Epílogo
LA CONFORMACIÓN DE LA MATRIZ INSTITUCIONAL DEL ORDEN VIGENTE. UNA MIRADA DE LARGA DURACIÓN (134)
Waldo Ansaldi
Para un balance de entre siglos
El período comprendido entre fines del siglo XVIII y comienzos del XXI, poco más de doscientos años, es el tiempo analizado en este libro. Se trata de una dimensión temporal larga, propicia para una reflexión capaz de dar cuenta de cuestiones claves de la historia de las sociedades latinoamericanas. Este epílogo (abierto) persigue, entonces, ofrecer elementos para un balance de larga duración. Al decir larga duración no se alude al hecho de un tiempo bisecular, sino a una de las dimensiones de la proposición metodológica de Fernand Braudel respecto de las temporalidades diferenciales que él encontraba en los procesos históricos (135).
La longue durée de Braudel no es larga porque se extiende a lo largo de muchos años (más de cien) o porque refiere a un proceso de ritmo lento. Alude a continuidades, permanencias, persistencias, recurrencias, a realidades que, en tanto elementos o factores esenciales, operan de modo relevante, decisivamente, sin rupturas radicales, a lo largo de los procesos históricos, de los cuales constituyen hilos conductores. Así, la longue durée es una conexión ente el pasado y el presente o, dicho de otro modo, la continuidad o la presencia del pasado en el presente, esto es, cristalizaciones. Pero también, si se prefiere: observar y explicar los cambios en las continuidades y las continuidades en los cambios.
Es mi intención ofrecer a lectoras y lectores algunos datos que considero claves para el aludido balance de larga duración. Pero solo sugeriré líneas, pistas. No sacaré todas las conclusiones ni, mucho menos, agotaré los argumentos. Dejaré camino expedito para que unas y otros puedan elaborar su propio balance. Así, el epílogo no cierra, en rigor, un relato: abre otro, invita e incita a recomenzar.
El lenguaje político contemporáneo acuñó, entre otras, siete palabras destinadas a constituirse en inexcusables en toda reflexión sobre la sociedad, el Estado y las relaciones entre una y otro. Nuevas o antiguas pero resignificadas, esas siete palabras-conceptos, hechas suyas por la surgente Modernidad y más o menos simultáneamente, son: libertad, igualdad, democracia, revolución, derechos del hombre, ciudadanía, Constitución (136).
Como parte de la rápida difusión de ideas modernas en nuestro continente, esos conceptos llegaron pronto a una América Latina todavía colonial, potenciándose con las luchas por la independencia y por la organización del nuevo orden político. Como muchos, su significado fue cambiando más o menos a lo largo del tiempo. Cargados de historicidad, pues, son todavía hoy parte del lenguaje de los políticos y de los científicos sociales y, más aún, encierran anhelos, sueños, utopías, deseos, esperanzas para muchos. Está claro que en los pocos más de doscientos años transcurridos desde los momentos iniciales de nuestra vida independiente, han mudado de contenido y han sido –y son– parte del territorio de la confrontación de ideas, de la lucha por el poder. La continuidad no es inmutabilidad. Hay que evitar el anacronismo y el nominalismo. Así como “los hechos son siempre individuales y mudables en el flujo del movimiento histórico, los conceptos pueden ser teorizados” (Gramsci, 1975: II, 1433) y su teorización no puede dejar de acompañar los cambios, es decir, ellos mismos ser historizados.
No es mi propósito hacer aquí la genealogía de esas palabras ni tampoco reconstruir la historia de su llegada y difusión en Latinoamérica. Me importa, sí, señalar la curiosa y significativa circunstancia de que ellas –si bien no necesariamente con la misma intensidad en todos los casos– fueron parte fundamental del repertorio conceptual de quienes lucharon por establecer el orden independiente, tanto como lo son hoy (pero con concepciones diferentes entre sí) para quienes luchan por mantener el orden existente, unos, por transformarlo, otros.
La ruptura de la situación colonial provocó también un cambio en el lenguaje. Nuevas palabras fueron rápidamente incorporadas al discurso de los aspirantes a dirigentes, sin mengua de su socialización entre las clases populares. Entre las numerosas nuevas palabras, las siete arriba señaladas –que fueron principios ordenadores– pasaron a ser parte del discurso rupturista –tanto en la vertiente revolucionaria cuanto en la conservadora–, a menudo con disímil significado. Ellas fueron utilizadas a menudo, sobre todo en los comienzos, de manera muy entrelazada. El entramado de revolución, democracia, libertad, igualdad, ciudadanía, derechos humanos, Constitución fue visible en el lenguaje de las luchas políticas e ideológicas y en el generalizado formato de organización estatal. Empero, solo duró un tiempo breve. Entre 1815 y 1820 se produjo un notorio desplazamiento de significados y de prelaciones, y la trama inconsútil del inicio se tornó en una compartimentada. A diferencia del momento liminar, ese desplazamiento no fue una mera coyuntura: constituyó un momento fundacional, una quinta matriz, ya no societal sino política.
La nueva matriz disoció los siete principios y relegó su aplicación a la consigna subordinante: establecimiento de un orden jerárquico, centralizado, conservador y autoritario. En algún sentido, era la continuidad del orden colonial, revestido de ropaje independentista, sea republicano, sea monárquico. Con su habitual agudeza, José Luis Romero (1986: 103) señaló que el viejo autoritarismo –concepción política de los Austria y de los Borbones– transmutó en paternalismo autoritario, respuesta a un sentimiento de raíz democrática “escindida de la tradición popular castellana” y que en la América española apareció tempranamente insinuada en los sucesos protagonizados por los vecinos de Asunción (1541) y se manifestó abiertamente en los movimientos comuneros de Paraguay (1717-1735) y de Nueva Granada (1781) (137).
La conformación de la matriz institucional: los fundamentos doctrinarios
Mi hipótesis es que la construcción del orden poscolonial se desplegó de manera tal que, lejos de una ruptura radical con el pasado, completó la conformación del nuevo orden, sobre la base de las matrices societales (plantación, hacienda, estancia, tratada en el capítulo 2), con una matriz institucional ecléctica (mas no híbrida), coherente con una estructura socio-económica que amalgamaba componentes capitalistas con otros que no lo eran. Esta matriz forjó, sobre todo, más allá de las teorías y los dispositivos constitucionales, el modo de ejercicio del poder. No es una cuestión del pasado: todavía hoy está muy presente.
Llamo matriz institucional a una trama compleja constituida por el ordenamiento jurídico-político de cada Estado –establecido en la respectiva Constitución Política, en la legislación derivada de ella y en la jurisprudencia–, los fundamentos filosóficos e ideológicos de la legitimidad, las culturas políticas y las prácticas históricas, concretas, que en cada país asumen los principios teóricos proclamados como fundamentos del Estado.
Con agudeza, Roberto Gargarella (2001: 6) ha señalado que la organización constitucional latinoamericana del siglo XIX sentó bases que en considerable medida aún hoy permanecen casi intocadas. Esas bases se construyeron a partir de las respuestas a la pregunta sobre “qué derechos incorporar en la Constitución”.
Ahora bien, añade Gargarella, entre los derechos enunciados en las Constituciones y la práctica se produjo una distancia –“desajustes”, según él– de notable magnitud. Se expresó bajo seis violaciones distintas: 1) por exceso; 2) en la organización de los derechos; 3) por defecto; 4) en el diseño e institucionalización de los derechos; 5) de derechos autorizados por el sistema institucional; 6) al principio mayoritario, a través de los mecanismos destinados a la protección de los derechos, violación esta última –acotamos– relacionada con los derechos humanos, cuya inobservancia será una cuestión estructural de larga duración.
Aquí me interesa rescatar el proceso de constitucionalización en tanto contribuyó a definir la matriz institucional, en sus variadas formas, de las sociedades latinoamericanas poscoloniales. Las Constituciones son como los planos para los arquitectos: el diseño de lo que quiere construirse. A diferencia de lo que comúnmente ocurre en arquitectura, en materia de organización institucional, de constitución política del Estado, el resultado de la construcción no es necesariamente el del diseño. La distancia o los desajustes a los que alude Gargarella remiten a una cuestión clara, obvia pero no trivial: no hay que confundir letra constitucional de organización del poder y del orden con práctica real del ejercicio del poder y del orden. El enunciado (o las premisas) y las consecuencias no siempre guardaron coherencia. De allí que la matriz institucional finalmente constituida haya sido una amalgama de teoría y prácticas discordantes.
Ideológicamente, el basamento para la construcción del nuevo orden –organización del Estado, constitución de los regímenes políticos y formación civil de las nuevas naciones– fue el liberalismo, palabra-concepto cargada de ambigüedad y, por añadidura, metamorfoseada desde su asociación inicial con la democracia y el radicalismo hasta la conciliación con el conservadurismo y la metamorfosis en positivismo (138). Tal tránsito estuvo asociado al experimentado por ese otro concepto fundamental, democracia, que pasó de la sinonimia con jacobinismo a la ficción típica de la dominación oligárquica y, en la actualidad, eficaz mecanismo electoral de legitimación de las autoridades, con notable exclusión de los ciudadanos en la toma de decisiones, aunque hoy hay en marcha proyectos de radicalización de la democracia.
Ahora bien: ¿qué era el liberalismo en la bisagra de los siglos XVIII y XIX? Una breve aproximación puede ser expresada en los términos siguientes. Es una teoría política y un programa elaborados a lo largo de unos doscientos años comprendidos entre mediados de los siglos XVII y XIX por varios y diferentes teóricos (hoy considerados clásicos), como John Locke, Charles Louis de Secondat (barón de Montesquieu), Adam Smith, Adam Ferguson, David Ricardo, Immanuel Kant, James Madison, Benjamin Constant, Alexis Henri Charles de Clérel (vizconde de Tocqueville) y John Stuart Mill, entre otros, teoría y programa expuestos en las obras de estos autores y en textos liminares como el Habeas corpus Act (1679), la Bill of Rights y la Toleration Act (ambas de 1689), las primeras diez enmiendas a la Constitución de Estados Unidos (1789) y la Déclaration des droitsde l’homme et du citoyen (1789), el primer documento que consagró el carácter universal –no restringido a los habitantes de un solo país, como en el caso de los antecedentes británicos– de los derechos humanos.
El orden político liberal –según Stephen Holmes, un filósofo político norteamericano– tiene como fundamentos: “La tolerancia religiosa, las restricciones al comportamiento de la policía, las elecciones libres, el Gobierno constitucional basado en la división de poderes, el escrutinio de los presupuestos políticos para evitar la corrupción y una política económica basada en la propiedad privada y la libertad de contratar”. El liberalismo exaltó cuatro valores centrales: “libertad personal (el monopolio de la violencia legítima por agentes del Estado que a su vez son vigilados por ley), imparcialidad (un mismo sistema legal aplicado a todos por igual), libertad individual (una amplia esfera de libertad de la supervisión colectiva o gubernamental, incluida la libertad de conciencia, el derecho a ser diferente, el derecho a perseguir ideales que nuestros vecinos consideran equivocados, la libertad para viajar y emigrar, etc.) y democracia (el derecho a participar en la elaboración de las leyes por medio de elecciones y discusión pública a través de una prensa libre)” (Aguilar Rivera, 2011: 121) (139).
El liberalismo afirmó cuatro principios nodales enfrentados a otros tantos del Antiguo Régimen: el individuo opuesto a las corporaciones, el civilismo contra el militarismo, el poder del Estado antagónico con el de la Iglesia (anticlericalismo), el valor del trabajo frente al ocio. Es cierto que el liberalismo perseguía un Estado “débil”, sobre todo en materia de no injerencia en los derechos individuales –los derechos humanos surgieron, precisamente, como límites a la arbitrariedad del poder– y en las actividades económicas. Pero también es cierto que postuló un Estado “fuerte” en materia de control de los métodos represivos y para disputar la hegemonía de la Iglesia. Haciendo suya la proposición de Holmes, el politólogo mexicano José Antonio Aguilar Rivera (2011: 132) sostiene que, en los países latinoamericanos, los liberales comprendieron que solo un Estado centralizado y poderoso tendría la capacidad de proteger los derechos individuales contra los caciques locales y las mayorías religiosas y, por lo tanto, de defender a los débiles de los fuertes y poderosos. En este sentido, Aguilar Rivera (2011: 149) argumenta que el liberalismo mexicano se propuso “construir un Estado suficientemente poderoso para combatir los remanentes del antiguo régimen: los fueros, los privilegios y el poder político y económico de la Iglesia Católica”. Con diferencia de matices, a veces, y de grado, otras, la afirmación vale para otros países latinoamericanos.
La exaltación del trabajo frente al ocio es un principio liberal –expuesto tempranamente por John Locke en Two Treatises of Government (en el célebre capítulo V, “De la propiedad”, del segundo Tratado) y en el Second Tract of Government– que no suele ser tenido en cuenta. Pero es un elemento clave para entender al liberalismo y, en nuestro caso, para explicar el orden oligárquico y sus valores, toda vez que las clases propietarias latinoamericanas que ejercieron la dominación bajo esa forma estuvieron guiadas mucho más por el ocio –arraigado desde los tiempos coloniales– que por el trabajo. Así, en todas partes, ese principio liberal colisionó frontalmente con los valores sostenidos por conservadores y aristócratas.
En América Latina –de manera particularmente notable en Argentina– no han faltado corrientes historiográficas condenatorias del liberalismo y de los liberales del siglo XIX. No obstante, esas condenas no han tenido ni tienen en cuenta la historicidad y, por lo general, han estado motivadas por confrontaciones políticas e ideológicas de los siglos XX y XXI, traspolando situaciones de estos a aquel, un procedimiento llamado anacronismo.
Estas corrientes asignan al liberalismo latinoamericano el carácter de producto “importado”, “exótico”, “injerto” o calificativos similares. La objeción es correcta: el liberalismo fue, en América Latina, una teoría importada. Pero, ¿qué teoría no lo era? Los fundamentos jurídico-político-filosófico-religiosos del orden colonial no fueron una creación autóctona: también ellos fueron traídos desde Europa. En el momento de la ruptura y de construcción del nuevo orden, ¿qué alternativas había al liberalismo? Promediando el siglo, en Europa, primero, y en América Latina, después, surgieron las propuestas anarquistas y socialistas, pero antes de ellas no había sino dos opciones: o una de las variantes liberales, o alguna de las variantes conservadoras, pues ni liberalismo ni conservadurismo eran corpus monolíticos, únicos, ni en la doctrina ni mucho menos en la práctica. Cuando las nuevas teorías y corrientes revolucionarias surgieron y comenzaron a expandirse, se reconstruyó la teoría política vaticana, versión renovada del tradicional pensamiento conservador, adecuada al enfrentamiento ya no solo con los liberales sino también con anarquistas y socialistas, y expresada, en el siglo XIX, en documentos papales de Gregorio XVI (Mirari vos, 1832); Pío IX (Syllabus complectens praecipuos nostrae aetatis errores, 1864), y León XIII (entre otros: Quod apostolici muneris, 1878; Diuturnun illud, 1881; Inmortale Dei, 1884; Libertas praestantissimum, 1888; Rerum novarum, 1891; Au milieu des sollicitudes, 1892; Graves de Communi Re, 1901). Más o menos paralelamente, parte del liberalismo se metamorfoseó en positivismo.
La cuestión es bien compleja, al menos si la pretensión es explicativa. Lo primero a tener en cuenta, entonces, es lo referido a las concepciones políticas, ideológicas y filosóficas en el momento de ruptura del nexo colonial y de construcción del nuevo orden. La Ilustración y el liberalismo generaron ideas rupturistas, más o menos radicales, con el pasado. En oposición a ellas, el pensamiento conservador –cuyas expresiones europeas más altas fueron el irlandés Edmund Burke (que en realidad era un liberal conservador, antirrevolucionario), los franceses Louis de Bonald y Joseph de Maistre, y el prusiano Georg Wilhelm Friedrich Hegel– oscilaba entre el statu quo (conservar y mantener el orden existente en el momento) y el statu quo ante (retornar al orden del pasado). En América Latina, muchos de los políticos, publicistas y pensadores adecuaron sus posiciones a la coyuntura –regional e internacional–, en una especie de realpolitik que les llevaba a abrevar en fuentes diferentes si ellas les permitían beber el agua más conveniente para cada momento. Las luchas por la independencia comenzaron bajo el influjo de las revoluciones norteamericana y francesa, y cuando se la alcanzó (excepto en el temprano caso de Saint-Domingue y en el tardío de Cuba) Europa vivía bajo la Restauración absolutista y la redefinición del mapa continental consagradas por el Congreso de Viena y su Santa Alianza entre el Altar y el Trono, es decir, el llamado Sistema Metternich (profundamente antiliberal, muy marcado por las ideas de De Bonald y De Maistre) que se prolongó hasta que las revoluciones de 1830 y, definitivamente, las de 1848 le pusieron fin. La España misma, la del Trienio liberal, vivió la brutalidad del ejército invasor de los Cien Mil Hijos de San Luis, encargado de devolverle a Fernando VII –“el Deseado”– el ejercicio despótico del poder. Suele insistirse demasiado –por parte de las aludidas corrientes historiográficas– en el impacto del “exotismo” revolucionario francés y del liberal en nuestra región, pero se dice poco o nada del de la Restauración, no solo como condicionante político, sino también ideológico. En ese contexto, que en 1822 el Reino Unido se apartara de aquel engendro ultrarreaccionario y comenzara a reconocer las independencias latinoamericanas –sacando buen provecho político y económico del hecho diplomático– no fue un dato trivial, menos cuando se sabe que por las cancillerías europeas circuló un proyecto –que el canciller austríaco, el príncipe Klemens Wenzel von Metternich, desechó por inviable– para dividir América Latina en dos grandes territorios: uno, que comprendía México y Centroamérica, anexado a la república de Estados Unidos, y otro, el sudamericano que había sido español, integrado a Brasil, bajo dominio monárquico portugués. Fue entonces, también, que el presidente estadounidense James Monroe formulara, en 1823, su célebre doctrina de “América para los americanos” (que so pretexto de poner freno a las apetencias restauradoras europeas perseguía tener el camino expedito para su propia expansión), y que el proyecto bolivariano de la Liga Anfictiónica se frustrara en 1824.
En América, en el primer proceso independentista, el de las trece colonias inglesas en el este norteamericano, los padres fundadores generaron una corriente liberal diferente de la europea, pero manteniendo invariables sus fundamentos básicos e incluso introduciendo innovaciones doctrinarias (la democracia representativa, por ejemplo, como se verá más adelante). En cambio, en América Latina, la primera ruptura del colonialismo, la de Saint-Domingue, fue ideológicamente criatura del liberalismo revolucionario francés, mientras en el resto de ella tampoco se produjo algo similar al proceso estadounidense. Cuando se indaga un poco se torna claro que el liberalismo latinoamericano no fue un trasplante literal, sino que fue el resultado de adaptaciones, deformaciones y mutaciones, pero nunca constituyó un corpus doctrinario coherente y uniforme (basta comparar algunos liberales eminentes para advertir las diferencias, por caso: José Artigas, Bernardino Rivadavia, Antonio Nariño, Francisco de Paula Santander, Servando Teresa de Mier, José Cecilio del Valle, Francisco Morazán, Andrés Bello, Juan Bautista Alberdi, Esteban Echeverría, José Victorino Lastarria, Francisco Bilbao, José María Luis Mora, por poner solo algunos nombres). Tuvimos múltiples liberales, con identidades variadas y diversas. Tuvimos un conglomerado liberal, para usar la expresión acuñada, si no recuerdo mal, por el argentino Hugo Biagini. La “originalidad de la copia” radicó en aceptar las formas desechando muchos contenidos, con algunas pocas excepciones. No hubo un pensamiento liberal “progresivo”, sino uno “regresivo”. Hubo mucho eclecticismo –no hibridación– y al final, el liberalismo que no se tornó positivismo devino liberalismo-conservador o, incluso, teoría política vaticana disfrazada de liberalismo, como en la paradigmática Constitución ecuatoriana de 1869, conocida como “Carta Negra de la Esclavitud frente al Vaticano”.
Aguilar Rivera entiende que la ausencia de hispanoamericanos “en los grandes debates generativos del Gobierno representativo” se explica por el momento en que se produjo la ruptura de la dominación colonial y comenzó la construcción de las nuevas naciones. Por entonces, esas controversias ya se habían producido en Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. De allí el “carácter derivativo del liberalismo en la América española”. Como explicación parece posible, pero es insuficiente, de manera que es necesario continuar indagando. De todos modos, el politólogo mexicano tiene razón cuando afirma: “En los debates constituyentes del primer tercio del siglo XIX, los diferentes bandos citaban a menudo a teóricos franceses e ingleses (además de Constant se mencionaba a Filangeri, Destutt de Tracy y Blackstone, entre otros). Los contendientes, sin embargo, no se veían como teóricos del Gobierno representativo, sino como sus emuladores y publicistas” (Aguilar Rivera, 2011: 133; itálicas mías).
Otro politólogo mexicano, Roberto Breña, ha hecho un significativo aporte al conocimiento del liberalismo español y su proyección en las colonias americanas. Algunos de sus argumentos son bien pertinentes para los que expongo en este epílogo.
Vis-à-vis otros liberalismos, el español tiene una primera particularidad: se constituyó, en buena medida, apelando a ideas que provenían de Francia, el país invasor al cual los españoles combatían, al mismo tiempo que la invasión había creado condiciones de posibilidad para llevar adelante transformaciones socioeconómicas y políticas. Fue una situación paradójica, un “dilema” que “estuvo en la base de la ambigüedad de los principios doctrinarios del primer liberalismo español, de algunas de las diferencias más importantes con su rival ideológico por excelencia (el por entonces llamado ‘servilismo’) y de la compleja relación” que tuvieron españoles liberales y afrancesados (los partidarios de José I). Unos y otros fueron, políticamente, “enemigos declarados”, pero “en el terreno de la teoría” los afrancesados estaban más próximos “al liberalismo de lo que la mayoría de los liberales gaditanos estaban dispuestos a aceptar” (Breña, 2011: 72-73; itálicas del autor).
Ese primer liberalismo español abrevó en varias corrientes doctrinarias: el iusnaturalismo racionalista, el historicismo nacionalista, la Ilustración española (que incluye a los liberalismos británico y francés) e incluso el escolasticismo. Sin duda hubo, como advierte Breña (2011: 73), un problema de continuidad/discontinuidad entre la Ilustración y el liberalismo españoles, aunque, estrictamente, ambos no son equiparables; la primera es, por sobre todo, un proyecto cultural-educativo; el segundo, una ideología política.
En la argumentación de Breña hay otros dos puntos destacables. Uno es informativo, pero cargado de significado. El otro es interpretativo y obliga a la reflexión. El primero es el hecho, no siempre tenido en cuenta, de que la connotación política de la expresión “liberal” se originó en las Cortes de Cádiz hacia 1810-1811, difundiéndose luego por todo Occidente, al igual que serviles. El segundo remite a la caracterización político-ideológica de los políticos y publicistas independentistas. Breña sostiene que si bien los principios y las ideas liberales estuvieron presentes desde 1808-1810, no existió un grupo político propiamente “liberal”. El autor encuentra, en estos publicistas y políticos, “una ambigüedad tal con respecto a algunas de las premisas cardinales del liberalismo” –en particular en relación con las libertades individuales– que se torna difícil caracterizarlos como liberales. Es cierto, añade, que, en materia de pensamiento y de acción, hombres como Mariano Moreno, José María Morelos, Simón Bolívar, Servando Teresa de Mier, Antonio Nariño y Bernardo Monteagudo, “presentaban facetas liberales”, manifiestamente en cuanto “a los principios políticos más generales”, pero también lo es la identificación de facetas “que, incluso desde el mirador de su propio tiempo, estaban en tensión evidente con el liberalismo, cuando no en franca oposición”. Hubo una creciente tendencia a apartarse de algunos principios liberales, acentuándose a medida que los procesos independentistas avanzaban “sin alcanzar los objetivos que esos hombres se habían trazado” (Breña, 2011: 87).
Salvo unas pocas excepciones, los políticos y publicistas “liberales” de inicios de los procesos independentistas viraron hacia posiciones reformistas y no democráticas, cuando no conciliatorias con el conservadurismo e incluso de pasaje a este. En contraste, la mayoría de los conservadores se mantuvo consecuente y consistentemente en sus principios (pienso, por ejemplo, en Diego Portales y Juan Manuel de Rosas).
Para evitar respuestas ligeras y simplificadoras de procesos sociopolíticos y de virajes de posiciones de no pocos de quienes los condujeron, es preciso despojarse de juicios a priori, de anacronismos y de adjetivos calificadores y/o descalificadores, al menos si se quiere evitar el riesgo de operar, como dice Breña, con significados tan laxos de las expresiones liberal y liberalismo que las vacían de contenido y las convierten en herramientas historiográficas muy poco útiles.
En la América que había sido española no fue desdeñable la concepción del liberalismo en los términos en que este fue entendido por el constitucionalismo gaditano de 1812. Pero una lectura atenta de los procesos independentistas lleva a morigerar el entusiasmo de algunos panegiristas de los últimos años. Como dice Gargarella (2008: 111), la influencia de la Constitución de Cádiz fue vasta pero no decisiva. Fue más fuerte en los virreinatos de Nueva España y de Perú que en el Río de la Plata, donde se la aprecia en el Estatuto Provisional de 1815.
La importancia indudable de los aspectos ideológicos (y las confrontaciones en ese campo) no debe utilizarse como único explanans. Es preciso atender a los sujetos colectivos, a los sujetos de la acción (140). En este caso, a la acción de los liberales españoles y los liberales americanos, una relación poco y mal conocida. Guillermo Céspedes del Castillo conjetura que la mutua simpatía entre unos y otros puede haber sido una consecuencia de la común condición de reprimidos por el absolutismo de Fernando VII tras su retorno al trono, en 1814. Alega que parte de la ignorancia es explicable porque las colaboraciones y los acuerdos entre patriotas (americanos) y liberales (peninsulares) se dieron a través de logias secretas, masónicas, algunas, de mero tenor político, otras. Le asigna a la logia y al pronunciamiento militar el carácter de “únicas armas del liberalismo español de la época”, destacando que en las colonias las logias fueron muy importantes en las luchas independentistas, sobre todo en el Río de la Plata, Chile, Venezuela y Nueva Granada, donde fungieron de “verdadero partido político de la causa emancipadora”. El autor destaca el valor estratégico del pronunciamiento de 1820, “primer gran servicio” prestado por los liberales a los patriotas, que al frustrar la partida del ejército expedicionario privó a los realistas de toda esperanza de vencer a los patriotas, y a estos les permitió superar la inmovilización de las tropas de San Martín en Chile, antesala del desembarco en Perú. El Gobierno militar del Trienio, partidario de la negociación política antes que de la represión militar, ofreció concesiones que para los patriotas eran demasiado poco y llegaban demasiado tarde, pues para entonces lo único que exigían era la independencia (Céspedes del Castillo, 1994: 441-442).
Los liberales, tanto en España como en América, se enfrentaron a un mismo problema: la adhesión popular a la causa reaccionaria ante la presencia, en su territorio, de fuerzas militares externas, por encima de la posibilidad de libertad de la que estas se proclamaban portadoras. En la península, los afrancesados –básicamente, intelectuales y funcionarios– creyeron encontrar en José Bonaparte I el vehículo para impulsar transformaciones estructurales que permitieran hacer avanzar al reino por el camino de la Modernidad. Así, impulsaron la abolición del sistema señorial y de los mayorazgos, los privilegios de la nobleza y del clero, la supresión de las aduanas interiores, la libertad de pensamiento, entre otras propuestas. Sin embargo, eran minoría. En uno de los artículos de la serie publicada en 1854 en el New York Dayle Tribune, Karl Marx decía que en la guerra por la independencia, la división entre los españoles fue entre los afrancesados, por una parte, y la nación, por la otra. Los levantamientos populares, a partir de marzo de 1808, fueron contra la revolución y tuvo la doble condición de nacional y dinástico: nacional porque luchaba por independizar a España de la ocupación francesa; dinástico porque proclamaron un rey –Fernando VII– contra otro –José I–. Al mismo tiempo, la lucha por la liberación nacional era reaccionaria, en tanto oponía “las viejas instituciones, costumbres y leyes a las racionales innovaciones de Napoleón; y supersticios[a] y fanátic[a] en su defensa de la ‘Santa Religión’ contra lo que se llamaba el ateísmo francés o la destrucción de los especiales privilegios de la Iglesia romana” (Marx y Engels, 1970: 80).
Políticamente, han señalado algunos autores, los afrancesados estaban a mitad de camino entre los liberales más radicales de Cádiz y el duro absolutismo de Carlos IV y Fernando VII. Sin apoyo popular, su suerte quedó atada al ocupante francés, de manera que cuando José I y sus tropas regresaron vencidos a su país, ellos los acompañaron en calidad de exiliados, pues “el Deseado” los reprimió.
En América hispana, los liberales tropezaron en no pocas ocasiones –si no las más– con la resistencia popular. El caso más notorio es, como recuerda Céspedes del Castillo (1994: 444-445), el del virreinato peruano. Allí, sostiene, tanto San Martín como Bolívar chocaron sucesivamente con la posición de buena parte del conjunto de la sociedad sin distinción de condición social. Como los rioplatenses en 1806 y 1807, cuando pelearon por Carlos IV contra los invasores ingleses, los peruanos resistieron a los que consideraban invasores extranjeros: rioplatenses, chilenos y algún mercenario inglés, primero; neogranadinos y venezolanos (o colombianos, a secas, pues ya estaba proclamada la República de Colombia), después. Nadie podría sostener que los habitantes del virreinato del Perú peleaban por la nación peruana, pues esta no existía, pero no debe desestimarse rápidamente la proposición del historiador español, por incómoda que nos resulte. Es cierto que quienes estaban imbuidos de liberalismo revolucionario –sobre todo en la versión jacobina, aquella que había consagrado en la Constitución francesa del año I (1793) un dictum que, modificando la nacionalidad, no pocos podían suscribir: el pueblo francés vota la libertad del mundo– creían sinceramente que era un deber llevar ejércitos libertadores a aquellas tierras dominadas por el absolutismo. En ocasiones, como en la del Ejército de los Andes en Chile, encontraron apoyo y llevaron adelante con éxito la lucha por la independencia. No fue el caso del Perú, donde, como acota el mismo Céspedes del Castillo, el primer presidente del país propuso que fuese una monarquía gobernada por un príncipe español elegido por Fernando VII, el segundo mandatario se pasó a las filas realistas con personal civil y militar y donde la resistencia colonialista se mantuvo en las guarniciones de Chiloé (en el sur chileno) y El Callao (próxima a Lima) hasta enero de 1826. El internacionalismo liberal revolucionario –como el socialista, después– chocó casi siempre con el obstáculo del nacionalismo (aunque este no existiese y fuese inventado al efecto), invocado exitosamente por las clases propietarias y sus gobiernos (141).
Los liberales reunidos en Cádiz –“la ciudad más revolucionaria de España” por entonces, a juicio de Marx, y la única porción de territorio español no ocupado por las tropas napoleónicas– aprobaron una Constitución moderna que no solo dotaba de una nueva estructura política al Estado español sino que, muy decisivamente, atacaba frontalmente y/o creaba la posibilidad de hacerlo, a instituciones del Antiguo Régimen, como la Inquisición, las jurisdicciones señoriales, los privilegios feudales exclusivos, prohibitivos y privativos (de caza y pesca, recursos forestales, molinos, etc.), los diezmos, las prebendas eclesiásticas… Se suprimieron monasterios y se confiscaron sus bienes, se transformaron las extensas tierras baldías en propiedad privada, se abolió el derecho feudal relativo a contratos agrícolas y el Voto de Santiago (un antiguo tributo, adicional a los diezmos primicias, que los campesinos de Asturias, Galicia, Castilla y León debían pagar entregando sus mejores trigos y vinos al arzobispado de Santiago).
En lo que hace a las colonias, las Cortes declararon la igualdad de los españoles americanos con los peninsulares, suprimieron la mita y el yanaconazgo, y el monopolio del mercurio, y se pronunciaron en contra de la esclavitud, colocándose a la vanguardia del abolicionismo.
En el Título I, La Pepa –el nombre popular que se le dio a la Constitución gaditana, en razón de haber sido promulgada en la festividad de San José– se define a la Nación española como la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios, siendo libre e independiente, no siendo ni pudiendo ser patrimonio de ninguna familia ni persona. La Nación era la titular de la soberanía, correspondiéndole en exclusividad el derecho de establecer sus leyes fundamentales, y estaba “obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen”.
No viene al caso realizar aquí un análisis detenido de La Pepa. He de señalar solamente algunas ambivalencias –cuando no contradicciones–, algunas de carácter doctrinario (como la consagración de una única religión), otras de organización política, como las relativas a la diferente participación en el nuevo Estado de España y de sus colonias (142). Así, por caso, el artículo 22 otorgaba condición de españoles a los hombres “que por cualquier línea son habidos y reputados por originarios del África” (supuestamente, mulatos y negros), más no la de ciudadanos, a la que podían acceder por “la puerta de la virtud y del merecimiento”, a saber: realizando “servicios calificados a la Patria, o a los que se distingan por su talento, aplicación y conducta, con la condición de que sean hijos de legítimo matrimonio de padres ingenuos; de que estén casados con mujer ingenua, y avecindados en los dominios de las Españas, y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil con un capital propio”. En otras palabras: eran titulares de derechos civiles, mas no de derechos políticos (salvo en los casos excepcionales indicados). En el Título III, “Del modo de formarse las Cortes” quedaba clara la apelación a una triquiñuela para disminuir la representación de los diputados americanos. Las Cortes eran definidas como “la reunión de todos los diputados que representan la Nación, nombrados por los ciudadanos en la forma que se dirá” (art. 27), siendo la base para la representación “la misma en ambos hemisferios” (art. 28). La trampa estaba en el artículo 29: la base para la representación nacional –es decir, el número de ciudadanos con aptitud para elegir a los diputados– era “la población compuesta de los naturales que por ambas líneas sean originarios de los dominios españoles”. Pero de esa población estaban excluidos los indígenas, porque eran nacidos en América pero no eran españoles, toda vez que, conforme el artículo 18, la condición de español cabía solo a quienes “por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios”. Al excluir a indígenas y afroamericanos no ciudadanizados, el número de habitantes americanos para definir el número de diputados era sustancialmente menor y, por ende, la representación sería menor.
No era, como es obvio, una cuestión trivial, como tampoco lo era la de la división administrativa dispuesta por el citado artículo 10. Si se lo relee con cuidado se advertirá que la España peninsular comprendía 19 jurisdicciones, mientras las colonias americanas apenas llegaban a la mitad. No es necesario ser genio de las matemáticas para deducir que los diputados insulares serían más que los americanos.
Pero aquí me interesa destacar, a los efectos de explicar la constitución de la matriz institucional, el tenor del artículo 12: “La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra”.
No podía haber mayor contrasentido ni claudicación ante el Antiguo Régimen. La Pepa, moderna y liberal, violaba uno de los principios doctrinarios cardinales del liberalismo. Limitaba el poder del monarca, pero cedía ante el poder de la Iglesia Católica. Por eso Marx podía decir que artículos como ese –al igual que disposiciones del Título IV (“Del Rey”), que designaban al monarca como “Majestad Católica” y establecían un juramento al asumir cargado de religiosidad– hacían de la Constitución expresión “de un compromiso concluido entre las ideas liberales del siglo XVIII y las oscuras tradiciones teocráticas” (Marx y Engels, 1970: 113).
¿Por qué interesa destacar este artículo? Porque su contenido doctrinario se expandirá por las antiguas colonias españolas en América. Fue el artículo 12 –“seguramente el legado más importante del constitucionalismo de Cádiz en América”, afirma Gargarella– el que dio soporte a una de las principales convicciones de los conservadores: “La de consagrar a la religión católica como única, sin tolerancia de ninguna otra” (Gargarella, 2008: 112). No fue poca cosa, ni para definir la matriz institucional ni las culturas políticas, sobre todo en lo atinente a intolerancia.
La conformación de la matriz institucional: los modelos constitucionales
Gargarella distingue tres modelos constitucionalistas: radical, conservador y liberal. El conservador incluye la propuesta de concentración del poder y el fortalecimiento del Ejecutivo, además de la sumisión de los derechos a la primacía del bien, en rigor, a los preceptos de la religión católica. El modelo radical postulaba el fortalecimiento (no el reemplazo o la anulación) de la autoridad ciudadana, por lo tanto del Poder Legislativo y de los derechos “a los reclamos y necesidades de las mayorías”. El liberal, a su vez, se orientaba a la limitación y el equilibrio de las facultades gubernativas, persiguiendo sortear los peligros de la “tiranía” y de la “anarquía”, como también a proteger especialmente los derechos individuales (Gargarellla, 2008: 2-3).
De esos tres modelos, el radical fue el gran derrotado. Apareció en los momentos iniciales del proceso rupturista, en la coyuntura revolucionaria de 1809-1815, expresado más que en Constituciones radicales aprobadas, en “proyectos de ‘tonalidad’ radical”, para usar la expresión de Gargarella. No obstante, el constitucionalismo radical fue expresión del proyecto más consistentemente revolucionario, con sus fundamentos rousseaunianos, defensa de los derechos de autogobierno y resistencia a la opresión; de autoridad política derivada de la ciudadanía; primacía de los intereses colectivos; descentralización del poder (federalismo). Los radicales, señala Gargarella (2008: 37 y 35), bregaban por “un sistema político más abierto hacia la ciudadanía” y por establecer el modo más igualitario de distribución de la riqueza. Ellos desconfiaban del sistema representativo, de ahí su impulso al “estrechamiento de las relaciones entre los representantes y los representados”.
La preocupación por distribuir la riqueza, particularmente la tierra, como forma de disminuir las desigualdades se aprecia, por ejemplo, en el Reglamento de Tierras de Artigas (fuertemente influenciado, señala Gargarella, por el radicalismo inglés), en el proyecto de Santiago Arcos de división de las grandes haciendas y posterior asignación a cada chileno de un lote de tierra cultivable con capacidad de asegurar la subsistencia familiar, y en la propuesta del ecuatoriano Juan Montalvo de subdividir las tierras en parcelas pequeñas, como en la antigua Roma. También en México, Hidalgo, Morelos y Francisco Severo Maldonado plantearon una mejor distribución de la tierra (Gargarella, 2008: 39-41).
Los revolucionarios radicales se guiaban por principios igualitarios, que constituían el núcleo duro de su proyecto societal. Gargarella (2008: 66) acota que, no obstante, “ese fuerte compromiso” con tales principios parece diluirse cuando se analiza la visión que tenían sobre los derechos: en la medida en que estos “protegen intereses fundamentales de las personas, el desplazamiento de los mismos (en nombre de la voluntad mayoritaria o cualquier otra razón) implica tratar a algunos individuos como menos dignos de respeto que otros”.
Los radicales fueron enemigos de la concentración del poder en el Ejecutivo, al que pretendieron poner límites, y de las organizaciones corporativas y sus privilegios, como la Iglesia y el Ejército. Al mismo tiempo, fueron partidarios de “la intervención política de la ciudadanía, y […] elaboraron una estructura de derecho al servicio del principio mayoritario” (Gargarella, 2008: 42). Coherente con ello, bregaron por la república federal, democrática, con poderes estrechamente separados (con primacía del Legislativo) y un notable énfasis en los poderes o gobiernos locales. En este último punto, Artigas se destacó por su énfasis en recuperar los cabildos –en tanto una institución que, si bien de origen colonial, estaba abierta al pueblo– y transformarlos en “reales Órganos del Pueblo” (Gargarella, 2008: 73).
Dar por concluida la revolución para dar inicio al orden (conservador, no revolucionario), como –según se señaló en el capítulo 3– proclamó el Congreso rioplatense en 1816, fue la expresión más acabada de la derrota de uno de los proyectos de orden deseado para las nuevas repúblicas. Algunos contenidos de ese proyecto reaparecieron, promediando el siglo XIX. Más tarde se los encontrará en las propuestas de las izquierdas.
Hubo, pues, una historia que pudo ser. Pero no fue. Para que no lo fuera, las otras dos corrientes enfrentadas –liberales y conservadores– supieron dejar de lado, paulatinamente, sus diferencias y aunar fuerzas para combatir las que consideraban propuestas partidarias de “anarquía”, “caos”, “desorden social”. Así, las clases propietarias, dominantes, subordinaron sus conflictos de intereses a ese combate contra el enemigo común, que para definirlo apelaron a diferentes grados, más altos que bajos, de violencia. Los liberales latinoamericanos debieron pagar un alto precio por alcanzar y mantener la estabilidad política que no pudieron lograr por sí mismos: las concesiones fundamentales a los conservadores, “los grandes proveedores de estabilidad” durante el período constitutivo del nuevo orden. La “exitosa alianza entre liberales y conservadores (exitosa en términos de estabilidad) ha derivado en la paulatina desvirtuación” de los principios nucleares del liberalismo. “Esta desvirtuación se evidencia tanto en una tendencia hacia la adopción de sistemas políticos concentrados (i.e., un Poder Ejecutivo fuerte, y capacitado para suspender derechos y garantías fundamentales, intervenir en los asuntos internos de los gobiernos locales o ejercer un rol significativo en el diseño de las normas públicas) como en la mayor permeabilidad de los elencos gobernantes hacia las políticas de tipo perfeccionista (i.e., el trato privilegiado a la religión católica)”. La alianza fue posible porque los modelos liberal y conservador tenían “una amplia base de acuerdos” sobre el proyecto político en que coincidían más allá de las diferencias doctrinarias: rechazo del activismos político mayoritario, desconfianza en la recurrencia frecuente a la ciudadanía, preferencia por soluciones institucionales reducidoras del derecho de los ciudadanos a tener la “última palabra” en la toma de decisiones. “La afinidad entre ambas posturas reside, en definitiva, en un cierto elitismo político, más o menos acentuado según el caso, pero siempre significativo. […] La defensa de la propiedad privada, en una mayoría de casos, fue el gran disparador de esa alianza” (Gargarella, 2008: 247-252; itálicas del autor).
Como veremos de inmediato, desde muy temprano, tras la derrota de las corrientes revolucionarias, se fueron desarrollando concepciones y prácticas que, no sin conflicto, terminaron generando la matriz institucional que todavía hoy nos condiciona fuertemente. De allí el interés en analizar qué pasó con algunos de los principios fundamentales que se enarbolaron en los años fundacionales. Razones de espacio impiden aquí un tratamiento detenido de todos ellos, con lo cual solo me ocuparé de dos, democracia y revolución, una díada que hoy ha reaparecido a propósito de los procesos en curso en Bolivia, Ecuador y Venezuela, bajo las formas de revolución democrática, revolución ciudadana y democracia revolucionaria, respectivamente.
Excursus: democracia y revolución
Las relaciones entre democracia y revolución, como abstracciones, pueden ser planteadas desde diferentes perspectivas teóricas e incluso proyectos políticos a futuro. Pero ese ejercicio de abstracción necesita historizar esas relaciones, apelar a la historia para precisarlas. Es la historia la que nos permite analizarlas, en este punto de la argumentación, en la década de 1810 (pero podríamos decir en las de 1920 y 1960 e incluso en la actual).
Continuando una tradición que se remontaba a la Grecia clásica (a Platón y a Aristóteles), entre los siglos XVIII y XIX quienes ocupaban el vértice de la pirámide social entendían la expresión democracia como sinónimo de Gobierno de los pobres, los ignorantes y los incompetentes, esto es, como “la dominación de la clase equivocada”, según señaló el desaparecido politólogo canadiense Crawford Brough Macpherson (1982: 20). En su opinión, los poderosos percibían la democracia como un tipo de “sociedadsin clases o de una sola clase” y no como un mecanismo político pasible de adaptación a una sociedad dividida en clases, concepción que recién comenzó a elaborarse durante el siglo XIX. Entonces, la cuestión del sufragio y su extensión adquirió una nueva dimensión.
Macpherson (1982: 26) ha señalado que la ampliación del derecho de sufragio solo es un criterio de gobierno democrático si su ejercicio puede elevar y/o derribar gobiernos. La incorporación de este derecho provocó una ruptura de la tradición democrática y llevó a la elaboración de la democracia liberal y a la aceptación de la sociedad dividida en clases. Los teóricos utilitaristas Jeremy Bentham y James Mill fueron los primeros expositores sistemáticos de la democracia liberal. Ambos pensadores dedujeron la necesidad del sufragio democrático de la teoría general del utilitarismo que, señala Macpherson, “parecía al mismo tiempo fundamentalmente igualitaria y económicamente seria. Era ambas cosas, y ahí estaba el problema”. A su entender, fue la combinación del principio ético de igualdad con el “modelo de mercado competitivo del hombre y la sociedad lo que lógicamente obligó” a Bentham y Mill a optar, si bien de manera poco clara, ambigua y/o con reservas, por el sufragio democrático (Macpherson, 1982: 37).
Bentham señaló explícitamente la “estrechísima e íntima” relación entre riqueza y poder. Una de las formas de adquirir la primera es disponiendo de poder. Mill, a su turno, sostuvo: “El deseo del objeto implica el deseo del poder necesario para obtener el objeto. El deseo, pues, del poder que es necesario para someter a las personas y las haciendas de seres humanos a nuestros placeres es una de las grandes leyes que rigen a la naturaleza nacional” (en “Del Gobierno”, artículo de 1820; apud Machpherson, 1982: 8).
Para Bentham –y con él para el utilitarismo–, el objetivo general de las leyes era producir la mayor felicidad para el mayor número de personas. De ese objetivo derivaban otros cuatro, subordinados: “Facilitar la subsistencia, producir la abundancia, favorecer la igualdad, mantener la seguridad” (en Principles of the Civil Code, Parte I, cap. 2; apud Macpherson, 1982: 39). Ahora bien, estos cuatro objetivos subordinados no tenían el mismo rango. Explícitamente, Bentham privilegió el derecho a la seguridad y relegó el derecho a la igualdad. En caso de entredicho o conflicto entre ambos los legisladores y la ley no podían vacilar: “La igualdad ha de quedar en segundo lugar”. La crítica a la igualdad, proclamada por el artículo 1º de la Declaración de los Derechos del Hombre, también fue explicitada por Bentham en sus Anarchical fallacies.
En ese marco teórico, la organización de la sociedad requería un sistema político capaz de satisfacer simultáneamente dos requisitos: a) gobiernos capaces de establecer y proteger una sociedad de mercado libre, y b) proteger a los ciudadanos de la rapacidad de los gobiernos (143). Para satisfacerlos, el problema a resolver ab initio era el de quiénes tenían derecho a voto, es decir, a ser ciudadanos. En esta cuestión Bentham se pronunció por un derecho limitado (a los varones), pero se mostró dispuesto a universalizarlo (también solo a los varones) cuando se convenció “de que los pobres no utilizarían sus votos para nivelar la propiedad ni destruirla”, posición a la que arribó analizando la experiencia norteamericana (Macpherson, 1982: 50).
Mill, por su parte, también se pronunció a favor del sufragio democrático, si bien con discordancias entre el principio de este y el confuso criterio de exclusiones que propuso. En el artículo “Del Gobierno” queda claro que Mill estaba persuadido de que la concesión del sufragio a los pobres, a los trabajadores (la “clase baja”) no implicaba peligro alguno para la clase propietaria “porque la inmensa mayoría de los pobres se dejaría guiar siempre por la clase media” (que en la Europa de la época aludía a la burguesía). Es decir, “el sufragio democrático no solo protegería a los ciudadanos, sino que incluso mejoraría la actuación de los ricos como gobierno”. No era, precisamente, “un espíritu de igualdad” (Macpherson, 1982: 55):
Luego, John Stuart Mill (hijo de James y apadrinado por Bentham) fue más allá en el camino de identificación de la democracia con el liberalismo. Por un lado, fue férreo opositor a las tendencias “niveladoras” y tenía fuerte aversión a la “mediocridad colectiva” de la democracia de masas. Por otro, en cambio, era partidario del sufragio universal (aunque con voto ponderado para mantener la tutela de clases) y de los derechos de las mujeres. Con todo, “mostró una notable falta de entusiasmo por un Gobierno del demos y no se interesó en el papel que tuvo en la democracia antigua” (Wood, 2000: 265-266).
La aludida idea conservadora de la democracia como gobierno de “la turba”, de “la tiranía de la mayoría” también fue asumida en Estados Unidos. “Para los federalistas [Alexander Hamilton, James Madison, John Jay] en particular, la antigua democracia era un modelo que explícitamente había que evitar” (Wood, 2000: 261). Para los griegos Aristóteles y Platón, la democracia no era el gobierno de los pobres, pero al serlo del demos, de la mayoría, incluía a los pobres. En cambio, el fundamental aporte de los Founding Fathers estadounidenses a la construcción de la concepción finalmente dominante de la democracia contemporánea consistió en la exclusión de las mujeres, los esclavos y los pueblos originarios del ejercicio de la ciudadanía, debilitando así las bases de la democracia como gobierno del demos.
La que Alexander Hamilton llamó democracia representativa –“una idea sin precedente histórico en el mundo antiguo, una innovación americana”, acota Ellen Wood (2000: 251)– no fue (no es) solo una forma contrastante con la democracia directa. La representación, dice Wood, “actúa como un filtro”, es una oposición antitética con el autogobierno democrático. No es, añade la autora, “el ejercicio del poder político”, sino una renuncia a –más bien, prefiero decir, una captura o un secuestro de ese poder, una transferencia a otros, esto es, su enajenación–. “La república estadounidense estableció firmemente una definición de democracia en la que la transferencia de poder a los ‘representantes del poder’ constituía no solo una concesión necesaria en cuanto al tamaño y la complejidad, sino más bien la esencia de la democracia misma” (Wood, 2000: 252-253): Como bien concluye la politóloga canadiense, esta concepción triunfante de la democracia moderna implica la enajenación del poder.
Benjamin Constant expresó, en 1818, la antinomia entre la democracia directa de los atenienses y la novel democracia representativa en términos de la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos. En un texto célebre (De la liberté des anciens comparée à celle des modernes), lo hizo explícitamente: “El fin de los antiguos era la distribución del poder político entre todos los ciudadanos de una misma patria: ellos llamaban a esto libertad. El fin de los modernos es la seguridad en los goces privados: ellos llaman libertad a las garantías acordadas por las instituciones para estos goces”. La oposición entre el holismo de los “antiguos” y el individualismo de los “modernos” es la de la primacía, respectivamente, del conjunto y del individuo. “Nosotros [añadía Constant] ya no podemos gozar de la libertad de los antiguos, que estaba constituida por la participación activa y constante en el poder colectivo. Nuestra libertad, en cambio, debe estar constituida por el goce pacífico de la independencia privada” (Bobbio, 1989b: 8-9, itálicas mías).
Estos pensadores europeos fueron conocidos e influyentes en América Latina. Frank Safford, quien ha destacado la influencia del pensamiento político e ideológico de la Restauración europea, constató que dos representantes de este, Jeremy Bentham y Benjamin Constant, fueron –junto con Charles-Louis de Secondat, barón de La Brède y de Montesquieu (más conocido, a secas, como Montesquieu)– los autores más citados en Chile, Nueva Granada y Uruguay durante las décadas de 1820, 1830 y 1840 (Safford, 1991: 58) (144). José Antonio Aguilar Rivera acota que el liberalismo constitucional preconizado por Constant fue la corriente más influyente, particularmente por su defensa de la libertad individual frente a las arbitrariedades de las autoridades. Los liberales posrevolucionarios buscaban “un punto medio entre los excesos de la Revolución [Francesa], en particular del Terror, y la reacción legitimista (monarquista). La piedra angular de este pensamiento era la defensa del sistema representativo de Gobierno y el constitucionalismo”. Este liberalismo, conservador y moderado, fue abrumadoramente predominante entre políticos y pensadores durante más de veinte años (Aguilar Rivera, 2011: 125).
Con todo, de los citados pensadores liberales europeos, el inglés Bentham fue el más influyente en América Latina, manteniendo incluso contactos personales con varios dirigentes de primera línea: Francisco de Miranda, Simón Bolívar (aunque en 1828, cuando este asumió la dictadura de Colombia, rompieron relaciones), Francisco de Paula Santander, Bernardino Rivadavia, entre otros. La influencia de Bentham en México ha sido muy bien documentada por Charles Hale (1994).
¿Qué ofrecía Bentham a los liberales opuestos a los cambios radicales y partidarios de un orden político capaz de controlar tanto el poder presidencial como la sociedad? Seguramente, la evaluación que el colombiano Jaime Jaramillo Uribe hizo para su país puede extenderse a otros casos latinoamericanos: “El primer cuerpo coherente de doctrinas emparentadas con la concepción liberal moderna del Estado”, un instrumento eficaz para desmontar las estructuras de poder político coloniales (Posada Carbó, 2011: 159). El llamado plan de Bernardino Rivadavia, el primer presidente constitucional de las Provincias Unidas del Río de la Plata, es buena prueba de ello.
Ya he señalado antes la opción benthamiana por la seguridad por encima de la igualdad. Pero cuando esta fue relegada como principio fundamental del orden poscolonial, los liberales seguían teniendo un problema: la libertad, principio irrenunciable si pretendían seguir siendo liberales. De hecho, la construcción del orden mostró sin tapujos el entrecruzamiento de tensiones entre libertades, representación y estabilidad (orden, en el lenguaje de la época; gobernabilidad, en el de nuestros días). ¿Qué debía asegurarse primero: la libertad o el orden? También para zafar de esa situación, Bentham proveyó de argumentos
En los Estados nacientes, el sufragio –elemento esencial en la democracia, en este caso, representativa– quedó limitado a los varones que reunieran una o más de estas condiciones: ser propietarios, pagar censo, estar alfabetizados y no tener la calidad de jornaleros o sirvientes. La democracia fue rechazada por conservadores y liberales ilustrados por su excesiva igualdad y por conceder el sufragio universal (masculino) a las mayorías carentes, en su opinión, de la educación y las virtudes necesarias para ejercerlo. Hacia mediados del siglo XIX, liberales radicales y organizaciones de artesanos –en oportunidades calificados de rojos o jacobinos– relacionaron la democracia con la pequeña propiedad. Corrientes minoritarias inspiradas en el utopismo socialista y las revoluciones europeas de 1848 condenaron la propiedad privada, a la que consideraron monopolio antidemocrático. No fue esta la versión predominante, ni siquiera en el liberalismo (Sala de Touron, s. f. y 2007).
Por fin, aunque tardíamente, las clases dominantes latinoamericanas adoptaron la concepción de democracia pergeñada por los que Ellen Wood llama “vencedores antidemocráticos” norteamericanos, que fueron quienes dieron la definición de democracia típica del mundo moderno, definición en la cual “la dilución del poder popular es un ingrediente esencial”, es decir, un concepto y un modelo de democracia por exclusión excluyente del modelo antiguo (Wood, 2000: 250 y 261). Si se prefiere: la democracia representativa en lugar de la democracia directa.
En las controversias por la construcción del nuevo orden fueron momentos cumbres las propuestas, finalmente derrotadas, de las mejores y más avanzadas proposiciones formuladas por una minoría del liberalismo rioplatense, las de José Artigas y Manuel Dorrego. Las propuestas constitucionales de Artigas incluían la más amplias libertades civiles, incluyendo la de irrestricta profesión de convicciones religiosas, sin parangón por entonces. Dorrego, a su vez, bregó por una mayor extensión de los derechos políticos o de ciudadanía (145).
El Brasil independiente sumó, a sus tres siglos de dominación colonial –y dentro de ellos los últimos catorce años como sede de la monarquía portuguesa–, sesenta y siete años de Gobierno monárquico. Fue –itero algo muy conocido– un hecho excepcional, pues en el resto de América, salvo las efímeras experiencias mexicanas (1821-1823; 1864-1867) y las algo más prolongadas haitianas (1804-1806, 1811-1820; 1849-1859), la opción entre monarquía y república fue rápidamente resuelta en favor de la segunda. Cabe señalar que, pese al triunfo inicial del monarquismo en Brasil, el país no careció de proyectos republicanos, incluso antes de 1822. De los varios movimientos de protesta surgidos en la última fase del Brasil colonial –Inconfidência o Conjuraçâo Mineira (1789), Conjura Carioca (1794), Inconfidência da Bahia o Conjuraçâo dos Alfaiates (1798), Conjura dos Suassunas, Pernambuco (1801), y República de Pernambuco (1817)– solo el primero y, sobre todo, el último fueron, además de importantes, inequívocas propuestas republicanas y liberales, un dato nada trivial en un país donde, como señala Vicente Barreto, el liberalismo no se confundió con la liberación sino con la ordenación del poder y, para decirlo como Emília Viotti da Costa, fue mucho más anticolonial (terminar con el dominio portugués) que antimonárquico, un arma ideológica de los grandes propietarios contra la metrópoli, pero incapaz de superar la contradicción entre sus principios y la persistencia de la esclavitud y el patronazgo.
A su vez, la opción entre república federal y república centralista fue causal de largas y cruentas guerras civiles, y enfrentamientos militares de menor intensidad, a cuyo fin los países más extensos territorialmente (México, Venezuela, Argentina y, al pasar a república, Brasil) optaron por el federalismo, mientras los más pequeños se inclinaron por el centralismo (146).
La opción por la república, y más aún por la república democrática (no lograda), conllevaba no pocos problemas. Y uno de los principales radicó en el desplazamiento de la democracia a la república, planteadas como dos propuestas diferentes, incluso excluyentes (147). Así, hubo repúblicas, pero no hubo democracias o, más específicamente, repúblicas democráticas. Aun con esta reducción de alcance, hacer la república no era empresa sencilla. Por empezar, ¿cómo construirla en sociedades nacidas y educadas bajo la monarquía absoluta? Con lúcido pesimismo, Simón Bolívar lo advirtió ya en 1815, en la célebre “Contestación de un americano meridional a un caballero de esta isla”, más conocida como “Carta de Jamaica”. Después de hacer referencia a la situación en Venezuela y Nueva Granada, señalaba:
En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina. Desgraciadamente, estas cualidades parecen estar muy distantes de nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario, estamos dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española que solo ha sobresalido en fiereza, ambición, venganza y codicia.
“Es más difícil –dice Montesquieu– sacar un pueblo de la servidumbre que subyugar uno libre”. Esta verdad está comprobada por los anales de todos los tiempos, que nos muestran las más de las naciones libres sometidas al yugo, y muy pocas de las esclavas recobrar su libertad. A pesar de este convencimiento, los meridionales de este continente han manifestado el conato de conseguir instituciones liberales, y aun perfectas; sin duda, por efecto del instinto que tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible; la que se alcanza infaliblemente en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas sobre las bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad. Pero ¿seremos nosotros capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una República? ¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado, se lance a la esfera de la libertad, sin que, como a Ícaro, se le deshagan las alas, y recaiga en el abismo? Tal prodigio es inconcebible, nunca visto. Por consiguiente, no hay un raciocinio verosímil, que nos halague con esta esperanza (Carrera Damas, 1993: I, 106).
Cuatro años después lo explicitaba, públicamente, en el llamado Discurso de Angostura, de 1819, una pieza clave de su pensamiento político:
Uncido el pueblo americano al triple yugo de la ignorancia, de la tiranía y del vicio, no hemos podido adquirir ni saber, ni poder, ni virtud. Discípulos de tan perniciosos maestros, las lecciones que hemos recibido y los ejemplos que hemos estudiado son los más destructores. Por el engaño se nos ha dominado más que por la fuerza, y por el vicio se nos ha degradado más bien que por las supersticiones. La esclavitud es la hija de las tinieblas; un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción: la ambición, la intriga, abusan de la credibilidad y de la inexperiencia, de los hombres ajenos de todo conocimiento político, económico o civil; adoptan como realidades las que son puras ilusiones; toman la licencia por la libertad. […] ”La libertad –dice Rousseau– es un alimento suculento, pero de difícil digestión“. Nuestros débiles conciudadanos tendrán que enrobustecer su espíritu mucho antes que logren digerir el saludable nutritivo de la libertad. Entumecidos sus miembros por las cadenas, debilitada su vista en las sombras de las mazmorras, y aniquilados por las pestilencias serviles, ¿serán capaces de marchar con pasos firmes hacia el augusto templo de la libertad? ¿Serán capaces de admirar de cerca sus espléndidos rayos y respirar sin opresión el éter puro que allí reina? (Carrera Damas 1993: II, 75-76).
En muchos casos, la pregunta todavía no tenía respuesta promediando el siglo, como explícitamente lo planteaba, por ejemplo, el argentino José Mármol en su célebre novela Amalia, cuya trama transcurre bajo la dictadura de Rosas. Es comprensible que grandes mayorías privadas de instrucción, con imaginarios y mentalidades modelados por el catolicismo y su férrea defensa del orden jerárquico inmutable, tardaran en comprender cabalmente qué significaba el remplazo de principios personalizados –la soberanía residiendo en el rey, persona física, tangible– por principios abstractos que remiten a colectivos imaginados –el pueblo y mucho más la nación, inexistente, como titulares de la soberanía–. Incluso, para hacer más compleja la tarea, una de las normas o pautas –cultura, si se quiere– fuertemente establecidas por tres siglos de absolutismo era la desconfianza, cuando no el temor, a la diversidad y, sobre todo, a la disidencia. Si algo no toleraba el catolicismo antirreformista era, precisamente, la disidencia. Su aceptación, en cambio, es conditio sine qua non para construir una sociedad y un régimen político democráticos. En síntesis, como ha planteado François-Xavier Guerra, el problema residía en la introducción brusca de la Modernidad en sociedades del Antiguo Régimen. Dicho en otros términos: el peso de las estructuras mentales, esas cárceles de larga duración (para decirlo en palabras de Braudel) frenaba la aceptación del proceso transformador.
El mismo Guerra –un autor con el cual tengo diferencias y discrepancias– advirtió bien que “[l]a contradicción entre una nación moderna inexistente aún, a la que se apelaba, sin embargo como sujeto de la soberanía, y la realidad de comunidades diversas de tipo antiguo con su imaginario pactista explica buena parte de los problemas políticos posteriores a la Independencia” (Guerra, 1994: 227). No fue, claro, la única contradicción.
Otro de los problemas que se les planteó a los dirigentes independentistas, revolucionarios o moderados, fue cómo organizar, desde la diversidad, la “voluntad del pueblo”, en tanto “el pueblo” era el titular de la soberanía. Dicho de otra manera, cómo salvar la distancia entre el pueblo real, con sus diferenciaciones sociales y culturales, y las instituciones imaginadas y orientadas hacia la unificación político-institucional. Como bien advirtiera Norbert Lechner, esos son los ejes en torno a los cuales la lucha por la democracia, desde el siglo XIX hasta hoy, se refiere a cuestiones de cultura política. La expresión pueblo –polisémica a lo largo de la historia– fue, justamente, centro de la lucha política entre partidarios de ampliar, unos, y de restringir, otros, los derechos de ciudadanía.
En primer lugar, debe recordarse que, en tiempo de la ruptura de la dominación colonial, pueblo –al menos en la América española– contenía a un número reducido de personas: los miembros de los cabildos, de las corporaciones y de las juntas, es decir, “los cuerpos intermedios de la sociedad” (Annino, 1994: 238). Luego, la expresión alcanzará un contenido más amplio, aproximándose a la percepción actual, conteniendo a aquellos que por entonces se llamaban bajo pueblo, populacho, ínfima plebe, falso pueblo, la canalla. Era el mundo de peones, jornaleros, campesinos, trabajadores, libertos… En frente, sus contradictores comenzaron a ser la gente decente o la gente de razón. Unos, los primeros, inferiores; los segundos, superiores. Porque la concepción jerárquica estuvo lejos de desaparecer, por más que se invocase la igualdad.
A diferencia de la dictadura, que es una forma particular de ordenar la sociedad rechazando el disenso, la democracia es una forma de ordenar la sociedad mediante el consenso, admitiendo el disenso. La construcción de consenso es un proceso –en la América Latina del siglo XIX bien complejo– que requiere, como ha señalado Torres-Rivas (1987: 78), condiciones materiales y culturales.
Admitir el disenso era, precisamente, algo que las clases dominantes no estaban dispuestas a aceptar. Las razones culturales pesaron mucho y ese peso se sumó al de las condiciones materiales, marcadas por elevados niveles de explotación. No debe olvidarse que el ethos societal estaba dominado por la preeminencia del racismo y del racialismo, largamente alimentados por la ideología de la Iglesia Católica y luego por su prolongación, en clave laica, el positivismo. Hombres y mujeres fueron educados, desde los inicios de la conquista, por concepciones como la planteada en el siglo XVI por el jesuita Alessandro Valignano, quien se oponía a la admisión de indios, eurindios y africanos en el ejercicio del sacerdocio:
Todas estas razas oscuras [indígenas y negros] son muy estúpidas y viciosas, y tienen el más bajo de los espíritus […]. En cuanto a los mestiços y castiços, debemos recibir muy pocos o ningunos; especialmente en lo tocante a los mestiços, ya que cuando más sangre nativa tengan más se asemejarán a los indios y serán menos estimados por los portugueses (apud Anderson, 1993: 94).
Los franciscanos portugueses se opusieron en Goa –pero no es inverosímil que el criterio también se encontrase en América– a la admisión de los criollos en la orden aduciendo que “aunque hubiesen nacido de padres blancos puros, han sido amamantados por ayas indias en su infancia, de modo que su sangre se ha contaminado para toda la vida” (apud Anderson, 1993: 94, citando a Carles Boxer).
En los inicios del proceso de ruptura de la dominación colonial, la democracia fue entendida, por partidarios y enemigos, en clave roussouniana o jacobina, es decir, como igualitarismo, a juicio de no pocos hasta exagerado, e incluso, como señala Lucía Sala de Touron (s. f.), como terror revolucionario. El calificativo fue empleado, por ejemplo, para atacar al artiguismo, tanto por su política redistributiva de tierras como por su concepción política de considerar a todas las provincias rioplatenses como iguales, atacando así la superioridad que se arrogaba la dirigencia bonaerense.
En el Río de la Plata, tras la etapa de la “democracia furiosa” (Oieni, 2004), la percepción de los grupos criollos con aspiraciones a construir el nuevo orden político y a ejercer el poder viró radicalmente. A partir de allí, la democracia se tornó sinónimo de anarquía, de subversión o, en el mejor de los casos –conforme las ideas tradicionales en las que la mayoría de los hombres de esos grupos fueron educados–, en Gobierno de las mayorías “pobres, ignorantes e incapaces”.
Los grupos antirrevolucionarios que luchaban por el poder y trataban de establecer un orden poscolonial enfrentaban a otros grupos con igual aspiración, a los cuales descalificaban presentándolos no como expresión de otro (proyecto de) orden, sino como anarquistas, bárbaros, partidarios del desorden o del caos. Ahora bien: ¿qué entendían esos grupos por desorden? Nada muy diferente, en trazos gruesos y con los matices del caso, de lo que las clases dominantes europeas concebían: a pequeña escala, violencia popular, crimen, inmoralidad, locura; a gran escala, rebelión popular, insubordinación, lucha de clases (Tilly, 1991: 18).
Así, pues, la democracia como revolución, la revolución como desorden, ergo, la democracia como desorden: el silogismo cerraba. Más temprano que tarde, los grupos dominantes rechazaron los términos de la vieja arenga de Lepid al pueblo romano, los que Bernardo Monteagudo había recuperado en el inicio de su “Oración inaugural” en la sesión de apertura de la Sociedad Patriótica, en enero de 1812: “Yo prefiero una procelosa libertad a la esclavitud tranquila”.
Al apelar a la autoridad de los antiguos (romanos, en este caso), lo que Monteagudo planteaba era inequívocamente la primacía de la libertad sobre la seguridad. Este principio y el de la igualdad fueron derrotados. La demanda de seguridad –a menudo planteada como orden– pasó a ser entonces plenamente dominante, incluso negando –ya no subordinando– a la de libertad. No obstante, el liberalismo radical colombiano dio un giro espectacular y excepcional en la segunda mitad del siglo. Una de sus figuras más destacadas, José María Samper (integrante de la llamada generación del 48, influenciada por los movimientos revolucionarios europeos de ese año), sostuvo en 1853, invirtiendo los términos de la ecuación hasta entonces dominante, que el orden era “una consecuencia de la libertad”. Y en 1861 insistía: “La libertad no se defiende sino con libertad” (apud Posada Carbó, 2011: 167). Sin embargo, veinte años más tarde cambió de opinión y optó por privilegiar la seguridad (148).
El quid de la cuestión eran las masas, los pobres, los explotados, los más, esos hombres a quienes las clases dominantes calificaban como indignos de acceder al derecho de ciudadanía política por considerarlos carentes de la educación y las virtudes necesarias para ejercerlo. En el Río de la Plata, Bartolomé Mitre, un liberal centralista (unitario, en los lenguajes político e historiográfico argentinos), denominó democracia bárbara a la brusca intervención de las masas rurales en la política, un epifenómeno de las guerras de independencia y civiles. Dos elementos resaltaban, a su juicio, en esa democracia bárbara: lo que consideraba igualitarismo extremo, y el caudillismo (cuya primera expresión había sido Artigas).
En acepciones moderadas de la democracia, como en el caso de Bolívar, “democracia” significaba la supresión de los privilegios, la abolición de la esclavitud y la igualdad ante la ley, la cual debía incluir también a los indígenas. “La democracia no era para el Libertador un tipo de gobierno, ni menos aún el procedimiento de elección de los gobernantes, sino que la radicaba en el seno de la sociedad como igualdad ante la ley y como el origen popular de la soberanía. Declaró reiteradamente queel exceso de democracia y el federalismo habían originado la caída de la Primera República”(Sala de Touron, s. f.).
Empero, las masas, con todas sus limitaciones, al levantar, entre otras, demandas de libertad, igualdad, singularidad cultural, defensa de sus tierras, generaron, aun inorgánicamente, las que Sala ha denominado “formas de resistencia a la imposición o pervivencia de formas profundamente antidemocráticas de dominación”.
Dos de las preguntas que guiaron nuestra investigación sobre las condiciones sociohistóricas de la dictadura y la democracia en América Latina fueron: ¿cómo –en el proceso de construcción del primer orden poscolonial o independiente– se gestaron, sobre la base de precondiciones generadas durante la dominación colonial, las condiciones que imposibilitaron la constitución de regímenes políticos democráticos burgueses? Y también, ¿cuándo y cómo se revirtió esa situación negativa y aparecieron condiciones de posibilidad y, sobre todo, de realización, de sociedades y de regímenes políticos democráticos? Esto conllevaba la resolución –el cómo de la resolución– del pasaje de un régimen político restringido (a propietarios y/o alfabetos) a uno ampliado (ciudadanía plena, universal masculina y femenina), un pasaje largamente demorado, más o menos concretado recién en la segunda mitad del siglo XX (Brasil universalizó los derechos de ciudadanía política tan tarde como en 1988).
La respuesta a esa pregunta nos permite, contrario sensu, explicar las condiciones de realización del autoritarismo, la dictadura y/o la dominación oligárquica. Pero esa respuesta es también clave para la búsqueda de respuesta a esta otra, que formulo modificando ligeramente la original de Edelberto Torres-Rivas (1987: 65): ¿cuándo y cómo comenzaron a gestarse efectivamente las precondiciones, primero, y las condiciones, luego, para el establecimiento de una sociedad democrática?
Como se ha señalado en la “Introducción”, la construcción del Estado (en su sentido moderno) requirió satisfacer dos exigencias fundamentales: limitar el poder, una; distribuir el poder, la otra. La primera remite a los derechos del hombre; la segunda, a la democracia. Esas dos exigencias no se cumplieron o tardaron mucho en ser aceptadas, más bien a regañadientes y solo en parte. Fueron parte del proyecto emancipador derrotado en los comienzos mismos del proceso independentista, pero siguen hoy vigentes, no son cuestiones del pasado.
Excursus: el camino autoritario y antidemocrático
Los “terribles terremotos políticos” (la expresión es del peruano Manuel Lorenzo de Vidaurre, partícipe del proceso independentista) generados por la ruptura del nexo colonial y la conflictiva construcción del nuevo orden, crearon, a su vez, situaciones de fuerte inestabilidad (consideradas anarquía) que impulsaron a apelar al “hombre fuerte”, no necesariamente un dictador (aunque el hilo separador era muy fino y débil), cuando no explícitamente a la dictadura sans phrase Vidaurre, por ejemplo, reclamó sin ambages la imposición de un dictador como único medio para la continuidad de la República (McEvoy, 2011: 218). Este tipo de apelaciones no fueron infrecuentes en América Latina –todo lo contrario– y dejaron su impronta, profundas huellas en la historia y en las culturas políticas de los países de la región.
Ya se ha dicho en el capítulo 3 que el Congreso Constituyente de las Provincias Unidas en Sud América aprobó en 1819 una Constitución centralista y aristocrática, tan ambigua en su redacción que podía serlo de una república o de una monarquía. Las negociaciones para coronar a un príncipe europeo se frustraron en 1820 por el levantamiento de los caudillos federales del Litoral, Estanislao López y Francisco Ramírez, que terminó, tras la batalla de Cepeda, con el Directorio y las débiles autoridades nacionales. La Carta estaba precedida por un “Manifiesto”, presuntamente redactado por el conservador deán Gregorio Funes, presidente del Congreso. En él se afirmaba que los primeros esfuerzos del cuerpo habían sido la abolición del “estandarte sacrílego de la anarquía y la desobediencia”. La respuesta que los conservadores rioplatenses encontraron fue una organización política calificada por ellos mismos como “un estado medio entre la convulsión democrática, la injusticia aristocrática y el abuso del poder ilimitado” (Romero y Romero, 1978: 217 y 224).
También en 1819, en la apertura del Congreso de Angostura, Bolívar dejaba en claro que solo la democracia era “susceptible de una absoluta libertad”, pero de inmediato se preguntaba “¿cuál es el Gobierno democrático que ha reunido a un tiempo poder, prosperidad y permanencia?”. No encontraba ninguno. En cambio, sí los había habido bajo la forma de aristocracias y monarquías de larga duración: China, Esparta, Venecia, Francia, Inglaterra. Así, más adelante completaba su intención moderadora de “nuestras pretensiones”: “La libertad indefinida, la democracia absoluta son los escollos a donde han ido a estrellarse todas las esperanzas republicanas” (Carrera Damas, 1993: II, 77-78 y 93).
El Emperador de Brasil, Pedro I, creía –aunque sin explicar cómo se lograba– que “el perfecto sistema constitucional consiste en la fusión de la Monarquía, la Aristocracia y la Democracia” (“Proyecto de una Constitución monárquica”, en apud Romero y Romero, 1978: 304).
A su turno, el artífice del Chile conservador, Diego Portales –poco o nada interesado en la teoría constitucional, al decir de Simon Collier–, creía que “un Gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo”, y el uso de “palo y bizcochuelo, justa y oportunamente administrados, son los específicos con que se cura cualquier pueblo” (Collier, 2005: 58). Esa combinación le resultaba preferible al imperio de la ley, la cual, en Chile, no servía “para otra cosa que no sea producir la anarquía, la ausencia de sanción, el libertinaje, el pleito eterno, el compadrazgo y la amistad”. Más aún, “con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución hay que violarla cuando las circunstancias son extremas” (“Carta a un amigo”, 1834, apud Romero y Romero, 1978: 167). Tempranamente, en 1822, Portales ya había hecho explícito su pensamiento antidemocrático:
La democracia que tanto pregonan los ilusos es un absurdo en países como los americanos llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud como es necesario para establecer una verdadera república […]. La república es el sistema que hay que adoptar, pero ¿sabe como yo la entiendo para estos países? Un Gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes (apud Brito, Mazzei, Rocha y Vivallos, 2007: 387).
El mismo Portales, doce años más tarde, escribía:
Con los hombres de ley no puede uno entenderse; y así ¡para qué, carajo! sirven las constituciones y papeles si son incapaces de poner remedio a un mal que se sabe existe... En Chile la ley no sirve para otra cosa que no sea producir la anarquía, la ausencia de sanciones, el libertinaje, el pleito eterno [...]. Si yo, por ejemplo, apreso a un individuo que sé está urdiendo una conspiración, violo la ley. Maldita ley, entonces, si no deja al brazo del Gobierno proceder libremente en el momento oportuno (apud Safford, 1991: 61).
El mexicano Lucas Alamán, ya en su etapa conservadora, era enfático en su oposición a las prácticas democráticas. Así, en carta al general Santa Anna decía, en 1853:
Estamos decididos contra la federación; contra el sistema representativo; contra el sistema representativo por el orden de elecciones que se ha seguido hasta ahora; contra los ayuntamientos electivos y contra todo lo que se llama elección popular, mientras no descanse sobre otras bases (apud Romero y Romero, 1978: 367-368).
Por su parte, el Libertador Bolívar fue cambiando de posición, pasando de la inicialmente democrática y federal a otras crecientemente antidemocráticas, incluyendo la dictadura. En rigor, Bolívar viró tempranamente hacia posiciones cada vez más moderadas, después de la derrota de la Primera República. Así, en 1815, cuando en la Banda Oriental Artigas radicalizaba sus posiciones con el Reglamento de Tierras, el venezolano escribía la “Carta de Jamaica”:
Los acontecimientos de la Tierra Firme nos han probado que las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales. En Caracas el espíritu de partido tomó su origen en las sociedades, asambleas y elecciones populares; y estos partidos nos tornaron a la esclavitud. Y así como Venezuela ha sido la república americana que más se ha adelantado en sus instituciones políticas, también ha sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la forma demócrata y federal para nuestros nacientes Estados. En Nueva Granada las excesivas facultades de los gobiernos provinciales y la falta de centralización en el general han conducido aquel precioso país al estado a que se ve reducido en el día. Por esta razón sus débiles enemigos se han conservado contra todas las probabilidades. […] Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del Gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo; y menos deseo aún una monarquía universal de América, porque este proyecto sin ser útil, es también imposible. Los abusos que actualmente existen no se reformarían, y nuestra regeneración sería infructuosa. Los Estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra. […] No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón rehuso la monarquía mixta de aristocracia y democracia que tanta fortuna y esplendor ha procurado a Inglaterra. No siéndonos posible lograr entre las repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos caer en anarquías demagógicas, o en tiranías monócratas. Busquemos un medio entre extremos opuestos que nos conducirán a los mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor (Carrera Damas, 1993: I, 105-106, 108-109; itálicas mías).
En 1819 hacía ante los congresistas reunidos en Angostura una profesión de fe en la democracia, pero con inmediatos reparos:
Solo la democracia, en mi concepto, es susceptible de una absoluta libertad; pero ¿cuál es el Gobierno democrático que ha reunido a un tiempo, poder, prosperidad y permanencia? ¿Y no se ha visto por el contrario la aristocracia, la monarquía cimentar grandes y poderosos imperios por siglos y siglos? ¿Qué Gobierno más antiguo que el de China? ¿Qué República ha excedido en duración a la de Esparta, a la de Venecia? ¿El Imperio Romano no conquistó la tierra? ¿No tiene Francia catorce siglos de monarquía? ¿Quién es más grande que Inglaterra? Estas naciones, sin embargo, han sido o son aristocracias y monarquías.
A pesar de tan crueles reflexiones, yo me siento arrebatado de gozo por los grandes pasos que ha dado nuestra República al entrar en su noble carrera. Amando lo más útil, animada de lo más justo, y aspirando a lo más perfecto al separarse Venezuela de la nación española, ha recobrado su independencia, su libertad, su igualdad, su soberanía nacional. Constituyéndose en una República democrática, proscribió la monarquía, las distinciones, la nobleza, los fueros, los privilegios; declaró los derechos del hombre, la libertad de obrar, de pensar, de hablar y de escribir. Estos actos eminentemente liberales jamás serán demasiado admirados por la pureza que los ha dictado. El primer Congreso de Venezuela ha estampado en los anales de nuestra legislación con caracteres indelebles, la majestad del pueblo dignamente expresada, al sellar el acto social más capaz de formar la dicha de una nación (Carrera Damas, 1993: II, 77-78).
Bolívar define con claridad el régimen político que desea para Venezuela, y no falta la apelación al ejemplo histórico clásico (el ateniense), pero tampoco la advertencia sobre los peligros, que la misma Atenas invocada como summum de la democracia ofrecía:
Un Gobierno republicano ha sido, es, y debe ser el de Venezuela; sus bases deben ser la soberanía del pueblo, la división de los poderes, la libertad civil, la proscripción de la esclavitud, la abolición de la monarquía y de los privilegios. Necesitamos de la igualdad para refundir, digámoslo así, en un todo, la especie de los hombres, las opiniones políticas y las costumbres públicas. Luego, extendiendo la vista sobre el vasto campo que nos falta por recorrer, fijemos la atención sobre los peligros que debemos evitar. Que la historia nos sirva de guía en esta carrera. Atenas, la primera, nos da el ejemplo más brillante de una democracia absoluta, y al instante, la misma Atenas, nos ofrece el ejemplo más melancólico de la extrema debilidad de esta especie de Gobierno. El más sabio legislador de Grecia no vio conservar su República diez años, y sufrió la humillación de reconocer la insuficiencia de la democracia absoluta para regir ninguna especie de sociedad, ni con la más cuita, morígera [suprimida esta palabra] y limitada, porque solo brilla con relámpagos de libertad. Reconozcamos, pues, que Solón ha desengañado al mundo; y le ha enseñado cuán difícil es dirigir por simples leyes a los hombres (Carrera Damas, 1993: II, 84; itálicas mías).
Empero, de ese comienzo venturoso parecía, ocho años después, según lo expuesto en Angostura, no quedar nada rescatable:
Cuanto más admiro la excelencia de la Constitución federal de Venezuela, tanto más me persuado de la imposibilidad de su aplicación a nuestro estado. [...] Mas por halagüeño que parezca, y sea en efecto este magnífico sistema federativo, no era dado a los venezolanos gozarlo repentinamente al salir de las cadenas. No estábamos preparados para tanto bien; el bien, como el mal, da la muerte cuando es súbito y excesivo. Nuestra constitución moral no tenía todavía la consistencia necesaria para recibir el beneficio de un Gobierno completamente representativo, y tan sublime que podía ser adaptado a una república de santos (Carrera Damas, 1993: II, 79).
Pese a su propuesta de, por ejemplo, un aristocrático Senado hereditario (salvo el primero, que sería electivo), el Bolívar del “Discurso de Angostura” sostenía una concepción democrática del ejercicio del Gobierno en un punto clave, advirtiendo sobre el riesgo de la perpetuación de un hombre en el poder:
La continuación de la autoridad en un mismo individuo frecuentemente ha sido el término de los Gobiernos democráticos. Las repetidas elecciones son esenciales en los sistemas populares, porque nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía. Un justo celo es la garantía de la libertad republicana, y nuestros ciudadanos deben temer con sobrada justicia que el mismo magistrado, que los ha mandado mucho tiempo, los mande perpetuamente (Carrera Damas, 1993: II, 73).
Sin embargo, pocos años después, en 1826, su postura al respecto era otra, radicalmente opuesta. Así, por ejemplo, al ofrecer al Congreso Constituyente de Bolivia su proyecto de Constitución para el nuevo país proponía:
un Presidente vitalicio, con derecho para elegir el sucesor, es la inspiración más sublime en el orden republicano. […] El Presidente de la República nombra al Vice-Presidente [que propone sea hereditario], para que administre el Estado, y le suceda en el mando. Por esta providencia se evitan las elecciones, que producen el grande azote de las repúblicas, la anarquía, que es el lujo de la tiranía, y el peligro más inmediato y más terrible de los gobiernos populares (Carrera Damas, 1993: II, 116 y 118-119; itálicas en el original).
En noviembre de 1830, 38 días antes de morir, escribe su última carta. Fue dirigida al general Juan José Flores y en ella expresa su descarnada decepción, su brutal desencanto tras veinte años de ejercicio del poder. Ellos le han dejado unos “pocos resultados ciertos”, de hecho solo seis:
1º La América es ingobernable para nosotros. 2° El que sirve una revolución ara en el mar. 3° La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. 4° Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas. 5° Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos. 6° Si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, este sería el último período de la América (Carrera Damas, 1993: I, 635-636).
Difícil encontrar otra muestra de tan radical pesimismo.
También el otro Libertador, José de San Martín, tuvo poca confianza en las capacidades de los pueblos para la república (aunque inicialmente la favorecía) y la democracia. Temprano, ya en 1812, por ejemplo, le confiaba a su amigo Tomás Guido su pesimismo sobre la naturaleza humana y su desconfianza sobre el orden político que no fuese capaz de contener la violencia desatada en un contexto socio-cultural caracterizado por la ausencia de tradiciones de Gobierno autónomo y las enormes ansias de poder de los nuevos políticos (Lynch, 2010: 226).
Más tarde, en sendas nuevas cartas a Tomás Guido, cuando en Buenos Aires gobernaba Juan Manuel de Rosas, escribió:
Yo miro como bueno y legal todo Gobierno que establezca el orden de un modo sólido y estable (17 de diciembre de 1835) y nuestros países no pueden, al menos por muchos años, regirse de otro modo que por Gobiernos vigorosos, más claro: despóticos (26 de septiembre de 1836) (apud Rouquié, 2011: 499).
Juan Manuel de Rosas, gobernador de la provincia de Buenos Aires, pese a haber llegado al Gobierno mediante elecciones, sostenía que en esta materia, “como en otras, la práctica ha estado bien distante de las doctrinas más ponderadas”, razón que lo llevó a un procedimiento que consideraba eficaz tanto para alejar “esas teorías engañosas que ha inventado la hipocresía”, como para “dejar establecido una garantía legal permanente para la autoridad”. Según hacía saber a la Legislatura en su mensaje de 1837, la solución era muy simple: en su calidad de gobernador
ha dirigido, por toda la extensión de la Provincia, a muchos vecinos y magistrados respetables listas que contenían los nombres de aquellos ciudadanos que en su concepto merecían representar los derechos de su patria, con el objeto de que propendiesen a su elección, si tal era su voluntad (apud Romero y Romero, 1978: 254).
Igual procedimiento utilizaba, del otro lado de la cordillera de los Andes, el primer ministro chileno, también conservador, Diego Portales.
Rosas –un decidido autonomista bonaerense erróneamente considerado federal– fue un notable caso de coherencia en sus posiciones antidemocráticas, explícitamente expresadas desde la Memoria elevada al Directorio en febrero de 1819 y, sobre todo, la Proclama del 10 de octubre de 1820, hasta el final de su vida, cuando, en cartas enviadas a Josefa Gómez desde su exilio en Gran Bretaña, despotricaba contra la Primera Internacional de Trabajadores, la “insolencia de la plebe” y la libertad de enseñanza, al tiempo que se pronunciaba partidario de “la dictadura temporal del Papa”.
Así, tras vencer a los caudillos federales del Litoral en la crisis de 1820, asegurando la primacía de los directorales, que pasaron a denominarse Partido del Orden, Rosas señalaba:
Obediencia, fidelidad, firmeza son nuestros propósitos. […] [R]ecibid los votos que os hago en nombre de la División que comando: ¡Odio eterno a los tumultos! ¡Amor al orden! ¡Fidelidad a los juramentos! ¡Obediencia a las autoridades constituidas! (itálicas mías) (149).
Al asumir por segunda vez la gobernación de la provincia de Buenos Aires, en abril de 1835, se expresó en estos términos:
Ninguno de vosotros desconoce el cúmulo de males que agobian a nuestra amada patria, y su verdadero origen. Ninguno ignora que una facción numerosa de hombres corrompidos, haciendo alarde de su impiedad, de su avaricia y de su infidelidad y poniéndose en guerra abierta con la religión, la honestidad y la buena fe […], en una palabra, ha disuelto la sociedad y presentado en triunfo la alevosía y la perfidia.
[…] La Divina Providencia nos ha puesto en esta terrible situación para probar nuestra virtud y constancia […]; persigamos de muerte al impío, al sacrílego, al ladrón, al homicida […]. Que de esta raza de monstruos no quede uno entre nosotros y que su persecución sea tan tenaz que sirva de terror y espanto. La causa que vamos a defender es la causa de la religión, de la justicia de la humanidad y del orden público: es causa recomendada por el Todopoderoso: Él dirigirá nuestros pasos y con su especial protección nuestro triunfo será seguro (itálicas mías).
El tono era, pues, decididamente religioso, en clave de guerra santa. Ese tono estaba muy presente en el lenguaje de Rosas y sus partidarios, doctrinariamente antiliberal: los enemigos (los unitarios) eran considerados herejes, diabólicos, y cuando los federales bonaerenses se fracturaron, unos –los rosistas– fueron llamados apostólicos, y los disidentes (liberales y constitucionalistas), cismáticos.
Rosas apelaba a un lenguaje y una concepción típicos del orden colonial, esto es, del absolutismo monárquico-religioso, alejado del nuevo de la Modernidad. Se trataba de un discurso considerado eficaz para construir un nuevo orden, posrevolucionario, capaz de asegurar la constitución y el afianzamiento de la burguesía terrateniente de Buenos Aires en la etapa de la acumulación originaria. Como sostuve en otra ocasión (Ansaldi, 1981), en el Río de la Plata, el proceso de acumulación originaria del capitalismo agrario requería el ejercicio de un poder político dictatorial, adicionalmente cargado de una discursividad religiosa, intolerante, pero probadamente eficaz para disciplinar a las clases subalternas.
En diciembre de 1829, pocos días antes de ser elegido gobernador de Buenos Aires por primera vez, Rosas le escribió una carta al caudillo riojano Facundo Quiroga, partidario de la organización constitucional del país, cuestión que el caudillo porteño dejaba para el futuro. Allí aparece crudamente expresado el carácter matricial de la estancia:
Así como cuando queremos fundar un establecimiento de campo, lo primero son los trabajos preparativos de cercados, corrales, desmontes, rosar, etc.; así también para pensar en constituir la República, ha de pensarse antes en preparar los pueblos acostumbrándolos a la obediencia y al respeto de los gobiernos (itálicas mías).
Como se aprecia, Rosas estaba lejos de la proposición de Madison –que no era un dechado de demócrata– sobre la necesidad de contar con un pueblo capaz de controlar al Gobierno. Exactamente lo contrario.
Por los mismos días, al asumir la gobernación, el estanciero devenido político, le dice a Santiago Vázquez, agente del Gobierno oriental en Buenos Aires:
En los lances de la revolución, los mismos partidos habían de dar lugar a que esa clase [se refiere a la que antes ha considerado integrada por “los hombres de las clases bajas, los de la campaña, que son los hombres de acción”] se sobrepusiese y causase los mayores males, porque usted sabe la disposición que hay siempre en el que no tiene, contra los ricos y superiores. Me pareció, pues, desde entonces [desde que entró a participar en las luchas políticas] muy importante conseguir una influencia grande sobre esa clase para contenerla, o para dirigirla y me propuse adquirir esa influencia a toda costa; para esto me fue preciso ponerme a trabajar con mucha constancia, con muchos sacrificios de comodidades y de dinero, hacerme gaucho como ellos, hablar como ellos y hacer cuanto ellos hacían; protegerlos, hacerme su apoderado, cuidar de sus intereses, en fin, no ahorrar trabajo ni medios para adquirir más su concepto. (apud Ansaldi, 1981: 85-86).
La claridad y contundencia, la franqueza hasta la brutalidad, si se quiere, de la argumentación exime de comentario alguno.
Más tarde, en febrero de 1873, ya en el exilio, Rosas le dirá a Ernesto Quesada:
Y a trueque de escandalizarlo a usted le diré que, para mí, el ideal de Gobierno feliz sería el autócrata paternal, inteligente, desinteresado e infatigable, enérgico y resuelto a hacer la felicidad de su pueblo, sin favoritos ni favoritas
Por los mismos años, el ex dictador despotricaba contra la Internacional de Trabajadores y reclamaba el gobierno del Papa.
Casi simultáneamente, a partir de 1876, José Manuel Estrada, destacado político e intelectual católico, enseñaba a sus alumnos de Derecho Constitucional y Administrativo (en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires), que los “centros de Gobierno y de disciplina para el hombre” eran la familia, los municipios y las corporaciones, organizados de modo tal que ellos eran decisivos para “distribuir la masa total del poder, de suerte que no afluya en un solo centro, sino que se distribuya en todos, en una medida adecuada y proporciona a la capacidad de cada uno”. El discurso y la propuesta de Estrada eran fuertemente antiestatistas, pero no para afirmar la sociedad civil o las formas de organización democrática, sino para reforzar el poder de las instituciones tradicionales, sobre todo la Iglesia Católica, las corporaciones, la familia y los municipios (entendidos estos en tanto “institución natural y orgánica en la sociedad”, formada a partir de familias que “se agrupan en secciones territoriales se conexionan entre sí, y muchos intereses que han sido primitivamente de una familia se convierten en generales a todas las familias”). Estrada se oponía a las formas representativas fundadas en el ejercicio del sufragio por parte de las mayorías y acusaba a la Revolución Francesa de 1789 de haber
transmitido a las masas el absolutismo de que antes disfrutaban los reyes. Las consecuencias de esta insensata doctrina son necesariamente las siguientes: que la representación ha de tener por base exclusiva la población incalificada, la población tomada numéricamente, la población en el centro que se entiende por voluntad de la nación la voluntad de la mayoría, absoluta o relativa.
Más aún:
El Estado no es la sociedad, la supone; es la constitución de un Gobierno para la sociedad preexistente; es solo una forma de la sociedad, de manera que toda idea de absorción de la sociedad por el Estado es originariamente falsa [...]. El Estado no absorbe la sociedad [...]. La soberanía reside en la nación organizada, calificada, y no en las masas, de modo que esa soberanía no comporta el poder absoluto de los representantes para trastornar el orden social [...]; en las sociedades cristianas [...] se encuentran ciertas entidades independientes del Estado y anteriores a él (150).
También por esos años el argentino Eduardo Wilde –un hombre destacado de la generación del 80, ministro de los presidentes Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman– sostenía: “El triunfo del sufragio universal es el triunfo de la ignorancia universal”.
Ya en el siglo XX, Bautista Saavedra, profesor de Derecho Penal en la Universidad de La Paz (Bolivia), dirigente del Partido Republicano y un convencido de que “el indio es apenas una bestia de carga a la que no hay que tener compasión”, escribió en su libro La democracia en nuestra historia (1917):
El error sustancial de la democracia, tal como ha venido entendiéndose, ha estado en haberse proclamado como principio suyo la igualdad. En apoyo de este principio se invocó la naturaleza; pero la naturaleza, que es una hermosa armonía de desigualdades, no ha hecho otra cosa que desmentir constantemente esta ilusión, porque, un régimen de libertad, no puede ser sino ambiente de florecimientos de desigualdades (apud Irurozqui, 1994: 7).
Consecuente el hombre: fue el organizador de un golpe contra el Gobierno liberal ejecutado en julio de 1920, y un año después asumió la presidencia, que ejerció dictatorialmente y apelando a la organización de una guardia de mestizos del “bajo pueblo” –las ovejas de Achacachi–, además de iniciar el pasaje de la dependencia de Gran Bretaña a Estados Unidos.
La conformación de la matriz institucional: los principios, los derechos y las instituciones en la práctica
Se ha indicado antes que Gargarella considera que hubo al menos seis “desajustes” entre los presupuestos teóricos constitucionales y la práctica política, desajustes que, a mi juicio, explican en cierta medida la conformación de la matriz institucional (151).
El primer desajuste –la primera incongruencia entre el enunciado y la consecuencia– es el de las violaciones por exceso, acaecidas cuando la autonomía personal no es respetada o protegida. Se las aprecia más claramente en las disposiciones constitucionales favorecedoras en exclusividad de “los intereses o convicciones fundamentales de algún grupo”, típicamente las referidas a la religión católica, siendo su expresión más alta la prohibición de ejercicio público de otros cultos. Así, no pocas Constituciones limitaron, más que salvaguardaron, los derechos de las minorías, violando el “compromiso fundamental con el respeto de la igual dignidad de las personas” (2001: 7-8). Añado: el mismo criterio se aplicó al derecho de expresión de posiciones políticas disidentes con las del orden establecido.
El segundo desajuste analizado por Gargarella es el de las violaciones en la organización de los derechos. En este se trata del “condicionamiento de los derechos a alguna concepción del bien particular”, de ahí que ellos quedaban subordinados al “respeto privilegiado de algún otro valor, con lo cual los mismos terminaban perdiendo su carácter de tales: se los ‘nombraba’, entonces, como derechos, pero se los trataba como si no lo fueran”. Los casos más notorios afectaban al derecho (fundamental) a la libre expresión, a menudo condicionado por, o dependiente de, la primacía de la religión, como en el caso de la Constitución chilena de 1823, que consagraba “la religión católica como el valor supremo, a cuya luz se organizaban todos los demás valores constitucionales” (2001: 9-10).
Las violaciones por defecto remiten a la regulación del procedimiento de toma de decisiones, es decir, al alcance y restricciones de los derechos de ciudadanía, en particular impidiendo la participación amplia de la población al limitar los derechos políticos, incrementar los requisitos para ser ciudadanos o disponer de una larga nómina de causales de pérdida de tal condición. Al respecto, un argumento relacionado con el discurso, sobre todo, pero no exclusivamente, conservador fue el de la mayor capacidad intelectual atribuida a la que el peruano Bartolomé Herrera llamaba “aristocracia del saber, creada por la naturaleza”. En definitiva, como acota Gargarella, las Constituciones latinoamericanas resultaron “extraordinariamente defectuosas; ellas se propusieron explícitamente limitar, antes que promover, la participación política del pueblo en el proceso de toma de decisiones” (2001: 11-13). En otras palabras: los mismos textos creaban simultáneamente un sistema político formalmente democrático y o desvirtuaban o negaban al privar a vastos sectores de la sociedad de derechos políticos.
El cuarto desajuste fue el de las violaciones en el diseño o instrumentación de los derechos. Aquí, el ejemplo más notorio fue el “una concepción muy robusta del derecho de propiedad”, el menos “justificable dentro de la organización constitucional”. En Estados Unidos, Alexander Hamilton exigió “proteger el derecho de propiedad contra el espíritu democrático” (¡sic!). En Latinoamérica, la disputa sobre el estatus y el alcance de tal derecho se centró en la reorganización de la propiedad durante la construcción del orden poscolonial, básicamente la cuestión de las propiedades de la Iglesia y las tierras comunales indígenas.
Pero no solo se constituyó una organización económica fundada en la propiedad privada –por vía constitucional y/o por vía de la jurisprudencia–, sino que también se hizo de la propiedad, de la condición de propietario, la piedra de toque, la condición esencial para acceder al derecho de sufragio (aunque no en todos los casos), pero sobre todo a cargos electivos. “Darle el poder a los propietarios […] representaba la certeza de un ejercicio responsable de la autoridad: actuando de un modo egoísta, los propietarios cuidaban de los destinos de la Nación” (2001: 14-18).
Otro desajuste, el quinto, fue el de las violaciones de derechos autorizadas por el sistema institucional, cuyo núcleo fue (y es) la autorización al Ejecutivo para restringir los derechos fundamentales, un “desajuste” particularmente peligroso en sistemas presidencialistas como los latinoamericanos. La delegación de facultades en los presidentes es una desviación considerable del ideal democrático, mucho más cuando se trata de delegación de facultades extraordinarias, las cuales les permiten declarar el estado de sitio y suspender los derechos y garantías constitucionales otorgados a las personas. Como a menudo esas facultades eran concedidas con amplitud y sin controles adecuados, se violentaba la preservación de “la estructura de derechos y un sistema político efectivamente democrático”. Dentro de las Constituciones estatuyentes de un presidencialismo fuerte descuella la chilena de 1833, que concedía al Ejecutivo preeminencia sobre los otros dos Poderes, incluyendo facultades extraordinarias limitantes de los derechos y libertades personales. El dato se torna más significativo cuando se tiene en cuenta que esa situación –teóricamente excepcional– se extendió durante un tercio de la república conservadora, la de la pax portaliana (1833-1861) tratada en el capítulo 3 del tomo 1. Fueron muy significativas las palabras de Andrés Bello, uno de los redactores de esa Constitución, que Gargarella trae a colación: las facultades extraordinarias eran necesarias por constituir “un dique contra el torrente de las conmociones de partido”. En buen castellano: nada de disensos. El autor recuerda que la estabilidad política chilena, excepcional en la región, potenció la evaluación positiva de esa Constitución por parte de no pocos políticos y publicistas de la época, incluso ubicados en posiciones tan dispares como el ecuatoriano Gabriel García Moreno y el argentino Juan Bautista Alberdi, que la tomaron muy en cuenta para las Cartas de 1864 y 1853, respectivamente.
La idea rectora era que ese mayor poder concedido al presidente fortalecía su capacidad para el restablecimiento del orden, poder reforzado cuando se delegaba en los ejércitos el control del orden interno, como en los casos de las Constituciones colombianas de 1832 y 1844; las ecuatorianas de 1830, 1835, 1845, 1851 y 1852, y las peruanas de 1828, 1834, 1856, 1860 y 1867, disposiciones que justifican la denominación de repúblicas militarizadas acuñada por Carmen McEvoy (2011). Otras Constituciones –como las de Bolivia (1839 y 1851), Perú (1834), Venezuela (1864) y casi todas las de Ecuador después de 1845, “le dieron una cabida más indirecta al poder militar, en el control de que ninguna ley fuera adoptada a partir de ‘tumultos populares’. Fortaleciendo de este modo la autoridad del presidente –por medio de amplísimos poderes libres de todo control sensato– la Constitución venía a legitimar, de hecho, la futura violación de los derechos individuales” (Gargarella, 2001: 18-21).
El poder de veto concedido al Ejecutivo –un resabio monárquico en la república– ha sido y es otro instrumento reducidor del real alcance democrático de un régimen político.
Finalmente, Gargarella señala las violaciones al principio mayoritario, a través de los mecanismos destinados a la protección de los derechos. Se trata del “problema de la revisión judicial de constitucionalidad […], esto es, la posibilidad de que los jueces examinen la validez de las normas elaboradas por el poder político a la luz de la Constitución –y las invaliden en el caso de encontrar contradicciones con esta”. Se trata de otro “invento” norteamericano. De hecho, “dicho control implica, en la práctica, contradecir la voluntad presente de los ciudadanos o sus representantes: cuando niegan la validez de la ley, en efecto, los jueces sobreponen su autoridad sobre la voluntad política de la comunidad (expresada directamente o a través de sus representantes). Más aún: “Que la ‘última interpretación’ de la Constitución quede en manos de un grupo de funcionarios públicos que (normalmente) ni son elegidos ni pueden ser removidos directamente por la ciudadanía, representa un grave riesgo […]: bajo la apelación a una defensa de los derechos, es posible afectar seriamente el principio mayoritario”. De los distintos “arreglos institucionales” difundidos por el continente desde fines del siglo XVIII, “el control judicial es uno de los que más dificultades plantea frente al alegado respeto del principio mayoritario” (Gargarella, 2001: 21-24).
Como es dable apreciar, los llamados “desajustes” constituyen verdaderos núcleos jurídicos aptos para fortalecer prácticas autoritarias y ocluir las democráticas. El orden se despliega en el espacio (físico y simbólico) y en el tiempo, y en ese despliegue las instituciones, incluyendo las culturales (claves en las luchas por la hegemonía y para dotar de sentido común el orden), han sido y son fundamentales. No debe olvidarse la ambigüedad del orden: necesario, para que exista sociedad; perjudicial, en cuanto opera como garante de los intereses dominantes y, muy frecuentemente, el medio para ocluir las discordancias, los disensos. Hay siempre una tensión/contradicción entre el deseo de orden de los dominantes y la resistencia de los dominados.
El proyecto emancipador de los primeros años de la ruptura del nexo colonial levantó valores fundamentales de la Modernidad, de entre los cuales el de igualdad fue el más radical y, por tanto, el primero en ser combatido (152). Así, la matriz institucional constituida a partir de esa ruptura no hizo otra cosa, en definitiva, que definir lo que Gargarella denomina, con acierto, los fundamentos legales de la desigualdad. Fue el resultado de la derrota del proyecto revolucionario, con su impronta igualitaria, y el triunfo del connubio liberal-conservador. Así, para decirlo una vez más, hubo independencia política, pero no emancipación.
Apéndice
“La historia me interesa por razones ‘políticas’, no objetivas”, decía Antonio Gramsci en carta a su hijo Delio. La proposición no debe entenderse como una invitación a la lectura partidista de los procesos históricos, adecuándolos a las conveniencias de la lucha ideológica, en particular el referido a la construcción del imaginario social, a las dimensiones simbólicas del orden. Para Gramsci, “decir la verdad es ser revolucionario”, de manera que la indagación histórica y el análisis político (el de coyuntura), tanto del pasado como del presente, no pueden tener ni confeccionar las respuestas antes que las preguntas, ni acomodar los hechos a la mejor conveniencia. El científico social que indaga en la historia procede como el psicoanalista, es decir, busca en el pasado claves explicativas del presente para asumir una de las dos opciones posibles: seguir viviendo como hasta el momento, o cambiar el rumbo de la vida, cambiar la historia. Y las claves pueden no ser gratas. Claro que hay una diferencia fundamental: el psicólogo analiza individuos, el científico social, sociedad (o sociedades). Pero la sociedad no es un sujeto genérico, sino el resultado de un proceso histórico que la construyó/reconstruyó/construye/reconstruye. En consecuencia, es preciso indagar sobre los constructores de sociedades, esto es, los sujetos colectivos e individuales. Ahora bien: “Un problema historiográfico es siempre un problema de identificación de los sujetos históricos, y de la imputación de las acciones históricas a tales o cuales sujetos” (Pizzorno, 1972: 47; itálicas del autor). Interesarse en los procesos históricos por razones “políticas” implica, pues, indagar en ellos desde los imperativos del presente, de cara al futuro.
Guiado por ese criterio, entiendo este libro como un libro no complaciente, que incluso puede resultarle incómodo a muchos. No le teme ni a las preguntas ni a las respuestas incómodas y/o molestas. No fue escrito para halagar ni para denigrar, sino para pensar y reflexionar. Por eso el texto no hace concesiones de lenguaje facilista. Está escrito, sí, pensando en lectoras y lectores conscientes dispuestos a admitir que quienes reducen el nivel del lenguaje argumentando que no deben emplearse términos “difíciles” insultan la inteligencia de quienes los leen. Detrás de la actitud de renunciar a lo considerado “difícil” suele esconderse la pereza intelectual y mental, la rutina (como escribió alguna vez Héctor P. Agosti, prologando Literatura y vida nacional, de Gramsci). Ser “fáciles” es, además de insultante para la inteligencia, contribuir al empobrecimiento del debate sobre conceptos fundamentales y su utilización para hacer inteligibles procesos complejos. Como decía Gramsci, actitudes como esa no es, en rigor, ser fáciles: “Significa defraudar, lo mismo que el vinero que vendiese agua teñida haciéndola pasar por un Barolo o un Lambrusco [dos grandes vinos italianos]. Un concepto difícil en sí no puede tornarse fácil en la expresión sin que se convierta en una torpeza”. Por eso –y no solo por la opción por la sociología histórica– también prestamos especial atención a precisar los conceptos utilizados para nuestro análisis, conceptos que, como todos, deben ser repensados e interrogados permanentemente, sea para ratificarlos o para rectificarlos.
Los conceptos, claro, remiten a teorías, conditio sine qua non para que el conocimiento sea científico. “Toda teoría está fundada […] en el hecho de que la naturaleza es explicable. Y el hombre, objeto de la historia, forma parte de la naturaleza. El hombre es para el historiador lo que la roca para el mineralogista, el animal para el biólogo, las estrellas para el astrofísico: algo que hay que explicar. Que hay que entender. Y por tanto que hay que pensar” (Febvre, 1992: 179). “Una teoría social es siempre búsqueda de significado […]. La búsqueda del significado no presupone un significado inherente; por esto se trata de una búsqueda. En resumen, la simple interpretación no constituye una teoría […]. En otras palabras, la teoría recurre a los hechos y se convierte en búsqueda de significado”, escribe Agnes Heller (1984: 146; itálicas de la autora) en un libro de lectura necesaria.
Todo estudioso de procesos históricos debe responder a preguntas básicas: ¿qué ocurrió?, ¿dónde ocurrió?, ¿cuándo ocurrió?, ¿cómo ocurrió? Las respuestas permiten describir hechos y procesos, pero no constituyen conocimiento científico. Para que lo sea es imprescindible formular y responder otra pregunta: ¿por qué ocurrió? Tratándose de procesos sociales tal vez sea más pertinente preguntar ¿por qué ocurrió lo que ocurrió? Queda abierta así la posibilidad de indagar aquellas otras aristas señaladas por Max Weber, la de atender a lo que pudiendo haber ocurrido no ocurrió. Al analizar los hechos y procesos históricos como posibilidades y no como fatalidades se amplía la capacidad de explicarlos. Explicar es dar cuenta de las causas que produjeron hechos, procesos, tendencias o regularidades. Toda explicación tiene dos componentes: el explanandum (proposición que da cuenta del fenómeno observable) y el explanans (proposición o proposiciones que dan cuenta del fenómeno), según la muy conocida formulación de Carl Gustav Hempel.
Como no hay una explicación única (suele haber, más bien, pluralidad de explicaciones e interpretaciones e incluso de construcción y narración de los relatos), hay controversias, debates, aportes múltiples que contribuyen a un mejor conocimiento. Este libro es un aporte en tal sentido, entendiendo que la historia que construyen hoy las sociedades latinoamericanas requiere que avancemos y profundicemos en el conocimiento de ellas, necesario para afirmar el camino de la integración, en particular la de los pueblos.
Es deseable que, al concluir la lectura del libro, sus lectoras y lectores puedan saber más sobre América Latina, pero, sobre todo, puedan querer saber más y quieran pensar América Latina, captando, buscando las claves necesarias para analizar la realidad pasada y presente, mirando hacia el futuro. Ojalá compartan la preocupación por el futuro, que para proyectarlo es imprescindible reflexionar antes sobre el presente y el pasado. Si así fuese, tal vez pueda concretarse, aunque sea parcialmente, la aspiración formulada por Gramsci (1975: III, 1983-1984): “Si escribir historia significa hacer historia del presente, un gran libro de historia es aquel que en el presente ayuda a las fuerzas en desarrollo a ser más conscientes de sí mismas y, por lo tanto, más concretamente activas”. Más aún: el libro pretende aportar a la recuperación de la política para las ciudadanas y ciudadanos, para las mujeres y los hombres explotados y dominados. Recuperar la política implica quitarle el carácter fetichizado, mistificado que ha adquirido. Es una tarea que remite a la dialéctica entre teoría y práctica en un doble proceso o movimiento de acción recíproca: en un movimiento, historizar-teorizar (convertir la práctica en teoría) los conceptos y categorías fundamentales del análisis científico-social teniendo como punto de partida los procesos históricos pasados o en curso, esto es, la historia del tiempo pasado y la historia del tiempo presente. En el segundo movimiento, teorizar-historizar (convertir la teoría en práctica, es decir, praxis) “la acción presente y futura” según “las transformaciones necesarias y posibles” y las deseadas, es decir, la utopía (Vega, 1981: 303). Dicho de otra manera: el objetivo es contribuir a la tarea de pasar del discurso sobre los sujetos y sus acciones a la reflexión de los sujetos sobre su constitución y sus proyectos. Recuperar la política –confiscada por el neoliberalismo– es asumir que ella es la voluntad organizada de hombres y mujeres orientada hacia la conservación o la transformación de la sociedad y, por lo tanto, el ámbito de libertad por excelencia, desde el que decidimos seguir viviendo como vivimos o luchar por cambiar las condiciones en las cuales vivimos. En ese sentido, entonces, la política es un componente fundamental de todo proyecto emancipador. Y hoy, una estrategia genuinamente emancipadora no puede ser sino una superadora del objetivo de sustituir la dominación de una clase por otra y ser capaz de generar las condiciones de posibilidad y de realización de la abolición de todo y cualquier tipo de dominación de unos hombres y unas mujeres sobre otros hombres y otras mujeres.
Entonces, como decía León Felipe,
Un día, cuando el hombre sea libre, la política será una canción.
Posdata: Al cerrarse el libro, sepan sus lectoras y lectores que el mismo se vio favorecido por el celo y cuidado que Vanesa Hernández, del Área Paidós, Ariel y Crítica, puso en el trabajo de edición. Agradecerle su dedicación es poco reconocimiento. También un agradecimiento a Laura Taube y Teodora Scoufalos, de Marketing y Prensa de la editorial, por su diligente tarea en sus respectivas áreas.
134. Aquí sintetizo resultados alcanzados en los proyectos de investigación colectiva referidos en “Acerca de este libro”, en el tomo I. Retomo, también, argumentos en Ansaldi (2003b, 2010a, 2010b y 2010c).
135. Para Braudel (1968: 60-106), la temporalidad histórica se despliega en tres niveles o duraciones, de distinta intensidad: corta, media y larga duración, es decir, el tiempo del acontecimiento, de la coyuntura y de la estructura, respectivamente.
136. No son, por cierto, las únicas palabras significativas que el lenguaje político y filosófico de la Modernidad tornó corrientes. Pueden añadirse otras, también ellas novedosas o resignificadas: clases sociales (aporte de François Quesnay, Jacques Necker y la economía política clásica, es decir, Adam Smith, Adam Ferguson, David Ricardo), confederación/federación, Estado, fraternidad, liberalismo, nación, patria, pueblo(s), república, soberanía, voluntad general, emancipación, entre otras.
137. La rebelión de los comuneros paraguayos fue un movimiento tanto político de resistencia de los vecinos de Asunción al absolutismo gubernamental y de defensa de la autonomía del cabildo como social de colonos empobrecidos y vecinos sin tierras opuestos al poder económico de las reducciones jesuitas. Fue brutalmente reprimido por las tropas enviadas por el gobernador de Buenos Aires, de las cuales formaban parte unos 8.000 indígenas provistos por los jesuitas. El panameño José de Antequera y Castro fue el líder del movimiento hasta su muerte en Lima, en un confuso episodio. El de Nueva Granada ya ha sido considerado en el capítulo 2.
138. Todavía hoy, liberal tiene, políticamente, como recuerda el italiano Nicola Matteucci, significados variables: en el Reino Unido y Alemania alude a posiciones de centro, mientras en Estados Unidos refiere a radicales de izquierda. La inflación semántica del término ha llevado a un connotado ideólogo del liberalismo del siglo XX, Friedrich August von Hayek, a proponer el abandono del uso de tan equívoca palabra. El mismo Matteucci formula una advertencia metodológica, dirigida a los historiadores, pero pertinente para otros científicos sociales: “El historiador, si se encuentra desprovisto de un criterio lógicamente definido sobre lo que es ‘liberal’, terminará cambiando el adjetivo por el sustantivo, los liberales por el liberalismo, o sea por incluir –y atribuir al liberalismo– toda una serie de comportamientos políticos, en tanto que el sustantivo solo designa algunos. La aceptación acrítica del término ‘liberal’, por ejemplo, puede llevar a consecuencias peligrosas, ya sea que la atención se ponga en grupos o partidos que se autodefinen como liberales, ya sea que se ponga en ideas que se proclaman liberales”. Es que “no siempre los grupos y partidos que se inspiraban en ideas liberales adoptaron el nombre de liberal, de la misma manera que no siempre los partidos liberales ejercieron una política coherente con el principio proclamado” (Bobbio, Matteucci y Pasquino, 1994: 876-877).
139. En rigor, la democracia como uno de los valores fundamentales del liberalismo fue una construcción posterior, que lentamente comenzó a afianzarse desde mediados del siglo XIX.
140. Insisto en la conveniencia de escribir sujeto(s) en lugar de actor(es). Sujeto es quien dirige la acción, lo cual presupone conciencia, voluntad. Actor, en cambio, es quien representa un rol asignado por otros. El sujeto es una persona, el actor, un personaje.
141. En América Latina, toda la propaganda antianarquista y antisocialista, primero, anticomunista, más tarde –exacerbada contra los movimientos revolucionarios de las décadas de 1960 y 1970– agitó siempre el eslogan de los “agentes extranjeros”.
142. El artículo10 definía su perímetro: “El territorio español comprende en la Península con sus posesiones e islas adyacentes, Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las islas Baleares y las Canarias con las demás posesiones de África. En la América septentrional, Nueva España, con la Nueva Galicia y península del Yucatán, Guatemala, provincias internas de Occidente, isla de Cuba, con las dos Floridas, la parte española de Santo Domingo, y la isla de Puerto Rico, con las demás adyacentes a estas y el Continente en uno y otro mar. En la América meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico. En el Asia, las islas Filipinas y las que dependen de su Gobierno”. Sin hipérbole: un Estado a escala planetaria.
143. James Madison, llamado el “Padre de la Constitución” norteamericana, entendía que para la existencia de una democracia eran necesarias dos condiciones: la primera, la existencia de un gobierno capaz de gobernar; la segunda, la existencia de una sociedad capaz de controlar al gobierno. Si esto era cierto, es claro que en América Latina estas condiciones tardaron en establecerse, en particular la segunda.
144. “La élite civil se fijó en el Curso de Política de Constant por su utilidad a la hora de redactar las constituciones. De Bentham leyeron no tanto sus primeros escritos sino los que constituían una guía de legislación y jurisprudencia (los tratados sobre legislación civil y penal, sobre pruebas judiciales o sobre las leyes penales, y los ensayos sobre las tácticas políticas y los sofismas parlamentarios)” (Safford, 1991: 59).
145. El de Dorrego es un caso interesante, en parte por ser el revés de buena parte de los independentistas, pues su trayectoria política fue de regresiva a progresiva. En la década de 1810 este brillante militar, destacado por su indisciplina (tanta que le valió ser sancionado por el general San Martín cuando este se hizo cargo del Ejército del Norte en reemplazo de Manuel Belgrano, a quien Dorrego había faltado el respeto), fue un directorial que combatió a las fuerzas federales de Artigas y a las del gobernador de Santa Fe, Estanislao López. Luego se acercó al artiguismo, se opuso a las tendencias monárquicas y al connubio entre el Gobierno de Buenos Aires y la Corte portuguesa para que los ejércitos de João VI invadiesen la Banda Oriental. Es así como fue desterrado por decisión del director Juan Manuel de Pueyrredón. En su exilio en Estados Unidos afirmó sus posiciones republicanas y federales, lo cual no fue óbice para que, ya de regreso en Buenos Aires, y siendo gobernador de la provincia, combatiera a López, quien finalmente lo venció en Gamonal en 1820, batalla que Dorrego libró después de haber sido abandonado por Rosas. En 1823 se incorporó a la Legislatura de Buenos Aires, defendiendo a gauchos y pobres urbanos, y oponiéndose a la política del ministro Rivadavia. En las deliberaciones del Congreso Nacional Constituyente –que integró representando a la provincia de Santiago del Estero– se opuso al proyecto centralista y brilló por su defensa del derecho al sufragio de criados a sueldo, peones jornaleros y soldados de línea. Murió fusilado por el general centralista Juan Galo de Lavalle en 1828, un hecho absurdo, vergonzoso e injustificado –sin eufemismos, un verdadero crimen político–, que abrió las puertas a una convulsión política, con guerra civil incluida, que se prolongó durante las décadas siguientes y facilitó el acceso de Rosas a la dictadura.
146. Recuérdese que Colombia fue federal bajo el predominio liberal, entre 1863 y 1886. La Regeneración conservadora reformó la Constitución en 1886, estableciendo el régimen centralista.
147. En ese sentido, ya existía el antecedente de los constituyentes norteamericanos reunidos en Filadelfia en 1787. Ellos prefirieron la república a la democracia, Roma a Atenas. La democracia tal como la concebían los atenienses incluía a los pobres, mientras en la concepción estadounidense ellos estaban excluidos. Como bien dice Wood, la definición norteamericana de democracia tenía como componente esencial la dilución del poder popular, toda vez que entendían la democracia ateniense como Gobierno de la turba y/o la tiranía de la mayoría. La república que pergeñaron tenía un régimen político que admitía los derechos de ciudadanía, pero en el cual el Gobierno era ejercido por la aristocracia. (Por cierto, no muy diferente de lo que sigue todavía vigente.) “La república estadounidense estableció firmemente una definición de democracia en la que la transferencia de poder a los ‘representantes del poder’ constituía no solo una concesión necesaria en cuanto al tamaño y la complejidad, sino más bien la esencia de la democracia misma”. Así, la “democracia representativa” constituye una forma de dominación en la cual el pueblo –el demos– no tiene el ejercicio del poder político, puesto que este le ha sido enajenado, transferido a otros, a los “representantes del poder” (Wood, 2000: 253).
148. “La evolución intelectual de Samper se ha interpretado a veces como un abandono del liberalismo, sobre todo por su acercamiento político con el Partido Independiente liderado por Rafael Núñez y su participación en la Asamblea Constitucional que promulgó la Carta de 1886 que selló la paz con los conservadores y devolvió poderes a la Iglesia Católica. Pero tanto en aquella Constitución como en su trabajo Derecho político interno de Colombia (1886) sobrevive un espíritu liberal que merecería un examen más detenido” (Posada Carbó, 2011: 167).
149. Las referencias de esta y las demás citas del pensamiento de Rosas pueden verse en Ansaldi (1981).
150. Sus clases tomaron forma de libro: Curso de Derecho Constitucional, una obra que constituye los tomos VII, VIII y IX de sus Obras Completas (1927). Para los puntos aquí señalados, véanse tomos VIII, pp. 10, 66, 101-113, 115, 119-121, 123, 127-128, 149, 170-171, 204-205 y IX, pp. 196-197 y 206-207.
151. Sintetizo aquí las proposiciones expuestas en Gargarella (2001). Todas las indicaciones de páginas remiten a este texto. Para un análisis más detenido, véase también Gargarella (2008).
152. Me ocupo de esta cuestión en “Ved en trono a la noble igualdad. Soñar con Rousseau en América Latina”, Avances del CESOR, nº 9, Rosario, en prensa.