las Guerras del Gas en todo el país en 2003 y 2005. Las elecciones consagraron la fórmula Evo Morales-Álvaro García Lineras, con un triunfo arrollador en la primera vuelta (53,7% de los votos). En el discurso inaugural ante el Congreso Nacional, Evo planteó la refundación de Bolivia a través de la Asamblea Constituyente y del referéndum autonómico.
El presidente no tardó en hacer efectivas sus promesas electorales. El 1º de mayo de 2006 puso en marcha la recuperación de los recursos naturales por parte del Estado mediante un Decreto Supremo que obligaba a las empresas petroleras a entregar la producción de hidrocarburos a YPFB, empresa estatal dotada de la facultad de comercializar, definir condiciones, volúmenes y precios para los mercados externo e interno. También se obligó a las empresas extranjeras a firmar nuevos contratos para la exportación de hidrocarburos con aprobación del Congreso. Con la nueva política, el Estado recuperó la totalidad de la propiedad de los recursos gasíferos y petrolíferos, permitiendo a las empresas extranjeras continuar con la explotación, pero debían entregarle al Estado lo producido a cambio de una retribución (entre el 18 y el 50% del valor).
En mayo de 2008, Morales decretó la compra de la mayoría accionaria de la empresa Andina –hasta entonces controlada por la española Repsol-YPF– y nacionalizó por decreto otras tres petroleras multinacionales –Chaco, de la británica British Petroleum; la operadora de ductos Transredes, administrada por la también británica Ashmore y la anglo-holandesa Shell, y la Compañía Logística de Hidrocarburos Boliviana (CLHD), de capitales peruanos y alemanes–, de modo tal que el Estado pasó a controlar el 50% más uno de las acciones de las dos primeras, y la totalidad de la tercera.
También nacionalizó la mayor empresa telefónica del país, Entel, filial de la italiana Telecom, y revocó el contrato con Aguas del Illimani, filial de la francesa Lyonnaise des Eaux, proveedora de agua en La Paz y el Alto. En su lugar fue creada la Empresa Pública Social de Agua y Saneamiento.
En cuanto a la política de tierras, el 2 de julio de 2006 se dieron a conocer siete Decretos Supremos, que dispusieron completar el proceso de saneamiento de la propiedad agraria y distribuir entre dos y 4,5 millones de hectáreas de tierras fiscales a pueblos y comunidades indígenas sin tierra. Se dispuso la recuperación estatal de las tierras que no cumplieran una función económica y social, aun cuando sus propietarios hubieran pagado los impuestos correspondientes. El criterio distinguía entre tierras trabajadas y tierras no trabajadas. Los terratenientes y los burgueses del Oriente, como era previsible, se opusieron, alegando la seguridad jurídica de las inversiones y el derecho de uso de las tierras productivas, las cuales, a su juicio, debían ser propiedades extensas conforme las características de la producción en los llanos bolivianos. Los campesinos se movilizaron hasta La Paz para reclamar la reversión de tierras, mientras que los grandes propietarios lo hicieron para demandar la ampliación del proceso de saneamiento de tierra y la verificación del cumplimiento de las tierras observantes de la función económica y social.
En cuanto a la elección para la Asamblea Constituyente, fueron ganadas holgadamente por el MAS con el 51% de votos el 2 de julio de 2006, lo que ratificó su condición de fuerza política mayoritaria, notoriamente en las áreas rurales. El MAS logró 137 escaños (sobre 255), cifra que no le permitió alcanzar el objetivo de los dos tercios (170) necesarios para imponer sin negociaciones sus propuestas fundamentales. Es decir, puso al partido de Gobierno en situación de negociación con la oposición. La derecha representada por PODEMOS bajó su caudal electoral a 20,4% (contra 30% en las presidenciales) y obtuvo 60 bancas.
La convocatoria a una Asamblea Constituyente fue una de las primeras medidas del Gobierno de Morales para refundar radicalmente el Estado Boliviano sobre la base del reconocimiento de la pluralidad étnica y para definir la estrategia a seguir en dos cuestiones muy sensibles: el control de los recursos naturales, hidrocarburos y tierras, y las autonomías departamentales.
El largo y conflictivo proceso constituyente, iniciado en agosto de 2006, concluyó en diciembre de 2007 cuando la Asamblea (con la presencia de representantes de diez fuerzas políticas y la ausencia de los 90 de PODEMOS, que alegaron la “ilegalidad” de las reuniones) aprobó en forma definitiva el texto de la nueva Constitución, que debía ser refrendado por el pueblo en un posterior proceso electoral.
En el ínterin, los militantes derechistas hostigaron continuamente a los asambleístas oficialistas, principalmente a los indígenas, campesinos y mujeres. La derecha resistió la resolución de la Asamblea, en particular a través de los “comités cívicos” formados en los cuatro departamentos de la media luna. Ellos han sido y son la expresión organizada de la burguesía y los terratenientes, y sus aliados de clase media, que –después de usufructuar secularmente del centralismo estatal– se han tornado autonomistas por razones étnicas y de clase. Estas razones son de carácter estructural: nunca han sido democráticos ni lo son ahora.
Tres medidas de justicia social tomadas por el Gobierno irritaron a esos sectores: el Bono Juancito Pinto, la Renta Dignidad y el Bono Juana Azurduy, que tenían como destinatarios a los niños en edad escolar, a los adultos mayores de 60 años, jubilados o no, y a las mujeres embarazadas. La irritación fue mayor aún porque la asignación de los recursos era privativa del Estado nacional y no de los departamentos o las prefecturas, quitándoles a estas la posibilidad de desvío o manipulación de los fondos. Además, con la solidaridad de Cuba y Venezuela, el Gobierno lanzó una intensa campaña alfabetizadora que, en su primera etapa, favoreció a casi 700.000 personas de comunidades, sindicatos, barrios y ciudades. Cuba, además, desempeñó un papel fundamental en la provisión de ayuda médica. Así, la derecha se empeñó en una campaña xenófoba que buscaba expulsar del país a venezolanos y cubanos.
El Gobierno central se mantuvo escrupulosamente dentro de las reglas del juego democrático, sorteó todas las provocaciones y movilizó al pueblo, mientras la derecha no vaciló en saltar la línea de la legalidad, boicoteando las sesiones de la Constituyente, desconociendo la voluntad popular, realizando referendos separatistas ilegales, intentando el golpe de Estado, apelando al terror. Con el respaldo del pueblo y las Fuerzas Armadas y de seguridad sujetas al poder civil, el Gobierno pudo dar un paso más en el proceso de la Revolución Democrática y Cultural, y la construcción del “capitalismo andino”, como lo denomina García Linera.
Por haberse fortalecido, el Gobierno se avino a negociar con la derecha los términos del referéndum constitucional, postergado un año por las maniobras de boicot. En octubre de 2008, una masiva marcha de alrededor de 100.000 personas avanzó hasta La Paz y llegó a las puertas del Congreso reclamando la realización del referéndum constitucional. Los legisladores debatieron durante doce días el texto aprobado en diciembre de 2007 y acordaron modificar 100 de los 411 artículos y convocar a elecciones generales en diciembre de 2009.
En el transcurso del debate parlamentario, PODEMOS –hasta entonces segunda fuerza política del país y primera de la derecha– se fracturó. Sus representantes de Beni y Santa Cruz rechazaron el llamado a elecciones, a pesar del acuerdo firmado por todos los jefes de bancada. Así, el Gobierno pudo hacer efectiva la convocatoria al referéndum para la aprobación o el rechazo de la nueva Constitución, que tuvo lugar el 25 de enero de 2009. El resultado fue holgadamente favorable al Sí: 61,43% a nivel nacional. En los departamentos, el Sí triunfó en Potosí (80%), La Paz (78%), Oruro (74%), Cochabamba (65%) y Chuquisaca (51,5%). El No lo hizo en Beni (67%), Santa Cruz (65%), Pando (59%) y Tarija (57%). Aun así, la derecha otra vez rehusó aceptar la voluntad popular y sus representantes hablaron de un empate que obligaba a un pacto. Pero matemáticamente, como es obvio, 61 a 39 no es empate.
Uno de los puntos en cuestión era el contemplado por el artículo 398, referido a la cuestión del latifundio. Según este artículo, el latifundio y la doble titulación están prohibidos por “ser contrarios al interés colectivo y al desarrollo del país. Se entiende por latifundio la tenencia improductiva de la tierra; la tierra que no cumpla la función económica social; la explotación de la tierra que aplica un sistema de servidumbre, semiesclavitud o esclavitud en la relación laboral o la propiedad que sobrepasa la superficie máxima zonificada establecida en la ley”. Hasta ahí, hubo acuerdo. La discrepancia estaba en la última línea del artículo, cuya redacción definitiva quedó sujeta al resultado del Referendo Dirimitorio, a realizarse simultáneamente con el de la Constitución toda. Según la opción a), “[e]n ningún caso la superficie máxima podrá exceder las 10.000 hectáreas”; según la opción b) las 5.000 hectáreas. En el mencionado Referendo la opción por las 5.000 hectáreas se impuso abrumadoramente con casi el 81%. Pero la cláusula rige a futuro, pues el Gobierno concedió a la derecha que no sería aplicada retroactivamente.
La nueva Constitución establece que “Bolivia se funda en la pluralidad y el pluralismo político, económico, jurídico, cultural y lingüístico, dentro del proceso integrador del país” (art. 1), y dispone que “‘[l]a nación boliviana está conformada por la totalidad de las bolivianas y los bolivianos, las naciones y pueblos indígenas originarios campesinos, y las comunidades interculturales y afrobolivianas que en conjunto constituyen el pueblo boliviano” (art. 3). El artículo 2, a su vez, establece: “Dada la existencia precolonial de las naciones y pueblos indígena originario campesinos y su dominio ancestral sobre sus territorios, se garantiza su libre determinación en el marco de la unidad del Estado, que consiste en su derecho a la autonomía, al autogobierno, a su cultura, al reconocimiento de sus instituciones y a la consolidación de sus entidades territoriales, conforme a esta Constitución y la ley”. La capital es reinstalada en Sucre (art. 6). Sin parangón en el mundo, los servicios básicos –agua, luz, teléfono– son definidos como un derecho humano y, por tal carácter, de propiedad pública intransferible al capital privado.
Es una Constitución de avanzada, pero no es socialista. En materia de propiedad reconoce cuatro formas: comunitaria, estatal, cooperativa y privada. Un gran logro es el del reconocimiento de la centralidad de los pueblos originarios en el proceso de refundación de Bolivia, merecidísimo tras una plurisecular exclusión que condenó a la mayoría de la población (60 a 70% en todo el país, más del 80% en el campo) a la condición de no ciudadanos.
Desde marzo de 2010, en todas las unidades militares y policiales del país se izan tanto la tradicional bandera tricolor como la wiphala, la enseña a cuadros de siete colores de los pueblos originarios. Se trata de un hecho con una carga simbólica muy fuerte.
En las elecciones presidenciales de diciembre de 2009, el binomio Morales-Linera obtuvo el 63% de los votos y el MAS logró la mayoría absoluta en ambas Cámaras, situación sin duda favorable para avanzar en los proyectos de ley necesarios para “refundar” Bolivia.
No obstante, la coyuntura todavía no está cerrada. Burgueses y terratenientes, y sectores de clase media aliados, se resisten a aceptar los resultados transparentes, inobjetables y categóricos de la ciudadanía, violentando las reglas de la democracia que tanto proclaman defender. El pueblo ha ganado el gobierno, ha construido una sólida mayoría para llevar adelante un proyecto transformador radical de nuevo tipo, pero todavía no ha conseguido el poder, que continúa, en gran medida, en manos de las viejas clases dominantes, las cuales controlan la economía (la gran propiedad agraria, los bancos, el gran comercio, las fábricas) y casi todos los medios de comunicación, un instrumento de poder y dominación poderosísimo en el mundo actual. Y, lo que es decisivo, todavía gobiernan en la región más rica del país, con sus enormes recursos naturales estratégicos (petróleo, gas, hierro).
Un acontecimiento decisivo, con proyecciones no fáciles de determinar en el corto plazo, se produjo el 14 de noviembre de 2010. Ese día, en un acto conmemorativo del bicentenario del Ejército boliviano –con la presencia del presidente Morales, legisladores y altos oficiales de Argentina, Brasil, Chile, Ecuador y Perú– su comandante general, Antonio Cueto Calderón, proclamó que, en virtud de la nueva Constitución, el arma pasa a constituirse en
una institución socialista, comunitaria, y como tal nos declaramos antiimperialistas, porque en Bolivia no debe existir ningún poder externo que se imponga, queremos y debemos actuar con soberanía y vivir con dignidad.
No solo eso:
También nos declaramos anticapitalistas, porque este sistema está destruyendo a la madre tierra, es por eso que debemos unir todos nuestros esfuerzos y capacidades para defenderla. Los anteriores gobiernos neoliberales pactaron con el sistema capitalista buscando la destrucción de nuestras Fuerzas Armadas con planes que disminuían progresivamente nuestra capacidad operativa.
Así como rechazamos la guerra nos preservamos el legítimo derecho a la defensa de nuestro territorio, de los derechos naturales como la madera, el oro, los hidrocarburos, el litio entre otros […]; en preservación de esa soberanía no vamos a permitir la instalación de bases militares de potencias extranjeras en nuestro territorio. En ese sentido y con la finalidad de lavar el honor del Ejército, solicitamos a las autoridades pertinentes que a través de la Ley Marcelo Quiroga Santa Cruz, se actúe en consecuencia con quienes entregaron para desactivar misiles adquiridos para la defensa del Estado (129).
La Bolivia de la Revolución Democrática y Cultural, aun con toda su imprecisión, es un verdadero laboratorio político-social donde se pone a prueba la fuerza de las clases dominantes para resistir los cambios que afectan sus seculares privilegios y la fuerza de las clases populares para construir una sociedad menos desigual, más justa, más libre, más plural, más democrática.
El golpe de Estado en Honduras
En ausencia de un pasado oligárquico típico (como el de El Salvador o el de Guatemala) y con una experiencia reformista agraria que benefició al pequeño campesinado, no hubo en Honduras una situación revolucionaria como en otros países. Los conflictos sociales provenientes del proletariado agrícola del enclave de plantación bananero fueron históricamente controlados por los partidos tradicionales (Partido Liberal y Partido Nacional). Torres-Rivas (2007: 505) señala la persistencia de un bipartidismo secular, sin que el país haya sido “democrático” y “aunque solo ha[ya] experimentado autoritarismos militares y civiles débiles”.
En cuanto a los gobiernos militares, el militarismo fue tardío y tuvo su expresión en el reformismo del coronel Oswaldo López Arrellano (1963-1971 y 1972-1975). Torres-Rivas (2007: 506) afirma que los gobiernos militares “más que violentos fueron corruptos”. En 1975, el Consejo Superior de las Fuerzas Armadas (CONSUFFAA) desplazó a López Arellano, acusado de aceptar un soborno de la UFCo (episodio conocido como Bananagate). Lo sucedió quien había encabezado el golpe de Estado en su contra, el coronel Juan Alberto Melgar, quien, a su vez, fue removido en 1978 acusado de estar involucrado en el tráfico de drogas. Asumió entonces el coronel Policarpo Paz García (1978-1982), quien se convirtió en pieza clave para la ofensiva antisandinista pergeñada por el Gobierno de Estados Unidos. El retorno a los cauces institucionales de la democracia tuvo entonces mucho más que ver con la conveniencia geopolítica de Estados Unidos que con el despliegue de un proceso dinámico interno. Frente al triunfo del FSLN en Nicaragua la estrategia contrainsurgente de Estados Unidos fue esgrimir regímenes democráticos. Fundamentalmente por presiones del gobierno de ese país, los militares hondureños aceptaron ceder el Gobierno al poder civil, llamando a elecciones para una Asamblea Constituyente. En noviembre de 1981 resultó electo el candidato liberal Roberto Suazo Córdova, iniciándose el primer Gobierno de “transición”.
Pero pronto, en el contexto de despliegue de la estrategia contrainsurgente antisandinista, la vida social se militarizó. Así, el presidente Suazo gobernó solo virtualmente ya que en los hechos el poder era ejercido por los altos mandos militares. Hasta principios de la década de 1990, según consigna Bertha Oliva (2003), las Fuerzas Armadas ejercieron “un poder fáctico”, pues “tomaban decisiones políticas y administrativas en varias instituciones clave del Estado”. En la medida que avanzaron los procesos de paz en Centroamérica, en Honduras, durante la presidencia de Carlos Roberto Reina Idiáquez (1994-1998), ex presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se hizo una sustancial reforma de las Fuerzas Armadas, por la cual puede decirse que hubo cierto traspaso del poder militar al poder civil.
Aunque, como en otros países de América Latina, los militares hondureños tuvieron éxito en negociar su impunidad, el presidente Reina tomó medidas que afectaron gravemente el poder castrense. Entre las más destacadas cabe mencionar la eliminación del servicio militar obligatorio y la designación de civiles en los cargos públicos antes ocupados por militares. Asimismo, suprimió el cargo de comandante en Jefe y el Consejo Superior de las Fuerzas Armadas, que actuaban como verdaderos poderes (Ejecutivo y Legislativo, respectivamente) paralelos. Significativamente, le dio rango de figura constitucional permanente al cargo de Comisionado Nacional de los Derechos Humanos. Desde entonces, hubo en Honduras una democracia electoral, sin que por ello se haya revertido la fragilidad del orden constituido. El golpe de Estado de 2009, después de tres décadas de continuidad institucional, es demostración inequívoca de dicha fragilidad.
Honduras es un país que con su singular historia de dependencia del capital extranjero (“república bananera”) tuvo escalofriantes incrementos de la pobreza y la desigualdad social, en particular en la década de 1990, siendo en la actualidad uno de los países con niveles de pobreza e indigencia más altos. Siete de cada 10 habitantes viven en la pobreza y cerca de la mitad de la población (45,6%) en la indigencia (datos correspondientes a la medición de 2008, según CEPAL, 2009).
En enero de 2006, Manuel (“Mel”) Zelaya Rosales, del Partido Liberal, sucedió en la presidencia al empresario Ricardo Rodolfo Maduro Joest (2002-2006), del Partido Nacional. Pese a su origen de clase –pertenecía a una familia terrateniente muy rica–, Zelaya hizo un Gobierno con ciertos miramientos para con los intereses de las clases populares. Por ejemplo, firmó un decreto de aumento del salario mínimo, que provocó la ira de la patronal hondureña. También, redujo el costo del combustible, lo cual afectó los históricos márgenes de ganancia de las empresas transnacionales, y contrató con la venezolana Petrocaribe la compra de petróleo –más por conveniencia económica que por afinidades ideológicas, según acota Torres-Rivas (2010)–. También se negó a la privatización de la Empresa Nacional Portuaria, contra la presión de las cúpulas empresariales. Y, muy especialmente, manifestó su decisión de construir un aeropuerto internacional en Palmerola, donde Estados Unidos tenía una base militar. Con esto y con su adhesión al ALBA, la política nacional se volvió, una vez más, un punto sensible para el Gobierno norteamericano. Todo esto, sumado a un estilo político alejado de las expectativas de la burguesía y de su propio partido, aumentó el odio de los sectores históricamente dominantes. Por otra parte, las huelgas, el aumento del desempleo y los altos índices de pobreza y violencia no eran señales auspiciosas.
En este escenario se produjo el golpe de Estado del 28 de junio de 2009. Fue una operación militar perpetrada por las Fuerzas Armadas. El detonante fue un decreto del presidente Zelaya que ordenaba realizar, ese día, una encuesta para conocer si la ciudadanía aceptaba que en las siguientes elecciones se le preguntara si estaba o no de acuerdo en convocar una Asamblea Constituyente. Los opositores esgrimían que el gobierno buscaba cambiar el texto constitucional para incorporar la cláusula de reelección indefinida (aunque Zelaya nunca se había expresado estrictamente en estos términos). El decreto ignoraba una orden judicial previa que, a instancias del Tribunal Supremo Electoral, había declarado ilegal la consulta (inicialmente prevista para el día de las elecciones generales en noviembre).
Mientras el Tribunal Supremo Electoral, la Fiscalía General, la Corte Suprema de Justicia y el Congreso de la República declararon ilegal la consulta, los grupos de poder opositores y las Fuerzas Armadas conspiraban.
El enfrentamiento tuvo como principales exponentes a las corporaciones privadas y el Estado y tuvo por escenario a los medios de comunicación. La polarización fue in crescendo. A los medios controlados por las burguesías aliadas al capital extranjero se enfrentaron los medios creados desde el Estado por Zelaya.
Cerca de la fecha en la que finalmente se reabriría la consulta, el presidente ordenó a las Fuerzas Armadas que organizaran la distribución de la boleta electoral. Pero estas desobedecieron la orden, por lo que el 27 de junio Zelaya destituyó a su jefe, el general Romeo Vásquez Velásquez. Enseguida, el Congreso decidió la destitución del presidente, entre otras cosas por “traición a la patria”, y ordenó su arresto. En la madrugada del 28 de junio, poco antes de la hora prevista para dar inicio a la controversial consulta popular, Zelaya fue arrestado en su residencia por un grupo de militares, que desoyeron las órdenes iniciales y lo expulsaron del país. Zelaya, en pijama, fue trasladado a Costa Rica, haciendo una parada intermedia en Palmerola.
Inicialmente, la población estuvo al margen de los hechos, pues un corte energético impidió el normal funcionamiento de las telecomunicaciones. Pero ante la falta de las papeletas de votación y la ausencia del presidente, comenzaron las movilizaciones.
Al mediodía de aquel mismo 28 de junio, el Congreso en sesiones designó en lugar del destituido Zelaya al presidente del Congreso, Roberto Micheletti, el siguiente en la línea de sucesión. Micheletti fue investido como presidente interino con el compromiso de que permaneciera en el cargo solo hasta el 27 de enero de 2010 (fecha de finalización del mandato de Zelaya).
Entre el 28 de junio, día del golpe, y el 29 de noviembre, día de las elecciones previstas por el calendario electoral, el clima político estuvo convulsionado. En Tegucigalpa se sucedieron las manifestaciones a favor y en contra del nuevo Gobierno. Las protestas a favor de Zelaya fueron primero espontáneas y luego organizadas (al menos las principales) a partir del surgimiento del Frente Nacional de Resistencia contra el Golpe de Estado (luego de las elecciones: Frente Nacional de la Resistencia Popular, FNRP).
Apenas asumió, Micheletti decretó el estado de sitio y ordenó la represión de las protestas. En este marco, se produjeron graves violaciones a los derechos humanos, según denunciaron algunos organismos de Derechos Humanos, que aún no han logrado el esclarecimiento. Los momentos más álgidos de la movilización popular fueron el 5 de julio y el 15 de septiembre. En el primero, Zelaya intentó regresar al país, pero no pudo aterrizar. Para su regreso contó con el apoyo efectivo de algunos mandatarios latinoamericanos, que viajaron hasta San Salvador, entre ellos la presidenta de Argentina, Cristina Fernández y el presidente de Ecuador, Rafael Correa. En los alrededores del Aeropuerto Internacional de Toncontín se había congregado una multitud de alrededor de 500.000 personas, según los propios manifestantes y algunos medios. En el segundo momento, en ocasión de la conmemoración del día de la independencia nacional, hubo un desfile, paralelo al organizado por el Gobierno, que fue también una multitudinaria expresión de resistencia. Respecto de las movilizaciones populares, Álvaro Calix (2010: 45) señala que no todos en la oposición eran “partidarios de Zelaya”, pero sí todos condenaban el golpe.
Por su parte, la comunidad internacional, en particular la ONU, la OEA y la Unión Europea, se pronunciaron en contra del golpe de Estado y exigieron la inmediata restitución del presidente depuesto. La OEA suspendió la pertenencia de Honduras a ese organismo (esgrimiendo el artículo 21 de la Carta Democrática Interamericana que establece la posibilidad de suspender un Estado miembro cuando se “constate que se ha producido la ruptura del orden democrático”). Cabe señalar que Honduras es la segunda nación, después de Cuba, excluida de la OEA. No obstante, cabe notar que la OEA fracasó en su intento de resolución del conflicto, mostrándose incapaz de revertir la situación en el país centroamericano.
El Gobierno de Micheletti, pese a no tener el reconocimiento internacional, nombró un nuevo gabinete aceptado por la mayoría de los empresarios, los medios de comunicación, las Fuerzas Armadas y la Iglesia Católica. En el plano internacional, pese a la generalizada condena, la política norteamericana frente a los sucesos hondureños fue errática. Por un lado, Estados Unidos reconocía a Zelaya como presidente legítimo. Por otro, llevaba a cabo una clara estrategia de dilación de las negociaciones. Finalmente, el Gobierno de Barak Obama hizo pública su posición de apoyar los comicios como única salida a la crisis. Incluso, a diferencia de la posición del resto de los países de la OEA, declaró reconocer al eventual triunfador. En la posición del Gobierno norteamericano era evidente la fuerza de los sectores más duros de la derecha republicana.
En septiembre, Zelaya volvió sorpresiva y clandestinamente al país y se alojó en la embajada de Brasil. La fragilidad de la “resistencia” al golpe fue evidente, observándose una progresiva merma con el paso de los meses. Aislado en la embajada de Brasil y sin capacidad política para articular políticamente su regreso, Zelaya no tuvo más alternativa que jugar con las reglas definidas por otros.
En noviembre se realizaban los comicios. Micheletti lanzó una feroz campaña para reducir los porcentajes de abstencionismo (que en las elecciones de 2005 había sido del 45%) y de ese modo “legitimar” su acción política. Los “zelayistas” y el propio Zelaya manifestaron no reconocer los comicios y llamaron a la abstención, precisamente para restar legitimidad al ya cuestionado proceso electoral. La votación dio el triunfo al Partido Nacional y a su candidato Porfirio Lobo. Con cifras oficiales que indican un 49% de abstenciones (pero es atendible la sospecha de una cifra mayor), el presidente Lobo tuvo que afrontar la difícil tarea de construir legitimidad en medio de un escenario internacional en el que las sanciones al golpe de Estado continuaban vigentes. Con respecto a Zelaya, el nuevo Gobierno le dio un salvoconducto para que se trasladase a República Dominicana, autorizando luego su regreso al país en mayo de 2011.
El golpe de Estado en Honduras, más allá del devenir de los acontecimientos, llama a la reflexión sobre un problema crucial y recurrente en América Latina: la dependencia imperialista. En efecto, algunas versiones han vinculado el golpe con los intereses de Estados Unidos en la base que este país tiene en Palmerola (Soto Cano, sede de la “Fuerza de Tarea Conjunta Bravo” –JTF-B–, con unos 600 efectivos), ubicada a 100 kilómetros de la capital hondureña, instalada en 1981 durante el Gobierno de Reagan, y utilizada para las acciones de las fuerzas financiadas por la CIA contra el Gobierno sandinista en Nicaragua en particular y contra los movimientos revolucionarios de Centroamérica en general. Como se ha dicho, a comienzos de la década de 1980, las Fuerzas Armadas hondureñas habían aceptado devolver el Gobierno a los civiles y prestar apoyo a la lucha contrainsurgente a cambio de ayuda económica y militar para modernizar su armamento y adiestrar a las tropas, y a cambio de aceptar varias bases militares estadounidenses en territorio nacional. Seguramente, como llama la atención Torres-Rivas (2010: 53), no fue ajeno a esto el “sordo rencor” que quedó después de la guerra Honduras-El Salvador, la llamada guerra inútil. La Constitución de Honduras no permitía la presencia militar extranjera en el país, pero la base se instaló de todos modos fundada en un acuerdo sellado en 1954 como parte de la “ayuda militar” de Estados Unidos a Honduras. Las relaciones entre Zelaya, el empresariado, las Fuerzas Armadas y el Gobierno de Estados Unidos se crisparon cuando, en 2008, Zelaya anunció que Soto Cano se utilizaría como aeropuerto para el aterrizaje y despegue de vuelos comerciales internacionales, dada las dificultades y peligrosidad para atender esa tarea en el aeropuerto de Tegucigalpa. La construcción de la terminal civil de aviones estaría financiada por un fondo del ALBA.
Algunos datos resultan relevantes: el general Romeo Vásquez, jefe del Estado Mayor Conjunto destituido por Zelaya se graduó en la denominada Escuela de las Américas. Fue uno de los militares a cargo del operativo golpista. El embajador estadounidense en Tegucigalpa, Hugo Llorens, quien admitió haber estado al tanto de las maniobras de los militares y civiles golpistas, entre 2002 y 2003 desempeñó el cargo de Director de Asuntos Andinos del Consejo Nacional de Seguridad en Washington, actuando como asesor del presidente George W. Bush sobre asuntos relacionados con Colombia, Venezuela y otros países de América del Sur. En 2002, se produjo el efímero golpe contra Chávez. Adicionalmente, cabe señalar que, como parte de su giro “socialista”, Zelaya había acusado a Estados Unidos de utilizar “la lucha legítima contra el narcotráfico” para intervenir en los asuntos internos de Honduras, en respuesta a la decisión de Estados Unidos de negar las visas para ingresar a ese país. Como es obvio, el anuncio sobre la construcción de una terminal civil en la base de Soto Cano amenazaba los intereses del país del Norte, difícilmente permeable a cualquier expresión de política autónoma por parte de Honduras.
Todo esto, además de razones de índole interna, como las pérdidas económicas que implicaría para los grupos empresariales el traslado del aeropuerto financiado por el chavismo, contribuye a explicar la ambigüedad de la política de la Casa Blanca frente al golpe en Honduras. Como sostiene Torres-Rivas (2010: 54), Honduras es un ejemplo de que “las amenazas [a la democracia] no solo provienen del mar de pobreza, sino de la desorbitada concentración de la riqueza”. A esta realidad no es ajena la histeria imperialista de Estados Unidos.
En términos de política interna, el golpe en Honduras puso de manifiesto la vitalidad de la resistencia popular, un elemento que parecía ausente de la realidad nacional hasta los episodios de 2009.
Para terminar, hay que decir que Micheletti cumplió con su compromiso de entregar el mando el 27 de enero de 2010. Apoyado por Estados Unidos, puso en marcha una estrategia de dilación de las negociaciones con los zelayistas, con el objetivo de dejar correr el tiempo hasta llegar a la fecha prevista para las elecciones. En los comicios, los candidatos principales fueron Porfirio Lobo, del Partido Nacional, y Elvin Santos, del Partido Liberal. Se impuso el primero.
Crisis de la Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI), crisis de la deuda e implantación de un nuevo modelo económico (130)
Como ya se ha visto, América Latina construyó Estados de Compromiso Social o Protectores. Se trató de procesos que combinaron la industrialización sustitutiva de importaciones y una expansión de derechos sociales con activa participación estatal. En pocas palabras, políticas distribucionistas y desarrollistas. Esas políticas comenzaron a agotarse hacia la década de 1960 y en la década siguiente ya estaban claramente en crisis. Por tratarse de economías dependientes, las economías latinoamericanas vivieron esa crisis pari passu la del Estado de Bienestar Social en los países capitalistas centrales, es decir, la crisis del patrón de acumulación hasta entonces dominante. La experiencia tuvo un rasgo decisivo: la militarización de la política en un contexto internacional crecientemente dominado por la incesante presión de las grandes corporaciones multinacionales, beneficiarias de la nueva ola de expansión de la transnacionalización de las relaciones económicas, esto es, la globalización o mundialización de la economía.
Como ya ha sido señalado, entre 1964 y 1976 se instauraron dictaduras institucionales y doctrinarias de las Fuerzas Armadas que, a despecho de las anteriores –autocráticas y personales de algún jefe o caudillo militar (Gómez, Ubico, Somoza, Trujillo, Batista, Pérez Jiménez)–, llegaron para controlar férreamente el orden, disciplinar a la clase obrera y decapitar todo intento transformador de las estructuras sociales, y así crear las condiciones sociopolíticas que hiciesen posible la adopción de un nuevo patrón de acumulación de capital fundado en la liberalización de la economía, la reducción máxima de los derechos sociales, la valorización financiera, esto es, el neoconservadurismo, o neolibealismo, o Consenso de Washington, como se prefiera –con matices en el caso de Brasil, donde, como se ha visto, hubo cierta continuidad de las políticas desarrollistas–.
Fue un proceso de hiperconcentración de coacción física y simbólica, de fuerzas represivas, para “reducir la complejidad” de los problemas de ingobernabilidad de sistemas políticos más o menos democráticos, a los cuales se consideró ineficaces para “combatir el comunismo y/o el populismo”, razón por la cual debían ser sustituidos por “democracias protegidas”, en las que no estaría permitida, o estaría fuertemente controlada, la acción legal de partidos y fuerzas de izquierda. Nos hemos ocupado de tal proceso en el capítulo anterior. Aquí tan solo queremos recordar el contexto en el cual comenzó a gestarse otro proceso, el de la brutal fragmentación de la sociedad, en buena medida todavía vigente.
El modelo ISI (véase capítulo 5) fue posible por la convergencia de las inversiones directas de capital extranjero, de capital nacional y de la intervención del Estado. Ella produjo un crecimiento acelerado de bienes industriales (en primer lugar de consumo, es decir, industria liviana), modificó la estructura social, incrementó la urbanización e hizo posible una redistribución positiva de los ingresos medios de la población que favoreció en buena medida a los asalariados. No obstante, el crecimiento industrial nunca pudo convertirse en desarrollo económico-social, salto cualitativo imposibilitado por la convergencia de varios factores: elevada heterogeneidad del sistema productivo (lo que contribuyó a la concentración económica, particularmente por la mejor tecnología incorporada por las empresas transnacionales); desequilibrio externo creciente (en buena medida, por el deterioro de los términos del intercambio, por el incremento de las importaciones de bienes de equipo e intermedios y el deterioro de los precios de los productos primarios de exportación); regresividad de la distribución del ingreso (baja de salarios, afirmación de un patrón de consumo excluyente y, con una y otra, límites a la expansión del mercado interno); déficits fiscales crecientes (por inversiones estatales en infraestructura, empresas y servicios sociales, y por deficiencias en los sistemas tributarios). Como el modelo no pudo pasar a la producción de bienes de capital, tampoco pudo vincular firmemente el crecimiento industrial con el agrícola. Así, mantuvo, si no acentuó, la dependencia del sector externo con niveles de competitividad desfavorables para sus productos industriales en el mercado mundial, y, finalmente, resultó incapaz de la plena absorción productiva de la fuerza de trabajo, generando así desempleo y/o subempleo.
La generalización de los déficits sociales –más allá de alguna recuperación– durante la década de 1960 y comienzos de la de 1970 produjo un incremento de las tensiones y movilizaciones sociales y políticas, las cuales algunos gobiernos trataron de canalizar introduciendo modificaciones en el modelo, aunque la tendencia generalizada fue la represión mediante diferentes formas de violencia.
Ambas vías resultaron estériles. El modelo sustitutivo de importaciones fue atacado fuertemente, en particular por aquellos sectores que, por intereses materiales o ideológicos, eran opositores a la intervención del Estado, al tipo de industrialización y a la política redistributiva de ingresos a favor de los históricamente desfavorecidos. Finalmente, las burguesías latinoamericanas, en general, adoptaron con entusiasmo el modelo neoliberal, basado en las teorías elaboradas, entre otros, por Friedrich Hayek, Milton Friedman, Ludwig von Mises y Gerhard Ritter.
El nuevo modelo de acumulación de capital se centró en el papel subsidiario del Estado, limitado a la condición de garante de la libertad del mercado. Para imponerse, el modelo necesitó de toda la fuerza del Estado, del máximo de su violencia física y simbólica. No extraña, pues, que comenzara a imponerse en pleno auge de los postulados de la Doctrina de Seguridad Nacional.
La intervención política de las masas era visualizada como responsable del “desborde” democrático. Como tal, debía ser desterrada de las prácticas sociales y reemplazada por “soluciones técnicas”, para las cuales bastaba con un Estado mínimo que cumpliera la función de restablecer el orden. Pero como bien advierte Karl Polanyi (1992), si el mercado es el único director del destino de los seres humanos, el resultado es la demolición de la sociedad.
El nuevo patrón de acumulación se fundó en una estrategia de estabilización económica que vino definida por el Gobierno de Estados Unidos, el FMI y el Banco Mundial. El objetivo era, según sus ideólogos, reducir el “tamaño” del Estado, apelando a la privatización (desestatización) de las empresas y de los servicios públicos, y la apertura de los mercados nacionales a las inversiones de capital externo que, en teoría, posibilitarían un mayor crecimiento económico.
Más específicamente, la estrategia luego conocida como Consenso de Washington, definía diez principios de política económica aplicables mediante “paquetes” de recomendaciones políticas en tres materias: reformas macroeconómicas, reformas en el régimen de comercio exterior y fomento del desarrollo del sector privado de la economía. Las primeras se referían al disciplinamiento fiscal, la racionalización y el control del gasto público, la liberación financiera. En cuanto a las reformas en el régimen de comercio exterior, se proponía la liberación de las importaciones, la eliminación de los subsidios a las industrias no competitivas, la reducción de las tarifas aduaneras y la liberación de la tasa de cambio o, en su defecto, su fijación en una banda competitiva. Finalmente, en la tercera de las materias apuntadas, se proponía favorecer al sector privado mediante la desestatización (o la privatización, como se prefiera), las garantías a los derechos de propiedad privada, la desregulación y la captación de inversiones financieras directas (131).
La aplicación de estas medidas, conocidas también como “de ajuste estructural”, produjo efectos mucho más negativos que los que había producido el deterioro del modelo desarrollista. Como vimos, hubo una brutal fragmentación social, con exacerbación de la exclusión y las desigualdades sociales. Las políticas de ajuste provocaron: mayor concentración de la propiedad, del ingreso y de la riqueza, predominio del componente especulativo de las economías (incluso en plano económico individual), reforzamiento del poder del capital extranjero productivo y financiero, destrucción de porciones significativas del sector industrial, caída de las asignaciones estatales en los rubros salud, educación, vivienda, previsión social. Concomitantemente, aumentó el desempleo, el subempleo y la informalización de la economía, y disminuyó el valor adquisitivo del salario de los ocupados. En el plano político, social y cultural, esto se tradujo en el socavamiento de las redes de solidaridad social, despolitización, primacía de la privacidad, generalización del miedo en la vida cotidiana…
La fuerte caída de los coeficientes de inversión dificultó la reestructuración de las actividades productivas en un contexto de incremento de los niveles de competitividad a nivel mundial. Los ingresos públicos se estancaron o tuvieron una fuerte contracción debido al triple impacto de la reducción de las actividades económicas, la disminución de las importaciones y el pago del servicio de la deuda, lo que jibarizó el proceso de formación de capital. En consecuencia, las sociedades latinoamericanas se modificaron sustancialmente. El Estado se batió en retirada precisamente en aquellas áreas donde antes había obtenido logros nada desdeñables: la integración social de amplias masas hasta entonces excluidas de la ciudadanía social e incluso de la ciudadanía política. Fue un cambio en la forma del Estado, no en su matriz de clase.
Los adalides mundiales del nuevo modelo fueron la primera ministra de Gran Bretaña Margaret Thatcher (1979-1990) y el presidente de Estados Unidos Ronald Reagan (1981-1988), quienes, con éxito relativo, llevaron adelante políticas de ajuste orientadas a controlar el gasto público (con algunos obstáculos en Estados Unidos) y a reducir el tamaño del sector público. Con esta estrategia se buscaba dinamizar el sector productivo y crear condiciones favorables para fortalecer la inversión y reactivar las economías nacionales.
En los años setenta un conjunto de hechos claves había conducido a la crisis del patrón de acumulación de industrialización y del Estado intervencionista. En 1971 Estados Unidos declaró la inconvertibilidad del dólar por oro y entre 1971 y 1973 hubo sucesivas devaluaciones que pusieron fin al sistema monetario de Bretton Woods. En 1973, y otra vez en 1979, la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) decidió aumentar el precio del crudo, lo cual cuestionó gravemente el patrón tecnológico sobre el cual se había edificado el modelo de desarrollo vigente (crisis del petróleo). Como consecuencia de esta cadena de sucesos, la economía mundial entró en una fase de estancamiento y déficits presupuestarios de magnitudes desconocidas. También la inflación y el desempleo treparon a niveles imprevistos.
En América Latina, la aplicación de las políticas neoliberales de ajuste estructural mejoró algunos de los indicadores macroeconómicos. Pero este logro se alcanzó después de atravesar graves problemas en la década de 1980, y con severas consecuencias.
Según la CEPAL, económicamente, el decenio de 1980 fue definido como una “década perdida” para América Latina. A fines de 1989, el producto real por habitante era igual al de 1976 (y en algunos países, incluso menor). En conjunto, el crecimiento del PBI regional arrojaba, entre 1981 y 1989, un resultado negativo (-8,3%). Es particularmente significativo el hecho de que cuatro economías (Argentina, Brasil, México, Venezuela), de las cuales dos eran exportadoras de petróleo, acusaron índices negativos en ese período. Al concluir la “década perdida”, el Informe sobre el Desarrollo Mundial 1990, del Banco Mundial, señalaba: “En ninguna región del mundo en desarrollo los contrastes entre la pobreza y la riqueza son tan notables [como en América Latina]. A pesar de ingresos per capita que son en promedio cinco o seis veces mayores que los de Asia Meridional y África al sur del Sahara, casi una quinta parte de la población latinoamericana sigue viviendo en estado de pobreza y esto se debe a un grado excepcionalmente elevado de desigualdad en la distribución del ingreso”.
Si se considera que la población de la región era por entonces de unos 450 millones de habitantes, un quinto significa 90 millones de personas. Aunque dramática, esta cifra era conservadora y parecía optimista frente a las del PREALC (1987), para la cual el número de latinoamericanos que vivía en situación de pobreza crítica había pasado de 120 a 170 millones de personas entre 1982 y 1987 (¡más del 40% en apenas un quinquenio!). Otras estimaciones indicaban que los pobres sumaban, en 1990, 196 millones (46% de la población), de los cuales 93 millones vivían en la indigencia.
El incremento de la pobreza superaba largamente las previsiones. A fines de la década de 1970, la CEPAL calculaba que al cerrarse el siglo, habría en América Latina un total de 170 millones de personas en condición de pobreza crítica. Como acaba de señalarse, se alcanzó y se sobrepasó esa cota quince años antes.
La situación de pobreza crítica generó marginalidad social, fenómeno que adquirió carácter estructural. Los datos del PREALC (1987) son muy elocuentes: entre 1980 y 1985, la población económicamente activa informal acusó una tasa de incremento del 6,8%, la desocupación una del 7,4 a 11,4%, mientras el sector formal privado solo creció el 1,2% en igual período. Además, sector informal y pobreza tendían a coincidir: así, 46% de los pobres urbanos eran trabajadores informales, 19%, desocupados y 37%, trabajadores del sector formal. Más aún, por cada nuevo trabajador formal aparecían tres informales.
Según datos de la CEPAL y el PNUD, los pobres eran, en 1970, el 40% de sus habitantes, mientras en 1990 la cifra había ascendido a 46%. Se destacaban notablemente Brasil, Colombia y México, y en el primero, el cuartil más pobre percibió solo el 5,6% de los ingresos en 1979 y un más magro 4,5% en 1988. En México, entre 1986 y 1990 cayó del 7,4 al 6,6%, mientras en Colombia, en un contexto de leve mejoría, pasó del 5,7 al 6,6%. En contraposición, el 10% más rico de brasileños y mexicanos incrementó su apropiación de la riqueza, pasando, en el primer caso, del 39,1 al 41,7% (entre 1979 y 1988) y, en el segundo, de 33,3 a 41,1% (entre 1986 y 1990). En cambio, el 10% de los colombianos más ricos se “empobreció”: si en 1980 se llevó el 41,4% de los ingresos, en 1990 la cifra descendió a 34,9% (CEPAL, 1997).
El proceso de degradación que había empezado a insinuarse en los años setenta se precipitó en los años ochenta cuando América Latina inició una larga fase de recesión a partir del estallido de la “crisis de la deuda”. Una nefasta combinación de condiciones internas y externas está en la base de tan abrupto cambio. En efecto, el punto detonante de la “crisis de la deuda” fue la declaración de moratoria de pagos de México en febrero de 1982. Cabe señalar que ese año la deuda de México sumada a la de Brasil y Argentina representaba más de la mitad del total de la deuda externa de la región.
En la segunda mitad de la década de 1970, el Gobierno de México había tomado préstamos con bancos extranjeros para financiar la explotación del petróleo. Sumido en la fiebre del “oro negro”, que las enormes ganancias y la euforia de los mercados internacionales estimulaban, el Gobierno de México puso en marcha proyectos de desarrollo económico de manera improvisada (como el “Plan Global de Desarrollo”), lo cual derivó en un crecimiento formidable del aparato burocrático que debía sostenerlos y, con ello, en un aumento exacerbado de la corrupción.
En medio de la crisis palaciega que se desató en torno a la designación del candidato que debía suceder al presidente José López Portillo, los asuntos económicos internos fueron gravemente desatendidos. El incontenible aumento de las tasas de interés llevó a un igual aumento de la deuda externa. En este escenario, la decisión de devaluar el peso mexicano llegó en un momento en el que la crisis económica era aguda y había tomado un ritmo irrefrenable. Cuando en febrero de 1982, la Secretaría de Hacienda declaró la moratoria de pagos y más tarde nacionalizó la banca y decretó el control de cambios, la crisis tomó dimensión mundial.
Los efectos de esta crisis sobre la región fueron devastadores, fundamentalmente por la magnitud del endeudamiento generado. Según datos del documento “La acción internacional de América Latina ante la crisis del endeudamiento externo”, entre 1975 y 1982 la deuda externa total de la región había pasado de 67.000 millones de dólares a cerca de 300.000 millones. El mismo documento afirma que “este crecimiento fue especialmente rápido entre 1975 y 1980, lapso durante el cual el endeudamiento externo se incrementó a un ritmo medio anual de casi el 25%, esto es, a una tasa bastante superior a la también muy alta (18%) a que se expandió el valor de las exportaciones de la región” (132).
Los países de la región recurrieron al endeudamiento externo fundamentalmente para paliar los efectos sociales negativos de las nuevas políticas aperturistas. Pero como sabemos, el paliativo alcanzó apenas para demorar, y por un lapso muy breve, la crisis social.
Al aumento del endeudamiento hay que añadir el cambio en el origen y la composición de la deuda contraída. Según consigna la misma fuente citada más arriba, “a comienzos del decenio pasado [de 1970], los flujos privados representaban menos del 40% de los totales, mientras que en los últimos años [la fuente data de 1983] sobrepasaron el 80%. Al mismo tiempo, los créditos de mediano y largo plazo y aquellos a tasas de interés concesionales fueron reemplazados por créditos de corto y mediano plazo y a tasas de interés variable. Ello implicó un fuerte deterioro en el perfil de la deuda latinoamericana –el menos favorable de todas las regiones del Tercer Mundo– y condujo progresivamente a un fuerte aumento del porcentaje de los ingresos de exportación que debió ser utilizado para atender el servicio de la deuda”.
La crisis de la deuda no fue ajena a las dos crisis petroleras previas, la de 1973 y la de 1979. Durante los años que mediaron entre una y otra, se generó una gran liquidez bancaria –incrementada por el reciclado de las sustanciales ganancias de los países exportadores en gran escala–, que no orientó el flujo financiero hacia los países capitalistas centrales, que adoptaron políticas recesivas, sino hacia los dependientes, cuyos gobiernos optaron, mayoritariamente, por el crédito externo como medio para financiar planes de desarrollo económico o afrontar los altos costos de las importaciones de petróleo y sus derivados. En cambio, entre 1979 y mediados de 1982, los países industrializados y económicamente dominantes impulsaron políticas internas expansivas en lo fiscal y restrictivas en lo monetario, combinación que, en el caso de Estados Unidos, convirtió a este país en un gran demandante de recursos externos, proceso acompañado de un aumento de las tasas de interés internacional. Los países dependientes, a su vez, continuaron su endeudamiento, a veces como mecanismo para el pago del servicio de la deuda contraída en la etapa anterior, al tiempo que su situación se agravó aún más por la caída del precio de las materias primas.
Así, el alza de las tasas de interés y la sobrevaluación del dólar, por parte del Gobierno norteamericano, incidieron fuertemente en el sobreendeudamiento de los países latinoamericanos. El Plan Baker, de 1985, a modo de respuesta a las peticiones expuestas por estos en la Conferencia de Cartagena de junio de 1984 soslayó por completo la dimensión política de la deuda externa de la región y, por cierto, la propia responsabilidad de Estados Unidos. Entre los puntos acordados por los gobiernos de la región en la Declaración de Cartagena se destacan: 1) subordinar la gestión de la deuda al crecimiento económico; 2) la responsabilidad de la deuda debía compartirse entre acreedores y deudores; 3) los países latinoamericanos asumían el compromiso de pagar el servicio de la deuda; 4) iniciar un diálogo político entre los países afectados por el endeudamiento; 5) el tratamiento colectivo de la cuestión de la deuda debía ser preferencial sobre el individual, a efectos de evitar la obtención de condiciones favorables exclusivas.
El supuesto inicial del Plan Baker era que los países deudores podrían cumplimentar el pago de la deuda si crecían económicamente. Según argumenta Nora Lustig, el Plan se fijó “como objetivo reunir una cantidad considerable de crédito externo, tanto oficial como privado”, pero este no fue alcanzado. “Ante dicho fracaso, el Plan Baker entró en una nueva etapa, conocida como el ‘menú de opciones’, que incorporó a la estrategia una serie de mecanismos orientados a reducir el stock o el servicio de la deuda, como los llamados bonos de salida, las operaciones de capitalización de deuda y las operaciones de recompra”. Pero tampoco se obtuvieron los resultados esperados, de manera que en marzo de 1989 se anunció una nueva estrategia, definida por el Plan Brady. “La reducción de la deuda o de su servicio se convirtieron en objetivo explícito y fundamental, y dejaron de ser anatema de los círculos financieros internacionales. Por primera vez, los países acreedores aceptaron hacer uso de fondos oficiales, principalmente a través de los organismos multilaterales de crédito como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, para apoyar operaciones de este tipo” (Lustig, 1995: 65). En la práctica, los resultados fueron modestos.
Al considerar a América Latina en su conjunto, se observa que la deuda externa casi se triplicó (2,78) entre 1980 y 2002: pasó de 260.800 millones a 725.100 millones de dólares. Diez países lo hicieron por encima de la media, incluso más de cuatro veces, como en los casos de Uruguay (4,21), El Salvador (4,41), Argentina (4,89) y Colombia (5,45). Brasil incrementó la suya 3,22 veces y México, la otra gran economía regional, 2,46 veces. Venezuela (1,12), Costa Rica (1,52 veces) y Bolivia (1,56) fueron los países con menor incremento de la deuda externa. Pero todos la aumentaron.
La situación de endeudamiento externo varió de país a país, en especial en lo que hace a las razones y modos del contraer la deuda. Paradigmáticamente, en México, en medio de la recesión económica derivada de la crisis de 1982, el presidente Miguel de la Madrid negoció un préstamo exterior para financiar el déficit fiscal, la actividad productiva y la deuda externa. Durante su Gobierno también comenzó un proceso de privatización que se profundizó en la década siguiente, sobre todo bajo la presidencia de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994).
Los países latinoamericanos apelaron a experimentos ortodoxos y heterodoxos para salir de la crisis, tal como ocurrió entre 1982 y 1987. La devaluación (con una media regional del 23%) fue uno de los instrumentos de aplicación generalizada. La reducción de los salarios del sector público, otro, especialmente en Chile y en México. Entre los países del Cono Sur, Argentina y Brasil (y también Perú fuera de ese espacio) apelaron a medidas heterodoxas, como los ya mencionados Planes Austral y Cruzado, respectivamente. El Plan Austral (1985) estableció un congelamiento general de precios y salarios, implantó un tipo de cambio fijo, devaluó el peso un 40% y lo reemplazó por una nueva moneda, el austral. La inflación descendió del 350% en el primer semestre, al 20% durante el segundo. Brasil siguió un camino más o menos parecido: el Plano Cruzado (1986) congeló los precios, liberalizó los salarios, sustituyó el cruzeiro por el cruzado y logró reducir la inflación. Al cabo de pocos meses ambos planes concluyeron en sendos fracasos, apreciándose rebrotes inflacionarios.
Cada uno a su turno, los gobiernos de la región optaron por un acto de fe en la invulnerabilidad de la economía –y de las recetas económicas– norteamericana –las de la administración Reagan y las de sus sucesores–. Así, tomó forma el modelo neoliberal en América Latina, implementado de forma pionera en Chile durante el régimen del dictador Pinochet (y continuado por sus sucesores democráticos) y luego, y con resultados variables, en el México de Carlos Salinas de Gortari, la Argentina de Carlos Menem, el Perú de Alberto Fujimori y el Brasil de Fernando Collor de Mello y de Fernando Henrique Cardoso. Bolivia es otro país de la región donde ese modelo alcanzó niveles devastadores.
Cabe notar que la adopción de políticas contrarias a las antes sostenidas por el Estado de Compromiso Social, esto es, intervencionistas, de ningún modo significó la prescindencia de la intervención pública en materia de economía. En efecto, la adhesión gubernamental a la ideología neoliberal y la aplicación de los “paquetes” de medidas recomendados por el Consenso de Washington exigían como pieza clave del engranaje la participación de la tecnocracia y de los organismos públicos internacionales.
Otro flagelo fue la inflación, que llegó incluso al nivel de la hiperinflación en Argentina, Bolivia y Brasil. E incluso en la década de 1990 el mejoramiento del comportamiento de algunas variables macroeconómicas se logró con nítidas falencias en materia de incidencia de la pobreza (y de la indigencia), distribución del ingreso, calidad del empleo y grado de informalidad de la economía. Estas falencias, a su vez, señalan brutales retrocesos de los derechos sociales y vacilaciones o, directamente, ausencia total de castigo a las violaciones de los derechos humanos.
Como resultado de la implementación de las políticas neoliberales, en contraste con la década de 1980 (la “década perdida”), durante los años noventa hubo importantes mejoras en los indicadores macroeconómicos, aunque la recuperación no dejó de estar atada a las turbulencias financieras producidas en el plano internacional (comenzando por el “efecto tequila”).
La crisis financiera conocida como “crisis del tequila” tuvo su centro nuevamente en México. El 20 de diciembre de 1994, apenas dos semanas después de asumir el presidente Ernesto Zedillo, el Estado mexicano devaluó bruscamente el peso nacional, en momentos en que miembros del EZLN ocupaban varias comunidades de la selva lacandona. Esta situación provocó una confusión y una incertidumbre tales en los mercados internacionales que la crisis financiera se generalizó.
Durante el Gobierno de Salinas de Gortari la economía mexicana había iniciado un profundo proceso de apertura a la inversión extranjera: se privatizó la banca nacional (nacionalizada doce años antes por el presidente López Portillo), Teléfonos de México y otras tantas empresas públicas, entre ellas la de la televisión estatal. También se firmó el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá. De este modo, el programa neoliberal de Salinas rompía con la retórica del nacionalismo revolucionario que, incluso en el gobierno de Miguel de la Madrid había sido soporte ideológico de la hegemonía del PRI.
Hacia fines del año 1994, la fuga de capitales en México era un dato evidente. Al conocerse con cierta anticipación el plan de devaluación que Zedillo pretendía llevar adelante, la fuga de capitales extranjeros se profundizó y esto, a su turno, agravó los efectos de la devaluación. A principios de 1995, Zedillo fue aún más allá de lo previsto inicialmente, estableciendo el sistema de libre flotación del peso. El Estado pronto se quedó sin reservas para cubrir sus compromisos, que en su mayoría eran de muy corto plazo, y la banca internacional le canceló la línea de crédito. El retiro masivo de inversiones puso al país no solo al borde del colapso financiero sino también productivo. Como consecuencia de la crisis, la situación social se deterioró gravemente: el PBI cayó, la desocupación aumentó y los salarios mínimos se redujeron.
La recuperación económica que permitió escapar de la crisis a los inversionistas norteamericanos y nacionales se logró por el paquete de ayuda económica externa que México recibió por parte del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, el FMI y un préstamo del Banco de Pagos Internacionales. El entonces presidente norteamericano Bill Clinton fue seriamente cuestionado por la decisión del rescate financiero.
Si bien el “efecto tequila” fue una crisis económica que tuvo cierto alcance en el sistema internacional, su mayor impacto lo tuvo en los países de América Latina. Los principales países receptores de crecientes flujos de capital fueron los más afectados: Argentina, en primer lugar, y también Brasil, Chile, Venezuela. La crisis mexicana puso abrupto fin a esos flujos, por lo que hubo recesión económica, déficit comercial y de pagos, y nuevo endeudamiento.
En estas circunstancias, los organismos financieros internacionales optaron por profundizar el modelo neoliberal. Argentina, México, Chile, Costa Rica, Ecuador, entre los principales, aumentaron considerablemente sus deudas externas. Como contrapartida del dinero recibido, los gobiernos implementaron estrictos planes de austeridad (sobre todo en materia de salarios, créditos y de precios), respaldados por una fuerte reducción del déficit fiscal.
Argentina fue uno de los países más afectados por la crisis del tequila. Hubo una enorme fuga de capitales que llevó a una excesiva caída de las reservas internacionales y retiro neto de depósitos que puso en peligro el Plan de Convertibilidad. La receta del superávit fiscal se aplicó aquí como en los otros países: el aumento de impuestos y la reducción del gasto público afectó severamente a los sectores medios, comparativamente amplios en Argentina, y a los trabajadores. Adicionalmente, se inició un nuevo ciclo de privatizaciones y endeudamiento externo.
En Brasil el “efecto tequila” también generó una salida masiva de capitales en la primera mitad de 1995, razón por la cual las reservas internacionales disminuyeron en los meses siguientes. El Gobierno debió hacer frente a esta situación y tomó medidas como la devaluación del real, el incremento en un 70% de los aranceles de más de 100 productos, así como reducir el gasto público. El Plano Real buscaba poner un alto a la hiperinflación reinante en el país de forma tal que se estabilizara la economía.
En Chile, hubo solidez de las cuentas nacionales, apoyada ampliamente a nivel social por la expansión del PBI y la disminución del desempleo. A diferencia de otras economías, la deuda externa chilena, que representaba el 40% del PBI, tuvo un descenso.
Venezuela vivió una situación similar a la que protagonizó Argentina, de fuerte fuga de capitales. En junio de 1994, durante el Gobierno de Rafael Caldera, se impuso un control de cambio con paridad única que propició la fuga diaria de divisas. Por otra parte, Venezuela tuvo en la primera mitad de ese año superávit de la balanza comercial como consecuencia del incremento del precio del petróleo a nivel mundial.
El “efecto tequila” fue un signo claro de la globalización financiera en marcha. Pero este proceso tuvo un costado definido puramente por el volumen de las transacciones financieras que se realizaron a través de las fronteras, y otro costado, que no debe menospreciarse, definido por las reformas institucionales y legales que se realizaron para liberalizar y desregular los movimientos internacionales de capital y los sistemas financieros nacionales.
En las últimas décadas del siglo XX, estas reformas (la más significativa ha sido quizá la reforma del Estado) se afianzaron como una necesidad para asegurar una gobernabilidad democrática progresiva. Para ello se procedió a reorganizar, racionalizar y desburocratizar el Estado.
En algunos casos se llevaron adelante medidas de descentralización en varios campos: económico-financiero (de recursos fiscales) y de empleo de recursos naturales, administrativo o burocrático, de decisiones políticas y de políticas regionales. De igual modo, se procedió a la venta de activos estatales, de empresas y de servicios. La transferencia de recursos estatales a capitales privados –mayoritariamente extranjeros– se llevó a cabo en dos momentos: 1991-1992 y 1996-1997. En Argentina, que viviría la crisis más aguda en 2001, el Gobierno de Menem privatizó el sistema de jubilaciones y empresas de servicios claves, como Aerolíneas Argentinas, Gas del Estado, Obras Sanitarias de la Nación, Empresa Nacional de Telecomunicaciones, Ferrocarriles Argentinos, el Correo, el espacio radioeléctrico, la producción y distribución de energía eléctrica, e incluso un recurso estratégico como el petróleo. La privatización de YPF, paradigma de las empresas estatales del país, no significó solamente la pérdida de control sobre un área crucial, sino también el disparador de la ruptura del lazo social en espacios provinciales donde la empresa había desempeñado, históricamente, una considerable función contenedora. No por azar, los piquetes y los piqueteros surgieron en ellos (133).
Brasil entró más tarde en la onda privatizadora. Lo hizo recién en 1997-1998, durante la primera presidencia de Cardoso, cuando fueron desnacionalizadas la Companhia Vale do Rio Doce (minera) y Telebras. En Chile, la desnacionalización había comenzado durante la dictadura militar, aunque sin afectar el estratégico recurso del cobre, nacionalizado durante el Gobierno de la Unidad Popular. Uruguay, en cambio, fue renuente a perder el control de las empresas del Estado, e incluso rechazó esa posibilidad mediante el voto popular. Adicionalmente, el pueblo uruguayo decidió, en una consulta simultánea con las elecciones presidenciales del 31 de octubre de 2004, no privatizar los recursos acuíferos, un campo estratégico clave en el futuro más o menos inmediato. El caso de Paraguay es singular, puesto que este país no privatizó sus empresas.
El indicador con mejores resultados fue el de la inflación, reducida drásticamente entre 1987 y 1997 en casi todos los casos –una excepción fue Honduras, donde subió de 1,8 a 15% anual–. Uno de los casos más notorios fue Argentina, con la aplicación de la convertibilidad –un cepo que estallaría en 2001–, tras las hiperinflaciones de 1989 y 1991. Si la inflación fue erradicada en la década de 1990 (como se ha dicho, excepto en Honduras), hay que tener en cuenta que esta no es solo un asunto de la economía: es, sobre todo, un asunto de carácter social, toda vez que es un mecanismo adicional de transferencia de ingresos de los más pobres a los más ricos. Significativamente, el control de la inflación durante la década de 1990 no implicó una reversión del efecto de ese mecanismo. Por el contrario, la redistribución de los ingresos en términos negativos para quienes no eran ricos se acrecentó aún más.
Por otra parte, los organismos internacionales –BID, FMI y Banco Mundial– no parecieron asumir responsabilidad en el incremento de la pobreza y de la desigualdad social. Así, por ejemplo, se ha dicho, entre otras apreciaciones de similar tenor: “[En el] nivel más inmediato las brechas de ingresos se explican primordialmente por diferencias de educación. Pero esas diferencias son el resultado de un proceso de decisiones que tiene lugar en las familias, en el cual intervienen las condiciones económicas, sociales y culturales de los padres. [...] De esa manera, la educación y la familia son los canales a través de los cuales se reproduce la concentración del ingreso. En un tercer nivel de análisis, se encuentra el contexto” (Banco Interamericano de Desarrollo [BID], 1999: 35).
Si bien en 1997 la tasa de crecimiento era de 5,4% a escala regional, la más alta en veinticinco años, en 1998 y 1999 las crisis asiática y brasileña, respectivamente, llevaron a la recesión. Adicionalmente, en 1998 algunos países sufrieron los impactos de dos fenómenos naturales catastróficos, la corriente de El Niño, que afectó a las economías de Ecuador y Perú, y el huracán Mitch, que arruinó las de América Central, particularmente la de Honduras, país donde se estima que el daño implicó un retroceso de treinta años.
Como se ha señalado, los costos sociales de la aplicación de las políticas neoliberales fueron altos. La CEPAL, en su Panorama social de América Latina 2000-2001, muestra que entre 1980 y 1999 el número de hogares pobres de la región pasó de 24.200.000 a 41.300.000 (en términos relativos, 34,7% y 35,3% del total de hogares, respectivamente). A su vez, dentro de esos hogares pobres, 10.400.000, en 1980, y 16.300.000, en 1999, eran indigentes. Los pobres pasaron de 135.900.000 de personas en 1980 a 211.400.000 en 1999, y dentro de ellos los indigentes pasaron de 62.400.000 a 89.400.000 en los mismos años. La pobreza a escala de la región tuvo una incidencia relativa mayor en el ámbito rural que en el urbano (54% y 30%, respectivamente), aunque los pobres urbanos ascendieron en 1999 “a cerca de 134 millones y los rurales a 77 millones, debido a la proporción significativamente más alta de población residente en las áreas urbanas”. En cambio, la indigencia fue ligeramente superior en el espacio rural: 46 millones contra 43 millones (CEPAL, 2001: 14).
A juicio de los analistas de la CEPAL, el incremento de la pobreza estuvo acompañado de la precarización de las condiciones de vivienda para la mayoría de los hogares pobres. Rasgos característicos fueron la situación de hacinamiento, la falta de acceso al agua potable, la presencia de un jefe de familia escasamente escolarizado, y en ocasiones desocupado, y de niños y jóvenes también escasamente escolarizados e incorporados tempranamente al mercado de trabajo, o francamente excluidos (sin estudiar ni trabajar).
La eliminación de la pobreza es mucho más una cuestión –y una decisión– política que estrictamente económica. Es posible alcanzarla incluso en los marcos del sistema capitalista, es decir, sin una transformación radical de las estructuras sociales. Víctor Tockman (apud Boron, 2000: 171) señala, que, según el Banco Mundial (en el World Development Report de 1990), “para evitar la pobreza en la región se requeriría transferir el 0,7% del producto, lo que sería equivalente a un impuesto del 2% sobre la renta del 20% más rico de la población”. En rigor, esta estimación se refiere a la eliminación de la indigencia generada en la década de 1980, de modo tal que habría que sumarle la pobreza creada en la década siguiente. Así y todo, añade Atilio Boron, las estimaciones de la CEPAL y del Banco Mundial son coincidentes en sus trazos más gruesos: “bastaría con transferir el 1% del producto para resolver el problema de la extrema pobreza en América Latina, pero se requeriría un 4,8% para hacer lo propio con la pobreza en general. Más allá de la controversia acerca de la magnitud del esfuerzo que esto demande […] y de la naturaleza y estrategia de la fuerza política dispuesta a implantarlo, queda claro que si el problema es persistente no es debido a una imposibilidad práctica de solucionarlo sino a la inexistencia de una voluntad política decidida a enfrentarlo resueltamente”.
El incremento de la pobreza ha ido acompañado también de un brutal aumento de la desigualdad de la distribución del ingreso (y, a fortiori, de la riqueza, que no es lo mismo). Según la CEPAL, sobre el final de la década de 1990, “la desigual distribución de los ingresos continúa siendo un rasgo sobresaliente de la estructura económica y social de América Latina, lo que le ha valido ser considerada la región menos equitativa del mundo”. Así, se observa que, por entonces, el 10% de los hogares de mayores recursos se apropiaba de la porción más significativa de los ingresos y, por cierto –aun cuando sea más difícil de precisarlo– de la riqueza. Excepto Costa Rica, Cuba y Uruguay, ese estrato percibía en todos los demás países de la región más del 30% de los ingresos, aunque, en rigor, en la mayoría de ellos ese porcentaje superaba el 35%, contrastando con la situación del 40% de los hogares más pobres, que percibían entre el 9% y el 15% de los ingresos totales. En Bolivia, Brasil y Nicaragua, el quintil (20%) más rico tenía ingresos per capita más de 30 veces superior a los del quintil más pobre. “En el caso de la relación de ingresos entre el decil más rico y los cuatro deciles más pobres, la mayor distancia se presenta[ba] en Brasil, donde el decil más acomodado t[enía] un ingreso 32 veces superior al de la suma de los cuatro primeros deciles, al tiempo que el promedio simple de la región equival[ía] a 19,3 veces” (CEPAL, 2001: 17-18).
Para la CEPAL (2001: 16), estos valores representaban, en algunos casos, una mejoría respecto de la década anterior, sin dejar de ser terribles. Así, Brasil (donde las políticas del Consenso de Washington se aplicaron mucho más moderadamente que en otros países), Chile (donde el Gobierno de la Concertación atenuó el salvajismo pinochetista) y Panamá redujeron la proporción de hogares pobres en más del 10%; mientras Costa Rica, Guatemala y Uruguay lo hicieron entre 5% y 10%. En contraste, Venezuela se situó en el polo opuesto, incrementando el número de hogares pobres del 34% al 46% a lo largo de la década de 1990. También Argentina es un país que incrementó el número de pobres: en el primer lustro del siglo XXI la desigualdad era mayor que en la década de 1990, que a su vez superó a la de 1980, y esta, a su turno, a la de 1970.
Asimismo, el carácter volátil y especulativo que adquirió el movimiento de capitales externos contribuyó a la generación de resultados francamente perversos en buena parte de las sociedades de la región, siendo Argentina un caso emblemático de crisis financiera de la década de 1990.
Ahora bien, desde el año 2003 las economías de América Latina y el Caribe han iniciado un período favorable de crecimiento y expansión. Los cuatro años que corrieron entre 2003 y 2007 pueden considerarse como los de mejor desempeño económico y social de los últimos veinticinco años. Como hemos visto, durante este período varios gobiernos dieron decisivos pasos hacia la recuperación del rol del Estado y el mejoramiento de la precaria situación social. En un contexto de claros intentos de superación de la agenda neoliberal, varios países han podido reducir la pobreza, disminuir el desempleo y mejorar la distribución del ingreso.
En 2006, el crecimiento de la región fue de 5,6%, mientras que las tasas de crecimiento regional promedio anual en la década de 1980 se situaban alrededor del 1%. Hay que notar que en la década de 1990 las tasas de crecimiento subieron por efecto de las profundas reformas de mercado, y en algunos países –como Argentina, México, Colombia– del Estado. Asimismo, entre 2003 y 2007 la región tuvo un crecimiento promedio anual de 4,7% y un incremento del PBI per capita de 3,3% promedio anual (CEPAL, 2007).
En el año 2005, un 39,8% de la población se encontraba en situación de pobreza y un 15,4% en situación de pobreza extrema, es decir que cerca de 209 millones de personas vivían en situación de pobreza y 81 millones en condiciones de indigencia. Esta disminución en la tasa de pobreza significa que por primera vez se alcanzaron niveles inferiores a los de 1980, año en el cual un 40,5% de la población fue registrada como pobre. Respecto de la distribución del ingreso, en cambio, la región ha experimentado mejoras menos significativas.
El contexto externo no favoreció a todos los países de igual modo. En particular, los países de América Central y el Caribe se vieron gravemente afectados por los aumentos en el precio del petróleo. Por añadidura, los precios de los principales productos exportables de estos países no aumentaron en igual medida, lo cual afectó los términos de intercambio y de la cuenta corriente. También es necesario diferenciar, a riesgo de caer en simplificaciones, las realidades de otras dos subregiones: la de los países del Cono Sur, más exitosos en la superación de los indicadores de la etapa neoliberal, y la de los países andinos, cuya larga historia de exclusión social y la vigencia de una economía fuertemente volcada a la producción primaria ha planteado desafíos distintos.
América del Sur cuenta con formidables reservas de petróleo y gas y un enorme potencial de energía hídrica. En esta subregión se halla más de un tercio del agua del mundo. Esto no solo beneficia su capacidad energética sino que además la convierte en una gran productora de alimentos. En los países andinos (Venezuela, Perú, Ecuador y Bolivia), las economías nacionales están basadas en importantes fuentes energéticas –el petróleo y el gas– y en recursos minerales de diversa índole. La gran asignatura pendiente en estas subregiones, además, claro, de dar respuesta a la urgente “cuestión social”, es la creación de infraestructura capaz de explotar tan valiosos recursos.
El neoliberalismo quedó atrás, pero todavía no es claro que América Latina esté transitando el camino de un nuevo desarrollo económico. Fundamentalmente, la economía industrial es débil como para incorporar a los pobres e indigentes de las ciudades. Todavía asentada en las exportaciones primarias, las perspectivas de crecimiento de la productividad tampoco son claras. En estas circunstancias, el Estado es un actor clave. Difícilmente se pueda prescindir de su intervención cuando el 70% de la producción industrial de América Latina está en manos de empresas trasnacionales.
El águila herida en un ala
La crisis del petróleo de 1973 marcó el inicio de un proceso de reajuste en el sistema económico internacional. Esa crisis coincidió con otra de índole política que se desencadenó con la escandalosa renuncia del presidente republicano Richard Nixon en Estados Unidos. A raíz de las investigaciones sobre el Watergate, el presidente fue sometido a un proceso de impeachment (aunque más tarde, su sucesor Gerald Ford lo indultó). El cuadro desastroso se completó en 1975 con la derrota en la guerra de Vietnam.
En 1977, el demócrata James Carter ganó las elecciones y asumió la presidencia con un programa que proponía restaurar los principios que habían guiado a “la Nación norteamericana” desde su formación –por entonces percibidos como al borde de su desaparición–. Hacia América Latina, en particular, su programa se vertebró en una propuesta de restauración de la democracia y de los derechos humanos, sobre todo en aquellos países que se encontraban dominados por feroces dictaduras. Respecto de los países del Cono Sur, Carter ordenó la suspensión de la ayuda geopolítica y militar a los gobiernos de facto. No obstante, esta intención inicial se vio opacada por la incapacidad del Gobierno para hacer que el poderoso sector financiero privado renunciara a proveer recursos a los regímenes dictatoriales. Los flujos de financiamiento continuaron durante toda la década, provenientes de bancos de Estados Unidos, pero también de Europa y de Japón. Incluso hubo conflictos entre los tecnócratas del Banco Mundial, el FMI y el Departamento de Estado. A esto se sumó el afán reeleccionista de Carter. En conjunto, estos elementos terminaron por entibiar la política hemisférica, en un principio mucho más entusiasta acerca de la recuperación de la democracia de lo que finalmente fue.
Durante el Gobierno de Carter también hubo medidas favorables para otros países de América Latina. El presidente apoyó firmemente la transferencia de poder a manos de civiles que estaba iniciándose en Perú y en Ecuador. En Panamá, ante la amenaza de un Gobierno también reformista militar, Carter instruyó la firma de los tratados que terminaron pactando la cesión del Canal. Respecto de Cuba, y en momentos en los que la mayoría de los países latinoamericanos se había inclinado por el cese del bloqueo (dispuesto a principios de los años sesenta), Carter intentó acercamientos, pero como se sabe fueron inconducentes.
En 1980, la recesión internacional era incontenible. Desacreditado y debilitado, fundamentalmente por las condiciones económicas desfavorables en su propio país, en 1981 Carter fue sucedido por el republicano Ronald Reagan (1981-1989). Este reafirmó la política de seguridad, especialmente en Centroamérica. La denominada Doctrina Reagan se basó en un aumento significativo del presupuesto destinado a apoyar financiera y logísticamente a los países de América Central y de América del Sur (fundamentalmente Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Panamá y Colombia).
Entre tanto, en 1985 Mikhail Gorbachev asumió el Gobierno de la Unión Soviética. En medio de una situación económica crítica, implementó políticas de liberalización y reformas, las denominadas Glasnost y Perestroika. En 1989 el Bloque Socialista se desarticuló. En poco tiempo, el comunismo se había desmoronado en Hungría, Checoslovaquia, Polonia y Rumania, y la República Democrática Alemana se había incorporado a la República Federal Alemana.
Así, en la década 1990 la hegemonía de Estados Unidos parecía haber impuesto el “fin de la historia”. En 1989, el politólogo norteamericano Francis Fukuyama publicó la primera versión de su ensayo The end of History? (que en 1992, aumentada, cambió a The End of History and the Last Man), expresión emblemática de la nueva era que se auguraba. Pero el atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001 redefinió el curso de los acontecimientos.
Durante la presidencia de George W. Bush (2001-2009) se endureció la política imperialista de Estados Unidos sobre la región. Adicionalmente, la negativa experiencia de la guerra en Irak (2003), devastadora tanto en términos militares como humanos, reafirmó el interés de Washington por mirar su “patrio trasero”. Desde el año 2000, la política norteamericana se dotó de un instrumento clave para la guerra contrainsurgente: el Plan Colombia, cuyo supuesto propósito era combatir el narcotráfico. Este Plan se desarrolló en el marco de la “Guerra Antiterrorista” declarada por Bush después de septiembre de 2001, rebautizado como Iniciativa Regional Andina. Con esta nueva denominación, Estados Unidos intensificó su campaña militarista en América Latina y el Caribe, por lo que se multiplicaron las bases militares en varios países –la otra cara de la estrategia del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA)–.
El 1º de enero de 2009 asumió la presidencia Barak Obama. Joven, de origen afroamericano y de aspecto distendido, su imagen inspiró expectativas de cambio en muchos sectores. Sin embargo, su política ha sido más bien continuista tanto en el plano interno como externo. No es sorprendente, dado el poder del conglomerado industrial-militar de su país. Lo que sí fue sorprendente es que analistas lúcidos, e incluso gobernantes, se hayan ilusionado con una posibilidad, que incluso aunque hubiese sido su voluntad, carecía de condiciones de realización. Obama asumió en medio de la peor crisis desde el crack de Wall Street en 1929. En el salvataje financiero, el flamante presidente no cambió el rumbo trazado por su predecesor: ayuda a los bancos, rescate de las automotrices, entre otras medidas. La recesión obligó a Obama a tomar medidas de ajuste, apelando al aumento de la recaudación impositiva y al financiamiento externo.
Aunque Estados Unidos parece estar perdiendo peso en la economía mundial, ha dado indicios de seguir detentando el lugar de potencia hegemónica. Un elemento a considerar es su vitalidad militar y su persistente política intervencionista. Claros ejemplos de esto en los años recientes son Honduras, Colombia y Haití.
Como se ha visto, en Honduras, la política de Estados Unidos fue inicialmente de apoyo al golpe, en defensa de sus intereses en la base militar de Palmerola, intereses que se vieron afectados por la política de Zelaya de acercamiento al ALBA. Luego vino la condena al golpe, aunque titubeante. Esos titubeos sirvieron para ganar tiempo y alcanzar la fecha de las elecciones previstas en el calendario nacional previo a la destitución de Zelaya. Así, Estados Unidos, que favoreció la candidatura del triunfante Porfirio Lobo, mostró una vez más su vocación “democrática” –como se ha visto, una de las tantas caras de su política imperialista–.
En Colombia, la política intervencionista de Estados Unidos también se expresó por la vía de la cooperación militar. Hacia fines de 2009, el Gobierno de Álvaro Uribe aceptó prestar siete bases militares de Colombia para que fueran utilizadas por soldados estadounidenses. En diciembre del mismo año, en un comunicado emitido por los mandos centrales de las FARC y el ELN, estos afirmaron: “Hoy Colombia es convertida en una gran base militar a disposición (de Estados Unidos) para ahogar en sangre la resistencia de nuestro pueblo [...]. En esta hora precisa nos encaminamos a trabajar por la unidad para enfrentar, con firmeza y beligerancia, al actual régimen (de Uribe)”. Los líderes rebeldes acordaron cesar el fuego entre ambas organizaciones en algunas regiones del país porque entendieron que esas eran “las exigencias del momento”. Para calmar a la población, Uribe desestimó públicamente el anuncio de las organizaciones guerrilleras. El acuerdo no duraría mucho. En agosto de 2010, ya durante la presidencia de Santos, un fallo de la Corte Suprema lo dejó sin efecto. Pero de ningún modo esto significa el fin de la intervención de Estados Unidos en el país andino.
El caso más alevoso de la persistente política intervencionista norteamericana es Haití. Allí, como se ha visto antes, en enero de 2010, un fuerte terremoto arrasó buena parte del pequeño país, en particular la ciudad capital Port-au-Prince, destruyendo viviendas, edificios públicos (entre ellos el Palacio Nacional y la Catedral), escuelas, hospitales, y dejando un saldo enorme de muertos y heridos. Haití es el país más pobre de América Latina y uno de los países más desiguales del mundo, ya que el 10% más rico se apropia de cerca del 50% de la riqueza.
El terremoto movilizó a la comunidad internacional. La Unión Europea, la Cruz Roja Internacional, la ONU, la OEA y la UNASUR prestaron su ayuda. En este contexto, la intervención de Estados Unidos se expresó como una ocupación militar bajo el rótulo de “ayuda humanitaria”, enviando navíos de guerra, armamento, soldados y personal de Inteligencia. Y, desde luego, dinero: Obama anunció una donación de 100 millones de dólares.
Haití tiene una ubicación estratégica, en particular, Port-au-Prince, respecto de la República Bolivariana de Venezuela, como se ha dicho, objeto predilecto de la reedición de la furia imperialista de Estados Unidos sobre la región.
Esta nueva intervención militar estadounidense en Haití recuerda no solo la larga de 1915-1934, abordada en el capítulo 4, sino las más próximas de 1994 y 2004. En 1994, Bill Clinton ordenó el envío de 20.000 soldados para reponer en su cargo a Aristide (“Operación restaurar la Democracia”). Los efectos reales de esta intervención “humanitaria” se aprecian cuando se observa que al recuperar la presidencia, Aristide cambió el rumbo de su Gobierno, siguiendo al pie de la letra las recetas recomendadas desde Washington. El libre mercado trajo consigo la agudización de una pobreza y una desigualdad que en Haití eran estructurales. En 2004, el Gobierno de George W. Bush participó, a través de su Ejército, del nuevo golpe contra Aristide. Tras su supuesto “abandono del país” en un avión de Estados Unidos, las autoridades que se constituyeron aceptaron el ingreso de tropas norteamericanas para controlar la inestabilidad.
En medio de la catástrofe de 2010, Estados Unidos se valió de una vieja estrategia para su intervención: mostrar el país hundido en el caos y ostentar su ayuda “humanitaria” como imprescindible para controlar la situación. A ello contribuyó una intensa campaña mediática, a partir de la cual las imágenes del “caos” haitiano circularon por el mundo, quedando de este modo justificada la “necesaria” intervención de Estados Unidos. La secretaria de Estado, Hillary Clinton, fue clara al respecto cuando afirmó que las fuerzas norteamericanas “se quedarían en Haití hoy, mañana, y previsiblemente en el futuro”. Las voces de alerta y denuncia se hicieron oír en la comunidad internacional, especialmente por parte de los presidentes de Cuba y Venezuela, previsiblemente, pero también de Brasil, país que lidera la ayuda prestada por la MINUSTAH. Es que las fuerzas norteamericanas llegaron al punto de controlar con exclusión de otras fuerzas el aeropuerto de Haití, lo cual obstaculizó el acceso de los soldados brasileños y de los médicos cubanos, entre otros.
Desde el punto de vista de las relaciones internacionales, la hegemonía norteamericana aparece fuertemente resistida por las iniciativas de integración regional, significativamente la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) es percibida como una verdadera “amenaza”.
La promoción de estructuras de integración vino aparejada con la afirmación del nuevo patrón de acumulación capitalista en el mundo, con la intención de incidir positivamente sobre el desarrollo económico, haciendo frente a los problemas causados por la deuda externa y a los emergentes de la globalización del comercio mundial. Aunque estos procesos de integración son mucho más complejos y abarcativos que su sola definición en los planos económico y político, lo cierto es que estas dimensiones son hasta ahora las de mayor relevancia.
En concordancia con esta tendencia general, América Latina puso en marcha diversas iniciativas de integración: el Mercado Común del Sur (MERCOSUR), el Mercado Común Centroamericano (MCCA), Comunidad del Caribe (CARICOM), y el Pacto Andino o Comunidad Andina de Naciones (CAN). En realidad, los procesos de integración habían comenzado a desarrollarse ya en la década de 1960, tomando como referencia la Comunidad Económica Europea (CEE) creada en 1957, y luego convertida en la actual Unión Europea (UE). Esos procesos fueron reactivados en la coyuntura de los años noventa. En cada una de las iniciativas apuntadas hubo, desde luego, algunos países que asumieron el liderazgo: El Salvador y Guatemala en Centroamérica, Colombia (y Venezuela, hasta 2006) en la región Andina, y Brasil y Argentina en América del Sur.
El MERCOSUR se creó a partir del acuerdo alcanzado entre el presidente José Sarney y su par argentino Raúl Alfonsín, plasmado en el posterior Tratado de Asunción de 1991, cuando –con la suma de Paraguay y Uruguay– quedó formalmente constituido. Según la concepción original de este Tratado, a partir del 1º de enero de 2006, el MERCOSUR sería un espacio de libre circulación de bienes y servicios en el espacio delimitado por los territorios de Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay. En él, la cooperación en los planos de la economía y de la cultura estaría orientada a asegurar los valores de la democracia, la libertad, la equidad social y la modernización.
Los países del MERCOSUR ampliado (Bolivia y Chile, que no tienen aún el rango de miembros plenos) firmaron y adoptaron (Lima, 11 de septiembre de 2001), junto a los otros 28 miembros de la OEA, la llamada Carta Democrática Interamericana, documento que establece la cláusula de la “alteración del orden constitucional”, según la cual un hecho anterior a una interrupción o ruptura puede ser motivo de la acción o reacción de los países americanos. Se esperaba, así, advertir a quienes pretendieran romper el orden constitucional –como han sido los golpes de Estado clásicos– que en tal caso habrían de enfrentar a una comunidad de países americanos unida para proteger las instituciones democráticas. Como se ha visto, esta cláusula ha sido severamente cuestionada por la política de Estados Unidos en Honduras.
Si bien fueron factor de aciertos económicos y consolidación de la democracia, los procesos de integración no han logrado afirmarse. En efecto, por ejemplo, hasta hoy el MERCOSUR –con sus meandros– se ha desarrollado mediante un sistema jurídico-institucional fundado mucho más en un modelo de cooperación intergubernamental que en uno de integración supraestatal, de manera que avanzar en otra dirección no es una tarea fácil. El MERCOSUR todavía tiene pendiente el ingreso de Venezuela como miembro pleno, bloqueado por Paraguay, y la elaboración de un Estatuto de Ciudadanía, entre los desafíos más destacados. Con todo, en su aniversario número veinte, el MERCOSUR pudo festejar la finalización de las obras de Yaciretá, después de 37 años desde su inicio.
Aunque la integración logró avances comerciales, los resultados no han sido los esperados. “En los mejores años del período 2002-2007, las exportaciones intrarregionales no llegaron a representar más de 10% o 20% de las exportaciones totales: en concreto, 10,5% en la CAN (en 2004), 14,9% en el MERCOSUR (en 2007) y 20% en el MCCA”, según lo expresa la CEPAL (2008: 121).
En la era posneoliberal se crearon dos ambiciosos organismos de integración. Se trata de la UNASUR, cuyo Tratado Constitutivo fue firmado en mayo de 2008, y la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe), constituida en febrero de 2010 con el objetivo de consolidar la integración entre los países de la región. Ambos organismos significan un certero intento de disputar la histórica “tutela” de Estados Unidos sobre la región. Por ello la CELAC ha sido popularmente llamada la “OEA sin Estados Unidos ni Canadá”.
El primer secretario general de la UNASUR fue el ex presidente argentino Néstor Kirchner, quien asumió en mayo de 2010. Fallecido en octubre de ese mismo año, fue designada la ex canciller colombiana María Emma Mejía (y en 2012 la sucederá el ex canciller venezolano Alí Rodríguez, claramente una solución de compromiso). La UNASUR se basa en un acuerdo de integración de carácter primordialmente político que, al menos por ahora, no busca desplazar a los organismos regionales vigentes. Entre sus desafíos está la creación del Banco del Sur, cuyo tratado fue firmado en 2009 pero que fue ratificado por solo dos de los siete países que lo integrarían. Este banco actuaría como instrumento financiero para la promoción del desarrollo económico y social de la región. Por su parte, la primera reunión de la CELAC, prevista para mediados de 2011, debió demorarse a causa del estado de salud del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, y finalmente se realizó en diciembre de 2011, cuando quedó definitivamente constituida.
Ahora bien, todos estos procesos de integración ocurrieron simultáneamente con un proceso global que, mirado en una perspectiva de largo plazo, ha puesto en evidencia que desde Bretton Woods hasta la crisis reciente, la economía de Estados Unidos se ha mostrado cada vez más incapaz de coordinar el sistema capitalista mundial.
Estados Unidos depende para el funcionamiento de su economía de la importación de productos claves como petróleo, gas y minerales. Así, los procesos de transformaciones recientes en América Latina son de interés prioritario, en un contexto, además, de creciente competencia con otros Estados o potencias emergentes. En este sentido, la democracia bolivariana de Chávez significa una gran amenaza para los intereses de la alianza entre Wall Street y el complejo militar-tecnológico que ha sostenido la expansión imperialista de Estados Unidos.
Si en la década de 1990, después de la caída del muro de Berlín, parecía hegemónica la posición de Estados Unidos y el “fin de la historia”, el cambio de milenio trajo consigo nuevos elementos que hirieron al águila en un ala. Estos elementos revitalizaron viejos argumentos que, aun en medio del debilitamiento de su peso en la economía mundial, han resultado eficaces para la persistencia de su política intervencionista. Ya han sido reseñados los sucesos de Honduras, Colombia y Haití, a los cuales se suman, paradigmáticamente, los de Libia en 2011.
107. Esta sección recupera y amplía ideas ya presentadas en Ansaldi (2006b; 2007a; 2007b y 2007c).
108. Autores como Norberto Bobbio, Robert Dahl y Giovanni Sartori han iniciado una tradición de investigación en esta línea de pensamiento.
109. Varios autores han asociado el concepto consolidación a ese proceso histórico que Samuel Huntington ha estudiado bajo la denominación “tercera ola democratizadora” (en The Third Wave: Democratization in the Late Twentieth Century, 1991). En relación con las democracias de América Latina, las principales corrientes de investigación sobre transición y consolidación se sirvieron de las contribuciones de Juan Linz, Alfred Stepan, Leonardo Morlino, Scott Mainwaring, Samuel Valenzuela y Guillermo O’Donnell, entre otros.
110. Elimpeachmentes una figura delderecho anglosajónque permite procesar a quien ejerce un alto cargo público. ElParlamentooel Congresoson los órganos que deben aprobar el procesamiento y luego hacerse cargo deljuiciodel acusado.
111. La literatura sobre transición es extensa. Dos títulos clásicos sobre transición son Juan J. Linz y Alfred Stepan, Problems of democratic transition and consolidation: Southern Europe, South America, and Post-Communist Europe, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1996; y Guillermo O’Donnell, Philippe C. Schmitter y Laurence Whitehead (comps.), Transiciones desde un Gobierno autoritario/2, América Latina, Barcelona-Buenos Aires-México, Paidós, 1994.
112. El Informe de la Comisión de la Verdad de Perú distingue entre las rondas campesinas “norteñas” (aunque con el tiempo fue una experiencia replicada en todo el ámbito nacional) y las rondas campesinas “contrasubversivas”, también conocidas como “comités de autodefensa”, para la protección de los ciudadanos frente a las acciones terroristas. Las primeras fueron creadas para defender las propiedades y las vidas de abigeatos y otros delitos comunes. Surgieron en 1976, pero luego se extendieron a todo el país. Eran pacíficas (no usaban armas) y autónomas. Las Fuerzas Armadas, al coercionar a la población campesina para la organización de grupos de autodefensa, adoptaron el nombre de rondas campesinas a modo de legitimación de su cuestionado accionar.
113. Esta sección recupera ideas presentadas en Ansaldi (1996a; 1996b; 2004b; 2006b; 2007b; 2007c, 2011).
114. Estudiante de un curso de Waldo Ansaldi en la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de la República, Montevideo. Scarpa mantuvo un animado diálogo sobre el punto, haciendo llegar luego una comunicación personal con su punto de vista. Nuestro agradecimiento por el aporte.
115. Los mejores análisis de los gobiernos de Alfonsín y de Menem se deben al equipo de investigación dirigido por Alfredo Pucciarelli (2006 y 2011). A ellos remitimos.
116. La falta de alternancia entre partidos es un rasgo de más larga duración, pues no la hubo, como resultado de un proceso electoral, en poco más de doscientos años desde su independencia (De Riz, 2008).
117. Véase José Tomás Sánchez, “¿Qué hacemos en Haití?”, E’a, Periódico de interpretación y análisis, 12 de enero de 2010. Disponible en línea en <www.ea.com.py>.
118. A principios de la década de 1990, ANAPO se unió con el M-19 y surgió AD M19.
119. Esta sección retoma, resume (en algunos puntos) y amplía (en otros) ideas expuestas en Ansaldi (2005-2006 y 2011).
120. A diferencia de años anteriores, en este informe no hay datos sobre Cuba, que supo mostrar, siempre según la CEPAL, los menores índices de desigualdad.
121. Ana Barón, “Aumentó el número de ricos y su fortuna en América Latina”, en Clarín, Buenos Aires, 19 de junio de 2002, p. 25.
122. Las cifras de los citados Informes de 2002 y 2008 y las declaraciones de Solimano, en Andrés Oppenheimer, “La concentración de riqueza en América Latina”, El Miami Herald, 20 de agosto de 2008. Las cifras de 2011 están tomadas directamente del documento (disponible en línea).
123. Como se ha indicado en la introducción a este libro, existe una correlación entre los ciclos económicos largos y la acentuación del conflicto social o, en palabras del economista italiano Ernesto Screpanti (1985), “insurrecciones proletarias recurrentes” y “gran explosión de lucha de clases”.
124. No obstante, en sentido estricto, ya en los años setenta hubo movimientos de mayor o menor intensidad (como en Guatemala, Ecuador, Bolivia y Chile). En esos años, señalan Bruckmann y Dos Santos (2005), “los indígenas reivindica[ro]n sus orígenes como una estructura ideológica para las luchas sociales contemporáneas, y exig[iero]n el liderazgo de los movimientos guerrilleros”.
125. En enero de 2006, los dirigentes del MAS plantearon la refundación de la COMIBOL.
126. Sobre “los caminos de la izquierda latinoamericana” (utilizando palabras del propio autor) puede verse Sader (2008, especialmente el capítulo 4).
127. Este párrafo y el siguiente reproducen lo expuesto en Ansaldi (2007d).
128. Waldo Ansaldi agradece a Cintia Pinillos, alumna del curso que dictó en el doctorado en Ciencia Política de la Universidad Nacional de Rosario (Argentina), haber llamado la atención sobre este punto. Las observaciones de Pinillos no han sido hasta ahora publicadas.
129. En diciembre de 2005, cuando era candidato presidencial, Evo denunció la desaparición de 28 misiles tierra-aire MHN-5, de fabricación china, que se encontraban en los arsenales bolivianos y fueron entregados a Estados Unidos para ser “desactivados”.
130. Esta sección recupera argumentos expuestos en Ansaldi (2010b).
131. Esta apretada síntesis es tributaria de la realizada por Eduardo Bustelo Graffigna, director de UNICEF en Argentina, en la Presentación del libro de Alberto Minujin, Desigualdad y exclusión. Desafíos para la política social en la Argentina de fin de siglo, UNICEF/Losada, Buenos Aires, 1993.
132. Documento “La acción internacional de América Latina ante la crisis del endeudamiento externo” en Nueva Sociedad, Nº 68, septiembre-octubre de 1983, pp. 108-116.
133. En mayo de 2012, cuando este libro estaba pronto a entrar en imprenta, la presidenta Fernández promulgó una ley, aprobada por abrumadora mayoría en el Congreso Nacional, disponiendo la reestatización del 51% de YPF mediante la expropiación de las acciones de la multinacional Repsol.