Capítulo 5

EL ORDEN EN SOCIEDADES DE MASAS

La década de 1930: crisis y transformaciones en proceso

En el imaginario social continental, la década de 1930 está inevitablemente asociada a la idea de crisis. Esta, ha observado Jorge Graciarena (1984: 44), “se ha convertido en una especie de comodín que nadie explica porque su sentido se supone sobreentendido”. De allí, la necesidad de unas breves consideraciones al respecto.

Las crisis son estados transitorios. Son parte de un proceso, y si bien no tienen un patrón de duración previsible, tienen un desenlace. En una situación de crisis se expresan contradicciones, tensiones y rupturas de una intensidad tal que los sujetos –individuales y colectivos– vacilan respecto de las acciones a realizar. Las normas y las instituciones hasta entonces existentes dejan de ser observadas y reconocidas, llegando, en el límite, a ser concebidas como un obstáculo para el desarrollo de la sociedad. Al mismo tiempo, las nuevas propuestas no terminan de ser elaboradas o, estándolo, no terminan de ser asumidas como eficaces y/o pertinentes. Así, las grandes crisis definen momentos históricos en los cuales, como decía Antonio Gramsci, lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer. Esta irresolución pone de relieve ese componente fundamental de toda crisis que es el tiempo.

Las crisis son fenómenos históricos usuales, mas la conjunción de crisis económica, social, política y de valores no lo es tanto. Menos usual aun son las crisis de mayor intensidad, las que Gramsci llamó crisis orgánicas y definió en estos términos: “En cierto momento de su vida histórica, los grupos sociales se separan de sus partidos tradicionales, esto es, los partidos tradicionales con una forma organizativa dada, con los determinados hombres que los constituyen, los representan y los dirigen ya no son reconocidos como expresión propia de su clase o fracción de clase. Cuando estas crisis se verifican, la situación inmediata deviene delicada y peligrosa, porque el campo queda abierto a las soluciones de fuerza, a la actividad de potencias oscuras representadas por hombres providenciales o carismáticos” (Gramsci, 1975: III, 1602-1603).

La característica esencial de la crisis orgánica es la de ser crisis de hegemonía. Es una crisis de autoridad de la clase dirigente, que deviene solo dominante, y de su ideología, de la cual las clases subalternas se escinden. En una situación tal, argumenta Gramsci, los partidos políticos tradicionales se han tornado “anacrónicos” y se encuentran separados de las masas, suspendidos en el vacío. Hay, pues, una ruptura entre representantes y representados.

Ahora bien, en una crisis orgánica, la capacidad de reacomodamiento de la clase dirigente o dominante es mayor y más rápida que la de las clases subalternas. Ello le permite –incluso realizando sacrificios y/o formulando propuestas demagógicas– mantener el poder, reforzarlo y emplearlo “para destruir al adversario”. La crisis orgánica también puede resolverse, si bien menos frecuentemente, por la iniciativa política directa de las clases subalternas. En tal situación, la multiplicidad de fuerzas y partidos políticos de tales clases confluye en una única organización política, que es la que mejor representa y resume las necesidades de toda la clase. Si se produce esta segunda salida, la solución es “orgánica”. Pero igualmente puede ocurrir que no se genere una solución orgánica sino una tercera, la del jefe carismático. Tal salida “significa que existe un equilibrio estático (cuyos factores pueden ser eliminados, si bien prevalece la inmadurez de las fuerzas progresistas), que ningún grupo, ni el conservador ni el progresista, tiene la fuerza necesaria para la victoria, y que incluso el grupo conservador tiene necesidad de un jefe” (Gramsci, 1975: III, 1604). En este caso, existe un equilibrio estático en el que ni el grupo progresista ni el grupo conservador puede vencer, e incluso este tiene necesidad de un jefe.

En la América Latina de la década de 1930 hubo crisis económica, crisis social, crisis política y crisis de valores. En los distintos países, estos tipos de crisis se combinaron de modos diversos, e incluso, en algunos de ellos, derivaron en una crisis orgánica. En general, sin embargo, la crisis política fue más de dominación que de hegemonía. Un nuevo pacto de dominación era necesario, pero el acuerdo sobre sus términos fue objeto de inestabilidad aun antes y más allá de la década de 1930 (1).

La crisis desatada en Wall Street el jueves 24 de octubre de 1929 no solo arrasó con la economía norteamericana sino que afectó el sistema capitalista a escala mundial. El comercio y la producción cayeron entre 1929 y 1932, al tiempo que el sistema financiero se derrumbó en 1931. En América Latina, sus efectos fueron devastadores, pues aquí se solaparon las cuatro crisis indicadas. Al respecto, el signo más notorio del impacto de la economía en la política fue la caída, entre 1930 y 1933, de la mayoría de las situaciones políticas consolidadas en el período precedente, que Tulio Halperin Donghi ha llamado de madurez del orden neocolonial y que aquí presentamos como crisis del modelo primario exportador con dominación político-social oligárquica y transición a una sociedad de masas, bien entendido que en esa transición la recomposición de los poderes preexistentes fue una posibilidad cierta y efectiva.

En los años más severos de la Depresión, en la mayoría de los países latinoamericanos se produjo el acceso al poder de grupos o individuos que no lo detentaban cuando se desató la crisis. Sin embargo, esto no significó la constitución inmediata de un nuevo orden y la inestabilidad continuó, como se ha dicho, aun más allá de la década de 1930. Así, el año 1930 es expresión simbólica de una crisis internacional que en América Latina fue múltiple y de duración variable. En efecto, la crisis económica del centro del sistema capitalista –la de 1929–, se soldó en la región con su propia crisis económica –la del agotamiento del modelo primario exportador– y con las que se produjeron en el plano de la política –crisis de dominación– y de la cultura –en buena medida, de los valores del liberalismo–. Tal como afirma Martín Puchet (2003: 327), en América Latina “en los años treinta, el propio carácter exterior de la crisis la vuelve un catalizador o aglutinante de transformaciones en proceso”.

En la década de 1930, la dominación oligárquica estuvo fuertemente cuestionada, pero fueron varias las líneas de continuidad –tal como se ha mostrado en el capítulo 4. Una buena estrategia para discriminar entre casos es aplicar el concepto crisis de una forma de Estado. Este concepto pertenece a Graciarena (1984: 44-45), quien lo distingue de ese otro que denomina crisis básica del Estado. El autor afirma que “[e]n su sentido más estricto, una crisis básica de Estado existe solo cuando lo que está en cuestión es la matriz fundamental de la dominación social que le es inherente y sobre la que se constituye. […] En la crisis de una forma de Estado lo que cambia es la figura de este, manteniéndose como invariante la relación fundamental de dominación”.

La disolución del orden colonial consistió en un cambio de la relación básica y, en este sentido, puede aplicarse la primera de las acepciones de crisis. En cambio, las vías de disolución de la dominación oligárquica pueden ser interpretadas como respuestas a la crisis de una forma de Estado y de articulación de nuevas formas, variables según los países.

Los conflictos que emergieron a la superficie con el crack de 1929 alcanzaron dimensiones extraordinarias, pero, como se dijo al comienzo, se trataba de tensiones que ya unos años antes se habían evidenciado como agoreras de un derrumbe. Según Patricia Funes (2006a: 12-13), “[e]n general la década de 1920 ha quedado deprimida en las periodizaciones clásicas entre ‘1880 y 1930’, arco temporal nada caprichoso, por cierto, y congruente con las dinámicas económicas y políticas de la región. Otras veces, los años veinte quedan englobados en el ‘período de entreguerras’, lo que tampoco contribuye a reconstruir la dinámica continuidad-cambio, esa forma de respiración de los procesos históricos. […] Los años veinte son años de tránsito, de ideas nómades, hermafroditas. Todo está ‘como por ser’ o despidiéndose de lo que era, y esa situación eclipsa la entidad de las búsquedas y rupturas de esos años. Algunas de esas preguntas y sus respuestas se desvanecieron después de la crisis de 1929. Otras, en cambio, adquirieron nitidez en los años treinta y cuarenta. También las hubo más díscolas, que quedaron suspendidas y reaparecerán en la década de 1960”.

No es el caso ahondar en la trama de la década de 1920, cuestión que por su parte es objeto del enjundioso libro de Funes. Sí, en cambio, queremos señalar que la referencia a la crisis de 1930 de algún modo lleva implícitas otras varias transformaciones que la década arrastra de años anteriores. Y esto no solo en el plano de las ideas y los valores, sino también en el plano económico, político y social. Hacia fines de la década de 1960, Tulio Halperin Donghi (1992: 282) ya señalaba que “desde las primeras etapas de su afirmación, el orden neocolonial parece revelar a través de [crisis de intensidad creciente] los límites de sus logros; si no puede decirse que nace viejo […] nace por lo menos con los signos ya visibles de un agotamiento que llegará muy pronto”. También, y en esos mismos años, Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto (1990: 56) agudamente apuntaban que “sin negar, naturalmente, la importancia de la crisis económica mundial para la economía latinoamericana, […] políticamente el sistema de dominación ‘oligárquica’ empezó a deteriorarse antes de la crisis económica mundial”.

Un punto de inflexión en este proceso histórico de más larga duración fue sin duda la Primera Guerra Mundial. En ese contexto, hubo demandas radicales de transformación social, culminadas con éxito en el caso ruso y con fracasos en Hungría, Alemania, Italia... La revolución soviética comenzó cuando la Gran Guerra aún no había concluido, mientras los procesos frustrados se desencadenaron cuando la paz ya había sido firmada, aunque ella también fue imprescindible para los revolucionarios bolcheviques. Al margen de las precisiones cronológicas, una y otros fueron expresiones de la coyuntura de esta primera posguerra. Más temprano que tarde, los diagnósticos de tal coyuntura se formularon en términos de crisis estructural. Dicho de otra manera: la crisis coyuntural de la primera posguerra fue leída como una crisis estructural, esto es, de mayor intensidad. Lo fue en el plano internacional, donde era planteada como “crisis de Occidente” o bien como “crisis del capitalismo”. Las interpretaciones podían divergir en aspectos sustantivos, pero coincidían en un punto: el diagnóstico de agotamiento del liberalismo y sus derivaciones en el plano de la economía, la política y la sociedad.

En América Latina, la Gran Guerra tuvo sus efectos sobre el férreo orden oligárquico, un orden que, por relación especular con Europa, las clases dominantes homologaban a la “civilización”. En diversos grupos se hizo evidente eso que con lucidez advertía el argentino José Ingenieros: Europa se “suicidaba” en una guerra. Enseguida, la idea de civilización comenzó a ser sometida a juicios de diversa índole. Este momento de crítica coincidió con el estallido de dos procesos claves: la Revolución Mexicana de 1910 y la Reforma Universitaria de Argentina en 1918, cuyas repercusiones se sintieron en todo el subcontinente. El binomio “civilización” urbana y “barbarie” rural se invirtió: la ciudad fue entonces denostada por su cosmopolitismo y lo rural fue reinterpretado como una vía de escape para los efectos disgregadores de la modernidad. Fue este el espacio ponderado para llevar adelante la “urgente” redefinición de América Latina.

Así, la década de 1920 fue de cambios, protestas e impugnaciones en toda la región, con matices de acuerdo con la situación nacional. En términos generales, el proceso de cambio por el cual atravesó, y eventualmente se disolvió, el Estado oligárquico, muestra una aparente paradoja: sociedades estructuralmente agrarias con disrupciones urbanas. Excepto los casos de México y, más tarde, Bolivia, en los cuales la destrucción del Estado oligárquico ocurrió por la vía revolucionaria (en México coronada por la emergencia del populismo cardenista), en los otros casos de dominación oligárquica, la ruptura fue menos violenta –e incluso muy tardía–. Más allá de las similitudes y diferencias, en toda la región, para decirlo una vez más, estructurada sobre una matriz agraria, surgieron movimientos políticos, en general, conducidos por las clases medias urbanas.

En la mayoría de los países, con estrategias diversas para sortear la crisis, hubo un reforzamiento de las tendencias autoritarias. En Colombia, la liberal “Revolución en Marcha” iniciada por el presidente Alfonso López Pumarejo en 1934 fue frenada casi inmediatamente con “La Pausa”, en 1936. Los cambios fueron entonces insuficientes para desplazar efectivamente la dominación oligárquica, de la que el mismo López fue continuista (durante sus dos mandatos, 1934-1938 y 1942-1946). Algo similar ocurrió en Perú, donde el gobierno de Augusto B. Leguía asumió una retórica indigenista que parecía dispuesta a apoyar la organización y sindicalización de los campesinos. De hecho, en 1923, se formó la Federación Obrera Regional Indígena. Pero en la medida que esta organización radicalizó sus demandas, el Gobierno retiró su apoyo y la convirtió en objeto de persecuciones y proscripciones. En Bolivia, la derrota en la Guerra del Chaco (1932-1935) y el trienio militar de David Toro y Germán Busch (1936-1939) no consiguieron desarticular el poder de la oligarquía, pues “la Rosca” se impuso nuevamente e incluso obligó a retroceder respecto de las leyes progresistas sancionadas por los militares reformistas. En Ecuador, singularmente, los años treinta trajeron consigo una exacerbada crisis política, que fue una genuina situación de vacío de poder. En Venezuela, el férreo régimen de Juan Vicente Gómez, con el beneficio del auge petrolero, se prolongó por lo menos hasta la muerte del dictador, en 1935. Y aun después le siguió una década de relativa estabilidad bajo el régimen de sus sucesores, los militares Eleazar López Contreras (1936-1941) e Isaías Medina Angarita (1941-1945) –significativamente, presidentes militares avalados por elecciones en el Congreso–.

En América Central y el Caribe, la crisis se resolvió por la vía de la dictadura tradicional. Los nombres del poder fueron Jorge Ubico Castañeda en Guatemala, Maximiliano Hernández Martínez en El Salvador, Tiburcio Carías Andino en Honduras. En otros dos países, las dictaduras tradicionales se deslizaron hacia formas sultanísticas: en Nicaragua bajo el gobierno de Anastasio Somoza y en República Dominicana bajo el gobierno de Rafael Leónidas Trujillo. En Panamá, no hubo una dictadura semejante a la de los otros países, sino un reforzamiento del autoritarismo a través de una sucesión de gobiernos impuestos, ya fuera por elecciones practicadas sin oposición, o por golpes de Estado, en general poco sangrientos y controlados por los intereses de Estados Unidos en el canal. En Haití, la pauta fue similar. Solo en 1957 la dominación se articuló bajo la forma de una férrea dictadura, la de François Duvallier, también conocido como “Papa Doc”, cuyo poder se continuó con la dictadura encabezada por su hijo, conocido como “Baby Doc”, hasta 1986 –sucesión que hizo de Haití otro caso frecuentemente señalado como de dominación sultanística–.

En Brasil, un ejemplo paradigmático de crisis de la dominación oligárquica, la Revolução de 30 fue una revolución política que inauguró una fase de inestabilidad, hasta el surgimiento del populismo, el cual definitivamente desarticuló la relación fundamental que sostenía a la dominación oligárquica. En Chile se implementó un cambio de carácter reformista (de un reformismo militar), pero este no alcanzó a desarticular el poder de la oligarquía, aun habiendo dado paso a fórmulas políticas singulares, como la del breve socialismo de Marmaduque Grove, y más tarde la del Frente Popular dominado por la alianza entre radicales, socialistas y comunistas. Aunque, efectivamente, la experiencia frentistapopular chilena significó una pauta transformadora en muchos sentidos, hubo continuidad del poder terrateniente basado en el sistema de hacienda, y con ello de uno de los rasgos fundamentales de la oligarquía.

En otros casos, el panorama fue distinto. En Bolivia, la apelación a la guerra contra Paraguay sirvió para disfrazar la crisis de la dominación oligárquica, cuya solución –reiterémoslo– recién llegaría en 1952 por la vía de una revolución social, como había ocurrido un tiempo antes en México, país en el cual, como ya señalamos, la revolución iniciada en 1910 alcanzó su clímax bajo una forma populista. En Argentina, a partir de la Ley de Sufragio de 1912 hubo una transición reformista de la dominación oligárquica a la democrática, interrumpida en 1930 por un golpe de Estado que dio lugar a una restauración, conservadora, sí, pero no oligárquica. En Argentina, en rigor, la crisis política de 1930 no fue una crisis de la dominación oligárquica, sino de la dominación democrática, que no había podido consolidarse.

En Cuba, un país donde no hubo strictu sensu dominación oligárquica, la insurrección popular de 1933 de ningún modo marcó el fin de las soluciones autoritarias. Uruguay también se destaca por la ausencia de oligarquía y lo mismo ocurre con Costa Rica. Pero esta singularidad, en Uruguay, no fue óbice para la instauración de regímenes autoritarios como el del colorado Gabriel Terra, que ejerció el Gobierno constitucionalmente entre 1931 y 1933, año en el que dio un golpe de Estado, disolvió el Parlamento e instauró un régimen basado en la represión y la censura. En Costa Rica, el orden democrático se mantuvo estable, aunque hay que señalar que Ricardo Jiménez Oreamuno, que ya había sido dos veces presidente, fue designado con el cargo de Primer Designado a la Presidencia directamente por el Congreso –y no mediante elección popular– para el período 1932-1936. En 1939, Jiménez se postuló nuevamente, pero entonces el presidente en ejercicio ya se había inclinado por la candidatura de Rafael Ángel Calderón Guardia. Fue un período de persecuciones políticas y restricciones a la libertad de expresión. En Paraguay, otro país que no conoció la dominación oligárquica típica, los años treinta fueron los del enfrentamiento bélico con Bolivia por la posesión del Chaco. El 17 de febrero de 1936, el coronel Rafael Franco, que había participado en la guerra, encabezó una insurrección que condujo, tras algunas mutaciones internas, a la creación del Partido Revolucionario Febrerista, en 1951 –uno de los principales blancos de la larga dictadura stronista–.

Los signos de agotamiento de las diversas fórmulas de orden se hicieron evidentes: primero, frente a las limitaciones del modelo primario-exportador y a las propias de la dominación oligárquica, y después de 1929, frente a los fracasados intentos de superar la crisis estructural, la del modelo primario-exportador. En los años treinta, los efectos de esa crisis se vieron atenuados por la recomposición del capitalismo en los países centrales y luego por la fase de bonanza que trajo consigo el estallido de la Segunda Guerra Mundial. En esta coyuntura, desde el Estado se implementó el modelo de industrialización sustitutiva de importaciones (ISI). Empero, enseguida quedó al desnudo (una vez más) la debilidad estructural de las economías del subcontinente. Al concluir la década de 1950, con las excepciones de México y Brasil, las economías latinoamericanas revelaban claros indicadores de estancamiento, cuando no de regresión.

Política y socialmente, América Latina –otra vez con la excepción mexicana y su singular proceso de revolución imbricado con un coronamiento populista– no consiguió ni afirmarse ni estabilizarse. Las sociedades reconstituidas tras la crisis de los años treinta estuvieron signadas –cual más, cual menos– por la masificación urbana, de tal magnitud que, como observara José Luis Romero (1976: 322, 331 y 336), “comenzaron a masificarse también muchas ciudades en cuyas sociedades no se habían constituido masas”. Por doquier, si bien en distinta medida, se asistió al cambio cualitativo de sustitución “de una sociedad congregada y compacta por otra escindida, en la que se contraponían dos mundos”, el tradicional y el de los grupos inmigrantes internos. Las masas urbanas latinoamericanas se constituyeron (en un proceso que de algún modo había comenzado en los años de la Gran Guerra) por la fusión de “los grupos inmigrantes y los sectores populares y de pequeña clase media de la sociedad tradicional”. Surgieron, pues, en los márgenes sociales y desde ellos. De ahí en más, las sociedades latinoamericanas, escindidas, vivieron en una permanente tensión entre la integración y el enfrentamiento. Ni las dictaduras tradicionales y autocráticas, ni las experiencias populistas del Cono Sur, ni las contadas excepciones democrático-liberales o las desarrollistas (la de Arturo Frondizi, en Argentina, levantó la consigna “integración y desarrollo”) pudieron conjurar unas crisis político-sociales renuentes a toda solución más o menos consolidada ni, mucho menos, superar esa tensión. Clases sociales dominantes acostumbradas a tratar la cuestión social como una cuestión policial se encontraron entonces en una encrucijada de más difícil resolución. La efímera bonanza de la Segunda Guerra y la posguerra fue seguida por efectos visiblemente negativos: deuda externa (si bien todavía muy lejos de los estragos de las décadas de 1980 y 1990), balanzas comerciales y de pagos deficitarias, importación de insumos industriales, etc. Por añadidura, el predominio norteamericano se expandió.

Hacia 1950, el conjunto de problemas y de soluciones posibles comenzó a pensarse de un modo diferente. Un complejo entramado de situaciones puso de manifiesto la necesidad de ese cambio: límites evidentes del modelo ISI, insurgencia social (sobre todo campesina, no ajena al avance de las relaciones capitalistas en el agro), recomposición del capitalismo a escala mundial y Guerra Fría. En dos sociedades, predominantemente campesinas, se intentaron soluciones por la vía de la revolución: en Guatemala (1944), con una frustración, y en Bolivia (1952), con éxito relativo en el largo plazo. En ambos casos, fue evidente (aunque de distinto modo) el celo estadounidense por una alteración supuestamente radical en su patio trasero. En cambio, en otras dos sociedades, mucho más urbanas y con significativa presencia proletaria, se intentó salir de la crisis mediante la aplicación del desarrollismo. Orientado fundamentalmente a una transformación amplia de la economía, que equilibrase la agricultura y la industria, el desarrollismo buscaba unificar los polos desarrollados y los marginales e integrar social y políticamente a las masas asalariadas y, en su caso, campesinas, es decir, unificar “sociedades duales”. Esta solución se practicó, temporalmente, en Brasil y en Argentina bajo los gobiernos de Juscelino Kubitschek (1955-1960) y de Arturo Frondizi (1958-1962), respectivamente –si bien el primero tuvo cierta continuidad hasta el golpe militar de 1964–. Antes de agotarse, y al no poder vencer los límites y las resistencias al cambio estructural dentro de la matriz capitalista, el desarrollismo encontró, adicionalmente y contra toda previsión más o menos fundada, el formidable antagonismo generado a partir de la Revolución Cubana.

Un clima de ideas antiliberal

La crisis, del liberalismo en general y de la dominación oligárquica en particular, creó condiciones que hicieron posible la articulación política de las masas bajo un nuevo signo ideológico –cuya manifestación paradigmática en América Latina fue el populismo. En el plano interno, esta articulación se dio en medio de condiciones favorables de urbanización e industrialización y expectativas de un desarrollo autónomo relativo. En el plano internacional, ella estuvo acompañada por la afirmación de Estados Unidos como nuevo centro financiero internacional.

La crisis afectó no solo las interpretaciones dominantes de cuño liberal sino también las de cuño positivista, con las que aquellas estaban imbricadas. Paradójicamente, la democracia como valor universal fraguó en un clima de ideas profundamente antiliberal. Más paradójico aun: fue en medio de este clima de ideas cuando ocurrieron ampliaciones significativas de los derechos ciudadanos y de la Nación –precisamente, dos nociones que habían surgido de las revoluciones liberales del siglo XVIII–.

La creciente gravitación de Estados Unidos sobre la región se tradujo en hegemonía imperialista, tanto en el nivel económico como en el político y social. Como contrapartida, a lo largo de las primeras décadas del siglo XX, y más notablemente en los años veinte, se articuló un antiimperialismo que tuvo expresiones diversas (en grupos de intelectuales, movimientos sociales y partidos), pero que, en general, fue casi exclusivamente antinorteamericano. Este tipo particular de antiimperialismo no cuestionó de modo tan explícito el componente económico de la relación –extracción y transferencia de excedente en beneficio del capital extranjero–, y sí, en cambio, denunció con lucidez las intervenciones políticas y militares, en particular las de Estados Unidos en la región del Mar Caribe.

Como muestra Funes (2006a), entre 1898 y 1903, y hasta superado el paréntesis de la Primera Guerra, se articuló una oposición política e ideológica que revalorizó la defensa de la democracia y la soberanía, y puso en el centro de los debates de la década de 1920 el problema del imperialismo y el carácter dependiente de las sociedades latinoamericanas. A tono con los estilos de escritura más en boga en Europa, las nuevas ideas circularon a través del ensayo, engrosando una tradición de pensamiento latinoamericano que gustaba particularmente de este género. En este escenario, descollaron las revistas literarias y políticas, varias con el título Claridad –inspiradas directamente en el novelista Henri Barbusse y su movimiento Clarté!–. También lo hicieron varias publicaciones de circulación continental que expresaron creativamente la voluntad y utopía de la unidad latinoamericana: entre ellas, Repertorio Americano (1919-1959), Revista de Avance (1927-1930) y Amauta (1926-1930), publicadas en San José de Costa Rica, La Habana y Lima, respectivamente (Ansaldi y Funes, 1998: 29).

Como se ha señalado en otra parte (Ansaldi, 2008), desde el inicio, la reacción antiimperialista constituyó mucho más claramente una estrategia política y una forma de afirmación identitaria de Nuestra América, según la feliz expresión de José Martí. Este fue claro en su oposición a la dependencia latinoamericana de Estados Unidos. En 1891, señaló:

El caso geográfico de vivir juntos en América no obliga, sino en la mente de algún candidato o algún bachiller, a unión política (apud Martí, 1977: 205-206, itálicas nuestras).

Martí apuntaba al núcleo duro de la concepción del panamericanismo que, como se vio antes, apelaba a la comunidad geográfica de las repúblicas americanas como un argumento a favor de la propuesta de la potencia norteamericana.

El socialista argentino Manuel Ugarte fue otro de los intelectuales denunciantes del imperialismo norteamericano, tarea que asumió con la misma pasión con la cual, para contrarrestarlo, proponía la unidad latinoamericana, esto es, una única nación. Tan temprano como en 1901, en un breve texto, “El peligro yanqui”, denunciaba la intencionalidad histórica de Estados Unidos:

Basta un poco de memoria para convencerse de que su política tiende a hacer de la América Latina una dependencia y extender su dominio en zonas graduadas que se van ensanchando primero con la fuerza comercial, después con la política y por último con las armas (Ugarte, 1978: 65).

Significativamente, los intelectuales antiimperialistas latinoamericanos entendieron que la mejor estrategia para enfrentar al imperialismo norteamericano era la unión de los países de la región, en la saga bolivariana. Así, por caso, el argentino José Ingenieros, en carta al mexicano Felipe Carrillo Puerto (fechada el 1º de junio de 1922), argumentó:

Mi opinión personal es que convendría ir preparando una confederación de los países latinoamericanos (apud Terán, 1979: 474).

Estos testimonios constituyen apenas una pequeña muestra de los pronunciamientos antiimperialistas de esos años.

En estrecha relación con la cuestión del imperialismo, la década de 1920 fue también de ampliación de la nación –según la expresión de Antonio Annino (1994)–. En Brasil, el debate en el interior del movimiento modernista fue expresivo de estas tendencias. Desde el lanzamiento del “Manifesto regionalista do Nordeste”, en 1926, el denominado grupo Verde-Amarelho –nacionalista y próximo a posiciones de extrema derecha– reaccionó contra el cosmopolitismo citadino instalando el debate (sobre todo con Mario de Andrade) en torno al problema del regionalismo y la nación. Como se verá más adelante, esto coincidió con las insurrecciones tenentistas –expresión de los movimientos de clase media urbana–. En una sociedad simultáneamente sacudida, en el plano cultural, por la “Semana de Arte Moderna” (11 al 18 de febrero de 1922), acta de nacimiento del modernismo, considerado por algunos una verdadera revolución intelectual, la Columna Prestes se convirtió, pese a su fracaso inmediato, en la manifestación más nítida de la crisis de la dominación oligárquica.

En Argentina, también hubo una reacción contra el cosmopolitismo citadino. Como en Brasil, la presencia de los inmigrantes había modificado el paisaje socioétnico de las ciudades. No obstante, en Argentina el proyecto de ampliación de la nación se elaboró a partir de una coyuntura particular. La reforma política introducida por la Ley Sáenz Peña dotó de un sentido nuevo la idea de nación, ahora mucho más ligada a la de ciudadanía política. “Es el caso de la superposición ‘partido-nación’ en el radicalismo, o las fórmulas cada vez más corporativas y autoritarias que desplegaron las corrientes nacionalistas” (Funes, 2006a: 21). Así, el pensamiento sobre la nación se tejió desde lugares tan diversos como la Unión Cívica Radical (UCR) y su propuesta liberal, o los proyectos nacionalistas que reivindicaban ideas organicistas, muchas de ellas fundadas en la jerarquía, la tradición y la religión católica. Es aquí –pero también en Brasil y, como veremos más abajo, en México–, donde el “ensayo de democracia política se realiza, justamente en la década en que estos principios comienzan a erosionarse” (Funes, 2006a: 328).

En Perú, como ha mostrado Funes, el proyecto de los intelectuales en torno de la nación fue gestado desde la sociedad hacia el Estado. Pero, a diferencia de Argentina y Brasil, el pensamiento sobre la nación se erigió frente a un Estado extremadamente débil y en una sociedad mayoritariamente indígena.

En Perú, la elaboración de consignas nacionalitarias y nacionalistas guarda relación con la exclusión política propia de la dominación oligárquica, que con su política de persecución y represión el Oncenio de Leguía había exacerbado. En este marco, se destacó Víctor Raúl Haya de la Torre y su reflexión sobre la Nación y el imperialismo. También se destacó José Carlos Mariátegui y su intento por pensar la nación desde el socialismo, buscando aunar las categorías etnia y clase. Desde el catolicismo, despuntó el pensamiento de Víctor Andrés Belaúnde. Y también hubo expresiones contestatarias desde el indigenismo articulado por los intelectuales cuzqueños. En este escenario, sin duda, descuella la polémica entre Haya de la Torre y Mariátegui, y el deslizamiento del primero hacia una posición nacional-popular.

México ofrece un panorama excepcional por el hecho histórico de la Revolución. Tal como afirma Funes (2006a: 20), a diferencia de otros países –como Perú, donde la cuestión principal era “cambiar el orden”–, en el México revolucionario, la cuestión prioritaria fue “ordenar el cambio”. Desde la Secretaría de Educación del Gobierno de Álvaro Obregón (1920-1924), José Vasconcelos promovió “una recreación del orden cultural del país y alentó la reflexión sobre una ‘mexicanidad’ en pleno proceso de reformulación. Muestras de ello fueron la producción acerca de la identidad mexicana del Ateneo de la Juventud, la reflexión ‘mestizófila’ de Andrés Molina Enríquez, Antonio Caso con sus Discursos a la nación mexicana, la primera producción de Samuel Ramos, o el indigenismo de Manuel Gamio, entre otros” (Ansaldi y Funes, 1998: 16).

En esos años, México había superado con cierto éxito los diez años de guerra civil que se abrieron con la revolución maderista en 1910 y la nueva situación política se legitimaba, en buena medida, a partir de un nacionalismo que sustentaba la idea de un “México mestizo”.

En Cuba, concluidas las guerras por la independencia de España y bajo la dominación imperialista de Estados Unidos, las primeras décadas del siglo XX fueron escenario de un acelerado proceso de definición de la identidad nacional. En este contexto, se puso en marcha una lucha por crear la Nación en el marco de un orden ahora republicano. “[L]a nación se pensó, en distintas etapas y no solo en los años inmediatos posbélicos, como resistencia y programa” (Naranjo Orovio, 2004: 368). Uno de los intelectuales más destacados en este proceso fue Fernando Ortiz (autor de Los negros brujos y Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar), quien desde el Partido Liberal, la Cámara de Representantes y varios cargos gubernamentales aunó la empresa intelectual con la política.

En 1923, Ortiz fue líder en la creación de la Junta Cubana de Renovación Cívica, en medio de una convulsión social desatada por la cada vez más sofocante presión de Estados Unidos y por la generalizada corrupción política y económica en torno a la economía del azúcar. Al mismo tiempo, un grupo de jóvenes estudiantes, que había participado en las luchas universitarias por la reforma, irrumpió en la escena política. A este grupo se sumaron otros sectores y hubo repercusiones en la prensa y en la literatura. También se crearon varias revistas que se hicieron eco de las demandas de soberanía nacional.

Ortiz encarnó un recorrido repetido por varios intelectuales latinoamericanos de su época. Del positivismo y la escuela criminalista lombrosiana pasó a la elaboración de un pensamiento nacionalista, en su caso, centrado en la etnia, la cultura y la historia como elementos cristalizadores de la cubanidad –desestimando el más cerrado y eurocéntrico concepto “raza”–. Como afirma Naranjo Orovio, Ortiz sostuvo un proyecto integrador de las diferencias con fuerte énfasis en la educación y el trabajo.

En toda América Latina, el tenor de la crisis de 1930 generó incertidumbres acerca de la unidad nacional. Así, después de 1930 y particularmente en los años cuarenta, surgieron ideologías nacionales comprensivas: el populismo, el nacionalismo revolucionario de México y Bolivia, el socialismo chileno y el neobatllismo uruguayo, entre los más destacados.

En medio de la crisis, en varios países, las fuerzas descreídas de la democracia acusaron un fuerte giro hacia la derecha. Buenos ejemplos son: “Façamos a revolução antes que o povo a faça”, propuesta de Antônio Carlos Ribeiro de Andrada en Brasil, o “Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada”, proclama de Leopoldo Lugones en Argentina.

Para analizar estos cambios, se debe evitar asignar al eje derecha-izquierda fijaciones de sentido que la realidad histórica misma desafía. Según Sandra McGee Deutsch (2005: 21): “la derecha se consolida en reacción a las tendencias políticas igualitarias y liberadoras del momento –cualesquiera que sean estas– y a otros factores que a su juicio socavan el orden social y económico. Teme que los impulsos niveladores y los ideales revolucionarios universales les debiliten el respeto por la autoridad, la propiedad privada, las tradiciones que valora y las particularidades de la familia, el terruño y la nación”.

A los efectos de nuestra argumentación en este libro, no nos detenemos en la porosidad del concepto “derecha” y simplemente optamos por una denominación en plural, tal como propone la misma McGee Deutsch en el libro citado: “Las derechas”. Esta inscripción en plural refiere inmediatamente a la multiplicidad de sentidos que el concepto encierra. En términos muy generales, que son otra vez los de McGee Deutsch –pero también los de Norberto Bobbio (1995), entre otros– es posible distinguir dos grupos dentro de la derecha: las derechas extremas (en general, autoritarias) y las derechas moderadas (más proclives a posiciones democráticas, sean conservadoras o liberales, o, frecuentemente en América Latina, ambas cosas a la vez). En los dos tipos, en general, los grupos que detentan esa posición mantienen fuertes vinculaciones con la Iglesia Católica y con las Fuerzas Armadas, aunque –como es obvio– con actitudes más violentas en el primero de ellos.

La inscripción en plural refiere también a la contingencia histórica. José Luis Romero (1970: 11, itálicas nuestras) afirma: “con ese nombre [derecha (y en nuestra argumentación “derechas”)] no se define una doctrina concreta –como podría ser el liberalismo, el fascismo o el comunismo– sino un haz impreciso de ideas que se combinan con ciertas actitudes básicas, configurando en conjunto una corriente política cuyo sentido fundamental está en relación inmediata con los problemas en juego en cada momento y con las doctrinas y actitudes del centro y de la izquierda, a su vez conjuntos también complejos y con frecuencia definibles ideológicamente solo por sus contrarios” .

Así, como afirmamos en otro lado (Giordano, 2009), entendemos que las derechas es una categoría histórica y relacional, en un sentido extrínseco e intrínseco.

Para el pensamiento de las derechas, el desiderátum era alcanzar una sociedad regida por el orden, la disciplina, la jerarquía y la obediencia. En buena medida, ese objetivo derivaba de la convicción de la existencia de una situación de desorden social generada por la adopción del ideario liberal, y agravada, en algunos casos –como Argentina–, por las corrientes inmigratorias europeas, portadoras de ideas disolventes, fueran ellas imputables a liberales, masones, judíos, anarquistas, socialistas o comunistas, cuando no a extrañas mixturas de unos y otros. A juicio de buena parte de las derechas, tal situación de anomia se superaba solo mediante la creación de un nuevo orden fundado en una “ideología nacional”, elaborada a partir de la matriz societal colonial, como en los casos de Argentina y Brasil, y, tenida, por tal razón, como mucho más auténtica que la ideología liberal y/o las que esas derechas consideraban emparentadas con ella, como el socialismo y el comunismo, a las cuales se les achacaba un carácter exótico, importado y ajeno al pretendido “ser nacional” o a la idiosincrasia de nuestros pueblos.

Como se ha dicho, el universo ideológico de las derechas nacionalistas y antiliberales dista de ser homogéneo, aun cuando tengan un sólido sustrato común. Por ejemplo, José Luis Beired (1999) muestra que el campo intelectual de lo que él identifica como la derecha argentina estaba compuesto por los polos católico y fascista, mientras que el de la brasileña sumaba, a estos dos, el cientificista. Según muestra Beired, en Brasil, el polo católico estaba integrado por intelectuales vinculados a la revista A Ordem y al Centro Dom Vital. Sus figuras más destacadas eran Jackson de Figueiredo y Alceu Amoroso Lima, también conocido como Tristão de Ataide. El polo fascista, de mucha mayor entidad y envergadura que otros similares en América Latina, estaba representado especialmente por la Ação Integralista Brasileira (AIB). Su figura máxima era Plínio Salgado, pero también descollaron Miguel Reale, Gustavo Barroso y Olbiano de Mello. El polo cientificista estaba compuesto por aquellos intelectuales que analizaban la realidad social como un fenómeno evolutivo, regulado por leyes naturales. Dentro de este grupo tuvo un lugar central el positivismo, cuyas figuras cumbres, fuertemente influenciadas por la sociología, fueron Antônio José do Azevedo Amaral y Francisco José de Oliveira Vianna. Ellos sostenían un orden natural positivo y no trascendental y representaban una corriente no totalitaria, aunque tampoco democrática.

Entre los intelectuales de las derechas era común establecer una genealogía de corrientes de pensamiento consideradas perniciosas. Se trataba de una historia cuyos orígenes se situaban en la Reforma Protestante del siglo XVI –cuando no en el Renacimiento–, continuaba con la Revolución Francesa de 1789 y culminaba con la Revolución Soviética de 1917 –expresión del comunismo, que no era más que un hijo del liberalismo–. Las derechas extremas que proponían una suerte de “revolución” moral se afirmaron más fuertemente en los dos casos mencionados, Argentina y Brasil, y también en Chile, paradigmáticamente, en el Movimiento Nacional Socialista (MNS) (1932-1938), conducido por Jorge González von Marées.

En Argentina, como en el centro-sur de Brasil, el pregonado cambio moral apuntaba a restituir la unidad amenazada por la presencia inmigratoria y semita. Para ello, se afirmaba a la familia como célula del orden social, conducida por la autoridad del hombre, con una visión militarizada de la masculinidad, que asignaba a las mujeres un papel estrictamente doméstico –a pesar del hecho notable de haberse creado secciones femeninas dentro de estas fuerzas: en Brasil, donde los integralistas tuvieron un apoyo popular más masivo, las mujeres lograron cierta independencia dentro del movimiento (un factor que se debe considerar es que se legalizó el sufragio femenino en 1932)–.

La radicalización de las derechas se pronunció también frente al avance de las izquierdas, sobre todo en Chile, en medio de los terribles efectos que allí tuvo la crisis económica. En Brasil, algunas fuerzas de izquierda confluyeron en la Aliança Nacional Libertadora (ANL) y junto a la AIB conformaron los dos primeros –aunque efímeros– partidos de masas (ambos fueron disueltos entre 1935 y 1937, cuando Getúlio Vargas consolidó su liderazgo). Pero no solo en Brasil estas corrientes fallaron en la afirmación de sus instituciones y de sus líderes. En Argentina, donde el antiliberalismo había calado hondo durante la década del “fraude patriótico”, el ascenso de los militares derechistas en 1943 fue rápidamente seguido por la consolidación de Juan Domingo Perón como líder populista. En Chile, las oportunidades políticas de las derechas estuvieron cercadas por la fortaleza del sistema de partidos. Brasil ofrece una nota singular: Plínio Salgado logró afianzar un fuerte liderazgo y hubo movilizaciones masivas y una proyección de la AIB como fuerza nacional, aunque, como se ha dicho, la AIB fue disuelta. En contraste, en Chile, si bien el liderazgo de González von Marées fue sólido, el MNS fue una fuerza marginal en la estructura política.

El furibundo, casi irracional, anticomunismo fue un punto clave de coincidencia entre las diferentes corrientes antidemocráticas de los años treinta. Para sus militantes, el comunismo y los comunistas eran portadores del odio, la peste, los flagelos y, por añadidura, estaban al servicio de una ideología foránea e internacionalista. Pero como si lo anterior fuera poco, eran también partidarios de la igualdad, del amor libre –y por lo tanto, enemigos de la familia–, materialistas y, casi siempre, judíos.

En Colombia, la ideología derechista tomó cuerpo en la idea de una conspiración judeo-masónica que amenazaba al país, sobre todo después de 1936, cuando el estallido de la Guerra Civil en España estimuló su desarrollo. Hubo una abierta propaganda nacionalista y franquista cuyo principal promotor y articulador en el campo de la política fue Laureano Gómez, jefe del Partido Conservador entre 1932 y 1953. Gómez se inspiró en algunas de las ideas elaboradas contemporáneamente por clérigos de la Iglesia Católica para promover un pensamiento antijudío y antiliberal en su país. Su abierto apoyo a Francisco Franco y a Adolf Hitler le valió el exilio en varias oportunidades.

Entre 1937 y 1939, además, se formó y se desarrolló un movimiento de extrema derecha denominado Acción Nacionalista Popular (ANP), que se enfrentó a la política abstencionista de Laureano Gómez. El liderazgo de Gómez se mantuvo y en 1942 él mismo dirigió una intensa campaña antimasónica que prácticamente vinculaba al Partido Liberal a una conspiración anticatólica de alcance internacional. En el contexto de la Segunda Guerra Mundial, el jefe conservador todavía podía beneficiarse con su filiación a un discurso pro Eje.

En 1949, Gómez fue el candidato único a la presidencia, pues el Partido Liberal se había retirado de la contienda argumentando la falta de garantías en medio de la violencia iniciada con el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, en 1948. Gómez ejerció la presidencia entre 1950 y 1953, período en el que tomó medidas francamente autoritarias, reduciendo las libertades civiles y los derechos sindicales. La Violencia ya estaba en marcha y Gómez no dudó en reprimir, no solo a los liberales y a los comunistas, sino también a los disidentes dentro de su partido. A través de la convocatoria a una Asamblea Constituyente, intentó imponer un régimen corporativo, pero no pudo concretar sus planes pues fue derrocado por el golpe militar de 1953.

Bolivia es otro país donde los años treinta estuvieron atravesados por la violencia, en este caso con la Guerra del Chaco. En 1937, se fundó la Falange Socialista Boliviana, de carácter abiertamente fascista e inspirada en el modelo de la Falange española de José Antonio Primo de Rivera. Este nacionalismo violento era un giro del nacionalismo aventado durante el conflicto bélico contra Paraguay.

En cuanto a la impugnación del orden desde posiciones históricamente consideradas de “izquierda”, según lo expuesto en otro lado (Ansaldi, 2006c), cabe decir que en América Latina la influencia de las izquierdas se hizo sentir mucho más a través de los movimientos sociales y la acción política directa que a través de los partidos políticos, que sí los hubo, pero con insignificante repercusión electoral –excepto en el caso de Chile y, en cierta medida, en Cuba–. Los partidos comunistas latinoamericanos fueron severamente proscriptos durante largos lapsos. El caso quizá más llamativo sea Brasil, donde el PC se fundó en 1922; en 1935 tuvo una actuación central en el intento insurreccional conducido por su líder Luís Carlos Prestes, pero estuvo proscrito hasta 1945. El partido fue legalizado en el contexto de la democratización de la segunda posguerra, pero enseguida, en 1947, fue devuelto a la ilegalidad, y así permaneció hasta 1985. Los Partidos Socialistas, por su parte, solo fueron electoralmente relevantes en Argentina (básicamente en la ciudad de Buenos Aires) y en Chile –y en distintas coyunturas–. Las revoluciones cubana y nicaragüense fueron las expresiones más acabadas de movimientos de cambio social conducidos por fuerzas de izquierda en América Latina –aunque solo la primera fue exitosa–. Antes de la Revolución Cubana, las izquierdas tuvieron influencia en los movimientos sindicales, en los movimientos estudiantiles y en las expresiones intelectuales en general, con distintas posiciones respecto de la Internacional Comunista (1919-1943).

En la medida en que los Partidos Socialistas se alinearon tras las posiciones reformistas, socialdemócratas, de la II Internacional, el grueso de la izquierda radicalizada quedó, en teoría, encarnado en los partidos comunistas. El primero de ellos en América Latina se creó en Argentina, en 1918, inicialmente con el nombre de Partido Socialista Internacional, a partir de una escisión de izquierda del PS. Es posible que el peso que Argentina tenía por entonces en América y en el mundo (por su economía y los masivos contingentes de inmigrantes europeos –con más fácil acceso a los materiales de la III Internacional Comunista o Komintern)– pusiera al PCA en un puesto de privilegio dentro de la Komintern, pese a que su papel dentro del sistema político nacional no era equiparable, por ejemplo, al de su homónimo chileno. El PCA se caracterizó por el largo (vitalicio) liderazgo de sus principales dirigentes –Vittorio Codovilla y Rodolfo Ghioldi– y su total alineamiento con las posiciones del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) hasta la disolución de este. En 1945-1946, el PCA se alineó con las derechas en contra del surgente movimiento peronista y en los años sesenta fue un feroz crítico de las posiciones de Ernesto Che Guevara.

El más importante de los partidos comunistas latinoamericanos fue el chileno, el único que llegó a ser un partido de masas duradero. Fue una continuación del Partido Obrero Socialista (POS) fundado en 1912 por el obrero tipógrafo Luis Emilio Recabarren. En su Primer Congreso (1915), el POS declaró su condena a la guerra mundial (a la cual consideró imperialista) y, por extensión, a la dirección de la II Internacional. En el Tercer Congreso, en 1922, la mayoría partidaria decidió convertir al POS en Partido Comunista de Chile y adherir a la Komintern. El PCCh tuvo una importante presencia dentro de la clase obrera y el campesinado, amén de una significativa acción política parlamentaria que le permitió ocupar bancas legislativas e incluso ser parte del Gobierno en la efímera República Socialista (1932), en la experiencia del Frente Popular (1938-1947) y en la frustrada experiencia de Gobierno de la Unidad Popular (1970-1973).

De hecho, casi todos los partidos comunistas latinoamericanos fueron contrarios a la apelación a la lucha armada, excepto en contados casos y en particulares coyunturas nacionales. Las insurrecciones en El Salvador (1932) y en Brasil (1935) fueron dos casos notorios de la excepcionalidad comunista en materia de lucha armada. Esa línea política, de hecho, reformista, se hizo permanente después del abandono de la estrategia “clase contra clase” y el paso a las alianzas “antifascistas” (cooperación de clases), cuya mayor expresión fueron los Frentes Populares, y a la estrategia de “unidad nacional”, que no excluyó casos de alianza con las derechas. Manuel Caballero (1987: 141) sostiene que el Frente Popular fue pensado para su aplicación en Europa, mientras que para el mundo colonial y semicolonial proponía por entonces (1935) un Frente Unido Antiimperialista y que este no era “contra el imperialismo sino incluyendo al imperialismo norteamericano como aliado”. Añade que esta política no estuvo vinculada a la alianza entre la URSS y Estados Unidos contra el Eje, sino que fue anterior a 1941 y guardaba relación con la percepción que Joseph Stalin tuvo de la intención de Franklin D. Roosevelt de entrar en guerra contra Alemania desde antes de la efectiva declaración en tal sentido.

Tal como Funes lo hace para la década de 1920, bien se puede afirmar que la década de 1950 “ha quedado deprimida en las periodizaciones clásicas”, en este caso entre la crisis de 1930 y los revolucionarios años de la década de 1960. Como en los veinte, este “arco temporal” tampoco es “nada caprichoso”, y es “congruente con las dinámicas económicas y políticas de la región”. El crack de 1929 y sus efectos mundiales, en un extremo de ese arco, y los postulados de la Alianza para el Progreso y el giro socialista de la Revolución Cubana, en el otro, son sin duda dos hitos. Pero para “reconstruir la dinámica continuidad-cambio”, es necesario reponer el peso de la década de 1950. En América Latina, como se verá más adelante, dos países permiten realizar esa reposición: Paraguay, con la larga dictadura de Alfredo Stroessner iniciada en 1954, y Guatemala, con su revolución fallida a partir de la contrarrevolución iniciada aquel mismo año.

Sociedades agrarias, impugnaciones urbanas (2)

La complejización social que resultó de la consolidación del Estado y la inserción en el mercado mundial hacia fines del siglo XIX trajo consigo la emergencia de nuevos sujetos sociales: burguesías nacionales vinculadas a la incipiente industrialización, movimientos obreros más o menos combativos y clases medias (especialmente militares, estudiantes y mujeres de este segmento) con aspiraciones específicas. En las sociedades latinoamericanas modernas, estructuralmente agrarias, las rupturas aparecieron por la presión política de estos nuevos sujetos sociales urbanos, no contemplados en el pacto de dominación que sustentaba al orden oligárquico.

Hacia 1930, la complejización social era evidente. América Latina tenía una población de 107.468.000 habitantes. Para entonces estaba concluyendo el ciclo de crecimiento demográfico fundado en el fuerte aporte inmigratorio, sobre todo en Argentina, Brasil y Uruguay. Pese a las transformaciones, la América Latina de la década de 1930 seguía siendo una región estructuralmente agraria. El promedio de urbanización era de 17%, en Haití de apenas 4% y en El Salvador y República Dominicana de 7%. Así y todo, algunos países acusaban grados de urbanización importantes –los más elevados dentro de los países no desarrollados del mundo–, como Argentina, Uruguay y Chile, con 38%, 35% y 32% del total de la respectiva población nacional (considerando urbanos los centros con más de 20.000 habitantes). En los países con fuerte presencia demográfica de campesinos, como los países andinos, Guatemala y México, la población estaba constituida fundamentalmente por indígenas y/o mestizos.

Ahora bien, las crecientes tasas de urbanización no suponen necesariamente presencia mayoritaria de proletarios industriales. De hecho, en general, la población urbana latinoamericana de los años treinta estaba constituida, en buena proporción, por hombres y mujeres de clase media, de composición heterogénea y a cuyo incremento contribuyó la industrialización por sustitución de importaciones. No obstante el peso de las estructuras agrarias, las ciudades latinoamericanas –incluso desde la época colonial, como hemos visto– tenían una estructura de clase diversa, en buena medida por diferencias de tamaño y complejidad económica (creciente) entre los grandes centros metropolitanos, a menudo capitales nacionales, “los centros administrativos y comerciales de las regiones provinciales, y los asentamientos urbanos más pequeños”, que fungieron “como centros de mercado y núcleos de transporte a la población agricultora” (Oliveira y Roberts, 1997: 226). El proceso de migración interna, del campo a las ciudades, dio lugar a una importante presencia de campesinos en las urbes. Estos campesinos eran portadores de pautas culturales a menudo bien diferentes de las preexistentes en las ciudades, generando muchas veces situaciones de violencia. En el punto culminante de tal proceso es posible observar verdaderas “ciudades de campesinos”, apelando a la expresión de Bryan Roberts (1980).

En las ciudades más grandes, la estructura social estaba constituida por burgueses (agrarios, comerciantes e industriales), terratenientes absentistas, clero, amplia clase media (profesionales liberales, pequeño-burgueses –pequeños comerciantes y fabricantes–, asalariados de servicios, maestros, empleados de oficinas privadas y públicas, artesanos autónomos), trabajadores varios (personal de servicio doméstico, vendedores ambulantes, jornaleros) y proletarios (donde había fábricas). Existía también una presencia significativa de inmigrantes extranjeros –presentes en la estructura social de manera vertical– y, acentuándose a partir de la crisis de 1930, de migrantes internos, casi siempre en la base de la pirámide social. Según José Luis Romero (1976: 336), la “fusión entre los grupos inmigrantes [sin duda, se refiere a los más pobres] y los sectores populares y de pequeña clase media de la sociedad tradicional” constituyó “la masa de las ciudades latinoamericanas” ya desde los años de la Gran Guerra.

La industria manufacturera hizo uso intensivo de la fuerza de trabajo y de tecnología importada, con escasa velocidad de renovación. Los proletarios que trabajaban en ella, aunque no poseían aun niveles altos de calificación, adquirieron una creciente importancia dentro de la clase obrera, al igual que los trabajadores ferroviarios y portuarios, llegando a constituir algo aproximado a una aristocracia del trabajo. En cuanto al trabajo femenino, los indicadores existentes permiten afirmar que tuvo una baja participación en el mercado laboral urbano y una mayor participación en las áreas rurales. Según Mirta Lobato (2006: 804), en Argentina y Uruguay –por dar solo dos ejemplos– los porcentajes de trabajadoras en la población activa total era de 36% en 1947 en Argentina y de 27% en 1954 en Uruguay. La misma autora advierte que “[s]in embargo, la mayor parte de las trabajadoras quedaba fuera del relevamiento estadístico pues desplegaban una cantidad importante de actividades en sus domicilios o en el servicio doméstico”.

En este marco de transformaciones, se desarrolló uno de los movimientos de clases medias urbanas más importante: el movimiento estudiantil universitario. El movimiento de Reforma Universitaria comenzó en Córdoba (Argentina) en 1918, pero pronto se extendió por el país y tuvo fuertes repercusiones en toda América Latina. Según expresó en 1936 su mentor, Deodoro Roca, “el puro universitario [era] una cosa monstruosa”. Esta apreciación, compartida por muchos de los jóvenes involucrados, promovió lo que fue un símbolo de la época: la unión y la lucha obrero-estudiantil. La Reforma se elaboró bajo la presidencia de Hipólito Yrigoyen, un gobierno, precisamente, reformista. Su repercusión en otros países, en cambio, se enfrentó con “duras realidades de tiranos e intervención extranjera”, de allí que, en general, el movimiento estudiantil pronto abandonase el reclamo sectorial a favor de una lucha política más amplia (Ansaldi y Funes, 1998: 11).

Los jóvenes cordobeses de la Reforma Universitaria de 1918 proclamaban altivos y orgullosos: “Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten, estamos pisando sobre una Revolución, estamos viviendo una hora americana”, según versaba el texto “La Juventud Argentina de Córdoba a los hombres libres de Sud América, Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria”, Córdoba, 21 de junio de 1919. Estos jóvenes eran parte de un clima de época que pronto se diseminó por toda América Latina, un clima en el cual el criticismo juvenil inspirado en el pensamiento de José Ortega y Gasset estaba a la orden del día. El concepto “generación” fue para estos grupos un concepto “continente” (Ansaldi y Funes, 1998: 11).

Estos movimientos se desplegaron a partir de una certeza sin precedentes: la caducidad del orden, sobre todo del orden liberal. Así, la referencia y autorreferencia a una “nueva generación” fue una pauta común a los intelectuales y políticos reformistas de la década de 1920. La “nueva generación” expresaba una “nueva sensibilidad” constituida por valores políticos, sociales, éticos y estéticos con los cuales los jóvenes buscaban diferenciarse. Conceptos como hombre nuevo, novomundismo y juvenilismo pulularon en los discursos sobre la realidad social, política y cultural de esos años.

Siguiendo el ideal del novelista francés Henri Barbusse –en su Manifeste aux intellectuels (1927)– los jóvenes universitarios se pronunciaron “por el advenimiento de una nueva humanidad, fundada sobre los principios modernos de justicia en el orden económico y en el orden político”, y a “destruir la explotación del hombre por el hombre”, según la formal resolución del Primer Congreso Internacional de Estudiantes. La universidad albergó y formó una generación de políticos enrolados en las corrientes críticas del período. La Federación Universitaria Argentina estableció contacto con organizaciones similares en Perú, Chile y México. Con la premisa de que la universidad y la cultura debían estar al servicio del pueblo, se crearon numerosas universidades populares, la primera de las cuales se estableció en Lima en 1921, llamada González Prada desde 1923, que en su lema proclamaba tener como dogma “la justicia social”. Las universidades populares –y también el autodidactismo en boga– colaboraron para borrar las fronteras disciplinarias y contribuyeron al escenario de creación de nuevos espacios y prácticas educativas, artísticas y culturales, siempre atravesados por las prácticas gremiales o políticas.

En este contexto de compromiso político, muchos artistas e intelectuales se convirtieron en militantes políticos, subordinando su labor a las directivas partidarias. Este fue el caso de los célebres pintores Xavier Guerrero, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, miembros del Comité Central del Partido Comunista mexicano. También, los intelectuales cubanos Rubén Martínez Villena y Julio Antonio Mella, los peruanos José Carlos Mariátegui y César Vallejo se comprometieron activamente en las luchas políticas –incluso, Mella fue asesinado en México por orden del dictador cubano Gerardo Machado–. En otros casos, como el de los muralistas José Clemente Orozco (mexicano) y Cándido Portinari (brasileño), las obras fueron clara expresión de la cuestión social, aun cuando sus realizadores se negaron explícitamente a fundir el quehacer artístico con la política. En Brasil, también estuvieron afiliados al comunismo el novelista Jorge Amado y el arquitecto Oscar Niemeyer. Como expresión del compromiso con la política, se destaca la conversión de Mella y Siqueiros en dirigentes sindicales o la actitud de los muralistas mexicanos, quienes crearon un Sindicato Revolucionario de Obreros Técnicos y Plásticos, y se vestían de obreros cuando pintaban.

El compromiso con la política se tradujo entonces en antiimperialismo, indoamericanismo, reformismo, revolución, socialismo y problema nacional, entre otros tópicos recurrentes. El mencionado “Manifiesto Liminar” interpelaba a “los hombres libres de América” y el Primer Congreso Internacional de Estudiantes “[condenaba] las tendencias imperialistas y de hegemonía, y todos los hechos de conquista territorial y todos los atropellos de fuerza”; invitaba a luchar “por la abolición de las tendencias militaristas”; protestaba contra “el avance imperialista que sobre Santo Domingo y Nicaragua [estaba] ejerciendo el Gobierno de los Estados Unidos”. Más paradigmáticamente, el programa de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), creada en 1924 a instancias del peruano Haya de la Torre, en su punto número uno levantaba la consigna: “Contra el imperialismo yanqui”. En la misma época se creó en Buenos Aires la Unión Latinoamericana, de orientación socialista (Ansaldi y Funes, 1998: 39-40).

Junto al movimiento de la Reforma Universitaria, y fuertemente vinculado a él, el APRA fue otro de los movimientos políticos de clases medias urbanas que se pensó en escala continental. Su programa, que, como se dijo arriba, se levantaba “contra el imperialismo yanqui”, se completaba con una apelación a la “unidad de América Latina” (segundo punto); a la “nacionalización de tierras e industrias” (tercer punto); a la “internacionalización del canal de Panamá” (cuarto punto), y a la “solidaridad con todos los pueblos y clases oprimidas del mundo” (quinto punto). Su mentor, Haya de la Torre, acuñó el concepto “Indoamérica” como comunidad de destino y de proyectos. Indoamérica e indoamericanismo permitían una clara diferenciación del significado de otros tres nombres y corrientes históricamente precedentes: el hispanoamericanismo, el latinoamericanismo y el panamericanismo, expresiones del dominio colonial, de la república y del imperialismo yanqui, respectivamente (Ansaldi y Funes, 1998: 44).

Haya de la Torre leyó la conocida proposición leninista en sentido inverso. Así, en Indoamérica el imperialismo debía contribuir a superar el atraso material heredado de las estructuras coloniales (“feudales” hasta la llegada del capitalismo). Lejos de ser la “etapa superior”, era la primera fase del capitalismo, necesaria para su superación. Mariátegui, original pensador marxista, y Mella, de orientación comunista, debatieron profundamente y se enfrentaron duramente con Haya de la Torre sobre este punto. El APRA promovía la formación de un frente de clases liderado por los sectores medios, claramente en los antípodas de las propuestas levantadas por los partidos comunistas latinoamericanos.

En febrero de 1927 se celebró en Bruselas el Primer Congreso Antiimperialista Mundial (Congreso Contra la Opresión Colonial y el Imperialismo), convocado por la Internacional Comunista y financiado por México y China. Allí, Haya de la Torre presentó las cuatro “secciones de acción” en las que, según su argumentación, el imperialismo operaba en Indoamérica: 1) el Caribe (área que en su visión incluía a México, Centroamérica, Panamá y las Antillas), donde “los intereses directos de la expansión económica y los indirectos de la estrategia militar” estaban unidos y el imperialismo norteamericano había pasado “el período de la concesión, del tratado, de la acción diplomática” y había entrado en la fase “de la acción agresiva, de la amenaza, o de la violencia”; 2) las “repúblicas bolivarianas” (en su visión: Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia), donde el imperialismo se encontraba en la fase del empréstito, la concesión, “alentando despotismos y convirtiéndolos, mediante apoyo financiero, en agentes del imperialismo en esos países”; 3) los países de mayor desarrollo nacional (según su propuesta: Chile, Argentina, Uruguay), donde el Estado era “más definido y estable”, y donde los proletarios eran “más organizados y más numerosos”; 4) Brasil, donde Haya apenas destacaba la existencia de fuertes inversiones norteamericanas (Haya de la Torre, [1927] 1936; Funes, 2006a: 231-239).

El APRA, y más específicamente el programa elaborado por Haya de la Torre y discutido por Mariátegui, fue objeto de una de las polémicas más descollantes del período: la que presentaba al binomio Reforma-Revolución como un par antagónico. En la polémica entre Haya de la Torre y Mariátegui o entre Haya de la Torre y Mella se expresaron las opciones reformistas y revolucionarias a propósito de los objetivos, los tiempos y los sujetos del cambio social. Estos y otros debates ideológicos que la creación del APRA suscitó fueron la expresión más acabada de la discusión del marxismo en América Latina. Un elemento que sin duda contribuyó a estos encendidos debates fue la Revolución Mexicana. Para muchos, México representaba una experiencia revolucionaria prometedora, pero ella aun estaba en curso y el derrotero de violencia todavía no alentaba la idea de un afianzamiento del proceso como revolución desde abajo.

Perú también fue cuna de uno de los pensamientos más originales de hibridación del marxismo con otros elementos propiamente latinoamericanos, como el problema indígena. A diferencia de México, donde la cuestión indígena fue pensada e instrumentada desde posiciones asimilacionistas, en Perú, el pensamiento indigenista radical de la década de 1920 se construyó en oposición al hispanismo de las clases dominantes de la oligarquía.

El indigenismo radical fue una corriente cuyo desarrollo está ligado al impacto de la reforma universitaria en el país. Cabe recordar que Haya de la Torre fue uno de los líderes de la Federación de Estudiantes Peruanos. El APRA tuvo un componente indigenista en su ideología y apeló a la utilización de muchos de los símbolos de la tradición incaica. Por su parte, Mariátegui identificó al “indio” con la clase oprimida y colocó en este sujeto la clave de la construcción nacional. El indigenismo se difundió paradigmáticamente en la revista Amauta, dirigida por el mismo Mariátegui y publicada entre 1926 y 1930, y tuvo fuerte impacto en la literatura y en el arte de vanguardia. Singularmente, Mariátegui sostuvo una visión de la articulación del “problema del indio” con el “problema de la nación” que era radical y contestataria: rechazaba de plano la occidentalización de los indígenas.

El indigenismo no era algo nuevo en Perú. Ya la Asociación Pro Indígena había articulado un discurso de denuncia. Después de la convulsión que significaron la rebelión de Rumi Maqui y la Gran Rebelión del Sur en la Sierra Sur, algunos intelectuales y universitarios se articularon en un movimiento conocido como indigenismo cuzqueño. Enseguida, este tuvo alcance nacional, principalmente a través de su difusión en revistas, algunas de ellas publicadas en Lima. El Gobierno de Augusto B. Leguía intentó apropiarse del indigenismo, oficializándolo. Leguía introdujo una ruptura, más discursiva que política, en la larga dominación oligárquica a través de la interpelación a los indígenas. Durante su Gobierno, se instauró el “Día del Indio”. Más allá de la retórica, lo cierto es que en la práctica la segregación y la represión se intensificaron.

En este clima de cambios y de creación social, también el denominado “primer feminismo” hizo su aparición en la escena pública (3). El feminismo se perfiló como un movimiento conducido primordialmente por sectores urbanos de clase media, en muchos casos con acceso a la educación universitaria. En general, este feminismo entendía que el mejoramiento de la condición social de las mujeres era de algún modo un mejoramiento de la Nación en su conjunto. No obstante, hubo polifonías e insubordinaciones nada desdeñables. En el conjunto, se puede distinguir un feminismo conservador, más ligado a la tradición y/o al catolicismo, de otro reformista, más liberal y radical. Una consideración aparte merecen las mujeres anarquistas (4).

En Brasil, el primer feminismo comenzó a articularse en torno al momento de agitación política y social que precedió a la proclamación de la República. En 1888, Josephina Alvares de Azevedo, quien una década antes había estrenado la pieza teatral O Voto Femenino, fundó el periódico A Família en São Paulo, el cual en 1889 se trasladó a Rio de Janeiro. La publicación tenía por objetivo “oponerse a los antiguos y tontos prejuicios contra las mujeres”. El periódico relacionaba el movimiento de abolición y la fundación de la República con la noción de emancipación femenina y la lucha por los derechos de las mujeres. En 1900, las jóvenes mineiras Cleia, Zélia y Nicia Corrêa Rabello fundaron el periódico Voz Feminina, con el subtítulo “Órgano dos Direitos da Mulher. Literario y noticioso”. En el Brasil todavía imperial, la cuestión del voto recibió mayor atención respecto del tópico de emancipación civil, este último de carácter inevitablemente polémico en un país estructurado sobre el trabajo esclavista.

Después de 1889 se consolidaron varios “partidos” Republicanos. En este contexto, se creó el Partido Republicano Femenino, que editó el periódico Tribuna Feminina. También se dieron condiciones favorables para que se dictase el tan demorado Código Civil, el cual, en el marco de la centralización del poder que significó la afirmación de la política do café com leite, finalmente fue sancionado en 1916.

En Argentina, en 1900 se creó el Consejo Nacional de Mujeres, a instancias de Cecilia Grierson, primera médica del país, graduada en 1889. El objetivo de esta institución era “elevar el nivel moral e intelectual de la mujer”. En 1904 se creó el Centro de Universitarias Argentinas, con el impulso de Petrona Eyle, argentina graduada de médica en Suiza en 1893 (con título revalidado en Buenos Aires dos años después). En 1910, este centro participó de la organización del Primer Congreso Feminista Internacional, realizado en Buenos Aires. Entre otras organizaciones, adhirió a este acontecimiento el Centro Feminista, fundado en 1905, por iniciativa de Elvira Rawson, también médica. Rawson se destacó por su acción en el Centro Pro Hogares Maternales Juana Manuela Gorriti (1910) y en la Asociación Pro Derechos de la Mujer (1919), donde trabajó junto a Alfonsina Storni y Adelia Di Carlo, entre otras. Otra mujer destacada del “primer feminismo” argentino fue Julieta Lanteri, italiana de origen, luego nacionalizada, también médica. Lanteri participó en la organización del mencionado Congreso Feminista y tuvo un rol protagónico en la lucha por los derechos políticos durante las primeras décadas del siglo XX, creando el Partido Feminista Nacional (1918). La demanda de sufragio también fue bandera del socialismo, que tuvo a Alicia Moreau de Justo a su más conspicua referente.

En Uruguay, la participación activa de las mujeres en la esfera pública estuvo precedida por cierta integración a través de la educación –como en Argentina, gracias al impulso del normalismo–. Así y todo, en Uruguay, la primera médica se graduó en 1908: Paulina Luisi. Además de ser un referente del primer feminismo uruguayo, Luisi fue la primera mujer latinoamericana que representó a su país ante la Liga de las Naciones. También fue delegada de su país en varias ocasiones e incluso viajó a Francia para formarse en higiene social a pedido del Gobierno de José Batlle y Ordóñez. El dos veces presidente Batlle dio una importancia notable a las conquistas sociales, y, en este marco, impulsó legislación específica para las mujeres. Cabe destacar la ley que estableció el divorcio por “la sola voluntad de la mujer” (ante la sola voluntad de la mujer de divorciarse, el juez debía concederlo), la ley que dispuso 40 días de descanso en el período de embarazo y la denominada “ley de la silla” de 1918, que estipuló que todos los establecimientos donde trabajasen mujeres tenían que tener un número suficiente de sillas para que estas pudieran tomar asiento.

En México, el “primer feminismo” se benefició de la coyuntura revolucionaria de 1910, en la cual las mujeres tuvieron participación activa. En ocasión del Congreso Constituyente, Hermila Galindo presentó un proyecto de sufragio. En la década de 1920, las mujeres accedieron al voto en Chiapas, Yucatán y Tabasco, con lo cual Galindo y otras mujeres resultaron elegidas y tuvieron oportunidad de llevar adelante proyectos legislativos favorables a la emancipación femenina. Una agrupación dinámica de esta época fue el Consejo Feminista Mexicano, que en 1923 convocó a un Congreso Feminista al que asistieron mujeres de todo el país. Entre los objetivos figuraba: la Ley Federal de Trabajo, la Ley Agraria y la modificación del Código Civil.

En Chile, cabe destacar la fortaleza y el dinamismo de las organizaciones de mujeres vinculadas a la Iglesia Católica. A tal punto llegó el temor ante el avance de la movilización de las mujeres conservadoras en pos del voto que en 1884 el Partido Liberal pasó una ley que explícitamente prohibió (la Constitución no lo hacía) el sufragio femenino. Se trataba de una maniobra que de algún modo era consecuencia de la acción de un grupo de notables mujeres católicas, quienes en 1875 se habían registrado para votar (a favor de la Iglesia y contra la política liberal). En 1912, otro grupo de mujeres católicas formó la Liga de Damas Chilenas. Poco tiempo después, en 1917, el Partido Conservador presentó el primer proyecto de ley de sufragio femenino, respaldado por otra organización elitista de mujeres, el Club de Señoras. Las organizaciones reformistas liberales más destacadas surgieron en la década de 1920: el Consejo Nacional de Mujeres, creado en 1919, y el Partido Cívico Femenino, constituido en 1922. Pero las mujeres católicas también tuvieron su espacio en estos años, organizándose en la derechista Acción Nacional de Mujeres de Chile. Esta organización estuvo liderada por Adela Edwards de Sala (también fundadora de la antes mencionada Liga).

En Perú, Clorinda Matto de Turner fue una de las pioneras que bregó por el acceso de las mujeres a la educación y fue una ferviente luchadora por los derechos civiles y políticos desde fines del siglo XIX. En 1914 se creó Evolución Femenina, responsable de varios proyectos de reforma del Código Civil presentados al Congreso. Diez años después se creó también Feminismo Peruano. Durante el Oncenio de Leguía, solo esta última organización se mantuvo activa. Como señalamos, el Oncenio se caracterizó por la imposición de una fuerte represión del movimiento obrero y de los campesinos, y las mujeres no escaparon a esta circunstancia. En 1917, un grupo de mujeres solidarias con sus familiares hombres se sumaron a una protesta en la ciudad de Huacho y fueron masacradas. Esto originó un primer encuentro de mujeres donde confluyeron las vinculadas al feminismo, a la política y al mundo del trabajo. Ya en los años treinta, refortalecido Feminismo Peruano, fue fuerte la demanda del voto.

En todos los casos, sin embargo, incluso las posiciones más liberales y radicales distaron mucho de las sostenidas por el anarquismo. Esta corriente abordó tempranamente las cuestiones referidas a la sexualidad, pero sus posturas fueron soslayadas conforme se consolidó un feminismo fundado en la demanda de igualdad legal y política, en el que muchas veces convergieron conservadores, liberales, socialistas y comunistas. Sobre el carácter marginal que tuvo la cuestión de la sexualidad en los movimientos de mujeres, sobre todo en su corriente conservadora y tradicional, pero también en la liberal y reformista, Christine Ehrick (2000: 229) afirma: “a largo plazo la vía de la liberación sexual resultó más amenazante e incontrolable, por lo que, en general, la ventana del ‘amor libre’ se cerró tan rápido como se abrió. En su lugar quedó un discurso feminista –escandaloso pero finalmente menos subversivo– enfocado en la obtención de la igualdad femenina dentro de la esfera legal y política, y apartado de los elementos más ‘íntimos’ y efímeros del anarquismo libertario”.

El “primer feminismo” institucionalizó sus demandas solo parcialmente. En general, hubo acuerdo entre liberales, conservadores, socialistas y católicos acerca de las leyes de protección a las madres y las trabajadoras, todo enmarcado en una ideología maternalista de la que no fueron ajenas las propias organizaciones de mujeres. En cambio, suscitaron diferencias los derechos políticos y también los derechos civiles de las mujeres casadas –sometidas, según el Código Civil, a la potestad del marido–. Sobre esto último, cabe notar que, aunque hubo algunas ampliaciones parciales en los años veinte, la capacidad jurídica plena de las mujeres casadas se incorporó en los códigos recién en la segunda mitad del siglo XX. Dos países se destacan por cierta legislación favorable a la ampliación de los derechos civiles de las mujeres en los años veinte: Chile y Argentina (aunque no se derogó el artículo del Código Civil que establecía la incapacidad de hecho relativa de las mujeres casadas). La reforma, en 1925 en Chile y en 1926 en Argentina, afectó ciertos derechos patrimoniales y se hizo simultáneamente con el avance de los derechos sociales y en nombre de una mujer ideal: la madre y la esposa. Congruentemente, se mantuvo el principio de autoridad del varón en el seno de la familia y la exclusión de las mujeres respecto del sufragio.

Respecto de esto último, América Latina recibió el impulso de los movimientos de mujeres de Estados Unidos y de Europa, en buena medida, estimulados por el protagonismo que las mujeres habían adquirido durante la Gran Guerra. En general, aunque hubo algunas manifestaciones pioneras de acceso al voto en el nivel municipal (como en Chile en 1934), las mujeres fueron titulares del derecho a elegir y ser elegidas en el ámbito nacional a partir de los años cuarenta –fenómeno iniciado tempranamente por Brasil, Uruguay y Cuba en los primeros años de la década de 1930–. En Uruguay, la ciudadanía política femenina fue reglamentada en 1932, pero las mujeres tuvieron que esperar hasta las elecciones de 1938, convocadas por el presidente Gabriel Terra, para ejercer su derecho a voto. En Brasil, el sufragio femenino también fue habilitado en 1932, pero por la dictadura del Estado Novo las mujeres ejercieron ese derecho con periodicidad recién a partir de 1946.

Ian Roxborough (1997: 139-140) asocia las luchas obreras de la década de 1930 –período que prolonga hasta el final de la Segunda Guerra Mundial– con la cuestión de la ciudadanía. En efecto, las luchas obreras pujaron por cuestiones como: “Apoyo a la democracia contra las dictaduras militares; legislación laboral favorable, incluido el derecho a la actividad sindical independiente, y un sentido difuso pero, pese a ello, importante de no ser ‘ciudadano de segunda clase’”. Este impulso abarcó también a las mujeres y sus derechos. Ahora bien, el voto femenino, en general, se hizo efectivo en el marco de un sistema de partidos de estructura patriarcal que se mantuvo prácticamente intacto.

El sufragio femenino se extendió: en 1942, en República Dominicana; en 1945, en Guatemala, Venezuela y Panamá; en 1947, en Argentina; en 1949, en Chile y Costa Rica; en 1950, en El Salvador y Haití; en 1952, en Bolivia; en 1953, en México; en 1954, en Colombia; en 1955, en Honduras, Nicaragua y Perú; en 1961, en Paraguay, y en 1967, en Ecuador –cabe señalar, no obstante, que Ecuador fue el primer país latinoamericano que concedió el voto optativo a las mujeres alfabetas, a través de su Constitución de 1929 (el año 1967 señalado corresponde a la sanción del voto femenino con carácter obligatorio) (5).

A partir de 1940, y hasta bien avanzada la década de 1960, los movimientos de mujeres, hasta entonces inspirados en la problemática específica de la emancipación (aquellos que denominamos “primer feminismo”), se subsumieron en movimientos y organizaciones con identidades y consignas más abarcadoras, como las de la clase, las del partido y las alusivas a la paz mundial, en un contexto internacional bélico. En general, en ese período, la participación de las mujeres en la esfera pública estuvo supeditada a lineamientos ideológicos que no cuestionaban, y más bien reproducían, la dominación patriarcal.

El caso de México, donde las mujeres obtuvieron los derechos políticos recién en 1953 (un buen tiempo después de institucionalizada la Revolución y pasada la fase de populismo) permite poner de relieve la complejidad del fenómeno de la ciudadanía. Ella no puede reducirse a secuencias estables del tipo derechos civiles/políticos/sociales, como la que propone T. H. Marshall para Inglaterra. Los derechos de las mujeres deben ser leídos más bien en términos de desigualdades y asincronías respecto de los derechos de los varones y respecto de una ciudadanía pretendidamente universal (tal la propuesta de Giordano, 2012).

Con todo, el proceso revolucionario de México constituyó una ocasión excepcional para la inclusión de las mujeres en la vida social y política. El involucramiento de familias campesinas enteras en la guerra librada en el sur; las “soldaduras” del norte que ofrecieron resistencia a la dictadura de Huerta; el Primer Congreso Feminista de 1916, en Mérida, Yucatán, son algunas de las formas en las que se configuró esa inclusión. Como afirma Fernando Mires (1988: 219): “Alguien dijo que cuando lo imposible se convierte en cotidiano, se vive una revolución. Y en efecto esa es la impresión que queda cuando se sabe de la multitud diferenciada de actores que actuaron en el drama mexicano: por ejemplo, las mujeres. ¿Podía algo ser más imposible en esa tierra de ‘machos’ y pistolas que la movilización de las mujeres?”.

No obstante, como se ha visto, incluso en el excepcional escenario mexicano, la movilización de mujeres no significó, inmediatamente, una revolución en el sentido de emancipación y superación del patriarcado.

Los años veinte fueron también los años de politización y de ofensiva en la lucha por la hegemonía cultural de la Iglesia. En sociedades en las que el Estado había optado por un liberalismo apenas moderadamente antieclesiástico –luego de 1890 aún más matizado–, la hegemonía cultural de la burguesía expresó algunos supuestos básicos: enseñanza laica, secularización de cementerios, registro civil y matrimonio civil, valor de la educación como canal de ascenso social, confianza en el progreso ilimitado, ventajas del modelo primario-exportador, etc., que eran compartidos por las clases media y obrera –si bien dentro de estas, y sobre todo por parte de algunas organizaciones sindicales y partidarias, se postularon posiciones más radicales–.

En las primeras décadas del siglo XX, la Iglesia Católica hizo un tránsito del catolicismo tradicional al catolicismo social. Características de este último fueron el compromiso con la intervención del Estado para mitigar los efectos negativos de la modernización capitalista y el compromiso con el sindicalismo como forma de sostener los derechos de los trabajadores y demandar justicia social. Este catolicismo remontaba sus orígenes a la Encíclica Rerum Novarum del papa León XIII (1891). A partir de entonces, de modo creciente, la Iglesia Católica auspició la organización de congresos, la fundación de periódicos y la creación de asociaciones de trabajadores.

En algunos países, la Iglesia bregó por recatolizar a esa clase, resignificando los valores orden, tradición y patria. En Argentina, por ejemplo, uno de los instrumentos pergeñados fue la Unión Popular Católica Argentina (UPCA). Creada en abril de 1919, era una organización vertical de las agrupaciones de laicos católicos sujetas al control de los párrocos, en la base, y de los obispos, en el vértice. Esta organización se inscribe en la serie de cambios que se había iniciado con la postura fijada por León XIII hacia fines del siglo XIX, que se tradujo en el país en la creación de círculos de obreros católicos y otros grupos de activistas. Dicho de modo muy esquemático, la concepción básica de la UPCA era que los ricos debían dar a los pobres como forma de conservar la propiedad y la riqueza. Si bien la recaptura ideológica de la burguesía era el objetivo inmediato principal, la UPCA no descuidó el trabajo entre los obreros. Su acción se prolongó hasta fines de los años veinte, siendo reemplazada por una nueva organización, la Acción Católica Argentina, que se estableció por la pastoral colectiva del 1º de diciembre de 1928, aunque fue fundada formalmente en 1931. Desde el comienzo, la Acción Católica contó con el reconocimiento papal.

La estructura de esta nueva organización reprodujo la de su predecesora –es decir, los obispos tenían la dirección–, aunque su política fue enunciada en términos de privilegiar la dimensión estrictamente espiritual de la Iglesia. No obstante, la Acción Católica desempeñó, como en todos los países católicos, un papel político-ideológico considerable, cuando no central, en particular en el campo de la educación y en la formación de cuadros católicos laicos. Esto era reflejo del cambio que había introducido el papa Pío XI en la idea de la Acción Católica. El nombre procedía del grupo italiano Azione Cattolica y Pío XI le dio un sentido nuevo, restringiendo los trabajos de los laicos a aquellos indicados por mandato de los obispos.

Está claro que la ofensiva de la Iglesia en la lucha por la hegemonía cultural tuvo hechos previos que le allanaron el camino. Pero fue solo a partir de las décadas de 1920 y 1930 cuando ellos definieron, precisamente, un fenómeno permanente. En 1931, en ocasión de las elecciones presidenciales, la jerarquía eclesiástica prohibió a los católicos afiliarse a partidos y/o votar candidatos que propugnasen la separación de la Iglesia y el Estado, el laicismo escolar y el divorcio legal. Y se bregó por el incremento de las partidas presupuestarias del Estado destinadas a la Iglesia y por la aprobación de la enseñanza religiosa obligatoria. En 1934, se realizó el XXXII Congreso Eucarístico Internacional, en Buenos Aires. Un muestrario incompleto y raquítico de la ofensiva de la Iglesia incluye: la consagración de Argentina al Sacratísimo Corazón de Jesús, durante el Gobierno del general Agustín P. Justo; las campañas propagandísticas antiliberales, antisemitas, antisocialistas, profascistas y profranquistas, como también las destinadas a velar por la “moral y buenas costumbres”, y a combatir los filmes norteamericanos que difundiesen ideas que a juicio de tales “moralistas” eran veneno mortal para la civilización, películas que eran consideradas parte del “complot judío” para la destrucción de la sociedad y la cultura cristiana, tarea que habían comenzado, entre otros, Marx, Freud, Bergson, Einstein, Curie, Liszt, Ravel... Uno de los más destacados propagandistas, el sacerdote jesuita Julio Meinvielle, calificó a judíos, masones y comunistas como agentes del diablo en la lucha contra el cristianismo, y al Estado democrático liberal como lo más tiránico.

La convergencia de las líneas del catolicismo ultramontano (el integrismo francés de Jean Ousset, Jean Madiran y otros) y de los militares antiliberales generó una combinación ideológica profundamente anticomunista, antijudía, antimasónica, antidemocrática y dictatorial de larga y persistente influencia en el proceso de formación doctrinaria de las Fuerzas Armadas.

En otro extremo, en México, la Iglesia afrontó la nueva coyuntura en el marco de una revolución. Allí, los recorridos de la Iglesia estuvieron entreverados con el curso sinuoso de las primeras décadas revolucionarias. Al comienzo, el catolicismo social y político vio en Francisco Madero la oportunidad de un cambio favorable. Sin embargo, enseguida, con el ascenso del constitucionalismo, la posición de la Iglesia se vio seriamente afectada. La Constitución de 1917 le prohibió asumir personalidad jurídica y poseer bienes raíces tanto como ejercer derechos políticos, fundamentalmente el voto y cualquier tipo de manifestación sobre los asuntos del Estado. Asimismo, le sustrajo el control de toda la educación primaria.

Cuando Plutarco Elías Calles asumió la presidencia en 1924 puso en marcha un proyecto nacionalista que era excluyente de cualquier lealtad que no fuera la revolucionaria. Como respuesta a su política, diversos grupos católicos formaron la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa. En 1926, la llamada Ley Calles dispuso la aplicación, sin excepción, de las leyes vigentes sobre religión; hubo prohibiciones y castigos y se clausuraron iglesias. La Liga optó por la insurrección. El 1º de enero de 1927 esta organización, cuya dirigencia era netamente urbana, encabezó una rebelión conocida como La Cristiada o Guerra de los Cristeros, que se extendió especialmente en el ámbito rural, donde la religión católica calaba más hondo. El movimiento tuvo más arraigo en los estados de Jalisco, Guanajuato, Michoacán, Querétaro y Colima, y su nombre hace referencia a la causa que levantaban: la de Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe. La violencia llegó a dimensiones insospechadas, cuando en 1928, José de León Toral, miembro de la Liga, disparó contra Álvaro Obregón asesinándolo.

En 1929, el conflicto llegó a su fin por decisión de los obispos, quienes con la mediación de Estados Unidos, alcanzaron un acuerdo con el Gobierno de la Revolución. Por entonces, la Iglesia estaba profundamente dividida entre quienes apoyaban a la Liga y la acción violenta, y la cúpula, que intentaba centralizar la participación de los laicos a través de la Acción Católica Mexicana. La Iglesia no obtuvo más concesiones que la libertad de culto. El conflicto tuvo un saldo de miles de muertes. Cabe señalar que en el ámbito rural, La Cristiada fue un movimiento campesino mucho más que un movimiento católico. O, si se prefiere, un movimiento campesino católico.

En toda América Latina otro de los cambios surgido de la crisis, en este caso introducido en los años treinta, fue la institucionalización de la violencia política ejercida sobre opositores. En Argentina, por ejemplo, los treinta fueron años de aplicación sistemática de la tortura a los presos políticos por parte del aparato represivo estatal. Los primeros casos denunciados corresponden a febrero de 1931, ocasión en la que, en los sótanos de la penitenciaría porteña, se torturó a dirigentes obreros, a estudiantes e incluso a militares opositores. La tortura era practicada también en otras localidades, siendo las principales víctimas militantes socialistas y anarquistas. Hacia 1934-1935 comenzó a aplicarse la picana, instrumento brutal que se sumó a una larga serie de variantes aberrantes. Leopoldo Lugones (h), jefe de la siniestra Dirección de Orden Político, fue la figura emblemática de la política estatal de violación de los derechos del hombre y de la arbitrariedad del poder.

En este clima de desprestigio de la democracia liberal y de los valores asociados a ella, no extraña que la década de 1930 fuera de consolidación del militarismo. En Argentina, Bolivia, Brasil, Dominicana, Guatemala, Perú, en 1930, y en Chile y Ecuador, en 1931, los militares llegaron al poder a través de un golpe de Estado. Jefes militares fueron electos presidentes en México (Lázaro Cárdenas, 1934-1940); Venezuela (general Eleazar López Conteras, 1935-1941); Paraguay (mariscal José Estigarribia, 1939-1948, si bien antes, en febrero de 1936, había habido un golpe militar que llevó a la presidencia al general Rafael Franco, a su vez desplazado por el Ejército en agosto de 1937); y Uruguay (general Alfredo Baldomir, 1938-1942, después de la dictadura civil del colorado Terra).

La pauta común de todas estas intervenciones militares en la política fue la función constructiva del Estado y la Nación, que los hombres de armas se sentían legítimamente llamados a cumplir. En efecto, la instrucción militar obligatoria había colocado a las Fuerzas Armadas en un lugar difícilmente neutral, toda vez que era atributo suyo la inculcación de las responsabilidades cívicas. No obstante, el abanico de expresiones del militarismo es bien amplio. Hubo experiencias reformistas, como la de los tenentes brasileños, los “julianos” ecuatorianos, los revoltosos oficiales chilenos –en la década de 1920– y los “socialistas” bolivianos, en la de 1930. También hubo expresiones más cercanas al conservadurismo, como la de los militares argentinos y, en el límite, las dictaduras tradicionales centroamericanas y caribeñas.

Ya se ha dicho que las de la América Latina oligárquica eran sociedades estructuralmente agrarias que generaron sus elementos disruptivos en el espacio social urbano. En efecto, fueron los nuevos sujetos sociales urbanos –clases medias, burguesía y trabajadores industriales y de servicios, pequeñoburgueses– quienes se movilizaron por acceder a la participación en las decisiones políticas. Pero no fue solo la reivindicación del sufragio: a menudo se reclamó también transformaciones sociales de mayor o menor envergadura. Y es en este plano donde más se destaca la actuación de los militares.

En Brasil, por ejemplo, una porción considerable de estos reclamos de cambios estructurales tuvo por protagonistas a jóvenes oficiales del Ejército, los tenentes. A diferencia de los movimientos campesinos de Canudos y Contestado, los urbanos que comenzaron a expandirse en la década de 1920 lograron erosionar más eficazmente la dominación oligárquica. Como en otras sociedades latinoamericanas, en Brasil se produjo un divorcio entre quienes reclamaban democracia política (clases medias, algunos sectores burgueses) y quienes enfatizaban la demanda de democracia social (trabajadores, algunos militares, el Partido Comunista) –demandas que en la mayoría de los casos fueron antagónicas e irresolubles–.

Los tenentes se insurreccionaron contra el régimen oligárquico de la República Velha en 1922, pero fueron fácilmente derrotados. Mas en 1924, un nuevo levantamiento en el sur del país originó una campaña de mayor envergadura y la épica de la “larga marcha” de la columna comandada por Miguel Costa y Luís Carlos Prestes, que recorrió, entre octubre de 1924 y febrero de 1927, casi 25.000 kilómetros de territorio brasileño hasta su internación en Bolivia, donde se disolvió. Coincidente en el tiempo con el esplendor modernista, la Columna Prestes se convirtió, pese a su fracaso inmediato, en la manifestación más nítida de la crisis de la dominación oligárquica. No es casual, pues, que en 1938, en plena campaña anticomunista, el varguismo del Estado Novo utilizase la “Marcha para Oeste” como contra-imagen positiva de la liderada por el teniente devenido líder del Partido Comunista (PCB) –cuya creación data también de 1922, y cuyo líder fue, hasta la década de 1980, el mismo Prestes–.

Como se ha visto, la crisis de la dominación oligárquica tuvo cursos y ritmos variables. Aunque es cierto que el militarismo reformista es un dato presente a escala regional, no en todos los casos fue una vía de salida del Estado oligárquico. Sí lo fue en Brasil, donde algunos tenentes apoyaron la Revolução de 30 y colaboraron con el ascenso de Vargas al poder, pero no lo fue en los intentos reformistas, a la postre limitados, de la década de 1920 y 1930 en países como Chile o Ecuador.

En Chile, como se ha visto en el capítulo 4, en septiembre de 1924 las sesiones del Senado fueron interrumpidas por un grupo de oficiales de baja graduación que exigían la sanción de unas postergadas leyes sociales, entre ellas el Código de Trabajo. Como consecuencia, se aprobaron algunas medidas de corte social, pero el poder del presidente Arturo Alessandri se vio gravemente erosionado y este debió alejarse del país. En 1925, una nueva intervención militar devolvió el mando a Alessandri. De estos hechos resultó fortalecido su ministro de Guerra, Carlos Ibáñez, quien llegó al poder en 1927 y gobernó dictatorialmente hasta su renuncia en 1931. Fue un período represivo que afectó principalmente a los partidos y a los sindicatos obreros. El reformismo chileno tuvo su continuidad en 1932 con la efímera República Socialista, cuyo mentor, Marmaduke Grove, fue uno de los fundadores del nuevo Partido Socialista en 1933. Más tarde vinieron los gobiernos del Frente Popular (1938-1947). No obstante, como se ha visto, en Chile hubo continuidad del poder olgárquico, particularmente en su dimensión social.

En Ecuador también hubo un reformismo de tipo militar conducido por jóvenes oficiales. En 1925 estalló la llamada Revolución Juliana, que levantaba la consigna “la igualdad de todos y la protección del hombre proletario”. Según la interpretación de Juan J. Paz y Miño Cepeda (2002a: 72-73), la Revolución Juliana y el Gobierno de la Primera Junta Provisional articularon un nuevo Estado-Nación que proponía un modelo de gobierno basado en el intervencionismo estatal. Como las otras experiencias de reformismo militar, la Revolución Juliana apuntaba a la modernización y desarrollo del país, y a la destrucción del orden oligárquico. Para ello, señala Paz y Miño Cepeda, los militares ecuatorianos postularon la supremacía de los intereses de “la nación”, representada por el Estado, sobre los “intereses privados” y “la imposición de la autoridad política, centralista e institucional del Estado” como modo de superación de “los fraccionamientos regionales, sociales, partidistas y de grupo y […] el juego de fuerzas tradicionales”. Respecto de las clases subalternas, postularon la conversión de la cuestión social en política de Estado.

En contraste con la interpretación de Paz y Miño Cepeda, Rafael Quintero y Erika Silva (1991: I, 379-80) sostienen que el golpe de Estado del 9 de julio de 1925 no fue una “revolución de la clase media para la clase media”, sino solo “un reordenamiento del juego de fuerzas de las clases dominantes regionales cuyo poder en el Estado”, antes del golpe, no era equivalente “al poder real que habían alcanzado en el terreno de la sociedad civil”. La Revolución Juliana, argumentan Quintero y Silva, se dio en el contexto de la consolidación del dominio imperialista norteamericano en América Latina, y su proceso de modernización no hizo más que sellar “la vía gamonal-dependiente de constitución del Estado abierta en 1912”, tras el asesinato de Eloy Alfaro y la nueva presidencia de Leónidas Plaza, con la cual se consolidó la hegemonía de la plutocracia liberal, “anulando definitivamente la posibilidad de constitución de un Estado nacional en el Ecuador”.

En una línea interpretativa similar, Agustín Cueva (1984: 295), unos años antes, había afirmado que el reformismo de la Revolución Juliana estaba conducido por militares “incapaces de concebir un proyecto profundo de transformación” y “condenados no solo a seguir una línea zigzagueante frente a la oligarquía, sino a expresar su ‘protección al hombre proletario’ con medidas tan ilusas que ni siquiera merecen el calificativo de ‘populistas’”.

La crisis ecuatoriana se prolongó más allá de la década de 1920 y no tuvo parangón: en los diez años que van desde la Revolución Juliana hasta el triunfo presidencial de José María Velasco Ibarra, en elecciones libres, en 1934, se sucedieron más de una decena de presidentes. Sin duda, el Ecuador de los años treinta constituye un caso exacerbado de crisis e inestabilidad política, una genuina situación de vacío de poder. Tras los breves gobiernos de la Primera y la Segunda Plural, el 3 de abril de 1926 se hizo cargo de la presidencia Isidro Aroya Cueva, quien ejerció el poder dictatorialmente hasta el 9 de octubre de 1929, fecha en la cual fue designado presidente interino por la Asamblea Constituyente que él mismo había convocado. Le tocó, pues, enfrentar la crisis del capitalismo iniciada dos semanas más tarde y que en Ecuador provocó, según Cueva (1984: 300), “una exacerbación de todas las contradicciones sociales” y “una crisis de hegemonía de vastas proporciones”. Una de las manifestaciones de tal crisis fue la proliferación de presidentes –diecisiete a lo largo de la década de 1930– y una cruenta guerra civil.

Aroya Cueva fue derrocado por los militares en agosto de 1931. Su reemplazante, el coronel Luis Larrea Alba, su último ministro de Gobierno, ejerció la presidencia durante solo tres meses. Le sucedió Alfredo Baquerizo Moreno –quien había sido presidente entre 1916 y 1920, es decir, durante la fase oligárquico-liberal–, encargado de conducir el proceso electoral que llevó, en octubre, al amplio triunfo del hacendado Neptalí Bonifaz, el candidato conservador de Compactación Obrera Nacional, una fuerza política caracterizada por Cueva (1984: 300) como un “movimiento de corte fascistoide” capaz de aglutinar a “los ex campesinos y artesanos empobrecidos o caídos en la desocupación, fáciles de manipular gracias al dominio ideológico absoluto de la Iglesia Católica en la sierra”. No obstante, meses después, el Congreso Nacional desconoció el pronunciamiento electoral y rechazó su designación por entender que estaba en duda la nacionalidad ecuatoriana de Bonifaz e incluso aduciendo su condición de peruano. Contra tal decisión se produjo un alzamiento militar-popular en Quito, el 26 de agosto de 1932, la llamada “guerra de los cuatro días” –un enfrentamiento sangriento con más de mil muertos– que concluyó con la derrota de los partidarios de Bonifaz. Jorge Salvador Lara (1994: 457) señala que “[t]anto los sublevados en la capital como las tropas que los combaten creen luchar ‘por la constitución’. Quito cae, al fin, en poder de los batallones partidarios de la descalificación, cuyo comandante en jefe es el general Ángel Isaac Chiriboga”. Durante ese breve tiempo, ejerció el Gobierno Carlos Freire Larrea. No deja de ser paradójico, según interpreta Cueva (1984: 301), “que la primera reacción aparentemente ‘popular’ a la crisis” haya sido “de signo derechista y que la insurrección de una tropa manipulada por el clero y los terratenientes” terminase siendo “aplastada a sangre y fuego por los contingentes dirigidos por la oficialidad progresista”.

Derrotada la insurrección, el presidente del Senado, Alberto Guerrero Martínez, se hizo cargo del Poder Ejecutivo durante tres meses. En octubre, nuevas (y escandalosamente fraudulentas, según coinciden Lara y Cueva) elecciones dieron el triunfo al candidato de la burguesía agroexportadora, Juan de Dios Martínez Mera. Empero, este no pudo llevar adelante su gestión, fuertemente criticada en el Parlamento y desde él por el diputado José María Velasco Ibarra, un abogado devenido nuevo líder popular. Malestar social y múltiples y crecientes manifestaciones callejeras dieron el tono de la situación. Finalmente, abandonado por su propio partido, Martínez Mera renunció en 1933. Le sucedió Abelardo Montalvo, un hombre del liberalismo radical (oligárquico) que gobernó durante diez meses, al cabo de los cuales, en 1934, entregó la presidencia a Velasco Ibarra, triunfante en elecciones esta vez libres. Velasco fue elegido por el amplio apoyo de lo que Cueva llamó el subproletariado de Quito y Guayaquil, sin tener enfrente a candidatos de los terratenientes conservadores y/o la burguesía liberal. Autoproclamado liberal y cristiano, Velasco Ibarra fue combatido, en términos de clases, por una “combinación de la burguesía de Guayaquil y la clase media” (Cueva, 1984: 301) y, políticamente, por los liberales, entonces dirigidos por el abogado guayaquileño Carlos Arroyo del Río, presidente del Senado, y, en menor medida, por el débil frente constituido por los Partidos Socialista y Comunista, más algunos liberales disidentes. El mandatario intentó disolver el Congreso, pero la maniobra fracasó y en agosto de 1935, antes de cumplir un año en el ejercicio del cargo, debió resignarlo.

Con su caída se frustró una posible salida política para la crisis de dominación. La nueva sucesión de presidentes de corto tiempo de gestión es un claro indicador de su continuidad. Así, Antonio Pons, un médico sin filiación política que reemplazó al derrocado Velasco Ibarra, permaneció brevemente en el cargo (1935), entregándolo al Ejército, fuerza que designó al ingeniero Federico Páez (1935-1937), un senador también sin partido, elegido por el sector agrícola, quien gobernó “investido de plenos poderes”, recurso que le llevó a suspender las garantías constitucionales, con su secuela de “perseguidos, confinados y desterrados, primero de la derecha y luego de la izquierda” (Lara, 1994: 458). Algunos éxitos de su gestión le llevaron a convocar a una Asamblea Constituyente, que lo designó presidente interino, decisión previa a una pensada posterior constitucionalización de su mandato, pero la maniobra fue frustrada por un golpe de Estado encabezado por su ministro de Defensa, el general Alberto Enríquez Gallo (un progresista, según Cueva), quien gobernó durante diez meses (1937-1938). Una de sus medidas más importantes fue la promulgación del Código de Trabajo, en 1938, una compilación de leyes reguladora de las relaciones obrero-patronales que, entre otras garantías, reconocía el ejercicio del derecho de huelga, pero insuficiente para superar la precariedad de la fuerza de trabajo. Una campaña de prensa en su contra lo llevó a convocar a una nueva Asamblea Constituyente, integrada por representaciones numéricamente iguales de conservadores, liberales y socialistas.

Tras su renuncia, el cuerpo designó provisoriamente a Manuel María Borrero, un antiguo integrante de la Suprema Corte. El mismo cuerpo, tras redactar una nueva Carta, resolvió designar presidente, con mandato por cuatro años, a Aurelio Mosquera Narváez, ex rector de la Universidad Central de Quito y hombre de la burguesía liberal de Guayaquil. En diciembre de 1938, el nuevo mandatario disolvió la Asamblea, envió a prisión a varios representantes de izquierda (incluyendo a algunos que lo habían votado) y repuso la vigencia de la Constitución liberal de 1906. Tampoco él alcanzó a cumplir su mandato, pues poco antes de concluir un año en ejercicio del cargo murió sorpresivamente, en noviembre de 1939. Asumió el Poder Ejecutivo el presidente del Senado, Carlos Alberto Arroyo del Río, líder del Partido Liberal Radical y abogado de compañías extranjeras, quien convocó a elecciones. Interesado en presentarse como candidato, renunció y cedió el cargo, según la prescripción constitucional, al presidente de la Cámara de Diputados, Andrés F. Córdova, también liberal. En las elecciones presidenciales compitieron tres candidatos: Carlos Alberto Arroyo del Río, por el Partido Liberal, Jacinto Jijón, por el Partido Conservador, y José María Velasco Ibarra, por una conjunción de fuerzas antioligárquicas. Otra vez, un fenomenal fraude burló la voluntad popular: contra todos los indicadores que daban por triunfador a Velasco Ibarra, el resultado oficial marcó la victoria de Arroyo del Río. Acusado de ser responsable del fraude, Córdova rechazó la imputación y renunció, sucediéndole Julio E. Moreno, quien, tras apenas veinte días en la función, entregó el mando a Arroyo del Río, quien a su vez logró permanecer en el cargo cuatro años, de 1940 a 1944, pero sin poner fin a la inestabilidad política, prolongada hasta fines de la década.

En 1944, la Revolución Gloriosa, conducida por militares y apoyada por todos los partidos de izquierda, encumbró en la presidencia a Velasco Ibarra. El hecho tuvo lugar en Guayaquil, donde se escuchó el grito masivo de “¡Viva Velasco Ibarra!”. Exiliado, “el Gran Ausente” no participó de la insurrección, pero pronto se erigió en líder popular –populista, según la interpretación de Carlos de la Torre (1998)–. En efecto, Velasco Ibarra concitó el apoyo popular con un discurso que apelaba a la democracia del pueblo contra la oligarquía y a la integración nacional basada en la justicia social y el sufragio libre. Velasco Ibarra convocó a una Asamblea Constituyente que lo erigió presidente constitucional de la República, pero en 1947 fue derrocado.

En Bolivia, la oligarquía también fue cuestionada por un grupo de militares descontentos con la inoperante política de partidos. En este caso, los hechos tuvieron lugar en la década de 1930, después de los desastrosos resultados de la Guerra del Chaco. Entre 1936 y 1939, se instauró un gobierno militar, denominado en la historiografía boliviana “socialismo militar”, a pesar de tener una ideología difusa que combinaba consignas fascistas y antijudías con otras progresistas. Sus presidentes fueron David Toro y Germán Busch. En todo caso, este “socialismo militar” era profundamente antioligárquico –singularmente, nacionalista y antiimperialista–. La guerra había puesto de relieve la importancia del control nacional sobre el petróleo, por lo cual una de las leyes sociales del Gobierno militar fue la nacionalización de la compañía Standard Oil, en 1937, que pasó a conformar la compañía estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales de Bolivia. El proyecto de estos militares era construir un Estado fuerte, capaz de fundar un orden “socialista de orientación nacional”. La experiencia llegó a su fin cuando Busch se suicidó y un sector del Ejército, afín a los sectores más ranciamente oligárquicos, tomó el Estado por asalto.

La Guerra del Chaco tuvo varias consecuencias en Bolivia. Entre otras, produjo el debilitamiento del aislamiento, la dispersión y los particularismos regionales (sin llegar a suprimirlos), contribuyendo a poner en evidencia la crisis de dominación. La movilización de hombres provenientes de distintos espacios étnicos, sociales y geográficos para confluir en el frente de batalla constituyó la vía de la politización de las masas. Fue una situación generadora de los tres elementos señalados por Gramsci como distintivos de toda crisis orgánica: movilización y entrada de las masas en la política, formación de una solidaridad y de objetivos comunes, creación de áreas de nivelación (es decir, de igualdad). Más aún, también se dio ese otro componente que puede producir una crisis orgánica: el fracaso de la clase dominante en la guerra, una empresa política de gran porte para la cual requirió o impuso por la fuerza el concurso (eventualmente, el consenso) de las masas.

Más tarde, la experiencia liderada por el coronel Gualberto Villarroel (1943-1946), de la logia militar Razón de Patria (Radepa), con apoyo del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), vino a completar el impulso de resurgimiento del nacional-militarismo boliviano. Pero también en este caso la experiencia se vio rápidamente interrumpida por iniciativa de las fuerzas oligárquicas, que tuvieron su desquite en 1946, cuando –con financiamiento de las empresas de los “barones del estaño” y el apoyo del stalinista Partido de la Izquierda Revolucionaria (PIR)– impulsaron una sangrienta revuelta que terminó con la vida del presidente Villarroel, colgado de un farol de la plaza situada al frente de la Casa de Gobierno (Palacio Quemado).

La corriente nacional-militarista parece haber sido predominante en varias Fuerzas Armadas latinoamericanas. Una de sus características fue la de no oponerse al cambio si este era realizado ordenadamente, ni a las mejoras de las condiciones de las clases trabajadoras si ellas se efectuaban bajo tutela del Estado. Según la interpretación de Alain Rouquié y Stephen Suffern (1997), las Fuerzas Armadas de América Latina compartieron el diagnóstico de descrédito del liberalismo político y de los países centrales que lo practicaban. La crisis y las transformaciones estructurales en curso habían debilitado a las clases dominantes, y ellas mismas no encontraban acuerdo sobre temas básicos, en particular sobre el modo de industrialización a impulsar y la política a seguir frente a “una clase trabajadora en expansión y cada vez más combativa” (Rouquié y Suffern, 1997: 289). Luiz Alberto Moniz Bandeira (2008a: 99) alude al nacionalismo autoritario y estatista, corriente dentro de la cual sitúa los procesos argentino (Perón), boliviano (Villarroel) y brasileño (Vargas), caracterizados por el avance o consolidación de los derechos sociales y los intentos de desarrollo económico “contra el predominio extranjero”, particularmente el norteamericano. Pero como dijimos más arriba, los procesos argentino y brasileño, desde nuestra perspectiva, constituyen casos de populismo, bien diferentes del proceso boliviano.

En términos generales, en el plano ideológico, tal como señala Halperin Donghi (1992: 395-396), la crisis de 1930 trajo una “nueva incertidumbre”, que “se tradujo entonces menos en el surgimiento de corrientes y figuras dispuestas a definirse en cerrada oposición al consenso ideológico previo, que en una apertura hacia nuevas perspectivas y una disposición a explorar todos los horizontes, por parte de un elenco político apenas renovado en su composición y poco más en sus procedimientos, pero más innovador en las justificaciones que invoca para estos. Lejos de agregar nitidez a los conflictos sociales que pugnan por encontrar expresión política, el impacto de la crisis hace más difícil descifrar el impacto que ellos alcanzan sobre una vida política cuyos actores deben avanzar a tientas en un mundo que no comprenden, guiados por convicciones ideológicas que no saben cómo reemplazar, pero en las cuales no pueden depositar la misma fe que en el pasado”.

En la década de 1930 la identificación entre liberalismo y democratización no solo se hizo “cada vez más problemática”, sino que las dictaduras se incrementaron, al tiempo que se hizo evidente, a partir de 1948, que ellas eran “la clave de la efectiva política latinoamericana de Estados Unidos (acentuada desde el retorno del Partido Republicano al Gobierno en 1952) que la cruzada anticomunista ocultaba cada vez peor” (Halperin Donghi, 1969: 380 y 377).

La coyuntura de mediados de 1940 parecía ser claramente otra: se trataba de un clima de revalorización de la democracia, fundado en la alianza entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Precisamente, Estados Unidos, que hasta entonces había apoyado gobiernos dictatoriales, por entonces se autoproclamó paladín de la democracia en América Latina, pero esta defensa escondía mal la oposición a gobiernos, partidos y movimientos que no le resultaban gratos (Perón, Vargas, Arévalo y Arbenz, el MNR, por ejemplo), pues, en contrapartida y en contraposición con la retórica de la democracia, no dejó de apoyar a las dictaduras de Somoza, Trujillo y, poco después, Batista y Duvalier. En estas circunstancias, surgió una nueva forma de activismo político de los militares. A diferencia del nacional-militarismo, esta nueva forma de reformismo militar era “democrático”, conciliador a la vez que conservador, y definitivamente alejado de las simpatías nazifascistas. El derrocamiento del dictador Ubico en Guatemala y de Hernández Martínez en El Salvador, pero también de López Contreras en Venezuela, son algunos de los ejemplos más significativos de estas nuevas expresiones sociopolíticas.

Los trabajadores urbanos y rurales: de la resistencia a la institucionalización

Pese a desenvolverse en sociedades estructuralmente agrarias, la clase obrera, en particular, la industrial urbana (en las ciudades donde había industrias, que no eran muchas), constituyó un sujeto social y, en algún caso (como en Chile), un sujeto político decisivo en las luchas antioligárquicas.

En los primeros años de su formación, la clase obrera estuvo constituida por cinco grandes grupos de trabajadores: 1) los de las plantaciones capitalistas (sustitutas de las esclavistas), como las de Colombia y Honduras, dedicadas al cultivo del banano, y las de la zona costera de Perú, dedicadas a la caña de azúcar y el algodón; 2) los de las industrias extractivas, como los de la minería del cobre en Perú y en Chile; la plata y el estaño en Bolivia; el salitre en Chile; y, un poco más tarde, el petróleo en Venezuela, México y, otra vez, Perú; 3) los de las agroindustrias, como los trabajadores de ingenios azucareros, molinos harineros, frigoríficos, fábricas de calzado de cuero, como en Argentina; 4) los de las actividades vinculadas al comercio exportador, sobre todo portuarios y ferroviarios; y 5) los proletarios de industrias, como la metal-mecánica, la metalúrgica y la textil, y los de ciertos bolsones ubicados en algunas pocas grandes ciudades, como Buenos Aires, Medellín, Monterrey y São Paulo (Rouquié, 1990: 154).

La comparación entre casos resulta primordial para formular interrogantes en clave macrohistórica. Charles Bergquist (1988: 36) ofrece algunas pistas para explorar en este campo. Recuperando los aportes de lo que llama “estructuralismo latinoamericano”, señala la importancia de los trabajadores del sector exportador, poseedores de “un enorme poder económico y político”, y, en segundo lugar, el “abanico de factores que alentaban o inhibían el desarrollo de toma de conciencia y la organización de la clase trabajadora”. Para Bergquist, el origen del capital invertido en las áreas principales de las economías nacionales (el sector exportador) desempeñó un papel decisivo. Así, al menos en los casos de Chile y Argentina, el control nacional de los recursos productivos (es decir, predominio del capital de origen local) en el segundo de estos países coincidió con un movimiento sindical corporativista y fuerzas políticas de izquierda débiles, mientras en el primero, donde la economía minera exportadora fue controlada por capitales extranjeros, el movimiento obrero adhirió al marxismo y el sistema político contó con la izquierda “más poderosa de América Latina” (Bergquist, 1988: 40).

Una de las hipótesis del autor señala que en la relación entre fuerzas materiales (la economía exportadora) y conciencia humana (el movimiento obrero organizado), relación que no es casual ni fortuita, es muy importante “la influencia de los sistemas políticos, forjados en el período posterior a la independencia, sobre el desarrollo social” derivado de la consolidación de las economías primario-exportadoras a partir de 1880. Así, a su juicio, “la trayectoria socialista y electoral del movimiento obrero chileno durante el siglo XX no puede comprenderse plenamente sin el Estado fuerte y el sistema político multipartidista” previo al auge salitrero. En cambio, en Argentina, la inexistencia de un sistema de partidos fuerte durante el siglo XIX y, sobre todo, de un partido conservador organizado a escala nacional, llevó a la burguesía (Bergquist dice la elite) “a soslayar el sistema partidista y a dar su respaldo a una solución militar a la crisis de 1930”, estrategia reiterada en las décadas siguientes. En Venezuela, a su vez, la política se hizo moderna solo a partir de 1936 (esto es, tras la muerte del dictador Juan Vicente Gómez) y en parte fue posible por la existencia de “un débil sistema partidista durante el siglo XIX, cuyos remanentes fueron virtualmente arrasados por la brutal dictadura personalista” de Gómez, mientras Colombia contó con un sistema bipartidista fuerte, forjado a partir de la década de 1840, que “marcó tan profundamente el cuerpo político que los cambios sociales” del siglo XX “no encuentran expresión duradera por fuera del monopolio político de los dos partidos tradicionales” (Bergquist, 1988: 459-460). Ahora bien, Uruguay –caso no estudiado por el autor–, que también tuvo un sistema bipartidista fuerte, muestra una variante: también allí los cambios sociales más importantes ocurrieron dentro de ese marco –específicamente, con el batllismo, impulsados por el Partido Colorado, largamente hegemónico–, pero el monopolio comenzó a romperse a comienzos de la década de 1970, cuando se constituyó el Frente Amplio –proceso interrumpido por la dictadura de 1973-1985, pero retomado durante la nueva fase democrática del país.

Desde una perspectiva macrohistórica, Francisco Zapata (1993) dividió la historia del sindicalismo latinoamericano en tres fases –“heroica”, “institucional” y “excluida”–. Cada una de ellas muestra que la articulación entre patrón o modelo de acumulación y marco institucional “permite identificar diferencias en la composición del sindicalismo, en los tipos de organización, en las formas que asume el conflicto laboral y en los componentes ideológico-partidarios que caracterizan la acción obrera”. Así, la primera fase, la “heroica”, fue propia del modelo primario exportador, la “institucional”, de la industrialización sustitutiva de importaciones (ISI), y la que le sigue, la “excluida”, lo es del modelo de transnacionalización del capital.

La fase “heroica” se caracterizó por el predominio del sindicalismo de clase y de confrontación, mientras que en la etapa “institucional”, que se correspondió con el Estado de Compromiso Social, en particular, con el populismo, predominó el sindicalismo de negociación.

La fase institucional se desplegó en la década de 1930, aunque en rigor se inició hacia fines de los años veinte, y se prolongó hasta fines de la década de 1970 e inicios de los años ochenta, cuando el nuevo patrón de acumulación impuso una política de desmovilización y despolitización del movimiento obrero. Durante esta fase, sostiene Zapata (1993: 29), fue central el papel desempeñado por el corporativismo, “que fue el modelo de organización de las relaciones políticas, en tanto estructura clientelar”. El liderazgo sindical estuvo “más vinculado a las instancias decisorias del Estado que a la representación de las demandas de los trabajadores” y el conflicto sindical, cuando apareció, reveló “tensiones en esa articulación más que una radicalización de la base obrera” (Zapata, 1993: 91). No obstante, el dato significativo es que la expansión del capitalismo bajo fórmulas de corporativismo estatal provocó cambios sustantivos cuyo impacto hay que buscar más en la apropiación de los derechos extendidos a los trabajadores que en la verticalidad de esa extensión. En efecto, un factor crucial de la crisis a la que, hacia 1960, se sumó la del patrón de acumulación basado en la ISI correspondiente a la forma del Estado de Compromiso Social fue la existencia de un movimiento obrero articulado y con unos derechos que lo habían tornado un sujeto social poderoso.

Pero volvamos a la fase “heroica”. Durante esta fase, el movimiento obrero se caracterizó por la articulación de un sindicalismo de corte clasista que se asumió como movimiento político o bien se expresó políticamente a través de los partidos de izquierda. Como se ha dicho, fue un sindicalismo de confrontación, con altos niveles de autonomía respecto del Estado y en el cual había una distancia estrecha entre la dirección y las bases. En esta fase, la clase obrera estuvo dividida ideológicamente en tres grandes corrientes: la anarquista, la socialista y la sindicalista revolucionaria. Después de la Revolución Rusa a estas corrientes se sumó la comunista. La lucha estuvo orientada principalmente a la obtención de derechos sociales básicos (reglamentación de la jornada laboral y del trabajo de las mujeres y de los niños, mejoras salariales, derecho de huelga y, en buena medida, derecho a la organización).

El anarquismo era contrario a la sindicalización mientras que el sindicalismo revolucionario exaltaba al sindicato como vehículo de transformación social. Esta corriente surgió como alternativa frente a la ineficacia del anarquismo, pero también como alternativa a las posiciones cada vez más reformistas del socialismo. En un punto coincidieron los anarquistas y los sindicalistas revolucionarios: la desestimación de la lucha política y parlamentaria. Estas diferencias se aprecian bien en Argentina y en Chile. En el primero de estos casos, donde la corriente sindicalista fue hegemónica durante varias décadas –y en cierto sentido, se prolongó en el peronismo–, se observa ese desinterés por la lucha política democrática y parlamentaria. En Chile, donde predominaron las corrientes socialistas y comunistas, hubo una temprana y sólida articulación entre la lucha sindical y la lucha política, mediadas por el sindicato y el partido obrero, respectivamente.

Con excepción de Uruguay, donde, como ya se ha dicho, el batllismo articuló un tipo particular de reformismo, durante la fase heroica, la política del Estado frente al movimiento obrero fue represiva, recurriendo indistintamente a la policía y al Ejército. Las clases dominantes concebían la cuestión social como mera cuestión policial. Así, el carácter de dominación de clase de la oligarquía se aprecia claramente en la relación Estado-movimiento obrero.

Son muchos los ejemplos históricos que pueden invocarse para ilustrar la violencia estatal frente a los trabajadores. El reformismo del presidente Yrigoyen (1916-1922) llevó adelante, en Argentina, una política que diferenció la respuesta del Estado frente al movimiento obrero en función de la orientación político-ideológica de los sindicatos: arbitraba a favor de los trabajadores si la dirección de su sindicato era sindicalista, reprimía si era anarquista (desde los años veinte también si la detentaban los comunistas) y no carecía de ambigüedad frente a los socialistas –competidores electorales–, a los cuales si no se reprimía con violencia física se castigaba con fallos desfavorables. La estrategia diferencial fue más tarde seguida en otros países, por ejemplo, en Brasil durante los primeros años del varguismo, cuando Lindolfo Collor –destacada figura de la “generación de 1907” y de la oligarquía gaúcha– fue ministro de Trabajo (1930-1932).

México fue, en 1906, objeto de intervención militar por parte de Estados Unidos. Como ya se ha visto en el capítulo 4, la intervención tuvo un claro componente clasista. La ocupación de Cananea, en el norteño estado de Sonora, sirvió para reprimir a obreros mexicanos de una empresa cuprífera estadounidense, que declararon una huelga por salarios más altos y trato igualitario para los trabajadores nacionales (discriminados respecto de los norteamericanos). Un centenar de obreros murieron y otros tantos resultaron heridos. También en México son ilustrativos los casos de las huelgas de los trabajadores textiles de Río Blanco, en 1906 y 1907.

En los mismos años, Chile fue escenario de una notable manifestación de violencia estatal, ejercida contra una clase que no postulaba la revolución sino que levantaba reclamos tales como reducción de la jornada de trabajo y pago extraordinario de las horas adicionales (horas extras); seguridad en el trabajo e indemnización por accidentes; fin de las pulperías (monopolio comercial de la patronal); reconocimiento legal de sindicatos y mancomunales. En 1890 se declararon en huelga los cancheros (trabajadores que embarcaban el salitre) de Iquique, reclamando el pago en dinero efectivo, reclamo inicialmente rechazado por la patronal. Se adhirieron portuarios y ferroviarios, y finalmente se alcanzó el objetivo. También lo hicieron los salitreros, con sus demandas de pago del salario en dinero; enseñanza primaria obligatoria; prohibición del juego, el alcohol y la prostitución; derecho de petición; seguridad en el trabajo en las cachuchas (ollas gigantescas donde se procesaba el salitre), donde existía peligro de muerte. El pliego fue rechazado por la patronal, que solicitó la intervención del Gobierno nacional. El presidente José Manuel Balmaceda, tras una vacilación inicial, dispuso el envío de tropas, que reprimieron dejando como saldo muertos y heridos (hecho conocido como “la matanza de julio de 1890”). En 1903, los obreros portuarios de Valparaíso se declararon en huelga en reclamo de mejores salarios. Fueron también ferozmente reprimidos por el Ejército, con un saldo de medio centenar de obreros muertos y alrededor de doscientos heridos. Dos años más tarde se produjo en Santiago la “Semana Roja”. En este caso los trabajadores se pronunciaron contra la carestía de vida en una huelga general que fue duramente reprimida, con saldos similares a los de Valparaíso. En 1906, en Antofagasta, hubo una huelga ferroviaria apoyada por obreros salitreros, portuarios y fabriles, objeto también de una dura represión. En 1907 se produjo el punto más alto de violencia cuando el Gobierno arremetió contra miles de obreros salitreros de Santa María de Iquique.

La masacre de Santa María de Iquique fue emblemática de la lucha obrera y de la ferocidad de la represión estatal. Se produjo en un contexto de caída de las exportaciones del salitre y, por extensión, despido de obreros. La protesta –comandada por anarquistas– se inició con la demanda de abolición del sistema de vales y la inmediata reducción de las fichas, sin descuento; abolición de la pulperías; seguridad laboral; educación nocturna gratuita; dos semanas de preaviso en caso de despido por cualquier motivo; inmunidad para los delegados obreros y reconocimiento legal y público de sus organizaciones. Miles de trabajadores, provenientes de distintos pueblos salitreros, se congregaron en la escuela Domingo Santa María y eligieron un comité de huelga que devino virtual poder de la ciudad (a modo de la Comuna parisina). La patronal no accedió al pedido y solicitó, al igual que el intendente, la intervención militar, que fue dispuesta por el Gobierno nacional. Dos regimientos fueron enviados en tres cruceros para reforzar a los dos ya existentes en Iquique. Los trabajadores requirieron la mediación del Gobierno, pero este no aceptó, se alineó junto a la patronal (inglesa), declaró el estado de sitio (es decir, la suspensión de las garantías constitucionales) y ordenó la represión. El Ejército ametralló a las miles de personas refugiadas en la escuela, matando a trabajadores, a sus mujeres y a sus hijos, en número impreciso: el más alto ha sido de 3.600, pero la cifra más aceptada ronda los 2.200. Significativamente, el Gobierno dispuso no expedir certificados de defunción de los asesinados, que fueron todos sepultados en una fosa común en el cementerio de la ciudad. Los que no murieron fueron relocalizados.

Además de la represión, que junto a la pura violencia adoptó formas tan variadas como la clausura de las sedes sindicales, el saqueo a las redacciones de periódicos obreros, la práctica de espías y la protección a los rompehuelgas, el Estado adoptó también formas simbólicas de violencia. Así, a lo largo de la primera década del siglo XX, en varios países se promulgaron leyes contra los “agitadores extranjeros”: en Argentina, las xenófobas leyes de Residencia (1902) y de Defensa Social (1910); en Brasil, leyes equivalentes en 1907. Asimismo, fue frecuente el envío de los trabajadores presos a cárceles ubicadas en zonas inhóspitas como la Amazonía (en Brasil), Yucatán (en México) o Ushuaia (en Argentina).

Durante las décadas de 1910 y 1920 la violencia y la represión continuaron. Las huelgas de esos años fueron parte de la ola de alta conflictividad obrera mundial del período 1911-1922, caracterizada –como las precedentes de 1806-1820, 1866-1877 y la posterior de 1967-1973– por cuatro rasgos. Fueron acciones: 1) proletarias, esto es, la clase obrera desempeñó un papel central; 2) generales dentro del centro del sistema capitalista mundial, en el cual se produjeron simultáneamente; 3) autónomas, “es decir, fueron movimientos espontáneos de la clase obrera, que rompió con su habitual dependencia y subordinación a la dinámica económica, política y social del sistema capitalista”, y 4) radicales, en tanto atacaron la raíz de ese sistema (Screpanti, 1985: 70-71). De esas cuatro olas, la de 1911-1922 fue la de mayor violencia laboral.

En Chile, en 1919 y 1920, los obreros de los frigoríficos y los empleados públicos de Magallanes y Puerto Natales en huelga fueron duramente reprimidos. En 1921, hubo más trabajadores salitreros muertos durante una huelga en San Gregorio. En 1925, la violencia alcanzó un clímax: el presidente Arturo Alessandri envió el Ejército para reprimir una huelga de salitreros en La Coruña de Iquique. Las fuerzas militares actuaron con tal virulencia que dejaron un saldo de 1.900 muertos. A este hecho se sumó la deportación de más de 2.000 trabajadores. Como resultado, la Federación Obrera Chilena (FOCh), creada en 1908, quedó severamente debilitada. La clase dominante chilena reaccionó frente a la insurgencia obrera con una combinación de brutal violencia física y mecanismos de control laboral. “En 1924, a costa del derrumbe total del sistema político, la clase gobernante chilena fue la primera de Suramérica en abandonar la fracasada política de simple represión de los obreros organizados. Trató, en cambio, de contener el potencial revolucionario de los obreros por medio de mecanismos legislativos, integrando sus sindicatos a la vida institucional de la nación” (Bergquist, 1988: 90). En el inicio de la presidencia de Ibáñez, se abrió un nuevo ciclo de violencia. En el contexto de la severa crisis internacional, y recogiendo la legislación precedente de los tumultuosos años veinte, se promulgó el Código de Trabajo (en 1931). Significativamente, la reforma laboral chilena era similar a la que en 1904 había intentado establecer en Argentina el Gobierno, también oligárquico, de Julio A. Roca, mediante el proyecto de Código de Trabajo elaborado por su ministro del Interior, Joaquín V. González, rechazado, convergentemente, por los burgueses y el movimiento obrero.

En Argentina –el país con mayor desarrollo de un movimiento obrero anticapitalista en América Latina (Bergquist, 1988: 137)–, los niveles de violencia más altos se alcanzaron durante la llamada Semana Trágica en enero de 1919 –a despecho de una dirigencia sindical moderada que prefería la mediación estatal y la negociación antes que la clásica apelación a la acción directa u otras formas de confrontación– y durante la represión a los trabajadores rurales de las estancias de la Patagonia en 1921-1922.

Pero no fueron esas las primeras represiones violentas: ya en 1909 y 1910, los trabajadores fueron objeto del duro proceder de la policía. El 1º de mayo de 1909, en un acto, los anarquistas fueron reprimidos, tras lo cual se convocó a la huelga general. El suceso es conocido como la Semana Roja. El 8, en medio de la escalada de violencia de ambas partes y con la huelga sin decrecer, el Gobierno se vio obligado a pactar. Era la primera vez que el Gobierno nacional negociaba con los obreros y, por añadidura, cediendo a sus demandas. El Comité de Huelga acordó con el presidente del Senado la abolición del Código de Penalidades de la municipalidad capitalina, la libertad de todos los huelguistas presos y la reapertura de los locales sindicales. En 1910, el año del primer centenario de la Revolución de Mayo, se sucedieron las protestas obreras y la represión. El estado de sitio fue levantado recién en octubre. La burguesía oligárquica tuvo su celebración del Centenario, pero debió hacerla en un clima represivo. Y, podemos agregar, acorazada por las ya citadas Leyes de Residencia y de Defensa Social, pensadas y aplicadas para “decapitar periódicamente al movimiento obrero deportando a extranjeros supuestamente subversivos” (Bergquist, 1988: 147).

El año 1910 marcó, en rigor, más la derrota de la estrategia insurreccional anarquista que la del movimiento obrero, donde ganaron espacio las estrategias reformistas. El sindicalismo de negociación comenzaba a desplazar al sindicalismo de confrontación. Así, no extraña que cuando la organización se recompuso, recién a mediados de los años veinte, lo hiciera bajo dirección de los sindicalistas revolucionarios. El Estado jugó con astucia al potenciar la acción del Departamento Nacional del Trabajo, creado en 1907, aunque sin abandonar su rechazo a una legislación laboral sensible a las demandas de los trabajadores.

Las huelgas obreras siguieron después de 1910, algunas de ellas muy importantes, incluso bajo dirección de los anarquistas –derrotados, pero no del todo–. La mayoría se produjo bajo la primera presidencia de Yrigoyen. El ciclo 1917-1922 fue especialmente conflictivo, destacándose las huelgas de los trabajadores ferroviarios, de los frigoríficos, petroleros, marítimos, metalúrgicos, de la industria del tanino (en el Chaco) y de los obreros rurales de la región pampeana y de la Patagonia.

Como ya señalamos, una de las más brutales agresiones al movimiento obrero fue la Semana Trágica de enero de 1919. Los obreros metalúrgicos comenzaron una huelga el 2 de diciembre de 1918 en los talleres Pedro Vasena e Hijos, en la ciudad de Buenos Aires, demandando jornada de ocho horas, aumento salarial, pago de las horas extras, supresión del trabajo a destajo y reincorporación de los despedidos por su actividad sindical. Al cabo de un mes, a los 2.500 obreros se sumaron los capataces. La empresa –cuyo abogado era Leopoldo Melo, simultáneamente senador nacional radical antiyrigoyenista– respondió contratando esquiroles con la colaboración de la Asociación Nacional del Trabajo (ANT), una organización que reunía a las principales asociaciones de interés de la burguesía. En enero, la protesta tomó un giro tras la intervención violenta de la policía en un enfrentamiento entre los huelguistas y los esquiroles. Funcionarios estatales invitaron a Vasena a conceder algunas de las demandas obreras, pero la empresa se negó, como también se negó a dialogar con los huelguistas. En cambio, solicitó mayor protección policial. La Federación Obrera Regional Argentina (FORA) del V Congreso (anarquista o, más específicamente, partidaria del comunismo anárquico) convocó a la huelga general por tiempo indeterminado a partir del día 9. El Partido Socialista trató de impedirla (aunque ofreció sus locales partidarios para velar a los obreros muertos por la policía) y la FORA del IX Congreso (sindicalista revolucionaria) se solidarizó con los huelguistas. En ocasión del cortejo fúnebre del sepelio de los obreros y vecinos muertos, el mismo día 9, el Ejército mató a 20 trabajadores e hirió a un número mayor. La huelga se generalizó. Al cabo de una semana, cuando esta concluyó, el número de muertos fue de, al menos, 400 más 2.000 presos.

Un rasgo notorio de la Semana Trágica fue el contenido militante y agresivo que la derecha le dio a su accionar: antijudío. El enemigo era el “judío ruso”, expresión compuesta que encerraba dos enemigos hechos uno: el judío y el ruso (sinónimo de bolchevique). No era una cuestión menor en una ciudad donde existía una numerosa comunidad judía, en buena medida proveniente de Rusia. Otro rasgo notorio fue el accionar de un grupo parapolicial muy violento, constituido por civiles burgueses (argentinos y extranjeros), eclesiásticos, políticos conservadores (e incluso algunos radicales) y oficiales del Ejército y la Marina (solo la primera de estas fuerzas aportó un millar de oficiales afiliados) que el 19 de enero cambió su nombre Comité Pro Defensores del Orden por el de Liga Patriótica Argentina, tolerada por el Gobierno nacional.

La Liga intervino en el asesinato de un buen número de trabajadores en ocasión de posteriores conflictos, particularmente en el Chaco santafesino y en la Patagonia. El primer caso refiere a las huelgas de 1919-1921, protagonizadas por los obreros de The Forestal Land, Timber and Railways Company Limited –una empresa inglesa conocida como La Forestal, radicada básicamente en el área chaqueña de la provincia de Santa Fe, donde explotaba bosques de quebracho para producir taninos y procesar la madera– entraron en huelga reclamando aumento de salarios, reducción de la jornada laboral y suspensión de los despidos compulsivos. La Forestal era un verdadero enclave. Fue la más brutal de las explotaciones del imperialismo inglés en territorio argentino. Dispuso de hasta 2.800.000 hectáreas confiscadas a los pueblos originarios de Santa Fe, Chaco, Formosa, Santiago del Estero y Salta. Alrededor de 1920 contaba con cinco fábricas, 10.000 trabajadores y una “lista negra” de 12.000 despedidos. En su momento de mayor crecimiento llegó a tener 40.000 obreros y administrativos. Disponía de una línea férrea de 140 kilómetros, un puerto, barcos, policía y hasta moneda propia. La jornada laboral era de sol a sol y el salario era pagado con vales que los trabajadores solo podían canjear en las proveedurías de la propia empresa, donde el precio de las mercancías era veinte veces superior al del mercado, estimándose que, por esta vía, el 75% del dinero pagado en salarios regresaba a La Forestal. Los trabajadores vivían hacinados en viviendas precarias, propiedad de la empresa, de las cuales eran desalojados violentamente si se negaban a abandonarlas al ser despedidos. La dureza de las condiciones de trabajo favoreció la tarea de militantes anarco-comunistas de la FORA V Congreso. La Forestal arrasó con los bosques argentinos de quebracho colorado. En 1963 concluyó con esa explotación y se trasladó a África para dedicarse a la de la mimosa (acacia rica en taninos).

La lucha de los obreros rurales de las estancias laneras patagónicas cerró el ciclo conflictivo 1917-1922. El escenario fue el por entonces Territorio Nacional de Santa Cruz, con una geografía física amplia pero con una geografía social pequeña y tremendamente desigual: en 1922, 36 terratenientes, sobre 439, controlaban el 55% del territorio. Los escasos 17.295 habitantes eran mayoritariamente (9.480) extranjeros y la mitad del total vivía en solo cuatro localidades: Río Gallegos (la capital) y los puertos San Julián, Santa Cruz y Puerto Deseado. La actividad económica principal era la ganadería lanar ovina para exportación, principalmente al Reino Unido. El mayor latifundista era Mauricio Braun, un ruso judío llegado a Santa Cruz desde Chile, quien se casó con María Menéndez Behety, hija de inmigrantes españoles enriquecidos en la Patagonia. Mauricio Braun, su hermana Sara y José Menéndez (el padre de María) constituyeron varias empresas –entre ellas la Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego (un millón de hectáreas)– dedicadas a múltiples actividades productivas, comerciales y de servicios. De la alianza matrimonial-económica de los Braun y los Menéndez Behety surgió, en 1908, la poderosa Sociedad Anónima Importadora y Exportadora de la Patagonia, más conocida como La Anónima (todavía existente). En el conflicto, el triunfo de los estancieros fue total, como total fue la derrota del movimiento obrero, que –más allá de la retórica discursiva– no perseguía la revolución social sino tan solo una sustancial mejora de las condiciones de vida y de trabajo. Se cerraba así el ciclo de más alta conflictividad obrera y el ejercicio de la más alta violencia represora vivido por Argentina hasta entonces.

Fue así, bajo un Gobierno reformista y popular –el primer período del radical Yrigoyen–, cuando las Fuerzas Armadas actuaron con mayor virulencia para resolver un típico conflicto social. La política gubernamental fue una hábil y eficaz combinación de fuerte represión discriminada (contra los anarquistas), incluso apelando a efectivos militares, y las concesiones y trato favorable a los sindicalistas revolucionarios. Esa política pudo ser exitosa no solo por habilidad de la clase dominante y errores de la dirección política de izquierda de la clase obrera, sino también por razones estructurales. Afirma Bergquist (1988: 174 y 175) que “la concepción anticapitalista de la clase obrera revolucionaria ofrecía escaso atractivo para otros elementos de la sociedad”. De modo que “las organizaciones obreras revolucionarias tropezaron con dificultades al querer universalizar su condena del capitalismo”. Pero si Bergquist tiene razón al enfatizar el peso de la estructura, ello no debe descuidar la incapacidad de las fuerzas de izquierda para construir una concepción y una práctica eficaz para superar tal límite.

Si en Chile “[l]a insurgencia [obrera] obligó a la clase gobernante […] a hacer concesiones y a adaptar una nueva estrategia de control laboral”, abandonando “la fracasada política de represión física de los obreros organizados”, incluso “a costa del derrumbe total del sistema político” (Bergquitst, 1988: 90), en Argentina, la política represiva fue más eficaz para doblegar la rebeldía proletaria, combinándola con acciones favorecedoras de los sectores reformistas de la clase obrera, y con las razones estructurales que permitían ocluir el proceso de formación de una conciencia de clase anticapitalista.

En Chile, la izquierda fue derrotada en 1928, pero logró reconstituirse y se convirtió en una fuerza política central, llegando al Gobierno, en una alianza moderada con el Partido Radical (el Frente Popular), en 1938, y con mayor pretensión de reformas estructurales en 1970. En Argentina, en cambio, la derrota de la izquierda, incluso en su preponderante línea reformista, en 1945, fue decisiva y desde entonces no volvió a ser una fuerza significativa en el sistema político del país.

En Perú, el proyecto modernizador conservador del régimen de Leguía, en su primera fase (1919-1923), adoptó ciertas pautas de inclusión de los trabajadores urbanos. Frente a la creciente movilización del sector, el Gobierno reconoció la jornada de ocho horas y estableció arbitrajes para los conflictos y las huelgas. Sin embargo, y de modo similar a lo que fue su política frente a los campesinos, esta fase inicial de satisfacción de las demandas populares culminó con duros enfrentamientos. A partir de 1923, el Gobierno adoptó medidas crecientemente represivas y autoritarias.

En Brasil, las huelgas se multiplicaron hacia fines de la década de 1910 y todas ellas fueron duramente reprimidas. La fase más combativa del movimiento obrero llegó a su fin en los primeros años de la década siguiente, cuando ese movimiento fue finalmente diezmado por el estado de sitio impuesto por el Gobierno de Artur da Silva Bernardes (1922-1926). A esto debe agregarse la inexistencia de un Partido Socialista significativo y el debilitamiento de un Partido Comunista recién fundado (1922).

En Colombia, los trabajadores bananeros de la UFCo, en Santa Marta, fueron ametrallados durante una huelga en 1928. Un factor importante a tener en cuenta para entender la lógica de acción de las clases subalternas en este país es la relación de los sectores rurales con el movimiento obrero típicamente moderno, principalmente surgido del desarrollo económico dependiente en las zonas productoras de banana y petróleo, directamente controladas por capitales de Estados Unidos.

La huelga de los bananeros colombianos de 1928 constituye un capítulo importante de las luchas obreras latinoamericanas y en particular, obviamente, colombianas. El país ya había conocido otras acciones obreras, entre ellas las de los ferroviarios (en 1910) y los petroleros (en 1927), amén de las realizadas por los trabajadores bananeros en 1919, 1924 y 1927. En ellas descollaron las direcciones anarcosindicalistas y socialistas con demandas de salubridad de los campamentos, calidad de la alimentación, estabilidad laboral, salarios, servicio médico, sistema de contratistas, préstamos en vales, comisariatos. En 1927, el Partido Socialista Revolucionario (PSR) –creado el año anterior por la fusión de varios grupos– lanzó una campaña de agitación y propaganda para ganar adhesión popular, extendida en 1928 a los trabajadores agrícolas (6). De inmediato, una joven, la poeta María Cano –hija de una familia de periodistas liberales de Medellín– se convirtió “en símbolo de los obreros rebeldes y en una oradora capaz de electrizar a las multitudes de trabajadores que acudían a escuchar su apasionada retórica”. Apodada La Flor del Trabajo y La Flor Roja y Revolucionaria de Colombia, lograba en los mitines que los obreros presentes respondieran “a su entusiasmo con una pasión similar, saludando al Partido Socialista y el advenimiento de una nueva era de justicia social” (Bergquist, 1988: 403).

En ese contexto, Ignacio Rengifo, ministro de Guerra, y el presidente Miguel Abadía Méndez (1926-1930) –el último de la etapa conservadora iniciada en 1887– clamaban contra lo que llamaban “el bolchevismo”, considerado con notoria exageración “el mayor peligro que se le ha presentado a la República durante su existencia”, y presagiaban la inminencia de una revolución comunista que, como en Rusia, implicaría “la dominación de la horda” (apud Melgar Bao, 1988: II, 179). Con semejante concepción, no extraña que impulsara con éxito la aprobación de una ley represiva, conocida como “Ley Heroica” o “Proyecto Heroico” (julio de 1928), precedida de una campaña ferozmente represiva contra el PSR, al que acusaron de organizar un complot subversivo que debía producirse el 1º de mayo. La resistencia a esa ley llevó a una alianza entre el PSR y los liberales (táctica del frente único que la Internacional Comunista había aprobado en su V Congreso, para abandonarla en el VI, en 1928, que viró hacia la línea de lucha de clase contra clase).

Pese a la represión, los trabajadores de las plantaciones bananeras no cejaron en sus reclamos. El 6 de octubre de 1928 la Unión Sindical de Trabajadores del Magdalena (USTM) aprobó un pliego de nueve reclamos estrictamente laborales, los cuales se fundaban en argumentos legales (en la tradición socialista reformista que tenía exponentes notables en los dirigentes del Partido Socialista argentino Juan B. Justo y, sobre todo, Alfredo L. Palacios, hombre muy conocido en el subcontinente). “Toda esa fundamentación eminentemente reivindicativa [dice Melgar Bao] fue la nota disonante con la práctica del sindicalismo rojo [el de la III Internacional], ya que debería aparecer ligado a la reivindicación política”. El pliego fue presentado al gerente de la UFCo, quien no solo lo desconoció sino que –barruntando una declaración de huelga– gestionó (con éxito) ante el presidente Abadía Méndez el envío de una división del Ejército para restablecer el orden. La presencia militar aisló a los trabajadores de la USTM del resto del país, con el agravante del enfrentamiento en el interior del PSR entre una facción moderada y otra radical. Con todo, la huelga se declaró a principios de diciembre. La UFCo operó con toda la intención de crear un clima de miedo que sirviese de justificativo para la represión, acción en la cual tuvo éxito. El Gobierno nacional declaró el estado de sitio en la región y los trabajadores respondieron, en palabras de su líder Alberto Castrillón, con la proposición del “derrocamiento de la tiranía proimperialista y la instauración de una Colombia de soviets obreros y campesinos”.

La represión gubernamental fue feroz, prolongándose a lo largo de cuatro meses, bajo el imperio de la Ley Marcial. La respuesta obrera violenta fue el boicot y el sabotaje, insuficientes para contener las acciones militares, pero con fuerza suficiente para una resistencia larga. Un tardío llamamiento del PSR a la insurrección general, formulado desde Bogotá, concluyó en un fracaso. Cuando el Ejército dejó sin efecto el estado de emergencia en el área bananera, los trabajadores se concentraron en las estaciones ferroviarias, donde las tropas los atacaron a bayoneta calada y ametrallamiento. El número exacto de muertos nunca fue precisado: después del absurdo número dado inicialmente por el Gobierno –nueve–, el Consulado norteamericano los estimó en 50, luego en 500 a 600 y por último, en un comunicado de enero de 1929, tomando como fuente a la propia UFCo, en más de mil. Según Melgar Bao, unas 1.400 personas (huelguistas y manifestantes) fueron asesinadas, unos 600 sobrevivientes fueron enviados a prisión y enjuiciamiento por un consejo de guerra, de los cuales 136 recibieron fuertes condenas (hasta 25 años de cárcel).

La masacre de 1928 tuvo alcances políticos que trascendieron a socialistas y comunistas al convertirse en acción parlamentaria del líder liberal Gaitán. También hizo clara la oposición entre los intereses oligárquico-imperialistas y los populares. “El dilema clase obrera-nación quedó revelado bajo la forma de auténtica tragedia, pero esta a su vez forzó a nivel ideológico la cohesión del movimiento popular nacional, bajo posturas antioligárquicas y antiimperialistas” (Melgar Bao, 1988: II, 282).

Como se ha visto, las tres primeras décadas del siglo XX fueron de intensas luchas proletarias y de brutales represiones estatal-burguesas. Solo en Chile, Argentina y Colombia los trabajadores asesinados por las policías y los Ejércitos superaron, por lo menos, la cifra de ocho mil.

En los años posteriores a la crisis de 1930, y en particular durante la década de 1940, el movimiento obrero latinoamericano entró en su fase institucional, durante la cual las exigencias de ampliación de la ciudadanía se concretaron. Desde el Estado, hubo un avance constante hacia la regulación de las relaciones de trabajo a través de la codificación de leyes y otras expresiones burocrático-administrativas. Llamativamente, en sus inicios, esta nueva fase estuvo atravesada por un ciclo de violencia generalizada, al cual nos referiremos más adelante.

Como ya se ha visto, Roxborough (1997: 139-140) asocia las luchas obreras de los años treinta, dentro de una fase prolongada hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, con la cuestión de la ciudadanía. Durante los años treinta y la primera mitad de los cuarenta, “las exigencias de ampliación de la ciudadanía” están “estrechamente vinculadas a las luchas a favor de la institucionalización del movimiento obrero”. Se trata de un período de unos tres lustros que pasa por la agitación y movilización desarrolladas pari passu la crisis económica, las propuestas frentepopulares (segunda mitad de los treinta) y la “tranquilidad laboral general durante la Segunda Guerra Mundial”.

Ya se ha dicho que la fase institucional correspondió al cambio en el patrón de acumulación. La ISI contribuyó a incrementar la urbanización, principalmente en países como Argentina, Chile y Uruguay, donde este proceso se había iniciado ya bajo el modelo primario exportador. Con ello se acentuó el carácter urbano de la clase trabajadora, pues el locus de las reivindicaciones fueron las fábricas y los barrios pobres de las ciudades. Con la adopción del nuevo modelo, los obreros industriales tuvieron un peso creciente dentro de la estructura ocupacional. Asimismo, se fortalecieron los servicios financieros, el transporte y la construcción y, como resultado de la mayor intervención del Estado, la burocracia. La creación de empresas de propiedad estatal, como las de la industria siderúrgica, de electricidad y de petróleo, entre las principales, propició la formación de un sindicalismo fuerte y con efectiva capacidad de presión para alcanzar sus objetivos. Las demandas apuntaban a mejoras de los salarios y de las condiciones de trabajo, acceso a la vivienda, a la educación y a la salud, y reducción del costo de los medios de transporte.

Las organizaciones que se crearon en esta nueva fase se hicieron cargo de representar al conjunto de la clase obrera, desempeñando “un papel de creciente importancia en la negociación de salarios a nivel global, pero sobre todo en la articulación con el Estado”, esto es, la simultánea consolidación del sindicalismo “tanto como representante de los trabajadores en el sistema de relaciones industriales como en el sistema político” (Zapata, 1993: 40). En este sentido, la nacionalización de empresas privadas fue utilizada simbólicamente como expresión de autonomía, dignidad e independencia. Durante la vigencia del modelo ISI –y notoriamente en las experiencias populistas– se estableció “un marco institucional de regulación de las relaciones laborales para el proceso de acumulación de capital” que permitió la expansión cuantitativa del sindicalismo (más asalariados sindicalizados) y el ingreso de los trabajadores en alianzas políticas. Estas, a su vez, incrementaron las tasas de sindicalización, aumentando la capacidad de presión colectiva del sindicalismo sobre el sistema político y, al mismo tiempo, fueron resultado del proceso de cooptación inducido por el Estado (Zapata, 1993: 41).

En esta fase, se crearon, por ejemplo: la Confederación General del Trabajo argentina (CGT), en 1930 –por fusión de las precedentes Unión Sindical Argentina y Confederación Obrera Argentina–; la Confederación de Trabajadores de México (CTM) –heredera de la Confederación Regional de Obreros de México (CROM) y de la Confederación General de Obreros y Campesinos Mexicanos (CGOCM)–; la Confederación de Trabajadores de Colombia (CTC) –ambas en 1936–; la Confederación de Trabajadores de Chile (CTCh), en 1938 –con mayor capacidad de representación y de negociación con la patronal y con el Estado, y luego sumida en la Confederación Única de Trabajadores (CUT), creada en 1953–; la Confederación de Trabajadores de Cuba (CTC), en 1939; y la Confederación de Trabajadores de Perú, en 1944. En Bolivia, en 1946, se creó la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), que aunque nucleaba solo a una categoría de trabajadores tuvo un papel clave en el desarrollo político y social del país.

Durante estos años, el Estado apeló a la legislación laboral para proteger a unos trabajadores cuya lucha había quedado subordinada a la negociación y cuyas organizaciones representativas habían sido creadas y/o controladas “desde arriba”. En efecto, el Estado intervino en la actividad de los sindicatos en detrimento de su autonomía organizativa –y a menudo ideológica–. Esto es bien visible en dos de los países que construyeron estados populistas, Brasil y Argentina –aunque el proceso se había iniciado antes: en Brasil, en los comienzos del Gobierno de Vargas; y en Argentina, durante los gobiernos de la democracia ficta (1932-1943). El sindicalismo populista de México, Brasil y Argentina contrasta con el sindicalismo de clase predominante en Bolivia, Chile y Perú: el primero alcanzó mayor capacidad de representación y eficacia y, por tanto, mayor adhesión de los trabajadores, pero al mismo tiempo inhibió la formación de una identidad obrera generadora de una acción sindical autónoma (Zapata, 1993: 91-92).

En México, la legislación laboral tuvo la impronta de la Revolución. El artículo 123 de la Constitución de 1917 –que por sí solo constituía el título sexto de la Constitución– dispuso: “Toda persona tiene derecho al trabajo digno y socialmente útil; al efecto, se promoverán la creación de empleos y la organización social para el trabajo, conforme a la ley”. Tras esta prescripción inicial, el artículo explicitaba las cuestiones sobre las cuales el Congreso debía sancionar las leyes pertinentes. La extensa enumeración incluía la jornada laboral diurna de ocho horas; nocturna, de siete, y de seis para los menores de 14 a 16 años; la prohibición del trabajo infantil (menores de 14 años); descanso semanal; protección de la mujer embarazada y de sus hijos lactantes; salario mínimo suficiente; igualdad de salario (a igual trabajo, igual salario, sin distinción de sexo ni nacionalidad); pago de salarios en moneda de curso legal, con prohibición de hacerlo en mercancías, vales, fichas u otra forma no monetaria; derecho de los trabajadores a participar de las utilidades de las empresas; responsabilidad patronal en casos de accidentes de trabajo y enfermedades profesionales; derecho de obreros y patrones a organizarse en defensa de sus respectivos intereses y a recurrir a la huelga y el paro; indemnización en caso de despido injustificado; establecimiento del seguro social (invalidez, vejez, enfermedades y accidentes, cesación involuntaria del trabajo, servicio de guardería), entre otras disposiciones para la época muy avanzadas. El Estado tenía amplios poderes en el arbitraje y la conciliación de los conflictos, y con esto empezó a delinearse la ampliación de la ciudadanía social y el sindicalismo de carácter vertical típico de los estados populistas. Así, estas regulaciones tuvieron aplicación recién después de 1930 bajo el cardenismo.

En 1918 se creó la CROM, un instrumento central del control estatal en todo el decenio de 1920, que comenzó a desintegrarse durante la presidencia de Calles. En 1931, se sancionó la Ley Federal de Trabajo, de neto corte corporativista, por la cual el Estado se hizo cargo de funciones hasta entonces ejercidas por la CROM, desplazándola. Singularmente, las organizaciones campesinas estuvieron afiliadas a la CROM. Ya bajo la fase populista de Cárdenas se creó la CTM en 1936. Los campesinos fueron excluidos de esta organización y reunidos en la Confederación Nacional Campesina. Hacia mediados de 1940, las relaciones entre el Gobierno y la CTM estuvieron fuertemente tensionadas. El Gobierno de Miguel Alemán (1946-1952) mostró un claro interés por imponer su control al sindicalismo. En 1947, tres sindicatos industriales –los más grandes– se apartaron y formaron la Central Única de Trabajadores (CUT), que el Gobierno intervino casi inmediatamente.

Jesús Díaz de León, apodado “el Charro”, era el secretario general del Sindicato de Ferroviarios –uno de los tres poderosos– que formaban la CUT. A raíz de una denuncia por desfalco, fue suspendido en su cargo por el propio Sindicato, pero la sede de este fue ocupada por efectivos militares y policiales. Tras ello, el defenestrado dirigente, partidario del Gobierno, fue repuesto en el cargo de secretario general y de inmediato, con la participación del Estado, comenzó la formación de comités sindicales “charristas”. La alianza entre Díaz de León y el Gobierno significó el despido de miles de trabajadores y la consolidación del charrismo. Así, se afianzó una estructura de apoyo incondicional del sindicalismo a las políticas del Gobierno, en la cual la corrupción era una práctica frecuente.

En Brasil, durante la experiencia del Estado Novo (1937-1945), hubo un control riguroso de los fondos de los sindicatos a través del imposto sindical, una contribución anual obligatoria deducida directamente del salario de cada trabajador, sindicalizado o no, y constituida por el importe de la remuneración correspondiente a un día de trabajo. Esos fondos eran redistribuidos por el Estado entre los sindicatos para ser empleados –por disposición legal– en determinadas áreas. Asimismo, se crearon poderosas organizaciones, como el temible DOPS (Departamento da Ordem e Política Social) (7). En 1943, se promulgó la Consolidação das Leis do Trabalho (CLT), que codificaba la legislación laboral estadonovista y funcionó como un instrumento de disciplinamiento y control filiado en la legislación laboral del fascismo italiano (la Carta dil Lavoro).

La CLT estableció que los deberes de los sindicatos eran “colaborar con los poderes públicos para el desarrollo de la solidaridad social” y “promover la conciliación en los conflictos laborales”. En rigor, hizo de las direcciones reconocidas (la burocracia sindical) una instancia de mediación entre la clase y el Estado, conocida como peleguismo (8).

La CLT organizó a los sindicatos en una estructura piramidal y prohibió expresamente la constitución de organismos de coordinación horizontal entre sindicatos locales de diferentes actividades. En el vértice de la pirámide se situaba el Ministerio de Trabajo, al cual seguían las confederaciones, debajo de las cuales se encontraban las federaciones y, en la base, los sindicatos. Al prohibirse las articulaciones horizontales intersindicales, se reforzaba y centralizaba la toma de decisiones en los niveles federal y confederal.

Argentina constituye otro caso en el que el Estado se erigió como mediador en el conflicto capital-trabajo, acorde con la posición del entonces coronel Juan Domingo Perón de favorecer la conciliación de clases. Perón fomentó la organización sindical aun antes de llegar a la presidencia, desde su desempeño como Secretario de Trabajo y Previsión Social del Gobierno surgido del golpe militar del 4 de junio de 1943. Así, obtuvo de los trabajadores un apoyo inusitado que se materializó el 17 de octubre de 1945, día que cambió el curso de la historia argentina, cuando las masas se movilizaron hasta la Plaza de Mayo reclamando la libertad del líder tras ser ordenada su prisión en la isla Martín García.

Una vez presidente, Perón centralizó el control de la CGT a través de una política de cooptación de los dirigentes sindicales basada en el clientelismo. Con esto, se desarrolló una compleja burocracia sindical que fue crucial para la estabilidad del populismo argentino.

La subordinación del movimiento obrero resultó una pieza clave del mecanismo de dominación política liderado por Perón. Un instrumento clave fue el decreto de octubre de 1945, que estatuyó las normas para la organización sindical. Inspirado en la Carta dil Lavoro, el objetivo principal era subordinar la organización sindical al Estado mediante un mecanismo que instituía la libertad sindical, haciendo posible el reconocimiento mediante una simple inscripción en un registro ad hoc, pero distinguiendo dos tipos de asociaciones, las inscriptas, con la capacidad de acción de cualquier organización civil, y las poseedoras de personería gremial, únicas con derecho a la negociación de los convenios de trabajo. La potestad de concesión de esta personería era privativa del Estado.

A diferencia de México y Brasil, la clase obrera, que fue columna del populismo argentino, creó su partido desde abajo para, en lo inmediato, posibilitar la candidatura presidencial de Perón, pero también, estratégicamente, para fungir de control del cumplimiento del programa de Gobierno que este debía realizar. La autonomía política y sindical de la clase obrera y sus instituciones –partido y sindicatos– respecto del Estado y del Gobierno fue parte del núcleo duro del Partido Laborista (PL), creado en noviembre de 1945.

La organización del PL –dirigida por veteranos y probados líderes sindicales, en su mayoría provenientes del anarcosindicalismo, con Luis Gay a la cabeza– fue un proceso rapidísimo y eficaz. Para las elecciones de febrero de 1946 se decidió concurrir coaligados con otras fuerzas, atendiendo al poderío de la Unión Democrática, la efímera coalición antiperonista. En la campaña electoral tuvo una activa y grosera participación el ex embajador norteamericano, Spruille Braden, quien actuó en favor de la oposición al líder de los trabajadores. Así, la consigna ¡Braden o Perón! fue una formidable síntesis propagandística para plantear el dilema excluyente: colonia o patria, oligarquía o pueblo.

Triunfó la fórmula Juan Perón-Hortensio Quijano. Pero apenas concluido el proceso electoral, muchos dirigentes del PL, en particular su presidente, Gay, comenzaron a ser objeto de una campaña de difamación, que culminó en mayo de 1946 con la orden de Perón de disolver el partido. En noviembre, Gay fue elegido secretario general de la CGT. Su posición era de apoyo al Gobierno, aunque con independencia y autonomía. Pronto, el choque con Perón fue manifiesto y Gay renunció a su cargo. De ahí en más, aunque no faltaron resistencias, la CGT fue perdiendo autonomía y, como en el caso del peleguismo brasileño terminó siendo mucho más representante del Gobierno ante la clase obrera que a la inversa.

El charrismo mexicano, el peleguismo brasileño y la burocracia sindical argentina (que ha tenido denominaciones cambiantes) fueron piezas claves del mecanismo de funcionamiento del sindicalismo de negociación a la vez que trabas para la democratización de los sindicatos. Lo mismo puede decirse del mujalismo cubano.

En Cuba, la década de 1930 fue de cambios significativos para el movimiento obrero. En este pequeño país, el movimiento obrero se organizó en 1925, con la creación de la Confederación Nacional Obrera de Cuba (CNOC). Sin embargo, el sector más numeroso y estratégico de la clase obrera, esto es, los trabajadores del azúcar, no estaban sindicalizados. La falta de sindicalización, sumada a las divisiones ideológicas internas y a la política de persecución aplicada por la dictadura de Machado, hizo que el movimiento obrero entrara en una fase de debilitamiento. El asesinato de Julio Antonio Mella, líder del PC, y de Alfredo López, que lo era de la CNOC, profundizó esta tendencia. Incluso, Machado creó una central obrera paralela, la Federación Cubana del Trabajo (FCT), pero no pudo controlar a la clase: como veremos más adelante, el movimiento obrero desempeñó un papel muy importante en la insurrección de 1933, sobre todo el movimiento de los tabacaleros, donde predominaban los anarquistas pero donde también empezaba a sentirse la influencia de los comunistas (gracias a la labor de Mella). En 1939 se constituyó la CTC, muy pronto convertida en el “sindicato del Estado”, al introducir al Ministerio de Trabajo como el imprescindible interlocutor para dirimir los conflictos laborales.

Ello no fue óbice para que los comunistas alcanzasen el control de la CTC. Ramón Grau San Martín, presidente entre 1944 y 1948, dio impulso a la política tendiente a disponer de una central obrera dependiente del Estado y del partido gobernante. En 1947, el Partido Revolucionario Cubano Auténtico, el del presidente y el de su sucesor, Carlos Prío Socarrás (que entonces era ministro del Trabajo), lanzó una ofensiva para desplazar a los comunistas de la dirección sindical, exigiendo la renuncia de su secretario general, Lázaro Peña. Los comunistas, obviamente, rechazaron la ofensiva y el Gobierno disolvió el Congreso de la CTC, que se fracturó en dos. Antes de la fractura, en su seno ya existían tres tendencias, una de las cuales estaba liderada por Eusebio Mujal (ex comunista y ex trotskista), finalmente triunfante cuando este fue designado secretario general de la central oficialista. Entonces, la CTC, a través de la burocracia mujalista, estrechó fuertes lazos con el Gobierno, y aunque la agitación laboral continuó más allá de 1950, el mujalismo fue un apoyo valiosísimo para la dictadura de Fulgencio Batista iniciada en esos años, siendo finalmente desarticulado por la Revolución. Esa burocracia fue, señala Mires (1988: 298), hábil para negociar con el gobierno de turno, pero sobre todo generadora de corrupción.

La Confederación de Trabajadores de Colombia se creó en 1936. Los enfrentamientos entre liberales y comunistas en el seno de esta organización siguieron un ritmo de altibajos de acuerdo con las posturas asumidas por el Partido Liberal: durante los dos gobiernos de López primó el acercamiento entre ambas fuerzas. Hasta 1945, la Confederación representó los intereses del movimiento de obreros ferroviarios, de las empresas públicas y del Río Magdalena. Más tarde se incorporaron los intereses del sector privado, fundamentalmente de los obreros textiles, que la industrialización había promovido. Inicialmente, el lopismo se había inclinado hacia la institucionalización del movimiento obrero: reconocimiento legal de los sindicatos, reconocimiento (aunque restrictivo) del derecho a huelga, mediación del Estado en los conflictos capital-trabajo. Esta actitud debilitó seriamente la capacidad combativa del movimiento y, sumada a la postura adoptada en relación con los trabajadores rurales, habilitó un espacio de relativa estabilización de los conflictos que solo explotó a partir de 1948, por la convergencia de una serie de factores entre los cuales sin duda cuenta el asesinato de Gaitán. A partir de allí, Colombia se sumió en La Violencia, hecho al que nos referiremos en el próximo capítulo.

En Chile, Bolivia y Perú la existencia de un sindicalismo clasista se explica por la presencia de trabajadores mineros. El aislamiento espacial de las minas, entre otros factores, colaboró con la formación de una identidad de clase. El componente de enclave de estas minas, esto es, la propiedad extranjera, fraguó la identidad de clase con una conciencia profundamente nacionalista. Fue, justamente, en los enclaves donde se constituyeron las primeras grandes organizaciones obreras (Melgar Bao, 1988: I, 18). No obstante, solo en Chile hubo condiciones favorables para el desarrollo de un movimiento obrero fuerte. Hacia 1940, la influencia del socialismo en el movimiento obrero era notoria y había crecido en detrimento de otras influencias, la del anarcosindicalismo y la del comunismo. Para ello fue altamente favorable la política del Frente Popular, que gobernó desde 1938, por la que el número de sindicatos se multiplicó más de cuatro veces. Sin embargo, el sindicalismo sufrió un fuerte retroceso cuando, bajo la presidencia de Gabriel González Videla, en 1948, se dictó la Ley para la Defensa Permanente de la Democracia, que persiguió duramente a los dirigentes sindicales.

En Bolivia, los trabajadores estaban divididos entre los partidarios del MNR, de corte nacionalista y surgido en 1941, y los del Partido Obrero Revolucionario (POR), de línea trotskista, creado en los años treinta. El movimiento obrero era singularmente fuerte, en contraste con la precariedad del Estado y del mercado interno. Por ello surgieron expresiones de violencia que constituyeron verdaderas masacres. En 1919 tuvo lugar la primera de ellas, la de Catavi, y en 1923 hubo otra terrible masacre en Uncía. La fortaleza del movimiento obrero era resultado de la doble inscripción identitaria, a la etnia y a la clase, pues la mayoría de los obreros mineros se reclutaban entre la población indígena. Desde el final de la Guerra del Chaco, a mediados de 1932, hasta el estallido de la Revolución en 1952, predominó una política de violencia y represión, con algunas excepciones, como la negativa del presidente Busch a reprimir la huelga de 1936, presidencia en la cual también se dictó el Código de Trabajo (en 1939), que recogía muchas de las demandas históricas de los obreros. En 1942, bajo el Gobierno de Enrique Peñaranda, Catavi fue nuevamente objeto de una feroz represión, y luego otra vez en 1949, convirtiéndose en símbolo de la izquierda boliviana. La primera organización sólida fue la FSTMB, creada en 1944, con la cual estrechó lazos el MNR. En menor medida, los mineros estaban liderados por el POR, bajo el liderazgo de Juan Lechín Oquendo, siempre en diálogo con el MNR. En noviembre de 1946, la FSTMB aprobó el documento más radical emitido por el movimiento obrero latinoamericano: las Tesis de Pulacayo. La Confederación Obrera Boliviana (COB) se creó en abril de 1952, pocos días después del triunfo de la insurrección que dio inicio al proceso revolucionario.

En las mencionadas Tesis, los trabajadores mineros se pronunciaron a favor de “elementales garantías democráticas y por la revolución agraria”, y acotaron “que la revolución democrático-burguesa, si no se la quiere estrangular, debe convertirse solo en una fase de la revolución proletaria”. Negaban ser “propugnadores de una inmediata revolución socialista en Bolivia”, por entender que para ello no existían condiciones objetivas. Y afirmaban: “[d]ejamos claramente sentado que la revolución será democrático-burguesa por sus objetivos y únicamente un episodio de la revolución proletaria por la clase social que la acaudillará”. Esta revolución proletaria no implicaba la exclusión de “las otras capas explotadas de la nación sino la alianza revolucionaria del proletariado con los campesinos, los artesanos y otros sectores de la pequeña burguesía ciudadana”.

Las Tesis reivindicaban la preeminencia de la acción directa de masas y, dentro de esta, la huelga y la ocupación de minas. Pero la opción no implicaba negar la importancia de otros métodos de lucha, aunque subordinados. En las elecciones generales de 1947, la FSTMB y el POR constituyeron un frente político denominado Frente Proletario, y presentaron candidatos propios. Obtuvieron, sobre todo por los exitosos resultados en los departamentos de Oruro, Potosí y La Paz, dos senadores y diez diputados, quienes conformaron el Bloque Parlamentario Minero (o Bloque Minero Parlamentario). El grupo distaba de ser homogéneo en términos partidarios, toda vez que pertenecían, o simpatizaban con diferentes organizaciones. La dirección del Bloque estaba a cargo del senador Juan Lechín y el diputado Guillermo Lora. Pese a las debilidades y a los conflictos entre las dos tendencias que coexistían en el Bloque, sus integrantes llevaron adelante una tarea que fastidió al Gobierno de Mamerto Urriolagoitia, quien los acusó de hacer “uso y abuso del derecho sindical”, de desarrollar una sistemática actividad conspirativa, emplear “las inmunidades parlamentarias contra el régimen democrático”, ser agentes del comunismo internacional y hasta responsables de la masacre de los mineros de Siglo XX (28 de mayo de 1949). Finalmente, la Cámara de Diputados se hizo eco de las demandas del Poder Ejecutivo y en septiembre del mismo año decidió licenciar, desaforar y suspender el ejercicio del mandato a diputados del Bloque e incluso a algún connotado dirigente del MNR, como también al diputado Hernán Siles Suazo.

En materia de alianzas, las Tesis de Pulacayo se expidieron en contra de cualquier compromiso con la burguesía y plantearon la posibilidad de “forjar bloques y firmar compromisos” con “la pequeña burguesía como clase”, pero no con sus partidos, siempre bajo dirección proletaria.

La colaboración revolucionaria de mineros y campesinos es una tarea fundamental de la FSTMB, tal colaboración es la clave de la revolución futura. Los obreros deben organizar sindicatos campesinos y trabajar en forma conjunta con las comunidades indígenas. Para esto es necesario que los mineros apoyen la lucha de los campesinos contra el latifundio y secunden su actividad revolucionaria.

En la Tesis VI se expuso una cuestión vital: la del armamento de la clase obrera. Se trataba de evitar la masacre de Catavi. Para ello debía enseñarse a los obreros a armarse, recordando que contaban con un medio eficaz, los poderosos explosivos con lo que trabajaban diariamente. De hecho, en la insurrección de abril de 1952, la apelación al instrumento de trabajo –la dinamita– para convertirlo en arma se hizo realidad, desempeñando un papel decisivo en el desenlace.

Por último, en Perú, la representación del movimiento obrero se repartía entre el APRA y el PC peruano, con mayor influencia en el movimiento minero. Sin embargo, como en Bolivia, la década de 1930 fue de reforzamiento del poder oligárquico, sin ni siquiera atravesar por intentos reformistas como el de los militares Toro y Busch, a instancias de los cuales se creó la Confederación Sindical de Trabajadores de Bolivia. En Perú, durante toda la década, predominó una política de represión y violencia, que tuvo en el APRA y en los trabajadores a sus principales blancos. Como resultado, la CGT fue disuelta. En la década siguiente, y hasta 1945, no hubo en el país una política favorable a los trabajadores.

En el agro, también los trabajadores y los campesinos se sumaron a la movilización social y política. Estos sectores estaban concentrados en grandes áreas: México, América Central, países andinos, Nordeste de Brasil. Pero no presentaban, por cierto, magnitudes similares en cuanto a intensidad y extensión de los conflictos y de la participación.

En México, ya se ha visto, los campesinos fueron sujetos principales de la Revolución. Pero en los años treinta, el presidente Lázaro Cárdenas subordinó la Confederación Campesina de México (como ya se ha visto en el capítulo 4, creada en 1931 y luego convertida en Confederación Nacional Campesina, CNC), a la estructura burocrática del Partido de la Revolución Mexicana (PRM), creado en 1938 a partir del ya existente Partido Nacional Revolucionario (PNR). Con esto, los campesinos sufrieron un fuerte retroceso en las posiciones conquistadas hasta entonces, aunque la pérdida de poder real quedó compensada por ciertos beneficios recibidos de parte del Estado Populista, en particular, el acceso a la tierra.

Bolivia fue otro país donde el campesinado participó de un proceso revolucionario desde abajo. Allí, después de la Guerra del Chaco, los trabajadores rurales y campesinos fueron parte del movimiento reformista llevado adelante por jóvenes oficiales del Ejército –el trienio del “socialismo militar”–, comenzando un proceso de sindicalización, impulsado por el Gobierno, que los convirtió en protagonistas de un movimiento que culminó en 1952 con la Revolución Nacional. No es un dato menor la organización del Primer Congreso Nacional Indígena, en mayo de 1945, bajo el Gobierno de Villarroel, el primero en cuestionar seriamente el sistema de propiedad de la tierra.

Pero fue en El Salvador, como veremos, donde los campesinos protagonizaron la lucha más violenta. A diferencia de los salvadoreños, los campesinos del sertão brasileño llevaron adelante acciones de protesta bajo la forma de bandidismo social asociado al misticismo. Como se ha visto en el capítulo 4, los movimientos campesinos, en tanto mesiánicos, incluso bajo la forma del bandidismo, fueron reacios a la adopción de ideologías laicas, mucho menos si eran radicales. Así, cuando la Columna Prestes marchaba a través de Brasil (1924-1927), el padre Cícero intentó armar a Virgolino Ferreira, un notable cangaceiro conocido como Lampião, y su banda para que atacasen a los tenentes que luchaban contra el poder oligárquico.

Con la centralización del poder, a partir de 1930 (y sobre todo de 1937, con la instauración del Estado Novo), el coronelismo perdió mucha de la fuerza de antaño, en buena medida por la desaparición de la competencia electoral: el tráfico de votos, como lo llama José de Souza, era un componente fundamental del coronelismo, de modo que al no haber elecciones, los coroneles no tenían nada para negociar con el poder central. No fue por azar que al caer la dictadura del Estado Novo, en 1945, el sistema de partidos por entonces constituido admitió la constitución de una organización muy fuerte de hacendados y antiguos coroneles (el Partido Social Democrático, PSD), afín a Vargas, y a través de él la prolongación de una presencia todavía significativa del coronelismo (Martins, 1981: 64).

Los movimientos campesinos brasileños dejaron de ser expresiones de mesianismo y se secularizaron –aunque el bandidismo y el mesianismo persistieron durante un tiempo más, como lo prueban los hechos de Catulé, en 1954-1955. La secularización, en buena medida, ocurrió recién a partir de mediados de la década de 1950, cuando se constituyeron los sindicatos y las Ligas Camponesas como se verá en el próximo capítulo.

Tiempo de insurrecciones

La década de 1930 fue una década de notable ejercicio de la violencia. No solo en América Latina, sino en varios lugares del mundo. Buenas pruebas de ello son la llamada Guerra Civil en España (1936-1939), la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la “descampenización” en la Unión Soviética, que se sumó al genocidio de los ucranianos (1932-1933) ejecutado por el régimen stalinista.

En su libro sobre la insurrección aprista en Trujillo, Guillermo Thorndike (1969: 12 y 15) dice que 1932 fue, para Perú, “el año de la barbarie”, calificación que ratifica y refuerza casi de inmediato: “El año de la ferocidad, el ensañamiento y la barbarie”. Su juicio se refiere a la represión de los apristas y comunistas realizada por las fuerzas gubernamentales de Luis Sánchez Cerro: “51 inocentes asesinados en una cárcel sombría”, entre 600 y 800 fusilados (Thorndike, 1969: 22), mas es factible extenderlo a por lo menos otros dos dramas del mismo año: la Guerra del Chaco, que enfrentó a Bolivia y Paraguay, y la salvaje represión de la insurrección campesina en El Salvador, ordenada por el dictador Maximiliano Hernández Martínez. En la Guerra del Chaco murieron alrededor de 110-120.000 bolivianos y paraguayos. En El Salvador, país con una población de 1.500.000 habitantes, fueron asesinadas entre 20.000 y 30.000 personas.

Pero no solo 1932 fue el año de la barbarie. La década entera está atravesada por hechos de ferocidad en toda la región. La Guerra del Chaco constituyó el conflicto más violento y costoso en vidas humanas. Ella fue el resultado de un complejo entramado de factores, desde viejas disputas por definir territorios heredados de la colonización española, hasta los intereses contrapuestos entre 1) las grandes compañías petroleras Standard Oil y Royal Dutch Shell; 2) los capitales anglo-argentinos y norteamericanos, y 3) la política exterior del Reino Unido y de Estados Unidos en relación con América del Sur –sin olvidar los conflictos internos en torno al poder político y la conservación o transformación de las estructuras sociales–. En este último campo, cabe señalar que el recurso de la guerra fue utilizado por el Gobierno boliviano como un mecanismo para estimular el nacionalismo y, mediante él, galvanizar al conjunto de la sociedad en pos de objetivos que permitieran disimular el fracaso de la gestión en el plano interno. Ya en 1928, el presidente Hernando Siles había apelado al nacionalismo mediante acciones provocativas en la frontera con Paraguay, que perseguían unificar la voluntad popular por encima de las diferencias económicas, sociales, políticas y étnicas, contra supuestos enemigos externos: los comunistas (de escasísima presencia en Bolivia) y los paraguayos. Su sucesor, Daniel Salamanca, reiteró tal política, añadiéndole su intención de convertirse en el vértice de la pirámide política, en el gran líder unificador del país.

Como se adelantó, en El Salvador los campesinos protagonizaron un intento insurreccional que fue brutalmente reprimido, con un saldo controversial de campesinos muertos (entre 10.000 y 30.000), una cifra (aun la mínima) que sitúa la matanza, realizada en nombre del anticomunismo, entre las mayores atrocidades del continente. Ella constituyó el punto más alto de la conflictividad rural latinoamericana durante los años treinta y un verdadero punto de inflexión en la historia del país, marcando fuertemente el imaginario social.

Además de ser el país más pequeño del continente (prescindiendo de las Antillas menores), El Salvador constituye un caso singular dentro de América Central, pues no tuvo una economía de enclave bananero ni sufrió la intervención militar norteamericana. País estructuralmente agrario, con predominio de haciendas cafetaleras (que antes habían sido cerealeras, ganaderas y/o frutícolas) controladas por terratenientes nacionales con fuertes vínculos con el extranjero (de ahí su caracterización como “clase superior cosmopolita”), El Salvador era gobernado de modo oligárquico por catorce familias, todas ellas caficultoras, aunque –no todas del mismo modo– ligadas también a otras diversas actividades, productivas (azúcar, industria), unas, comerciales (sobre todo la exportación de café) y de servicios (bancos y seguros), otras.

Las condiciones de explotación hicieron surgir, en 1922-1923, las primeras organizaciones obreras, de inmediato reunidas en la Federación Regional de Trabajadores Salvadoreños (FRTS). Algo similar ocurrió en el resto de América Central, lo cual llevó –en la tradición unionista heredada de la República Federal– a la constitución de la Confederación Obrera Centroamericana (COCA), en 1926. En el seno de esta coexistían moderados, socialistas y comunistas, si bien crecientemente fueron afirmándose las posiciones más radicales. En 1925 fue fundado –por cuadros provenientes de Guatemala y México– un pequeño y clandestino Partido Comunista, que comenzó a cobrar auge en 1930, cuando extendió sus actividades de propaganda y organización entre los trabajadores agrícolas. Hasta 1929 dependió del Comité Central del PC guatemalteco, pero ese año, con la creación del Secretariado del Caribe, con sede en Nueva York, las directivas fueron dadas desde esta ciudad, si bien en El Salvador el partido contó con su Comité Ejecutivo Central.

En marzo de 1930, los dirigentes comunistas de la FRTS desplazaron a sus colegas anarquistas y constituyeron formalmente el Partido Comunista de El Salvador (PCES), contando con el importante papel desempeñado por el mexicano Jorge Fernández Anaya, enlace con la Komintern. El novel partido se vinculó rápidamente con esta, a través de la Confederación Sindical Latinoamericana, la Internacional Sindical Roja (ISR) y el ya mencionado Secretariado del Caribe. Dos de sus dirigentes –el campesino Modesto Ramírez y el zapatero Miguel Mármol– participaron del V Congreso de la ISR, en aquel mismo año (Cerdas Cruz, 1986: 274). El 1º de mayo realizó un exitoso desfile por las calles de San Salvador, la capital del país, del cual participaron 80.000 personas, según Thomas Anderson (1982: 43).

Simultáneamente con ese proceso constitutivo del PCES se desarrolló la campaña electoral para elegir al sucesor del presidente Pío Romero Bosque, un hombre que hablaba de la “organización científica del trabajo” y había promulgado leyes reglamentarias de las indemnizaciones por accidentes laborales y las horas de trabajo en algunas industrias, pero que cuando advirtió la demostración de fuerza de los comunistas en el mencionado desfile, no vaciló en disponer medidas represivas: prohibición de reuniones de trabajadores, actividades de agitación e impresión y circulación de literatura marxista, autorizándose al correo su confiscación. Durante agosto y septiembre, la Guardia y la Policía nacionales llevaron adelante una campaña que Anderson califica de “terror blanco”. En noviembre, un nuevo decreto prohibió todas las manifestaciones obreras y campesinas. Entre mediados de noviembre de 1930 y fines de febrero de 1931, fin del mandato de Romero Bosque, fueron a la cárcel más de 1.200 personas acusadas de agitación sindical y actividades izquierdistas, entre ellas Farabundo Martí, dirigente del PC (deportado a Estados Unidos en diciembre de 1930), amén del asesinato en Santa Ana del organizador Pedro Alonso y siete de sus compañeros (Anderson, 1982: 66). El elevado número de presos y heridos por la represión llevó a la intervención humanitaria de la sección salvadoreña del Socorro Rojo Internacional (SRI) (Cerdas Cruz, 1986: 279).

Las elecciones fueron atípicas. En primer lugar, pudieron presentarse libremente varios candidatos (todos los que quisiesen), lo cual no había ocurrido en el pasado. En segundo lugar, fueron razonablemente libres, aunque caóticas, según caracteriza Anderson. Por último, ganó el candidato popular, frustrando las expectativas puestas en el preferido de Romero Bosque, Alberto Gómez Zárate.

En este escenario, el movimiento obrero decidió participar activamente a favor de un candidato sensible a las necesidades de trabajadores y campesinos. No era posible pensar en un candidato propio, surgido de las masas, pero sí en uno que, aun siendo integrante de “la aristocracia dominante […] estuviese dispuesto a proclamarse defensor de los débiles” (Anderson, 1982: 68). El candidato fue el ingeniero Arturo Araujo, hijo de una rica familia terrateniente que además de darle una vida de lujos lo envió a Europa para que estudiase ingeniería e idiomas. En Inglaterra trabajó profesionalmente en una fábrica de Liverpool, entró en contacto con el Labour Party y sus ideas y se casó con una joven de familia rica. De regreso en El Salvador, se tornó en el “buen terrateniente” que pagaba a sus trabajadores salarios que doblaban lo usual y contribuía a embellecer el pueblo de Armenia (en el cual permanecía mucho tiempo), y también a actuar en política en contra de la poderosa y muy oligarca familia Meléndez-Quiñonez, que gobernó férreamente el país entre 1913 y 1930 en representación del Partido Nacional Democrático, aunque Alain Rouquié (1994a: 57-58) dice que el verdadero poder lo detentaba la Asociación Cafetalera, organización que reunía “a los dueños de las plantaciones, propietarios de beneficios y exportadores” (9). La participación de Araujo en la fracasada rebelión contra la dinastía Meléndez-Quiñonez, en 1922, le granjeó fama de liberal.

En 1930, entonces, Araujo se convirtió en la esperanza de los desprotegidos. Para sostener su candidatura se creó el Partido Laborista, inspirado en su homónimo británico, integrado por hombres provenientes de distintas vertientes políticas e ideológicas, algunos de los cuales pretendieron darle una orientación radical y hasta revolucionaria. Araujo se esmeró en borrar la imagen de marxista que se le imputaba, no solo por convicción –ya que no lo era– sino también por conveniencia electoral, pues, como señala Anderson (1982: 71), había advertido que además de contar con los obreros urbanos y los campesinos –y no todos ellos lo votarían– debía sumar la adhesión de “las clases medias y bajas ilustradas”. Incidió mucho en el pensamiento de Araujo el escritor Albert Masferrer, de gran prestigio en El Salvador, partidario del vitalismo, postura que preconizaba la adopción de un ingreso “mínimo vital” suficiente para que todos pudiesen vivir decentemente, postulaba la cancelación de los gastos inútiles (ente los cuales incluía los pertrechos militares) e invitaba a los ricos a redistribuir sus riquezas. Masferrer, electo diputado, rompió con Araujo al poco tiempo de asumir este la presidencia.

Dicho brevemente, Araujo ganó las elecciones por amplio margen y la decisión popular fue ratificada por el Poder Legislativo. Asumió el 1º de marzo de 1931, dispuesto a cumplir un programa moderado de nueve puntos: 1) limitar a seis horas diarias la venta de bebidas alcohólicas y reducir el peso del impuesto al aguardiente dentro de los recursos estatales; 2) utilizar al Ejército como una institución educadora básica de los reclutas; 3) aumentar los servicios de agua; 4) mejorar la administración municipal mediante la inversión en cada localidad de los impuestos recaudados en ella; 5) proteger a los trabajadores salvadoreños frente a la competencia de los de origen extranjero (una medida que apuntaba en particular a los chinos residentes); 6) reorganizar el sistema escolar y construir más escuelas; 7) proteger a la mujer; 8) realizar una reforma universitaria; y 9) establecer en todo el país un programa de asistencia médica gratuita (Anderson, 1982: 83).

Dos días después de asumir, miles de campesinos y obreros se congregaron frente al Palacio Presidencial –donde permanecieron durante tres días– reclamando el cumplimiento del programa y exigiendo una inmediata reforma agraria. No era un buen comienzo. Araujo encontró una dificultad más: la carencia de cuadros propios, lo cual lo obligó a trabajar con personal inexperto y a lidiar con una burocracia adversa, forjada en las prácticas oligárquicas.

El descontento campesino se acentuó, transformándose en huelgas aisladas (abril y mayo) y luego en un movimiento de mayores proporciones. El ministro de Guerra y vicepresidente de la República, general Hernández Martínez, ejerció una sangrienta represión. También los estudiantes universitarios –liberales vagamente radicales, antioligárquicos, pero no comunistas– se sumaron a la protesta cuando la Asamblea Nacional aprobó la negociación de un préstamo en el exterior, soportando ellos también la represión –en un episodio que, según Anderson, fue crucial para el rumbo del Gobierno, que estableció el estado de sitio y entró en fase de descrédito popular, sin que ello implicase ganar la adhesión de los cafetaleros–. Otros elementos se sumaron a la tan rápidamente cuestionada gestión de gobierno de Araujo: corrupción, ineficiencia, incapacidad para pagar los sueldos de los militares y de la burocracia. En noviembre, jóvenes oficiales comenzaron a complotar para destituir al presidente, a quien consideraban incapaz de contener el descontento popular y el crecimiento de las fuerzas revolucionarias. El 2 de diciembre se concretó el golpe de Estado y Hernández Martínez se hizo cargo del Gobierno. El papel de este durante el complot no está claro: se dice que Araujo siempre creyó que era el cabecilla secreto; Anderson (1982: 94) considera que no estaba al tanto de la conspiración –aun cuando presentía que algo ocurriría– y se encontraba “listo para aprovecharse de lo que fuera”. Tanto este historiador norteamericano como, más explícitamente, el politólogo francés Rouquié (1994a: 59) consideran que los oficiales decidieron que Hernández Martínez, en tanto vicepresidente, se hiciese cargo de la presidencia para obtener el reconocimiento diplomático de Estados Unidos –cuyo Gobierno estaba obligado por ley de 1923 a no reconocer a los de facto–, manteniendo así una fachada de legalidad.

No es un dato menor el hecho de que el breve gobierno de Araujo transcurriese bajo el impacto de la crisis de 1929, aun mayor en El Salvador que en los otros países centroamericanos en razón de la abrumadora dependencia de su economía de un único cultivo: en 1932, el 92,17% de las exportaciones era café. El precio del grano cayó un 35%, muchos productores decidieron no cosechar y, por lo tanto, despidieron a sus trabajadores. Al desempleo se sumó una caída del salario del orden del 50% (Rouquié, 1994a: 58).

La insurrección de 1932 se produjo en ese contexto, a poco más de un mes de la asunción de Hernández Martínez. El PC había crecido rápidamente –solo en el occidente cafetalero organizaron sindicalmente a 80.000 trabajadores rurales–, participado de la contienda electoral y ganando varias alcaldías (municipios) –en elecciones que luego anuló el dictador Hernández Martínez–, infiltrado al Ejército entre los soldados y suboficiales, y orientado su acción hacia el campesinado insurgente, cuyas acciones se habían producido espontáneamente. El Comité Central evaluó la existencia de una situación revolucionaria que ameritaba pasar a la ofensiva, so pena de quedar detrás de las masas. Mientras preparaban la insurrección, las células militares fueron neutralizadas por el Gobierno, al tiempo que tres dirigentes civiles, Farabundo Martí (que había sido secretario de Augusto César Sandino, en Nicaragua), Alfonso Luna y Mario Zapata –estos dos, líderes estudiantiles–, fueron detenidos y fusilados. Tras ellos, otros militantes conocidos fueron apresados.

La mala organización de la insurrección impidió avisar a todas las células de tal caída y suspender, posponer o abortar el comienzo de ella, excepto en unos pocos casos. Así, los campesinos la iniciaron el 22 de enero en la zona de Sonsonate-Izalco, tomaron varias localidades, ejecutaron a sus autoridades y a algunos grandes propietarios (en total, no más de 25 a 50 personas y en toda la sublevación no más de 100, tal el saldo de la violencia campesina), y se acercaron a San Salvador. El miedo se expandió entre la clase dominante, que vivió la sublevación “como una orgía de saqueos, incendios, violaciones y violencias” (para decirlo con las palabras con las que Rouquié ilustra el hecho, que no difieren mucho de las utilizadas por Anderson). Presagios de horrendas acciones en contra de las mujeres ricas fueron imaginados y divulgados, y sirvieron de justificación de la brutal represión llevada a cabo por militares y guardias cívicas privadas organizadas por los propietarios.

Para Anderson (1982: 107-110), la insurrección fue básicamente “un producto autóctono”, con un importante componente de “sentimiento racial” –participaron indígenas y ladinos, cuyas culturas chocaban–, y en ella “el indigenismo no desempeñó un papel extremadamente importante en el éxito de la propaganda comunista en toda la zona occidental”, pero “sí tuvo gran influencia en los distritos intensamente indígenas de Sonsonate. Eso explica por qué uno de los conversos más importantes a la nueva doctrina [el comunismo] fue José Feliciano Ama, cacique de Izalco”.

El 25 de enero la insurrección estaba completamente derrotada. La represión, tan “atroz como sistemática” (la expresión es de Rouquié), se tradujo en una terrible matanza, que no respetó ni a mujeres ni niños. Llevar un machete o ser indígena era causa suficiente para que los soldados y los guardias cívicos de los terratenientes consideraran que se trataba de sospechosos y los fusilaran. En las plazas, señala Rouquié (1994a: 60), se realizaron “ejecuciones masivas con ametralladoras”, verdaderas “[s]aturnales indígenas aplastadas con sangre”, a modo de escarmiento. Anderson (1982: 216) dice que “[l]a rebelión desencadenó una orgía de pillajes e incendios, pero no una orgía de violaciones o asesinatos”, en contraposición con la brutalidad de la respuesta gubernamental-terrateniente.

El número de muertos no ha sido precisado aún: el Gobierno admitió algo más de 2.000. Anderson (1982: 200) documenta especulaciones que van entre los 20.000 y 40.000 muertos. Y añade: “Cuando ya no fue posible enterrarlos, y las zanjas de desagüe de las carreteras hedían de manera insoportable, se cargó a los cadáveres en carretas tiradas por bueyes y amontonados como basura en algún lugar, se procedió a rociarlos con gasolina y darles fuego. […] Los archivos gubernamentales fueron destruidos. La Biblioteca Nacional fue purgada de manera sistemática de todos los libros e incluso los periódicos que se referían a la rebelión” (Anderson, 1982: 202 y 215-216).

Anderson llega a la conclusión de que la insurrección se produjo en un contexto de injusticia y odio, y estalló cuando las tensiones sociales se hicieron más agudas en razón de la desarticulación de la economía provocada por la crisis de 1929, “haciendo que la situación, apenas tolerable en el occidente del país, se convirtiera en una situación totalmente insoportable”. El mayor A. R. Harris, agregado militar estadounidense en América Central, tras recorrer el país, constató la inexistencia de “clase media alguna entre los inmensamente ricos y los pobres de solemnidad. […] El 90% de la riqueza del país la posee el 0,5% de la población. Entre 30 o 40 familias son propietarias de casi todo el país”. A su juicio, la situación en El Salvador se asemejaba mucho a la existente en Francia, México y Rusia antes de sus respectivas revoluciones, y estaba madura para una insurrección comunista (apud Anderson, 1982: 129-130 y Cerdas Cruz, 1986: 279).

El fracaso se explica, según Anderson (1982: 218), porque los radicales, ente ellos los comunistas, “se negaron a tomar en cuenta, o fueron incapaces de entender, el hecho de que había mucha gente que iba a ser hostil o indiferente al llamado de los campesinos y peones cafetaleros de la zona occidental, e iba a tener conciencia de lo mucho que les tocaría perder en caso de que triunfara el levantamiento. Esta gente le dio su apoyo a la política represiva del gobierno”.

A su vez, Ricardo Cerdas Cruz (1986: 298-299) evalúa que los comunistas salvadoreños tomaron la decisión de llevar adelante la insurrección de manera “bien fundamentada y enmarcada en las directrices de la Internacional Comunista”, pero fracasaron por una conjunción de inexperiencia, falta de coordinación, filtración de información, carencia de “una verdadera organización militar y el no haber tomado en cuenta la poderosa y pronta presencia de ingleses y norteamericanos”.

Miguel Mármol, dirigente comunista de destacado papel en el proceso insurreccional y único sobreviviente de un grupo de fusilados en el inicio de la represión gubernamental –hecho, muy bien narrado por él mismo (apud Dalton, 2007: 197 y ss.)– es, en una autocrítica retrospectiva, minucioso en el análisis de las causas del fracaso. Señala que el plan insurreccional era sencillo por desconocimiento de estrategia y táctica militar: se trataba de tomar por sorpresa los principales cuarteles, desde adentro (en aquellos en los que hubiese una organización de soldados comunistas –que los había, aunque fueron liquidados antes de entrar en acción– suficientemente fuerte) y desde afuera (por medio de la acción directa de las masas) y así quebrar la fuerza principal del enemigo, apoderarse de armamento liviano y pesado, entregarlo a las masas populares urbanas y rurales, y constituir el Ejército Rojo de El Salvador. Con el apoyo de este, el pueblo en armas tomaría el control militar, administrativo y político del país, es decir, el poder. A partir de ahí se construiría el orden revolucionario, basado en los Consejos de Campesinos, Obreros y Soldados (es decir, soviets) locales. No obstante, en el propio Comité Central había un increíble desconocimiento de la importancia de la información y su empleo, y “una tremenda subestimación acerca del manejo de la técnica militar insurreccional. Hasta última hora, el Partido manejó la insurrección como un hecho político de masas simplemente, sin desarrollar una concepción militar específica del problema”. Tampoco contaban con medios materiales necesarios, como medios de transporte y dinero, ni fueron capaces de obtenerlos y, por si fuera poco, el Partido había sido infiltrado en alto grado por agentes del Gobierno. La captura de la dirección nacional del PCES antes del comienzo de la insurrección fue un golpe demoledor. En síntesis: “[l]a falta de coordinación, la desaparición de la Dirección Nacional en el momento más álgido, el descuido en las medidas de seguridad conspirativa, la falta de organización adecuada a nivel nacional para las tareas netamente militares de la insurrección”, constituyeron, para Mármol, “las principales causas del fracaso militar, base del fracaso total” (apud Dalton, 2007: 254-255, 189, 256-257). La preparación de los campesinos no era mejor que la de los organizadores de la insurrección: Cerdas Cruz (1986: 294) señala que estaban armados solo con machetes y carecían de cualquier experiencia militar.

Anderson, Cerdas Cruz y Mármol coinciden en que la insurrección fue decisión, responsabilidad y acción de los comunistas salvadoreños, sin intervención ni directrices de la Komintern, como sí ocurrió en el intento en Brasil en 1935. Los organizadores y dirigentes fueron comunistas, pero no lo eran los campesinos indígenas que llevaron adelante la insurrección, tan carentes de convicciones o simpatías ideológicas por el comunismo que, como cuenta Mármol, morían fusilados cantando himnos religiosos.

La insurrección comunista que se produjo en Brasil, en términos organizativos, fue de mayor envergadura que la salvadoreña. Tras la caída de la República Velha en 1930, aparecieron en el país numerosos partidos políticos estaduales –solo entre 1934 y 1937 se crearon alrededor de 200–, parte de un proceso de búsqueda de una organización capaz de articular las demandas de importantes sectores de la sociedad movilizados, partícipes del juego político desde el disparador golpe de octubre de 1930. Por fuera de las estrategias gubernamentales y oligárquicas, otras fuerzas intentaron organizarse procurando alcanzar una dimensión nacional. Solo dos formaciones lograron un relativo éxito: la Ação Integralista Brasileira (AIB) y la Aliança Nacional Libertadora (ANL), significativamente ubicadas en los polos opuestos del radicalismo político-social, el fascismo y el comunismo, y capaces de captar militantes del tenentismo en disolución.

La AIB fue creada en 1932 como expresión del descontento conservador frente a la orientación del Gobierno Provisorio, mientras la ANL se fundó en marzo de 1935 con la aspiración de constituir una alternativa de izquierda fundada en la movilización de masas. Esta fue, en verdad, una de las grandes novedades de la política posgolpe, en principio privativa de la AIB, convertida en el mayor movimiento de masas del país (entre 600.000 y un millón de adherentes).

La ANL, el segundo movimiento de masas urbanas, reunió a sectores de clases media y obrera a partir de la acción del ala legalista del Partido Comunista y del liderazgo de Prestes, cuyo prestigio como jefe de la columna tenente atraía adhesiones múltiples. La ANL no fue una creación de los comunistas –a cuyo Partido Prestes se había incorporado recientemente–, pero ellos fueron animadores principales de la organización, que en definitiva fue una coalición cívico-militar. La mayoría de sus fundadores no era comunista. Tres de ellos eran militares –Hercolino Cascardo, presidente de la organización, líder de la insurrección tenentista de 1924; Roberto Henrique Sisson, oficial de la Marina, este sí ligado al PCB, y el capitán Amorety Osório, vicepresidente, del ala del tenentismo encabezada por Prestes– y otros tres eran civiles –Benjamin Soares Cabello, periodista; Manoel Venâncio Campos da Paz, médico; Francisco Mangabeira, abogado–, gente de clase media alejada de los obreros y de los campesinos.

Paulo Sérgio Pinheiro (1991: 273) señala que el programa de la ANL tenía puntos comunes con los de los frentes populares creados en otros países, y destaca las cinco exigencias básicas del programa aliancista: 1) anulación de la deuda con los países imperialistas; 2) nacionalización de las empresas extranjeras; 3) libertades públicas; 4) derecho al gobierno popular; 5) distribución de las propiedades feudales [sic] entre los campesinos y protección a los pequeños y medianos empresarios. Pinheiro se hace eco también de una apreciación de Leôncio Martins Rodrigues, según la cual la ANL significó la alianza política de la intelligentsia brasileña con la oficialidad nacionalista. Thomas Skidmore (1985), a su vez, considera a la ANL un frente popular.

Desde otra posición, Wang Ming –representante chino en el Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista– definía la Aliança, en 1935, como “una organización que representa un bloque antiimperialista de clases” constituido “por iniciativa del proletariado [el PC] y las fuerzas nacional-revolucionarias”, dentro de las cuales incluía a los tenientes. El mismo dirigente señalaba que el Gobierno de la ANL “será primeramente un gobierno antiimperialista, pero no será una dictadura democrático-revolucionaria del proletariado y de los campesinos”, y tendrá como miembros a “representantes de esa parte de la burguesía nacional que hasta ahora todavía apoya temporalmente la lucha del pueblo”. Wang Ming también aclaraba que la nacionalización de las empresas extranjeras no sería de la totalidad de ellas sino solo de las “que no se sometan a las leyes del gobierno nacional”, el cual “favorecerá las inversiones de capital extranjero que no afecten la soberanía del pueblo brasileño” (apud Caballero, 1987: 165-166).

La ANL innovó notoriamente en el modo de hacer política, sacándola de los cónclaves de caballeros y llevándola a las calles. La Aliança creció y se expandió, especialmente, a partir de la confrontación con la AIB. Esto preocupó a los sectores conservadores del Congreso, que sintonizaban así con las maniobras de Vargas para obstaculizar las actividades de la ANL: en abril de 1935 se promulgó una ley de seguridad nacional que daba poderes especiales represivos al Gobierno federal. Para Vargas, como observó Caballero (1987: 168), la Aliança y su líder eran más peligrosos que los integralistas: la primera no era una mera secta de conspiradores, sino un adversario político de envergadura “cuya propaganda podía alcanzar a la misma gente que Vargas quería influir”; el segundo tenía popularidad y una persistente influencia en el seno de las Fuerzas Armadas. Está claro que, a la inversa, Vargas era un competidor serio en cuanto a las masas a ganar.

Obsérvese que la caracterización que se hacía de la sociedad brasileña destacaba la existencia de feudalismo en su seno, interpretación tributaria de las posiciones de los comunistas locales y de la Komintern, que ya en 1930 –en ocasión de la campaña electoral que enfrentó al Partido Republicano y a la Aliança Liberal– caracterizó la coyuntura del país como dominada por la lucha política entre la “camarilla feudal agraria”, representada por el primero, apoyado en el imperialismo inglés, y la Aliança, inclinada hacia el imperialismo norteamericano. Como bien acota Pinheiro (1991: 236), el análisis de la crisis estaba dominado por la explicación de esta como expresión de la lucha interimperialista, agravada por la agudización de la crisis económica mundial.

Los errores en el análisis de la sociedad brasileña fueron notorios y ayudan a entender mejor el fracaso de la insurrección, tanto en el terreno político-social como en el técnico-militar. Parte de esos errores refieren a la caracterización de Brasil como “una economía feudal y esclavista” (¡sic!), que en el Nordeste, poblado por diez millones de personas que vivían bajo un “sistema semi-feudal o semi-esclavista”, mostraba el potencial revolucionario de los cangaceiros, según lo expresó Prestes en un artículo publicado a comienzos de 1934. La sobreestimación de ese potencial fue compartida por la I Conferencia Nacional del PCB, realizada en agosto de ese año, en la cual se consideró a los nordestinos como miembros de “una nacionalidad oprimida”. Pinheiro conjetura que la valoración positiva de los cangaceiros pudo estar motivada, al menos en Prestes, por una reducción “al formalismo de su táctica de combate, la guerrilla”, viendo en ellos, por ende, a campesinos guerrilleros. De hecho, los cangaceiros no solo no se sumaron a la insurrección sino que muchas veces desempeñaron un papel contrarrevolucionario. Aunque Prestes y sus camaradas eran conscientes de las limitaciones de esos campesinos bandidos, no dejaron de atribuirse “la tarea de orientar y organizar el cancaço, articulándolo e integrándolo al proletariado y la pequeña burguesía” (Pinheiro, 1991: 275-276).

Vargas utilizó con inteligencia la tenaza anticomunista de la movilización y los grupos de choque integralistas, y de la norma legal dada por el Congreso. El ala revolucionaria del PC le brindó el componente restante: una buena razón para proscribir a la ANL. El 5 de julio, aniversario del levantamiento tenente del Fuerte de Copacabana, Prestes pronunció un fuerte discurso antivarguista y reclamó un “Gobierno popular realmente revolucionario y antiimperialista” y “todo el poder a la ANL”. El 13, el Gobierno respondió con la ocupación de la sede de esta, la confiscación de documentación, la clausura de la organización por seis meses y el encarcelamiento de dirigentes izquierdistas (Prestes logró evadirse hasta marzo de 1936). Interpretando que la vía legal se había cerrado, el ala revolucionaria del PC organizó una insurrección que, a la postre, terminó siendo mucho más una operación militar que popular o, como dice Caballero (1987: 172), “un alzamiento militar dirigido por comunistas que eran civiles u oficiales del ejército”. La insurrección se produjo en noviembre de 1935, comenzando en los cuarteles de Natal y Recife, en el nordeste, pero en evidente desconexión con los de Rio de Janeiro, lo que facilitó la represión por parte de las fuerzas leales al Gobierno.

El PCB apostó fuertemente al papel de los militares en la insurrección. Se creyó ver en ellos a pequeñoburgueses que, frustrados en su intención de ser bachilleres, se incorporaban al Ejército tan solo para percibir un salario. Las escuelas militares fueron evaluadas como un “bastión de la lucha revolucionaria por la libertad democrática”, según Keirós –un comunista brasileño partícipe de un congreso realizado en Moscú en octubre de 1934 que se presentó ante sus camaradas como un antiguo soldado–, quien también evaluó la situación interna de la fuerza como dominada por la indisciplina y la desmoralización, y donde el partido, a su juicio, había conquistado posiciones mayoritarias. Pinheiro dice que en 1984 Prestes aseguró que en los años treinta el Partido tenía más éxito en incorporar soldados que proletarios.

Por ignorancia o por autoengaño, los comunistas erraron en el análisis de las relaciones de fuerzas: no apreciaron que las Fuerzas Armadas de los treinta no eran las de los veinte. Después de la insurrección paulista de 1932, las relaciones entre la corporación militar y el poder político se habían recompuesto, la jerarquía de los mandos fue restaurada y en 1934 los tenentes ya no eran parte de la estructura de poder, y “las Fuerzas Armadas estaban firmemente encuadradas por los oficiales superiores, como Eurico Gaspar Dutra o [Silvestre Péricles de] Góis Monteiro”, partícipes de la revolución de 1930. Los revolucionarios de 1935 desconocían la real situación de las Fuerzas Armadas con las cuales debían enfrentarse, y si bien lograron una importante infiltración en varios escalones –“herencia en su mayor parte de los lazos tenentistas”–, ya no podían esperar fracturas en los comandos como las de 1930. El PCB también ignoró un dato político central al subestimar los cambios ocurridos en el país después de 1930, especialmente el fortalecimiento del poder estatal “nacional”, producido por el desplazamiento de la política dos governadores, con su “equilibrio ultra inestable”, en favor de “una rígida política de centralización” ejecutada por interventores estaduales designadas por el presidente, más las disposiciones de la novísima Constitución (Pinheiro, 1991: 294, 284 y 283).

La estrategia insurreccional de los comunistas brasileños fue tributaria de las posiciones entonces dominantes en la Komintern y de las prácticas insurreccionales tenentistas de los veinte, y de los bolcheviques rusos en 1917. En efecto, por un lado, primó la concepción impuesta por la Internacional Comunista, que envió algunos cuadros destacados (entre ellos el argentino Rodolfo Ghioldi –el dirigente más importante, después de Vittorio Codovila, en el Secretariado Latinoamericano–, el alemán Arthur Ewert, quien ingresó al país con un falso pasaporte norteamericano a nombre de Harry Berger, y la alemana Olga Benário, luego esposa de Prestes) en calidad de asesores o instructores. Esa concepción calificaba a Brasil como un país semicolonial y tenía como referente el proceso chino, con su apelación a la lucha armada. Tanto se miró a China que se llegó a creer en la existencia de agudas contradicciones en el interior de las clases dominantes, no exentas de intentos de resolución mediante la vía armada directa, similares a las observadas en aquel país. Desde esa óptica, la insurrección paulista de 1932 y el enfrentamiento con las tropas gubernamentales era una prueba del aserto. Adicionalmente, para la Komintern, a la luz de la Larga Marcha del Ejército Rojo comandado por Mao Zedong (Mao Tse-tung) precedente, diez años antes, de la Columna Prestes, adquirió un valor superlativo.

Por otro lado, la visión militarizada reunía la tradición tenente y la concepción de la insurrección como básicamente una operación militar, utilizada exitosamente por los bolcheviques en San Petersburgo, en 1917, y fallida en varios intentos de comunistas europeos, entre 1919 y 1925. Como se sabe, León Trotsky, de decisiva intervención en el asalto al Palacio de Invierno, consideraba la insurrección un arte que, como cualquier otro, tenía sus leyes.

En ese sentido, como coinciden distintos analistas, la visión militarizada primó por sobre cualquier otra consideración. Según Caballero (1987: 170-171), por ejemplo, mirada en su conjunto, la insurrección de 1935 fue concebida y realizada “más como un pronunciamiento militar clásico que como una revuelta popular. […] En lugar de atrapar [sic] la ocasión de una crisis política para profundizarla, lanzando una insurrección con un apoyo popular más amplio, la rebelión parecía haber sido concebida independientemente de esa crisis, buscando más apoyo en los cuarteles que en las calles, y mucho menos entre las clases trabajadoras y entre los soldados, que en las clases medias civiles y militares”.

La insurrección se preparó entre julio y noviembre de 1935, es decir, tras la clausura de la ANL, tiempo durante el cual ingresaron clandestinamente en el país Prestes y los instructores de la Internacional. Las operaciones comenzaron en la noche del 23 de noviembre en Natal, donde 110 soldados (menos de un cuarto del total de efectivos) del 21° Batalhão de Caçadores, a los cuales se sumaron algunos guardias civiles y trabajadores, sobre todo desempleados, en total unas 300 personas. El 24 fueron tomados edificios públicos, mientras el gobernador huyó y las familias ricas se refugiaron en sus casas protegidas por barricadas o bien en navíos de la flota mexicana ocasionalmente anclados en el puerto de la ciudad. El 25 se formó un Comité Revolucionario de cinco miembros (4 civiles y un militar con el grado de sargento) que, sin éxito, intentó ejercer el gobierno local y estadual. Tomó algunas medidas (como reducción de las tarifas de transporte y del precio del pan) destinadas a ganar el apoyo popular, pero la mayoría de la población no alcanzó a tomar conocimiento de ellas. También editó el diario A Libertade. En el interior del estado se movilizaron coroneles con sus pistoleros, militantes integralistas y fazendeiros con intenciones contrainsurgentes, pero lo más importante –la insurrección popular– no se produjo. Tras el fracaso del levantamiento en Recife y la amenaza de bombardeo de la ciudad por la aviación oficial, los insurrectos se rindieron. Cuatro días después de su fuga, el gobernador retomó el Gobierno. Más tarde, Prestes dirá que el acontecimiento de Natal fue una acción espontánea no ordenada por el partido.

En Recife, el levantamiento comenzó en las primeras horas del 24 de noviembre, cuando soldados del cuartel de Socorro lo tomaron y luego marcharon sobre la ciudad en una columna de unos 400 hombres. Hubo un enfrentamiento con policías, se levantaron barricadas y se produjeron varios focos insurreccionales. Durante la mañana, sindicalistas comunistas tomaron el cuartel de la policía. Los combates se prolongaron hasta la noche. Tropas gubernamentales enviadas desde João Pessoa y Maceió contuvieron a los insurgentes, mientras la población, al igual que en Natal, permaneció en sus casas. Al concluir el lunes 25, los rebeldes se retiraron y su jefe, Silo Mereiles, fue apresado.

En Rio de Janeiro, por entonces la capital del país, en la madrugada del 27 de noviembre, comenzó la insurrección en el 3º Regimento de Infantaria de Praia Vermelha. La orden de Prestes era que el regimiento (rebautizado 3º Regimento Popular Revolucionário) debía desdoblarse en tres flancos, cada uno de ellos con sus respectivos objetivos: tomar el Palacio Guanabara, residencia del Presidente de la República, el primero, y el Palacio del Catete, sede del Gobierno, el segundo, mientras el tercero debía dirigirse al Batallón Naval en apoyo de sus insurgentes. Empero, los objetivos no se alcanzaron.

En el Tercer Regimiento hubo batallas entre los sublevados –1.100 a 1.200 efectivos, sobre un total de 1.700– y las tropas leales al Gobierno. El enfrentamiento fue resuelto a favor de los primeros en la mañana. No obstante, a la una de la tarde, tras la última intimación del general Dutra, ministro de Guerra, se rindieron en presencia del presidente Vargas. Significativamente, la primera reacción de los capitanes Agildo Barata Ribeiro y Álvaro Francisco de Souza, jefes de los rebeldes, fue, ante la primera intimación de Dutra, señalar que el movimiento no era comunista, “sino nacional, popular, revolucionario, con el más digno de nuestro compañeros al frente: Luís Carlos Prestes” (apud Pinheiro, 1991: 302).

Casi simultáneamente con Praia Vermelha se levantó la Escola de Aviação Militar, en el Campo dos Afonsos, compuesta por unos 1.200 hombres, entre oficiales, soldados y alumnos. También aquí hubo enfrentamientos menores, y al poco tiempo los insurgentes capitularon y se fugaron desordenadamente.

El saldo fatal de la insurrección en las tres ciudades fue de 22 muertos gubernamentales y solo 2 insurrectos.

En la década de 1950, Prestes hizo una autocrítica de los acontecimientos de 1935, reconociendo que la decisión de precipitar la insurrección fue un error, pues por entonces las fuerzas del partido en la clase obrera y el campesinado eran débiles y no existía una alianza entre las dos clases. Adjudicó el error al predominio, en la dirección, del “radicalismo pequeñoburgués” bajo la forma del “golpismo tenentista”. Explícitamente señaló:

Para o triunfo da insurreição popular é indispensável ganhar o apoio de soldados e marinheiros, mas reduzir a insurreição a uma luta quase só de quartéis é grave erro que teria levar, como de fato levou, à derrota do movimento de novembro de 1935 (apud Pinheiro, 1991: 308).

Paulo Pinheiro se hace eco de la apreciación de Michael Löwy y señala que la rebelión de 1935 fue un acontecimiento a mitad de camino entre la táctica del “tercer período” (“clase contra clase”, rechazo de alianzas con clases o sectores que no fuesen proletarios) y la de los frentes populares (10). El programa de los comunistas brasileños era frente popular, pero el método insurreccional se correspondía más con el “tercer período” (Pinheiro, 1991: 290).

A su vez, Caballero (1987: 163) considera que la derrota en Brasil llevó a los comunistas latinoamericanos a una nueva actitud política que los caracterizará durante muchos años: preferir “sistemáticamente una alianza con una fuerte personalidad (para no hablar de ‘hombre fuerte’) antes que con un partido político organizado que pudiese proponer o, peor aún, imponer tácticas independientes y un liderazgo diferente y permanente sobre la alianza (o ‘frente’)”. La política de los comunistas frente a Batista en Cuba avala esa proposición, pero la seguida con Perón en Argentina la refuta.

Derrotada la insurrección, Vargas obtuvo inmediatamente una ampliación de los poderes especiales. Dispuesto el estado de sitio, la represión policial fue intensa, desarticulando todas las formaciones de izquierda y encarcelando a unos 6.000 políticos, civiles y militares. Durante 1936 continuó la represión y el incremento de los poderes de emergencia: el estado de sitio fue prorrogado cuatro veces, cada una por 90 días; un senador y cuatro diputados federales fueron apresados y el Congreso consintió su enjuiciamiento; un nuevo Tribunal de Seguridad Nacional otorgó a Vargas más poder represivo.

El Estado de Compromiso Social, el populismo y otras formas de intervención social del Estado

Francisco Weffort, en alusión al populismo brasileño, utilizó el concepto Estado de Compromiso Social para referirse a una de las formas históricas que asumió el Estado en América Latina tras la crisis de 1930. Ella se distingue de esa otra forma de Estado, de matriz eurocéntrica (y no verificable en la región), conocida como Welfare State o Estado de Bienestar Social. También, se diferencia de las experiencias derivadas del New Deal en Estados Unidos y los frentes populares avalados por la Internacional Comunista.

Siguiendo a Weffort, puede decirse que el Estado de Compromiso Social se fundó en unos arreglos políticos inestables con incorporación de los sectores medios y movilización de las masas (trabajadores) desde arriba, quienes dispusieron de distintos grados y cuotas de poder, según los casos. Puesto que el conflicto político no radicaba en el antagonismo de clases propio del capitalismo (burguesía vs. proletariado), este adquirió un carácter difuso: oligarquía vs. pueblo. Como pauta general, ninguna clase o fracción de ella fue capaz de ejercer la hegemonía y llevar adelante un proyecto nacional con éxito duradero. Como resultado, la dominación se articuló con base en el compromiso. Los Estados de Compromiso en su forma más acabada fueron Estados Populistas (Graciarena, 1984). Pero no debe asumirse que el populismo es una forma generalizable a toda la región. En efecto, la experiencia del batllismo en Uruguay, la del yrigoyenismo en Argentina, las de Alessandri y luego Aguirre Cerda en Chile, la del MNR boliviano, la del aprismo peruano o la de Velasco Ibarra en Ecuador –por referir solo a los casos más citados– aluden a una ampliación de las bases sociales del Estado y a una política de inclusión sobre la base de una identidad más o menos ambigua, pero no constituyen, ninguna de ellas, experiencias pasibles de ser consideradas populistas e incluso, algunas, ni siquiera de incorporación de las clases trabajadoras.

El Estado de Compromiso Social hace referencia a una forma de Estado con régimen democrático que históricamente sucedió a las crisis de la oligarquía (aunque en algunos casos no llegó a reemplazarla en sus trazos fundamentales) y puso en marcha cierta práctica política de ampliación de las bases sociales, de intervención social del Estado y de interpelación popular.

Hay dos países, que no tuvieron Estado oligárquico (en los términos en que lo hemos conceptualizado en el capítulo 4), que presentan singularidades significativas: Uruguay, donde el reformismo batllista fue la forma en la que se consolidó el Estado moderno como forma particular de resolución de las luchas inherentes a la modernización; y Costa Rica, que tempranamente logró la articulación con el mercado mundial a través de la expansión de la economía del café y la centralización del Estado sobre bases más o menos sólidas (en buena medida, colaboró con esta centralización la ausencia de estructuras coloniales fuertes en su territorio) y más proclive a la implementación de reformas sociales. Uruguay fue, desde la primera década del siglo XX, un Estado Protector; Costa Rica, desde los años cuarenta, más bien, un Estado de Compromiso Social.

En América Latina, puede decirse, hubo Estados de Compromiso Social, Estados Protectores (para utilizar la expresión acuñada por el argentino Luciano Andrenacci), Estados Populistas y Estados intervencionistas. La distinción nos introduce en un nuevo rodeo de especulación teórica: ¿cuál es la especificidad del Estado populista?

Otra digresión teórico-conceptual: el populismo

Populismo es uno de esos conceptos que ha sido objeto de una recurrente inflación semántica. Entre quienes reivindican un uso amplio, descuella Ernesto Laclau (2005), quien considera el populismo como la “esencia” de lo político. En la misma línea, visiones como las de Benjamín Arditi (2004a) y Francisco Panizza (2005) optan por definirlo en términos de “rasgo” o “dimensión” de la política moderna. Otros, como Alan Knight (2005, capítulo 6), prefieren asociarlo a términos como “estilo” político. Estas definiciones de algún modo se inspiran en experiencias históricas recientes, como las de los gobiernos “neoliberales” de los años noventa o la Revolución Bolivariana en Venezuela, para nombrar las más sobresalientes en América Latina. En términos más estrictos, estructurales e históricamente acotados, se cuentan definiciones como la de Francisco Weffort (1980).

Sabiendo que el populismo ha sido un objeto teórico e histórico controvertido, aquí proponemos una conceptualización que, como la de Knight –y a pesar de no coincidir con su noción “estilística”–, se construye sobre la base de “procesos históricos”, más que sobre “convergencias historiográficas” (2005: 241, las itálicas son del autor). Así, creemos conveniente seguir sosteniendo una definición a la vez sociológica e histórica del populismo latinoamericano, una línea metodológica y epistemológica que, con matices, es la seguida por varios autores –con diferencias en cuanto a la extensión del concepto, pero con énfasis en su carácter sociohistórico: entre los clásicos, Weffort (1968a, 1968b, 1980), Cardoso y Faletto (1990), y más recientemente, Vilas (1995b), Mackinnon y Petrone (1998) y Ansaldi (2007b).

Como es evidente, nuestra posición discrepa radicalmente de la de Laclau y seguidores, que consideran el populismo “simplemente un modo de construir lo político” (Laclau, 2005: 91), una visión que Guillermo Almeyra (2009: 283) critica diciendo que está situada “fuera de la historia y de los conflictos sociales, y prescinde del estudio de las particularidades del desarrollo de cada formación económico-social y de cada cultura”.

En América Latina, el populismo acompañó el surgimiento político de las masas en las condiciones creadas por la crisis de la dominación oligárquica y de la crisis de la idea, más que de la paupérrima práctica, de la democracia liberal, en una coyuntura de ensayos de desarrollo autónomo relativo y de urbanización e industrialización en países agrarios y dependientes. Como escribió Octavio Ianni (1989: 9), el populismo se correspondió, en América Latina, con “una etapa específica en la evolución de las contradicciones entre la sociedad nacional y la economía dependiente”.

En efecto, en América Latina, el populismo fue una experiencia histórica significativa a partir de la década de 1930, tras la crisis de la dominación oligárquica y del liberalismo –un liberalismo que ya venía siendo cuestionado desde Europa por el fascismo y por el comunismo–. Se apoyó en una alianza entre el Estado, la burguesía industrial nacional (o local) y el proletariado urbano industrial, y pudo abarcar, como en el caso mexicano, a los campesinos (11). El Estado fue soporte de esa alianza y en este sentido devino un Estado fuerte. Weffort (1980: 84-85) ha definido el “sistema populista” como una “estructura institucional de tipo autoritario y semicorporativo, orientación política de tendencia nacionalista, antiliberal y antioligárquica, orientación económica de tendencia nacionalista e industrialista, composición social policlasista, pero con apoyo mayoritario de las clases populares”. La alianza policlasista en el Estado es un factor explicativo nodal y es el que priorizamos en nuestra definición del fenómeno –lo cual nos acerca a la definición de Weffort mucho más que a cualquier otra–. Desde esta perspectiva, de modo excluyente, las experiencias populistas en América Latina son el cardenismo, el peronismo y el varguismo.

Francisco de Oliveira ha llamado la atención sobre un aspecto central del populismo, relacionándolo con el cambio del patrón de acumulación del capital, que sustituyó el establecido por el modelo primario-exportador. Un componente de ese cambio fue el establecimiento “de nuevas formas de relación entre el capital y el trabajo, a fin de crear fuentes internas para la acumulación”. Este hecho permite apreciar el papel de la legislación laboral, en general favorable a los trabajadores. Pero esta legislación, como ya había señalado Weffort –y Oliveira retoma– llevó a su punto máximo el pacto entre la surgente burguesía industrial y los trabajadores urbanos. En el caso de Brasil, señala Oliveira, ese pacto apuntó a la liquidación política de las antiguas clases propietarias rurales. La alianza no fue producto de la presión de las masas, sino “de una necesidad de la burguesía por evitar que la economía, luego de los años de guerra y con el boom de los precios del café y de otras materias primas de origen agropecuario y extractivo” retornase a la situación previa a la crisis de 1930 (Oliveira, 2009: 70-71). Lo que el autor observa en Brasil puede apreciarse también en México –aunque aquí el previo proceso revolucionario social fue una variable decisiva–, y en Argentina, si bien en este país la antigua clase propietaria rural no fue liquidada políticamente por completo, en buena medida, porque el peronismo no solo no afectó el régimen de propiedad de la tierra, sino que –dato no menor– se trataba de una burguesía terrateniente que había diversificado notablemente sus intereses, entrelazándose particularmente en el sector industrial, como bien demostró, hace ya mucho tiempo, Milcíades Peña. Para el caso de Brasil, Oliveira (2009: 69) considera el populismo la forma política de la revolución burguesa, revolución que tuvo la particularidad –contrario sensu la revolución burguesa clásica– de trasladar el “poder de las clases propietarias rurales a las nuevas clases burguesas empresario-industriales” sin “una ruptura total del sistema”.

Según gran parte de las caracterizaciones sociohistóricas, el populismo latinoamericano mantuvo una relación ambigua con el capital extranjero, atravesada por una ideología nacionalista, fuertemente antiimperialista (no anticapitalista) y, a menudo, también anticomunista y antisocialista. El articulador de estos discursos heterodoxos fue un líder de tipo carismático capaz de suscitar el apoyo de las masas, fundamentalmente a través de una interpelación en términos de “pueblo” y “trabajadores”. Pero hay que notar que la interpelación al “pueblo” no fue exclusiva del populismo, puesto que en las sociedades de masas, efectivamente, el “pueblo” es el gran interpelado. En el populismo, sin embargo, esa interpelación “se asocia regular y lógicamente con una dicotomización”: entre el pueblo y las distintas formas de no pueblo (Knight, 2005: 246) y más usualmente la oligarquía. En rigor, el discurso potencia al sujeto pueblo en tanto opuesto a otros dos sujetos, el burgués (asociado al liberalismo) y el proletario (que es parte de la tradición socialista). Discursivamente, esa distinción es tributaria de lo que suele denominarse revolución de derecha o revolución conservadora, pero la similitud no debe llevar a considerar a los populismos latinoamericanos como fascistas o nazis. Por otra parte, también la llamada doctrina social de la Iglesia tiene un discurso que se presenta al mismo tiempo como antiliberal y antisocialista. Esta doctrina, por caso, ha sido invocada como el fundamento del peronismo por el propio Perón y muchos de sus partidarios.

Fue característica del populismo que las demandas populares de la sociedad hacia el Estado se expresaran por mediaciones corporativas, especialmente a través de los sindicatos, y que se diera una ampliación de la ciudadanía, en particular de los derechos sociales, extendida desde arriba. Tal como señala Maria Helena Capelato (1998), en el populismo se constata un cambio en el patrón organizador de la ciudadanía. De la lógica de la confrontación se pasa a la de la negociación en la gestión de la ciudadanía; el ciudadano-trabajador desplaza al ciudadano-individuo y los derechos sociales se extienden o simplemente se hacen efectivos los existentes. Como se aprecia, ese pasaje coincide con –según hemos indicado antes– el del sindicalismo de confrontación al de negociación, siguiendo la clasificación de Zapata.

En este sentido, el carácter democrático de los populismos se observa también en la dimensión social de la ciudadanía. En efecto, los populismos decididamente privilegiaron los derechos sociales, mucho más que los políticos y los civiles. No obstante, esto debe ser analizado con cuidado puesto que las realidades históricas desbordan la voluntad generalizadora: el populismo mexicano no cumplió enteramente con las prescripciones de la Constitución de 1917 (las del artículo 123, al cual ya aludimos) y el derecho de ciudadanía política femenina fue reconocido recién en 1953; en el populismo brasileño hubo una extensión de los derechos políticos a las mujeres (en verdad extendidos en 1932 pero puestos en práctica recién después de la caída del Estado Novo) y una legislación electoral favorable al empadronamiento de los trabajadores urbanos, pero la eliminación de la restricción por analfabetismo data de 1988; el populismo argentino se destaca por haber completado la universalización del sufragio con la extensión del voto a las mujeres en 1947, además de hacer efectivos y ampliar considerablemente los derechos sociales, que en 1949 adquirieron rango constitucional, como antes había acontecido en Brasil. Cárdenas no necesitó dotar de constitucionalidad los derechos sociales, pues, como hemos visto, la Constitución revolucionaria de 1917 así lo había dispuesto. En cambio, Vargas y Perón promovieron acciones dirigidas en tal sentido.

En Brasil, ya la Carta de 1934 –con su oscilación entre lo liberal y lo social, de ahí su calificación como híbrida– incluyó un capítulo dedicado al “orden económico y social”. Allí se estableció la intervención estatal en ese plano: nacionalización de la explotación de las riquezas del suelo y subsuelo, participación en la implementación de industrias estratégicas para la seguridad nacional y el desarrollo del país, reconocimiento de la competencia del Estado para regular el mercado de trabajo y consagrar derechos sociales, entre los cuales se mencionaban la autonomía sindical, la jornada laboral de ocho horas, la previsión social y los acuerdos colectivos, la educación, la protección de la maternidad, la infancia, la juventud y las familias de prole numerosa. En buena medida, la Carta sintetizaba las líneas de “confrontación y compromiso” desplegadas durante el primer momento del proceso iniciado con el golpe de 1930. Con todo, ella hizo más lugar a las posiciones liberal-“democráticas” de los grupos tradicionales que a las reformadoras-autoritarias de los tenientes.

Caído el Estado Novo en 1946 –que tuvo su específica Constitución, la polaca, como se la llamó peyorativamente por su inspiración en la de Polonia (aunque hubo también mucha influencia del fascismo y del nazismo), sancionada, sin mediación de una Asamblea Constituyente, en 1937–, se aprobó una nueva Constitución, que fue un compromiso entre el Estado Social y la tradición liberal. Se retomó la concepción de la de 1934 en cuanto al orden económico conforme los principios de la justicia, que ahora fue definida explícitamente como justicia social. El trabajo fue considerado obligación social, debiendo asegurarse a todos los habitantes del país la posibilidad de una existencia digna. Entre otros derechos, se dispuso la participación obligatoria y directa de los trabajadores en las ganancias de las empresas, el descanso semanal remunerado, la estabilidad laboral, la asistencia a los desempleados, la indemnización del trabajador despedido, la previsión social para enfermos, ancianos e inválidos. La asociación profesional o sindical fue declarada libre y se reconoció el derecho de huelga.

En Argentina, la Constitución aprobada en 1949 incorporó el capítulo “Derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad y de la educación y la cultura”. Si bien es cierto que no pocos de esos derechos ya tenían rango legal –merced a la lucha del movimiento obrero y de los legisladores socialistas desde 1904–, la realidad mostraba la disposición patronal a no observarlos y de los gobiernos a no obligar a los patrones a cumplir. Así, el Estado populista otorgó el máximo rango a los derechos de trabajar, retribución justa, capacitación, condiciones dignas de trabajo, preservación de la salud, bienestar, seguridad social, protección de la familia, mejoramiento económico, defensa de los intereses profesionales (en el caso de los trabajadores), asistencia, vivienda, alimentación, vestido, cuidado de la salud física y moral, esparcimiento, trabajo, tranquilidad y respeto (para los ancianos). A diferencia de la brasileña de 1946, la argentina de 1949 no reconoció el derecho de huelga. Cabe añadir que en el Preámbulo –reiterativo del de la Constitución liberal de 1853– se añadió al final “la irrevocable decisión de constituir una Nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana”. Esta Constitución fue derogada ilegalmente en 1955 por la dictadura cívico-militar autodenominada Revolución Libertadora, aunque la Convención Constituyente reunida en 1957 aprobó la inclusión, en el texto que se restituía (el de 1853), del artículo 14 bis, que reconocía los mencionados derechos sociales y añadía el de huelga.

Otra característica del populismo fue la creación de partidos políticos desde arriba, fuertemente identificados con el Estado y con el líder. En este marco, el clientelismo, ahora preponderante en las burocracias sindicales, partidarias y estatales, fue una nota de continuidad entre el orden signado por el pacto oligárquico y el creado con el nuevo pacto de compromiso o, según el caso, el pacto populista –lo cual, cabe notar, constituye un claro ejemplo de la temporalidad mixta de América Latina–. Esta dimensión clientelar, por definición basada en la reciprocidad, y ahora fundada en una intermediación organizativa que complejizaba la relación típica “cara a cara”, es quizás uno de los elementos que permiten acordar, tal como sostiene Knight (2005: 248) que “el populismo [y mejor aún, decimos, la relación líder-pueblo] debe ser entendido como una relación recíproca, no una imposición desde arriba”.

En general, las primeras definiciones sociológico-históricas del populismo latinoamericano (Germani, Di Tella, etc.) estuvieron pensadas sobre la matriz del populismo urbano e industrial de las décadas de 1940-1950, los liderados por Perón en Argentina y por Vargas en Brasil. Sin ir más lejos, la definición que aquí presentamos en pos de una reflexión más amplia sobre el populismo histórico pertenece al brasileño Weffort, señaladamente preocupado por explicar el fenómeno populista de su país. Sin embargo, como hemos dicho ya, el concepto designa también otro fenómeno histórico particular, con predominio del espacio rural y de los campesinos: el populismo mexicano, liderado por Cárdenas –particularidad que, sin duda, está asociada a su origen revolucionario social–.

El componente “autoritario” es, a nuestro juicio, el más crítico dentro del conjunto de rasgos que según Weffort (pero también otros autores) definen el “sistema populista”. En efecto, además del componente policlasista que el autor señala, el carácter formalmente democrático de los regímenes o Estados populistas es, desde nuestra perspectiva, un factor explicativo clave. El populismo latinoamericano puso sobre el tapete la falacia de una única forma de democracia y constituyó regímenes democráticos con un fuerte componente antiliberal y corporativo que no pueden caracterizarse como una forma lisa y llana de autoritarismo ni, mucho menos, dictadura.

Los populistas no solo no se reconocieron como enemigos de la democracia –como los califican sus adversarios– sino que se asumieron como sus verdaderos adalides, en tanto permitieron la participación “igualitaria” del “pueblo” en la política. Esta participación no se realizó a través de los procedimientos clásicos de la democracia liberal (fundamentalmente, sufragio libre e identificación “un individuo, un voto”), sino a través de una mediación clientelar y corporativa y, en general, más ampliamente actualizada en actos públicos que en las urnas. Por esto, el populismo ha sido caracterizado, en el mejor de los casos, como una forma de democracia plebiscitaria. Así, autores como José Álvarez Junco (1994) enfatizan la dimensión afectiva del vínculo líder/masa y la dimensión ritual de la participación popular.

Entre las estrategias populistas se destacó la organización corporativa de la sociedad. En el caso de Cárdenas y de Perón, ella fue complementaria de la democracia representativa. En el de Vargas, en cambio, hay que distinguir dos momentos: el primero, el fundacional de las organizaciones corporativas, correspondiente a la dictadura del Estado Novo; el segundo, correspondiente al momento estrictamente populista (1951-1954) –más próximo a los casos de México y Argentina–.

En México, sostiene Arnaldo Córdova (1993: capítulo 6), el corporativismo se aprecia claramente en la transformación del PNR en PRM. De hecho, el Partido de la Revolución Mexicana no surgió “como un partido de masas, sino como un partido de corporaciones, en el que sus unidades de base eran las organizaciones, mientras que los individuos resultaban elementos secundarios. Eran las organizaciones (o el pueblo organizado) las que constituían al partido” (Córdova, 1993: 148-149; itálicas del autor). En la misma línea, Hans Tobler (1994: 647-648) coincide en considerar la política de Cárdenas como orientada a organizar corporativamente el Estado y la sociedad, lo cual se aprecia en la reorganización del partido de Gobierno: el PNR era un “partido de cúpulas”, constituido como tal “para disciplinar la heterogénea elite política del país y someterla” a la dirección de Calles. El PRM, en cambio, se constituyó como un partido de masas, sí, pero no de masas integradas voluntariamente, sino de “masas organizadas”, a estos efectos, en cuatro sectores (obrero, campesino, militar y popular –este último era el de los empleados públicos y agrupaciones de clase media–). Coincide Tobler, pues, con Córdova en caracterizar el PRM como un partido administrador de corporaciones, antes que de “masas” en sí.

En cuanto a los empresarios, mediante la Ley de Cámaras de Comercio e Industria, de 1936, Cárdenas los obligó a integrarse, según el caso, en la Confederación de Cámaras Industriales (CONCAMIN) o bien en la Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio (CONCANACO), ambas declaradas órganos de colaboración con el Estado en sus respectivos campos de incumbencia.

En el caso del PRM, su Pacto Constitutivo consagraba la autonomía de todas y cada una de las organizaciones que lo conformaban. Ellas eran, básicamente, obreras y campesinas, fueran estaduales o nacionales. En Brasil y en Argentina, ni el Partido Social Democrático (PSD) y el Partido Trabalhista Brasileiro, en el primero, ni el Partido Peronista (PP), en el segundo, incorporaron a corporaciones orgánicamente, si bien el PTB se basaba en los sindicatos y su articulación fue confiada al ministro de Trabajo, Alexandre Marcondes Filho, y el PP contaba con dos ramas de género –la masculina y la femenina– y una sindical.

Perón tuvo especial cuidado en balancear las representaciones corporativas. Así, a la Confederación General del Trabajo (CGT) sumó la Confederación General Económica (CGE) –organización de la burguesía nacional (contrapuesta a la histórica Unión Industrial Argentina, UIA, que reunía a la burguesía industrial asociada al capital imperialista industrial, y la Confederación General de Profesionales (CGP), que reunía a los egresados universitarios de diferentes disciplinas y profesiones–.

Por todo lo dicho, es evidente que el populismo es un concepto que rehúye a su encorsetamiento en oposiciones binarias. El populismo es una forma propia ¿de la democracia o de la autocracia (o autoritarismo)?; ¿del orden constituido o de la revolución?; ¿de la movilización social y política espontánea o del control vertical de las masas?; ¿de la inclusión o de la exclusión?, etc. Seguramente, a estos interrogantes pueden añadirse muchos más.

Ya se ha dicho que Arditi entiende el populismo como un “rasgo recurrente de la política moderna”. El autor reflexiona primordialmente sobre la conexión entre populismo y democracia, haciendo frente a unos estudios que han tendido a desplazar esa cuestión y resaltar la conexión entre populismo y modernización, la irrupción de los excluidos en la arena política y la importancia dada a los liderazgos carismáticos. Provocativamente, Arditi sostiene que “el fenómeno puede ser algo más peligroso que un modo de representación o una perturbación de la democracia [dos acepciones que él atribuye al concepto], ya que también puede anunciar una interrupción de esta”. Y afirma: “Examinadas en su conjunto, estas tres posibilidades del populismo –como modo de representación, como política en los bordes turbulentos y como amenaza– nos permitirán repensar la experiencia populista como una periferia interna de la política liberal-democrática” (Arditi, 2004a: 66, el énfasis es del autor).

En la misma línea, Carlos Vilas (1995b: 97-98) había afirmado antes: “La frontera entre lo democrático y lo autoritario en el populismo no es clara ni rígida. […] Democratización y autoritarismo conviven y se tensionan recíprocamente en cada experiencia populista”. En realidad, la ambigüedad de los populismos ya ha sido señalada y estudiada por varios autores, comenzando por Weffort, para quien el populismo fue, simultáneamente, “una forma de estructuración del poder para los grupos dominantes y la principal forma de expresión política de la irrupción popular en el proceso de desarrollo industrial y urbano”. A las clases dominantes, el populismo le permitió ejercer su dominación, pero al mismo tiempo fue “una de las maneras a través de las cuales ese dominio se encontraba potencialmente amenazado” (Weffort, 1968b: 56).

Sin embargo, consideramos que la expresión “periferia interna de la democracia política” elaborada por Arditi es una síntesis cabal y operativamente muy útil, pues pone de relieve la tensión entre tres elementos claves para entender la dinámica histórica de los populismos y de las sociedades latinoamericanas en general: democracia, populismo y revolución –precisamente, tres elementos que Knight (2005) reunió en una interesante colección de ensayos–.

Según Arditi, el populismo es un fenómeno interno de la democracia liberal aun cuando una de sus características típicas es su manifiesta aversión por las instituciones liberales y sus prácticas (y, valga la redundancia, en razón de esto es que le atribuye el carácter de fenómeno “periférico”). En efecto, a pesar de su crítica al formalismo de la democracia representativa, el populismo encuentra su fuente de legitimidad de origen en los procedimientos propios de esa forma de régimen: elecciones y partidos, fundamentalmente.

Aquí cabe hacer una acotación: no son pocos los autores que han encontrado similitudes, cuando no cierta identificación, entre los populismos –en particular, el varguismo y el peronismo– y el fascismo italiano, fundamentalmente, a partir de rasgos como el personalismo y el culto del líder, las grandes movilizaciones de masas con sus símbolos y rituales, la retórica y la exaltación nacionalista, el monumentalismo de la arquitectura, la legislación sindical inspirada en la Carta dil Lavoro, entre otros elementos. No obstante, estas eventuales coincidencias no deben ocultar una gran diferencia cualitativa. Los populismos fueron expresión política de la alianza de clases entre el capital industrial urbano nacional y la clase obrera también industrial y urbana de países capitalistas dependientes, con un cierto grado de contradicción con el capital imperialista, que se fue atenuando más pronto que tarde (como lo muestra, v.gr., el caso argentino respecto del capital norteamericano e italiano hacia 1954-1955). En contraste, el fascismo fue el proyecto de una alianza de clases bien distinta: la del gran capital monopolista con la pequeña burguesía urbana en una sociedad capitalista central tardíamente (en relación con los casos considerados clásicos) constituida como tal. Una sociología comparada de ambos regímenes mostraría, por ejemplo, que: el fascismo fue mucho más jerárquico que el populismo y tuvo un fuerte desprecio por las instituciones democrático-liberales, que los populismos mantuvieron, incluso con las restricciones que suelen endilgárseles; el nacionalismo fascista llegó hasta la exasperación, fue militarista y agresivo internacionalmente, rasgos ausentes en los populismos; el fascismo fue xenófobo, imbuido de la ideología de la supuesta superioridad racial y la misión civilizadora de Italia; la política represiva del fascismo fue de una brutalidad que no se encuentra, ni siquiera en los casos más extremos (que los hubo) del populismo, para citar solo algunos aspectos.

Aunque el de Arditi no es estrictamente un enfoque sociológico-histórico, su interpretación de algún modo abona la perspectiva sociohistórica que aquí asumimos, pues para decidir si el populismo “como periferia interna de la democracia” resulta ser un modo de representación que acompaña a la democracia liberal o un movimiento radical que la acosa o incluso amenaza con disolverla es necesario tomar en cuenta las condiciones históricas (12). Así, entendemos que el populismo es un fenómeno propio (o “interno”) de la democracia política, con la particularidad de que en América Latina la política liberal democrática no ha sido ni plenamente liberal ni plenamente democrática, y que las posibilidades concretas de su realización fueron discutidas y ensayadas en una doble coyuntura: de crisis mundial de la democracia en tanto régimen y de redefinición de la idea misma de democracia. En este sentido, el populismo fue una de las formas históricas que asumió el Estado y el régimen de gobierno de tipo democrático.

El componente de representación del populismo es evidente cuando se lo observa desde una perspectiva histórica: los populismos introdujeron una práctica política de reforma y de interpelación popular ausente en los regímenes oligárquicos. Ya se ha dicho que varios autores señalan, en relación con esto, el carácter ambiguo del populismo, resaltando que la incorporación política y la representación presentan algunas contradicciones vis-à-vis los mecanismos de la democracia. Así, por ejemplo, Carlos De la Torre (1994: 58) señala: “por un lado, al incorporarlos [a los sectores excluidos], ya sea a través de la expansión del voto o a través de su presencia en el ámbito público, en las plazas, el populismo es democratizante. Pero, a la vez, esta incorporación y activación popular se da a través de movimientos heterónomos que se identifican acríticamente con líderes carismáticos que en muchos casos son autoritarios. Además, el discurso populista, con características maniqueas que dividen a la sociedad en dos campos antagónicos, no permite el reconocimiento del otro, pues la oligarquía encarna el mal y hay que acabar con ella. Este último punto señala una de las grandes dificultades para afianzar la democracia en la región. En lugar de reconocer al adversario, de aceptar la diversidad y de proponer el diálogo, que en sí incluye el conflicto mas no la destrucción del otro, los populismos, a través de su discurso, buscan acabar con el adversario e imponer su visión autoritaria de la ‘verdadera’ comunidad nacional”.

Afirmamos que el populismo es un modo de representación de la democracia política; una forma de régimen cuya realización ocurre indefectiblemente en el Estado, históricamente situada en la crisis de la dominación oligárquica y resultante de los arreglos institucionales –pacto político y social– establecidos entre diversas clases, las burguesías y los trabajadores urbanos (y en el caso mexicano, también los campesinos). Desde esta perspectiva, como se ha dicho, las experiencias populistas en América Latina son las tres que ya hemos señalado: el cardenismo, el peronismo y el varguismo.

Ahora bien, el populismo –según la segunda posibilidad interpretativa apuntada por Arditi– refiere a un modo de movilización de las masas. El sociólogo dice expresamente: movimiento “en los bordes turbulentos”. Y añade: “el populismo, al igual que otros movimientos radicales, puede ser democrático o no (13), pero cuando lo es –por ejemplo, invocando a la participación como suplemento de los procesos institucionales– pone a prueba la obviedad de aquello que es visto como la normalidad del orden democrático”. Y continúa: “se posiciona […] en un área gris dónde no siempre es fácil distinguir la movilización populista del gobierno de la turba” (Arditi, 2004a: 74). Según el mismo autor, esta modalidad del populismo es potencialmente renovadora: “sea como una reacción contra la política convencional o como una respuesta ante los fracasos de la democracia elitista, esta modalidad de la intervención populista tiene el potencial de renovar y a la vez perturbar los procesos políticos, sin que ello siempre o necesariamente implique rebasar el formato institucional de la democracia. Su acción se despliega en los bordes más ásperos del orden democrático liberal. En todo caso, resulta evidente que con ello el espectro comienza a distanciarse de la modalidad anterior, donde era una suerte de compañero de ruta de la representación liberal democrática en su forma mediática. Más bien aparece como una presencia inquietante y comienza a generar cierta incomodidad en la clase política, la prensa y la intelectualidad” (Arditi, 2004a: 97).

Precisamente, el populismo (sobre todo considerado en su dimensión de movimiento) fue identificado por los militares argentinos y brasileños responsables de la instauración de las dictaduras de las Fuerzas Armadas de las décadas de 1960 y 1970 como uno de los “vicios de la democracia”, tan amenazantes como los supuestos vicios constituidos por “la izquierda revolucionaria y los movimientos guerrilleros” (Ansaldi, 2004b y 2007b).

Es evidente que, desde esta perspectiva, el concepto populismo tiene una relación compleja no solo, como se ha visto, con el concepto democracia sino también con el concepto revolución –esto último, más aún en el caso de México–.

Tal como sostiene Weffort (1984), la revolución no se distingue por la violencia que el proceso involucra sino por el predominio de los mecanismos de la democracia directa sobre los mecanismos de representación. En este sentido, no caben dudas, el populismo está lejos de constituir una forma revolucionaria. Al contrario, él se caracteriza por la representación política mediada y mediatizada. Y si por revolución se alude a movimientos orientados a producir cambios radicales desde abajo, la descalificación es aún más clara. Para ponerlo en términos históricamente polares: no se trata de una revolución sino de un reformismo. Son, quizá mejor, casos o tipos de revoluciones pasivas dependientes o de modernizaciones conservadoras dependientes.

En las revoluciones, la apelación a la democracia convierte a esta última en un programa contestatario (y en el mejor de los casos, una realidad). En los populismos, la apelación a la democracia la convierte en un principio de legitimidad eficaz. No hay un quiebre de las reglas del juego democrático, más bien se da una democratización del consumo y de la participación (en gran medida informal) en el Gobierno, en beneficio de sectores antes excluidos que se incorporan al extenso y difuso colectivo “pueblo” a través de movimientos heterónomos.

La representación mediada por el líder, una cooptación vertical de las masas y su manipulación instrumental componen, en buena medida, la dimensión autoritaria que algunos –como Weffort– atribuyen al populismo. Aquí, reiteramos, preferimos destacar que la amenaza de identificación extrema del líder con la masa, del Gobierno con el Estado, etc. –que es la tercera posibilidad interpretativa del populismo que brinda Arditi– es exactamente eso: una amenaza, no un hecho consumado.

La identificación del populismo con el autoritarismo, y más precisamente la identificación del denominado “neopopulismo” con formas autoritarias de ejercicio del poder, ha tenido gran impacto académico y mediático en los últimos años, sobre todo en relación con la experiencia de gobiernos como el de Alberto Fujimori en Perú, impacto replicado más recientemente en relación con el gobierno de Hugo Chávez en Venezuela.

En efecto, algunas prácticas políticas de fin del siglo XX –de diverso signo– han sido caracterizadas como populistas o bien neopopulistas. En contraste con el populismo, tal como ha sido definido hasta aquí, la –a nuestro juicio– poco feliz expresión neopopulismo designa una experiencia resultante de las reformas neoliberales y de la crisis de la deuda externa de las décadas de 1980 y 1990 (Roberts, 1998). Así, los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) en México, Carlos Menem (1989-1999) en Argentina, Fernando Collor de Mello (1990-1992) en Brasil, o Alberto Fujimori (1990-2000) en Perú, entre los más sobresalientes, han sido caracterizados como neopopulistas. Y como se dijo arriba, más recientemente, también el gobierno de Hugo Chávez en Venezuela ha sido caracterizado como una expresión del populismo. Por ejemplo, De la Torre (2008) lo incluye dentro de los populismos nacionalistas y radicales. Pero está claro que en todos estos casos se trata, por lo menos, de un uso amplio, estirado y abusivo del concepto.

Moira Mackinnon y Mario Petrone (1998) caracterizan una “unidad analítica mínima” de la cual parten para distinguir los rasgos singulares de cada una de las experiencias populistas y de estas respecto de las llamadas neopopulistas. Los autores consideran dos elementos: la base social y la díada incorporación/exclusión (14). Con el añadido de la variable temporal, igual que Mackinnon y Petrone, sostenemos una visión crítica del concepto neopopulismo. Gobiernos como los de Menem o Collor de Mello ni siquiera practicaron formas populistas de hacer política.

La dimensión temporal es clave para distinguir histórica y analíticamente los casos típicos de regímenes populistas –los de Argentina, Brasil y México– de estos fenómenos nuevos. En efecto, ya se ha dicho, el populismo es un fenómeno surgido en el entramado de una triple crisis: la del capitalismo en el centro del sistema mundial, la del modelo agroexportador y la de la oligarquía como forma de Estado. Asimismo, la alianza de clases, el modelo ISI y la política de masas fueron tres de sus rasgos constitutivos, ninguno de ellos está presente en las versiones denominadas neopopulistas de los últimos años, en las que, contrariamente, la desindustrialización y la despolitización fueron signos característicos.

En consecuencia, retomando los ejes señalados por Mackinnon y Petrone, los supuestos populismos de nuevo tipo apelaron a una integración fragmentaria, a través de programas económicos, por ejemplo, que erosionaron la ciudadanía y la institucionalización y organización de la sociedad civil. El llamado neopopulismo estuvo lejos de promover políticas distribucionistas y, por el contrario, propulsó fórmulas de Estado mínimo inspiradas en aquello que trascendió como Consenso de Washington. Además, la clase obrera fue la principal perjudicada por esas políticas, que negaron, cuando no arrasaron, con buena parte de las conquistas en materia de ciudadanía social. La pobreza fue el signo característico de los mal llamados neopopulismos, en rigor, regímenes socialmente excluyentes y fragmentarios. En cambio, y en remarcable contraste con estos, los populismos “clásicos” (Drake, 1982) o “efectivos” y “exitosos” (Knight, 2005), en definitiva, los que aquí denominamos Estados Populistas, se basaron en la movilización a través de la incorporación social de las masas, a través de una proliferación de derechos sociales, y en la incorporación política, a través de la participación mediada por el Estado y las corporaciones. Se basaron, también, en la incorporación simbólica de las masas a través de una noción extensiva e inclusiva de pueblo de carácter nacionalista. Así, una variable crucial para entender y distinguir el fenómeno populista es la lucha de clases, que el populismo conculca bajo la idea-fuerza de “compromiso”.

Si se presta atención a la dimensión de clase, el abanico de posibilidades históricas que se abre con la crisis de 1930 abarca una variedad de trayectorias difícilmente resumibles en un patrón único. Dos autores, con objetivos y objetos diversos, señalan la importancia del antagonismo de clase típico: Ian Roxborough (1981) y Perry Anderson (1988) –quizá para contrapesar esa idea muy difundida a partir del clásico trabajo de Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto (1990), que asume que la incorporación de la clase media es un factor crucial para entender la coyuntura crítica de los años treinta–. En efecto, la incorporación de las clases medias fue un proceso que se inició dentro de la fase de dominación oligárquica (como se ha visto en el capítulo 4), mientras que la incorporación de los trabajadores urbanos y rurales fue un proceso (revolucionario o reformista) iniciado contra la oligarquía.

Los populismos no rompieron con la lógica burguesa de escisión entre sociedad y Estado y de su recomposición ilusoria mediante la asociación entre Nación y Estado. Como se sabe, la hegemonía burguesa se expresa bajo la forma de hacer equivalentes los principios nacional y estatal, siendo este el que ordena los valores (y sus relaciones) que definen la identidad de una comunidad. En este sentido, las clases obreras de América Latina no pudieron “elevarse a la condición de clase nacional” (para usar la expresión de Marx y Engels en el Manifiesto Comunista), es decir, recomponer y unificar a todas las clases populares. Apelando a categorías gramscianas puede decirse que, en sentido estricto, en los populismos, el proletariado no transitó desde lo clasista-corporativo hacia lo político-estatal, es decir, no generó un sentido colectivo de la acción o, si se prefiere, una voluntad nacional-popular. Así, la lucha de los trabajadores fue corporativa, no hegemónica (15).

Los populismos parecen haber potenciado, en el campo de las fuerzas políticas, el segundo momento de las relaciones de fuerza, esto es –superando el económico-corporativo– aquel en el cual los miembros de un mismo grupo social son conscientes de la solidaridad de intereses entre todos ellos, pero aún dentro del campo meramente económico. No avanzarían, en cambio, hacia el tercer momento, el más estrictamente político, aquel en el que se alcanza “la conciencia de que los propios intereses corporativos, en su desarrollo actual y futuro, superan los límites de la corporación de grupo puramente económico y pueden y deben convertirse en los intereses de otros grupos subordinados” (16).

En los populismos, fue el Estado el que absorbió la crisis de la burguesía al reorganizar a la sociedad civil y al consenso bajo la forma de una revolución pasiva. La burguesía nacional supo despojar a sus antagonistas históricos de las banderas de la justicia social y encolumnarlos tras objetivos de conciliación de clases, realizando cambios en las estructuras y descartando la posibilidad de realizar cambios de las estructuras. En este sentido, se trató de una exitosa operación de transformismo orgánico.

No obstante, si se piensa correctamente la cuestión de la traducibilidad de las categorías, es decir, renunciando a cualquier mecanicismo, no puede menos que coincidirse con la apreciación de Juan Carlos Portantiero (1981: 232) acerca de la peculiaridad del proceso latinoamericano vis-à-vis el europeo. En nuestra región, el proceso de constitución política de la clase obrera –o sea, como sujeto colectivo– no fue “un sucesivo crecimiento de la participación a partir del desarrollo de luchas sociales” expresadas luego como luchas políticas, sino un crecimiento “constitutivo de una crisis política y fundante de una nueva fase estatal en la que las clases populares, y en especial la clase obrera, que se conformaban en el proceso de industrialización, penetraban en el juego político antes de haberse constituido como clase con perfiles claros de acción corporativa”.

Con agudeza, Portantiero señala, tras admitir la ruptura que los populismos introdujeron en el proceso de articulación de la acción corporativa con la acción hegemónica, que en América Latina la superación de la crisis política desarrollada pari passu los procesos de crecimiento industrial desde 1930 “implicó un tipo de relación entre Estado y clases, un módulo sociológico de recomposición política” que cuestionó “la imagen clásica de las articulaciones entre sociedad civil y Estado”. Así, el modo en el que las clases populares latinoamericanas transitaron de la acción corporativa a la acción política fue sui generis: participaron “del sistema político sin expresar un sentido hegemónico” y no se constituyeron como pueblo por “el desarrollo autónomo de sus organizaciones de clase (o de los grupos ideológicos que se reclamaban como de clase)”, sino por “la crisis política general”, asumiendo el papel objetivo de “equilibradoras de una nueva fase estatal”. Es claro que a este desenlace contribuyó destacadamente el fracaso de las organizaciones de clase preexistentes en el pasaje de la acción corporativa a la hegemónica. Por tal razón, la recomposición de la unidad política de los trabajadores fue obra de los populismos mediante “la acción de elites externas a la clase y de líderes carismáticos”. El abandono de su externalidad respecto de la política fue, para la clase obrera, un proceso protagonizado por movimientos nacional-populares. De allí que los perfiles de la clase “quedaron habitualmente definidos por las peculiaridades del principal instrumento ‘propio’ que operó como puente para esa constitución: el sindicalismo de masas”.

Ahora bien: debe destacarse que “por más heterónomo que aparezca su comportamiento en términos de un modelo clásico de constitución, la presencia política de las clases populares estuvo casi siempre mediada por instancias organizativas ‘de clase’ y no por una pura vinculación emotiva con un liderazgo personal”. Así, el sindicalismo –“la instancia de mediación privilegiada para la inserción de las masas en el Estado”– fue un sindicalismo político que definió su acción en nombre de todos los trabajadores, teniendo “como principal interlocutor al Estado y no a la empresa” y buscando “colocarse en el sistema político como fuerza gubernamental” (Portantiero, 1981b: 232-233; itálicas nuestras).

En el mismo lugar, Portantiero (1981b: 234) señala una cuestión clave para los análisis macrohistóricos: que “el problema es que si efectivamente como proyecto estatal los populismos están en crisis, como fase de la constitución política de los sectores populares no sufren ese deterioro con la misma rapidez: la memoria histórica es más duradera como elemento fundante del sentido de la acción social. El populismo, en buena medida, como experiencia de clase, nacionalizó a las grandes masas y les otorgó ciudadanía. Fundó para ello, con mucha mayor productividad política que el internacionalismo de la II y la III Internacional, un terreno de lo ‘nacional-popular’ como principio articulador de la política de masas”.

La idea de Portantiero es estimulante incluso para pensar el presente. Aquí hemos avanzado en el sentido de distinguir el populismo como “proyecto estatal” históricamente situado. La inflación conceptual que ha padecido la noción de populismo ha sido alentada tanto por quienes han abrevado en ella por convergencias historiográficas, políticas e ideológicas, como por aquellos que por divergencias del mismo tipo la han rechazado pero siguieron colocando al populismo como pivote de sus reflexiones.

Los populismos paradigmáticos: cardenismo mexicano, varguismo brasileño, peronismo argentino

El populismo latinoamericano fue una experiencia observable históricamente en México (1934-1940), Brasil (básicamente durante la última presidencia de Vargas, 1951-1954, pero también bajo las de Jânio Quadros y João Goulart, 1960-1964) y Argentina (inequívocamente entre 1945 y 1955, pero no desaparecido por completo después del derrocamiento de Perón, extendiéndose más mal que bien hasta 1975). De los tres populismos, el único que se aproximó a la secuencia régimen oligárquico-populismo fue el de Brasil –pasaje que, como se ha visto, se dio vía una revolución política protagonizada por los sectores oligárquicos aperturistas–, todo esto si se consideran las tres primeras fases del varguismo (1930-1934, 1934-1937 y 1937-1945) como intentos fallidos de salida a la crisis de la dominación oligárquica. En Argentina, el populismo fue respuesta a la crisis de la democracia liberal, encarnada en el reformismo (“hegemonía pluralista”, según la expresión de Waldo Ansaldi; o “hegemonía compartida”, en los términos de Alfredo Pucciarelli) de la experiencia de la UCR en el Gobierno, y más tarde, a las contradicciones propias de una restauración conservadora mal lograda. En México, fue freno a la eventual mayor radicalización de la revolución, en el contexto de la crisis de la década de 1930, tal como se advierte en la exitosa (para sus promotores) desarticulación del bloque obrero-campesino durante la presidencia de Cárdenas.

En los tres casos, el fin de la dominación oligárquica se inició por la fractura de la clase dominante. En México se produjo entre 1910 y 1915 la etapa política de la revolución, que luego evolucionó hacia una revolución social, coronada por el señalado populismo de la década de 1930. En Brasil, la fractura se expresó durante la Revolución del 30, luego seguida por la dictadura del Estado Novo (1937-1945). Y en Argentina, ocurrió durante el reformismo yrigoyenista, pero la restauración conservadora (1930-1943) iniciada con el golpe militar encabezado por el general José Félix Uriburu fue un intento de reponer la dominación oligárquica. Puesto que el populismo mexicano fue una experiencia anterior a la segunda posguerra, la exaltación de la democracia fue consecuencia del origen revolucionario del fenómeno. En cambio, en Argentina y, fundamentalmente, en Brasil, la reivindicación de la democracia correspondió a la fase de “unidad interamericana” propia de la segunda posguerra.

En México, Lázaro Cárdenas asumió la presidencia en 1934 con el apoyo de una coalición muy heterogénea que, no obstante, abrevaba en la necesidad de atender los acuciantes problemas agrarios y de llevar adelante un proyecto económico nacionalista. Cárdenas fue el candidato del PNR, un partido fracturado internamente por las contradicciones propias de una revolución que todavía no había asestado su golpe final a la oligarquía. El cardenismo, con obreros y campesinos movilizados por la revolución, llevó a cabo una reestructuración de la sociedad mucho más radical que la de los populismos argentino y brasileño –dos fenómenos más decididamente urbanos–.

En los tres casos hubo un marcado énfasis social en la construcción de la democracia pero, en México, este énfasis derivaba de los cambios impulsados por el proceso revolucionario mismo, que había movilizado a la clase obrera y a los campesinos pero que todavía no se decidía por su real inclusión. Paradigmáticamente, la reforma agraria llevada adelante por el cardenismo, con alcance extenso, fue corolario y asignatura pendiente de la revolución iniciada en 1910. Cárdenas expropió latifundios centrales (por un total de 17.000.000 de hectáreas), transfiriendo las tierras a los ejidos (propiedad comunal) en tal magnitud que la mitad de la superficie agrícola cultivada quedó en manos de estos, a lo cual hay que sumar la multiplicación de la pequeña propiedad campesina individual.

En Brasil, el populismo se edificó sobre la experiencia del Estado Novo, pero también sobre la breve etapa democrática de 1934-1937. La ideología estadonovista se basaba en elementos propios de su época: el antiliberalismo y la demanda de un Estado fuerte y centralizado. Así, como se ha dicho en otro lado (Ansaldi, 2003c), en la confrontación político-ideológica de los años treinta, Brasil no fue vermelho (rojo), como querían los comunistas, ni verde, como aspiraban los integralistas. Fue verde e amarelho, como quería Getúlio Vargas. Entre 1935 y 1937, el líder logró desplazar a esos dos poderosos contendientes. Ya hemos señalado que el Estado Novo promulgó una nueva Constitución, elaborada por Francisco Campos –ministro de Justicia de Getúlio y destacada figura de la derecha autoritaria– e inspirada en las Cartas de los regímenes dictatoriales de Europa. Ella estableció la supremacía de la organización por sobre la participación y creó un Poder Legislativo pulverizado y convertido en Consejo Administrativo. Como es obvio, el Poder Ejecutivo estuvo fuertemente centralizado y personalizado en la figura de Vargas. El Estado Novo abrió una etapa de industrialización por sustitución de importaciones, la sociedad se urbanizó y la división social del trabajo se tornó más compleja, constituyéndose en base de una organización política corporativa fundada sobre el principio de la justicia social.

Veamos las grandes líneas de este proceso con algún detenimiento. El nombre, la figura y la acción de Getúlio Vargas ocuparon el centro de la escena política brasileña durante el lapso que va de 1930 a 1954, año de su suicidio. Durante este lapso es posible distinguir cinco momentos: gobierno provisorio (1930-1934), presidencia constitucional (1934-1937), dictadura y Estado Novo (1937-1945), presidencia del general Eurico Gaspar Dutra (1945-1951), retorno de Vargas a la presidencia y populismo (1951-1954).

El clima ideológico autoritario y antiliberal de los años treinta tuvo en Brasil sus fundamentos en las obras de Alberto Torres, Francisco José de Oliveira Vianna, Antônio José Azevedo Amaral, Francisco Campos, entre los más importantes intelectuales de esa tendencia durante la dominación oligárquica (17). Después de octubre de 1930 confrontaron varias propuestas autoritarias, de las cuales tres parecen ser las más relevantes: la de los tenentes, la integralista y la del Estado Novo. Ninguna de ellas bregaba por un sistema de partidos. La propuesta autoritaria de los tenientes tuvo peso en el comienzo del proceso inaugurado por el golpe, cuando confrontó con las posiciones de los oligarcas aperturistas. El proyecto tenentista fue, en lo político, un reformismo autoritario, estatista, corporativista, elitista y francamente partidario de la centralización político-administrativa del Estado y enemigo de las autonomías estaduales. Los oligarcas aperturistas, en cambio, se situaban en la posición opuesta.

En 1931, los oligarcas aperturistas y los tradicionales constituyeron frentes únicos en São Paulo, Minas Gerais y Rio Grande do Sul, asociaciones políticas que fueron expresión de la reunificación oligárquica, superando la escisión prerrevolucionaria. Los Frentes pasaron de inmediato de la escala estadual a la federal en pos de tres objetivos: nuevo Código Electoral, convocatoria a una Asamblea Constituyente y designación de un interventor civil y paulista en el Gobierno de este estado.

En tal situación, Vargas tuvo ante sí dos opciones. Si sus preferencias estaban más cerca de la posición centralizadora de los tenientes, su olfato político le permitió apreciar la fuerza del movimiento oligárquico y de la demanda constitucionalista. Finalmente, cedió a la presión de los oligarcas aperturistas. Decretó un nuevo Código Electoral (24 de febrero de 1932) y fijó fecha para elegir los miembros de la Asamblea Constituyente. El nuevo Código cambió algunas reglas: estableció el voto directo y universal, incluyendo el femenino (pero solo para alfabetos y alfabetas), dispuso la aplicación de la representación proporcional (sistema ya reclamado por Rui Barbosa en 1910) e instituyó la justicia electoral imparcial e independiente, encargada de resolver en materia de validez de las elecciones y proclamación de los candidatos. Frente a esta jugada, los tenientes carecieron de capacidad de reacción y terminaron no solo debilitando su posición sino favoreciendo la intensificación de la ofensiva oligárquica.

Dentro de este contexto se produjeron la ya citada insurrección de São Paulo, la convocatoria a elecciones de constituyentes y la reunión de la Asamblea. El levantamiento paulista comenzó el 9 de julio de 1932, encabezado por el Partido Democrático (PD), con importante participación de la clase media de la ciudad y el entusiasmo y el apoyo mediático de O Estado de São Paulo, el influyente diario de la familia Mesquita que llegó a detentar el liderazgo entre los conspiradores (Capelato y Prado, 1980: 47). La revuelta, cuya filiación suele definirse como constitucionalista liberal, originó una guerra civil prolongada a lo largo de casi tres meses, con un saldo de unos 700 muertos. Los esperados apoyos de grupos similares de Minas Gerais y Rio Grande do Sul no se produjeron o bien carecieron de envergadura suficiente, facilitando la represión del gobierno federal. Así, Olegário Maciel, en el primero de esos estados, y Jose Antônio Flores da Cunha, en el segundo, optaron por la adhesión a Vargas. Es explicable: finalmente, mineiros y gaúchos se habían coaligado, en 1930, para enfrentar el papel dominante de São Paulo, que el presidente Washington Luís Pereira había exacerbado con su decisión de postular, como sucesor, a Júlio Prestes, en detrimento de un candidato de Minas Gerais, conforme la política do café com leite. Todavía entonces, esa competición interoligárquica tenía vigencia y suplantó el temor al tenentismo. Por añadidura, en ambos estados los sectores que adhirieron a la revuelta paulista eran inequívoca expresión de la dominación oligárquica tradicional, expresada en los partidos republicanos estaduales, en este caso dirigidos por Borges de Medeiros y Artur Bernardes, “patriarcas de la República Vieja”, cuya adhesión a la conjura contribuyó a rotularla como “contra-revolución de los ‘oligarcas’ del antiguo régimen” (Skidmore, 1985: 37-38).

La insurrección paulista –a veces llamada, con exageración, revolução– ha sido motivo de conflictivas interpretaciones en la historiografía brasileña desde el momento mismo de su estallido. Aquí nos inclinamos por la de Maria Helena Capelato y Maria Lígia Prado, quienes sostienen que si bien la posición de O Estado de São Paulo –que negaba la imputación varguista de la intención separatista del Estado–, no era secesionista, es indudable la existencia, en São Paulo, de un grupo más radical partidario de la separación estadual del resto del país, tal como se podía apreciar en las columnas de O Separatista, una publicación efímera. Según Capelato y Prado (1980: 50), “el movimiento de 1932 surgió como una explosión de regionalismo paulista, en una tentativa desesperada de someter el gobierno central a su comando. Todos los partidos se unieron (con excepción de la Legión Revolucionaria) y la industria y el comercio sumaron fuerzas por el ‘ideal revolucionario’”. Prado (1986: 110-111) sostiene: “La cuestión política central hasta el movimiento de 1932 consistió en la lucha entre São Paulo y el gobierno federal. La insistencia en la fórmula de un ‘interventor y paulista’, como solución para la impasse creada por la intervención de João Alberto ocupó todo el debate político […] [los que Paulo Nogueira Filho] llama ‘autonomistas radicales’ eran, en verdad, separatistas. El separatismo paulista se ha constituido en un verdadero tabú en la historiografía brasileña. […] Entretanto, el separatismo fue un movimiento de amplia repercusión en São Paulo, estando profundamente entrelazado con el movimiento de 1932. Así, la sociedad paulista –o mejor, algunas fracciones de la clase dominante y sus aliados ideológicos de las clases medias– moviéronse abiertamente por el retorno de la constitucionalidad y, clandestinamente, por el separatismo”.

El desenlace de la guerra civil fue paradójico: la derrota militar de los paulistas marcó simultáneamente tanto el cénit del poderío tenentista como el comienzo de su declinación, pero también el triunfo político de los sublevados, pues la campaña constitucionalista continuó e incluso se intensificó: ya no fue solo “una bandera de lucha oligárquica”, sino “un verdadero movimiento social” (Forjaz, 1983: 491).

En cierto sentido, la confrontación entre tenientes y oligarcas aperturistas marcó una diferencia sustancial en la concepción de la democracia: social para los primeros, y meramente política para los segundos.

La derrota paulista frente a las tropas del Gobierno Federal, fue otra vuelta de tuerca en el camino de la desaparición del Partido Democrático, pues sus principales dirigentes –que, como dijimos, habían acompañado a aquella y algunos de los cuales incluso eran separatistas– fueron enviados a prisión. En opinión de Prado, el PD dejó un legado político-ideológico prolongado en el Partido Constitucionalista, en la efímera União Democrática Brasileira y finalmente, desde 1945, en la más duradera e influyente União Democrática Nacional (UDN).

Las elecciones (3 de mayo de 1933) otorgaron un amplio triunfo a los partidos oligárquicos y una representación minoritaria a los tenentes y algunas fuerzas aliadas (los “diputados clasistas” y algunos de estados del norte). A fines del mismo año, los tenientes perdieron el control político de São Paulo y Minas Gerais. Para completar la derrota, también fueron desplazados en el plano militar. Como ya ha sido adelantado en el capítulo 4, los resultados de las elecciones y la propia composición de la Asamblea Constituyente expresaron el claro predominio de las fuerzas estaduales-federales sobre las nacionales-centralistas, lo que no era otra cosa que el triunfo de la continuidad sobre el cambio, la persistencia de prácticas típicas de la República oligárquica. Contrario sensu, esos mismos resultados indicaron la debilidad de las fuerzas políticas transformadoras. Empero, por debajo de la más visible línea de continuidad, se despliegan algunas modificaciones irreversibles, como el reconocimiento de la necesidad de la intervención estatal en los planos económico, social e incluso político. Por lo demás, el triunfo de partidos estaduales o regionales no significó un rechazo u oposición a Vargas, cuyo poder se reforzó al inclinarse hacia la derecha y prescindir de los tenentes. Su elección por parte de la propia Asamblea, en julio de 1934, fue parte de esa definición, aun cuando tuvo oposición. El poder presidencial, no obstante, tuvo límites constitucionales, toda vez que la gestión del Poder Ejecutivo era controlada por el Consejo Nacional, y el Poder Legislativo ganó atribuciones.

El momento 1934-1937 fue expresión de posiciones encontradas. Las opciones eran varias: ¿centralización o descentralización?; ¿autoritarismo o democracia?; ¿protagonismo político o sujeción militar al poder civil?; ¿ampliación o restricción de la ciudadanía política y social?; ¿política de masas o política de notables?; ¿aceptación o rechazo de las reglas constitucionales?; ¿sindicatos autónomos o sujetos al Estado?

En materia de organización de partidos se desplegaron dos estrategias: una, la del tenentismo, buscaba crear un partido nacional unificador de las corrientes “revolucionarias” y con capacidad para enfrentar al “adversario reaccionario”. Los interventores en los estados –delegados del Poder Ejecutivo– fueron la pieza clave para alcanzar el objetivo del proyecto, desplegando su accionar en su respectiva jurisdicción, paso previo a la integración de los partidos regionales en una estructura nacional. Aun en un contexto “revolucionario”, los constructores de un nuevo orden político no fueron capaces de inventar una nueva tradición y fueron tributarios de la definida por los oligarcas: la idea relativamente innovadora de fundar un partido de alcance nacional no consiguió prescindir, en sus bases organizativas, del modelo regionalista de hacer política (como lo llamó alguna vez la historiadora brasileña Ângela Gomes). Inequívocamente, el proyecto era crear un partido político desde el Estado, orientado a asegurar el continuismo de Vargas. El resultado final fue un fracaso, acreditando un éxito parcial solo en los estados del Norte-Nordeste, donde se constituyó la União Civica Nacional (UCN), la cual no dejó de ser expresión de los anhelos de aquellos de afirmar, a escala nacional, sus intereses regionales, largamente postergados por la primacía de los del Centro-Sur.

La otra estrategia fue la de los sectores oligárquicos estaduales, que rearticularon sus fuerzas apelando a dos procedimientos: la reactivación de sus viejos partidos estaduales (como el Partido Republicano Paulista y el Partido Republicano Mineiro) y la creación de nuevos partidos, también estaduales, como el Partido Progressista (PP), en Minas Gerais, y el Partido Republicano Liberal (PRL), en Rio Grande do Sul. En esta segunda variante, “los partidos, a pesar de su dimensión regionalista, presentaban un principio de formulación distinta, toda vez que disputaban exactamente con los antiguos partidos republicanos, representando la fuerza y el prestigio de los interventores federales, directamente ligados y orientados por el jefe del Gobierno provisorio. Por lo tanto, aunque estas agremiaciones mantuviesen con las antiguas fórmulas partidarias de la República Velha una línea de continuidad, atestada por su carácter regional, de hecho significaban un enorme esfuerzo de renovación política de cuño nítidamente pragmático”. Mediante estos partidos regionales de nuevo tipo, “el príncipe conseguía fortalecerse, reforzando la tendencia centralizadora del Gobierno Provisorio, a través de innumerables y valiosos aliados” y sin afectar las reservas electorales de los grupos partidarios de la autonomía estadual (Gomes, 1986: 20).

Esta segunda doble estrategia revela, una vez más, la pauta de articulación entre un fuerte poder central y no menos fuertes poderes estaduales (ya señalada en el capítulo 4), en particular, en los niveles ejecutivos. Así, añade Gomes (1986: 20), “el montaje de la máquina partidaria regional es capaz de reflejar tanto el fortalecimiento del interventor y de parcelas de las fuerzas políticas locales como la penetración de la influencia del Gobierno central en el Estado y su creciente poder de interferencia”.

El integralismo –tan bien estudiado por Hélgio Trindade (1974)– fue otra de las tres grandes corrientes autoritarias que confrontaron en la década de 1930. Su ideología ecléctica, dice este politólogo, reunía un nacionalismo telúrico, el mesianismo místico del “destino histórico” de la nueva raza mestiza, el tradicionalismo social y religioso del integralismo portugués y del salazarismo, el estatismo romano, el corporativismo del fascismo italiano y el antisemitismo nazi. Nadie podría poner en duda su carácter antidemocrático... A diferencia del tenentismo, la AIB se organizó como movimiento de masas urbano (sectores de clases media y trabajadora), recurrió a ellas, las interpeló, movilizó y organizó. El papel asignado a la movilización de masas contrastó con el autoritarismo desmovilizador de Getúlio, la tercera corriente de ese signo en los años treinta brasileños. Según Trindade, esa discrepancia explica por qué ni la AIB ni su jefe, Plínio Salgado, pudieron ser cooptados por Vargas: el modelo desmovilizador del autoritarismo del Estado Novo era incompatible con el modelo societal movilizador, fascista, de los integralistas.

En este clima, en 1935, tras la derrota de la insurrección comunista, comenzaron las primeras acciones para las elecciones presidenciales de enero de 1938. En 1937 se constituyó la União Democrática Brasileira (UDB), que levantó la candidatura del gobernador paulista Armando de Salles Oliveira, del denominado constitucionalismo liberal, reclamando una “robusta democracia social”, con la fortaleza suficiente para resistir a la subversión de izquierda y de derecha. Un segundo candidato fue el antiguo tenentista José Américo de Almeida, de Paraíba, dirigente de la Aliança Liberal en 1930, a quien se consideró candidato del Gobierno. El escenario mostraba otra vez dos actores: un candidato de la oligarquía del centro-sur, y otro, nordestino, del proyecto tenentista. Y las dudas: ¿una región u otra?, ¿democracia política o democracia social? En junio, los integralistas proclamaron a Plínio Salgado; he aquí un hecho significativo, argumenta Trindade: el movimiento se transformó en partido y aceptó las reglas de juego de la denostada democracia liberal. Esta tercera candidatura introdujo una novedad sustancial: una fuerza nacional movilizadora que definía como enemigos al liberalismo, el socialismo, el capitalismo internacional, el judaísmo y la masonería, y que –fundándose en un cálculo de posibilidades– adoptó una variante táctica que implicaba confrontar según reglas que despreciaba.

Las dudas de Vargas respecto de su delfín alimentaron la confusión, que, por lo demás, jugó en favor del propio presidente, algunos de cuyos allegados –y posiblemente él mismo– comenzaron a pensar en la posibilidad de la continuidad getulista. A ella contribuyó el anticomunismo. En efecto, aunque derrotados, los comunistas siguieron siendo, a los ojos de la derecha, un enorme peligro. Dentro del Ejército, un sector de peso desanduvo sus pasos y planeó la intervención en la política apelando al golpe de Estado. Según Gomes, lo que en 1934 se pensó contra Vargas, en 1937 se pensó en favor de Getúlio. Adicionalmente, en los preparativos del golpe se involucró el integralismo –a través del plan Cohen de Mourão–, conforme su modo de hacer política preferido: el asalto al poder. El Plan Cohen fue preparado por el capitán Mourão Filho –a la vez agente del Servicio Secreto del Ejército y jefe del Estado Mayor de la Milicia Integralista– en las propias oficinas del Estado Mayor del Ejército (legal), lugar de trabajo del capitán, lo que facilitó su conocimiento por el general Pedro Aurélio Gôes Monteiro. El plan fue adjudicado luego a los comunistas, procurando mostrar el peligro que estos representaban para Brasil. Así fue difundido por radios y diarios, informándose que había sido secuestrado en un operativo de las fuerzas militares. En realidad, fue un ejercicio interno de los integralistas que procuraba mostrar cómo, estratégicamente, los comunistas húngaros tomaron el poder en 1919, de donde extraían el cómo debía lucharse en tal situación. Salgado dirá, mucho más tarde, que en su momento no desmintió la falsedad del plan para no “desmoralizar a la única institución que tenía condiciones contra el comunismo en Brasil, que era el Ejército”.

Debilidad y división de las fuerzas políticas tradicionales y de sus variantes pos 1930, desarticulación y represión de la izquierda, apoyo integralista y militar, incremento del autoritarismo presidencial y retroceso de los límites legislativos... He ahí una combinación nada favorable para una respuesta democrática a las dudas de una sociedad que demandaba cambios. El Plan Cohen permitió “justificar” la ruptura de la legalidad jurídico-política. El 10 de noviembre de 1937, un golpe de Estado puso fin al segundo momento del proceso abierto en octubre de 1930 y abrió el tercero, caracterizado por el intento de dar una solución a la crisis de la dominación oligárquica mediante un explícito fortalecimiento autoritario del Estado.

El nuevo golpe mantuvo a Getúlio en el ejercicio del poder, clausuró el Congreso, promulgó una nueva Constitución, instauró una dictadura, derrotó el integralismo y profundizó cambios estructurales. El Estado Novo fue una solución a la crisis de la dominación política oligárquica que no expresó ni las reivindicaciones de la vieja clase dominante liberalizada, ni las demandas de transformación de los tenentes, ni fue síntesis de unas y otras. El Estado Novo resolvió parcial y temporalmente esa crisis, mas no pudo institucionalizar tal resolución ni afirmarla en la sociedad civil, toda vez que la dominación no se transformó en dirección o hegemonía, ni fue acompañada de esta. Conforme la línea de interpretación propuesta por Weffort, puede decirse que el Estado Novo no fue solo un nuevo Estado: fue también un formidable paso adelante en el proceso de construcción de un Estado moderno, nacional, proceso realizado a partir de la cúpula estatal y no de la propia sociedad.

Al respecto, Adriano Luiz Duarte, en una inteligente lectura de una de las hipótesis de Maria Helena Capelato, propone una interesante síntesis (notablemente crítica) de la situación de ambigüedad característica del Estado Novo. Capelato señaló que tanto el varguismo como el peronismo sustituyeron al ciudadano/individuo de la doctrina liberal por el ciudadano/trabajador, es decir, un nuevo patrón de ciudadanía. La condición de ciudadano ya no se definía tanto por la posesión de derechos civiles y políticos, sino por la de derechos sociales, de donde la realización plena de la ciudadanía (y de la democracia) se conseguía mediante la justicia social (cuyo peso fue mayor en el peronismo que en el varguismo), no por la libertad. En el caso brasileño, ciudadano era sinónimo de buen brasileño y “el buen brasileño era el que trabajaba por la grandeza de Brasil, respetando el orden” (lo cual se tradujo en la prohibición de las huelgas). El trabajo devino, pues, el primer deber, al mismo tiempo que era el primer derecho. “La formación del ciudadano/trabajador implicaba el disciplinamiento del trabajo” (Capelato, 1998: 173-174, 177 y 190).

La novedad del Estado Novo, argumenta Duarte, consistió en la ampliación de la esfera pública, en la cual los trabajadores –al menos los urbanos– pasaron a ser considerados ciudadanos, a ser incluidos, a ser parte de la Nación, en contraste con la República Velha, que los había excluido. “Definida a partir del trabajo, la noción de ciudadanía fue modelada, normatizada y circunscripta”. Mas lo que se enunció no se efectivizó, de modo que los derechos fueron declarados, mas no practicados. “Y lo que el Estado Novo veía como ciudadanía era la práctica de la obediencia, de la devoción y de la gratitud por el favor concedido”. El resultado, añade el mismo autor, fue la limitación de la participación política y, por ende, una restricción de la ciudadanía. El ciudadano no se constituyó plenamente pues, paradójicamente, “[e]l movimiento que incorporó a los trabajadores al universo de los derechos y de la ciudadanía, en verdad, fue el mismo que destituyó y solapó sus posibilidades, al mismo tiempo que las enunciaba. En esa medida, el Estado fue el gran desorganizador de la ciudadanía”. Esa exclusión social, en definitiva, “no fue el precio de la modernidad por la vía autoritaria, fue su condición”. Más aún: “La más evidente consecuencia de esa exclusión fue la institucionalización de la sospecha generalizada, porque todos los que no se encuadraran en el modelo refundado de ciudadano y de trabajador serían pasibles de sanciones” e incluso de marginación (Duarte, 1999: 323, 325 y 327).

Según algunos autores, el Estado Novo realizó en 1937 lo que se prometió en 1930, interpretación que contrasta fuertemente con la que ve en 1930 una promesa incumplida de democratización, por lo cual 1937 fue un resultado paradójico. Estas interpretaciones contrapuestas atienden solo a la dimensión política de la organización de la dominación de clase, mas soslayan otros elementos de complejidad del proceso. Puede decirse que este encerró, desde su inicio en 1930, una dialéctica perversa, una contradicción sin solución: democracia política sin democracia social frente a democracia social sin democracia política.

Los años 1930-1937 fueron de lucha por la dominación y/o hegemonía política. Durante estos años, la fracturada clase dominante no logró articular una solución consensuada, ni permitió que una fracción lograra subordinar a las otras (tal como la burguesía cafetalera lo hizo a lo largo de la República Velha). Ninguna de las clases subalternas, a su vez, generó un “espíritu de escisión” con la fuerza y viabilidad suficientes como para constituir un sistema hegemónico alternativo. En este contexto, no extraña que el Estado se haya elevado por encima de las clases y finalmente se haya fortalecido y convertido en garante de las clases dominantes, pese a afectar los intereses inmediatos (mas no los estratégicos) de estas. Como lo dice Eli Diniz (1986: 84), “el fortalecimiento del Ejecutivo [durante el Estado Novo] aparece como condición de preservación del orden y, por lo tanto, de sobrevivencia de los grupos dominantes”, lo que no implica que el Estado tuviera la condición de “capturado” característica del período oligárquico; por el contrario, este adquirió un notable grado de autonomía, dentro del cual el Ejército desempeñó un papel estratégico, que fue más allá de la propia corporación militar e influyó en el crecimiento industrial (aunque no lo controlara) y en el proceso de centralización política.

El Estado Novo puede interpretarse como una revolución pasiva o revolución-restauración, interpretación con la cual coincide Carlos Nelson Coutinho (1986: 15-16), para quien la dictadura de Vargas (1937-1945) puede caracterizarse como “revolución pasiva” o “restauración progresista”. En tal perspectiva, ese Estado cumplió lo que Gramsci llamaba funzione piemontesa, según la cual el proceso de transformación es conducido por un Estado que sustituye y dirige a clases o grupos sociales. Esa función refuerza al Estado, en detrimento de la sociedad civil, y privilegia el uso de la dominación, incluso dictatorial, por sobre la dirección o hegemonía.

El Estado Novo profundizó una etapa de industrialización por sustitución de importaciones que no fue acompañada de transformaciones estructurales agrarias. La sociedad se urbanizó crecientemente, al tiempo que la complejidad de la división social del trabajo se incrementó. Esta sirvió de base a una organización política corporativa concebida como una democracia de nuevo tipo, fundada sobre el principio de la justicia social. Según la interpretación de Gomes (1988: 222 y ss.), tal concepción supone asignar al Estado la finalidad de consagrar el bien común, entendido como justa delimitación de los intereses de cada uno. Al tiempo que niega el liberalismo político, proclama la voluntad de corregir los excesos del liberalismo económico. La negación es doble: de la concepción de la división de poderes –sustituida por la de “armonía”– y de la existencia de los partidos políticos y su reemplazo por uno único, “el partido del Estado, que es también el partido de la Nación”, según proclamaba Azevedo Amaral. Es decir: como en la dominación oligárquica organicista (1889-1930), el Estado Novo (1937-1945) no admitió la disidencia. Fue más allá aún: al identificar al Estado con la Nación, dice Gomes, eliminó “la necesidad de cuerpos intermediarios entre pueblo y gobernante”, sustituyéndolos por órganos técnicos y corporaciones que atendían “las verdaderas necesidades sociales por la observación y por la experiencia directas”.

En el Estado Novo, añade la misma analista, el pueblo fue concebido como “un cuerpo político jerarquizado por el trabajo. […] El trabajador brasileño era el ciudadano de la democracia social y el hombre de la nueva comunidad social”. El modelo de representación estadonovista combinó “la eficiencia de la organización corporativa de representación de intereses con la fuerza de la representación simbólica corporizada en el Presidente [concebido como pai dos pobres]. […] El contrato de fundación del Estado establecía […] una relación personal (lo que es diferente de individual) entre el jefe de la nación, materializado en la ‘persona moral’ del presidente Vargas, y todo el pueblo trabajador, entendido como una ‘persona colectiva’ y no como una colección de individuos” (Gomes, 1988: 227 y 251).

Vargas estableció el poder del Estado como institución, y este comenzó “a ser una categoría decisiva en la sociedad brasileña”. Fue un Estado que, sin dejar “de ser solución de compromiso y de equilibrio” entre los grupos económicamente dominantes, pasó “a condición de árbitro que decide en nombre de los intereses nacionales” (Weffort, 1980: 51). La mediación con la sociedad prescindió de los partidos políticos y, si bien apeló a instancias corporativas, se ejerció mediante el formato de representación estatista (18).

El proyecto autoritario estadonovista fracasó. Cuando, hacia 1944, comenzó a plantearse la necesidad de reformar el Estado Novo, la defensa del corporativismo se fundó “en articulación y no en oposición a las transformaciones que el régimen tendría que sufrir. […] El corporativismo democrático brasileño debía ser construido por la compatibilización de un Estado fuerte con un individuo libre; de una política de protección al trabajo con una política de defensa del capital” (Gomes, 1988: 278 y 280).

En efecto, hacia 1944, el propio desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, el alineamiento del Gobierno brasileño detrás del norteamericano y la intensificación de los reclamos por parte de instituciones de la sociedad civil en pos de la democratización política hicieron inminente la convocatoria a elecciones libres. Téngase presente que Brasil había declarado la guerra a Alemania e Italia en 1942 y que participó efectiva y materialmente del enfrentamiento bélico. La estrecha colaboración del Gobierno estadonovista con Estados Unidos había incluido el permiso para la instalación de bases aéreas norteamericanas en la región Nordeste del país y el envío de tropas para combatir en Italia junto a la US Army en 1942. En retribución, Brasil recibió un fuerte préstamo del Export-Import Bank para la construcción de la siderurgia nacional. En febrero de 1945, después de la Conferencia de Yalta, un diplomático norteamericano viajó a Rio de Janeiro para exigirle a Vargas la redemocratización del país y el reconocimiento de la Unión Soviética. Las relaciones diplomáticas con esta se reestablecieron el 2 de abril de ese mismo año.

En el plano interno, las demandas de democratización política habían comenzado a acentuarse en 1943, levantadas por una oposición dividida en, al menos, tres grandes corrientes: los liberales, los antiguos núcleos oligárquicos regionales y los comunistas, cuya fuerza y capacidad de movilización era notable (a pesar de la represión) y con los cuales Getúlio intentó –“olvidando” 1935– un acercamiento que le permitiera ampliar su margen de maniobra. En 1944, por insistencia de instituciones de la sociedad civil, las demandas de democratización política se intensificaron y reaparecieron los partidos políticos como expresión de la mediación entre la sociedad civil y el Estado. Así, se fundó la União Democrática Nacional (UDN), considerada en sus inicios como una especie de frente integrado por los opositores a la revolución de 1930, por los que se consideraban traicionados por Vargas y por los descontentos con el autoritarismo estadonovista. Asimismo, el propio Vargas alentó dos formaciones políticas afines a sus posiciones, el Partido Trabalhista Brasileiro (PTB), creado a partir de la estructura sindical corporativa, y el Partido Social Democrático (PSD), que lo fue desde las estructuras regionales de poder establecidas por el régimen –fazendeiros y antiguos coroneles– y que combinó el conservadurismo con un tímido reformismo social.

En abril de 1945, Vargas proclamó la amnistía de los dirigentes comunistas presos, incluyendo a Prestes, y otorgó reconocimiento legal al Partido Comunista do Brasil (PCB). Aunque el comunismo solo pudo actuar legalmente entre 1945 y 1947, su participación en esta coyuntura electoral fue muy destacada, no solo por su papel en el movimiento queremista (por la consigna “Queremos Getúlio”) sino también por la destacada actuación en las elecciones presidenciales, realizadas en diciembre de 1945, en un marco de disputa pluripartidaria que constituyó toda una novedad en el país.

Inicialmente, el PSD levantó la candidatura del ministro de Guerra de Getúlio, el general Eurico Gaspar Dutra, y la UDN, la del brigadier Eduardo Gomes (un ex tenente devenido uno de los más importantes comandantes de la aviación); posteriormente, se sumó la del PCB, el ingeniero Iedo Fiúza, ex prefecto de Petrópolis, un extra partidario. Por su parte, el PTB impulsó, en principio, la reelección de Getúlio –campaña iniciada por el movimiento denominado queremista, dentro del cual, como se dijo arriba, también participaron activamente los comunistas–, pero luego terminaron apoyando a Dutra, que tenía el beneplácito de Vargas, expresado en la consigna “Ele disse: vote em Dutra”. El viraje no fue ajeno al derrocamiento de Vargas, el 29 de octubre de 1945, por los jefes militares, a la cabeza de los cuales estaba el ministro de Guerra, el general de brigada Pedro Aurélio de Góis Monteiro.

El golpe fue la respuesta de los oficiales de las Fuerzas Armadas a las ambigüedades políticas del presidente, sospechoso –a los ojos de aquellos– de inclinarse hacia la izquierda, de movilizar a los trabajadores en su propio provecho y de aspirar a su reelección. Aunque organizaciones de la sociedad civil –particularmente los partidos– se beneficiaron con el golpe, no fueron ellas quienes lo decidieron y concretaron, sino el Alto Comando del Ejército, o sea, un “un acto de fuerza por parte de los generales”, según bien señala Skidmore (1985: 78). Cayó el Estado Novo, mas el prestigio político de Getúlio se multiplicó. En 1950 volvió por la vía electoral.

En las elecciones de diciembre de 1945, el general Dutra obtuvo 55,39% de los votos, el brigadier Gomes 34,74% y el ingeniero Fiúza 9,7%. El Congreso (que funcionó también como Asamblea Constituyente), con un total de 328 bancas, se integró con 54% de pesedistas (177 escaños); 26,5% de udenistas (87); 7,3% de trabalhistas (24), 4,6% de comunistas (15); y 7,6% de cinco partidos pequeños (25).

La trascendencia histórica de estas elecciones reside, en primer lugar, en la incorporación definitiva de los sectores medios y bajos de las clases medias a la participación electoral y el acceso a ella de la clase obrera, aun cuando solo el 10% de esta tuvo acceso al espacio de la decisión política. Un segundo punto relevante fue la visibilidad de un sistema de partidos –con todas las flaquezas que se le quiera endilgar– que, siendo plural o multipartidario en apariencia, en rigor, lo fue de tres grandes fuerzas nacionales a las que acompañó una constelación de pequeños partidos. La aparición de un nuevo sistema partidario –por fin, un efectivo sistema de partidos o, al menos, lo más próximo a él– implicó el desmantelamiento del construido por la dominación oligárquica, con su práctica excluyente de la ciudadanía. Empero, no debe desatenderse la crucial continuidad de la estructura de relaciones corporativas en sectores claves de la sociedad civil (sindicatos obreros, asociaciones empresariales) y del propio Estado (Fuerzas Armadas).

En Argentina, el resultado de la confrontación ideológica derecha-izquierda de la década de 1930 fue más complejo y menos visible. Allí, la cuestión política estuvo más vinculada a la frustración del proceso de transición de la dominación oligárquica a la democrática (1912-1930), y a la confrontación por la hegemonía cultural entre liberales y católicos (19). Casi todo ese período (desde 1916) se correspondió con el del radicalismo en el Gobierno, sumido en la tensión entre las demandas de democracia política y de justicia social. Cada una de esas demandas fue prioritaria para clases diferentes: las clases medias enfatizaban la democracia política como primera solución; la clase obrera, el incipiente pero combativo proletariado urbano y los trabajadores rurales exigían prioritariamente la justicia social. Si bien Yrigoyen decía aspirar a ir más allá, los radicales se definieron por la democratización política, como el peronismo más tarde, frente a la misma tensión, optó por dar prelación a la demanda de justicia social.

El radicalismo triunfó en las elecciones presidenciales de 1922 y de 1928, con el 48 y el 58% de los votos, respectivamente. Sin embargo, esta primacía electoral no se tradujo en una efectiva hegemonía política y, sobre todo, no contribuyó a solidificar el sistema partidos políticos/Parlamento como vehículo de mediación entre la sociedad civil y la sociedad política. Así, los años veinte se presentan de un modo ambiguo: por una parte, la aparente consolidación del sistema electoral democrático definido por la ley Sáenz Peña; por la otra, las crecientes dificultades de los partidos y del Parlamento para canalizar eficazmente las demandas de la sociedad civil.

Yrigoyen combinó la potenciación de los poderes presidencialistas con la apelación al protagonismo de las asociaciones de interés o corporaciones. La creciente participación de estas en la función de mediación entre la sociedad civil y el Estado se reforzó, así, por un doble movimiento convergente, del que participaban el propio gobierno radical y las fuerzas sociales y políticas opositoras. Dicho con otras palabras: el vacío producido por la ineficacia de los partidos y el Parlamento en la mediación democrática tendió a ser cubierto por las asociaciones de interés, por las corporaciones. No se trata solo de las burguesas –la Sociedad Rural, la Unión Industrial, la Bolsa de Comercio y otras–, sino también sindicatos obreros, la Federación Agraria de los chacareros, las asociaciones representativas de las colectividades de inmigrantes, etc. Así, la mediación corporativa –una de las dos que constituyen el sistema político argentino (la otra es la mediación partidaria)– adquirió un peso creciente, si bien no todas las asociaciones de interés ejercieron de igual modo ni con el mismo peso la función de mediación, ni tampoco la practicaron desde un mismo momento.

Los sectores oligárquicos de la burguesía argentina negaron la posibilidad de construir una alternativa de poder democrática y optaron por la mediación corporativa crecientemente no democrática. Los sectores democráticos de esa misma clase, de escaso peso, fracasaron en el intento de constitución de una fuerza política orgánica y, en mayor o menor medida, concluyeron practicando formas no democráticas de mediación entre las sociedades civil y política. Las clases medias urbanas, los chacareros pampeanos, los obreros industriales, rurales y de servicios, a su vez, también apelaron predominantemente a la mediación corporativa, a menudo democrática, pero con más frecuencia indiferente al carácter democrático o no democrático de ella. La posición de sindicatos obreros y la de la Federación Agraria Argentina bajo la dictadura del general Uriburu o la semidictadura de su sucesor, el general Justo, constituyen ejemplos de ello.

Durante los catorce años de gobierno radical, la hegemonía burguesa tomó la forma pluralista, tendiendo a expresarse a través de una red de instituciones que operaban como mediadoras entre la sociedad civil y la sociedad política, paulatinamente debilitada en su componente de partidos políticos y reforzada en el componente corporativo. Es cierto que ello podría haberse expresado como fortalecimiento de la sociedad civil, pero de hecho se trató de un fortalecimiento corporativo, no democrático, a mediano plazo más efectivo para reforzar el poder estatal y las tendencias favorables al ejercicio coercitivo del poder político. La generalización de una cultura política golpista (referida no solo a la práctica del golpe de Estado, por cierto) apuntó en igual dirección.

Según la hipótesis expuesta en otros textos (Ansaldi, 1993; 1994; 1995) durante la hegemonía pluralista de la burguesía –esto es, el tiempo del ejercicio del Gobierno por el radicalismo– se hicieron explícitas todas las tendencias estructurales que apuntaban, más allá de la apariencia democrática, a trabar decisivamente la construcción de un orden social y político genuina y sólidamente democrático, en el marco de una sociedad obviamente definida por relaciones de producción capitalistas. La clave reside en el papel de uno de los componentes del sistema hegemónico burgués, el de la estructura agraria, más específicamente, las relaciones existentes entre las transformaciones operadas en su interior, con las estructuras de clases y de poder. La relación entre la estructura agraria y la estructura social global es el núcleo de la debilidad estructural de la democracia en Argentina. En tal sentido, uno de los elementos decisivos fue la retención de una parte muy considerable de poder político por parte de la burguesía (clase fundamental), al no producirse una ruptura a través de, por ejemplo, una eventual alianza entre sectores urbanos (obreros y clase media) y chacareros, base de una propuesta como la formulada por el socialista Juan B. Justo en pro de una democracia agraria.

Mientras hubo movimiento en la estructura agraria, la hegemonía burguesa fue firme. Cuando aquella empezó a cristalizarse, cuando la frontera agrícola pampeana fue alcanzada, el sistema hegemónico comenzó a alterarse. En tal sentido, la década de 1910, plena de conflictos rurales y urbanos, es clave para entender ese proceso, aunque sus manifestaciones decisivas aparecieron recién en 1930, cuando la crisis articuló elementos específicos, internos, de la sociedad argentina con los provenientes del sistema capitalista mundial.

Si esto es así, la hegemonía burguesa duró el tiempo que llevó la definición y consolidación de la estructura económico-social del país sobre una base agraria. En la década de 1910 ya eran claras las características, la orientación e incluso los límites del modelo societal, de los sujetos sociales que lo componían y de sus expresiones políticas. Con su culminación se fragmentó el bloque histórico y se desencadenó una crisis orgánica sin solución. Esta fue preparada, en buena medida, por la colisión entre dirección política representativa (partidos y Parlamento) y dirección burocrática (o técnica) representada por un Poder Ejecutivo avasallante (probablemente menos durante la presidencia de Marcelo T. de Alvear, entre 1922 y 1928), colisión que potenció la mediación corporativa no democrática y finalmente se expresó como crisis de autoridad, de representación, de hegemonía.

En buena medida, el fracaso de la primera transición a la democracia se explica por la ausencia de genuinos sujetos democráticos. Si no se llegó a la democracia burguesa fue porque la burguesía no era democrática ni creía en la democracia. Pero entre las clases subalternas no fue mayor el grado de adhesión real a la democracia (no solo a la burguesa). Las formaciones políticas de izquierda a menudo planteaban la cuestión de la democracia con un carácter meramente instrumental. Las organizaciones obreras privilegiaron las reivindicaciones de la clase de atención urgente. El predominio de anarquistas y de sindicalistas revolucionarios, con su rechazo a la lucha política mediante el sistema partidos/Parlamento no fue ajeno a esta despreocupación por la cuestión de la democracia.

Las consecuencias no tardaron en manifestarse. El golpe de septiembre de 1930 y la dictadura militar que entonces se instaló ejemplifican dramáticamente la cuestión, aunque no tanto como sucederá entre 1976 y 1983. En la crisis de 1930, una crisis orgánica, la cuestión fundamental era típica: se trataba de la relación de las masas y el Estado. Más específicamente, entre las clases sociales y las formaciones políticas antioligárquicas –básicamente: clases medias urbanas, proletariado industrial, chacareros; formaciones políticas radicales, socialistas, demoprogresistas, comunistas– y Estado. En este contexto, tiene especial importancia la acción política de los Partidos Comunista y Socialista, con su oposición global, férreamente estratégica, a los gobiernos radicales, en particular a los de Yrigoyen. Como bien ha indicado José Aricó (1980), tal posición fue el resultado lógico de una forma de percibir los movimientos sociales, la política y la propia naturaleza del capitalismo. Es así como se percibió al yrigoyenismo –a despecho de su condición de movimiento nacional y popular– como enemigo frontal del proletariado, actitud que debilitó fuertemente el campo de las fuerzas antioligárquicas.

Los sectores sociales y políticos identificados por su oposición a la burguesía oligárquica no alcanzaron a constituir un bloque homogéneo y fuerte, capaz de asegurar el espacio de la joven democracia política. Por el contrario, se fragmentaron y confundieron al aliado potencial con el enemigo principal y allanaron el camino para el retorno de la burguesía antidemocrática. Durante los años 1912 a 1930, la democracia política se amplió, pero no se fortaleció. Su debilidad quedó patentemente demostrada en septiembre de 1930.

Los cambios políticos fueron varios y se produjeron sobre la base del ya señalado agotamiento del modelo agroexportador. Esos cambios fueron estructurales u orgánicos, unos, y de coyuntura, otros (20).

El primer movimiento orgánico fue la redefinición del modelo de acumulación y del papel del Estado respecto de los mecanismos económicos y las articulaciones sociales y políticas, en procura de un mejor reajuste de la sociedad argentina dentro del sistema capitalista mundial pos crisis de 1929. Esta redefinición, a su vez, llevó a otra, la de las relaciones de dependencia, en consonancia con el desplazamiento del centro hegemónico del capitalismo mundial del Reino Unido hacia Estados Unidos. Esta segunda redefinición se concretó, en el caso de Argentina, a partir de la segunda posguerra. La redefinición del papel del Estado fue particularmente evidente en el plano de la economía, en la cual intervino decisivamente, no solo regulándola ampliamente sino incluso como productor. El Estado fue reformado y la reforma acrecentó su fortaleza frente a la sociedad civil.

El segundo movimiento orgánico fue la generalización de las disidencias partidarias y la debilidad y crisis del sistema de partidos políticos/Parlamento como vehículo de mediación entre la sociedad civil y la sociedad política. Fue parte de la crisis de representación. La proscripción del radicalismo y su posición abstencionista (hasta 1935) y el oportunismo socialista de beneficiarse electoral y parlamentariamente de aquellas circunstancias fueron manifestaciones visibles de tal crisis. Su existencia originó el tercer movimiento orgánico, también señalado antes: el peso creciente de las asociaciones de interés (corporaciones) en tal mediación. La mediación corporativa tendió a funcionar de un modo no democrático. Reforzó el aspecto más negativo de una de las varias formas posibles de fortalecimiento de la sociedad civil.

El cuarto movimiento orgánico fue la reorientación estratégica del movimiento obrero, con el fin de la etapa de la acción directa y el afianzamiento del reformismo. Fue el triunfo de la concepción sindicalista en el seno del movimiento obrero, es decir, del sindicalismo independiente del partido político, proclive a la negociación como instrumento fundamental de lucha y sensible a la mediación del Estado en la conflictividad obreros/capitalistas. En los términos ya señalados (de Zapata), fue el triunfo del sindicalismo de negociación sobre el sindicalismo de confrontación.

El quinto movimiento orgánico fue la exacerbación de la politización de las Fuerzas Amadas –que devino partidización (el “partido militar”)– y su triple tendencia a escindirse del Estado del que forman parte (a) y de la sociedad (b), y a actuar corporativamente (c). Tendencia a escindirse del Estado y actuar corporativamente no quiere decir que las Fuerzas Armadas dejaron de ser parte fundamental de él y se constituyeron en una especie de poder dual o paralelo; tampoco que estuvieron desconectadas de fuerzas y/u organizaciones políticas, económicas y sociales. Significa que se comportaron, de ahí en más, crecientemente, de modo tal que se constituyeron en una institución autoelegida para elevarse por encima de la sociedad y del Estado, velar por la defensa de “los intereses de la Patria” (invariablemente con mayúscula) y decidir sobre la pertinencia y capacidad de los gobiernos civiles (a veces de los propios militares) para asegurar tal defensa. Obviamente, su inserción en la estructura productiva del Estado (Fabricaciones Militares, de Aviones) y, más adelante –décadas de 1960 y 1970– en la privada (vía integración de directorios de grandes empresas, incluso de capital internacional)– convirtió a militares argentinos en beneficiarios directos de intereses económicos particulares, tanto institucionales (esto es, específicos de las Fuerzas Armadas qua corporación), como estrictamente personales (de los oficiales involucrados en tales negocios). La vinculación con el poder económico generó una lógica según la cual esos intereses eran presentados como los “de la Patria”.

El sexto movimiento orgánico fue la ofensiva de la Iglesia en la lucha por la hegemonía cultural. Desde 1912, la Iglesia bregó por recatolizar a los trabajadores primordialmente a través de la ya mencionada Unión Popular Católica Argentina (UPCA). Ya se ha dicho que un documento eclesiástico emitido en ocasión de las elecciones presidenciales de 1931 prohibía a los católicos afiliarse a partidos y/o votar candidatos que propugnaran la separación de la Iglesia y el Estado, “la supresión de las disposiciones legales que reconocen los derechos de la religión, y particularmente del juramento religioso y de las palabras en que nuestra Constitución invoca la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia”, el laicismo escolar y el divorcio legal. Al establecimiento de la Acción Católica Argentina se sumó la realización del Congreso Eucarístico Internacional, en Buenos Aires, entre el 9 y el 14 de octubre de 1934. La enseñanza religiosa obligatoria fue concedida en la provincia de Buenos Aires por el gobernador Manuel Fresco, según decreto del 6 de octubre de 1936, y en todo el país por decreto-ley del presidente golpista general Pedro Pablo Ramírez, el 31 de diciembre de 1943, el mismo día en que, por otro decreto-ley, se declaró en estado de asamblea a los partidos políticos existentes, invocando que ellos no respondían a la realidad política de la Nación...

El séptimo movimiento orgánico aparecido en estos años fue la “institucionalización” de la violencia política ejercida sobre opositores –un fenómeno que ya ha sido señalado como característico de toda la región en estos mismos años–. La tortura de presos políticos, el asesinato de figuras políticas, la connivencia entre las fuerzas de choque y vigilancia con las fuerzas de coacción estatal fueron algunas de las expresiones de ese fenómeno.

A diferencia de Brasil, los años treinta en Argentina no estuvieron dominados por una figura excluyente como la de Vargas. Como se ha dicho en el capítulo 4, el liderazgo del teniente general Uriburu, con sus tendencias corporativistas y fascistizantes, no logró afirmarse y pronto debió ceder ante el ala menos reaccionaria del Ejército, la encabezada por el general Justo, quien, al frente de fuerzas conservadoras, fue electo presidente, en 1931, al vencer a la fórmula de la Alianza Civil constituida por los Partidos Socialista y Demócrata Progresista. Como también se ha dicho, la UCR fue proscripta y la política democrática no fue más que una ficción dominada por el “fraude patriótico”. Justo (1932-1938) fue sucedido por Ramón Ortiz, también conservador, quien intentó reencauzar al régimen en las prácticas democráticas. Fallecido al poco tiempo de asumir, a Ortiz lo sucedió el vicepresidente, Ramón S. Castillo, ubicado mucho más a la derecha, también impedido de finalizar el mandato, en este caso, interrumpido por el golpe militar de 1943.

Tras comparar las posiciones de las derechas brasileña y argentina, Beired (1999: 97-101) llegó a la conclusión de la existencia de varios denominadores comunes y algunas divergencias entre ellas. Según él, ambas coincidieron en un fortísimo antiiluminismo, en la reivindicación del realismo –entendido como presupuesto interpretativo construido a partir de un orden natural dispuesto por Dios, en el caso de los católicos, o de un orden natural positivo y no trascendental, en el de los positivistas (caso Azevedo Amaral y Oliveira Vianna)–, en la convicción de la responsabilidad del liberalismo en la generación de una disyunción entre país legal y país real, resultante de la imposición a ambas sociedades de un orden institucional y de valores ajenos y contrarios a sus realidades y tradiciones. En el caso brasileño, ello ocurrió con la proclamación de la República, en 1889, mientras que en Argentina acaeció unas décadas antes, en 1852, con la caída de Juan Manuel de Rosas, que era, también, el comienzo de la decadencia argentina, cuyo punto culminante se habría alcanzado durante los gobiernos radicales (1916-1930). La decadencia fue, en efecto, otra apelación de ambas derechas, solo que en Brasil se la percibía como iniciada con el fin del régimen colonial. En ambos casos, este período histórico fue reivindicado –con mayor o menor énfasis– y considerado una verdadera “edad de oro”, caracterizada por la armonía, la jerarquía, la felicidad, la tradición y el catolicismo. También compartían una visión conspirativa de la historia y la apelación a la figura de un salvador.

Beired sostiene que, en contrapartida con esas coincidencias, los presupuestos conceptuales con que los ultraderechistas argentinos y brasileños de los años treinta pensaron sus respectivas sociedades, muestran algunas (pocas) diferencias apreciables. A su juicio, los intelectuales brasileños hicieron sus críticas fuertemente influenciados por la sociología, particularmente notable en los casos de Azevedo Amaral y Oliveira Vianna (filiados en el positivismo), pero también en el de católicos laicos, como Tristão de Ataide. En cambio, la derecha nacionalista argentina tuvo un fuerte rechazo por esa disciplina, asociada al positivismo liberal, y fue muy receptiva de las premisas católico-conservadoras y de las concepciones de la extrema derecha francesa (Charles Maurras y Action Française).

Otra cuestión en la cual son apreciables diferencias es la de la conciencia de los intelectuales respecto de sus respectivas naciones. Para los brasileños, Brasil no era aún una nación –Plínio Salgado se refería, en 1933, a un pueblo dividido en veintiún grupos de interés–, mientras que para los nacionalistas argentinos, su país era uno de los más ricos del mundo de entonces, con una cultura cristiano-occidental construida –lo cual era motivo de orgullo y defensa– por una España baluarte del catolicismo (en particular durante la Contrarreforma) y de las tradiciones latinas. Cabe observar, empero, que para los católicos ultrarreaccionarios, Argentina no había podido convertirse en una potencia debido a la acción negativa de las naciones protestantes.

Como se ha visto, la confrontación de expresiones de derecha, oscilantes entre el autoritarismo y el totalitarismo, no se resolvieron de igual manera en Argentina y Brasil. En efecto, en Brasil, hubo un claro vencedor, en términos de liderazgo político: Vargas. El desplazamiento de sus grandes enemigos –particularmente los comunistas y los integralistas– permitió al dirigente gaúcho avanzar en otra dirección, la del Estado Novo. La ideología política de este, empero, no se modeló conforme un patrón doctrinario exclusivo y/o rígido, y su construcción se hizo con “varios y diferentes portavoces” y “una división de trabajo intelectual” entre quienes fueron parte de la tarea, como muestra la socióloga brasileña Lúcia Lippi Oliveira (1982: 48 y ss.). No debe colegirse, de allí, que la ideología no haya sido importante para el proyecto político estadonovista. Bien por el contrario: según destaca la historiadora Mônica Pimenta Velloso (1982: 71), ella tuvo “un peso fundamental”, en tanto se constituyó “en una doctrina de ‘obligación política’ para la sociedad civil”.

Por cierto, entre los componentes de la ideología estadonovista se constatan antiliberalismo, demanda de Estado fuerte y centralizado, y vertientes conservadoras que venían desde fines del siglo XIX y desembocaron en los fascismos europeos. Pero a diferencia de estos –argumenta Ângela Maria de Castro Gomes– en ella, la condena de la democracia liberal (partidos políticos, parlamentarismo, sufragio universal) implicaba, simultáneamente, un “esfuerzo sistemático de recuperación de la ‘democracia’ por oposición al liberalismo”, procurando construirla con un sentido social, no político. Se resuelve bajo la forma de “democracia autoritaria”, explicable a partir del “hombre/trabajador”, que era su destinatario. La obra solo era posible por el papel de un verdadero héroe, el presidente Vargas. Más aún, debía construirse una figura ejemplar responsable del éxito de la empresa. En esta especie de trabajo de Hércules, el líder era tanto “el gran ejecutor del proyecto” como “su propia materialización”. “Así, el proyecto político del Estado Novo combina[ba], en un mismo análisis, una visión estructural de la evolución histórica” brasileña y “una visión personalista” del proceso político del país (Gomes, 1982: 145-146). Finalmente, el propio Vargas se construyó, simbólicamente, como figura del “padre” (“pai”), representación que tendrá continuidad en la política populista (Oliveira, 1982: 46).

En Argentina, en cambio, el resultado de la confrontación, en cierto sentido, solo pudo apreciarse cabalmente al cabo de varios años. Mirado en esta perspectiva, pues, el rédito mayor fue para el pensamiento católico integrista, cuya impronta se hizo sentir en sectores ultraderechistas constituidos bien por civiles prestos para la acción directa contra sus enemigos, bien, muy en particular, por militares de todo rango. El fuerte influjo del catolicismo integrista se proyectó en sectores del peronismo, en cuya constitución desempeñó un papel nada despreciable, y en varios de los civiles y militares opuestos a ese movimiento popular. No fue, por cierto, casual que los aviones de los militares sublevados contra el gobierno de Perón, en 1955, llevasen escrita la leyenda “Cristo vence”. Los militares llevaron a la práctica las enseñanzas de sus maestros, alcanzando los niveles más brutales del horror durante la última dictadura (1976-1983).

Como en Brasil, en Argentina el proceso que llevó a Perón a la presidencia se articuló a partir de una situación de dictadura instaurada tras un golpe de Estado estrictamente militar –sin participación de fuerzas civiles, a diferencia del de 1930 y de los posteriores de 1951 (frustrado), 1955, 1962, 1966 y 1976–. El nacionalismo económico y la justicia social fueron dos banderas del nuevo Gobierno, que habían sido levantadas con mucho menos éxito en etapas anteriores.

En Brasil (y también en México, donde el cardenismo creó el PRM), el populismo se edificó sobre la consolidación de un sistema de partidos en escala nacional antes inexistente. En cambio, en Argentina, el populismo surgió en el marco de un sistema de partidos débiles pero con fuertes identidades partidarias. Dos partidos históricos se destacaban en ese sistema: la UCR, de alcance nacional, y el PS, espacialmente restringido a la ciudad de Buenos Aires y alguna que otra ciudad del interior país, pero con una incidencia política notable, inversamente proporcional a su caudal electoral (excepto durante el primer quinquenio de la década de 1930, cuando se benefició del abstencionismo del radicalismo). El Partido Laborista –inmediatamente disuelto tras el triunfo electoral de 1946, como se ha visto, para dar lugar al Partido Peronista, primero y más tarde y hasta hoy, Justicialista (PJ)– surgió en este contexto.

Durante el período 1946-1955, el peronismo impuso restricciones a la oposición y en consecuencia el sistema de partidos se polarizó. Así tomó forma el bipartidismo conformado por el PJ y la UCR, cuyo rasgo característico y de larga duración fue la exclusión recíproca y sucesiva del partido en la oposición y la impugnación recurrente del partido en el Gobierno.

Ahora bien, una característica del populismo es la redefinición de la comunidad política en términos simbólico-discursivos polares que de algún modo opacan la función típicamente liberal de los partidos políticos en tanto vehículos de la representación. Alejandro Groppo presenta un análisis del populismo desde la teoría del discurso político específicamente centrado en el varguismo y el peronismo, aunque mejor sería decir en los liderazgos de Perón y Vargas, argumentando que ambos procesos fueron básicamente diferentes, si no opuestos. Las diferencias se gestaron durante los que el autor llama períodos de emergencia. “El peronismo se basó en la división del campo social en dos sectores antagónicos: peronismo y anti-peronismo. […] En Brasil también hubo fronteras políticas visibles entre 1930 y 1945. Pero tales fronteras no eran del tipo Vargas /anti-Vargas. Esta división aparece tardíamente en Brasil hacia fines de 1943 y no implicó una división generalizada a lo largo de la formación política que condensara una variedad de temas heterogéneos entre sí”. La emergencia del liderazgo de Vargas es explicable “por la lógica de la diferencia”, mientras que la de Perón lo es, paradigmáticamente, por la “lógica del antagonismo” (Groppo, 2009: 434 y 443).

El mismo autor concluye considerando que entre 1944 y 1946 “el imaginario político del peronismo redefinió la comunidad política de la Argentina de una manera populista, pero luego retrajo este ímpetu inicial”, de modo que el peronismo pasó, en lo simbólico-discursivo, de la lógica de la emergencia a la de la diferencia, “una dinámica diametralmente opuesta” a la observada en Brasil entre 1930 y 1954, donde el varguismo comenzó con la lógica de la diferencia y concluyó “en una clara lógica de la equivalencia” (Groppo, 2009: 449-450). Pero esto ocurrió, señala, recién durante la última presidencia de Vargas, de 1951 a 1954, id est, durante la fase estrictamente populista de Vargas, lo cual complica su argumentación, que no distingue internamente –como sí lo hacemos nosotros– el período 1930-1954.

La construcción y el ejercicio de los liderazgos es una dimensión que ofrece líneas comparativas interesantes. Nuevamente, el populismo argentino y el brasileño se asemejan más y el mexicano es discordante. Como se ha dicho, Vargas y Perón fueron líderes altamente personalistas o, si se prefiere, los suyos fueron liderazgos notoriamente personalizados, como prueban los apelativos pai do povo, aplicado a Vargas, y Primer Trabajador y Líder de los Descamisados o simplemente El Líder, a Perón. El Tata Cárdenas estuvo lejos de tal construcción.

En el caso del peronismo, la construcción y el ejercicio del liderazgo tuvo un elemento muy particular: el liderazgo de Evita. Como señala Dora Barrancos (2007: 180), “la evolución azarosa que la llevó desde un humilde hogar bonaerense, en condición de hija ilegítima, a la profesionalidad actoral y a la relación amorosa con el coronel Perón, transformándose en ‘Abanderada de los Humildes’ ha sido objeto de muy importantes análisis”. La misma autora señala que María Eva Duarte de Perón fue transformándose en Evita a partir de su actuación extraoficial en el área de Trabajo y, significativamente, de regreso de su viaje por Europa, a partir de la movilización de mujeres por el sufragio femenino, aprobado en 1947 por ley conocida como Ley Evita.

A poco tiempo de creado el PJ, surgió la rama femenina, reunida en el Partido Peronista Femenino. En las elecciones de 1951, las mujeres accedieron a cargos de representación en proporción abrumadora para las cifras de la época (6 en el Senado, 23 en la Cámara de Diputados). Según Barrancos (2007: 188), “la alta cuota de presencia femenina en los órganos de representación […] constituyó un mérito del régimen peronista”. Barrancos también llama la atención sobre la tensión visible en la figura de Eva: “Por un lado, desplegaba una retórica conservadora apegada estrictamente al estereotipo femenino, toda vez que recordaba las sagradas funciones maternales y hacía gala de lugares comunes respecto a las competencias diferenciales de los sexos, y por otro, exigía la mayor disponibilidad para realizar el mandato doctrinario del gran líder, Perón, invitando a abandonar los hogares por su causa”. Para la autora, esta combinación de virtudes domésticas y valores públicos también estaba presente en las corrientes feministas. Más llamativo, en cambio, es, a los ojos de la misma autora, la “devoción de los descamisados”, que señala a Eva como un “sujeto político encarnado en un ser femenino” (Barrancos, 2007: 185).

Ahora bien: la relación líder/masa tenía la peculiaridad de presentarse como parte de un todo orgánico y armónico, de una “imagen de identidad colectiva en el plano del trabajo: los trabajadores (los hijos) se igualaban al jefe de la Nación (el padre trabajador). Mas en esa igualdad identitaria había una jerarquía: el jefe de la nación/padre era superior a los hijos/trabajadores, porque trabajaba más que todos y tenía responsabilidades mayores en relación con lo colectivo. Por eso tenía que ser obedecido” (Capelato, 1998: 178-179).

En México, como se ha dicho, el populismo fue un fenómeno surgido del proceso mismo de la Revolución, lo cual dio un carácter particular al liderazgo de Cárdenas, articulado con un movimiento preexistente y surgido desde abajo. Apoyado en el PRM, un partido con fuerte capacidad de disciplinamiento y cohesión social, Cárdenas consiguió afianzar la política institucional en detrimento de la caudillista, institucionalizando la revolución por la vía del populismo. Más allá de esta singularidad, como todo líder populista, Cárdenas se apoyó en su carisma para centralizar el control del Estado. En su campaña electoral, recorrió miles de kilómetros, penetrando en los lugares más recónditos, empapándose de los problemas de los campesinos que la Revolución había agitado. Una nota ilustrativa es que la oficina de telégrafos estaba abierta durante una hora todos los días para recibir quejas de campesinos y obreros sin costo alguno –según ilustra Petrone (2003)–.

El populismo mexicano comparte con el de Brasil una característica significativa: tanto Cárdenas como Vargas habían tenido una participación en el sistema político antes de llegar a la presidencia y conocían personalmente los vericuetos de la política tradicional de la oligarquía. En Argentina, en cambio, Perón llegó al Gobierno desde fuera de la política de partidos. Era un militar cuyo liderazgo se había perfilado durante la dictadura de 1943. Pero el suyo no fue un gobierno militar, pese a la importante presencia de oficiales en él; ni mucho menos, de las Fuerzas Armadas, si bien estas fueron –junto al Partido Peronista, la CGT y la Iglesia Católica– uno de los pilares fuertes del régimen.

En Brasil, Vargas supo sacar rédito propio de la Revolução de 30 y construir a partir de allí su liderazgo populista. Los militares habían influido directamente en esa revolución. Así, cuando en 1945 dieron el golpe que terminó con el Estado Novo y se abrió la fase democratizadora del varguismo, el presidente electo, Eurico Dutra, fue un militar (aunque no populista).

En México, en cambio, puede decirse que durante el Gobierno de Cárdenas la revolución se desmilitarizó. Y si bien tras el final de su mandato, el general Manuel Ávila Camacho (1940-1946) asumió la presidencia, este no construyó un gobierno militar. De hecho, fue el último militar que el partido de la revolución señaló como candidato oficial. El éxito de la desmilitarización es seguramente uno de los factores que contribuyen a entender el carácter estable de la democracia mexicana. En México, la dinámica de la democracia populista gestó su propio “reverso” (para retomar la propuesta de Arditi), que no es de ningún modo el totalitarismo (ni en México ni en ningún país de América Latina). En todo caso, cabe interpretar esta idea en relación con la identificación del Gobierno con el Estado, más aún del partido (sobre todo desde su conversión en Partido Revolucionario Institucional, PRI) con el Estado.

En los otros dos casos, las fuerzas militares privaron al populismo de su dimensión de amenaza dentro de los bordes de la democracia, al sancionarlo por la vía autoritaria directamente como “corrupción” y como “vicio” por la vía de golpes de Estado, que inauguraron dictaduras institucionales de las Fuerzas Armadas.

Córdova (1993: 135-145) acota que Cárdenas, al tiempo que se ocupaba de la organización de trabajadores, campesinos y empleados públicos, prestó especial atención al Ejército. Como es obvio, por la naturaleza de la institución, no se trataba de organizarlo y constituirlo como un sujeto político. “Se trataba más bien de hacerlo coincidir en sus intereses con la línea de masas adoptada por el Gobierno, liquidar los obstáculos que se seguían oponiendo a su plena institucionalización, mejorar sus condiciones de vida y elevar su nivel profesional”. En pos de tal objetivo, Cárdenas puso especial empeño en “mantener una buena imagen del ejército ante los trabajadores, como una institución a la que se debía la Revolución y de cuya existencia dependía que México pudiera progresar”.

El propósito del líder michoacano era llevar su política de masas a las Fuerzas Armadas, aun cuando ella, como bien señala Córdova, tuviese sus límites. La forma que Cárdenas encontró para lograrlo fue poner a los soldados “a trabajar junto con los obreros y los campesinos en obras de mejoramiento colectivo, ayudando a construir caminos, escuelas, albergues, etc., trabajo que tenía la virtud de poner a los militares, que provenían del pueblo, en contacto con la problemática popular que era el asunto principal de la política de masas cardenista”. Más aún, los militares se convertían en “agentes de primera línea” del proyecto de Cárdenas, dejando de ser “hacedores de guerra” para convertirse en “factores de paz”.

Institucionalmente, concluye Córdova, Cárdenas insertó a los militares en el PRM “como sector especial de carácter estamental”, inserción funcional a otros dos objetivos: “neutralizar el empuje de los obreros y de los campesinos y su peso” dentro del Partido, y “poner un freno al ejército mismo” al hacerlo partícipe de la política activa “en igualdad de circunstancias y de posibilidades con los demás sectores sociales”.

Por otra parte, Cárdenas continuó la práctica iniciada por Calles de habilitar a los militares la posibilidad de convertirse en empresarios y dedicarse a hacer negocios, dejando de hacer política. Fue un éxito, al menos con los “los militares de viejo cuño, más políticos que soldados”, los cuales “fueron desterrados por completo de la política de la Revolución”. Un buen ejemplo del final de esos “militares de viejo cuño” fue el fracaso del intento de golpe de Estado del general Saturnino Cedillo, con base en San Luis Potosí, pergeñado “al estilo de un caudillo rebelde de los años veinte”. Había sospechas, por otra parte, de connivencia entre el general golpista y representantes de las compañías petroleras expropiadas por el gobierno (Tobler, 1994: 652). Cedillo fue muerto por tropas leales al Gobierno, que lo perseguían, en enero de 1939.

Cómo Cárdenas, Perón era militar, solo que se trataba de ejércitos bien diferentes. El mexicano era nuevo, resultante de la Revolución, mientras que el argentino no había pasado por una situación de tamaña capacidad renovadora. No obstante, sus oficiales no eran ajenos a las incursiones en la actividad política de los civiles, exacerbada desde el golpe de Estado de 1930, pero no extraña a la precedente estrategia de la UCR, de acudir a los militares.

Para Rouquié, el apoyo dado por los militares –sobre todo del Ejército– a Perón, después de la gran movilización obrera del 17 de octubre de 1945, es explicable por el hecho de que, a despecho de prevenciones o reticencias, “Perón encarnaba el proyecto político de [el golpe de Estado de] junio de 1943: era el presidente de las Fuerzas Armadas” (Rouquié, 1982: 74).

Al igual que Cárdenas, Perón modernizó y expandió las Fuerzas Armadas. Entre 1945 y 1948, años de bonanza económica para el país, “las inversiones estatales en defensa nacional llegaron al 50,7% de las inversiones del Estado no directamente productivas”, un porcentaje que, años después, Antonio Cafiero, ministro de Economía de Perón, evaluó como excesivo (Rouquié, 1982: 75).

El Ejército constituyó, al menos durante la primera presidencia, uno de los sostenes del proyecto populista. No fue un dato menor la elevada participación de militares, retirados o en servicio activo. De hecho, fue la más alta registrada en un Gobierno constitucional (en las funciones de mayor jerarquía, osciló entre 25 y 34% durante los años 1946 a 1951). Pero la impronta de la presencia militar en la alta gestión gubernamental (ministros y secretarios nacionales, gobernadores provinciales) se hizo sentir en otro plano clave: inspiró la estrategia económica del gobierno, aunque es difícil distinguir entre “estilo militar de Gobierno” y “subordinación consciente o no de la actividad económica del país a los imperativos de la defensa nacional”, en un contexto, el comienzo de la segunda posguerra, dominado por la perspectiva de una Tercera Guerra Mundial. A esta perspectiva estuvo subordinada tanto la política de compras en el exterior (que en el caso de material civil y militar fueron elevadas en 1947 y 1948) como la de acopio de productos nacionales exportables, cuya venta se decidió postergar hasta el eventual momento de un alza de sus precios en el mercado internacional. Adicionalmente, el peso de lo militar en la gestión de Gobierno, vis-à-vis la eventualidad de la gran conflagración mundial, ayuda a entender la Ley de Organización de la Nación para Tiempo de Guerra, aprobada en septiembre de 1948, y la posterior de Delitos contra la Seguridad del Estado, de 1950, ambas devenidas, como es obvio, instrumentos de control político interno gratos a los militares.

La histórica rivalidad entre las distintas ramas de las Fuerzas Armadas “adquirieron un sentido político” durante el Gobierno peronista, que sistemáticamente favoreció al Ejército y la Aeronáutica, relegando a la Marina, fuerza que desde el inicio fue poco o nada favorable a Perón (responsable del conato de golpe de Estado de octubre de 1945 y del exitoso de septiembre de 1955).

Como Cárdenas, Perón apeló a las prebendas y beneficios económicos a favor de la oficialidad superior como modo de ampliar las adhesiones de los militares. Así, a partir de 1946, se otorgaron a oficiales de alto rango –los llamados “generales Cadillac”– licencias para importar automóviles (Rouquié, 1982: 86).

El general Perón, añade el politólogo francés, también tuvo la pretensión “de democratizar a largo plazo los cuadros del Ejército”, en particular mediante la suboficialidad, donde tenía más apoyo (expresado también electoralmente tras la modificación de la ley Sáenz Peña, de 1912, la cual excluía a los soldados del padrón electoral). El objetivo de democratizar el reclutamiento de los oficiales incluyó, entre los medios para alcanzarlo, la generación de facilidades para que los hijos de los suboficiales (como los de obreros y empleados) accedieran, becas mediante, al Colegio Militar, hasta entonces (1947), privativo de jóvenes de clase media o de la burguesía.

Al igual que Cárdenas, Perón intentó insertar a los militares institucionalmente dentro del Partido Peronista, como la cuarta rama de este (las otras tres eran la Femenina, la Masculina y la Sindical), pero no tuvo el éxito del líder mexicano y, por añadidura, terminó generando fuertes resistencias entre la oficialidad, con manifestaciones extremas como el intento de golpe de Estado del general Benjamín Menéndez, en septiembre de 1951, y el del atentado contra el propio Perón pergeñado por el coronel Francisco Suárez, en febrero de 1952.

A diferencia del caso de México, el populismo argentino exacerbó –aunque como efecto no deseado– la politización de los militares e, incluso, al menos entre 1955 y 1958, la conflictividad en el interior de las propias fuerzas, en particular dentro del Ejército, contribuyendo decisivamente al derrocamiento del líder popular y su régimen, y a la inestabilidad política e institucional. En junio de 1956, militares peronistas, encabezados por el general Juan José Valle, se levantaron en contra de la dictadura de la autodenominada Revolución Libertadora, pero el intento fue frustrado por el nuevo régimen, que reaccionó con una violencia sin par, ordenando el fusilamiento de 27 insurgentes (hubo otras 7 muertes en combate). Este hecho es clave para entender la violencia política en Argentina durante las décadas siguientes.

Asimismo, como Cárdenas, Perón se esmeró en crear, dentro de la clase obrera y de sus organizaciones sindicales, un sentimiento favorable a los militares. El centenario de la muerte del Libertador, general José de San Martín, en 1950, fue hábilmente aprovechado en ese sentido.

En el caso de Vargas, un civil, sus relaciones con los militares fueron de notable complejidad, ambigüedad y contramarchas. Al margen de la cuestión de los tenentes, sector militar con proyecto e impacto políticos –factor ausente en los populismos mexicano y argentino–, Vargas contó con respaldo militar para el autogolpe de noviembre de 1937, tras el cual se instauró el Estado Novo, y lo perdió en 1945, cuando los militares dieron el golpe contra Vargas. En 1954, los militares se complotaron otra vez contra Vargas, pero la crisis se zanjó con el suicidio del líder.

A diferencia de Cárdenas y Perón, Vargas no institucionalizó la participación militar en el partido de Gobierno, en su caso, en ninguno de los dos que le respondían. Posiblemente, un factor explicativo es la profunda politización y/o ideologización de las Fuerzas Armadas desde 1930, o tal vez antes, si tenemos en cuenta las insurrecciones tenentistas iniciadas en 1922. Esa politización dividió a los militares “en dos tendencias principales cuyos enfrentamientos públicos interrumpían la vida política” conforme “los cambios de los grupos dominantes en el seno de las Fuerzas Armadas, unas veces favorables a una política populista y nacionalista que estaba cerca de la de Vargas y sus herederos, y otras veces cerca de las posturas de los liberales conservadores”. Esa confrontación ponía límites y garantías a la autonomía del Gobierno. De hecho, “el sector hegemónico dentro de las Fuerzas Armadas” no solo “sancionaba y ratificaba los resultados electorales, sino que además todos los gobiernos tenían que neutralizar a sus adversarios en las Fuerzas Armadas con el fin de tener libertad de acción”. Ese “dispositivo militar” operaba como “expresión semioficial” y virtual de la institución militar y sin él “la estabilidad política era inalcanzable” (Rouquié y Suffern, 1997: 296).

El cuadro era aún más complejo en razón de un hecho importante, que Rouquié y Suffern señalan: “las actividades de los partidos y grupos políticos se extendieron a las Fuerzas Armadas, de manera más o menos institucionalizada”, de lo cual prueba elocuente es el hecho de que en las elecciones presidenciales de 1945, los dos principales candidatos –Eurico Dutra, oficialista, y Eduardo Gomes, opositor– eran generales. Hábil equilibrista, es posible conjeturar que Vargas prefirió no seguir la vía cardenista-peronista y getulizar a las Fuerzas Armadas.

Sin embargo, después del Estado Novo, Vargas sostuvo que se había apoyado en las Fuerzas Armadas para alcanzar tres objetivos:

1º) defender o Brasil; 2º) levar a termo um programa administrativo de grande envergadura; 3º) ampliar o desenvolvimento e a aplicação da justiça social em beneficio dos trabalhadores. Desde que me faltou o apoio das forças armadas, não poderia continuar no governo e dava por finda minha missão no exercício do cargo (apud Fonseca, 1989: 340).

Los populismos, como se ha visto antes, coincidieron en la integración del movimiento obrero mediante una política laboral radical en la cual los sindicatos fueron un factor crucial. En el peronismo y, sobre todo, en el varguismo, la integración se limitó al ámbito urbano. Tanto en Brasil como en Argentina, y siempre bajo la tutela del Estado, la legislación laboral constituyó el primer elemento de ciudadanía y de participación de las masas. En Brasil, el varguismo no implementó ni una reforma agraria ni la sindicalización de los campesinos y de los trabajadores rurales, si bien Vargas intentó, sin éxito, extender a estos la legislación laboral. En Argentina, a diferencia de Brasil, los campesinos no eran una clase numéricamente relevante. Allí, la demanda de justicia social se asoció con el proletariado, en particular (pero no solo) el industrial urbano. El Estatuto del Peón, una ley protectora de los aún más postergados trabajadores rurales, fue un buen ejemplo de la extensión de derechos laborales, aunque con éxito parcial, más allá del ámbito urbano. Respecto de este punto, Groppo (2009: 446) sostiene que “[e]n el caso de Perón, la estrategia discursiva vinculó a los trabajadores urbanos y rurales como modo de articular el campo y la ciudad, mientras que en Vargas ese lazo estaba ausente”. En ambos casos, la relación del líder populista con los obreros fue una construcción inmediatamente anterior al Estado populista. En el de Cárdenas, en cambio, esa relación se construyó con el líder ya en el Gobierno.

En México, la nota singular es que la integración impulsada por el cardenismo abarcó también al movimiento campesino. Desde el inicio, Cárdenas había contado con apoyos campesinos favorables a su candidatura a través de la Confederación Campesina Mexicana. Más tarde, esta organización derivó en la Confederación Nacional Campesina (CNC) en medio de las transformaciones impulsadas por la reforma agraria. Los campesinos se vieron beneficiados no solo por los cambios en la estructura de propiedad de la tierra sino también por la transferencia de recursos de los sectores industrial y de servicios al rural. La CNC, tanto como otras organizaciones intermedias, estuvo subordinada a la política cardenista. Tobler ha sintetizado muy bien el impacto y el peso del control de los campesinos por el Estado. “Este control fue un elemento esencial del sistema político y social que, a partir de 1940, en la estela del ‘milagro mexicano’, cargó sobre los campesinos gran parte del peso del rápido crecimiento económico” (Tobler, 1990: 173). También la clase obrera urbana fue integrada verticalmente. La nacionalización de los ferrocarriles y de la industria petrolera dio lugar a una experiencia de administración obrera de las empresas bajo control del Estado que reforzó este control vertical basado en la colaboración de los líderes sindicales unidos al Estado por lazos de clientelismo. El ya señalado charrismo es continuidad de este tipo de política.

El mismo Tobler (1994) ha destacado el carácter de pilar del cardenismo que tuvo el movimiento obrero, un hecho no previsible cuando Cárdenas asumió el Gobierno. Tobler recuerda que durante el maximato (esto es, el sexenio 1928-1934, el de la presidencia de Calles, Jefe Máximo de la Revolución), la CROM fue desintegrándose como consecuencia de disidencias internas, algunas de ellas ideológicas –como las que separaban a la corriente conservadora y anticomunista liderada por Luis Morones de la marxista encabezada por el intelectual Vicente Lombardo Toledano–, otras, en cambio, de concepción, organización y práctica sindicales, no siendo menor la cuestión de la manipulación política y la corrupción interna.

En 1933, la corriente dirigida por Lombardo Toledano creó la Confederación General de Obreros y Campesinos Mexicanos (CGOCM), de existencia breve pero muy activa. Cuando Cárdenas asumió la presidencia, la organización obrera tomó distancia del Gobierno, posición que cambió, cuando en junio de 1935, Calles formuló declaraciones antisindicalistas. En una coyuntura en la que se hablaba de un posible golpe de Estado derechista, los principales sindicatos crearon el Comité Nacional de Defensa Proletaria, germen de la Confederación de Trabajadores de México (CTM), fundada en febrero de 1936. Se produjo una interacción entre Cárdenas –promotor de la unidad de los trabajadores, en buena medida para frenar a Calles– y los sindicatos, favorecidos por la política de aquel. Incluso los comunistas, en el marco de la estrategia de los frentes populares impulsada por la Komintern, apoyaron tal alianza (Tobler, 1994: 623-624).

Calles fue derrotado en su intento de evitar la restauración de la alianza entre el Gobierno y el movimiento obrero. Este, a su vez, se vio beneficiado por medidas gubernamentales, pero al costo de quedar sujeto en el largo plazo al “sólido control del Estado”, en particular cuando en 1938 los sindicatos fueron integrados institucionalmente en el reformado partido revolucionario (el PRM). El cardenismo tuvo siempre especial cuidado en “conservar el predominio del Estado en las relaciones con el movimiento obrero. Esto tuvo como consecuencia que a la CTM, a pesar de todo el respaldo del Estado, no se le concediera el monopolio de la representación sindical”, amén de renunciar a su pretensión de organizar a los trabajadores rurales, pues “por voluntad de Cárdenas este campo fue reservado a la confederación campesina que estaba por crearse”. La integración política de los campesinos en el partido revolucionario comenzó, desde arriba, en 1935-1936, simultáneamente con la aplicación de la reforma agraria, pero tuvo para ellos un carácter ambiguo. Por una parte, se les concedió cierta influencia en la política nacional; por otra, no obstante, al mismo tiempo, se vieron sometidos a un mayor control estatal” (Tobler, 1994: 624 y 644-645).

Por otra parte, Cárdenas dio otro paso clave en materia de organización sindical, decisivo para la articulación Estado-movimiento obrero, bajo control del primero. En junio de 1937, el presidente dio a conocer un documento proponiendo la sindicalización de los empleados públicos y dando entidad jurídica a los derechos de tales trabajadores, incluyendo el de huelga. El Estatuto de los Trabajadores al Servicio del Ejecutivo constituyó, por un lado, según Córdova, una ley francamente demagógica y, por otro, un medio para liquidar definitivamente “la dependencia de los burócratas respecto de los grupos de políticos que hasta entonces habían medrado con la inestabilidad y la virtual indefensión en la que se encontraban los empleados públicos”. La Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado fue creada en octubre de 1938. Con ella, Cárdenas no solo avanzó en el control de los empleados públicos –es decir, el aparato administrativo, la burocracia–, sino también en el debilitamiento de la CTM. Es que los estatales habían comenzado a organizarse con la colaboración de la CTM y como parte de ella. “Cárdenas, al igual que en el caso de los campesinos, temió que los empleados del Gobierno Federal, llegado el momento, si bien bastante remoto pero probable, de un enfrentamiento entre la organización obrera y el Estado, se pusieran del lado de aquella o de algún modo pudiesen apoyarla”. Una CTM fortalecida por la presencia organizada de los empleados públicos estaba en condiciones de “crecer más allá de lo que el proyecto cardenista de organización de los distintos sectores de la sociedad podía consentir” (Córdova, 1993: 126-133). En ese sentido, la corporativización o, si se prefiere, la organización corporativa molecular de los principales sujetos sociales fue parte central de la estrategia cardenista.

En el plano económico, los tres populismos propiciaron la industrialización y el desarrollo económico bajo una creciente regulación estatal, que no desestimó por completo el recurso a inversiones directas externas. El nacionalismo mexicano fue más allá que el de los otros países, pues su política económica respecto del sector agroexportador afectó a una fracción particularmente poderosa del capital extranjero. A su vez, el nacionalismo de Perón fue mucho más extremo que el de Vargas en relación con Estados Unidos. Sin duda, los ataques del Gobierno norteamericano al líder argentino, provocados por su rechazo a sumarse a la causa aliada, profundizaron las posiciones de uno y otro lado. No obstante, en momentos en que la economía mostró claros signos de deterioro, el Gobierno argentino obtuvo, en 1950, un préstamo del Export-Import Bank norteamericano por 125 millones de dólares, destinados a paliar el déficit comercial. En 1953 visitó Argentina, como parte de una gira por el continente, la misión encabezada por Milton Eisenhower (hermano del nuevo presidente), la cual tuvo como resultado inmediato un acercamiento entre ambos gobiernos. El mismo año, en Argentina, se promulgó la Ley de Inversiones Extranjeras, notablemente ventajosa para la inversión de capitales imperialistas. Para entonces, el nacionalismo de Perón era menos intenso y más permeable a las inversiones directas del capital extranjero: la industria automotriz, de capitales estatales, fue entregada a la italiana FIAT (1954) y a la norteamericana Kaiser (1955), al tiempo que se concertaba un préstamo por 10 millones de dólares para construir una planta siderúrgica y se negociaba la radicación de la Standard Oil Co. para incrementar la producción petrolera. El golpe militar de septiembre de 1955 derrocó a Perón antes de que su viraje adquiriera el carácter de política manifiesta. Por cierto, la política económica de la dictadura cívico-militar de la autodenominada Revolución Libertadora (1955-1958) fue claramente proimperialista. En contraste con el caso del peronismo, la política del varguismo, puede decirse, hizo el camino inverso: de la aceptación de la asistencia de Estados Unidos pasó a un nacionalismo cada vez más radical. No fueron ajenas a esto las presiones norteamericanas en ocasión de la creación de Petrobras en 1953.

En México, la nacionalización de los ferrocarriles y, sobre todo, del petróleo fueron las acciones antiimperialistas más relevantes del cardenismo. Ambas fueron precedidas de la nacionalización de grandes latifundios en la región de La Laguna, en aplicación de Ley de Expropiación de 1936, antecedente de la reforma agraria. Pero ella no solo afectó a los terratenientes: también a “pequeñas empresas y grandes conglomerados económicos”, causando “enorme impresión dentro y fuera del país” (Tobler, 1994: 626).

En el caso de los ferrocarriles, desde 1908, el 51% de la propiedad era estatal, de manera que la decisión tomada en junio de 1937 expropió a los accionistas minoritarios de una empresa casi en ruinas que ya no pagaba dividendos ni intereses y estaba cargada de enormes deudas. La nacionalización de los ferrocarriles fue significativa, en cambio, por un dato original, que Tobler (1994: 626-627) destaca: entregó la dirección administrativa de la empresa a una gerencia integrada por obreros ferroviarios sindicalizados, “con lo cual la autogestión obrera como forma de organización favorecida por Cárdenas fue aplicada por primera vez en una enorme empresa estatal”.

La nacionalización total de los ferrocarriles fue precedida de conflictos obreros, circunstancia que se repitió en la de las empresas petroleras extranjeras. Durante 1936, el Gobierno propició la sindicalización de los obreros petroleros, de ahí la constitución de un masivo (18.000 afiliados) y fuerte sindicato que se integró en la CTM y reclamó a las empresas la firma de contratos de trabajo que incluyeran aumentos de salario y mayor presencia mexicana en cargos directivos. Las largas negociaciones del invierno 1936-1937 no permitieron llegar a un acuerdo, pues las empresas consideraban excesivas las demandas obreras. El sindicato dispuso una huelga general a fines de mayo, suspendida a partir del 9 de junio, al acatar los trabajadores el arbitraje de supremo tribunal laboral. Las empresas, por su parte, rechazaron, como en el pasado, cualquier intervención del Estado, fuese jurídica, fiscal o social, por considerarla violatoria de sus legítimos derechos de propiedad.

El tribunal laboral, primero, y la Suprema Corte, después, fallaron en contra de las empresas, las cuales no acataron los fallos. En la ocasión, evaluaron mal la situación. Acostumbradas a imponer su voluntad al Estado, pensaron que podrían doblarlo una vez más. También consideraron inviable una nacionalización, pues entendían que el Estado carecía de la capacidad técnica y económica necesaria para sostener la industria petrolera. En contrapartida, el Gobierno entendió que la negativa a aceptar el fallo de la Suprema Corte era desconocer la autoridad del Estado mexicano, de modo que el 18 de marzo de 1938 dispuso la nacionalización de las 17 compañías petroleras extranjeras que operaban en el país. Entre ellas se encontraban Compañía Mexicana de Petróleo El Águila (London Trust Oil-Shell), Mexican Petroleum Company of California (actualmente Chevron-Texaco), Pierce Oil Company (subsidiaria de Standard Oil Co.) y la Mexican Gulf Petroleum Company (más tarde, Gulf Co.). Jurídicamente, el decreto tenía sus fundamentos en la ya citada Ley de Expropiación de 1936 y en el artículo 27 de la Constitución de 1917 (21).

En el momento de tomar tal decisión, Cárdenas se encontraba en una fuerte posición de poder. En el plano internacional, contaba a su favor con la rooseveltiana “política de buen vecino” y, sobre todo, la acentuación de la crisis mundial generada por el expansionismo alemán en Europa y japonés en Asia, situación que para el Gobierno norteamericano era de mayor envergadura que la nacionalización mexicana. No obstante, como veremos a continuación, no permaneció indiferente a ella.

La medida tomada por Cárdenas tuvo un masivo apoyo, de carácter policlasista. Al de los obreros y campesinos se sumó el de la mayoría de la burguesía y el de la Iglesia Católica. En medio de grandes movilizaciones, se produjo una masiva compra de bonos, a la cual se sumaron colectas en las que se entregaban hasta gallinas, para reunir el dinero suficiente para pagar las indemnizaciones. La reacción de los gobiernos del Reino Unido, que rompió relaciones diplomáticas (reanudadas recién en octubre de 1941), y de los Países Bajos y Estados Unidos, que retiraron todo su personal técnico y aplicaron un embargo comercial –en el caso de los norteamericanos, la medida implicó el cese de la compra de petróleo, que pasó a adquirir en Venezuela, y de plata–, tuvo el efecto de consolidar el nacionalismo mexicano. Tobler (1994: 631) señala que lo único que Estados Unidos no podía hacer en la coyuntura era intervenir militarmente en México y/o apoyar una eventual rebelión contra el Gobierno cardenista, en particular porque abrigaba la sospecha de que ella podría tener una orientación fascista.

Por su parte, las empresas petroleras propiciaron un boicot contra el petróleo mexicano en aquellos países en los cuales operaban. Inicialmente, Pemex, la petrolera estatal, vendió a los países del Eje, pero con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial perdió esos mercados. De hecho, la pérdida de su posición como gran exportador mundial de petróleo hizo que el grueso de la producción se encauzara hacia el mercado interno y, en particular, a la atención de la demanda de la creciente industria nacional (Tobler, 1994: 633).

Un punto central de las negociaciones del Estado con las empresas expropiadas, después de que estas tuvieran que admitir la irreversibilidad de la medida, fue el monto de las indemnizaciones que el primero debía pagar a las segundas. Las empresas pretendían que en él se incluyera el valor de las reservas de petróleo, mientras que el Gobierno aducía que esa demanda era insostenible, toda vez que, según el artículo 27 de la Constitución Nacional de 1917, ellas eran (y son aún hoy) propiedad de la Nación, siendo su dominio inalienable e imprescriptible. Esta controversia fue, en particular, fuerte con Estados Unidos, cuyo Departamento de Estado apoyó decididamente a las empresas (aunque el embajador en México operó en un sentido menos radical, según algunos casi como un mediador entre los intereses enfrentados). Estados Unidos pretendía un rápido pago de las indemnizaciones, mientras México ofrecía hacerlo en diez cuotas anuales. El conflicto se prolongó hasta 1942, cuando –con Estados Unidos inmerso en la Segunda Guerra Mundial– se llegó a un acuerdo más próximo a la posición mexicana. Tobler (1994: 632, n. 58) indica que el monto pagado a las petroleras fue de 30 millones de dólares.

Contra el pronóstico de las empresas expropiadas, México pudo resolver los problemas técnicos de la extracción y el refinamiento del petróleo, superando así una situación crucial.

En líneas generales, se asocia la consolidación del populismo con el patrón de acumulación fundado en la industrialización sustitutiva de importaciones. El populismo de Cárdenas, a diferencia de los (posteriores) populismos argentino y brasileño, surgió en un contexto en el que el modelo ISI como política de Estado todavía no era una opción claramente articulada, aun cuando estuviese presente. En Brasil y en Argentina, la ISI fue anterior a la crisis de 1929, si bien tanto los gobiernos de Vargas, en un caso, como el de los conservadores de la “década infame” y luego, con más impulso, el de Perón, le dieron mayor dinamismo. En estos dos países, la ISI fue la continuación, controlada desde el Estado, de un proceso en la práctica ya avanzado.

En los tres países, el modelo primario exportador había estado promovido por burguesías que detentaban el control de los medios de producción y de los recursos productivos, y había desarrollado un mercado interno de cierta envergadura y una economía diversificada. Aunque bien puede decirse que las clases terratenientes que habían sido el eje de la política del orden oligárquico fueron desplazadas por las burguesías nacionales industriales, es necesario señalar algunos matices. En México, las burguesías agrarias regionales transfirieron sus recursos económicos de la agricultura a la industria. El cardenismo había proyectado el desarrollo de una industrialización basada en los ejidos y en pequeñas comunidades industriales. Sin embargo, muy pronto, las burguesías, con el apoyo del Estado, desplazaron a las cooperativas agrarias. En Brasil sucedió algo similar, pues el sector primario, en particular, las burguesías vinculadas a la exportación del café, siguió siendo un actor clave.

Argentina ofrece un panorama diferente. Allí, las condiciones propicias para la profundización de un modelo de industrialización se dieron en la coyuntura de bonanza económica generada por la Segunda Guerra Mundial. Por entonces, ya existía en el país una burguesía industrial vinculada al sector agroexportador, del cual dependía y al cual vino a sumarse una fracción burguesa industrial nacional. En general, la estructura de propiedad latifundista de la tierra permaneció idéntica. Las condiciones laborales de los peones y las condiciones contractuales de los chacareros (medianos productores, en su mayoría arrendatarios) mejoraron notoriamente. El monopolio de la comercialización de granos y cereales, antes detentado por empresas multinacionales, fue transferido al Estado, que lo ejerció a través del Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio (IAPI), un instrumento fundamental de la política económica del Gobierno. El populismo argentino, durante la primera presidencia de Perón (1946-1952) se caracterizó, por sobre todas las cosas, por tres grandes logros: el pleno empleo (en verdad, próximo al ideal), el incremento de los salarios reales (53% entre 1946 y 1949) y una formidable redistribución de los ingresos, que llevó a la clase obrera a tener una participación del 49%, sin igual ni en el pasado ni el futuro (hasta hoy) del país, cambio distributivo que también favoreció a la clase media. En 1951, casi el 70% de los asalariados gozaba de previsión y asistencia social.

Perón se propuso crear una “Nueva Argentina”, la fórmula oficial para designar al régimen. Esa “Nueva Argentina” –“políticamente soberana, económicamente libre, socialmente justa”, según el eslogan– estaba pensada no solo como un país capitalista autónomo (o mucho menos dependiente que en el pasado), sino también como un país que se insertaba entre aquellos que estaban a la cabeza en materia de innovaciones científicas y técnicas. Dos campos fueron particularmente destacables: el de la industria aeronáutica y el de generación de energía atómica para utilización pacífica. En ambos se alcanzaron éxitos notables. La Fábrica Militar de Aviones, creada en 1927, se transformó, en 1951, en Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado (IAME). En el caso de la energía atómica, la política del Gobierno fue su utilización particularmente concebida como motor de la industrialización –en especial para ser empleada en la industria siderúrgica–, en el marco de la búsqueda de nuevas fuentes energéticas y en la hipótesis de una eventual Tercera Guerra Mundial. A tal efecto fueron creadas la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), en 1950, y la Dirección Nacional de Energía Atómica (DNEA), un año después. Argentina alcanzó un alto nivel internacional en materia nuclear –que todavía hoy mantiene– y en el momento fundacional se situaba entre los cincos primeros países del mundo en tal rubro (los otros cuatro eran Estados Unidos, Unión Soviética, Reino Unido y Francia).

Como se ha dicho, un rasgo típico del populismo fue la intervención del Estado a través de la propiedad de industrias y servicios, especialmente en áreas sensibles y estratégicas. En algunos casos se nacionalizaron empresas de capital privado, en particular las controladas por el capital imperialista, en otros casos, directamente se las creó. En México, la recién señalada transferencia al Estado de la propiedad del petróleo y los ferrocarriles posibilitó la reducción de los costos del combustible y de los fletes, favoreciendo el proceso de ampliación del mercado interno. Vargas levantó fábricas de propiedad estatal y/o mixta de materiales aéreo y naval, acero, energía eléctrica, motores para camiones y aviones, y no vaciló en apelar, para ello, al capital extranjero, como en el caso de la Companhia Siderúrgica Nacional, establecida con aportes del Gobierno norteamericano (como se ha dicho, a través del Export-Import Bank). También puso bajo control del Estado la industria del petróleo, creando Petróleo Brasileiro (Petrobras) en 1953.

Argentina tenía, cuando Perón asumió el Gobierno, una tradición de Estado propietario (del petróleo, de la fabricación de aviones y de insumos militares), iniciada y practicada por gobiernos radicales y conservadores. En este sentido, Perón innovó menos que Cárdenas y Vargas, pero ello no debe restar importancia a la magnitud de las nacionalizaciones realizadas por su Gobierno: las del Banco Central y los depósitos, los ferrocarriles (de empresas británicas y algunas francesas (22)), el sistema de transporte urbano de pasajeros de la ciudad de Buenos Aires, la generación y distribución de energía eléctrica, los teléfonos y telégrafos (propiedad de la International & Telegraph Company, ITT), los puertos y sus elevadores, la provisión de agua potable y de gas natural, el comercio exterior. La mayoría de las empresas nacionalizadas era de capital británico, pero también las hubo de capital alemán (secuela del desenlace de la Segunda Guerra Mundial), sobre las cuales se llevó adelante la Dirección Nacional de Industrias del Estado (DINIE). En 1949, lo que Perón llamaba “el sistema nervioso de la economía” era de propiedad estatal. La nacionalización de empresas de capitales imperialistas no fue solo un traspaso de propiedad: fue el inicio de una política de expansión de varias actividades por parte de las devenidas estatales. Así, por caso, la Empresa Nacional de Energía construyó 37 plantas generadoras de energía hidroeléctrica, Gas del Estado inició el tendido del gasoducto Comodoro Rivadavia-Buenos Aires, Yacimientos Carboníferos Fiscales impulsó la explotación de las minas de Río Turbio…

La práctica de nacionalización de las empresas de capital imperialista no fue privativa de los populismos. También Uruguay, por ejemplo, que estuvo lejos de articular una política populista y tenía una larga tradición de Estado propietario, nacionalizó, en 1949, las empresas británicas de ferrocarriles y de aguas corrientes. En este caso, más que una política propia, fue el modo que Gran Bretaña impuso para pagar al país sudamericano la deuda que había contraído por la compra de carnes durante la Segunda Guerra Mundial.

En Argentina, la renacionalización de los ferrocarriles –cuya red fue la más extensa de América Latina (entre 45 y 47.000 kilómetros en su momento cúlmine) y la décima del mundo– había comenzado en 1938, cuando el Gobierno probritánico del general Justo adquirió el Ferrocarril Central Córdoba –una de las cinco grandes líneas–, compra que pretendía ser el punto de partida de una política de devolución al poder de la Nación del manejo de los servicios públicos esenciales. El mismo año, las otras cuatro grandes empresas ferroviarias británicas propusieron al sucesor de Justo, Ortiz, una operación similar, que este no aceptó. La propuesta fue reiterada en 1943. En 1940, el Gobierno del Reino Unido solicitó formalmente la nacionalización de los ferrocarriles, mientras el ministro de Hacienda argentino, Federico Pinedo, la incluyó, con apoyo de las propias compañías inglesas, dentro de su célebre Plan de Reactivación Económica (no aprobado).

El 1º de enero de 1947 caducaba la ley que daba a las compañías beneficios impositivos y autonomía sobre las tarifas. A partir de esa fecha, las empresas concesionarias debían pasar a pagar los derechos portuarios y de aduana y una serie de impuestos. Adicionalmente, los rieles y el parque de locomotoras estaban en estado de obsolescencia o próximo a ella. Es obvio que para las empresas británicas la nacionalización era la mejor solución.

Después del fracasado intento de constituir una empresa ferroviaria de capitales mixtos, prevista en el tratado Eady-Miranda o Eady-Bramuglia, el camino a la total reestatización quedó expedito. Según Milcíades Peña (1973: 105), en el fracaso de ese tratado incidió la posición del Gobierno norteamericano, opuesto a la cláusula que establecía que las libras esterlinas que Argentina tenía depositadas en el Bank of England solo podían ser utilizadas en el área de la moneda inglesa, “lo cual restringía el mercado argentino para las exportaciones norteamericanas”, un dato no menor, pues “violaba condiciones impuestas por Estados Unidos como requisito de su empréstito de 1945 a Gran Bretaña”.

En febrero de 1947, Argentina y el Reino Unido firmaron un contrato de compraventa de los ferrocarriles por £ 150.000.000, pago que se efectuaría con las divisas bloqueadas en el Bank of England. Pero el acuerdo se frustró. En efecto, al adherir a los convenios de Bretton Woods, en 1946, el Reino Unido se había comprometido al pronto restablecimiento de la convertibilidad de la libra esterlina con el dólar, que concretó en julio de 1947. No obstante, la reacción producida en el país llevó al Gobierno, a solo cinco semanas, a volver a la inconvertibilidad. Esta medida hizo que el Gobierno argentino denunciara el tratado Eady-Miranda (supeditado a la convertibilidad) por incumplimiento de parte y se negociara un nuevo acuerdo, el Pacto Andes, firmado en febrero de 1948, por el que Argentina compró los ferrocarriles en la cifra acordada, pagándolos en libras esterlinas (no en pesos) mediante un crédito acordado por Gran Bretaña a cuenta de futuros excedentes comerciales. Para el Gobierno argentino, el acuerdo era muy favorable: pagaría el crédito con saldos del comercio entre los dos países (sin garantía oro) y mantenía las libras bloqueadas (que sí tenían esa garantía). En contrapartida, pagó por los ferrocarriles –“hierro viejo”, según la certera expresión del propio Perón en julio de 1946– más de tres veces su valor real (23).

En los populismos, las políticas de industrialización y el desarrollo económico –con una creciente regulación estatal, aunque sin desestimar por completo el recurso a inversiones directas externas–, estuvieron acompañadas, como se dijo en la sección anterior, por la apelación a un discurso antiimperialista (pero no anticapitalista), a veces antisocialista. Es aquí donde se aprecia mejor el papel nodal de los populismos en la preservación del sistema capitalista: hicieron cambios considerables en la forma del Estado, sin alterar la matriz societal. Es que, como ha señalado José Álvarez Junco (1994: 20), “no los guía[ba] la bandera roja”, es decir, no perseguían la revolución social ni, mucho menos, el socialismo. “Marcha[ba]n, más bien, tras la bandera nacional, de la revolución democrática, de la ‘apropiación del poder por el pueblo’”. Significativamente, la primera de “Las Veinte Verdades del Peronismo” proclamaba: “La verdadera democracia es aquella donde el Gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo interés: el del pueblo”.

En efecto, los líderes populistas hicieron una apelación a las masas en términos difusos: pueblo, trabajadores; y respecto de los polos derecha e izquierda, articularon un discurso que se presentó como síntesis creativa. Es precisamente este tipo de apelaciones a fórmulas de síntesis el que define el carácter ideológicamente ambiguo de los populismos, carácter que se observa en los tres casos estudiados. En México, la relación con las ideologías de izquierda fue tal vez más ambigua. Cárdenas proyectó una educación “socialista” (en realidad, apoyada y fundada en el comunismo soviético), con vistas a afirmar su política anticlerical e industrializante. El PC mexicano tuvo, en la fase populista, el período de mayor influencia política de su historia, siendo especialmente fuerte en la CTM. Los comunistas eran para Cárdenas aliados útiles y, a su vez, estos eran permeables a la participación política en razón de sus convicciones frentepopulares. Adicionalmente –lo cual en el contexto internacional de la época no fue un hecho anecdótico–, el Gobierno de Cárdenas fue el único que brindó asilo político a León Trotsky tras su desplazamiento de la conducción soviética por el stalinismo. Asimismo, Cárdenas dio un formidable apoyo político a los exiliados españoles tras la sangrienta derrota de los republicanos en 1939. El caso contrasta con la actitud de Perón en Argentina, quien ofreció un sólido sostén a la dictadura franquista enviando alimentos a España. Perón también permitió el ingreso a su país de un importante número de nazis alemanes, tras la derrota del Eje, lo cual no significa necesariamente que Perón fuera nazi. Cabe señalar que en el caso de técnicos y científicos de ese origen, su comportamiento no fue distinto al de norteamericanos y soviéticos.

En Brasil, el clima de “unidad nacional” y democratización que trajo el fin de la Segunda Guerra Mundial fue argumento suficiente para operaciones hábiles, como la legalización efímera del PCB, abolida luego por Dutra. Empero, pese a su condición ilegal, el PCB apoyó a Vargas en su retorno al Gobierno, como también a los siguientes gobiernos populistas del país. En Argentina, en cambio, el alineamiento del PCA en la oposición a Perón le restó mucho del apoyo que había conquistado dentro de la clase obrera desde mediados de la década de 1930 y lo alejó de cualquier posibilidad de acuerdo o coincidencia con el Gobierno y, más severamente aún, de ganar al proletariado para sus posiciones.

Pese a los ataques de los medios, Cárdenas no dejó de observar la libertad de prensa. En los otros dos casos, Perón y Vargas (durante el Estado Novo) fueron menos tolerantes, no solo con la prensa partidaria de los partidos adversos sino también con la comercial (la prensa mal llamada independiente). También crearon sus propios medios: Ultima Hora, en el caso de Vargas, Democracia, en el de Perón.

El peronismo concentró el manejo de la información y la propaganda en la Subsecretaría de Informaciones y Prensa de la Presidencia de la Nación –que había sido creada por la dictadura del general Ramírez en 1943–, cuya dirección confió al mayor Carlos Aloé, quien también tenía a su cargo la editorial estatal Alea S.A. Esta empresa amplió su campo de acción en 1948, cuando el Estado adquirió la Editorial Haynes, controlando así radio El Mundo, el diario del mismo nombre (fundado en 1928) y revistas de gran difusión como Caras y Caretas (1898), PBT, El Hogar (creadas en 1898, la primera, y en 1904, las otras dos), entre otras. Algunos diarios preexistentes, como La Razón (1905), Crítica, (1913), Noticias Gráficas (1931) y nuevos, como El Líder, fueron también parte de esa red de medios gubernamentales. En 1951, el Gobierno expropió el diario conservador La Prensa, fundado en 1869 –junto a La Nación, tradicional expresión de la burguesía terrateniente–, y lo entregó a la CGT. A esos medios se sumaron otros, especialmente orientados a ganar adhesiones de la clase media, como las revistas destinadas específicamente a la familia, las mujeres y los niños. En otro registro, se encontraba Mundo Atómico. Revista de Divulgación Científica, clave en la socialización de conocimiento sobre los avances del país en materia nuclear (Marzorati, 2009). De hecho, era un modo de democratizar la información y el conocimiento y, por ende, la participación ciudadana.

Aun sin alterar la matriz societal, hay que destacar que al incorporar a vastas masas del pueblo a la política, los populismos generaron una cierta revolución política que, de hecho, fue democratizadora, incluso con todos los límites y contradicciones que se les quiera endilgar o que, objetivamente, tuvieron. De hecho, los tres líderes populistas tuvieron a la gran prensa en contra –decididamente, en Brasil, donde la prensa opositora –en particular los escritos del periodista Carlos Lacerda– desempeñó un papel decisivo en la campaña que llevó a Vargas al suicidio.

Empero, no debe descuidarse un dato inquietante: en Argentina y Brasil el populismo no generó defensas contra las dictaduras militares; en México, no creó condiciones para una democracia competitiva y, por el contrario, generó una muy larga hegemonía unipartidaria. Es que, finalmente, la ambigüedad fue nota distintiva de los populismos latinoamericanos. De ahí la aparente paradoja del populismo como paroxismo de la movilización de masas, para acceder al poder, y paroxismo de la desmovilización, una vez alcanzado el poder, desnudamente perceptible en el momento de la caída, como bien ilustran los casos de Perón en septiembre de 1955 y de Goulart en abril de 1964 –e incluso el suicidio de Vargas en 1954–. Ahí se percibe otra ambigüedad, si no contradicción, de los populismos: potenciaron, por un lado, la ciudadanía activa e incluyente, mientras por otro, privilegiaron una concepción y una práctica corporativista de defensa de los intereses adquiridos, quietista y retardataria.

Con gestiones y decisiones que no afectaban la matriz capitalista, las derechas fueron las principales oposiciones políticas a los gobiernos populistas, incluso –en Argentina y Brasil– apelando a prácticas antidemocráticas, como el golpe de Estado. En México, la oposición orgánica de derecha a Cárdenas –y a los sucesivos gobiernos priístas– fue llevada adelante por el Partido Acción Nacional (PAN), creado en 1939 por iniciativa de Manuel Gómez Morin, ex rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, para enfrentar la reforma agraria, la nacionalización del petróleo y las políticas educativas y religiosas de Cárdenas. El PAN reunió a un conglomerado de fuerzas ideológicamente conservadoras, católicas, anticomunistas, hispanófilas (de donde su posición favorable al dictador Franco), siendo su base social una conjunción de clase media, intelectuales, banqueros, empresarios y profesionales.

En Brasil, la derecha se expresó orgánicamente a través de la UDN, considerada, en sus inicios (1945), una especie de frente integrado por los opositores a la Revolução de 30, los que se consideraban traicionados por Vargas y los descontentos con el autoritarismo estadonovista. Rápidamente devino una fuerza conservadora y reaccionaria, continuadora del constitucionalismo liberal de la década de 1930. Según Skidmore (1985: 425, n. 34), a mediados de 1945, la UDN tenía tres posiciones o alas internas principales: una de derecha, otra de centro y una tercera, de izquierda, denominada, precisamente, Esquerda Democrática, transformada luego en Partido Socialista. Si bien el discurso udenista era básicamente liberal, antipersonalista y antipopulista, su práctica no estuvo exenta de un estilo populista –como señalara en su momento Weffort– a través del controvertido Carlos Lacerda, un periodista renegado del PCB y luego del varguismo, que llegó a ser gobernador de Guanabara en 1960. Para algunos autores, la UDN representaba a sectores de las llamadas “oligarquías rurales y de las pequeñas ciudades”, y a un vasto contingente de clase media urbana de algunos estados. Más específicamente, podemos decir que su base social eran grupos de la gran burguesía industrial (sobre todo la extranjera y la vinculada a capitales imperialistas) y terrateniente, de la pequeña burguesía industrial y comercial, labradores y profesionales liberales, amén de altos tecnócratas y gerentes de industria. La ideología de la UDN era formalmente liberal, persiguiendo la destrucción de la que llamaba “tutela del Estado sobre la sociedad brasileña”, pero su práctica política fue una sistemática apelación al golpismo para sustituir el proceso electoral e instaurar una dictadura “regeneradora”, considerada paso previo a “la verdadera democracia”. Además de golpista, la UDN fue anticomunista y combatiente contra lo que consideraba, fantasiosamente, amenaza de implantación, por parte de los trabalhistas, de una “república sindicalista” (24).

Finalmente, en Argentina, donde la derecha nunca contó con un partido orgánico, su oposición a Perón se canalizó sobre todo a través de la UCR (para entonces básicamente un partido apoyado en la clase media y por ella), de buena parte de las viejas y disgregadas fuerzas conservadoras (algunas de las cuales, por lo demás, contribuyeron a formar el Partido Peronista) y los minoritarios Partidos Socialista y Comunista, como también, y sobre todo, las corporaciones representativas de la gran burguesía terrateniente (Sociedad Rural Argentina) e industrial (Unión Industrial Argentina). La base social antiperonista era muy parecida a la antivarguista.

En opinión de Weffort, el populismo tuvo como peculiaridad haber surgido, en tanto forma de dominación, en condiciones de vacío político en las cuales ninguna clase detentaba la hegemonía ni era capaz de asumirla. En una situación de crisis de hegemonía, el líder o el partido populista cumplió la función de intermediario entre los grupos dominantes y las masas. La adhesión de las clases populares al populismo tendió “necesariamente a oscurecer la división real de la sociedad en clases con intereses sociales conflictivos y a establecer la idea del pueblo (o de la Nación) entendido como una comunidad de intereses solidarios”. A su vez, la ampliación de la participación política de las masas impuso “un serio desafío: compatibilizar desarrollo económico y desarrollo democrático”. Esa compatibilización significaba, “en última instancia, romper radicalmente con toda la pasada formación de las sociedades agrarias. Los movimientos populistas, nacidos de la crisis de esta formación y por lo tanto desde el nacimiento comprometidos con ella, tuvieron el mérito de proponer la tarea pero se revelaron incapaces de realizarla” (Weffort, 1980: 159 y 164; itálicas del autor).

Curiosa y significativamente, las continuidades políticamente orgánicas del cardenismo y el varguismo se dieron a través de partidos despersonalizados respecto de ambos líderes. Ni el PRI mexicano, ni el PSD y el PTB, en Brasil, fueron partidos cardenista, el primero, y varguistas, los otros dos. En cambio, el peronismo sí persistió como tal, superando incluso dictatoriales prohibiciones y proscripciones, manteniendo una identidad que, aunque en algunos aspectos licuada, todavía hoy se mantiene vigente.

No obstante las críticas y sus límites, las experiencias populistas fueron un factor fundamental en el proceso de incorporación de vastas masas a la política y, por extensión, en la construcción de la concepción de la democracia con énfasis en lo social antes que en lo político, notoriamente en los casos de Brasil y Argentina. En este país, además, el peronismo dotó a la clase obrera de una identidad y una dignidad destinada a tener larga influencia en la sociedad.

Gino Germani, que no fue precisamente un admirador de los populismos, señaló certeramente: “Los golpes de Estado de 1945 contra Vargas y el de 1955 contra Perón, y numerosos de los golpes de Estado militares sucesivos en esos dos países fueron preparados, al menos en parte, con la intención de desmovilizar a las clases populares o reducir su participación política” (apud Sidicaro, 2004: 73).

Formas inconformes de populismo: movimientos, liderazgos, partidos y otras formas populistas de hacer política

El populismo se distingue de los movimientos y las políticas nacional-populares y de los movimientos y las políticas nacional-desarrollistas. En todos los casos, se trata de experiencias posteriores a 1930. Pero hay que notar una diferencia crucial: las políticas nacional-populares son un fenómeno más amplio que el populismo. Si bien todo populismo es una forma de política nacional popular, la proposición inversa no es cierta.

Alain Touraine (1989) propone diferenciar entre Estados, movimientos y partidos populistas, definidos por la prioridad, respectiva, del poder del Estado nacional o simplemente la presión popular y la participación política (25). La de Touraine es una proposición heurística. Su pertinencia está supeditada al concepto populismo que cada quien adopte. En este sentido, según nuestro parecer, los populismos realmente existentes fueron las experiencias estatales, es decir, los Estados populistas, lo cual significa que el populismo solo es aquel que se realiza como tal en el Estado. Ello no invalida la posible existencia de partidos y/o movimientos populistas. Pero estos solo pueden ser llamados tales si tienen su componente central: la alianza entre la burguesía industrial nacional y la clase obrera.

Veamos los casos que varios autores han considerado movimientos o partidos populistas.

La incorporación temprana de las masas en el escenario político durante las experiencias de Gobierno de Yrigoyen en Argentina y de Alessandri en Chile en las primeras décadas del siglo XX ha sido caracterizada como populista en razón de la dimensión participativa que esa incorporación supuso. Si bien es cierto que estas experiencias ocurrieron en un contexto de acelerado crecimiento urbano y de un marcado desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas, también es cierto que el movimiento obrero no participó de la alianza de poder en el Estado. Estos gobiernos obtuvieron su apoyo de las clases medias y de las elites que propugnaban la ampliación de la ciudadanía, que fue fundamentalmente política y de sesgo liberal. Para el caso de Chile, René Millar Carvacho y Joaquín Fernández Abara (2005: 38) señalan que la elección de Alessandri marcó un cambio en la política –sobre todo en las estrategias de campaña, giras, mitines, desfiles y visitas a fábricas–, pero también sostienen que “ganó las elecciones porque tuvo un importante apoyo en sectores sociales tradicionales”, vinculados a los partidos de la Alianza Liberal.

Otra experiencia de inequívoco sesgo liberal que ha sido tildada de populismo es la ya reseñada del “impulso” batllista y su nutrido programa de legislación social. En nuestra opinión, el hecho de enfatizar la democracia social más que la democracia política, paradójicamente inscripta en un reformismo de sesgo liberal, no es un argumento convincente para considerar al batllismo como una experiencia populista.

A diferencia de las experiencias estatales señaladas arriba, el caso del gaitanismo en Colombia ilustra la noción de un supuesto movimiento populista, pues no remite a un Gobierno o a un Estado, ni siquiera a un partido (como pudo haber sido la UCR en Argentina o el Partido Colorado en Uruguay). En 1910, una Asamblea Nacional había reestablecido las libertades civiles y políticas, y dispuesto un mandato presidencial de cuatro años, elecciones directas, la no reelección y un margen mínimo para la representación de las minorías. A partir de mediados de la década de 1920 hubo una expansión del mercado financiero con hegemonía de Estados Unidos y, por ello, entrada de grandes capitales, obras públicas, crédito e inversiones. El sistema bancario se expandió pero también lo hizo la deuda externa. En 1924, la economía del café se benefició con la decisión de Brasil de retener su producción excedente ante la caída de precios, evitando así una crisis de sobreproducción que hubiera tenido efectos penosos. Empero, la crisis económica no tardó en manifestarse, y cuando lo hizo se soldó con la crisis de escala mundial desatada en 1929.

En 1930, las crisis internas dentro del Partido Conservador y la crisis económica de arrastre mundial dieron lugar a un recambio, asumiendo el poder el Partido Liberal, que colocó en la presidencia a Enrique Olaya Herrera. Hasta entonces, las afiliaciones partidarias habían tenido un estatus cuasi religioso. Esa mística partidaria fue la que habilitó la formación de identidades colectivas que fueron sucesivamente afirmadas y confirmadas durante las sangrientas guerras civiles que caracterizaron el proceso de centralización y consolidación del Estado moderno. Precisamente, fue este tipo particular de constitución de las identidades lo que obstruyó significativamente la formación de una sociedad asumida como sociedad de clases. Según Marco Palacios (1981: 69), “es posible obtener centralismo político con una débil formación nacional”, y esto fue lo que ocurrió en Colombia después de 1930.

La derrota electoral de los conservadores en 1930 dio comienzo a la llamada República Liberal y, dentro de ella, a la ya mencionada “Revolución en Marcha”, una experiencia de reformas sustanciales, en particular las que hicieron a los derechos de trabajadores y campesinos: leyes de trabajo, libertad de asociación, reglamentación de la propiedad de la tierra, a la cual se le asignó función social. Fue un contexto caracterizado, conforme Carlos Vidales (1997, capítulo II), por la radicalización del nuevo partido gubernamental y el notable ascenso del movimiento popular, tanto de signo liberal como comunista. Las asociaciones campesinas de uno y otro signo tanto colisionaban como cooperaban entre sí. Durante la década se produjeron dos movimientos armados internos: el organizado en 1932 por el entonces secretario general del PC, Luis Vidales (padre de Carlos), en el norte de Cundinamarca, centro-sur de Boyacá y centro del Huila, y el dirigido por el líder indígena Quintín Lame, operante en las cordilleras del Cauca. También, como se ha señalado en el capítulo anterior, se produjo la guerra de Leticia, con Perú.

Como se ha visto en el capítulo 4, la República Liberal llegó a su fin en 1946, cuando “el abismo entre los oligarcas liberales y el movimiento gaitanista” era ya profundo. “Después de un áspero debate parlamentario contra el presidente [Alfonso] López Pumarejo, la oligarquía liberal logró dividir al propio partido para impedir el triunfo de su propio candidato popular. En las elecciones de 1946, con dos candidatos, el liberalismo perdió frente a un candidato conservador único: Mariano Ospina. Pero entonces, en la perspectiva de las elecciones siguientes, quedaban solos en la arena política dos gigantes capaces de movilizar enormes masas: el liberal Jorge Eliécer Gaitán, populista, muy radical, extraordinariamente honesto y muy progresista; y el conservador Laureano Gómez,‘El Monstruo’,fanáticamente tradicionalista, pro franquista, excelente orador y temible polemista” (Vidales, 1997, capítulo II).

Fue en el contexto de la República Liberal que, en 1933, Gaitán fundó la Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria (UNIR), pero el partido tuvo una duración efímera. Al haber obtenido pésimos resultados electorales, Gaitán decidió disolverlo y plegarse al reformismo de cuño liberal –reformismo que auspició la excepcional estabilidad institucional de Colombia en el mapa de América Latina de los años treinta–. Gaitán capitalizó políticamente la agitación en el campo, a partir de “La Pausa” de 1936 impuesta por el propio López al impulso reformista que él mismo había iniciado con la “Revolución en marcha” dos años antes. Primordialmente, Gaitán capitalizó también esa agitación después de 1940, en el marco del Gobierno aún más moderado de Eduardo Santos Montejo, consiguiendo movilizar a cientos de miles de personas. El 23 de septiembre de 1945, más de 50.000 gaitanistas se reunieron en una manifestación en el Circo de Santamaría en Bogotá, al grito de “Guste o no le guste… Gaitán será tu padre” (apud Knight, 2005: 243). A comienzos de 1948, miles de seguidores de Gaitán se volvieron a reunir en la “Marcha del Silencio” reclamando el cese de la violencia entre liberales y conservadores.

Gaitán estimuló el desarrollo de un movimiento popular, con un discurso de integración social y unidad nacional. Pero desde el punto de vista que aquí sostenemos, su fracaso electoral (en su partido primero, y con los liberales después), y desde luego su asesinato (que descabezó al movimiento que lideraba), son las claves que impiden caracterizar el gaitanismo como una “estructura institucional”, para decirlo en los términos que utiliza Weffort, o como un caso de populismo “exitoso”, según la expresión que utiliza Knight.

Como en Uruguay (con el Partido Colorado) en Colombia, el Partido Liberal tuvo éxito en absorber los movimientos socialistas que comenzaron a esbozarse en los años veinte y treinta –por su parte, con una impronta intelectual y de clase media fácilmente asimilable por el reformismo, en sus distintas acepciones–. En el marco de esta singular democracia liberal es que el presidente López inició su programa reformista, la “Revolución en Marcha”, de la que, a diferencia de otros países, los militares no tomaron parte. Los militares tampoco ejercieron el gobierno en Uruguay, pues el golpe encabezado por Terra fue un golpe civil, dado por el propio presidente, y el Gobierno de Baldomir, que lo sucedió, no fue estrictamente un Gobierno militar, aunque este último sí tuviera esa condición.

En cuanto a los supuestos partidos populistas, el caso más emblemático es el del APRA peruano. Como se ha visto, el APRA estuvo fundado y liderado por Haya de la Torre, atraído por el modelo leninista de organización política, aunque sin filiación a la Internacional Comunista. Pero si en el primer tramo de su existencia, la lucha contra el imperialismo era medular, con el transcurso de los acontecimientos, este carácter se fue mezclando con matices propios de la escena política peruana y el APRA fue adquiriendo un sentido más integrador de fuerzas nacionales dispares, hasta su transformación en Partido Aprista Peruano (PAP).

En 1930, el golpe de Estado encabezado por Sánchez Cerro puso fin al Oncenio leguiísta. Aunque breve, esta experiencia tuvo consecuencias contundentes sobre el sistema político, dando lugar a dos elementos claves: la formación del primer partido de masas y el ingreso de los militares en la política nacional. Las Fuerzas Armadas se vieron animadas a encarar una acción política, entre otras cosas, por la necesidad de defender los intereses nacionales, que juzgaban seriamente afectados por la concesión a Chile de Tacna y Arica, a lo cual se sumó el tratado de límites con Colombia, que otorgó al país vecino el dominio sobre la región de Leticia.

El gobierno de Sánchez Cerro tomó medidas favorables a los sectores populares, golpeados por la crisis internacional. La derogación de la Ley de Conscripción Vial (que obligaba a los hombres de 18 a 60 años a trabajar gratuitamente en la construcción de carreteras durante unos días al año), la baja de precios de artículos de consumo básico y la prohibición de desalojos fueron algunas de esas medidas. Esto y otras cuestiones, como la pretensión de Sánchez Cerro de permanecer en el mando, irritaron a las tradicionales clases dominantes, que buscaron en las Fuerzas Armadas un aliado. En medio de un clima de conflictividad creciente, Sánchez Cerro renunció a su cargo en 1931. Pero la inestabilidad continuó. Hubo un llamado a elecciones ampliadas, de las que Sánchez Cerro salió victorioso, aunque la experiencia duró poco, pues murió asesinado en 1933.

La elección de 1931 estuvo polarizada entre la Unión Revolucionaria, con Sánchez Cerro al frente, y el PAP, conducido por el líder histórico, Haya de la Torre. El PAP se fundó en 1931, después de constituirse el Comité Peruano del APRA en 1930, transformando así las aspiraciones movimientistas y continentales del APRA (1924-1928) en un proyecto de partido de masas de alcance nacional. A diferencia del APRA, el PAP se caracterizó por el gradualismo y la moderación. Pero estas características no impidieron que el partido fuera visto como una amenaza radical, sobre todo después de su actuación en el levantamiento de Trujillo en 1932, tras lo cual entró en un largo período de proscripción, hasta los años sesenta.

El carácter populista que algunos analistas le asignan al PAP deviene de la articulación Jefe-Partido-Pueblo, con base en los sectores mineros de Cerro de Pasco y en los trabajadores del azúcar de la costa norte. El marcado personalismo, o en otros términos, la identificación del jefe con el pueblo, pasando por el partido, no es un rasgo suficiente para caracterizar la experiencia de apertura política iniciada en 1930 como populismo. Entre otras razones, Haya de la Torre nunca fue elegido (ni en 1931, ni en los años sesenta, una vez levantada la proscripción del PAP), aunque hay que decir que el Jurado Nacional de Elecciones impugnó el triunfo del PAP bajo alegato de fraude. Y si Sánchez Cerro, desde la UR, alcanzó el mando y tuvo un perfil nacionalista y reformista favorable a la satisfacción de ciertas demandas populares y un programa de unidad nacional, su asesinato también dejó trunca la construcción de una nueva forma de Estado.

La dictadura de Oscar R. Benavides Larrea (1933-1939) fue la salida a la crisis abierta con el asesinato de Sánchez Cerro. Benavides era entonces ministro de Defensa y fue designado presidente por la Asamblea Constituyente de 1933, la cual, además, sancionó una nueva Carta –con vigencia hasta 1979–. Enseguida Benavides prohibió la actuación del APRA y del PC alegando que se trataba de fuerzas “internacionales”. En 1936, anuló las elecciones presidenciales que él mismo había convocado y así continuó en el poder hasta 1939. Ese año, una nueva elección favoreció al candidato Manuel Prado y Ugarteche, que obviamente contaba con el beneplácito del presidente.

Otro partido al que le fue asignado un carácter populista fue Acción Democrática en Venezuela (AD), sobre todo en su primer período (1948-1950) previo a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. El boom petrolero había creado las condiciones estructurales para el surgimiento de las masas urbanas. Asimismo, las crecientes demandas sociales de este nuevo sector conllevó un cambio en el papel del Estado, ahora abocado a la ineludible tarea de intervenir (más que arbitrar) en la redistribución de los beneficios económicos de la nueva coyuntura. En este marco, AD estableció una estrecha relación con la central de trabajadores y levantó un amplio programa de legislación social. Pero como proyecto populista, AD “fracasó” (Knight, 2005: 248).

A los ejemplos anteriores, se añade otro, también emblemático: el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) de Bolivia, la dirección de la Revolución Nacional. Como ya se ha visto, el MNR no se convirtió en un partido en el Estado, paradigmáticamente como el PRI mexicano, a pesar de compartir con él el origen revolucionario. De todos los partidos y movimientos considerados, por muchos autores, populistas, el del MNR es uno –si no el único– que reunió componentes que, según nuestra concepción del populismo, amerita una reflexión mayor. Podríamos considerarlo un caso de populismo fallido.

Es cierto que el MNR y la propia Revolución Nacional tuvieron un componente policlasista, cuyos elementos principales fueron la clase obrera (sobre todo la minera), los campesinos, la pequeña burguesía y la clase media urbana. Después del triunfo de la insurrección de abril de 1952, la Revolución, sostiene Ramiro Velasco (1985: 27-28), atravesó tres etapas, que él llama, con lenguaje de la Revolución Francesa: 1) revolucionaria o jacobinista (1952-1953); 2) del termidor (1953-1956); y 3) de afirmación burocrático-estatal y crisis del Estado (1956-1964). De esos tres períodos, el segundo es particularmente relevante a nuestros fines, ya que en él se produjo la institucionalización del Estado revolucionario, con base en el cogobierno COB-MNR, la reorganización del Ejército (en reemplazo de las milicias populares) y el intento de crear una burguesía nacional.

Ese termidor boliviano fue un breve movimiento dentro de la coyuntura, “caracterizado por la conclusión del equilibrio inestable entre la fuerza obrera y la pequeña burguesía gobernante [mejor, acotamos, clase media urbana], por el término de la indefinición de clase en el contenido del nuevo Estado, y por el esfuerzo, con más coherencia burguesa, de institucionalización de la Revolución Nacional. […] El ‘cogobierno’ congeló la correlación social existente y cohesionó el frente de clases”, dentro del cual la hegemonía pequeño burguesa “fue factor definitorio” para fijar los rasgos permanentes del Estado creado por la Revolución. “La prescindencia [¿no sería más exacto, la ausencia?] de una burguesía dirigente que modele al Estado según sus ambiciones propias de acumulación, el vacío ideológico y político de la clase históricamente dirigente de la revolución democrática (26), marcó el predominio de la instancia estatal o del desarrollo sobredeterminante de la función económica del Estado”, el cual, por añadidura, tuvo un papel central en el proceso de modernización y una hipertrofia en el plano de la política (Velasco, 1985: 28; itálicas del autor).

Para Velasco, el cogobierno no significó una auténtica presencia dirigente de la clase obrera. “Los ‘ministros obreros’ no representaban un desequilibrio a favor del ala izquierda del MNR, representaban la presencia del ala burocratizada y absorbida como elemento mantenedor del Estado”. La COB se estableció por vía burocrática, y solo momentáneamente, en el Estado revolucionario. La clase obrera actuó “como clase democrática y ya no como clase revolucionaria” y “estaba en el aparato del Estado pero no en el poder del Estado. […] Sin embargo, paradójicamente, el aumento del poder obrero en el aparato estatal no daba como resultado mayor poder político o ideológico”. Mirado desde esa perspectiva, la presencia de los ministros obreros solo expresaba “la transición de la fase revolucionaria al momento de la condensación burocrática del nuevo Estado” (Velasco, 1985: 29-30; itálicas del autor).

La nueva burguesía, “hija del Estado”, terminó por insertarse definitivamente en este, “y las modalidades de su acumulación imprimieron sus rasgos característicos a la clase dominante, la modelaron y caracterizaron como clase clientelista y succionadora de los mecanismos estatales económicos”. Esa burguesía, nacida de “una proximidad burocrática al poder”, acentuará y reforzará “aún más su condición pasiva y parasitaria” bajo los posteriores regímenes militares (Velasco, 1985: 31). No solo eso: cuando el Gobierno del MNR dio a conocer, en 1956, el Plan de Política Económica de la Revolución Nacional, que apelaba a la “ayuda financiera y técnica de Estados Unidos” –como dice el documento–, quedó claro que la nueva burguesía no tenía un ápice de nacionalismo económico ni política industrialista, ni lenguaje antiimperialista.

La Revolución creó ciertas condiciones de posibilidad de un populismo –más próximo al mexicano, por la presencia de campesinos–, mas no pudo crear condiciones para su realización.

Mucho menos consistente es la caracterización del Gobierno revolucionario de Juan José Arévalo, en Guatemala, como populista. El de Jacobo Arbenz, que lo sucedió, también desarrolló una práctica por muchos tildada de populista, fundamentalmente, por la política de compromiso del Bloque de la Victoria, de composición multisectorial y policlasista y por el control desde arriba de la CGT y la CGC, creadas en los primeros años de la década de 1950. Pero no cualquier alianza de clases ni cualquier proceso político controlado desde arriba constituye populismo.

En otros casos, de experiencias disímiles de implementación de políticas nacional-populares, e incluso desarrollistas, se ha utilizado el término populismo por ejemplo para caracterizar al reformismo militar de los años cuarenta (distinguible de aquella pauta de militarismo de los años treinta, más inclinada a fórmulas autoritarias y a menudo simpatizantes de las potencias del Eje). Este nuevo reformismo militar fundaba su intervención política en el clima de revalorización de la democracia, inclinándose a fórmulas reformistas “populares” y hasta “izquierdistas”.

En el caso de Chile hay quienes han caracterizado como populista al Gobierno de reformismo militar liderado por Marmaduke Grove, quien instauró la ya mencionada República Socialista en 1932. Empero, lo efímero de la experiencia impide una caracterización rigurosa. Luego, la influencia de la izquierda se hizo visible en la estrategia frentista, seguida en Chile con más éxito que en el resto de América Latina. El PC había sido fuertemente reprimido durante la dictadura encabezada por el militar Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931), pero a partir de la internacionalización de la estrategia de los Frentes Populares, el PC creció en afiliados y en 1938 el Gobierno del Frente Popular, como también se ha visto en el capítulo 4, obtuvo su primera victoria electoral, asumiendo como propia la dicotomía democracia-fascismo.

Tampoco puede considerarse, con seriedad, como populista el segundo Gobierno del general Carlos Ibáñez (1952-1958). Este intentó nacionalizar el cobre y otros grandes yacimientos mineros, pero fracasó debido a la oposición del Congreso, donde no tenía la mayoría. Pudo, sí, mediante la llamada Ley del Nuevo Trato, crear el Departamento del Cobre, encargado del control de la producción y comercialización del mineral –de tipo estratégico, dominado en el mercado mundial por Estados Unidos, país que expolió a Chile, sobre todo durante la Segunda Guerra Mundial, al fijar el precio a un nivel más bajo que el producido en el propio Estados Unidos– y de la formación de técnicos expertos en todo cuanto hacía a la explotación del cobre. También se produjo una fuerte intervención del Estado en la economía, pero esta no fue una novedad en un país que sabía de ella desde la anterior presidencia de Ibáñez, política no interrumpida por el segundo gobierno de Alessandri (esta vez conservador) ni por los del Frente Popular. La aproximación política de Ibáñez al Gobierno argentino de Perón no puede interpretarse como sinonimia de modelo. Es cierto que ambos compartieron un ideal nacionalista propiciador de la integración latinoamericana, el anticomunismo y la concepción de la cooperación de clases, pero ninguno de esos rasgos, ni los antes citados, permiten definir el régimen de Ibáñez como populista. No, al menos, en los términos en los cuales hemos definido el concepto populismo.

Otro caso que suele ser presentado como populista es el del velasquismo ecuatoriano. Como ya vimos, en 1944, la Revolución Gloriosa llevó a Velasco Ibarra, por segunda vez, a la presidencia del país, la cual solo ejerció hasta 1947, año de su segundo derrocamiento. La influencia de Velasco se proyectó largamente en la política nacional. Volvió a gobernar en tres períodos más (1952-1956; 1960-1961 y 1968-1972). El caso de Ecuador es un ejemplo de un fuerte liderazgo con apelación a la identificación del líder con el pueblo. De la Torre (2008: 6) señala: “José María Velasco Ibarra inició un nuevo estilo político”. Sin embargo, no debe confundirse este rasgo aislado con la “estructura institucional” que caracteriza al populismo en el Estado. Velasco, como los líderes del populismo típico, surgió como respuesta a la crisis de dominación de los años treinta, pero no construyó organizaciones estables e instituciones duraderas. La historia de Ecuador estuvo signada durante casi todo el siglo XX por la inestabilidad política y las crisis recurrentes.

A riesgo de ser reiterativos, insistimos en el hecho nodal de que en todos estos casos faltó el componente central del populismo genuino: la alianza de clases entre la burguesía industrial nacional y el proletariado industrial urbano. En todo caso, la alianza se articuló entre las burguesías y/o los terratenientes con el capital extranjero, no con las clases populares, fueran campesinos o trabajadores. Los líderes y movimientos señalados carecieron, por añadidura, de una base obrera de cierta envergadura, salvo quizás el MNR boliviano. En esas experiencias faltó, asimismo, otro componente fundamental: el control del Estado (y el populista fue un Estado fuerte), sin el cual no podía haber políticas redistributivas ni ejercicio de la mediación entre capital y trabajo, función en la cual no podían ni pueden ser sustituidos por partido o movimiento alguno. En pocas palabras, el populismo solo se realiza como Estado.

Retomando una proposición previa (Ansaldi, 2003a: 40), aquí sostendremos una adicional: la existencia de modos o formas populistas de hacer política. Se trata de liderazgos cuya escenificación pública recurre a movilizaciones, gestos, símbolos, discursos, lenguaje, retórica que son típicos del populismo. O, si se prefiere, repiten la llamada participación litúrgica populista. Velasco Ibarra en el pasado (su “denme un balcón y seré presidente” es paradigmática) y Hugo Chávez Frías hoy, son dos magníficos ejemplos de líderes que hacen una política que tiene formas populistas, pero carecen de contenido populista, en particular porque su base social carece de la varias veces referida alianza fundamental, la de la burguesía industrial nacional y el proletariado industrial urbano.

El populismo puede ser analizado también en su alternancia o combinación con fases desarrollistas. Pero en contraste con el populismo, el desarrollismo se basó en el intervencionismo más que en el estatismo, y fundó el orden económico en la programación orientada a aumentar la racionalidad del mercado, aunque siguió siendo fuerte el sector público. El nacionalismo, el intervencionismo y las políticas redistribucionistas en favor de las mayorías han emparentado al desarrollismo con el populismo. Pero como se verá en los párrafos siguientes hubo líneas de ruptura sustantivas.

El desarrollismo fue una propuesta de política económica elaborada por la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), bajo el liderazgo del economista argentino Raúl Prebisch, acompañado por el brasileño Celso Furtado y otros. El punto de partida fue el diagnóstico de economías en las cuales el capital era un recurso escaso –escasez que afectaba la expansión de la infraestructura básica necesaria para el desarrollo de la economía (comunicaciones, energía eléctrica, transporte)–. Tal escasez debía suplirse apelando a la puesta en movimiento de factores hasta ese momento ociosos. Específicamente, el capital necesario para el desarrollo industrial debía provenir de un mejor empleo de los recursos generados por las exportaciones y de la inversión extranjera directa, correspondiendo al Estado un papel central en tales tareas.

El desarrollismo, como teoría del crecimiento económico, sostuvo la existencia de un centro (países más industrializados) y una periferia (países menos desarrollados), entre los cuales existía una decisiva brecha de desarrollo y una desfavorable relación real de intercambio de los países menos industrializados o periféricos. Esa situación negativa podía y debía superarse aumentando la producción de bienes y servicios, sin romper la matriz capitalista de la sociedad, pero sí su dependencia del centro del sistema capitalista mundial. A diferencia del populismo, más orientado a privilegiar la distribución del ingreso a favor de las clases populares, el desarrollismo hacía hincapié en el incremento y la diversificación de la producción.

El desarrollismo se aplicó paradigmáticamente en dos países, Brasil, sobre todo, y Argentina. Como ya se ha dicho, esta suerte de correlato del populismo se practicó bajo los gobiernos de Juscelino Kubitschek (1955-1960) y de Arturo Frondizi (1958-1962), respectivamente. Solo en el primero de los dos casos, el desarrollismo tuvo cierta continuidad hasta el golpe militar de 1964, con los gobiernos de Jânio Quadros y João Goulart. En México, el desarrollismo se aplicó en un contexto de estabilidad, de ahí la denominación “desarrollo estabilizador”. En efecto, con Miguel Alemán Valdés en la presidencia (1946-1952), se inauguró una nueva etapa de la revolución o en todo caso la etapa de posrevolución. Alemán no había participado del proceso, no provenía de los sectores militares. Con él, el partido de la revolución tomó el nombre de Revolucionario Institucional (PRI). Durante su gestión hubo un crecimiento industrial formidable que tuvo como contracara un aumento también formidable de la corrupción y la inflación. A diferencia de los otros dos países, en México, el fin del desarrollismo ocurrió en un marco de continuidad democrática, en el que la matanza de Tlatelolco de 1968 significó para las clases dominantes una señal inequívoca de crisis. Hacia 1970, el desarrollo del país tocó fondo y “el milagro mexicano” entró en crisis.

Ya se ha visto en el capítulo 4 que en el Chile del Frente Popular y la Alianza Democrática se aplicó una política caracterizada como desarrollista.

En los años cincuenta el Partido Demócrata Cristiano (PDC) estuvo en el centro de la escena política. En torno a él se levantaban las expectativas de recomponer la estabilidad del sistema de partidos, al cual la experiencia del Frente Popular había privado de su partido de centro histórico: el Partido Radical. En efecto, la alianza de gobierno entre el Partido Radical, el Partido Socialista y el Partido Comunista había provocado ese corrimiento. El PDC tenía sus raíces en la ruptura del Partido Conservador y la consecuente formación de la Falange Nacional. Sus militantes eran estudiantes de la Universidad Católica que habían hecho su primera experiencia en la Acción Católica. El PDC pronto comenzó a recoger adhesiones entre los sectores populares urbanos, trabajadores y clases medias. El partido reunía en su seno tendencias conflictivas. Había un sector moderado que levantaba las consignas de modernización capitalista vinculada a un proyecto de industrialización. Había también un sector, mal llamado “populista”, que impulsaba la organización de los trabajadores (rurales y urbanos) y proponía una política de redistribución del ingreso y por último, había también un sector, más “radical”, que se hacía eco de las consignas de reforma agraria.

Los mayores éxitos del desarrollismo se alcanzaron sin romper la dependencia y sin instaurar un capitalismo autónomo. En México, mucho más eficazmente que en el resto de los países, la política económica era un asunto decidido por la cúpula del poder político que controlaba el Estado, con mucha más independencia de las organizaciones de la sociedad. Y esto era así toda vez que el proceso revolucionario había permitido destruir la capacidad de presión tanto del poder terrateniente oligárquico como de los trabajadores rurales y urbanos, como se ha visto, mediante el control desde arriba de su aparato sindical. En Argentina, el desarrollismo se estableció a partir de una compleja relación con las estructuras populistas. Frondizi llegó al poder con el apoyo de Perón, pero enseguida surgieron los conflictos y las presiones, a lo cual se sumó el descontento popular. Frondizi cayó por un golpe de Estado en marzo de 1962, y el motivo principal de su derrocamiento no fue su política económica desarrollista (con importante caudal de inversiones extranjeras), sino la cuestión del posible reingreso a la legalidad del peronismo, que para Frondizi formaba parte de la integración nacional. En el caso de Brasil, el desarrollismo, como se dijo, tuvo más continuidad, incluyendo la larga dictadura militar –cuestión que precisaremos en el próximo capítulo–.

Dos experiencias singularmente democráticas: Uruguay y Costa Rica

Aquí abonamos, como tantos otros (entre los que cuenta Rouquié, 1984), la hipótesis de la singularidad democrática de Costa Rica y Uruguay, pero la colocamos en una perspectiva latinoamericana que rechaza los conceptos de socialdemocracia y Estado Benefactor, y la ubica en el marco de condiciones materiales y matriciales de larga duración comunes a toda la región e históricamente significativas. Desde nuestra perspectiva, la singularidad de Uruguay y Costa Rica –en tanto países considerados de sólida tradición democrática– estriba en no haber contado, en el pasado colonial e independiente, con un sistema de hacienda, ni desarrollado un régimen oligárquico, al menos en el sentido en el que lo hemos definido en el capítulo 4. Ahora bien: en términos estrictos, tal vez sea mejor considerarlos regímenes políticos largamente estables, con sostenida ampliación de la democracia, consolidada desde fines de las décadas de 1930, en el primer caso, y de 1940, en el segundo caso.

El reformismo batllista, o primer batllismo, transcurrió en un momento clave. Extendido entre 1903 y 1916, el llamado impulso abarcó las presidencias de los colorados José Batlle y Ordóñez (1903-1907), Claudio Williman (1907-1911) y, nuevamente, Don Pepe (1911-1915), obviamente, el dirigente dominante de la experiencia. El batllismo nació en el Estado y en el tradicional Partido Colorado, por lo cual se trató de un proceso de modernización impulsado desde arriba. El impulso consistió en un conjunto de reformas en las estructuras sociopolíticas y cultural-ideológicas.

Entre las reformas, agrupadas en seis grandes campos (económico, social, rural, fiscal, moral y político) pueden señalarse, entre otras: la nacionalización o estatización del Banco de la República, el Instituto de Pesca, el Banco de Seguros del Estado, el Banco Hipotecario del Uruguay, las Usinas Eléctricas del Uruguay, la Administración de los Ferrocarriles del Estado, el fomento de la industrialización mediante una política proteccionista (reforma económica); apoyo al movimiento obrero, otorgamiento de una legislación social protectora y favorable a los trabajadores: jornada laboral de ocho horas, reglamentación del trabajo de mujeres y niños, salario mínimo, indemnizaciones por despido y por accidentes de trabajo, mejoramiento de la vivienda obrera, pensiones a la vejez, jubilaciones generales, participación de obreros y empleados en empresas estatales, medidas favorables a los desocupados a través del fomento de las obras públicas y a los pobres a través de la instalación de “ferias francas” (reforma social); tecnificación y transformación del sector agropecuario, mediante políticas de fomento agrícola, crédito rural, desarrollo de la forestación y de forrajeras, impuesto progresivo a la tierra y al ausentismo con el objetivo de máxima de la eliminación progresiva del latifundio y la promoción alternativa de “un país de pequeños propietarios” (reforma rural); incremento mayor de los “impuestos a los ricos” (a la tierra, a la herencia, a la exportación, al capital financiero hipotecado, a los consumos suntuarios) y menor de los impuestos al consumo (reforma fiscal); búsqueda de un “hombre nuevo” mediante el incremento de la educación (creación de liceos departamentales, de nuevas facultades en la Universidad de la República y de la Universidad de las Mujeres; cursos para adultos), defensa del cosmopolitismo, anticlericalismo radical y de sesgo social, emancipación de la mujer (ley de divorcio, tolerancia –y hasta promoción, según algunos– del matrimonio libre, protección de la madre soltera y los “hijos naturales”) (reforma moral); politización de la sociedad mediante la promoción del debate político ciudadano y la organización de los partidos, propuesta del Colegiado, como garantía contra la tiranía (reforma política).

El reformismo batllista fue atacado por los conservadores uruguayos y los capitalistas británicos, quienes acusaban a Batlle y Ordóñez de “obrerista”, “socialista”, “comunista”. Francisco Panizza (1990: 34) ha dicho, bien, que el programa de reformas de Batlle fue el más radical desafío al statu quo realizado por los reformadores liberales latinoamericanos de la época. Su concreción tuvo en el Estado a su principal protagonista, asumiendo este el papel de árbitro de las luchas sociales y, sobre todo, desempeñando un papel autónomo frente a los grupos económicos y sociales, como bien han demostrado José Pedro Barrán y Benjamín Nahum. Dentro del primer batllismo, al impulso le siguieron la república conservadora (1916-1929) y el segundo impulso reformista (1929-1933). El punto de inflexión fue la derrota del Partido Colorado en las elecciones para constituyentes del 30 de julio de 1916, tras las cuales el nuevo presidente, Feliciano Viera (1915-1919), ex ministro del Interior de Batlle, puso freno al reformismo con el llamado Alto de Viera.

El Uruguay batllista constituye un claro ejemplo de democracia entendida más en su dimensión social que política. Pero esto no autoriza a considerar al batllismo como una experiencia populista, como sí lo ha hecho Carlos Zubillaga (1983). Pero además –como han mostrado Barrán y Nahum–, el pueblo uruguayo demandaba democracia política tanto como democracia social. Justamente, el flanco débil del batllismo radicaba en su incapacidad para aunar una y otra vertiente de la democracia.

En la hipótesis de Barrán y Nahum (1979-1987: VIII, 125-126), “las clases conservadoras” no recurrieron a la fuerza porque ganaron “las elecciones a través del sistema de partidos existentes que les permit[ió] frenar legalmente al batllismo”. La legalidad se quebró en 1933, en medio de una situación de crisis económica y política a la cual la muerte de Batlle y Ordoñez solo añadió un elemento más de incertidumbre. En el clima de unidad nacional de la segunda posguerra, Uruguay volvió sobre sus cauces marcados por la impronta batllista. Paradójicamente –aunque significativamente, para la hipótesis aquí sostenida–, la “república reformista” fue sucedida por la “república democrática y conservadora”.

El Alto de Viera no fue una marcha atrás ni una anulación de las reformas batllistas, sino su detención. Ese “abandono de las reformas más audaces proyectadas en lo social y lo económico” desnudó “el conflicto entre las clases y la subordinación de lo social a lo político”, y constituyó el precio pagado para mantener la unidad del Partido Colorado, necesaria para vencer al Nacional (Barrán y Nahum, 1979-1987: VIII, 94-95).

Si el Alto de Viera tronchó el reformismo democrático-social batllista, el Gobierno de Terra llevó a la interrupción de la democracia política. Los tres fueron, entre 1904 y 1933, momentos relevantes dentro de la singularidad uruguaya. Conviene, pues, detenerse en el proceso de la dictadura terrista. Su importancia radica en que ella constituye una evidencia empírica más de la condición antidemocrática de las burguesías latinoamericanas.

Las elecciones de noviembre de 1930 afirmaron la primacía del Partido Colorado sobre el Nacional (o Blanco), cuyo líder, Luis Alberto de Herrera, fue el gran derrotado. El vencedor, Gabriel Terra, miembro de la corriente batllista del Partido Colorado, asumió la presidencia en marzo de 1931. No obstante, los comicios no aventaron la crisis de los partidos. Dentro del Partido Colorado, el fallecimiento, en 1929, de su gran conductor profundizó la división interna y las dificultades para armonizar las posiciones de las cuatro líneas coloradas, una batllista, progresista, y tres antibatllistas: riverista (Pedro Manini Ríos), sosista (Julio María Sosa) y vierista (Feliciano Viera). Si bien la primera era mayoritaria, el avance de los sectores conservadores dentro del partido le obligó a continuas negociaciones para enfrentar con éxito a los blancos, situación que se agravó con la crisis sucesoria.

En el Partido Nacional, a su vez, coexistían cuatro sectores: el caudillista o demócrata, mayoritario desde 1920, expresión del interior rural y de la burguesía agroexportadora, liderado por Herrera; el doctoral, conservador y elitista (Arturo Lussich); el radicalismo blanco (Lorenzo Carnelli, Ricardo Pasaeyro), con posturas reformistas doctrinariamente coincidentes con el batllismo; la Agrupación Nacionalista Demócrata Social, antiimperialista, partidaria de la democracia política (antifascista) y de una democracia social encaminada hacia el socialismo, con Carlos Quijano, proveniente del grupo radical, al frente.

Blancos y colorados constituían, desde la década de 1830, las dos grandes divisas políticas uruguayas. Sucesivos comicios mostraron que ambos reunían alrededor del 90% de los votos (siendo baja la tasa de abstenciones), dejando a los llamados “partidos de ideas” (Socialista, Comunista y Unión Cívica) el pequeño porcentaje restante.

En las citadas elecciones de 1930, los colorados retuvieron la presidencia del país y lograron seis cargos, contra tres de los nacionales, en el Consejo Nacional de Administración, cuerpo colegiado que constituía, junto con el Presidente, un Poder Ejecutivo bicéfalo (27). De los seis consejeros colorados, cuatro eran batllistas. Los blancos eran mayoría en el Poder Legislativo, controlando ambas Cámaras. El presidente Terra recién elegido representaba un nuevo tipo de político uruguayo: profesional de la política (larga carrera y permanencia en cargos públicos) con sólidos vínculos con los empresarios (un dato novedoso en un país donde el batllismo había consagrado una fuerte autonomía de la política y del Estado respecto de las clases económicamente dominantes).

Terra asumió la presidencia en una situación dominada por cuatro grandes cuestiones: el impacto en el país de la crisis de la economía capitalista de 1929; la crisis de los partidos políticos nacionales; las tendencias a un segundo impulso del batllismo; la ofensiva conservadora. El terrismo fue el resultado de la combinación de esos cuatro componentes de la coyuntura, cuyo desenlace será el golpe del 31 de marzo de 1933, la “revolución marzista” o, menos pretenciosa y más exactamente, la instauración de la dictadura.

Gerardo Caetano y Raúl Jacob destacan especialmente la cuestión de “los miedos conservadores” generados por la combinación de: a) los resultados electorales de 1930 que, en principio, implicaban la posibilidad del retorno del batllismo (cuyo avancismo había sido frenado en 1916 con el Alto de Viera), tendencia que parecía tomar cuerpo con la creación de la Administración Nacional de Combustible, Alcohol y Portland (ANCAP), en 1931 –un demorado proyecto de Batlle y Ordóñez–; b) los efectos de la crisis mundial en una economía agroexportadora dependiente, para cuya superación se propusieron medidas que extendieron la participación estatal en ella, tendencia con grandes posibilidades de imponerse después de c) el pacto de julio de 1931, firmado por los batllistas y los blancos antiherreristas o independientes (pacto del chinchulín), una componenda política que permitió el crecimiento del Estado, a costa de introducir reformas en su estructura, y liberó “al batllismo del siempre costoso precio que había tenido que pagar por el apoyo del riverismo y de los ‘otros partidos’ colorados” (28).

Según la hipótesis de Caetano y Jacob (1988-1991: I, 262), “[l]a profundización de la movilización conservadora y la radicalización de sus demandas ponían de manifiesto el giro que iba asumiendo el proceso político del país”. El “miedo conservador” a una “revolución desde arriba” impulsada no por una clase social antagónica sino por un partido policlasista, se orientó en la dirección de combinar la mediación corporativa con la partidaria. Así, la gran novedad en el nacimiento del terrismo fue, respecto de 1916, que la iniciativa partió de las organizaciones empresarias, pero el procesamiento y protagonismo decisivo del desenlace fue, una vez más, de los partidos. De allí surgió, argumentan los autores, la “nueva alianza político-gremial (la llamada ‘concordancia dictatorial’)”, que fue una efectiva operación de cooptación del presidente batllista Terra por las asociaciones de interés burguesas. Fue “una relación alimentada en forma bilateral”, a la cual contribuyó el propio Terra, “un hombre de contacto fluido con las clases altas nacionales y con los inversionistas extranjeros […], intermediario en la contratación de empréstitos norteamericanos e ingleses […], dirigente prominente de la Unión Industrial Uruguaya […], vinculado con los sectores del agro y del comercio de exportación” (Caetano y Jacob, 1988-1991: I, 271 y 273). Adicionalmente, Terra tenía habilidad “para hacer jugar también su carisma en clave popular”.

La propuesta del presidente fue simple: sortear la crisis de gobernabilidad generada por la bifacialidad del Poder Ejecutivo mediante la reforma de la Constitución (anulando el Consejo Nacional de Administración), enfrentar el “peligro comunista” –argumento central para entender las acciones de febrero de 1932, anticipatorias de la solución dictatorial–, erradicar los “inmigrantes indeseables” (“agitadores comunistas” y competidores en el limitado mercado de fuerza de trabajo), establecer un Gobierno “ágil y barato” para terminar con la “politiquería y la empleomanía”.

La ofensiva conservadora de 1930-1931, argumentan Caetano y Jacob (1988-1991: I, 271 y 270), reflejó, una vez más, “dos rasgos estructurales” de la case dominante uruguaya: uno, “eficacia política para contrarrestar y bloquear el avance del reformismo”, y el otro, “debilidad hegemónica para converger en la construcción de una nueva política estatal”. Así las cosas, el vacío hegemónico siguió siendo ocupado por el Estado. Ese fracaso era, en primer lugar, el de la fracción más importante de la burguesía, es decir, los ganaderos, inhábiles “en la tarea de convocar y reunir el conjunto de los sectores empresariales para dirigir la implementación de un nuevo modelo económico y social”.

El reformismo batllista no solo expandió, de manera inusual para el mundo capitalista de entonces, los derechos de ciudadanía social y la intervención del Estado en la economía, sino que también estableció importantes relaciones comerciales con la Unión Soviética. La identificación entre batllismo y comunismo se hizo cada vez más frecuente. La invención de un complot adjudicado a los comunistas era casi un corolario obligado. Y lo que para entonces ya se conocía como terrismo no vaciló en utilizar el ardid.

El complot, como es obvio, no existió y fue una patraña pergeñada por Terra para retomar la iniciativa política y afirmar su liderazgo. La acción del presidente fue parte de la crisis del sistema de partidos con sus fragmentaciones y la primacía de la ofensiva contra el batllismo, facilitada por la división en su seno entre los “netos” y los terristas, con estos cada vez más alejados del viejo tronco y convertidos en un nuevo grupo partidario. Empero, la situación no menguó la acción de los partidos ni los desplazó de su centralidad en el sistema político. En todo caso, la resignificó. Transacciones y pactos interpartidarios –tan frecuentes en la cultura y la tradición políticas uruguayas– redefinieron los alineamientos, en particular después de febrero de 1932: polarización entre dos grandes coaliciones albirrojas; colorados batllistas y nacionales o blancos independientes (el “pacto del chinchulín”), por un lado; blancos herreristas y colorados riveristas (“el contubernio”), por el otro. La izquierda, integrada por socialistas reformistas y comunistas radicalizados, era una fuerza marginal.

Una serie de hechos y acciones que tuvieron al presidente como protagonista contribuyó a completar el modelado de su perfil y su liderazgo: la ruptura de relaciones diplomáticas con Argentina, motivada en incidentes más protocolares que genuinamente políticos; la creciente identificación de su figura con el papel de reformador de la Constitución; la capacidad de articular, astuta y demagógicamente, demandas contradictorias, ampliando su base social; la aproximación a los militares, cuya oficialidad era antibatllista y preferentemente riverista y bregaba por la reivindicación de la carrera y la profesión militares (desprestigiadas y hostigadas por la sociedad) y la realización de la unidad entre Ejército y pueblo. El empuje de la alianza rojiblanca herrero-riverista (Luis Alberto de Herrera y Pedro Manini Ríos) llevó a construir un trípode político cuya tercera apoyatura fue el terrismo, refinada operación que colocó a Terra “en una ‘alianza sagrada’ contra su propio partido”. La confluencia y la dialéctica de ambas perspectivas condujeron al desemboque del “proceso de consolidación del terrismo en una dirección progresivamente golpista”, aunque el discurso del presidente y sus acólitos siguiera “invocando y convocando al ciudadano” y repitiendo “muchas referencias fundamentales del ideario democrático. El camino para apurar y legitimar el golpe de Estado era el enfático reclamo de un plebiscito popular no previsto en la Constitución” (Caetano y Jacob, 1988-1991: II, 178-180).

En noviembre de 1932 se votó para renovar parcialmente el Consejo Nacional de Administración y elegir senadores en seis departamentos. A pesar del abrumador peso de las abstenciones, los resultados no dejaron de expresar un fuerte equilibrio entre los dos grandes bloques rojiblancos. Hubo un incremento de las tensiones, por confrontación y polarización, entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo, entre el Presidente y el Consejo, e incluso, aunque menor, entre la Cámara de Representantes y la de Senadores (Caetano y Jacob, 1988-1991: III, 30-31).

Por otra parte, la crisis política se soldó con la económica, crisis esta en la que resaltaban la desocupación y el desfinanciamiento estatal. La gran burguesía agraria, a su vez, se soliviantó aún más, encontrando en el herrerismo un eficaz medio para atacar la política económica del bicéfalo Poder Ejecutivo. La consigna de Herrera –“ha llegado la hora de mandar y no de ser mandado”– era una declaración claramente golpista.

La crisis en el interior del batllismo llevó a la fractura definitiva en febrero de 1933: “netos”, por un lado, terristas, por el otro. Estos se alinearon, así, en el golpismo promovido por el herrerismo, principal sostén de tal política. Un tercer sector, el riverismo, se sumó a la “concordancia dictatorial” y, pese a su menor peso político respecto de los otros dos, incidió en cuestiones claves como los militares, la creación de comités de movilización pro reforma de la Constitución (en los cuales incidían los empresarios) y la campaña contra las reformas batllistas. En esta coyuntura, los partidos políticos tuvieron la primacía “en la conducción final de la ofensiva golpista” (Caetano y Jacob, 1988-1991: III, 47-48). A diferencia de los otros países de América Latina, el golpe de Estado no fue militar o cívico-militar, sino estrictamente civil y ejecutado por un presidente constitucional en ejercicio, singularidad esta que se repetirá en 1942 y 1973.

El tan anunciado golpe se produjo el 30 y 31 de marzo. Terra y sus colaboradores se establecieron en el Cuartel de Bomberos de Montevideo, plenamente respaldados por la policía –cuyo jefe era el coronel Alfredo Baldomir, cuñado de Terra–, y contaron con la complicidad militar. Desde allí, el presidente dispuso una serie de medidas de seguridad, entre ellas, la prohibición de realización de la Convención batllista, la censura previa de la prensa opositora, la intervención de las cárceles (con el argumento de la posible liberación de delincuentes), la ocupación armada de los servicios públicos fundamentales, sumando luego la disolución de la Asamblea General (Poder Legislativo) y del Consejo Nacional de Administración, cuyos miembros fueron encarcelados en su mayoría, más la cesantía de los directorios de los entes autónomos y otros organismos estatales, y el arresto de dirigentes opositores. Por un decreto adicional dispuso establecer una Junta de Gobierno de nueve miembros para asesorar al presidente en cuestiones políticas y administrativas.

Más allá de las declaraciones de dirigentes opositores, el golpe no generó reacciones populares significativas. Los sindicatos estuvieron al margen y la dividida oposición solo generó dos actos de protesta: la huelga universitaria (durante 23 días) y el solitario e inútil suicidio del ex presidente colorado batllista Baltasar Brum (en la calle, frente a su casa, con la policía que la cercaba y sus familiares como espectadores, después de esperar inane una reacción legalista del Ejército que nunca iba a producirse). La burguesía (rural, comercial, industrial), sus organizaciones y dirigentes representativos, y los capitalistas extranjeros aplaudieron y apoyaron el golpe. En palabras de Caetano y Jacob, la euforia conservadora era total. En contrapartida, encarcelamientos, deportaciones e incluso torturas fueron aplicados a los opositores.

Cabe señalar que las potencias imperialistas (Gran Bretaña y Estados Unidos) y sus empresas petroleras llevaban un tiempo presionando al gobierno de Terra, enfrentados a él por la creación de la estatal ANCAP y por los contratos comerciales firmados con la Unión Soviética –en particular, para la compra de petróleo–, asociando a la empresa Iuyantorg a una campaña de agitación y a un supuesto complot comunista, acusando a funcionarios del Gobierno (sobre todo el ministro de Industrias y el directorio de ANCAP) de ser “enemigos de las empresas petroleras extranjeras”. Terra rompió relaciones con la Unión Soviética en 1935, pero no dio marcha atrás con la ANCAP.

Como en la otra banda del Río de la Plata –donde el Estado, con la creación de YPF, controlaba la industria desde 1922, la Iuyantorg operaba desde 1926 y el golpe de Estado se produjo en 1930– se dijo que el golpe terrista tenía un fuerte “olor a petróleo”.

La dictadura de Terra tuvo sus peculiaridades, al menos vis-à-vis otras del continente, una de las cuales da cuenta del peso de las continuidades respecto de las rupturas, en particular la persistencia de la centralidad de los partidos políticos. Gerardo Caetano y José Rilla (2005: 226) la observan en “la casi obsesión del régimen por obtener su legitimación electoral” –sucesivas elecciones en 1933 y 1934–, en reformar la Constitución también para aparentar la legitimidad del régimen y en las acciones “para ‘afinar’ el sistema electoral, de modo de prevenir cualquier audacia rupturista”.

En 1934 entró en vigencia una nueva Constitución, a la medida de la dictadura. Ella dispuso –tal como antes lo había propuesto Terra, según se ha visto– el retorno al Poder Ejecutivo unipersonal, eliminando el sistema bicéfalo instaurado por la Constitución de 1919. El Poder Legislativo quedó constituido por una Cámara de Representantes (99 miembros) en la cual se respetaba la representación proporcional de los partidos, y una de Senadores (30) integrada paritariamente por los dos principales partidos (régimen del “medio y medio”). La reforma política se completó con la promulgación de la Ley de Lemas (completada en 1939), cuyo objetivo fundamental –señalan Ana Frega, Mónica Maronna e Yvette Trochon (1987: 14)– “era apropiarse del lema (nombre) del partido a favor de los sectores golpistas”.

En marzo de 1938 se realizaron las elecciones generales y el plebiscito de dos enmiendas constitucionales. Estuvieron lejos de ser genuinamente democráticas, pues en la composición del Senado se aplicó el sistema del “medio y medio”. Estas fueron las primeras elecciones nacionales en las cuales las mujeres pudieron ejercer el derecho de ciudadanía política. Adicionalmente, también compitió una nueva agrupación, el Partido Democrático Feminista, fundada por una activa militante sufragista, Sara Rey Álvarez, pero a la cual no acompañaron otras mujeres filiadas al primer feminismo –como Paulina Luisi–. Fue su única presentación, tras un resultado paupérrimo: apenas 107 votos (sobre casi 358.000).

El partido de Gobierno presentó dos lemas, encabezados por el general Alfredo Baldomir, uno, y por Eduardo Blanco Acevedo, el otro. Ambos estaban emparentados con Terra –cuñado, el primero; consuegro, el segundo–, de cuya dictadura fueron parte, si bien Baldomir aparecía como menos continuista. El Partido Colorado se impuso ampliamente sobre el Nacional y dentro de él, Baldomir superó cómodamente a Blanco Acevedo. El Partido por las Libertades Públicas –alianza de socialistas y comunistas– logró solo 4,7% de los votos.

En 1939 se aprobó una ley complementaria de la de lemas, modificación destinada a fortalecer a los partidos tradicionales (por lo tanto, al bipartidismo), admitiendo la lucha de fracciones pero dificultando la ruptura de los partidos. La ley –acotan Frega, Maronna y Trochon (1987)– “cerró el largo proceso de configuración del sistema electoral” y fue la “llave maestra” para delinear, largamente, los supuestos básicos del régimen electoral uruguayo.

Bajo el gobierno de Baldomir, la economía mostró el estancamiento agropecuario, el crecimiento industrial, la ampliación del mercado exterior y la decisiva consolidación de la intermediación financiera, todo en el corset de una economía dependiente. El Estado se afianzó una vez más como “gran árbitro institucional de alianzas y compromisos”, para decirlo con los términos de Francisco Panizza. La Segunda Guerra Mundial también desempeñó un papel importante en la coyuntura nacional, generando una confrontación entre aliadófilos y neutralistas que contribuyó a erosionar decisivamente la ya débil unidad oficialista y a redefinir las alianzas políticas. En opinión de Caetano y Rilla (2005: 231), esa disputa fue una de las razones explicativas del desplazamiento del herrerismo de posiciones gubernamentales y la gradual reunificación política de los colorados.

La cuestión política central era, en fin, la crisis de la coalición terrista. La clave de bóveda institucional de esta era la Carta de 1934. En consecuencia, la solución a la crisis planteaba una nueva reforma constitucional. Dentro de la coalición gobernante, el herrerismo se oponía a ella, distanciándose así de Baldomir. El distanciamiento, iniciado en 1938, se agrandó por las diferencias en política exterior, pues mientras los blancos de Herrera se oponían a la compra de armamento y a la instalación de bases norteamericanas en el país, el oficialismo se enrolaba decididamente con Estados Unidos. La línea de corte pasó a ser: “aliadófilos” y “nazi-fascistas”.

En marzo de 1941, una crisis generada en la elección del presidente de la Cámara de Representantes –donde los herreristas votaron en contra del candidato de Baldomir, que perdió así la elección– llevó al general a pedir la renuncia de los tres ministros blancos que tenía su Gabinete. Su argumento puede resumirse así: el Partido Nacional no podía ser, al mismo tiempo, partícipe del Poder Ejecutivo y “hacer política de oposición como elemento de disolución en el Parlamento, combatiendo al partido con el que debe colaborar” (apud Frega, Maronna y Trochon, 1987: 113). Contrariando la Constitución de 1934, Baldomir designó tres ministros colorados. El clima político se enrareció.

La reforma de la Constitución no era un trámite sencillo, pues el texto vigente establecía mecanismos que obligaban al consenso de terristas y herreristas. Por la fractura, ese consenso era imposible. Los colorados batllistas y los baldomiristas, el nacionalismo independiente y los comunistas, por distintas razones, coincidían en la salida de la crisis por la vía del golpe de Estado, que, finalmente, se consumó el 21 de febrero de 1942, ejecutado por el propio presidente constitucional. Inmediatamente, Baldomir disolvió el Congreso y la Corte Electoral, y nombró un Consejo de Estado (consultivo) integrado por un grupo de “notables colorados” batllistas y baldomiristas.

Este golpe fue llamado el “golpe bueno” –expresión acuñada por Juan Andrés Ramírez, blanco, director del diario El Plata, quien planteó que en la opción el herrerismo o el país, el país–, diferenciándolo así del precedente de Terra, el del “golpe malo” de 1933.

Lo paradojal de la coyuntura, evalúan Frega, Maronna y Trochon (1987: 117-118), radicaba en el hecho de resultar “menos ‘traumática’ una transición [a la democracia] a través de un golpe de Estado, planificado en la cúpula política, y por ende, sin una efectiva participación popular, que una salida a través de la unificación de las diferentes fuerzas opositoras”.

La Constitución fue reformada el mismo año. La nueva Carta estableció el ejercicio del Poder Ejecutivo por el Presidente, asistido por un Consejo de Estado. El Presidente recuperó la libertad de designar a sus ministros (que debían ser personas con apoyo parlamentario). El Senado del “medio y medio” fue reemplazado por el sistema de representación proporcional. En rigor, como escribió Silvia Dutrénit (2004: 101), la reforma solo “alteró el fundamento político de la Constitución de 1934, aunque no la modificó en otros niveles”.

En las elecciones de noviembre de 1942, sin proscripciones, la Constitución fue refrendada con el 77% de los votos, al tiempo que los colorados Juan José de Amézaga y Alberto Guani –claros vencedores dentro de los lemas del Partido– fueron elegidos presidente y vice. Los partidos tradicionales lograron casi el 92% de los votos. Los comunistas –que obtuvieron apenas 2,5% del total, aunque habían crecido casi un 150% respecto de 1938– presentaron la única candidatura femenina a la vicepresidencia.

El nuevo Gobierno asumió en marzo de 1943. El régimen político volvió a ser el de la democracia liberal –ampliada, en cuanto a sus bases electorales, por la incorporación ciudadana de las mujeres– y el de la excepción latinoamericana. En el plano político interno, la conclusión de Frega, Maronna y Trochon (1987: 150-151) da buena cuenta del significado de la coyuntura que fue del “golpe malo” al “golpe bueno”. “En 1933, el golpe de Estado había marcado un principio de diferenciación por encima de las divisas; en 1942, suponía el retorno al vínculo tradicional, donde los grandes partidos, unidos ante los comicios, albergaban sectores claramente diferenciados (aunque el Partido Nacional recién se unificaría totalmente en 1958, coincidentemente con su triunfo)”. Dicho en otras palabras, el pleno retorno de la centralidad de los partidos.

Por su parte, Costa Rica es un país de características también singulares en el mapa político de América Latina, especialmente cuando se lo mira desde una óptica centroamericana, en la que el carácter democrático del Estado contrasta crudamente con la violencia política y la inestabilidad institucional de sus vecinos. Vis-à-vis otras sociedades coloniales de América Latina, la estructura social costarricense estaba estratificada de manera mucho menos desigual, si bien, como advierte Fonseca (1983: 310-321), ese nivelamiento social por abajo no debe llevar a la exageración de creer en su igualitarismo.

Como es obvio, la estrecha relación que existe entre propiedad de la tierra y poder político permite apreciar el peso decisivo que, estructuralmente y en la larga duración, tuvo la pequeña propiedad para modelar, en el caso excepcional de Costa Rica, una sociedad predominantemente campesina, poco diferenciada socialmente y semiigualitaria. Los campesinos no fueron los dueños del poder político, pero su peso ocluyó la constitución de un régimen oligárquico –en el sentido en que antes hemos definido la dominación oligárquica– y permitió sentar las bases de una sociedad más democrática que las predominantes en América Latina.

Recordemos que el país se independizó en 1821 y tras la fallida experiencia de la República Federal Centroamericana, se proclamó Estado soberano. En la década de 1840 el café se convirtió en el único producto de exportación y en la principal fuente de acumulación de capital y de diferenciación social (Schifter, 1981: 20), desplazando al tabaco –producto, también de exportación, ya cultivado durante la colonia en el Valle Central–, que continuó siendo importante en las dos o tres primeras décadas poscoloniales. Ambos cultivos, el tradicional del tabaco y el reciente del café, fueron, por ende, importantes en el pasaje de la economía colonial a la economía capitalista dependiente, pero fue el café el producto que transformó la historia del país al impulsar relaciones capitalistas desde mediados del siglo XIX.

Ya durante la República Federal, el Gobierno impulsó –mediante una política de fácil acceso a las tierras baldías (acceso gratuito, al igual que el acceso a las plantas de cafetos) y públicas (venta a bajos precios)– el cultivo del cafeto, manteniendo la estructura de la propiedad parcelaria heredada de la dominación colonial. No obstante, la dinámica de la nueva economía generó un proceso de concentración de la propiedad de la tierra cafetalera del Valle Central y, probablemente, uno de expropiación de los campesinos por los beneficiadores (id est, los procesadores del grano) y los agentes actuantes en el proceso de distribución, según la hipótesis de Mario A. Ramírez (1981: 44). Una consecuencia fue la constitución de latifundios hacia 1860, según Rodrigo Facio, quien entendía que ello fue posible por la innovación tecnológica y el control del crédito por parte de los productores-exportadores (Schifter, 1981: 20).

Los cultivos iniciales estuvieron a cargo de campesinos que fueron ampliando paulatinamente la superficie plantada con cafetos –empleando fuerza de trabajo familiar–, mientras disminuían la dedicada a los cultivos de subsistencia. Lindo Fuentes (1993: 141-201) añade que la escasez de fuerza de trabajo y la posibilidad del campesino o del trabajador de colonizar nuevas tierras e iniciar el cultivo por su propia cuenta provocó el alza del costo de la fuerza de trabajo, al tiempo que inhibió políticas de reclutamiento forzoso. En cambio, el beneficio del grano y su exportación fueron privativos de los grupos dominantes, de modo tal que la contradicción se planteó entre productores, por un lado, y procesadores-exportadores, por el otro. No obstante, dos factores ya señalados –abundancia de tierra y producción mediante fuerza de trabajo familiar– ocluyeron la apelación a la violencia característica de otras situaciones en las cuales el conflicto se planteó en torno a la lucha por la tierra y a la disponibilidad de fuerza de trabajo.

En un texto publicado en 1977, Ciro Cardoso sostuvo: “lo interesante es que las medidas habitualmente asociadas a una reforma liberal, fueron tomadas y aplicadas tanto por gobiernos conservadores como liberales” (apud Gudmundson, 1983: 45-46, n. 5). En la línea explicativa de Cardoso, Lowell Gudmundson ha observado que, en Costa Rica, la tradicional división entre liberales y conservadores no es relevante para explicar el conflicto político. La díada conservadores voceros de los comerciantes monopolistas y los intereses eclesiásticos/liberales voceros de los terratenientes criollos demandantes de comercio libre y de estímulos para la exportación de la producción agrícola, típica del final del dominio colonial, no se dio en Costa Rica. Allí, unos y otros eran profundamente liberales en materia económica. “Se unieron en una sola burguesía agraria, relativamente homogénea, durante la primera mitad del siglo XIX. […] Es más, bajo la administración colonial tardía y la primera de la independencia, los declarados ‘conservadores’ superaron al más celoso liberal en las campañas de expropiación de las obras pías”. A su juicio, esta perspectiva contribuye a explicar la ausencia de una posterior “crónica lucha de fracciones bien definidas por la oposición Conservador-Liberal”.

En todos los casos, la economía cafetalera, al demandar créditos, fuerza de trabajo y caminos, favoreció el proceso de formación del Estado y definió buena parte de su campo de acción. Al mismo tiempo, la expansión cafetalera potenció e incrementó el peso político de los grandes productores.

Por lo demás, después de la resolución de los conflictos armados entre los municipios de Alajuela, Cartago, Heredia y San José, en 1823 y 1835, y el establecimiento de la capital del país en la última de esas ciudades, la política no fue otra cosa que una pugna por el Gobierno entre fracciones de cafetaleros, con total ausencia de participación y decisión de la mayoría de la población, pobre, analfabeta y “bárbara”, privada del ejercicio del derecho de ciudadanía. Como en toda América Latina, la política era una cuestión de caballeros.

Desde septiembre de 1878, cuando el general Tomás Guardia Gutiérrez dio un golpe de Estado que lo llevó nuevamente a la presidencia (había sido presidente entre 1870 y 1877) e instauró una dictadura, la historia del país se diferenció aún más que en el pasado de las otras repúblicas centroamericanas. La dictadura guardiana fue diluyendo los conflictos político-económicos en el seno de la clase dominante y, más decisivamente, ocluyó la formación de un núcleo militar con capacidad de disputar el orden. El triunfo del civilismo sobre el militarismo se afianzó bajo la presidencia del sucesor de Guardia, su cuñado el general Próspero Fernández Oreamuno (1882-1885). Luego, entre 1886 y 1890, Bernardo Soto Alfaro –un abogado perteneciente a una familia cafetalera, hijo de un militar e integrante del grupo de liberales llamado del Olimpo– reforzó aún más el proceso, en particular por una práctica política que privilegió la búsqueda de consenso. No deja de ser significativo el hecho de que la subordinación de los militares al poder civil se concretase con presidentes militares. En fin, como ha evaluado Héctor Pérez Brignoli (1993: 258), durante el último cuarto del siglo XIX, Costa Rica comenzó a forjar “un Estado y una nación con una decidida vocación democrática y un estilo político en el que predomina[ba] el civilismo” (29). La modernización del Estado fue, también, un proceso de secularización, el cual implicó un importante ataque a las posiciones de la Iglesia Católica.

En unos cuarenta años –entre fines de la década de 1870 y fines de la de 1910– Costa Rica atravesó “un accidentado e inestable proceso de liberalización del régimen republicano autoritario” instaurado a partir de 1821, que implicó una política de tolerancia a la organización y expresión de personas y agrupaciones opuestas al Gobierno de turno (Proyecto Estado de la Nación, 2001: 106).

El proceso de liberalización generó cinco resultados: 1) la supremacía del Estado sobre la Iglesia; 2) la supremacía civil en el ejercicio del gobierno; 3) la generalización de las elecciones como el mecanismo válido para acceder al poder político; 4) mayor intensidad y complejidad en la competencia política, y 5) una creciente, aunque intermitente, tolerancia al ejercicio de las libertades de expresión y organización por parte de nuevos sujetos sociales y políticos. La supremacía civil no implicó la abstención del Ejército para la resolución de los enfrentamientos políticos, pero sí hizo que fueran los civiles quienes lo utilizaron y no, como en el pasado, los militares. El Ejército dejó, así, de ser el árbitro de la política. Esa condición se afirmó con la caída de la dictadura de Federico Tinoco Granados, el intento postrero de los militares ticos para intervenir en la política (Proyecto Estado de la Nación, 2001: 107).

Durante el período señalado, el país tuvo algunos gobiernos “bastante más abiertos y tolerantes” –como los de Cleto González Víquez y Ricardo Jiménez Oreamuno (1906-1910 y 1910-1914)–, propulsores de reformas electorales y respetuosos de las libertades civiles y los derechos ciudadanos, contrastando con los precedentes de José Rodríguez Zeledón y Rafael Yglesias Castro, más próximos “del liberalismo autoritario característico de América Latina”. No obstante, ni aquellos “ni las fuerzas políticas que estaban coaligadas a ellos, establecieron un sistema democrático” (Proyecto Estado de la Nación, 2001: 109).

A principios del siglo XX, según se ha visto en el capítulo 4, Costa Rica se insertó en el mercado mundial con una economía de enclave, la del cultivo de banana. Pese a su carácter latifundista, la pequeña propiedad de la tierra no se vio afectada con la misma intensidad que en los otros países, en buena media porque se instaló –al igual que la economía minera– fuera del Valle Central, en áreas menos pobladas.

Al analizar las relaciones de clases en América Central durante las décadas de 1870 y 1930, Víctor Hugo Acuña Ortega llegó a la conclusión de que el carácter que estas tuvieron en Costa Rica explica la especificidad del país en el contexto subregional (y no solo en él, añadimos). En Costa Rica –país cuyas clases subalternas rurales sufrieron escasas formas de coacción extraeconómica desde la mitad del siglo XVIII y fueron, por tanto, menos oprimidas que sus pares del resto de América Latina–, las reformas liberales no expropiaron a los campesinos, afectando tan solo a los escasos remanentes de comunidades indígenas no golpeadas por la catástrofe demográfica de la etapa colonial. Más aún, en general, el campesinado apoyó el proceso de privatización de tierras “porque no significó expropiación, sino la consolidación de su presencia como socio menor de la burguesía agrocomercial en el negocio cafetalero”. Así, los conflictos, sobre todo en el Valle Central, fueron atenuados por una eficaz combinación de la intervención estatal reformista y la válvula de escape de la colonización de nuevas tierras. El más frecuente de los conflictos fue el de los pequeños y medianos productores cafetaleros contra los beneficiadores y exportadores por el precio que estos le pagaban a aquellos por el grano, y por lo gravoso de los préstamos. La intervención de Estado, la fundación de cooperativas y la regulación de las relaciones entre las partes cuajó en una política reformista cuyos efectos se hicieron sentir particularmente a mediados de la década de 1930. “En suma, en Costa Rica el conflicto rural, en lugar de fundamento del autoritarismo y de la exclusión social, se convirtió en combustible de políticas reformistas”, concluye Acuña Ortega (1993: 312-313).

A diferencia de lo ocurrido en la década de 1840 con el giro al cultivo del café, el del banano –y menos aún la explotación minera– no provocó cambios drásticos ni en la economía ni en la marcha del proceso de liberalización política. En cambio, sí “hizo más compleja la economía agroexportadora y creó nuevos grupos sociales, como los trabajadores bananeros, pero no desplazó al café como principal actividad, ni implicó cambios en su sistema productivo”, si bien se produjeron las primeras crisis cíclicas típicas de las economías agroexportadoras. La liberalización también condujo a “la exitosa consolidación de las instituciones de un Estado liberal y el desarrollo de la identidad cívica nacional” (Proyecto Estado de la Nación, 2001, sintetizando la posición de varios autores).

Así, las dos primeras décadas del siglo XX fueron para el país de estabilidad política, excepto durante el breve Gobierno de Alfredo González Flores (1915-1917), quien fue derrocado por un golpe de Estado al que no fueron ajenos –como ha sido señalado en el capítulo 4– la UFCo, y los cafetaleros, quienes se opusieron a la política tributaria propiciada por el presidente, orientada a ampliar el poder y la intervención estatal, y a disminuir el impacto negativo de la inflación generada por la Primera Guerra Mundial. De hecho, los cafetaleros ejercieron un verdadero poder de veto sobre cualquier candidato contrario a sus intereses (Schifter, 1981: 44).

La breve dictadura de Tinoco Granados, de enero de 1917 a agosto de 1919, fue un paréntesis en el proceso de liberalización y transición a la democracia. Los gobiernos posteriores continuaron con el programa económico y político liberal iniciado hacia 1880 e impulsaron las políticas de Caminos y Escuelas y Orden Fiscal.

La nueva fase, entre 1919 y 1948, se caracterizó por la irrupción de fuerzas sociales antes excluidas de la política y por la formación de organizaciones de la sociedad civil llamadas a tener un importante papel. Así, se crearon, en el ámbito rural, asociaciones de trabajadores bananeros y de pequeños y medianos productores de café (que en las décadas de 1920 y 1930 se enfrentaron a los grandes), mientras en el urbano surgieron nuevos sindicatos de zapateros, trabajadores manufactureros, comerciantes y profesores, movimientos sociales en demanda de vivienda y organizaciones comunales (las juntas progresistas). Durante las décadas de 1930 y 1940, las huelgas se hicieron frecuentes, siendo la más importante la de los obreros de las plantaciones bananeras, en 1934, dirigida por los comunistas. En 1943 y 1944 se crearon la Confederación de Trabajadores de Costa Rica y la Confederación Costarricense de Trabajadores Rerum Novarum, comunista y socialcristiana, respectivamente. La última lo fue por iniciativa del arzobispo Víctor Sanabria, partidario de disputar a los comunistas la dirección de trabajadores y artesanos.

En el plano de la política fue notorio el incremento de la participación electoral, reservada a los varones mayores de 21 años. Entre 1919 y 1948, el número de votantes pasó de casi 9% a cerca del 20%. No debió haber sido ajena a ese incremento la fundación de los primeros partidos políticos orgánicos, si bien siguieron existiendo las tradicionales organizaciones personalistas, todavía mayoritarias electoralmente. Bajo el impulso del sacerdote y general Jorge Volio Jiménez, la CGT creó, en 1922-1923, el Partido Reformista, de orientación social cristiana. Si bien en las elecciones de 1923 obtuvo un significativo apoyo (20% de los votos), no logró superar su debilidad organizativa y se disolvió a mediados de la década de 1930.

En rigor, el primer partido orgánico fue el Comunista de Costa Rica (PCCR), que comenzó a gestarse en 1929 como Alianza Revolucionaria Costarricense (ARCO), devenida en 1931 Bloque de Obreros y Campesinos. Su promotor fue el abogado Manuel Mora Valverde, de militancia previa en el Partido Reformista. La estrategia del Bloque para la toma del poder era reformista, esto es, por la vía electoral, con respeto por las tradiciones democráticas, que debían ampliarse. A partir de 1932 participó en todas las elecciones, siendo un partido de oposición durante la década. Al igual que el Reformista, el PC fue un partido creado en el seno de la sociedad civil, es decir, desde abajo. En cambio, el Partido Republicano Nacional (PRN) fue creado desde el Estado.

Fundado en 1931 por partidarios de Jiménez Oreamuno, nuevamente presidente entre 1924 y 1928, el PRN se convirtió en una fuerza mayoritaria que ganó las elecciones presidenciales de 1932, 1936, 1940 y 1944, pese a su división a fines de la década en un ala liberal y laica, encabezada por León Cortés Castro (presidente de 1936 a 1940), y otra de tendencia católica, a cuyo frente estaba Rafael Ángel Calderón Guardia. Este procedió a reorganizar el partido, el cual adquirió un claro programa de reformas basadas en la doctrina social de la Iglesia, en tanto Cortés fundó en 1941 el Partido Democrático. A su vez, jóvenes profesionales, intelectuales y algunos artesanos y empleados de comercio crearon, en 1940, el Centro para el Estudio de los Problemas Nacionales, el cual, a despecho de su nombre, tenía la clara intención de convertirse en un partido político. Alcanzó este propósito en 1945, al constituirse como Partido Social Demócrata, en el cual convergieron, además, hombres del sindicalismo cristiano y un agroindustrial medio recién llegado a la política, José Figueres Ferrer (Don Pepe).

Calderón Guardia –apoyado por la Iglesia, los cafetaleros, los banqueros y los grandes comerciantes (es decir, la burguesía) y por el presidente Cortés (antes de la ruptura entre ambos dirigentes, claro)– ganó, con el PRN y el 86% de los votos, las elecciones de 1940. Era, pues, un hombre del orden conservador. Empero, promediando su mandato comenzó a generar sorpresas: en 1942 promulgó leyes de seguridad social cuya financiación se organizó con aportes de los trabajadores (deducciones salariales) y de los empleadores. La administración de los fondos fue confiada a la Caja Costarricense del Seguro Social, un organismo gubernamental. También propuso un Código de Trabajo, y la inclusión de las llamadas Garantías Sociales –salario mínimo, jornada laboral de ocho horas, derecho a una vivienda digna, vacaciones, obligación patronal de ofrecer condiciones mínimas de seguridad e higiene en el lugar de trabajo, reconocimiento legal de los sindicatos, obligación estatal de proveer educación a los trabajadores y, en materia de contrataciones, prioridad de los nacionales por sobre los extranjeros, entre otros derechos– y del principio de la función social de la propiedad en la Constitución.

La legislación promovida por Calderón estaba a tono con la época. En Europa, tanto socialdemócratas como socialcristianos la impulsaban y será una nota distintiva de los Estados de Bienestar Social europeos y los de Compromiso Social o Protectores latinoamericanos. Puede decirse también que ejemplifica una de esas situaciones en las cuales el Estado, a partir de su autonomía relativa, adopta medidas que, aunque en el corto plazo afectan a la clase dominante, en el mediano y en largo plazo aseguran estratégicamente sus intereses, tal como se ha señalado en el capítulo 3. Pero en la Costa Rica de la década de 1940 no fue visto así y los capitalistas se opusieron con fuerza.

El Gobierno había pedido el apoyo de aquellos, sin ganar, en contrapartida, el de los trabajadores, explicable por el peso que los comunistas –también opositores a Calderón– tenían entre ellos. La oposición comunista al Gobierno se había hecho notoria a partir de 1941, cuando se firmó un contrato con la Compañía Nacional de Fuerza y Luz, una subsidiaria de la norteamericana Electric Bond and Share Co., desfavorable para el país, más otros con compañías también norteamericanas para la explotación de cultivos considerados estratégicos.

La legislación social provocó una desmedida reacción patronal: despido de obreros rurales y urbanos, manipulación de los precios de las mercancías y acaparamiento de estas (es decir, desabastecimiento e inflación). La UFCo, obviamente, estaba entre los más duros opositores a las reformas. La clase media, identificada con las posiciones del Centro para el Estudio de los Problemas Nacionales, encabezado por el economista Rodrigo Facio, también se encolumnó contra el Gobierno. El Centro, empero, se encontraba en una situación peculiar: por un lado, aprobaban las reformas, pero por el otro, combatían al Gobierno por considerarlo abusivo, arbitrario y corrupto. A juicio de sus miembros, las reformas sociales debían apoyarse en reformas en el Estado y en la estructura productiva del país (Rojas Bolaños, 1993: 89-90).

El giro de Calderón Guardia hacia las políticas sociales favorables a los trabajadores provocó el cambio de posición de los comunistas, que en 1943 mudaron de nombre y pasaron a denominarse Partido Vanguardia Popular (PVP) y a alinearse con el PRN para constituir el Bloque de la Victoria.

En un contexto de creciente y compleja polarización se realizaron las elecciones de febrero de 1944, en las cuales el Bloque de la Victoria obtuvo un triunfo cargado de dudas. El nuevo presidente, el abogado Teodoro Picado, del PRN, había prometido continuar la política de reformas de su predecesor, pero prefirió hacerlo sin los comunistas, en particular desde 1946, cuando comenzó la Guerra Fría y el Gobierno norteamericano expresó su preocupación por tal circunstancia, máxime en un país tan alineado con sus posiciones como Costa Rica (30). Así, Picado mantuvo la presencia de la misión militar de Estados Unidos e implementó medidas para la mejor administración pública. Pero, la política exterior estadounidense, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, no toleraba afinidades con los comunistas. De allí la intromisión en los asuntos internos de Costa Rica, expresada en contactos con la oposición y el apoyo al sindicalismo cristiano (vía la American Federation of Labor).

La muerte de Cortés en 1946 abrió el camino al liderazgo de Otilio Ulate, director del Diario de Costa Rica y a quien el Departamento de Estado invitó ese mismo año a visitar Estados Unidos. En febrero de 1947, su candidatura unificó a la oposición al Bloque de la Victoria de cara a las elecciones de 1948. En el ínterin, el Gobierno de Picado promulgó una ley tributaria autorizante de un ligero incremento en el impuesto territorial y transformadora del impuesto cedular territorial de 1931 en impuesto sobre la renta. Esta ley produjo la reacción de la burguesía: las Cámaras de Agricultura y Ganadería, de Comercio y de Industria, los productores de café y de azúcar, la Asociación de Comerciantes Importadores y Mayoristas protestaron alegando que esos impuestos empeoraban su situación, ya afectada por la aplicación de las leyes de derechos sociales.

En las elecciones de febrero de 1948, con una abstención del 43%, Calderón Guardia fue superado en votos por Ulate, mientras en las de diputados el Bloque de la Victoria obtuvo la mayoría. Los comunistas, pese a ser perseguidos por el Gobierno de Cortés, obtuvieron entre el 10 y 20% de los votos para legisladores entre 1942 y 1948, mientras el PRN alcanzó entre el 35 y el 40%. Mientras el oficialismo alegaba fraude, la oposición reclamaba el reconocimiento del triunfo. El Tribunal Electoral ratificó la victoria de la oposición, pero el Congreso anuló las elecciones. El 12 de marzo, Figueres se alzó en armas. Durante su exilio, este plantador cafetalero había logrado aglutinar a otros exiliados centroamericanos y caribeños en la Legión Caribe, un proyecto de lucha armada para terminar con las dictaduras, logrando incluir entre ellas al Gobierno costarricense. El acuerdo –conocido como Pacto del Caribe–, contó con el apoyo del presidente de Guatemala, Juan José Arévalo, quien proveyó armas y otro material bélico (Rojas Bolaños, 1993).

La guerra duró un mes y, al costo de un buen número de muertos y heridos, concluyó con el triunfo de las fuerzas de Figueres. Una Junta de Gobierno presidida por este se hizo cargo del Gobierno y convocó a una Asamblea Constituyente. Los dirigentes opositores más importantes se exiliaron en Nicaragua y México, el PVP fue declarado ilegal, al igual que los sindicatos afines, y muchos de los vencidos fueron encarcelados –y cinco de estos presos políticos fueron fusilados–, al tiempo que se crearon tribunales especiales para enjuiciar a funcionarios acusados de corrupción. En diciembre, partidarios del Gobierno derrocado, apoyados por el dictador nicaragüense, Anastasio Somoza, invadieron el país, pero fueron derrotados, como también lo fueron los sectores conservadores de la Junta Gubernamental que pretendieron dar un golpe de Estado como reacción a la marcha del proceso.

El triunfo de los insurgentes no implicó el fin de las políticas reformistas, cuya legislación se mantuvo. Incluso se avanzó aún más con la nacionalización de los bancos, la imposición de impuestos al capital y la creación de nuevas instituciones destinadas a impulsar el desarrollo económico, entre ellas el Instituto Costarricense de Electricidad, convirtiendo al Estado en agente productor y regulador de los precios. La reforma constitucional de 1949 mantuvo los lineamientos fundamentales de la Carta de 1871, pero incorporó los derechos sociales promulgados por el Gobierno de Calderón Guardia. La Asamblea Constituyente también decidió ratificar la elección de 1948 y proclamar presidente a Ulate, con mandato hasta 1953.

La ilegalización del PC fue una medida demasiado tímida para unos sectores dominantes que estaban profundamente soliviantados. Ellos habían brindado su apoyo a Figueres y depositado en él la confianza de un reencauzamiento político, pero Figueres estaba asentando su poder sobre premisas no compartidas. De esta tensión surgió el Estado de Compromiso Social o Protector en Costa Rica: en la Asamblea Constituyente de 1949 Figueres depuso sus intenciones de institucionalizar su Ejército de Liberación y, en contrapartida, los sectores dominantes resignaron la creación de un ejército nacional regular. Así fue como Costa Rica dio rango constitucional a la supresión de todas las instituciones militares –aún hoy con vigencia y rasgo característico de su régimen político–.

En 1951, el PSD se convirtió en Partido de Liberación Nacional (PLN) y “su plataforma se hizo reformista, democrática y moderada” (Schifter, 1981: 88). En 1953, en elecciones en las cuales la abstención fue del 35,3% (con clara incidencia del impacto de los derrotados en la guerra civil), Figueres (PLN) logró el 65% de los votos, derrotando a Fernando Castro Cervantes, el candidato del Partido Demócrata, expresión de “los viejos sectores del capital” (Rojas Bolaños, 1993). Al asumir, Figueres puso en marcha un programa de desarrollo basado en la industrialización, implementado por un Estado fuerte e intervencionista. También dispuso la transferencia de ingresos hacia las clases medias, mucho más que al proletariado. El compromiso respecto de las fuerzas militares se convirtió en símbolo de la identidad nacional y pacto fundacional de la alianza de clases que sostuvo la estabilidad democrática, con alternancia del PLN y de los conservadores. Todo esto estuvo coronado por una política exterior que, desde la creación misma de la OEA en 1948, estuvo signada por la fidelidad a la política exterior de Estados Unidos. Figueres volvió a ocupar la presidencia en el período 1970-1974, pero a partir de entonces la política de compromiso comenzó a deteriorarse, si bien en 1998 se reactivaron las políticas sociales con la creación del Foro de Concertación Nacional, el cual instituyó un sistema de protección social de la salud y de ingresos universales ciudadanos, instrumento eficaz en la lucha por la disminución de la pobreza y el analfabetismo. Más de sesenta años después de la guerra civil de 1948, Costa Rica sigue ostentando su reputación de democracia estable. Significativamente, ella fue el resultado de la apelación a la violencia armada.

Un hecho de la envergadura de una guerra civil tiene, obviamente, propuestas explicativas muy variadas, compendiadas así en Proyecto Estado de la Nación en Desarrollo Humano Sostenible (2001: 119). Una explicación –la de los vencedores del enfrentamiento– propone que la causa fue la anulación de las elecciones, de modo que Figueres se alzó en armas para defender la pureza del sufragio y, de paso, expulsar a los comunistas. Se le ha objetado que, en rigor, las elecciones nunca habían sido libres de fraude y que Figueres había optado previamente por una salida militar a la crisis de la polarización política. Otra versión, la del PVP, es decir, de uno de los principales derrotados, adjudica la guerra a la que llamaban “oposición oligárquica” al programa de reformas sociales impulsada por el Bloque de la Victoria, sumándose a ella la ofensiva anticomunista impulsada por Estados Unidos en el marco de la Guerra Fría. A esta postura se le ha observado que Figueres era partidario de esas reformas. Una tercera línea, elaborada por varios académicos, enfatiza el peso de las estructuras. Así, el conflicto fue, básicamente, un enfrentamiento entre clases sociales expresado en la confrontación entre, por un lado, el Gobierno, una alianza entre obreros agrícolas y urbanos, y un sector minoritario de la burguesía afín al PRN y, por otro, una alianza entre las clases medias rurales y urbanas y la “oligarquía cafetalera”. Ambas alianzas eran coaliciones de sujetos reformistas y antirreformistas. A esta posición se le ha objetado que el Gobierno del PRN no fue anticapitalista y que incluso algunas de las medidas favorecieron a los principales empresarios, de modo que no hubo un comportamiento homogéneo de la burguesía y que los principales partidos eran socialmente pluriclasistas. La cuarta explicación, más reciente, es de carácter político-institucional. Considera que la guerra civil no era inevitable y que lo ocurrido fue el progresivo derrumbe de las instituciones electorales, debido, inter alia, a la mayor frecuencia, intensidad y localización geográfica del fraude electoral. Se minó, así, “la autoridad de las instituciones electorales para dirimir la competencia política”, sumándose la polarización entre el Gobierno y la oposición, cuyo origen está situado en la ruptura entre Cortés y Calderón Guardia, que dividió al PRN. Así, apelando a la ya clásica propuesta de Juan Linz sobre la caída de las democracias, se postula que la unión de la oposición “semileal” al sistema político con la oposición antisistémica fue la causante de la guerra. “No obstante, esta versión reduce a una ‘representación’ factores que tuvieron un peso real en el conflicto, como el anticomunismo, el factor geopolítico, el alcance de la política social o la movilización de clase de actores como los bananeros y los artesanos urbanos”.

Los hechos de 1948, ha observado Edelberto Torres-Rivas (1987: 27, nota 9), constituyeron el enfrentamiento entre dos fracciones de la burguesía que perseguían “alterar o mantener las bases sociales del sistema político”. Lo que dificulta el análisis son las alianzas que se constituyeron: una fracción de la burguesía se alió con el PC y la Iglesia Católica; la otra, “igualmente representativa de la oligarquía cafetalera”, lo hizo “con sectores progresistas de las clases medias”.

En el proceso vivido por Costa Rica no dejan de sorprender los alineamientos que, como se ha visto, se produjeron: comunistas, socialcristianos y la Iglesia aunados en un proyecto de ampliación de derechos sociales encabezados por un presidente conservador y pronorteamericano; un presidente reformista, Juan José Arévalo, de Guatemala, cuyo programa estaba muy próximo al de Calderón Guardia, apoyó a los enemigos de este en la campaña militar para vencerlo; un dictador conservador, anticomunista y hombre de Estados Unidos, Anastasio Somoza, de Nicaragua, colaboró con el reformista Calderón Guardia, de quien los norteamericanos desconfiaban por su alianza con los comunistas, durante la guerra civil de 1948 y en el fallido intento armado contra el presidente Figueres –pronorteamericano y anticomunista– en 1955; Figueres incumplió el Pacto del Caribe y despachó de territorio tico a sus miembros en noviembre de 1948, y en 1953 y 1954 apoyó la acción desestabilizadora del Gobierno democrático guatemalteco de Arbenz impulsada por Estados Unidos… Aunque explicables, no dejan de ser paradojas.

Las dictaduras de América Central y el Caribe

A comienzos del siglo XX, América Central y el Caribe fueron blanco primordial del intervencionismo de Estados Unidos, que por entonces comenzaba a despuntar como pauta regular. Como ya se ha visto, se trataba de la nueva expresión que asumía el imperialismo en la región, a través de la cual se consolidó la situación de dependencia bajo la forma de economías de enclave, en general, en toda la subregión. Así, la intervención en el plano económico financiero se expresó en los enclaves bananeros en Honduras, Nicaragua (y Guatemala) (31), y azucarero en República Dominicana, hacia fines de la década de 1920 y en el plano político-militar en la intervención de la Marina de Guerra de Estados Unidos en Nicaragua y República Dominicana. En estos tres países, la dominación fue demasiado inestable, inestabilidad de la que no fue ajena la ausencia de un producto dinamizador de la economía que permitiera la inserción en el mercado mundial. En este conjunto se inscribe, también por su inestabilidad, la pequeña República de Haití. Los casos de Panamá y Cuba, mirados desde el conjunto, presentan la singularidad de una tardía constitución nacional, aunque hay que señalar que la precariedad del Estado panameño en nada se asemeja con el más complejo proceso de construcción estatal de Cuba. También singular fue el caso de El Salvador, donde la intervención fue primordialmente política, puesto que allí se mantuvo el control nacional de la producción de café.

Todos estos países, más allá de sus diferencias, consolidaron un cierto orden en los años posteriores a la convulsionada década de 1920. La característica común es que lo hicieron a partir de la instauración de dictaduras de carácter tradicional, autocráticas y en el extremo sultanísticas. En el caso de Haití, la dictadura fue más tardía (1957). En El Salvador, la dictadura, fuertemente personalista y con un jefe militar a la cabeza, fue continuidad de la dominación oligárquica (inexistente en los otros países con sus rasgos típicos).

La política de intervención de Estados Unidos en su patio trasero durante las tres primeras décadas del siglo XX estuvo orientada a garantizar los intereses de las compañías fruteras en Honduras en 1903, los de las empresas azucareras en República Dominicana en 1916, los del National City Bank en Haití y Cuba, los de los banqueros en Nicaragua (así como los petroleros en México en 1914). En Panamá también se articuló una economía de enclave, pero aquí la dependencia fue más estrecha, pues el Gobierno de Estados Unidos controlaba directamente el Canal que une el mar Caribe con el océano Pacífico.

Cuando en los primeros años de la década de 1930, Estados Unidos decidió el retiro de sus marines (y en algunos casos aun antes de instaurada la “política del buen vecino” del presidente Franklin D. Roosevelt), la dominación política asumió la forma de un régimen de dictadura tradicional. La instauración de este tipo de régimen, en muchos casos, con fachada democrática, y el apoyo a ciertos dictadores en detrimento de otras fuerzas, fueron una estrategia que revestía menores costos políticos y económicos que el intervencionismo militar.

En el plano interno, la coyuntura abierta en 1929 impactó gravemente en los países centroamericanos y caribeños. A la crisis económica se sumó la crisis política. Por la extrema dependencia, las clases dominantes eran muy débiles, incapaces de articular un proyecto estable, y las instituciones intermedias estaban escasamente desarrolladas. No solo el poder económico y el poder político no coincidían sino que por añadidura el poder político estaba muy poco diferenciado, por lo cual su centralización en un individuo constituyó una solución certera. Aun en aquellos casos en los que la vía de acceso de los dictadores al poder fue la electoral y la fachada democrática se mantuvo, bajo estos regímenes el componente autoritario aumentó sensiblemente respectos de los niveles conocidos en el siglo XIX. Hay que decir que los comicios se realizaban sin la concurrencia de la oposición –excepto, quizás, en el caso de Honduras, donde hubo un proceso electoral más o menos competitivo–.

El caso de El Salvador presenta rasgos singulares que vale la pena destacar. Desde fines del siglo XIX se había configurado un Estado oligárquico típico con una economía agroexportadora de control nacional, excepcionalmente dinámica en el contexto centroamericano (la “República Cafetalera”, como ya señalamos antes). Así, el golpe de Estado con el que se inició la dictadura, en diciembre de 1931, estuvo encabezado por el sector conservador de un Ejército preexistente. Pero, aunque preexistente, este estaba débilmente institucionalizado, lo cual facilitó la centralización del poder en una sola persona, el general Maximiliano Hernández Martínez, quien asumió como presidente provisional. Así, El Salvador (y Guatemala también) constituye un ejemplo de pasaje lineal de la dominación oligárquica, con su formato republicano de legitimación, a una dictadura con legitimación tradicional.

Tras la feroz represión de la insurrección de 1932, el régimen inaugurado por Hernández Martínez dio lugar a las demandas de devaluación largamente levantadas por los hacendados. A tono con las políticas económicas prevalentes en la coyuntura, el dictador “fundó un banco central y retiró los derechos de emisión de instituciones privadas, impuso controles de cambio y ordenó la participación del Estado en un banco de crédito”. El Estado adoptó mecanismos de intervención “en estrecha colaboración con las poderosas asociaciones corporativas de la burguesía, como la Asociación del Café, que en 1942 se transformó en la Compañía Salvadoreña del Café y posteriormente siguió siendo poco menos que un gabinete económico paralelo debido al control que ejercía sobre el mercado del café” (Dunkerley, 2001: 93).

El Estado fue así un fervoroso defensor del sistema agroexportador tradicional –es decir, el de las familias oligárquicas–, pero también apuntó al apoyo de la clase media, incluyendo a los artesanos –a los cuales protegió obstruyendo, a contrapelo de otros gobiernos de la región, el avance de la industria– y a los comerciantes minoristas nacionales –mediante la prohibición de ejercicio de la actividad a inmigrantes, sobre todo a los llamados “turcos” (en rigor, palestinos, libaneses, egipcios) y chinos, de notables éxitos económicos desde principios del siglo. También procuró ganar a las clases populares mediante medidas para la construcción de viviendas económicas, conservación del empleo y reparto de tierras –más simbólicas que reales, evalúa Rouquié–, todo con el objetivo de evitar una nueva insurrección. Empero, según acota Rouquié (1994a: 62), el tibio reformismo de Hernández Martínez no fue compartido por la gran burguesía, la cual le achacaba tutela económica y administración paternalista.

Hernández Martínez enfrentó la crisis económica mediante medidas deflacionarias que incluyeron la fuerte reducción de los funcionarios públicos y la negativa a endeudarse contrayendo créditos externos y a permitir las inversiones extranjeras. Suprimió los partidos políticos y estableció uno único, al cual debieron afiliarse los funcionarios públicos. Prohibió también los sindicatos, reemplazados por una Reconstrucción Social, mezcla de mutual y asociación cultural. Simpatizaba con las potencias del Eje y reconoció la dictadura de Franco, pero la presión de Estados Unidos –principal mercado para el café– le llevó a virar sus posiciones, al punto de expropiar las tierras de italianos y alemanes residentes en El Salvador, a quienes, además, envió a campos de concentración, medida que le permitió el reconocimiento diplomático por parte de la potencia del Norte.

El dictador salvadoreño se destacó dentro del elenco de dictadores centroamericanos por su fervorosa adhesión a la teosofía, su creencia en los “médicos invisibles” (que provocó la muerte de uno de sus hijos, enfermo de apendicitis) y por su alarde de poderes sobrenaturales, por los cuales se lo conoció con el mote de “El Brujo”. Más allá de esta nota de exentricismo, la de Hernández Martínez fue “una dictadura unipersonal a la vez modernizadora y antiprogresista”, (Rouquié, 1994a: 61).

En 1943, los signos de deterioro del poder dictatorial eran marcadamente visibles. Los hacendados se veían afectados por la imposición de un impuesto a las exportaciones del café, las clases medias adjudicaban al régimen la responsabilidad del aumento de los precios, los trabajadores ferroviarios habían comenzado a reorganizarse y los militares rechazaban la ineficiencia del régimen personalista basado en la corrupción y el favoritismo. En 1944, el descontento estalló cuando el dictador dio muestras de pretender ser electo para un nuevo período y cuando sus convicciones antiliberales se vieron desalentadas por la circunstancia obligada de declarar la guerra a las potencias del Eje.

El movimiento antidictatorial no fue más allá de reemplazar al dictador por un hombre de su confianza, lo cual ocurrió a través del golpe perpetrado en abril de 1944. El orden habría permanecido casi inalterado si ciertas circunstancias no hubieran disparado el temor al cambio de los sectores más conservadores. En vísperas de las elecciones, el candidato reformista Arturo Romero daba claras señales de éxito y por añadidura contaba con el apoyo de los comunistas reorganizados en la Unión Nacional de Trabajadores (UNT). A esto se sumó la caída del dictador Ubico en Guatemala y una movilización en la capital, San Salvador, en apoyo a la Revolución de Octubre en el mismo país vecino. Frente a estas circunstancias se impuso un nuevo golpe de Estado y en enero de 1945 nuevas elecciones. El resultado fue la ratificación del poder militar sobre el poder civil, cuyos representantes habían sido excluidos de la contienda. Las condiciones internacionales signadas por el furibundo anticomunismo empeoraron las chances de una vuelta a los cauces de la democracia, o más bien, de una construcción democrática hasta entonces inexistente.

El nuevo Gobierno del general Salvador Castañeda Castro no fue duradero. En diciembre de 1948 fue desplazado por un movimiento militar de capitanes y mayores dirigido por el teniente coronel Óscar Osorio. El golpe de los oficiales jóvenes abrió, en 1948, una etapa de tres décadas de “una república militar con una fachada representativa”, como la caracteriza Rouquié (1984). Osorio retomó la senda de intervención del Estado en la economía y dio apoyo a cierta modernización de la agricultura y la industria manufacturera. Bajo su Gobierno, los terratenientes y las clases medias gozaron de algunos espacios limitados de participación política y los sindicatos, aunque vigilados, fueron tolerados. Fue Osorio el creador del partido militar salvadoreño, Partido Revolucionario de Unificación Democrática (PRUD), desde 1961, transformado en Partido de Conciliación Nacional (PCN), que gobernó el país hasta 1979.

En Nicaragua y República Dominicana la situación fue otra. Ambos Estados eran comparativamente más precarios en su institucionalidad que el de El Salvador. Asimismo, la existencia de economías de enclave era un rasgo que los diferenciaba del país vecino, con el cual contrastaban, además, por los escasos volúmenes de exportación y densidad demográfica.

Nicaragua sufrió la ocupación estadounidense en varias ocasiones, entre 1909-1910, 1912-1925 y 1926-1933. A diferencia de las intervenciones en otros países, justificadas por el mero pretexto de poner en orden las finanzas públicas, en Nicaragua pesó el interés de Estados Unidos de asegurar la posibilidad de construir un canal interoceánico.

En 1893, una revuelta liberal conducida por el general José Santos Zelaya puso fin a la dominación conservadora de cerca de tres décadas, derrocando al Gobierno de Roberto Sacasa (electo en 1891 para cumplir un mandato de cinco años). Los liberales defendían los intereses de la economía agroexportadora del café que los sectores más tradicionales ligados al comercio y la ganadería mal habían sabido atender. Así, bajo la dominación liberal, se dio un proceso de colonización de tierras y expansión de las haciendas, y se avanzó sobre las comunidades indígenas y la Iglesia. Zelaya fue reelegido en 1899. Durante este Gobierno se exacerbaron los conflictos con Estados Unidos, principalmente por la pretensión de Zelaya de negociar con otras potencias la construcción de un canal que aprovechara el cauce del río San Juan y los lagos de Nicaragua (o Cocibolca) y Managua, unidos, a su vez, por el río Tipitapa.

En efecto, las relaciones con Estados Unidos se tensaron cuando Zelaya mostró intenciones de disminuir la dependencia respecto de ese país, para lo cual canceló concesiones a compañías de ese origen e intentó interesar a Gran Bretaña, Alemania e incluso Japón en proyectos de cooperación, entre ellos el central de la construcción del canal.

En 1909, Zelaya fue obligado a renunciar y en 1910 los conservadores se hicieron del poder en Managua, nombrando como presidente a Juan José Estrada. La victoria de las fuerzas conservadoras se logró gracias al apoyo financiero y logístico de Estados Unidos. Por el Tratado de Dawson de 1911, el presidente autorizó al Gobierno de ese país a intervenir en los asuntos financieros. La delegación de soberanía acordada en 1911 sirvió de marco legal para la ocupación norteamericana entre 1912 y 1933.

En 1911 ausmió la presidencia Adolfo Díaz (1911-1917). Bajo su Gobierno, se firmó el Tratado Bryan-Chamorro por el cual Nicaragua concedió a Estados Unidos el derecho perpetuo a construir el canal interoceánico. Asimismo, Nicaragua concedió a ese mismo país un control más estricto sobre las aduanas, el Banco Nacional y los ferrocarriles, más la cesión por 99 años de las islas del Maíz y el derecho a instalar una base naval en el golfo de Fonseca. En 1925, los marines se retiraron pero enseguida estalló una nueva guerra civil. La lucha fue declarada por el Partido Liberal en 1926. La insurrección finalmente terminó con una conciliación con los conservadores, que los norteamericanos obviamente estimularon. Pero la violencia continuó y Estados Unidos decidió una nueva intervención. Contra ella se levantó Sandino, que había participado de la revuelta liberal pero que consideró la paz como una traición. Al frente de un pequeño ejército –el “General de Hombres Libres”, como lo llamara Henri Barbusse– llevó adelante una lucha que se tornó símbolo de la resistencia antiimperialista, incluso más allá de su asesinato en 1934.

Entre 1926 y 1929, Díaz ocupó la presidencia por segunda vez. Como condición impuesta por la intervención norteamericana, se abolieron todas las fuerzas de represión del país y se creó la Guardia Nacional, comandada inicialmente por oficiales nombrados por el Gobierno de Estados Unidos –condición que ya estaba vigente en Haití y que luego adoptaría también República Dominicana–. En unas elecciones muy reñidas, en 1928 resultó electo el general liberal José María Moncada (1929-1933), quien adoptó posiciones muy poco diferenciables de las asumidas por los conservadores. Sandino optó entonces por continuar la lucha, considerando a Moncada un traidor y enfrentándose con firmeza a las tropas extranjeras. Mientras tanto el Gobierno de Estados Unidos creía firmemente en que la Guardia Nacional en manos de infantes norteamericanos sería capaz de derrotarlo.

A diferencia de El Salvador (y de Guatemala), donde había unas clases dominantes con tradición política y con capacidad para imponer sus demandas al Estado, en Nicaragua la intervención de Estados Unidos prácticamente redujo a las clases dominantes, conservadoras y liberales, a la condición de agentes obsecuentes de la penetración imperialista.

En 1933, los marines se retiraron por completo de Nicaragua. La decisión había sido tomada en 1931 en medio de circunstancias propicias (y antes de inaugurada la “política del buen vecino”): la oposición dentro de Estados Unidos a la intervención militar en la región, la oposición creciente alentada por algunos gobiernos latinoamericanos en el seno de la VI Conferencia Panamericana, celebrada en La Habana en 1928, y la debacle económica provocada por efecto del crack de 1929, que restó importancia a la necesidad de construir un canal en el país (con la Depresión el canal de Panamá tenía capacidad ociosa).

Sandino no cejó en su lucha al frente del Ejército Defensor de la Soberanía Nacional (EDSN). En las filas de este ejército había oficiales nacionales y de otros países latinoamericanos. Entre ellos descolló el salvadoreño Agustín Farabundo Martí, quien alcanzó el grado de coronel. Hacia 1929, Sandino había perdido sus mayores apoyos, especialmente de la Internacional Comunista, que lo señalaba como jefe liberal pequeñoburgués. Asimismo, en la propia Nicaragua, fracasaba en la edificación de un brazo político para el EDSN. En 1932, triunfó el candidato liberal Juan Sacasa, quien promovió una política de conciliación entre Sandino y el Gobierno. En febrero de 1933 se firmó la paz, pero las tensiones continuaron puesto que ese acuerdo nada decía acerca de la intervención militar de Estados Unidos y el carácter anticonstitucional de la Guardia Nacional (Bulmer-Thomas, 2001: 155-156). Somoza, prototipo de dictador, estaba por entonces al frente de la Guardia Nacional. Fue él quien en febrero de 1934 engañó a Sandino y lo asesinó, junto a un grupo de sus seguidores.

Por mandato constitucional, Somoza estaba impedido de ser candidato a la presidencia en lo inmediato. Las condiciones fueron propicias dos años más tarde, cuando renunció a su cargo de jefe director de la Guardia Nacional, seguro de contar con un fuerte capital político, recientemente incrementado a partir del cambio de ministros de Estados Unidos (frente al anterior había incumplido su promesa de no arremeter contra Sandino). A mediados de 1936 se fundó el Partido Liberal Nacionalista (PLN) para lanzar su candidatura. El 1º de enero de 1937, asumió la doble posición de presidente y jefe director de la Guardia Nacional.

Somoza ganó cierto apoyo de las clases terratenientes con la devaluación del córdoba, lo cual redundó en un importante impulso a las exportaciones agrícolas, en particular de café. Si bien el costo de vida aumentó significativamente, esto afectó menos a los miembros de la Guardia Nacional, que obtuvieron espectaculares aumentos salariales, y a los miembros del sector exportador, que tuvieron un aumento de los precios nominales de sus productos. Todo esto sirvió para unificar a la clase política tras el liderazgo de Somoza, quien después de la reunión de una Asamblea Constituyente fue declarado presidente por ocho años (hasta 1947).

Somoza contó con el apoyo de Estados Unidos, país que colaboró en la formación de oficiales de la Guardia Nacional y ofreció préstamos y apoyo financiero, en particular para la construcción de una carretera que comunicara la costa del Atlántico con la del Pacífico. El estallido de la Segunda Guerra Mundial privó a Nicaragua de uno de los principales mercados que habían servido para paliar los críticos años de la Depresión: los de Alemania. En diciembre de 1941, cuando Estados Unidos entró en el conflicto bélico, Somoza inmediatamente se alineó declarando la guerra a las potencias del Eje. Durante la guerra, las exportaciones se multiplicaron por tres, sin que tuviera correlato igual en las importaciones y, en consecuencia, los precios subieron. Esta situación fue aprovechada por la familia Somoza, que durante este período aumentó desmedidamente su fortuna. El sistema de corrupción ya vigente se potenció con la coyuntura, pues el Gobierno decidió la expropiación de tierras y empresas de los capitalistas de las potencias del Eje, tierras que pasaron inmediatamente a manos de la dinastía Somoza.

Frente a los trabajadores el dictador adoptó una posición ambigua. Algunas reformas sociales fueron inscriptas en la Constitución de 1938 y otras fueron objeto de promesas reiteradas pero no efectivas, en particular la de promulgar un Código de Trabajo –que mantuvo al movimiento obrero si no subordinado por lo menos expectante y en una posición no confrontativa–.

Las tensiones más significativas se articularon con la oposición liberal y conservadora. En 1947, Somoza fue sucedido por un antiguo opositor señalado como candidato por el propio dictador. Cuando el hombre elegido, Leonardo Argüello, dio muestras de autonomía Somoza ordenó un golpe de Estado que colocó al frente del país a su tío, Víctor Román y Reyes. El Gobierno de Estados Unidos presionaba desde hacía unos años por la democratización y por ende no reconoció al gobierno militar impuesto por Somoza. Sin embargo, la habilidad del dictador torció el rumbo de los acontecimientos. Tras invadir Costa Rica en apoyo del Gobierno de Picado, como se ha visto, un Gobierno respaldado por el PC, Somoza obligó al Gobierno estadounidense a reconocer a Román y Reyes. En 1951, Somoza resultó electo tras un pacto con el conservador Emiliano Chamorro (presidente entre 1917 y 1920 y por un breve lapso en 1926), pacto que signó la convivencia de la familia Somoza y los conservadores en el poder durante los siguientes decenios.

Sobre todo a partir de la difundida visión de los trabajos editados por Juan J. Linz y Houchang E. Chehabi (1998), muchos autores han coincidido en señalar que el régimen de la dinastía Somoza en Nicaragua (1936-1963 y 1967-1979) fue típicamente “sultanístico” –tipo al cual se añaden comúnmente también los casos de Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana (1930-1952, continuado por su hermano hasta 1961) y de la dinastía Duvalier en Haití (1957-1986) y a veces incluso el caso de Fulgencio Batista en Cuba–.

Dicho brevemente, el sultanismo se caracteriza por el ejercicio personalista y arbitrario del poder, sin límites ni legales ni racionales, y por la existencia de un jefe frente al cual los súbditos obedecen por el terror pero también por la expectativa de recompensa. En este tipo de dominación, los súbditos se encuentran en una situación de sujeción a una autoridad no solo despótica sino también impredecible. El régimen se articula a través de relaciones de corrupción generalizada. El cuerpo administrativo está compuesto, en general, por miembros de la propia familia (natural o extensa) del dictador y la fuerza militar responde directamente al poder personal del jefe. Otra característica definitiva de los regímenes sultanísticos es que al caer, la transición a un régimen democrático es compleja, si no lejanamente posible, en buena medida, por las escasas instituciones que para tales efectos existen, circunstancia a su vez resultante del excesivo personalismo. Es evidente que la centralización del poder en un solo hombre y la extrema violencia son fuertes inhibidores de la creación institucional.

Honduras ofrece una construcción estatal y societal mucho más precaria. En este caso, el proceso de construcción del orden ni siquiera tuvo el rasgo de sultanismo que algunos señalan en el proceso nicaragüense (y en el dominicano, como veremos enseguida).

Hacia 1930, Honduras era un país extenso con una población extremadamente reducida. Por añadidura, las comunicaciones internas eran malas y la demarcación política del territorio todavía era objeto de disputas. Así, los atributos propios de la forma estatal nacional eran apenas visibles. Un dato que ilustra de modo cabal la precariedad de la formación del Estado nacional es la ausencia de una línea de ferrocarril o de una carretera que conectase la capital administrativa del país, Tegucigalpa, con los centros de producción más dinámicos, los de la costa atlántica, sujetos a la explotación de enclave.

Desde 1901 hasta fines de los años veinte, según se ha visto en el capítulo 4, Honduras vivió una fase de auge de la explotación de la banana, en manos de la Cuyamel Fruit Company, la Standard Fruit and Steamship Company y la United Fruit Company. Hasta la crisis abierta con el crack de 1929, Honduras fue el primer productor mundial de banano. En 1921, la UFCo fue adjudicataria del monopolio de los servicios radiotelefónicos y radiotelegráficos del país. Esta compañía frutícola, junto a la Zemurray’s Cozumel (que en 1929 fue absorbida por la poderosa UFCo), financiaban a los dos grandes partidos políticos hondureños, el Nacional y el Liberal Constitucional, respectivamente. En opinión de James Cockcroft (2001: 225-226), ellas gobernaban el país por intermedio de ambos y con ayuda de los marines hicieron de Honduras un país ocupado.

En 1923 estalló una guerra civil, cuando el enfrentamiento entre los dos partidos no pudo resolverse por los canales institucionales. Ninguno de los tres candidatos obtuvo la mayoría absoluta, ni el general Tiburcio Carías Andino (por el Partido Nacional), ni el ex presidente Policarpo Bonilla ni Juan Ángel Arias (candidatos del Partido Liberal, que se presentaba dividido). Los infantes de marina desembarcaron para “proteger los intereses norteamericanos” y, de hecho, para fortalecer la posición de los nacionales, es decir, de Carías, el futuro dictador. Ocuparon el país entre el 28 de febrero de 1924 y el 21 de abril de 1925. Entre 1924 y 1928 gobernó Miguel Paz Baraona (candidato a vicepresidente en la fórmula que integraba con Carías); en 1928, este fue sucedido por el liberal Vicente Mejía Colindres, triunfante en los comicios; y, en 1932, las elecciones definieron a Tiburcio Carías Andino como presidente de la República.

Esta excepcional secuencia de práctica democrática fue efímera. La crisis económica internacional puso en evidencia la fragilidad del pacto de dominación. A partir de 1932, la situación económica, que hasta entonces se había beneficiado de la decisión de las compañías extranjeras de concentrar la producción bananera en las plantaciones de Honduras, empeoró sensiblemente cuando las mismas compañías comenzaron a paliar la crisis con la baja de salarios. Hubo huelgas y se acentuó la crisis fiscal. También hubo algunas revueltas liberales, todas fracasadas. Frente a esta situación, Carías enseguida se inclinó por una solución de centralización del poder, de signo cada vez más autoritario.

En 1936 convocó a una Asamblea Constituyente que elaboró un nuevo texto, el cual derogó la prohibición de la reelección inmediata, extendió el mandato presidencial de cuatro a seis años y restituyó la pena de muerte. Carías fue electo presidente bajo la nueva Constitución, hasta 1943. Pero su mandato se prorrogó cuando, en 1939, el Congreso lo confirmó en el poder hasta 1949. Si bien la situación política empeoró a partir de 1944, cuando cayeron los dictadores de las vecinas repúblicas de Guatemala y El Salvador, Carías pudo sostenerse hasta el final del período previsto. Como ya se ha dicho, se trataba de un país mucho más dominado por los intereses extranjeros y en el cual la diferenciación institucional y la complejidad social eran sensiblemente más precarias.

En República Dominicana, como ya se ha adelantado, la dominación tradicional asumió rasgos de sultanismo. El país había logrado su soberanía en 1865. Desde entonces hasta la presidencia de Juan Isidro Jiménez en 1914, atravesó una fase de continuada inestabilidad.

Jiménez asumió como presidente por primera vez en 1899 pero su mandato quedó trunco por las rivalidades con su vicepresidente, Horacio Vázquez, quien lo depuso y asumió inmediatamente el poder. Recién en 1914, con el apoyo de Estados Unidos, Jiménez volvió a ocupar la presidencia, aunque otra vez nuevas tensiones dieron un abruto fin a su mandato. Como en Nicaragua, Estados Unidos intervino militarmente para hacerse cargo de los controles aduaneros, apropiándose de los fondos suficientes para cubrir el monto de la deuda con las compañías norteamericanas. Jiménez expresó su disconformidad (seguramente, influyó la ocupación militar de Haití por los norteamericanos), pero su ministro de Guerra y Marina, Desiderio Arias, se sublevó en abril de 1916 y abrió el camino a la invasión de Estados Unidos (mayo) y a la caída de Jiménez (julio).

Jiménez fue reemplazado por Francisco Henríquez y Carvajal, quien, sin embargo, no pudo consolidarse y, finalmente, el presidente norteamericano Woodrow Wilson dispuso, el 29 de noviembre de aquel año, que el país estaba ocupado, sometido al ejercicio de la ley militar de los marines y sujeto al gobernador militar norteamericano, el capitán H. S. Knapp. La ocupación duró ocho años.

El nuevo gobierno disolvió la Marina de Guerra y la Guardia Republicana, y las reemplazó por la Guardia Nacional, entrenada conforme el patrón de los infantes de marina estadounidenses. La intervención impuso una fase de estabilidad forzosa durante la cual el Estado adquirió cierta diferenciación institucional. Seguramente influyó el breve ciclo de bonanza económica –conocido como “Danza de los Millones”– generado por el aumento de la demanda de azúcar de caña, tabaco, café y cacao dominicanos, cuyos precios en el mercado internacional se incrementaron también.

En 1921, la caída estrepitosa del precio del azúcar provocó una fuerte crisis. En el mismo momento, recrudecían las campañas internacionales en contra de la presencia militar norteamericana, estimuladas por la elección de Warren Harding (1921-1923) en Estados Unidos, partidario de dar fin al intervencionismo militar. En esa coyuntura se llegó al acuerdo Peynado-Hughes, que preparó las condiciones para las elecciones que se realizaron en 1924, tras las cuales Estados Unidos retiró sus marines del territorio dominicano. Pero la recuperación de la independencia estuvo fuertemente limitada, pues el acuerdo ratificó la vigencia de la Convención de 1907, con lo cual los norteamericanos continuaron controlando las aduanas y ejerciendo el derecho de autorizar o no eventuales endeudamientos públicos.

Al retirarse los marines, Dominicana tenía una estructura social más compleja y un Estado más consolidado. Entre 1924 y 1930 hubo una nueva fase de inestabilidad política, generada por los conflictos entre los sectores dominantes, de los cuales ahora formaba parte también el general Rafael Leónidas Trujillo. La corrupción generalizada favoreció a Trujillo, quien acumuló el capital económico y político que sirvió de base a su dictadura (1930-1938 y 1942-1952), convirtiendo el control que ejercía sobre la Guardia Nacional en una actividad más que rentable en términos personales y acaparando el monopolio de la sal, la carne y otros productos. Su esposa, María Martínez, fue administradora de varios de estos negocios.

Trujillo dio un golpe de Estado en septiembre de 1930, inaugurando una fase de larga estabilidad política, bajo un régimen de dictadura patrimonialista que algunos señalan como sultanística. Paradójicamente, República Dominicana, que había pasado por innumerables intentos frustrados de construcción estatal nacional, pudo consolidar el orden durante los críticos años treinta. Claro está que se trató de un orden férreo, donde las manifestaciones de disidencia fueron duramente reprimidas. El caso más notorio es tal vez el de las hermanas Mirabal (Patria, Minerva y María Teresa), luchadoras antitrujillistas asesinadas por la dictadura en noviembre de 1960.

El régimen inaugurado por Trujillo soportó las exigencias de democratización política de la segunda posguerra y continuó indemne hasta 1961. En esta larga experiencia se destaca la promoción a la industrialización, sin duda una vía de crecimiento económico que el dictador explotó en beneficio propio. Las industrias se crearon sobre la base de una planta artesanal y manufacturera ya existente y considerablemente diversificada. Desde luego el carácter monopolista de este proceso tuvo consecuencias nefastas para el país, elevando a niveles extraordinarios la pobreza y el endeudamiento externo. Asimismo, en su afán de incrementar su poder personal, Trujillo avanzó exitosamente en la afirmación de la independencia, mediante la recuperación de la potestad estatal de administrar sus aduanas, lograda con el tratado Trujillo-Hull firmado en 1941.

En 1952, Trujillo entregó el mando a su hermano Héctor, quien gobernó desde 1952 hasta 1961, cuando tras las sanciones impuestas por la OEA por su intento de asesinar al presidente venezolano Rómulo Betancourt fue obligado a dejar el mando.

Roberto Cassá (1982: 673, 700, 678 y 699) encuentra rasgos y componentes del trujillato más complejos de los que podría sugerir una dictadura de corte tradicional. Para el autor, la dictadura de Trujillo desempeñó un papel central en la conformación del capitalismo como modo de producción dominante y predominante en la sociedad dominicana, dejando “un pesado fardo estructural” que todavía se hacía sentir a comienzos de los años ochenta (cuando el libro fue escrito). Su explicación atiende tanto a elementos estructurales de larga y media duración –internos y externos– cuanto a otros meramente coyunturales: “la instalación de la dictadura trujillista fue el resultado histórico de las tendencias acumulativas hacia el surgimiento de un Estado moderno de carácter capitalista” en el contexto de redefinición de las relaciones de dependencia. En sus orígenes constituyó “la mediación necesaria entre el viejo esquema de reproducción ampliada del sector agroexportador y los nuevos esquemas salidos de la crisis de este”. En una perspectiva de larga duración, el trujillato fue el resultado de “la alternativa básica entre despotismo y caudillismo [que] llevaba implícita la tendencia dominante a la organización despótica del Estado dominicano, a manera de respuesta a las insuficiencias de la sociedad civil”. Ese predominio del primero sobre la segunda fue coronado durante los años de la ocupación norteamericana.

Así, argumenta Cassá, el trujillato se construyó como un régimen político con una “autonomía radical del aparato del Estado” respecto de la clase dominante y, posteriormente, el propio imperialismo. Expresó simultánea y articuladamente los intereses inmediatos del imperialismo norteamericano y del sector monopólico azucarero dominicano que, para su salvaguardia, debieron ceder al Estado, para que las manejase discrecionalmente, porciones significativas de poder político. La amplitud de la autonomía relativa del Estado fue tal que hizo posible “variaciones sustanciales en las relaciones entre los diversos sectores internos de poder económico […], llegando a la subordinación de las corporaciones azucareras al interés –a la larga tornado hegemónico– de la acumulación trujillista”. Más aún –y permítasenos una larga cita esclarecedora–, esa amplia autonomía relativa del Estado “permitió y fue el mecanismo instrumental específico para que ella misma se retroalimentara y se fortaleciese mediante la aparición del rasgo histórico acaso más original de toda la tiranía trujillista: la creación, por el Estado, con la intermediación personal del dictador, en tanto capitalista, de “su propia base de sustentación económica”, ampliando así “el margen de autonomía respecto a los factores tradicionales. Esa nueva base económica subordinó en el propio plano económico a todos los sectores tradicionales; desde el punto de vista cualitativo de funcionamiento del sistema, al poco tiempo de instalado el trujillato y, desde el punto de vista de la cuantía bruta de formación de capitales, sobre todo a partir de la Segunda Guerra. De tal manera, se configuró en la República Dominicana, como expresión sobresaliente del esquema trujilista de dominación, una centralización tendencialmente creciente del capital en sectores extremadamente reducidos que finalmente confluían en la propia persona del déspota” (Cassá, 1982: 701-704; itálicas nuestras).

Pese a su singularidad, el Estado trujillista no dejó de ser, nunca, capitalista y de clase. “Al contrario, en las condiciones históricas en las que tuvo lugar la génesis del esquema trujillista de dominación, el despotismo criminal fue la única alternativa que podía tener la dominación burguesa para perpetuarse en condiciones de ‘normalidad’. […] El trujillismo era, pues, la dictadura de la burguesía como clase, solo que con una versión en extremo original, ya que la dictadura se plasmaba en el control del déspota sobre los sectores dominantes”. La clase dominante quedó subordinada, sí, pero su interés de clase no fue afectado y siguió reproduciéndose, en tanto “la relación del Estado con las clases explotadas fue coadyuvar a la reproducción y profundización de las relaciones de explotación, incluso en las modalidades tendencialmente más negativas para sus intereses, y ello estaba dado por la articulación que ejercía el Estado de los desniveles en las relaciones de producción entre los métodos capitalistas modernos con las formas bárbaras y criminales de la represión social y política” (32) (Cassá, 1982: 715-716; las itálicas son nuestras).

Otra característica de la dictadura de Trujillo fue el total predominio de los organismos encargados de la represión política directa, los cuales funcionaron bajo la óptica de la desconfianza del propio dictador, “quien los sometía a mecanismos extraordinarios de control y de confrontación entre sí”. La desconfianza fue aún mayor en el caso del ejército regular, habida cuenta de la experiencia personal de Trujillo en la toma del poder y de las varias conspiraciones que se produjeron en la fuerza durante los años treinta.

La dictadura se ejerció apelando a un entramado de delaciones, censura, autocensura, amenazas y la brutal aplicación de crímenes, torturas, despojo económico, encarcelamiento, trabajos forzados “y otros abusos de variada gama”, todo ejecutado en el máximo silencio posible, incluso mediante la compartimentación entre los propios organismos represivos (Cassá, 1982: 771-712).

En Cuba, la década de 1920 se abrió con una intensa agitación ideológica y social por efecto de la crisis del azúcar, que puso en evidencia la perniciosa situación de dependencia. Diversos grupos reclamaron la democratización, entre ellos los intelectuales, jóvenes universitarios influenciados por la reforma argentina, que pedían el reconocimiento de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), imbuidos del clima antiimperialista de la época. También se movilizó el movimiento obrero, que se organizó en la Confederación Nacional Obrera de Cuba (CNOC). Esta organización abrevaba en el anarcosindicalismo, el reformismo y el comunismo. Por su parte, el PC se fundó en 1925, como ya se ha visto, bajo el liderazgo de Julio Antonio Mella, quien moriría asesinado en México cuatro años más tarde.

En las elecciones presidenciales de 1924 triunfó el general Gerardo Machado, candidato de la Liga Nacional, un frente de liberales y conservadores. El Gobierno construyó su legitimidad sobre bases y consignas amplias. Pero pronto la represión se impuso como forma de ejercicio del poder hasta cristalizar en el quiebre de la legalidad en 1927. Enseguida, Machado convocó a una Asamblea Constituyente que lo erigió presidente, sumándose así a la lista de dictadores que llegaron al poder por la vía de elecciones. La dictadura de Machado fue ferozmente represiva, tanto que le valió el mote de “Carnicero”. Una de las tantas prácticas fue la de “hacer arrojar a la bahía de La Habana los cadáveres mutilados de prisioneros políticos” (Mires, 1988: 287). Según un periodista del New York Times, el asesinato de los opositores “alcanzó la dignidad de un arte político” (apud Cockcroft, 2001: 347).

La oposición se articuló eficazmente, sobre todo cuando la crisis de 1929 debilitó gravemente al Gobierno. Particular fuerza tuvieron los obreros y los estudiantes, que fueron también el principal blanco de la represión cada vez más desesperada del machadismo. Es que, en efecto, la Universidad de La Habana se convirtió en “el foco catalizador de la lucha en contra de Machado”, bajo la dirección del Directorio Estudiantil Universitario, que liderado por Antonio Guiteras “no fue una simple entidad universitaria sino un movimiento político que desarrolló una línea de enfrentamiento directo con la dictadura, poniendo en práctica formas de lucha armada de carácter urbano e incluso rural”. Era, sin duda, la organización antimachadista más activa. Le seguía, con relativa importancia, el ABC, organización surgida luego de la derrotada conspiración encabezada por Mario Menocal y Carlos Mendieta, en agosto de 1932, con una base social más heterogénea que la del Directorio: además de intelectuales y universitarios había empleados y algunos sectores obreros. Tenía cierta afinidad ideológica con el aprismo y de hecho hizo suya la tesis de Haya de la Torre, según la cual en América Latina el imperialismo era la primera, no la última, fase del capitalismo. Impulsaba “la formación de un Estado de tipo corporativo, el desarrollo de una industria local y un nacionalismo ideológico difuso y retórico con características antinorteamericanas” (Mires, 1988: 284).

En 1930, Machado declaró: “en este país no habrá huelga que dure más de veinticuatro horas”. La respuesta fue una declaración de huelga general que duró más de ese tiempo, paralizando a todo el país. El punto culminante de la ofensiva contra el dictador se produjo en agosto de 1933: el 4, comenzó una pequeña huelga de autobuses, que, el 7, se transformó en una gran huelga general, en momentos en que Estados Unidos y la Iglesia Católica retiraban su apoyo a Machado. “Prácticamente todos los partidos –con la excepción del PC que por entonces atravesaba por una de sus desviaciones más sectarias llamando, completamente aislado, a formar soviets (!)– se pronunciaban por la pronta caída de la dictadura. En esas condiciones, Machado sería derribado el 12 de agosto por un movimiento de masas incontenibles” (Mires, 1988: 287-288). La violencia continuó aun después de su dimisión, convirtiéndose en una verdadera revolución política (Celia y Soler, 2003).

Carlos Manuel de Céspedes y Quesada –hijo del Gran Céspedes, el patriota de la lucha por la independencia– fue elegido presidente provisional, pero su ejercicio duró apenas del 12 de agosto al 4 de septiembre. Este mismo día se produjo la sublevación del “movimiento de los sargentos”, dirigido por Pablo Ramírez, un sargento de tendencia socialista. De resultas de ella se constituyó una junta revolucionaria, alternativa al Gobierno. Entre los partícipes se encontraba el sargento taquígrafo Fulgencio Batista. Los sublevados se unieron al Directorio proclamando la “reagrupación revolucionaria de Cuba”. Céspedes fue destituido y el Gobierno entregado a una Pentarquía, conformada por civiles (Ramón Grau San Martín, Sergio Carbó, Porfirio Franca, José Miguel Irisarri y Guillermo Portela y Möller), otorgando la conducción militar a Batista, ascendido a coronel.

Batista tenía todo el apoyo de Benjamin Sumner Wells, embajador especial de Estados Unidos. Este país no reconoció a la Pentarquía. El Gobierno norteamericano, que todavía gozaba de la prerrogativa de intervención militar otorgada por la Enmienda Platt, temió un giro a la izquierda y envió treinta navíos de guerra a varios puertos cubanos, aunque sin desembarcar. Después de solo cinco días, la Pentarquía fue disuelta y reemplazada por la presidencia unipersonal de Grau San Martín (profesor de Fisiología de la Universidad de La Habana). Inicialmente, contó con el apoyo del Directorio Estudiantil y el sostén de las Fuerzas Armadas, pero luego debió enfrentar la descomposición de las fuerzas que habían apoyado la revolución, ahora firmes opositoras a su Gobierno. Sin medios ni fuerzas suficientes para mantenerse en el cargo, Grau San Martín –objeto de ultimátum por parte de Batista y del embajador norteamericano, Jefferson Caffery– renunció, tras cuatro meses y cinco días de ejercicio, de ahí la denominación de “Gobierno de los Cien Días”.

Pese a la corta duración, su presidencia produjo cambios importantes, en particular los decretos impulsados por su joven secretario (ministro) de Gobernación, Guiteras: creación de la Secretaría de Trabajo; leyes de la jornada laboral de 8 horas y del jornal mínimo; rebaja de los precios de las mercancías de primera necesidad y de las tarifas eléctricas; institución del Sistema de Seguros y Retiros para los trabajadores; intervención de la Compañía Cubana de Electricidad (de capitales estadounidenses); reparto de tierras y elaboración de proyectos de colonización; depuración de los organismos estatales, entre otras medidas. A ellas se sumó la intención de convocar a una Asamblea Constituyente que debía reformar la Constitución y abolir la Enmienda Platt. Guiteras, militante antiimperialista, era consciente de que los decretos eran un duro ataque a Estados Unidos. No extraña que quienes no estaban interesados en un cambio más radical conspirasen exitosamente contra tal Gobierno (33).

El sucesor inmediato de Grau, el ingeniero Carlos Hevia, solo estuvo en el cargo pocas horas, siendo reemplazado, el 16 de enero de 1934, por el coronel Carlos Mendieta y Montefur, veterano distinguido del Ejército Libertador y de las luchas políticas de la Cuba independiente, con destacada participación en la oposición antimachadista. Mendieta aceptó con la certeza del reconocimiento diplomático (y la “ayuda económica”) del Gobierno norteamericano de Roosevelt y el apoyo del Ejército Constitucional comandado por el coronel Batista. Comenzó su gestión con algunos logros: una buena zafra (es decir, empleo para los trabajadores y divisas para el país) y un nuevo convenio azucarero con Estados Unidos. Pero sin duda fue decisiva la modificación del Tratado de Relaciones Permanentes de Cuba con Estados Unidos, del cual quedó suprimida la Enmienda Platt.

No obstante, Mendieta también encontró oposición interna. Mientras Batista se ocupaba de arrasar con los restos del machadismo (masacre de octubre de 1933) y, sobre todo, del guiterismo, Grau San Martín constituía el Partido Revolucionario Cubano Auténtico (PRC). Los estudiantes universitarios, agrupados en el Ala Izquierda Estudiantil y en Izquierda Democrática, liderada por Eduardo Chibás, se movilizaron intensamente, al igual que los trabajadores sindicalizados. Las huelgas, urbanas y rurales, se tornaron frecuentes, y aunque las tropas comandadas por Batista ocuparon las fábricas y asesinaron a los trabajadores en huelga (Cockcroft, 2001: 347), la agitación continuó hasta culminar en la masiva huelga general de marzo de 1935, cuya consigna central era inequívocamente política: “Gobierno constitucional sin Batista”. Como en 1933, aunque no tuvo las mismas dimensiones, la huelga surgió de un reclamo puntual y se expandió espontáneamente, pese a que las organizaciones políticas que la apoyaron –PRC, Joven Cuba, PC y ABC– fueron incapaces de definir un programa común. El Gobierno la reprimió brutalmente, se cerró la universidad, se ilegalizó a los sindicatos y se suspendieron las garantías constitucionales. Ella ha sido considerada el canto de cisne de la revolución de 1933.

Lucía Celia y Lorena Soler (2003) acotan que mientras la huelga general de agosto de 1933 contribuyó a, si no logró, derribar la dictadura de Machado, la de marzo de 1935 permitió el fortalecimiento de Batista. En ese contexto de pérdida de radicalismo y afianzamiento de Batista, el PC llegó a un acuerdo con este para participar en las luchas electorales. Este viraje en la estrategia del PC es explicable en el marco de los frentes populares promovidos por la III Internacional. Al respecto, el dirigente comunista Blas Roca explicaba: “Batista ha dejado de ser el punto focal de la reacción para convertirse, en cambio, en el punto focal de la democracia”. A su turno, Batista definió al PC como “un partido democrático que persigue sus fines dentro del marco de un régimen capitalista y ha renunciado a la violencia como método político”. Los comunistas acordaron apoyar los planes de Batista para la Asamblea Constituyente a cambio de la legalización del Partido y de los sindicatos bajo su dirección. Así, en 1939 se fundó la Confederación de Trabajadores de Cuba (CTC).

Pese a su política represiva, Mendieta no pudo contener el crecimiento de la oposición a su Gobierno, la cual le llevó a renunciar en diciembre, reemplazándolo, provisionalmente, José Barnet. Durante su mandato, fue suprimida la Corporación Exportadora Nacional de Azúcar, creándose en su lugar el Instituto Cubano de Estabilización del Azúcar, constituido por representantes de los hacendados y de los colonos, con intervención y fiscalización del Gobierno. También fue promulgado el Código de Defensa Social, de materia penal, en sustitución del colonial de 1870, todavía vigente.

En las elecciones presidenciales de 1936 –primeras desde 1925– se impuso la fórmula integrada por Miguel Mariano Gómez Arias (prestigioso ex alcalde de La Habana, hijo del general José Miguel Gómez, también del Ejército Libertador y segundo presidente de Cuba, 1908-1912) y el coronel Federico Laredo Brú. Pese a que resultó triunfante, Gómez carecía de apoyo político suficiente, siendo minoría en el Congreso, lo cual obstaculizó su breve gestión. Justamente, fue depuesto del cargo por el Poder Legislativo en diciembre de ese año. Laredo Brú –como Mendieta, veterano del Ejército Libertador y las lides políticas– llevó adelante un Gobierno caracterizado como “de reconstrucción”. La Universidad de La Habana reinició sus actividades en abril de 1937 y fue declarada autónoma. Los pequeños colonos se vieron favorecidos por la Ley de Coordinación Azucarera y los grandes productores por la firma del Convenio de Londres (una y otro en 1937), para la reglamentación de la producción y venta del azúcar. Una ley de amnistía dejó sin efecto las penas impuestas no solo a los acusados y/o condenados por los llamados delitos políticos y sociales cometidos desde agosto de 1933, sino también a todos los castigados por la dictadura de Machado. Por otro lado, un indicador de su política y su pensamiento está ejemplificado por el penoso acto de negar la entrada a Cuba de los más de 900 refugiados judíos que en el crucero San Luis llegaron al país en virtud de las visas concedidas por el propio Gobierno cubano en 1939. Al no poder desembarcar en Cuba, tuvieron que regresar a Alemania, donde la mayoría fue asesinada en los campos de concentración nazis.

En noviembre de 1939 se realizaron las elecciones para convencionales constituyentes. Constituida por representantes de ocho partidos, la Asamblea sesionó en La Habana entre febrero y junio de 1940. La nueva Carta dio rango supremo a las demandas políticas y sociales expresadas durante la revolución de 1933, particularmente al institucionalizar los derechos de ciudadanía social. También estableció, en lo atinente al régimen de propiedad de la tierra, la supresión del latifundio y la nacionalización del subsuelo. Se trataba de una de las Constituciones más progresistas de la época. No obstante, su aplicación fue mínima, de ahí la denominación de “Constitución virgen”.

Las elecciones generales se realizaron en julio de 1940, siendo los dos principales candidatos a la presidencia Batista, por la Coalición Socialista Democrática, y Grau San Martín, por el Partido Revolucionario Cubano Auténtico. El militar ganó la contienda y se convirtió en el primer presidente cubano electo de modo efectivamente democrático (dentro de los cánones de la democracia representativa capitalista): voto universal (que por primera vez incluyó a las mujeres), libre participación de los partidos políticos y mecanismos electorales transparentes.

Mendieta, Gómez y Laredo Brú, sintetiza Mires (1988: 291), “realizaron el trabajo sucio de eliminar a los sectores más radicales. De este modo, desde 1934 hasta 1940 gobernó un régimen batistiano sin Batista”. En 1940, las cosas ocuparon su lugar: el hombre que detentaba el poder real lo ejerció con el máximo de legitimidad.

Batista construyó un importante consenso en torno a su figura por el amplio programa de avanzada que levantó: diversificación productiva, regulación de la industria del azúcar y el tabaco, beneficios sociales para los trabajadores y extensión de la enseñanza a zonas rurales. En la ejecución de su Plan Trienal, desempeñó un papel importante el Ejército, en particular en la creación de escuelas rurales cívico-militares para niños y adultos, donde los militares fungían de maestros. Batista –en cuyo Gabinete se desempeñaron dos ministros del PC– dispuso el reparto de tierras del Estado a familias y el aumento de los salarios de los trabajadores. Esto fue posible por el importante flujo de divisas que Cuba obtuvo por la venta de azúcar y mieles a Estados Unidos (que compró la casi totalidad de cuatro zafras sucesivas –1942, 1943, 1944 y 1945–, de las cuales solo se restó una parte para el consumo cubano) para abastecer a la población civil y a las tropas, y para producir alcohol para fabricar explosivos, caucho sintético y otros materiales bélicos. Como veremos más adelante, el Gobierno de Batista decidió sumarse a la guerra contra el Eje inmediatamente después del ataque japonés a la flota norteamericana en Pearl Harbor.

Conforme la Constitución de 1940, la reelección del presidente estaba prohibida (hasta después de dos períodos sucesivos al suyo). Impedido Batista de la competencia, esta se dirimió entre las fórmulas de la Alianza de los Partidos Revolucionario Cubano Auténtico y Republicano (Ramón Grau San Martín-Raúl de Cárdenas y Echagüe) y la coalición formada por los Partidos Liberal, Demócrata, Socialista Popular (comunista) y ABC. En comicios libres, garantidos y tranquilos, la Alianza se impuso con el 55% de los votos.

Muy pronto, Grau San Martín –distante del reformismo de la década anterior– disipó las expectativas populares puestas en su Gobierno. Su política reaccionaria incluyó, a partir de 1946, la persecución de los comunistas y medidas harto favorables a los intereses patronales y norteamericanos. Poco quedaba “del Grau idealista, y el espectáculo de su descenso al mundo de la corrupción política solo agudizó el descontento y la furia moral que consumía a radicales y nacionalistas” (Skidmore y Smith, 1996: 289). Los relativamente altos precios del azúcar en el mercado mundial inyectaron divisas en la economía cubana, generando el incremento desmesurado de la corrupción. El asesinato del dirigente sindical azucarero Jesús Menéndez, al final del mandato, acentuó el malestar popular, del cual buena cuenta dio la impresionante manifestación popular en ocasión del sepelio.

En las elecciones de 1948 triunfó el candidato oficialista, Carlos Prío Socarrás, quien continuó con las persecuciones a los sindicatos, a los comunistas y a los sospechosos de serlo. Asimismo, la corrupción y el latrocinio continuaron incrementándose. Se firmaron pactos militares con Estados Unidos, aunque la oposición popular impidió el envío de tropas a Corea.

En el plano estructural se produjo “una suerte de modernización de las relaciones de dependencia tradicionales”, propiciada por la política del imperialismo norteamericano de realizar inversiones industriales en los países dependientes. Como en otros países, esto implicó la recomposición de “la estructura interna del bloque de dominación”. En un país que no había conocido la ISI, la nueva orientación imperialista llevó, a partir de 1946, a la instalación de algunas industrias y con ellas a un incremento de las contradicciones en el interior de la burguesía cubana, las que, en el fondo, no eran más que las entabladas entre dos tipos de dependencia, la histórica del sector exportador tradicional y la incipiente de la industrialización sustitutiva. Ese aumento de las contradicciones intraburguesas obligó a los gobiernos de Grau y Prío a fungir de árbitros, tal como antes lo había hecho Batista (Mires, 1988: 295-297). Cabe notar, además, que durante los gobiernos de Grau San Martín y Prío Socarrás, Batista siguió detentando el máximo mando militar.

Panamá es un caso próximo al de Cuba en razón de su independencia tardía y una soberanía comprometida por el peso de los intereses norteamericanos. No obstante, esto último tuvo en Panamá un rasgo muy singular: el control directo de Estados Unidos sobre el canal interoceánico.

Hasta 1930, el país estuvo gobernado por un grupo de familias notables, bajo un régimen que solo nominalmente era soberano pues en los hechos funcionaba como un verdadero protectorado. La inauguración de las obras en el Canal coincidió con el estallido de la Primera Guerra Mundial, a partir de lo cual Estados Unidos arreció los controles sobre su zona de influencia.

Las protestas populares, la desorganización de la economía y la obsecuencia de las elites dominantes frente a las exigencias de Estados Unidos acusaban la fragilidad de un orden que estaba a punto de estallar. En 1931, el presidente Florencio Harmodio Arosemena fue depuesto por un golpe de carácter nacionalista, o al menos con objetivos de reconstrucción nacional.

A partir de entonces, los hermanos Arnulfo y Harmodio Arias controlaron la escena política. Harmodio fue presidente entre 1931 y 1940. Piloteó los años de la Depresión con cierto éxito, pero aun así no consiguió imponer su reelección y debió ceder el mando a uno de sus favoritos. En 1940, su hermano Arnulfo alcanzó la presidencia y enseguida promovió la sanción de una nueva Constitución, de fuerte carácter nacionalista –que muchos opositores tildaron de fascista–. Arnulfo cosechó apoyos durante un largo período, pero lo hizo desde el exilio, pues en octubre de aquel mismo año fue depuesto por su ministro de Justicia, Ricardo Adolfo de la Guardia, quien contaba con el beneplácito del gobierno de Estados Unidos. Arias articuló un discurso fuertemente nacionalista y hasta xenófobo, y aun así construyó con las clases populares una estrecha relación, no exenta de demagogia.

Los años cuarenta fueron años de agitación, sobre todo a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, que había extendido la democracia como valor en toda la región. Las tensiones entre las elites dominantes, la presión de los estudiantes organizados y las ambiciones de los miembros de las fuerzas de seguridad dominaron la escena. La conflictividad continuó en la década siguiente. A mediados de 1950 se frustró la firma de un tratado largamente elaborado entre el Gobierno panameño y el norteamericano, por el cual Panamá recuperaba parte de la soberanía arrebatada. El asesinato del presidente en ejercicio antes de que se firmara el acuerdo postergó una vez más las expectativas populares. En 1959, un grupo de estudiantes izó la bandera nacional en la zona del canal. Este hecho es tomado por los historiadores como símbolo de un cambio sustantivo en el proceso de construcción del orden en Panamá, pues a partir de entonces hubo un proceso de deterioro progresivo de las relaciones con Estados Unidos.

El 8 de octubre de 1968, la Guardia Nacional, a través de un golpe de Estado, instauró un Gobierno de orientación nacionalista que, como en el caso de Perú (la Revolución Peruana de ese mismo año), no encajó en ninguna fórmula preestablecida. Los militares tomaron el poder derrocando al presidente electo Arnulfo Arias, quien desde su regreso a Panamá en 1945 había ejercido la presidencia entre 1949-1951 (asumió el cargo después de que se reconociera un supuesto error en el conteo de votos, pero fue depuesto y privado de sus derechos políticos de por vida, aunque le fueron restituidos en 1960); había sido derrotado en las elecciones de 1964 (en una contienda teñida de fraude y corrupción); y había sido electo por tercera vez en 1968.

La Junta adoptó una actitud inesperadamente antinorteamericana, fundamentalmente cuando el general Omar Torrijos tomó las riendas del proceso hacia fines de 1969. Torrijos rechazó el pedido de prórroga de Estados Unidos de su dominio sobre la base aérea Río Hato y, en 1971, expulsó a los Peace Corps, aunque según Rouquié (1984: 362) fue una medida “simbólica”. En el plano económico las transformaciones fueron profundas: se reconoció la sindicalización de los trabajadores de las empresas bananeras norteamericanas, que recibieron el apoyo del Gobierno en los conflictos con sus patrones, y se dictó una legislación laboral a tono con los valores de justicia social que el nuevo Gobierno levantaba. También, se fijó un salario mínimo y se puso en marcha un plan de viviendas que favorecía a las clases populares desposeídas. Frente al capital extranjero, se nacionalizó la principal empresa de gas y electricidad, y se expropió a gran parte de los propietarios extranjeros a través de una reforma agraria gradual, tras la cual se crearon cooperativas y empresas estatales que controlaron la producción de azúcar y banana para la exportación. Así, un dato nuevo fue la creación de la Confederación Nacional Campesina (CONAC).

Como la Revolución Peruana, estudiada en el capítulo 4, el militarismo encabezado por Torrijos tuvo una ideología difusa, implementándose medidas incluso contradictorias con la línea quizá más clara de la política del Gobierno, el nacionalismo. Por ejemplo, Torrijos transformó al país “en un paraíso bancario gracias a una ley ultraliberal en materia de depósitos y circulación de fondos” (Rouquié, 1984: 363). El número de bancos se multiplicó y la comunidad financiera internacional prestó su apoyo a su Gobierno. Así, la política de Estados Unidos, inicialmente agresiva, tendió a suavizarse hacia 1970. Torrijos contó con un instrumento unificador de gran valor: su lucha por la recuperación del canal, donde Estados Unidos tenía intereses tan cruciales que no estaba dispuesto a arriesgar con una política incauta.

En 1977, como se adelantó en el capítulo 4, se firmaron los tratados Torrijos-Carter, entre el Gobierno del “Jefe Máximo de la Revolución Panameña”, título que Torrijos ostentaba por ley constitucional y el Gobierno de Carter. Estos documentos estipularon la transferencia progresiva de la soberanía del país latinoamericano sobre el Canal.

En 1978, Torrijos entregó el mando a un presidente electo. A diferencia de Perú, donde, como se ha visto, el SINAMOS era el único brazo político de la Revolución, Torrijos había confiado en la creación de un partido afín para dar continuidad a su proyecto. No obstante, conservó el cargo de jefe de la Guardia Nacional, por lo cual siguió dominando la política nacional hasta el 31 de julio de 1981, cuando se produjo la transición precipitada. Torrijos murió en un turbio accidente (la explosión en vuelo de la nave en la que se trasladaba), en el cual se sospecha –y se sostuvo– la intervención de norteamericanos opuestos a su política y a la de Carter. El hecho sucedió seis meses después del acceso de Ronald Reagan a la presidencia.

El caso de Panamá se asemeja al de Haití, que veremos con más detalle en el capítulo 6, en el carácter inestable de su formación política durante buena parte del siglo XX. En efecto, la dictadura de más largo aliento fue la de Torrijos y esta recién tuvo lugar hacia fines de la década de 1960.

La falta de tendencias sólidas de integración nacional, en ausencia de niveles considerables de urbanización e industrialización, explican que las dictaduras en estos países implementasen, en todo caso, políticas desarrollistas sin el componente de inclusión que caracterizó al desarrollismo, y antes a los populismos, en los países más modernos.

De la dictadura a la revolución fallida: Guatemala

Como ya se ha adelantado, Guatemala tuvo una dictadura tradicional que comparte rasgos con las estudiadas más arriba. No obstante, el caso ofrece una nota singular: el estallido de una revolución social. Si bien frustrados en sus resultados, los cambios intentados desde el estallido en 1944 constituyen elementos claves para entender la concatenación de hechos violentos posteriores, cuya expresión más cruel fue el genocidio ocurrido bajo los últimos regímenes militares. Como alguna vez expresara José Carlos Mariátegui, respecto de Perú, pero bien aplicable a otros países, las clases sociales están construidas racialmente. En efecto, revolución y dictadura son dos factores inescindibles de la inequívoca construcción del orden en clave racial en Guatemala.

Como en El Salvador, la crisis de la dominación oligárquica dio lugar a una dictadura de tipo tradicional. Jorge Ubico (1931-1944) construyó un Gobierno autocrático de carácter militar. Como en otros casos, la dictadura fue la respuesta de las clases dominantes al peligro que significaba una ampliación política que podía satisfacer a las clases medias pero que entrañaba un peligro aun mayor: el levantamiento campesino. Así, las comunidades indígenas fueron el principal blanco del régimen de exclusión y violencia de Ubico, quien prácticamente disolvió todas las organizaciones rurales creadas con anterioridad. Durante su Gobierno, la estructura de propiedad de la tierra siguió acusando los mismos niveles de concentración. Hacia 1945, solo 22 familias poseían más de la mitad de la tierra cultivable del país.

El modelo agroexportador funcionó gracias a la utilización de fuerza de trabajo barata, semi servil o casi esclava. Esta condición se sostuvo gracias a ciertas leyes, como la ley de vagancia, que garantizaba el trabajo obligatorio de los campesinos en las haciendas, o la ley de vialidad, que establecía el trabajo en obras públicas y en la construcción de caminos. Como en otros países, a la explotación económica y la exclusión política de los trabajadores –en Guatemala, a través de una exacerbación extrema del racialismo–, se sumó la exclusión de las clases medias urbanas surgidas de la relativa modernización de las estructuras del Estado y de la expansión del mercado durante la fase oligárquica.

Ubico ganó las elecciones con el 70% de los votos. Su proyecto fue de profundización de la modernización y del estímulo a la integración nacional. El país cambió a un ritmo vertiginoso: construcción de un aeropuerto, puestos de aduanas, palacios, puentes, seis mil kilómetros de carreteras, centrales de energía hidráulica, profesionalización de las Fuerzas Armadas. Pero esta modernización, aunque acompañada de reducción de la deuda pública y de estabilización económica, más que integrar a la sociedad, exasperó el conflicto social, toda vez que la gran masa de población indígena estuvo en el centro de la represión y la violencia del Estado.

Al lado de las Fuerzas Armadas se consolidó una red informal de fuerzas dedicadas a la administración de la información y la represión secretas. El Ministerio de Trabajo pasó a estar bajo el dominio de la Policía Nacional en 1934 y el Código Penal de 1936 otorgó funciones de control policial a los grandes propietarios y alcaldes. Así, los terratenientes de las haciendas, muchas veces ellos mismos imbuidos de autoridad pública, detentaban un fuerte control económico y político, potenciado por la desarticulación de los pueblos indios que llevó adelante la dictadura, fundamentalmente, a través de las expropiaciones de tierras y la institución del trabajo campesino bajo un régimen temporal obligatorio.

En la coyuntura de la Segunda Guerra Mundial, el apoyo de Estados Unidos a Ubico redundó en la materialización de ciertas obligaciones del gobierno guatemalteco para con la potencia del norte, como la confiscación de tierras de propietarios alemanes y, en 1941, la declaración de guerra a los países del Eje. La economía del café se vio gravemente afectada con la decisión de modificar la cuota de exportación de ese cultivo a Alemania, ahora declarado enemigo. Por su parte, la modernización institucional había mostrado ser muy limitada en relación con los sectores populares. En 1944, las movilizaciones fueron irrefrenables.

Las clases medias urbanas ladinas levantaron la consigna de la incorporación política, encendiendo con esto la mecha de la revolución. Pronto se sumaron las clases obreras y otros sectores descontentos. En respuesta a la brutal represión ordenada por Ubico, el país entró en una huelga general que duró una semana. Las clases terratenientes retiraron su apoyo a Ubico, en un momento en el que el monopolio de los medios de coerción del Estado estaba en cuestión, fundamentalmente por el levantamiento de las fracciones de los jóvenes oficiales que habían apoyado la revolución. En este contexto, Ubico renunció y el mando pasó a una Junta Militar que inmediatamente se disolvió, dejando provisoriamente al frente del Gobierno a uno de sus miembros, el general Federico Ponce Vaides.

En vistas de las elecciones que el nuevo mandatario se había comprometido a convocar, se formaron nuevos partidos políticos. El Partido Social Democrático sostuvo la candidatura del coronel Guillermo Flores Avendaño, un militar que había colaborado con la renuncia decorosa de Ubico. Por su parte, el Partido de Renovación Nacional, más tarde unido al Frente Popular Libertador, sostuvo la candidatura de Juan José Arévalo Bermejo. Desconociendo sus propias promesas, Ponce Vaides continuó con un régimen autoritario. El 20 de octubre de 1944, el régimen continuista fue derrocado por un amplio movimiento cívico-militar que inició la denominada “Revolución de Octubre”.

Los jefes militares de la revolución fueron el capitán Jacobo Arbenz Guzmán y el mayor Francisco Javier Arana, que representaban a la joven oficialidad sublevada. El jefe civil fue un joven miembro de una de las conspicuas familias guatemaltecas, Jorge Toriello Garrido, al frente de estudiantes universitarios, jóvenes profesionales, obreros, y empleados en general… La revolución tenía un sentido claramente antioligárquico, y entre sus principales objetivos estaban la ampliación de los derechos políticos, la extensión de derechos sociales a los trabajadores y la reforma agraria. Pero a diferencia de la revolución mexicana –una revolución con claro resultado revolucionario–, la guatemalteca careció de una revuelta campesina surgida desde abajo y el proyecto de transformación social nunca cristalizó.

Eric Hobsbawm (1990: 38-39) dice de las revoluciones en general: “cuando el resultado probable es una revolución, no se puede determinar de forma retrospectiva, por cuanto en ese momento se conoce el resultado. Este tipo de ejercicios contrafactuales no ha de ser confundido con la afirmación de que, de hecho, era posible otro resultado distinto del que se produjo. […] De forma más general, puede afirmarse que en este momento el análisis comparativo de las crisis que podía pensarse que desembocarían en una revolución y que no lo hicieron, y de las revoluciones ‘fallidas’, es más útil que el ejercicio de realizar nuevas recopilaciones de las revoluciones que realmente ocurrieron”.

El ejercicio de pensar las revoluciones que no lo fueron es sin duda atractivo. Ya se ha señalado en otra parte (Giordano, 2003a) que el estudio del caso de Colombia como una revolución o como “situación revolucionaria” comporta un gran desafío (34). Pero si en el caso de Colombia el proceso es mejor comprendido cuando se lo enmarca más ampliamente en un proceso de cambio social, o si se prefiere de guerra civil, en el caso de Guatemala estamos decididamente frente a un caso de “revolución fallida”.

Recordemos que según la definición de Charles Tilly, una revolución tiene dos componentes: una situación revolucionaria y un resultado revolucionario. La situación revolucionaria supone una situación de soberanía múltiple, en la que convergen tres causas inmediatas: 1) la aparición de contendientes, o de coaliciones de contendientes, con aspiraciones, incompatibles entre sí, de controlar el Estado o una parte de él; 2) el apoyo de esas aspiraciones por una parte importante de los ciudadanos; y 3) la incapacidad, o falta de voluntad, de los gobernantes para suprimir la coalición alternativa y/o el apoyo a sus aspiraciones (Tilly, 1995: 7-8). En lo que respecta a los resultados revolucionarios, estos se producen “cuando tiene lugar una transferencia de poder de manos de quienes lo detentaban antes de que se planteara una situación de soberanía múltiple, a una nueva coalición gobernante, en la que, ciertamente, pueden estar incluidos algunos elementos de la coalición anterior” (Tilly, 1995: 11). En esta fase, las causas refieren a “las defecciones de miembros del Estado, la obtención de un ejército por las coaliciones revolucionarias, la neutralización o defección de la fuerza armada del régimen y el control del aparato de Estado por miembros de una coalición revolucionaria” (Tilly, 1995: 11).

En Guatemala, durante el proceso de cambio que se abrió en 1944 se identifican los tres elementos señalados arriba, pero no el resultado. Si bien se produjo la “transferencia de poder”, esta no llegó a institucionalizarse y fue interrumpida por el golpe de Estado contrarrevolucionario de 1954 (35).

En su inicio, la revolución creó una Junta Provisional que convocó a elecciones presidenciales y legislativas. Arévalo resultó electo presidente por amplia mayoría, y este nombró a los ex integrantes de la Junta en cargos de Gobierno claves (Arbenz, ministro de Defensa; Arana, jefe de las Fuerzas Armadas, y Toriello, ministro de Hacienda). El Gobierno ensayó la construcción de una democracia política tanto como la modernización de las estructuras económicas. Los partidos fueron el mencionado Frente Popular Libertador y el Partido Acción Revolucionaria, a los que se sumó después el Partido de la Revolución Guatemalteca. En 1951, Arévalo fue sucedido por Arbenz, respaldado por el 68% de los votos, y por un conjunto amplio y heterogéneo de fuerzas políticas que todavía seguían pugnando por el cambio (burguesía con proyecto industrial, pequeña burguesía urbana y sectores medios emergentes en general). Su política fue claramente antiimperialista e industrializante. Fundamentalmente, atacó los intereses de la UFCo, propietaria monopólica de los ferrocarriles (a través de IRCA, International Railroad of Central America), de la energía (a través de Electric Bond and Share) y del Puerto Barrios –aunque el gobierno revolucionario no propuso la nacionalización de estos servicios sino la creación de empresas estatales capaces de competir y desarticular el monopolio extranjero–.

La revolución intentó una profundización de la transformación capitalista que pronto creó contradicciones indisolubles entre las fuerzas que en un principio habían apoyado la revolución –con Arévalo, un proceso mucho más político que social–.

Los campesinos tuvieron solo tardíamente una participación central. La destrucción de los pueblos indios llevada adelante por el Gobierno dictatorial de Ubico es tal vez la principal causa de la tardía movilización, que se produjo recién durante el segundo Gobierno revolucionario.

Durante la presidencia de Arbenz se llevó a cabo una reforma agraria (1952) que significó la confiscación de tierras a la UFCo, repartidas entre 100.000 familias indígenas, y la obligación de los propietarios de tierras ociosas de rentarlas a los campesinos. En realidad, el programa de reforma recogió la iniciativa y demandas de la Confederación de Trabajadores de Guatemala (CTG), manifiestas durante el Gobierno de Arévalo, y luego levantadas por el PC.

Mirada comparativamente, la reforma agraria en Guatemala fue mucho más limitada que la implementada en México, pues solo afectó tierras consideradas improductivas u ociosas. Su importancia deriva del impacto que significó para la UFCo, propietaria de un total de 220.000 hectáreas, de las cuales el 85% estaban sin cultivar, y de las cuales, a su vez, la revolución expropió alrededor de un 64%, aunque a un valor mucho menor que el de mercado.

La reforma agraria trajo aparejada dos cambios sustantivos: escasez de mano de obra y presión popular para el incremento de salarios y la organización de Comités Agrarios Locales encargados de llevar adelante el reparto de tierras.

En 1945, la revolución se dio su propia Constitución, la cual garantizó los derechos políticos y sociales. “Por única vez en la historia de Guatemala, y por primera vez en Latinoamérica” la Constitución reconoció los derechos de los pueblos indios, el derecho de propiedad comunal de la tierra y su función social (Rostica, 2006). En 1947 se dictó un Código de Trabajo, el cual terminó con la práctica de trabajo forzado y la discriminación por motivo de raza. También tuvieron impulso las organizaciones de trabajadores urbanos y rurales, y con ellas la práctica de la huelga como forma de protesta.

El Gobierno de Arévalo puso especial atención en la política educativa y cultural: se consiguió la autonomía de la Universidad de San Carlos; la creación del Instituto de Antropología e Historia y del Instituto Indigenista Nacional; la regulación de las lenguas indígenas; la aceptación de las costumbres, tradiciones y ritos indígenas en la celebración del matrimonio, entre otros cambios.

En cuanto a la construcción de un ejército revolucionario, la tarea exigía la depuración de las filas, su reorganización y su modernización. El proceso no estuvo exento de conflictos, pero finalmente la revolución contó con su brazo armado, bajo el liderazgo de Arbenz. Más tarde, las divisiones intestinas dentro de este cuerpo fueron un elemento corrosivo del poder de la revolución.

Todos estos cambios, en particular la movilización rural a través de los Comités Agrarios Locales, era indicador del inicio de un proceso revolucionario desde abajo que poderosos sectores de la política guatemalteca no estaban dispuestos a tolerar. En 1954, el proceso culminó con el golpe de Estado perpetrado con la intervención de la CIA norteamericana. La contrarrevolución depuso al Gobierno democrático de Arbenz y restituyó el 95% de las tierras a sus antiguos dueños, y solo continuó con aquellas obras que redundaban en beneficios para el nuevo Gobierno contrarrevolucionario: la carretera al Atlántico y el proyecto de la central hidroeléctrica de Jurún Marinalá –dos factores indiscutibles de modernización–. Desde entonces, fue una realidad insoslayable el recrudecimiento de la violencia, y también la resistencia y organización armada de los campesinos. Así, con el golpe de 1954, el poder no volvió a manos de quienes lo detentaban “antes de que se planteara una situación de soberanía múltiple”, pero sí se dejaron sin efecto las reformas estructurales más radicales. El poder del Estado se reconstituyó en manos de una elite política que antes era marginal.

Si en los inicios del proceso revolucionario, Estados Unidos actuó de modo tolerante según la “política del buen vecino”, en 1954, la buena vecindad hemisférica era cosa del pasado y en su lugar primó una política de defensa y seguridad profundamente anticomunista. Notablemente, los impulsos contrarrevolucionarios vinieron de las dictaduras vecinas de Trujillo en República Dominicana, de Somoza en Nicaragua y de Carías Andino en Honduras (y su sucesor).

La Revolución de Octubre de 1944 fue una revolución pergeñada en la coyuntura de democratización de la segunda posguerra (como luego la de Bolivia). El proceso estuvo más claramente originado en la necesidad de implementar un modelo de desarrollo que permitiera superar la larga crisis iniciada en la década de 1930 (nuevamente, igual que en Bolivia). Varios autores coinciden en señalar que la de Guatemala fue una revolución burguesa, pero no una revolución social (como sí lo fue la boliviana), sino una revolución desde arriba, es decir, sin una insurrección campesina.

No es ocioso reiterar que la “rivalidad internacional” que postula Theda Skocpol en el desarrollo de las revoluciones sociales no se verifica en términos estrictos en América Latina. Como sugiere Alan Knight, la dependencia económica no es directamente homologable a rivalidad entre Estados. No obstante, ya se ha dicho, esto mismo leído como situación de dependencia (concepto que integra la dimensión económica con la política), señala que el papel de Estados Unidos en el sistema internacional de Estados es un elemento crucial para entender las revoluciones. En el caso de Guatemala, a este factor hay que sumar las relaciones entre los estados centroamericanos, como sugiere Julieta Rostica (2006).

El papel de Estados Unidos es fundamental para entender el fracaso de la revolución social en Guatemala, país geopolíticamente ubicado en su patio trasero. No deja de ser significativa la diferente política de la potencia del norte frente al proceso revolucionario de Guatemala respecto de su influencia en las revoluciones de Bolivia y Cuba –sincrónicas o muy próximas en el tiempo–. En Guatemala, durante la administración de Harry Truman (1945-1953), Estados Unidos combatió fuertemente –hasta el punto de la intervención solapada o más o menos directa– la revolución, que en términos comparativos fue en sus comienzos muy moderada en sus objetivos fundamentales (en este aspecto, igual que la de Cuba). Y durante la presidencia de Dwight D. Eisenhower (1953-1961), directamente, participó de la contrarrevolución –como se ha dicho arriba, en un clima de defensa y seguridad interna profundamente anticomunista–.

El canciller guatemalteco Guillermo Toriello (hermano menor de Jorge, ministro de Hacienda del Gobierno revolucionario de Arévalo), en su exposición ante la X Conferencia Interamericana, realizada en Caracas en marzo de 1954, durante la primera presidencia de Eisenhower, sostuvo que en su país se construían las “bases sociológicas de una democracia funcional y auténticamente guatemalteca”. Enumeró entonces las amplias libertades vigentes, la humanización de las relaciones entre el capital y el trabajo, su sistema de seguridad social, las medidas económicas destinadas a diversificar la producción y ampliar el mercado interno, “la liberación de los campesinos mediante la liquidación de los sistemas semifeudales” y el desarrollo agrícola, que propiciaba la reforma agraria (apud Sala de Touron, 2007: 209; itálicas de la autora). En esa misma conferencia, a instancias de Estados Unidos, se aprobó una resolución –votada en contra solo por Argentina, México y, obviamente, Guatemala– que establecía que la instauración de regímenes comunistas constituía una verdadera amenaza para la paz en la región. Así, tomando la expresión de Lucía Sala de Touron (2007: 211), el régimen revolucionario guatemalteco fue considerado “cabeza de playa del ‘comunismo internacional’”.

Entre los factores internos que conllevaron al fin de la experiencia revolucionaria, no es menor el hecho de que el anticomunismo fomentado por Estados Unidos cobrara cuerpo no solo entre las clases dominantes sino entre amplios sectores populares. Asimismo, la falta de organización y de recursos materiales de los Comités de Defensa de la revolución y las fracturas internas del Ejército sumaron su peso en el cuadro final del proceso. Arbenz renunció a mediados de 1954, ante la ruptura del Frente Democrático Nacional, sin movilizaciones populares, ni en defensa de su Gobierno ni de las conquistas logradas, con un Ejército fracturado y la ofensiva militar instigada por el coloso del norte (36).

Los mercenarios de las autotituladas Fuerzas de Liberación Nacional estuvieron conducidas por el coronel Carlos Castillo Armas –un oficial entrenado en la US Army Command and Staff School, en Leavenworth (Kansas)– que, con base en Honduras y Nicaragua, recibieron el apoyo necesario por parte del Departamento de Estado de Estados Unidos para enfrentar a las fuerzas leales a Arbenz. Después de la ofensiva militar –durante la cual aviones piloteados por estadounidenses bombardearon centros urbanos– y de algunos vericuetos, Castillo Armas (conducido desde Honduras en un avión de la embajada de Estados Unidos), asumió el poder, gracias a un pacto que había acercado posiciones entre los militares golpistas y los más o menos leales al Gobierno constitucional.

Ya en el Gobierno, Castillo Armas procedió a devolver las tierras de la UFCo, derogó el Código del Trabajo, permitió a los patrones la reducción de los salarios obreros en un 30%, suspendió las garantías constitucionales, persiguió a sus opositores (fueron detenidas unas 4.000 personas), y no vaciló en ordenar la tortura y el asesinato. Castillo Armas fue asesinado por uno de sus guardaespaldas en 1957, acontecimiento que profundizó el proceso de construcción de dominio militar en la política nacional que condujo a la creación de “partidos militares” y en el límite a la instauración de férreas dictaduras.

James D. Cockcroft (2001: 160) es terminante en su conclusión: la verdadera razón de la “Operación Éxito” –el nombre que recibió la intervención norteamericana en Guatemala– no fue una supuesta amenaza comunista sino “una respuesta directa al intento de un Gobierno elegido constitucionalmente de cumplir su promesa de campaña electoral de entregar las tierras no cultivadas a los campesinos pobres”.

El inicio de la larga dictadura stronista: Paraguay (1954-1967)

Al analizar la historia reciente de América Latina es claro que cuando hacia mediados del siglo XX el Departamento de Estado norteamericano empezó a invocar fuertemente la democracia política, lo hizo mucho más como una forma de contener el potencial de cambio que amenazaba la estabilidad de la región –fuera este originado en el comunismo o en las experiencias populistas– que como una pretensión genuina de democratización. A despecho de esa apelación, como se ha visto, nada conculcó más fuertemente la posibilidad del ejercicio de la democracia política en su forma representativa liberal que la propia política exterior de Estados Unidos. Ahí está el reguero de dictadores en el Caribe y en América Central. A estos casos se suma el de Alfredo Stroessner en Paraguay, quien, en conjunto con los otros, constituye una prueba evidente de la falacia de aquella argumentación.

La dictadura stronista tiene la particularidad de haber sido una dictadura que en sus inicios se edificó sobre la base de una dominación tradicional, pero que a lo largo de su transcurso (1954-1989) fue incorporando rasgos típicos de las dictaduras institucionales de las Fuerzas Armadas, primordialmente a partir de los años setenta (sobre esto volveremos en el capítulo siguiente). En su período inicial (ponemos el corte en 1967) (37), la dictadura tuvo entonces un carácter más típicamente tradicional, basado en un régimen político que ratificó la Constitución de 1940 y los partidos preexistentes como fuente de legitimidad, pero que ejerció un poder férreo fundado en la fuerza de la tradición y el culto al líder.

El Partido Colorado, entonces controlado por el dictador, fue el articulador del sistema político, de aquí entonces la expresión de Francisco Delich (1981), “república despótica” (38), o la de Lorena Soler (2007), “una productiva partidización del Estado y las Fuerzas Armadas conjugada con una buena dosis de personalismo”. En cualquier caso, se trata de una dictadura en la cual a la identificación típica del jefe con el Estado, propia de las dictaduras tradicionales, autocráticas, se agrega un dato singular: se trata de una dictadura civil –por la desmilitarización del régimen basada en la identidad Estado, Partido, Fuerzas Armadas– con “perversión de las instituciones representativas y los organismos estatales de vocación universalista” (Rouquié, 1984: 207, itálicas nuestras). Una de las instituciones representativas era, principalmente, el Partido Colorado y los organismos estatales de vocación universalista, las Fuerzas Armadas.

Con todos estos elementos, se puede pensar la dictadura stronista como una dictadura híbrida, que combina el personalismo autocrátio y el elemento “burocrático autoritario” civil y militar –que no cabe típicamente en la categoría de dictadura tradicional, como en América Central, ni de dictaduras institucionales de las Fuerzas Armadas, como en los otros países del Cono Sur, como bien ha advertido Soler (2009)–. Por lo demás, la perversión que señala Rouquié está asociada al uso extensivo y estructural de la corrupción –rasgo que comparten todos los regímenes mencionados–.

En un Estado históricamente “contrabandista”, desde el contrabando hormiga hasta la “Conexión Paraguaya”, es evidente que las Fuerzas Armadas, cuya tarea primordial era resguardar las fronteras, tuvieron un lugar central. También lo tuvo el Partido Colorado, en una sociedad donde los partidos alcanzaron mayor penetración social que el propio Estado. Así, la movilidad ascendente que la corrupción habilitó era capital privativo del Partido Colorado y de los miembros de las Fuerzas Armadas (por condición previa, todos afiliados al Partido).

Paraguay es un país con características de larga duración muy singulares. Entre ellas se destaca la inexistencia de una fase de implementación del modelo ISI y la persistencia de una población mayoritariamente rural y una producción agrícola que aporta gran parte del Producto Bruto Interno. Asimismo, una característica también de larga duración es la preeminencia de despotismos que definieron una cultura política autoritaria, con frecuentes golpes de Estado, violencia y largos períodos de clausura electoral o bien prácticas electorales fraudulentas. En 178 años –de 1811 (independencia) a 1989 (fin de la dictadura de Stroessner)–, 95 fueron gobernados por cinco presidentes. Entre 1870 y 1954 se sucedieron 44 presidentes (a un promedio de 1 cada 23 meses), de los cuales 24 fueron destituidos violentamente. Sólo 9 de los 44 fueron militares, pero los civiles estuvieron generalmente vinculados a las Fuerzas Armadas. Además, el país sufrió dos guerras civiles (1922 y 1947) y dos internacionales, todas traumáticas: la de la Triple Alianza (contra Argentina, Brasil y Uruguay, 1865-1870) y la del Chaco (contra Bolivia, 1932-1935). El último dictador, Alfredo Stroessner, superó a todos sus predecesores al ejercer el poder durante 35 años.

La cultura política autoritaria y la inestabilidad contrastan significativamente con el hecho temprano de constitución de los dos principales partidos políticos actuantes durante el siglo XX: el Partido Liberal (en sus primeros años, Centro Democrático) y la Asociación Nacional Republicana o Partido Colorado, prolongaciones orgánicas de la Legión Paraguaya (militares de la vieja clase propietaria que combatieron en las filas argentinas contra López) y de los nacionalistas –ambos constituidos en 1887–. De modo esquemático, puede decirse que el Partido Liberal reunía a la burguesía comercial y agraria vinculada al capital anglo-argentino y el Partido Colorado a terratenientes y militares conservadores pro brasileños, ampliando más tarde su base social con el campesinado.

En el período 1870-1954, el Partido Liberal estuvo en el gobierno durante 42 años, y el Colorado, durante 33. Durante la segunda mitad del siglo XX, el sistema de partidos se hizo más complejo. Del Partido Liberal se escindió el Partido Liberal Radical, que luego añadió el nombre de Auténtico, con bases campesinas y populares. También surgió el Partido Revolucionario Febrerista, de tendencia “socialdemócrata” y con una amplia base social: burguesía nacional, profesionales, estudiantes, terratenientes medios, artesanos, obreros. Otro partido que surgió en estos mismos años fue el Partido Demócrata Cristiano, con igual base que el PRF, aunque con más penetración en la clase media y con retórica desarrollista.

Como afirma Soler (2002: 18), salvo la dictadura militar del coronel Higinio Morínigo (1940-1948), que produjo la caída del régimen liberal en el contexto de la Guerra del Chaco y los fascismos europeos, todos los gobiernos paraguayos fueron –hasta la elección de Fernando Lugo, en 2008– colorados o liberales. “Existió solo un período de 18 meses, entre 1936 y 1937, en el cual se instaló un movimiento cívico militar de tinte nacionalista denominado Revolución Febrerista. Esta fue antecedente de la formación del Partido Revolucionario Febrerista (PRF) en 1951”. Según Soler, incluso la experiencia encabezada por el general Morínigo apeló al apoyo medular del Partido Colorado, en 1947, al declararse la guerra civil.

En efecto, terminado el conflicto bélico por el Chaco, se instauró un Gobierno democrático que duró muy poco. El 17 de febrero de 1936, un golpe antiliberal, conocido como “Revolución Nacionalista”, derrocó al presidente Eusebio Ayala, acusándolo de traidor a la patria por la firma de la paz con Bolivia. El nuevo Gobierno, conducido por el general Rafael Franco, tomó medidas reformistas, como la expropiación de latifundios y su reventa a campesinos, y la promulgación de un Código de Trabajo. Con el Ejército dividido entre golpistas y liberales, la inestabilidad continuó y el 13 de agosto de 1937 un nuevo golpe colocó al mariscal José Félix Estigarribia al frente del Estado. En 1940, bajo su Gobierno, se sancionó una nueva Constitución, fuertemente centralista, basada en el modelo fascista italiano. Tras la muerte inesperada de Estigarribia, el poder pasó a manos de Morínigo, a la sazón su ministro de Guerra. Morínigo fue un dictador sin partido pero con apoyo en las Fuerzas Armadas, que llevó adelante un efímero proyecto corporativista. En 1947, hubo una guerra civil de la que salieron victoriosos los insurgentes (liberales y febreristas, y jóvenes oficiales). Morínigo tuvo el apoyo del presidente argentino Juan D. Perón y con ello logró imponerse de todos modos.

Pero la inestabilidad continuó, sucediéndose en el mando diversos gobiernos colorados durante dos años. Como se dijo más arriba, Morínigo había apelado al apoyo del Partido Colorado y con esto provocó su división interna. La “anarquía colorada” que sucedió a la guerra civil fue la lucha incesante por parte de las distintas facciones del partido por imponerse sobre el resto, recurriendo para ello al concurso de las Fuerzas Armadas.

Fue a partir de la experiencia de la dictadura de Morínigo que las Fuerzas Armadas ganaron una inaudita autonomía institucional. Los gobiernos civiles colorados siguientes (1948-1954) estuvieron dominados por las tensiones entre el Guión Rojo, un movimiento de línea fascista liderado por Natalicio González, que promovía la militarización del Partido Colorado y utilizaba técnicas de terror inspiradas en el nazismo, y la línea conducida por Federico Chaves, de corte democrático, pero siempre limitado. Desde entonces, la partidización de las Fuerzas Armadas marcó de forma indeleble la historia de Paraguay.

El 4 de mayo de 1954, Federico Chaves, desde 1950 presidente electo constitucionalmente, fue derrocado por un golpe de Estado. Chaves había desarrollado un Gobierno nacionalista próximo a Perón, con quien había firmado un tratado de comercio y amistad en pro de una integración económica, similar al que el presidente argentino había firmado con el general chileno Carlos Ibáñez. En el ámbito nacional, el golpe fue apoyado por la burguesía comercializadora surgida después de la Guerra del Chaco. En el plano internacional, contó con el apoyo del Gobierno de Estados Unidos, decidido a combatir toda expresión de nacionalismo que amenazase sus intereses imperialistas. En agosto de 1954, el colorado general Stroessner fue elegido presidente. A partir de allí se inició la larga dictadura durante lo cual fue electo fraudulentamente en sucesivas ocasiones.

Fue una dictadura antiliberal, anticomunista, pro norteamericana y desde 1970 más explícitamente adherida a la Doctrina de la Seguridad Nacional, pero –como se analizará en el capítulo 6– sin llegar a transformarse en una dictadura institucional de las Fuerzas Armadas, como sus vecinas del Cono Sur. En efecto, la primacía de los civiles en los cargos principales es uno de los rasgos que destaca la singularidad de la dictadura paraguaya. Durante treinta y cinco años, el ejercicio del poder fue acompañado de contrabando, corrupción, negociados, prebendas, nepotismo, narcotráfico...

La dictadura orientó la política económica y exterior hacia Brasil, en buena medida, por cálculo, especialmente en materia de control de estratégicos recursos hidroeléctricos (cuestión que preocupaba a ambos países y a Argentina). Esto afectó seriamente la histórica dependencia respecto de Argentina, que databa de la guerra de la Triple Alianza y cuyo legado era la penetración de capitales argentinos, el monopolio de la navegación interior y la salida forzosa al puerto de Buenos Aires. Por su parte, Brasil había recuperado posiciones gracias a su intervención favorable a Paraguay durante la Guerra del Chaco, posiciones que vinieron a reforzarse a partir de la caída de Perón en 1955. En 1956, entonces, Brasil concedió a Paraguay los privilegios de puerto libre en Paranagua, como parte de un conjunto de tratados y acuerdos comerciales que beneficiaron las relaciones paraguayo-brasileñas.

La supuesta legitimidad de origen en las urnas fue reforzada con un discurso nacional sobre el fracaso de los mecanismos de la democracia liberal y con un profundo anticomunismo –muy a tono con el clima de la Guerra Fría–. Pero a diferencia de las dictaduras institucionales de las Fuerzas Armadas, instauradas en los países vecinos un tiempo después, en Paraguay la democracia liberal era la gran asignatura pendiente.

En cuanto a las estrategias institucionales de construcción y legitimación del poder, puesto que el Partido Colorado era el principal articulador del sistema político, el dictador rápidamente se abocó a la tarea de su disciplinamiento. Stroessner se mantuvo prescindente de las corrientes políticas predominantes –básicamente, la democrática de Federico Chaves y el Guión Rojo de Natalicio González, a quienes expulsó al exilio–.

En 1958, mediante un plebiscito, consiguió ser ratificado en su cargo de presidente. A partir de entonces, fue sucesivamente confirmado en el cargo por elecciones de las que invariablemente salió victorioso por abrumadora mayoría, en un país que vivía bajo un estado de sitio permanente, el cual solo se levantaba en ocasión de los comicios.

En 1959, con el recurso de una feroz represión, Stroessner salió indemne de una situación que amenazó su control: una huelga convocada por la Confederación Paraguaya de Trabajadores (CPT). Como respuesta, algunos sectores del Partido comenzaron a bregar por la democratización, pero nuevamente Stroessner neutralizó las fuerzas opositoras y expulsó al exilio a quienes consideraba un peligro. La oposición respondió con la organización del Movimiento Popular Colorado (MOPOCO), el Movimiento Popular Colorado Nacional (MOPOCONA) y la Asociación Nacional Republicana en el Exilio y la Resistencia (ANRER).

Con respecto a los restantes miembros del partido, ahora todos afines al poder dictatorial, los organizó y los distribuyó en 240 secciones, conducidos por una Junta de Partido, elegida por medio de lista única. A través de sus seccionales, el Partido ejerció la doble tarea de cooptación y represión, y desarrolló tareas de construcción nacional en aquellos ámbitos (mayoritarios) en los que el Estado no tenía penetración. A tal punto esto fue así que el Partido se convirtió en proveedor de útiles escolares, servicios fúnebres y asesoría jurídica.

También, Stroessner reestructuró el Ejército, donde su poder no tenía bases firmes, tal como quedó demostrado en 1955, con el alzamiento de los jóvenes oficiales vinculados a una facción de disidentes del Partido Colorado. Stroessner destituyó a todos los oficiales con prestigio y, entre estos, en particular a los que se atribuían cierto heroísmo legado de la Guerra del Chaco. En rigor, parte de la purga militar de oficiales, liberales y febreristas, había sido realizada por el presidente Natalicio González (1948-1949), ante el intento fallido de golpe de Estado realizado por Stroessner.

Como se ha dicho, el dictador también se apoyó en la Constitución de 1940, que establecía una Cámara de Representantes y un Consejo de Estado, representantes de la “nación” y del “pueblo”. Claramente, la Carta, de inspiración fascista, se pretendía correctiva de la política liberal. El Consejo de Estado funcionaba como un colegiado corporativista que legitimaba los actos del Ejecutivo y corregía los desvíos de la política parlamentaria y de partidos.

Entre 1959 y 1967, Stroessner pudo mantener la unidad del sistema (en realidad, puede decirse que la unidad continuó hasta 1984). Fundamentalmente, la estrategia fue la tolerancia de fuerzas disidentes, pero que no amenazaban su poder, y la exclusión total de las consideradas más “peligrosas”. En 1962 aceptó una fracción separatista del Partido Liberal y le dio el monopolio legal para el uso del nombre del partido, escaños en el Congreso y autorización para publicar un semanario y reunirse en lugares cerrados. En 1967, reforma constitucional mediante, el régimen tuvo que reconocer al grupo mayoritario que no adhería al accionar del grupo separatista, pero este nuevo partido, a pesar de su nombre, Partido Liberal Radical, tuvo una actitud dócil frente al Gobierno.

La Constitución de 1967 modificó la composición del Consejo de Estado. A las categorías ya existentes (los ministros del Poder Ejecutivo, el arzobispo de Asunción, el rector de la Universidad Nacional, el presidente del Banco Central, un representante de la Industria y otro del Comercio), la nueva Constitución sumó representantes de las actividades agropecuarias, la agricultura y la ganadería, y un representante de los trabajadores. Sumó también a la Fuerza Aérea. El Partido Liberal y el Partido Liberal Radical, y los Febreristas, fueron reconocidos como legales. El PC, no obstante, siguió sometido a la ilegalidad.

Contra las otras fuerzas, la dictadura aplicó una feroz represión, ejercida principalmente sobre las Ligas Agrarias. En el campo, la represión la ejercían primordialmente las fuerzas del mismo partido, los mbaretés o caudillos de aldea.

En 1977, una reforma constitucional estatuyó la práctica de reelección indefinida. Como se verá en el próximo capítulo, una nueva ola represiva sobrevino, en un contexto de modernización económica centrada en el sector rural y con un activo papel del Estado, en particular mediante el impulso dado a la colonización. Pero en ese momento, el concepto de represión que animaba al régimen era el provisto por la DSN. En el plano de las relaciones internacionales, Itaipú es todo un símbolo de la influencia de esa Doctrina, con el sesgo desarrollista que ella tuvo en Brasil.

Venezuela, un caso de compromiso democrático y continuidad de la exclusión

En 1908, Juan Vicente Gómez aprovechó la estancia del presidente Cipriano Castro en París para desalojarlo del Gobierno mediante un golpe de Estado que lo colocó en el poder hasta 1935. El país se había consolidado a través de un proceso de simultáneo debilitamiento de los poderes locales y fortalecimiento del poder central basado en una alianza de los sectores dominantes, fundamentalmente los grandes terratenientes de la región andina y la llamada “oligarquía caraqueña”, caracterizada más típicamente como burguesa. Estos sectores fueron reunidos y unidos en torno a la figura de Gómez y el decidido apoyo de Estados Unidos, beneficiario de esta alianza en términos de concesiones a su capital. Pero, a partir de 1914, con el comienzo de la explotación de los yacimientos petrolíferos –abierta al capital privado, sobre todo el imperialista, en 1917–, la historia tomó un rumbo diferente: para Gómez y el grupo por él liderado “se abrió la posibilidad de ampliar las propias posiciones de poder y dominio sin tener que correr ‘el riesgo’ de nuevos experimentos”. En poco tiempo, Gómez se alejó “cada vez más de su base original y se convirtió en representante de un grupo de la burguesía compradora, de grupos burgueses improductivos y de grupos comerciales y financieros que estaban muy ligados al capital extranjero. Sus condiciones de existencia se basaron casi exclusivamente en el petróleo”, desarrollo que agudizó las contradicciones en el interior de las clases dominantes (Alert, 1990: 396).

Germán Carrera Damas sostiene que bajo la alianza entre la dictadura de Gómez y las empresas petroleras imperialistas “se generaron los grandes factores de cambio sociopolítico que han permitido marchar hacia el logro” de la realización de la institucionalidad democrática. A su juicio, tres de esos factores se gestaron durante la dictadura gomecista: 1) “la definitiva reconstitución de la clase dominante y de la base de su poder social”, posible a partir de la formidable acumulación de capital generada por el petróleo, los monopolios y la corrupción; 2) el “desarrollo de la burguesía urbana y el retroceso del poder social latifundista”; 3) el “enriquecimiento de la organización social” merced a la formación y crecimiento de una clase media y una fracción obrera modernas, a una movilidad social horizontal y a un incremento de la movilidad social vertical, sobre todo después de 1928 (Carrera Damas, 2000: 77-78).

Las Fuerzas Armadas, que Gómez mismo consolidó, fueron gendarmes de la alianza gomecismo-imperialismo, en un país donde la militarización de las relaciones sociales había sido el signo distintivo desde la ruptura del lazo colonial. En efecto, hasta la unificación lograda por la dictadura gomecista, el territorio había estado dominado por caudillos y bandidos cuya consecuencia más perecedera fue la acentuación del regionalismo. Anja Alert ha caracterizado al Ejército como “el instrumento de poder de la pandilla de Gómez”. Entre 1911 y 1920, alrededor del 20% de la renta nacional fue destinado a gastos militares. Con el asesoramiento de especialistas extranjeros, Gómez creó la Academia Militar, pero, más decisivamente, “ocupó todas las posiciones importantes en la administración pública con miembros del Ejército”, práctica que ligó estrechamente a los militares con el dictador. “Al lado de ellos, las autoridades civiles solo desempeñaban un papel subordinado y servían más para el mantenimiento de una fachada pseudodemocrática ante el extranjero” (Alert, 1990: 398).

El carácter autoritario del régimen se acentuó a partir de 1913, cuando Gómez dio un autogolpe. A partir de entonces, más enfáticamente, el país se transformó estructuralmente, en buena medida por el auge de la explotación petrolera y la intensificación de la explotación del café. El auge de este cultivo, y del cacao, significaron un reforzamiento de las relaciones tradicionales de producción: la ocupación de ex esclavos y el sistema de “enganche”. Pero el ciclo del café concluyó hacia fines de la década de 1920, momento en el que Venezuela se perfiló netamente como país petrolero.

En 1928, Venezuela se convirtió en el segundo productor y el primer exportador de petróleo de todo el mundo. El Estado dispuso, así, de ingentes divisas, parte de las cuales financiaron la construcción de un sistema vial (carreteras) y de obras de sanidad, además de, una vez más, fortalecer el presupuesto del Ejército. Empero, ese flujo de divisas y un estricto conservadurismo en el manejo de las finanzas públicas no se canalizaron hacia una industrialización, ni siquiera sustitutiva de importaciones. En cambio, algo inusual para la época, Gómez pudo exhibir un orgulloso nacionalismo al cancelar la deuda externa en el duro año 1930 gracias a las regalías.

La larga dictadura de Gómez fue ejercida apelando a una feroz represión, sin espacio para una oposición medianamente organizada. De hecho, excepto las acciones del movimiento estudiantil en 1928 y las menos eficaces del Partido Revolucionario Venezolano –fundado en México en 1927 por exiliados–, la dictadura no tuvo contradictores, muchos menos en el campo de las clases populares, mayoritariamente rurales.

Con la llamada Generación de 1928 comenzó a gestarse un cambio, tanto que suele considerársela precursora de la democracia venezolana. Aunque las masas tardaron un buen tiempo en incorporarse a la acción política, los sucesos de febrero de 1928 fueron, sin duda, un parteaguas.

En ocasión de las celebraciones de Carnaval, en febrero de aquel año, surgió una inesperada oposición al régimen. Los sucesos se desencadenaron con la decisión de un grupo de jóvenes estudiantes de la Universidad Central de Venezuela, en Caracas, de reconstituir Centros que los agrupara y representara en cada Facultad y, a través de la Federación de Estudiantes de Venezuela, en la Universidad toda. Para recaudar fondos organizaron la Semana del Estudiante. La dictadura consideró inconvenientes las intervenciones de los estudiantes Rómulo Betancourt, Jovito Villalba y Joaquín Gabaldón Márquez en dicha celebración, e irrespetuosa la acción de Guillermo Prince Lara de romper una placa en honor del dictador. El Gobierno suspendió la continuidad de la Semana del Estudiante y envió a prisión a los “subversivos”, liberándolos luego de que la protesta iniciada en la Universidad de Los Andes se extendiera a otras ciudades.

La política comenzaba su pasaje a las calles, aunque no era todavía una política de masas. Según Anja Alert (1990: 402), el movimiento estudiantil de 1928 –en un contexto dominado por el auge petrolero, generador de una pequeña y una mediana burguesías productoras para un limitado mercado interno, a las cuales pertenecían muchos de los estudiantes movilizados– fue la primera expresión de la articulación de intereses burgueses específicos.

Poco tiempo después, algunos de los estudiantes liberados se vincularon conspirativamente con jóvenes oficiales del Ejército con la intención de dar un golpe de Estado, pero el operativo fue controlado por el Gobierno.

En agosto de 1929 se produjo un nuevo intento militar para terminar con la dictadura. Se constituyó en París la autodenominada Junta Suprema de Venezuela, de la cual fueron figuras destacadas los generales Román Delgado Chalbaud y José Rafael Gabaldón. Los complotados zarparon de un puerto polaco a bordo del Falke y desembarcaron en Venezuela procurando ocupar la ciudad de Cumaná, en combinación con una fuerza terrestre. Por descoordinación entre ambos grupos, el operativo falló. Si bien hubo enfrentamientos, las fuerzas gubernamentales vencieron.

Según Alert (1990: 403), los implicados estaban vinculados a un grupo de latifundistas que tempranamente había tenido contradicciones con el dictador y sus aliados. A su juicio, el fracaso de la expedición militar produjo “una diferenciación más profunda dentro de la burguesía”, tornando a la pequeña y a la mediana “más conscientes de sus propias posiciones” y emulándolas hacia reformas sociales.

Los acontecimientos de 1928-1929 marcaron el comienzo de cambios significativos. Hay quienes han destacado el pasaje del caudillismo individualista –cuya expresión más autocrática fue, precisamente, la de Gómez– a la dirección colegiada, congruente con el cambio de escenario del conflicto, que pasó del campo a la ciudad y, por lo tanto, implicó nuevas formas de lucha: boicot, huelgas, paros, movilizaciones callejeras. También se ha destacado el ingreso a la arena político-ideológica de nuevas corrientes, en particular, el socialismo, incluyendo su vertiente marxista. La creación del Partido Comunista de Venezuela (PCV) fue la primera expresión orgánica de ese cambio, fungiendo, incluso, de “fuente de la cual derivarían parte de su mensaje otras posturas políticas, entre las cuales la más importante, históricamente, ha sido la definida y orientada por Rómulo Betancourt Bello” (Carrera Damas, 2000: 78), si bien más tarde, él y su compañeros giraron hacia posiciones rotundamente anticomunistas, particularmente durante la década de 1960, con el triunfo de la Revolución Cubana.

El PCV fue creado como tal, en la clandestinidad, en 1931, y era una continuación del antes mencionado Partido Revolucionario Venezolano. También en 1931 se constituyó, en Colombia, por inspiración de Betancourt, la Asociación Revolucionaria de Izquierda (ARDI), integrada por buena parte de los universitarios protagonistas de los hechos de 1928-1929, organización que expuso su programa en el Plan de Barranquilla, una propuesta de reformas democrático-burguesas (Alert, 1990: 404).

Entre los objetivos mínimos que se aspiraba conseguir, el Plan levantaba los de: nacionalización de la economía; protección de las clases productoras; control del poder civil (manifiesta expresión de antimilitarismo, por el gomecismo); respeto de los derechos individuales fundamentales; extensión y modernización de la educación, objetivo que incluía tareas de alfabetización y de enseñanza técnico-industrial y agrícola, y el reconocimiento de la autonomía universitaria, sin duda un eco de la por entonces no lejana Reforma Universitaria de la Córdoba argentina; convocatoria a Asamblea Constituyente (un eco de la Revolución Bolchevique rusa) para constituir un Gobierno provisional y reformar la Constitución de modo tal que se adecuase al proceso revolucionario.

A juicio de Luis Aznar (2010: 66), que compartimos, el Plan de Barranquilla fue, en buena medida, la primera exposición pública de un proyecto sociopolítico a mediano y largo plazo, pero también el intento de comenzar a trabajar en su concreción.

Se ha visto ya que la dictadura gomecista se fundó en una alianza con el capital imperialista –sobre todo a través de las empresas petroleras–. Hay que añadir ahora que esa alianza creó las condiciones para el cambio socio-político a partir de 1930. Carrera Damas (2000: 77-78) ha señalado tres factores coadyuvantes a esa creación: 1) “la definitiva reconstitución de la clase dominante y de la base de su poder social, gracias a la insólita acumulación de capital, favorecida por el negocio de las concesiones petroleras (39), los monopolios y el peculado”; 2) la expansión de la burguesía urbana y el consecuente retroceso del poder latifundista, también consecuencia de la transformación económica basada en la explotación petrolífera; 3) el surgimiento y el crecimiento de una clase media urbana y de un sector obrero moderno, favorecedor de una “movilidad social horizontal” y de una “ampliación de los canales de movilidad social vertical, particularmente a partir de 1928. Por primera vez en la historia republicana de la sociedad venezolana, no era la guerra el impulsor de los trastornos y los cambios sociales”.

Tras la muerte del dictador, siguieron los gobiernos gomecistas de los generales Eleazar López Contreras (1936-1940) e Isaías Medina Angarita (1941-1945). Durante esos nueve años, expresión de la continuidad del llamado “poder andino” (40), se constituyeron nuevas fuerzas políticas y creció la acción obrera. La izquierda, en sus dos vertientes (comunista y no comunista), actuaba unitariamente. El PCV, ilegalizado en 1935, mudó de nombre y pasó a denominarse Partido Republicano Progresista (PRP), mientras ARDI cambió el suyo por el de Movimiento Organización Venezolana (ORVE).

ORVE, que sumó a los miembros de ARDI, a personalidades externas –como el escritor Mariano Picón Salas, que se convirtió en Secretario General– se definió en términos programáticos de manera menos radical que su predecesora. Desaparecieron la demanda de realizar “la revolución históricamente necesaria” y el ataque al latifundio y el imperialismo que se encontraban en el Plan de Barranquilla, y, en cambio, se exigió luchar “por el Estado moderno y por la justicia social”, como puede leerse en el Manifiesto-Programa de 1936.

El PRP, ORVE y el Bloque Nacional Democrático se unieron en 1937 bajo la denominación Partido Democrático Nacional (PDN). En sus Tesis Políticas y programa de 1939, el PDN reivindicó el papel del Estado en la economía y la sociedad, considerándolo capacitado –aún más que en otros países de América– para ejercer, incluso antes de una profunda transformación democrática en la estructura, “una influencia determinante en la vida de la Nación”. En ambos documentos, el Partido recuperó buena parte del contenido, el lenguaje y el estilo del Plan de Barranquilla. Volvió a destacar el carácter negativo del latifundio –“un sistema de producción de bajo rendimiento”–, agravado por el hecho de que “la banca usurera y el alto comercio semibancario”, amén del “imperialismo extranjero”, resultaban los principales beneficiarios, aún más que los propios grandes terratenientes. La primacía del latifundio era coherente con la condición de “país semicolonial y semifeudal” que se le adjudicaba a Venezuela, muy a tono con el lenguaje predominante en la Komintern. Una de las formas de superar tal condición era el desarrollo de la industria nacional.

Para el PDN, la estructura social venezolana estaba constituida por la clase latifundista aliada al imperialismo, la burguesía (con dos fracciones, la financiera y la comercial), las capas medias, el campesinado (integrado por peones, conuqueros –es decir, campesinos seminómadas–, colonos medieros y pequeños arrendatarios independientes), los trabajadores urbanos manuales e intelectuales. Políticamente, estas clases se agrupaban en dos coaliciones sociopolíticas principales: la conservadora o reaccionaria (terratenientes, grandes comerciantes, industriales, grupos financieros y militares) y la progresista o democrática (intelectuales y estudiantes como vanguardia del campesinado y la surgente clase obrera). Por fuera de ambas coaliciones se encontraba la clase media dependiente (Aznar, 2010: 75-76).

Así, la matriz ideológica del PDN destacaba tres componentes: la autonomía relativa del Estado, con capacidad de asumir la dirección de tareas fundamentales para transformar la estructura social, de donde la necesidad de acceder a su control, no para destruirlo sino para reconvertirlo en democrático-popular y antioligárquico; la posibilidad de articular la acción popular-revolucionaria del Partido con la de los “sectores progresistas de la burguesía nacional, especialmente los de tipo industrialista”; la autodefinición del Partido como una organización amplia de masas y ajena a posiciones clasistas (Aznar, 2010: 77).

Las fuerzas opositoras a Gómez, unidas apenas por esa oposición, se fracturaron. Uno de los primeros y principales ámbitos de la acción política era la Universidad. Allí, la Federación de Estudiantes de Venezuela (FEV) se dividió, en 1936, a raíz de la posición de su dirección, a cuyo frente se encontraba Jovito Villalba Gutiérrez, demandando al Gobierno la expulsión de los jesuitas y otras órdenes religiosas. La solicitud fue entendida como un ataque a la nada fuerte Iglesia Católica –golpeada duramente bajo el Gobierno de Antonio Guzmán Blanco–, y llevó a universitarios católicos conservadores, encabezados por Rafael Caldera Rodríguez, a la escisión y a la posterior formación de la Unión Nacional Estudiantil (UNE). Pese a su debilidad institucional, la Iglesia tenía una considerable influencia en el terreno educativo, particularmente en la formación de cuadros de la clase dominante, con la cual compartía la posición anticomunista.

Otro motivo de diferenciación entre las distintas fuerzas políticas fue la Revolución Española, un proceso exterior que –al igual que en otros países de la región– devino un hecho de política interna. En Venezuela, los seguidores de Caldera se enrolaron entre los defensores del amotinado Franco, es decir, la derecha más reaccionaria; mientras los comunistas y los militantes y simpatizantes de ARDI eran decididamente partidarios de los republicanos. También la Segunda Guerra Mundial incidió decisivamente en la política venezolana. Los efectos más inmediatos se apreciaron bajo la forma de rápida expansión de la industria petrolera, grave crisis de abastecimiento alimentario y de insumos industriales –expresión de debilidad estructural– “e imposición de un conjunto de desarrollos políticos y sociales que sobrepasaban con mucho las fuerzas capaces de sustentarlos. Así, en la creciente experiencia democrática vivida por esa sociedad entre 1941 y 1948 se advierte el peso determinante de los factores externos de cambio político y social”. Esos factores incidieron en la generación del primer intento de disminución de “la brecha existente entre el sistema jurídico-social y el sistema jurídico-político, actualizando democráticamente la estructura de poder interna” (Carrera Damas, 1988: 121-122).

En relación con esta última cuestión, los años cuarenta fueron los de la creación de los partidos y del sistema de partidos políticos. En septiembre de 1941 se fundó Acción Democrática (AD), cuyos precedentes eran el Plan de Barranquilla y las experiencias organizativas de ARDI, ORVE y PDN. Ha sido considerado siempre un partido socialdemócrata (calificativo que en América Latina conviene tomar cum granus salis), perteneciendo a la Internacional Socialista, aunque tal vez sea más exacto señalar que su mayor afinidad ideológica era con el aprismo. Desde el comienzo su principal líder fue Rómulo Betancourt.

En diciembre de 1945 se creó la Unión Republicana Democrática (URD), inicialmente de ideología democrática y nacionalista, con algunos tintes revolucionarios. Muchos de sus cuadros provenían del PDN y otros del efímero PDV, es decir, reunía a hombres de izquierda y de derecha disidentes del gomecismo (41). Su líder histórico fue Jovito Villalba.

Finalmente, en enero de 1946 se constituyó el Comité de Organización Política Electoral Independiente (COPEI), sobre la base previa de la UNE y del Partido Acción Electoral, organización impulsada en 1938 por Rafael Caldera, quien será durante décadas el gran dirigente del COPEI. En términos ideológicos, el nuevo partido se filió en las corrientes socialcristianas, siendo miembro de la internacional que reunía a partidos de similar orientación.

Cuando el Gobierno del general Medina Angarita levantó la prohibición de las actividades políticas, estas –que, no obstante, no habían cesado durante la veda– se incrementaron, como es lógico, y se produjeron algunos hechos significativos. Uno de ellos fue el accionar de AD, partido minoritario, sin experiencia, pero entusiasta y con una intachable conducta de falta de colaboración para con el Gobierno (el único en ese terreno), tenaz en su demanda de reformas políticas liberales y de la elección directa del próximo presidente. Sobre todo, como señala Judith Ewell (2002: 313), sus dirigentes demostraron poseer habilidad para organizar a los campesinos, a los trabajadores industriales y a profesionales de clase media. Una demostración de tal habilidad fue el desplazamiento de los comunistas del Congreso Obrero Nacional, tras la disolución de este por Medina, en 1944. Los adecos (tal como se conoce a los partidarios de AD) se convirtieron en dirección del movimiento obrero. Sin embargo, para Medina y “su régimen tolerante”, que contaba con apoyo mayoritario, el peligro parecía radicar en los inquietos partidarios de López Contreras y los antiguos gomecistas, quejosos “de la actividad sin precedentes de las organizaciones de izquierda” y todavía esperanzados en retomar el poder (Ewell, 2002: 314).

El general Medina Angarita tenía su delfín: Diógenes Escalante Ugarte, a la sazón embajador en Estados Unidos (y antes ministro y secretario privado del general López Contreras cuando este ejerció la presidencia). AD decidió apoyarlo por entender que continuaría y profundizaría las reformas democratizantes iniciadas por Medina, en particular la adopción de las elecciones directas para elegir al presidente. Pero antes de ser designado por el Congreso Nacional, Escalante enfermó gravemente y terminó internando en un centro psiquiátrico de Miami (donde falleció en 1964).

Los adecos no confiaban en el nuevo nombre propuesto por Medina y en plena crisis de sucesión se difundieron rumores de un intento golpista comandado por López Contreras, enrareciéndose aún más la situación. La salida resultó tan inesperada como sus protagonistas: la Unión Patriótica Militar (UPM) y AD. La primera reunía a jóvenes oficiales malquistados con los viejos generales gomecistas, con quienes discrepaban en términos de proyectos personales y nacionales. En este terreno, planteaban la necesidad de separar el poder civil y el poder militar para gobernar mejor. Los oficiales de la UPM estaban cansados de Medina Angarita y temían el retorno de López Contreras, por lo cual decidieron pasar a la acción conspirativa. Para un mejor resultado buscaron apoyos civiles, persiguiendo “más legitimidad de la que obtendrían de una rebelión cuartelera y compartir el poder”. Entre los oficiales conspiradores se encontraban Marcos Pérez Jiménez, Carlos Delgado Chalbaud (hijo del general de la expedición del Falke) y Luis Felipe Llovera Páez. Ellos fueron los responsables de contactarse con la dirección de AD, el único partido al cual consideraban independiente de los herederos de Gómez y de los aborrecidos comunistas. En principio, los adecos rechazaron la propuesta, pero cambiaron de posición cuando se frustró la candidatura de Escalante. Pese a la suspicacia que Pérez Jiménez le producía a Betancourt, AD se sumó a la conspiración, una decisión que marcaría la vida política del país a lo largo de las siguientes cuatro décadas. “La participación en el golpe proporcionó al partido una tradición ‘revolucionaria’ que, al igual que en el caso de Partido Revolucionario Institucional (PRI) mexicano, le permitiría presentarse como el partido de la revolución. A diferencia de los revolucionarios mexicanos, sin embargo, la AD derribó al Gobierno más liberal que Venezuela había visto hasta entonces y lo derribó en calidad de socio subordinado de una conspiración militar” (Ewell, 2002: 314).

El 17 de octubre de 1945, el Gobierno supo de la conspiración y apresó a Pérez Jiménez. En Caracas, su detención detonó la conspiración, a la cual Medina no opuso resistencia. Así, dice Ewell, los golpistas se encontraron, el 18 de octubre, con cierta sorpresa, instalados en el Palacio Miraflores, la sede presidencial. Betancourt fue designado presidente interino de un Gobierno básicamente civil, con solo dos militares en él: el mayor Carlos Delgado Chalbaud y el capitán Mario Vargas, designados ministros de Defensa y de Comunicaciones, respectivamente. Comenzó así “el trienio”, nombre con el cual se conoce la peculiar experiencia, todavía hoy objeto de controvertidas explicaciones.

Aznar (2010: 83 y 229) llama la atención –por el hecho de que sus efectos no han sido ajenos a la aparición de Hugo Chávez y el chavismo– sobre la ruptura entre adecos y comunistas producida en la ocasión. Mientras los primeros fueron parte del golpe, los segundos –o al menos un sector de ellos– se opusieron abiertamente a él. Se trató de una confrontación “no solo ideológica sino directamente armada”.

Durante “el trienio”, AD imprimió un fuerte sesgo transformador al Gobierno que inicialmente encabezó Betancourt, reemplazado en 1948 por Rómulo Gallegos, elegido presidente en diciembre de 1947 con un abrumador 74,4% de votos. Uno de sus primeros objetivos fue construir un partido disciplinado y extendido por todo el país. El disciplinamiento interno se fundó en algunos modelos probados: el APRA, el PRI, el Partido Bolchevique ruso y la propia experiencia de los adecos cuando estuvieron en la clandestinidad. Es decir, más un partido de cuadros que de masas. El partido se convirtió en una organización efectivamente de alcance nacional, siendo el primero en lograr esa condición. Su éxito, señala Ewell (2002: 315), fue tal que “eliminó virtualmente a los partidos regionales e impidió, hasta cierto punto, la eficaz expresión política de los intereses de las regiones”.

El Gobierno del trienio otorgó a las mujeres el derecho de ciudadanía política, medida que le permitió, al votar por primera vez en elecciones nacionales, ganar muchos votos del nuevo electorado. Asimismo, convocó a una Asamblea Constituyente que, en 1947, reformó la Carta Magna introduciendo cláusulas garantistas de las libertades civiles, los derechos de los trabajadores y la obligación gubernamental de promover el desarrollo económico y el bienestar social, muy a tono con el clima de época en Occidente. El federalismo fue formalmente mantenido, pero de hecho, el poder central ganó y concentró capacidad de decisión en detrimento de la autonomía de los estados. La Constitución afirmó la decisión de gobernar democráticamente el país y, en esa línea, estableció el voto universal directo para las elecciones de presidente y legisladores.

Las presidencias de Betancourt y de Gallegos arremetieron contra el poder de la Iglesia en el ámbito educativo, generando una fuerte reacción por parte de ella, como también de los docentes católicos. Y aunque, como se ha dicho antes, la Iglesia venezolana no era particularmente fuerte, tenía la suficiente capacidad para, como expresa Ewell, fortalecer y legitimar a los adversarios del reformismo.

AD y el Gobierno reformista iniciaron una campaña contra la corrupción administrativa, la cual incluyó la revisión de casos del pasado. Parte de esa lucha se canalizó a través del Tribunal de Responsabilidades Administrativas, creado en 1946, que se encargó de confiscar bienes de importantes funcionarios de los gobiernos precedentes que no pudieron explicar satisfactoriamente los medios de su adquisición. Aunque algunas propiedades fueron devueltas, se avanzó aún más en la campaña contra la corrupción con la aprobación de una ley persecutoria del enriquecimiento ilícito de los funcionarios públicos.

Una cuestión importante fue la captura ideológica y política del movimiento obrero por parte de los adecos. Este proceso, iniciado en 1944, como se dijo más arriba, avanzó considerablemente en 1947 con la creación de la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), a cuyo frente se encontraba el adeco Ramón Quijada, fundador de la Confederación Campesina Venezolana. La creación de la CTV tuvo el propósito, indica Ewell, de “poner los sindicatos urbanos y rurales bajo el control de la AD”.

En materia de política exterior, los dos gobiernos del trienio fueron duros opositores de las dictaduras, particularmente de la de Somoza y la de Trujillo. También, Venezuela rompió relaciones con la España franquista. Aunque las relaciones con Estados Unidos fueron cordiales, Betancourt no dejó de insistir en el carácter colonial de la ocupación de Puerto Rico.

Las reformas que los gobiernos del trienio implementaron con premura y la movilización de las masas a la cual apelaron en busca de apoyos aumentaron el peso de la oposición: los sectores conservadores asociados al capital nacional, las empresas extranjeras y la Iglesia Católica, amén de militares que no se habían sumado al golpe de 1945, e incluso de algunos de los principales cabecillas de este, como Pérez Jiménez y Delgado Chalbaud, quienes, como otros oficiales, desconfiaban de Betancourt, a quien imputaban “el propósito de fortalecer el partido [AD] a expensas de las fuerzas armadas” (Ewell, 2002: 318).

El 24 de noviembre de 1948, los golpistas –encabezados por aquellos oficiales– detuvieron al presidente Gallegos y a sus ministros, reemplazando el Gobierno constitucional por una Junta Militar integrada por Delgado Chalbaud (que la presidió), Pérez Jiménez y Llovera Páez.

Por diferentes motivos, diversos sectores de la sociedad recibieron favorablemente el golpe, que no pudo ser evitado por la tardía movilización de los obreros petroleros. El golpe contó con el beneplácito de COPEI y URD, partidos que “creyeron que podrían hacerse con la iniciativa política después de que la AD fuera puesta al margen de la legalidad”. Por cierto, AD y los comunistas fueron ilegalizados. La Iglesia esperaba recuperar el control independiente de la educación y “reforzar su papel de árbitro moral de la sociedad”. Los terratenientes –afectados por una ley de reforma agraria y por la pérdida de sus tierras mal habidas– contaban con recuperar sus propiedades. Las petroleras de capital imperialista aspiraban a obtener más concesiones de exploración y explotación y el debilitamiento de las rigurosas leyes fiscales. Las Fuerzas Armadas, finalmente, pretendían modernizarse y ser protagonistas del desarrollo económico del país (Ewell, 2002: 318-319).

El modelo adoptado por los adecos y los militares con los cuales compartieron la denominada Revolución de Octubre era el de un desarrollo capitalista con participación del capital extranjero y una política redistributiva de los ingresos de talante tal que todas las clases “recibieran algunos beneficios, lo cual, en realidad, significaba una ganancia modesta para la clase trabajadora”. La nueva política, en cambio, encauzó “los beneficios principalmente hacia la burguesía –nacional y extranjera–”, mientras “los del trabajo permanecieron constantes” (Ewell, 2002: 319).

Así, otro golpe de Estado interrumpió la vida política y le dio otro giro, regresivo. En noviembre de 1950, Delgado Chalbaud fue asesinado en un confuso episodio en ocasión de un intento de secuestro, tras lo cual emergió el régimen dictatorial, conservador y personalista de Marcos Pérez Jiménez. Su dictadura –que se analizará en el próximo capítulo– duró una década y fue “policíaca y megalómana”, según la expresión de Rouquié (1984: 221).

A modo de balance político del trienio, Carrera Damas (2000: 84) destaca “la inauguración de un régimen de partidos modernos y el libre ejercicio de la sindicalización”, novedades que “significaron una inusitada ampliación de la participación política, que se reflejó en procesos electorales masivos”. Así, también Venezuela se convirtió en una sociedad de masas.

Puerto Rico, la hermana cautiva (42)

Tras la ocupación norteamericana, la economía puertorriqueña experimentó un cambio fundamental, particularmente en las estructuras agrarias, donde la hacienda azucarera tradicional cedió lugar a la plantación capitalista. La economía de haciendas relativamente pequeñas coexistía con la de pequeños campesinos autosubsistentes (que trabajaban temporalmente en aquellas o bien tenían relaciones familiares con los trabajadores permanentes). Un grupo de esos pequeños agricultores se convirtió en trabajadores de las plantaciones y los pequeños colonos, antes independientes, también pasaron a depender de las compañías norteamericanas. Los hacendados, a su vez, perdieron el poder político en 1898 (consecuencia de la invasión norteamericana y la resolución de la guerra con España) y paulatinamente el económico (consecuencia del avance del capitalismo en el campo y del papel de las grandes compañías azucareras y tabacaleras estadounidenses) (Quintero Rivera, 1978).

El pasaje de la economía de hacienda a la de plantación no se dio de manera homogénea, siendo más acentuado en los llanos costeros, con sus tierras más aptas para el cultivo de la caña de azúcar. Fue en esa geografía donde surgió, consecuentemente, el proletariado rural, prontamente organizado en la Federación Libre de Trabajadores (FLT) –creada en 1906, que mutó su composición originaria de artesanos con la incorporación de los trabajadores azucareros y los tabacaleros– y en su brazo político, el Partido Socialista (PS), cuya fuerza “estaba relacionada inversamente con la concentración en el cultivo de estos productos” (azúcar, café y frutos menores), de modo que el PS lograba mayor apoyo en las áreas azucareras y menor en las cafetaleras y otros cultivos. En 1920, las elecciones mostraron “un patrón de intensidad en el cultivo de caña por municipio muy parecido al patrón de votación del Partido Socialista” (Quintero Rivera, 1978: 119).

Apenas iniciada la ocupación norteamericana surgieron nuevos partidos políticos. En 1899 se crearon el Partido Republicano Puertorriqueño, el Partido Federal y el PS. El Partido Republicano era la expresión política de los puertorriqueños partidarios del poder metropolitano –al cual consideraban portador de modernidad–, en particular, los intermediarios al servicio de las corporaciones estadounidenses, un pequeño grupo de terratenientes que pudieron reorganizar su producción conforme el nuevo patrón y un tercer sector, menos homogéneo, constituido por profesionales, trabajadores “de cuello blanco”, empleados federales, etc. El nombre del partido remitía, justamente, al Republican Party norteamericano. Su máximo líder, José Celso Barbosa, era afroamericano, condición étnica que hizo que mulatos y negros de las clases medias urbanas apoyaran al Partido.

El Partido Federal fue fundado por Luis Muñoz Rivera. Su base social eran hacendados (interesados en comerciar con Estados Unidos), obreros y agricultores. Si bien buscaba intensificar las relaciones con la potencia ocupante, también reclamaba mayor autonomía. Se disolvió en 1904 para integrarse en la Unión de Puerto Rico (UPR), creada ese año por José de Diego (abogado y poeta que había sido partidario de crear una confederación antillana entre Cuba, Puerto Rico y República Dominicana), Luis Muñoz Rivera, Antonio Barceló y Rosendo Matienzo Cintrón (de los cuatro, el más crítico del régimen político impuesto por los norteamericanos). La nueva agrupación estaba constituida por tendencias heterogéneas, un abanico que iba desde los autonomistas hasta los independentistas. Pese a ello –o tal vez por ello–, la Unión tuvo éxito electoral inmediato y perdurable: ganó todas las elecciones realizadas entre 1904 y 1928.

La heterogeneidad de las tendencias alimentó enfrentamientos internos. No solo el que llevó a Matienzo Cintrón a abandonar el partido tras sus diferencias con Muñoz Rivera, y a fundar, en 1912, el Partido de la Independencia, sino también el muy duro entre los otros dos líderes. Las divergencias que separaban a De Diego y Muñoz alcanzaron un clímax en 1910, en ocasión de la Conferencia de Mohonk Lake. Allí, Muñoz planeó tres opciones posibles para Puerto Rico: convertirse en un estado pleno de Estados Unidos, disponer de un Gobierno propio unido a ese país, proclamar la independencia. Para él, las preferencias iban en ese orden. En cambio, De Diego negó que la incorporación como un estado más fuese una opción viable –a su juicio no la querían ni los norteamericanos ni los puertorriqueños–, de modo que solo quedaban las otras dos. Cerrado el camino de la federación, solo quedaba el del protectorado (Maldonado-Denis, 1969).

Tras la muerte de Matienzo, en 1913, De Diego pasó a encabezar la corriente independentista hasta su fallecimiento en 1921. A su vez, cuando Muñoz Rivera murió y fue reemplazado en la dirección de la Unión por Barceló, esta quitó de su programa la demanda de independencia y la reemplazó por la de Estado Libre Asociado.

El Partido Obrero Socialista fue creado por la FLT para luchar contra la explotación de los trabajadores. Se unió con el Partido Federal y luego con Unión de Puerto Rico, de la cual se separó cuando esta agrupación, en el ejercicio del Gobierno, no atendió los reclamos obreros. En 1906 decidió presentar candidaturas propias. En 1915 se fundó, también como brazo político de la FLT, un segundo PS, con posiciones claramente obreristas y opuestas a la política que ponía en un primer plano el asunto de la relación de Puerto Rico con la potencia colonial. En la asamblea, Santiago Iglesias, el líder de mayor jerarquía en la Federación, se opuso, pero fue derrotado y aceptó el dictamen mayoritario. El primer presidente del PS fue Esteban Padilla y su primer secretario general, Francisco M. Rojas. Contrariamente a una versión muy difundida, el PS no surgió como partido anexionista. En su Asamblea de 1917 (a solo dos años de fundado), parte de su dirección, liderada por Rojas, propuso que el Partido se declarase en favor de una república socialista. Después de muy interesantes debates, la propuesta no fue aceptada pero tampoco derrotada.

En la década de 1930, el PS sí adoptó una postura anexionista, que abandonó a fines de los años cuarenta. Hacia 1954 acordó disolverse, no en el partido estadista (ya existente) sino en el autonomista Partido Popular. Pero no por autonomista, sino por su programa de Gobierno fundamentado en la justicia social.

En la construcción del socialismo puertorriqueño fue decisivo el protagonismo de Iglesias, líder de los trabajadores. Español de nacimiento, llegó en la adolescencia a Cuba, donde se unió a la causa independentista, lo cual lo obligó a refugiarse en Puerto Rico. Hacia 1930, se convirtió en partidario de la anexión de Puerto Rico a Estados Unidos. A su juicio, ello permitiría mejorar las condiciones de vida de los obreros. La combinación reformismo-anexionismo caló fuertemente en la clase trabajadora, de modo que una amplia parte de ella dio su apoyo al PS y a su programa de reivindicaciones sociales. Así, el partido ganó dos elecciones en la década. En una de ellas, Iglesias fue elegido senador, representando el PS; en la otra, fue electo comisionado residente en Washington, en este caso por una coalición entre el PS y el Partido Republicano.

El cambio de las estructuras económicas fue acompañado por el producido en el ejercicio del poder político. Tras la retirada de los españoles, Estados Unidos impuso un breve gobierno militar de ocupación, reemplazado en 1900 por uno civil, conforme lo dispuesto por la llamada Ley Foraker (por el senador de Ohio Joseph Foraker, autor del proyecto), o Ley Orgánica. Por esta, la isla pasó a ser administrada por el Departamento de Estado, con un gobernador –titular del Poder Ejecutivo– designado por el presidente de Estados Unidos y asistido por una Asamblea Legislativa, y un Tribunal General de Justicia, en un remedo de poder republicano trino. La ley creó también la figura del comisionado residente, un funcionario que –elegido mediante el voto popular y con mandato por dos años– representaba a Puerto Rico en el Congreso norteamericano, sin derecho a voto. La Ley también creó la ciudadanía puertorriqueña, declaró el castellano y el inglés como idiomas oficiales y estableció la vigencia de todas las leyes federales estadounidenses en el territorio isleño, a excepción de las referidas a rentas internas. Y aunque la Asamblea Legislativa tenía la potestad de discutir y aprobar la legislación aplicable internamente, toda ley sancionada por ella debía ser comunicada al Congreso de Estados Unidos, al que se concedió “la facultad de anularla si lo tuviere por conveniente” (art. 31 de la Ley Foraker).

En 1917, la Ley Jones o Jones-Shafroth, firmada por el presidente Wilson, concedió la ciudadanía estadounidense a los puertorriqueños, separó los tres Poderes (creando una Legislatura bicameral) y otorgó al gobernador de la isla y al presidente de Estados Unidos la facultad de vetar cualquier ley aprobada por la Legislatura, manteniendo la concedida al Congreso por la Ley Foraker. La Ley Jones ratificó el control del Gobierno norteamericano sobre Puerto Rico en materia fiscal y económica, además del servicio de correo, inmigración, defensa y otras cuestiones centrales de administración.

En el contexto de surgimiento de una agricultura capitalista e institucionalización de la nueva dominación sobre Puerto Rico, la lucha política interna se tornó, como sostiene Ángel Quintero Rivera, triangular: “el recién desarrollado proletariado de plantaciones, por un lado, la clase de hacendados (con el apoyo de los trabajadores de hacienda y los campesinos) por otro, y sobre ambos, el poder de la metrópoli (con sus intermediarios puertorriqueños), combinando dos tipos de conflicto en su interacción: conflicto metrópoli-colonia y la lucha de clases.

“El partido que representaba a la clase hegemónica de hacendados, el Partido Unión, era también el grupo político mayoritario. Ganó las elecciones de 1904 y desde entonces no fue derrotado electoralmente hasta 1932. […] Ante esta realidad política, el proletariado de plantaciones tuvo que recurrir, en ocasiones, al poder de la metrópoli (a la American Federation of Labor o directamente al Gobierno de Estados Unidos) en su lucha interna con su clase antagónica de hacendados. Esto, por otro lado, fue dejando huella en su ideología” (Quintero Rivera, 1978: 125).

El sistema de tres partidos –Unión de Puerto Rico (UPR), Republicano y Socialista– perduró, más mal que bien, hasta los años treinta. Esta década, inaugurada con la crisis de 1929, mostró la pérdida de significado y representatividad de sus componentes, en buena medida por la acción de la política colonial. Había un cuarto partido, el Nacionalista (PN), que, si bien pequeño y con algunos filones católicos e hispanistas, en los treinta ocupó el centro de la política borinqueña por ser, estima Quintero Rivera, “el único grupo político con verdadero significado en términos de una alternativa de vida”.

El PN fue fundado en 1922 con la explícita aspiración de “constituir a Puerto Rico en una república libre, soberana e independiente, de acuerdo con el principio de las nacionalidades”. El PN nació de la abdicación socialista y unionista a luchar por la independencia. Dentro del grupo escindido de la UPR descolló prontamente Pedro Albizu Campos –químico, ingeniero y abogado formado en Vermont y Harvard–, quien entre 1924 y 1930 visitó varios países de América Latina, reuniéndose con dirigentes nacionalistas y revolucionarios, y haciendo campaña por la independencia de su patria. En 1930 fue elegido presidente del PN, hecho que lo dotó de una posición más radical y antiimperialista.

Al analizar los cuatro componentes centrales del PN –catolicismo, hispanismo, militarismo y antiimperialismo–, Kátia Baggio (1998: capítulo III) señala que algunos aspectos del partido lo aproximaban, en primera impresión, a posiciones fascistas, en particular, al franquismo. Pero las aproximaciones advertidas no permiten concluir que sea posible filiarlo en ese campo, en particular por las diferencias de los objetivos políticos: los fascistas bregaban por controlar y sujetar a las masas trabajadoras organizadas y por mantener el orden establecido, mientras el PN combatía por la ruptura de la estructura de poder y dominación colonial (Baggio, 1998: 129). Ciertamente, el PN y, sobre todo, Albizu Campos se oponían al PS por reconocer y promover la lucha de clases –principio que contrariaba la visión armónica de la sociedad que preconizaban los nacionalistas–, y por ser partidarios de la incorporación de Puerto Rico a Estados Unidos.

El PN organizó tempranamente un aparato militar, el Ejército Libertador, creado en diciembre de 1935 a partir de los Cadetes de la República, una fuerza originada en el interior de la Asociación Patriótica de Jóvenes Puertorriqueños, fundada en marzo de 1931. Albizu Campos era el jefe civil del Partido y el jefe militar del Ejército. El militarismo y el autoritarismo de la dirección partidaria generaron conflictos internos e incluso divisiones.

La base social del PN estaba constituida por descendientes del antiguo, pero por entonces decadente, grupo dominante de hacendados y comerciantes del período colonial español; por los estratos más pobres de la sociedad –campesinos y artesanos proletarizados después de 1898– y por hijos de profesionales liberales y de comerciantes de las ciudades. Como bien resume Baggio (1998: 46), el PN fue un partido de clases medias, particularmente en sus cuadros dirigentes, “con una participación significativa de estudiantes y trabajadores asalariados en las juntas locales (jerarquías medias) y en la base partidaria”.

Las transformaciones en la estructura económico-social impactaron, como es obvio, en el plano político. Los hacendados y medianos agricultores vendieron sus tierras y los recursos obtenidos fueron destinados, en parte, a pagar la formación superior de sus hijos (profesiones liberales y magisterio). Estos, pues, formaron una generación cuya inserción en la pirámide social era inferior a la que habían detentado sus padres, situación que, argumenta Quintero Rivera (1978: 130-131), los llevó a una posición radical y favorable al cambio, asumiendo las propuestas modernizadoras que habían levantado antes los republicanos. Arraigado en las tradiciones y la cultura de hacienda, este nuevo sector social sumó “el apoyo de los trabajadores de hacienda y de los agricultores de pequeña tenencia, pero su nueva ideología más radical y su nueva posición social secundaria permitieron una alianza con un importante sector del proletariado que estaba descontento con las ya decadentes instituciones políticas de su clase”. Para unos y otros, su principal contradictor social eran las grandes corporaciones azucareras norteamericanas. Esta coincidencia permitió una alianza organizada políticamente en el Partido Popular Democrático (PPD), creado en 1938 bajo la dirección de José Luis Alberto Muñoz Marín, hijo de Luis Muñoz Rivera. El nuevo partido fue inicialmente anticolonialista e independentista, virando luego hacia la conversión de Puerto Rico en Estado Libre Asociado.

Los treinta vieron nacer también otros dos Partidos, el Liberal Puertorriqueño y el Unión Republicana (UR) (ambos en 1932), y desaparecer a la UPR. Como se ha dicho arriba, el PS y la novísima UR se coaligaron y lograron elegir a Santiago Iglesias como comisionado residente para el período 1932-1936. El PN también participó de las elecciones de 1932 (en las cuales solo podían ejercer la ciudadanía política los alfabetos), pero después de ellas evaluaron que la vía electoral era inadecuada para alcanzar sus objetivos. Albizu Campos se pronunció por la no colaboración e hizo un llamamiento a la lucha armada para alcanzar la independencia.

En octubre de 1935, durante una manifestación estudiantil en la Universidad de Río Piedras, la policía asesinó a cuatro jóvenes nacionalistas (suceso conocido como la “masacre de Río Piedras”). En represalia, dos militantes del PN mataron al jefe policial, el coronel E. Frances Riggs, en San Juan. Apresados, fueron fusilados sin juicio previo, al tiempo que el partido se convirtió en objeto de represión. Albizu Campos y otros dirigentes fueron arrestados y trasladados a Estados Unidos, siendo juzgados y condenados por la Corte Federal a quince años de prisión.

En 1946, la demanda de extensión de los derechos políticos de los puertorriqueños tuvo una satisfacción con el nombramiento, por parte del presidente Truman, del comisionado residente Jesús T. Piñero Jiménez como gobernador de la isla, convirtiéndose en el primer nacional en acceder a este cargo. Al año siguiente, el Congreso norteamericano sancionó una ley concediendo a los puertorriqueños elegir a su gobernante mediante el voto.

El PDP se impuso en las elecciones senatoriales de 1940 y a partir de allí fue una fuerza incontenible que ganó todas las elecciones realizadas entre 1944 y 1964. En las de 1948, Muñoz Marín se convirtió en el primer gobernador elegido por voto popular. Algunas de las primeras medidas de su Gobierno fueron la nacionalización de algunas empresas de servicios públicos (entre ellas la de provisión de energía eléctrica) y una reforma agraria parcial, de alcance limitado. Al mismo tiempo, los dirigentes del partido –procurando construir una base económica para su hegemonía– optaron por impulsar un proceso planificado de industrialización. La posición originaria de llevarlo adelante mediante empresas estatales fue abandonada y reemplazada por una estrategia de “atracción planificada de capital privado norteamericano”. Este viraje tuvo consecuencias decisivas. Al adoptarla, “la independencia y las medidas radicales [fueron evaluadas] como obstáculos para este fin”, optando por “la autonomía como aspiración política y un enfoque moderado hacia lo socio-económico, enfoque que fue moviéndose progresivamente hacia la derecha”. Así, la industria puertorriqueña se constituyó mediante el establecimiento de subsidiarias estadounidenses y una política salarial de bajas remuneraciones (Quintero Rivera, 1978: 32).

La década de 1940 fue también la de ruptura y conflictividad “entre la nueva clase de tecnócratas (hijos de los antiguos hacendados) y la clase obrera”, hasta entonces aliados. Quintero Rivera (1978: 133-138) sostiene que la primera no tuvo dificultades en debilitar, cuando no controlar, a la segunda en un contexto de más transformaciones en la estructura de la isla, epifenómeno del crecimiento industrial y con ella el pasaje de la economía de plantaciones a la manufacturera. Fue muy importante lo que él llama “el deshacer del proletariado de plantaciones”. Este proceso fue el resultado de varios factores: 1) la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Corea generaron un nuevo tipo social, el de los veteranos, hombres provenientes, en su mayoría del proletariado de plantaciones; 2) el crecimiento de la clase obrera industrial llevó a los sindicatos metropolitanos a organizar a los trabajadores de las fábricas subsidiarias radicadas en la isla; 3) el cambio en la estructura legal de las relaciones obrero-patronales introducido por la Ley Taft-Hartley.

Por entonces, el crecimiento industrial también estaba modificando la estructura social de Puerto Rico en el campo de las clases medias, donde surgieron un nuevo tipo de intermediarios en la industria y el comercio y un grupo que podríamos llamar burguesía local comercial e industrial. La aparición de los nuevos intermediarios incidió fuertemente en el pronorteamericano Partido Republicano, donde la vieja guardia, representativa de los intermediarios en la economía de plantaciones, mantuvo el control partidario, aunque sus bases eran ya los nuevos intermediarios. Esta situación hizo crisis en 1966, cuando estos –bajo la dirección de Luis A. Ferré– crearon el Partido Nuevo Progresista (PNP).

Pero antes de ello, Puerto Rico atravesó un momento de apelación a la lucha armada para lograr la independencia, coincidiendo con la campaña de Muñoz Marín en favor de la proclamación del Estado Libre Asociado, estatus al cual Albizu Campos consideraba “una farsa colonial”. En 1947, este regresó al país y comenzó los preparativos insurreccionales. El PN fue reorganizado y las dos secciones del partido, la civil y la militar, fueron dirigidas por Albizu Campos.

En junio de 1950, el presidente Truman aprobó la Ley 600, por la cual se autorizaba a la Legislatura de Puerto Rico a convocar una Asamblea Constituyente encargada de redactar una Constitución, si bien condicionada por decisiones del Congreso norteamericano.Entre las restricciones se contaba una fundamental: establecía un Gobierno local con potestades limitadas exclusivamente a asuntos internos, por lo cual la condición colonial se mantenía. La Carta solo sería aprobada y puesta en vigor tras la certificación, por el presidente de Estados Unidos, de su adecuación a lo dispuesto por la Ley 600 y la Constitución de este país. Después de ese paso, debía ingresar al Congreso para su aprobación definitiva. De hecho, el objetivo era legitimar la condición colonial mediante el consentimiento de los propios colonizados.

El PPD y Muñoz Marín jugaron ese juego y avalaron la realización de un plebiscito popular –previsto para noviembre de 1950–, en el cual se votaría a favor o en contra de la Ley 600, con la participación de los electores capacitados. El Gobierno depuró el padrón electoral apelando a la Ley 53, de 1948, conocida como Ley de la Mordaza (rigió hasta 1957), entre cuyas facultades estaban las de vigilancia, persecución y violación de los derechos humanos de los puertorriqueños, en particular los independentistas, la mayoría de ellos detenidos y/o excluidos del padrón. La policía local y el FBI trabajaron de consuno en la acción represiva.

El comienzo de la insurrección nacionalista debió adelantarse considerablemente en razón de la acción policial que descubrió los preparativos y ocluyó el factor sorpresa. El presidente Truman declaró que el episodio era una lucha entre puertorriqueños, ocultando el verdadero carácter del levantamiento, impuso la ley marcial en toda la isla y envió tropas de la Guardia Nacional. El operativo fue objeto de censura de prensa, de modo que no fue conocido inmediatamente en el exterior. La represión terminó con la insurrección y en buena medida con el propio PN, haciéndose extensiva a los militantes y simpatizantes nacionalistas que no participaron de la insurrección, a los comunistas y los miembros del nuevo Partido Independentista, contrario a la lucha armada. La dirigencia nacionalista, en primer lugar Albizu Campos y Blanca Canales Torresola –notable luchadora de la causa independentista–, fue detenida y enjuiciada. Albizu Campos fue condenado a 80 años de prisión en una cárcel puertorriqueña, aunque el gobernador Muñoz Marín lo indultó en 1953. Empero, en 1954 el indulto fue revocado y Albizu Campos fue enviado nuevamente a la cárcel. En noviembre de 1964, Muñoz Marín volvió a indultarlo. Poco después, el 21 de abril, falleció. Su sepelio fue una formidable manifestación de masas.

En 1946, se creó el Partido Independentista Puertorriqueño (PIP), bajo la dirección de Gilberto Concepción de Gracia, como una escisión del PPD. En efecto, aunque para entonces la mayoría de la dirección de este partido todavía levantaba la consigna de la independencia, Muñoz Marín ganaba posiciones y adhesiones para abandonar esa posición. Así, en febrero de 1945, el PPD estableció la incompatibilidad entre la simultánea pertenencia al partido y al Congreso Pro-Independencia de Puerto Rico, medida que abrió el camino hacia la nueva organización. El PIP nació –y persiste en la tesitura– rechazando la lucha armada para alcanzar la independencia de Puerto Rico, la cual aspira a obtener mediante la lucha cívica y electoral y la desobediencia civil.

La estrategia impulsada por Muñoz Marín y el Gobierno norteamericano alcanzó su objetivo. En 1952 fue aprobada la Constitución y establecido el Estado Libre Asociado. De hecho, mantiene los términos del Tratado de París de 1898 y de las Leyes Foraker y Jones. Formalmente, por el artículo 1 “[s]e constituye el Estado Libre Asociado de Puerto Rico. Su poder político emana del pueblo y se ejercerá con arreglo a su voluntad, dentro de los términos del convenio acordado entre el pueblo de Puerto Rico y los Estados Unidos de América. […] El Gobierno del Estado Libre Asociado de Puerto Rico tendrá forma republicana y sus Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, según se establecen por esta Constitución, estarán igualmente subordinados a la soberanía del pueblo de Puerto Rico”.

Constituido de esta manera, el país fue gobernado ininterrumpidamente por el PPD hasta 1968 (Muñoz Marín fue gobernador hasta 1964), año en el que el recientemente formado PNP, beneficiándose de la división del oficialismo, se impuso en las elecciones y consagró gobernador a su líder, Ferré. “El triunfo electoral del PNP representó una victoria de aquellos sectores sociales cuyos intereses están íntimamente vinculados a la relación colonial entre Puerto Rico y los Estados Unidos y que aspiran, en la estadidad, a la perpetuación de estas relaciones. […] La debilidad en la base del apoyo electoral al PNP quedó evidenciada con su derrota en las elecciones siguientes [1972], cuando sectores de obreros y marginados emitieron nuevamente su protesta (en esta ocasión, en su contra)”, según afirma Quintero Rivera (1978: 138).

Después, y hasta hoy, el PPD y el PNP se han alternado en el ejercicio recortado del Gobierno de la isla. En las elecciones de noviembre de 2008 se impuso Luis Fortuño, del PNP, hasta entonces presidente de este y comisionado residente.

La baja adhesión popular a la demanda de independencia –resultado de un complejo entramado de razones– no ha impedido la tozuda persistencia de ella. La cuestión de la independencia puertorriqueña está también en la agenda de la ONU.

La crisis del modelo primario exportador y la ampliación de la industrialización sustitutiva de importaciones

La historia de la crisis desatada a partir del crack de 1929 y su impacto sobre América Latina ha sido abordada un sinnúmero de veces. Sin embargo, son relativamente pocos los estudios histórico-económicos que la estudian desde un punto de vista comparativo y regional, y en referencia a las conexiones de los efectos de tipo económico con los de tipo político y social.

Un primer acercamiento al problema marca la distinción entre el origen externo de la crisis y sus repercusiones internas. En efecto, la crisis del modelo primario exportador en América Latina fue parte de un proceso de crisis global que comenzó con la debacle bursátil del “jueves negro” en Wall Street, el 24 de octubre de 1929, y continuó con el colapso del sistema financiero en 1931 y con los efectos que se desplegaron en los años subsiguientes. El crack de 1929 marcó el inicio de un ciclo de recesión económica global que afectó, primero a los países centrales y luego, y diferencialmente, a los países de América Latina. En la región, la recesión llegó tanto por efecto de la crisis de pagos que se desencadenó a partir de la caída de la demanda y de los precios de los productos latinoamericanos como por la fuga de capitales y la desaparición del crédito extranjero. La caída de los precios de las exportaciones superó a la caída de los precios de las importaciones, y los términos netos de intercambio cayeron en casi todos lo países. La deuda externa tuvo que ser cubierta entonces con los magros ingresos provenientes de las exportaciones, lo cual restringió fuertemente las importaciones. Como resultado, la situación fiscal de los países latinoamericanos se deterioró notablemente y hubo procesos inflacionarios que llegaron a afectar gravemente el orden constituido.

A comienzos de 1933, la estabilidad externa ya se había alcanzado. En el plano interno, sin embargo, la recuperación fue más lenta. Ella dependió, en buena medida, del impacto diferencial que tuvo el papel del Estado y las alianzas entre grupos de poder y la política económica, sobre todo frente al abandono del patrón oro por parte de los países centrales. La mayoría de los gobiernos latinoamericanos siguió una política de control de cambios y racionalización de las importaciones. En general, se optó por financiar el déficit interno con la emisión de moneda, una práctica favorecida por la estrecha articulación de poder entre las burguesías financieras y las exportadoras, que en muchos países convergía en una misma red familiar.

Otro aspecto de la cuestión refiere a la distinción entre crisis económica y transformaciones estructurales internas, esto es, cambios de más larga duración, que la debacle de 1929, en todo caso, vino a catalizar en América Latina. Como ya se ha dicho, si la crisis tuvo un efecto destructivo en la región fue porque selló el fin sin retorno de un modelo económico, el primario exportador, cuya decadencia ya era observable a partir de la primera posguerra.

En efecto, el año 1914 y el comienzo de la Primera Guerra Mundial significó un punto de inflexión en la historia económica mundial: la declinación del predominio de Gran Bretaña y del patrón oro, y su reemplazo por Estados Unidos y la “diplomacia del dólar”. La guerra afectó el equilibrio global del comercio y de los pagos, que hasta entonces habían tenido un desarrollo relativamente libre de restricciones, pero también afectó gravemente el equilibrio internacional de poder. En América Latina, los efectos fueron devastadores. Téngase en cuenta que, en 1913, según los datos que ofrece Aldo Ferrer (2000: 348), la participación de América Latina en el mercado mundial de exportaciones era altísima en los rubros nitratos (97%), café (82%), y muy alta en carne vacuna (64%). Con valores cercanos al 50% se ubicaban el cultivo de bananas (50%), maíz, semillas de lino y cacao (todos con un valor del 42%). Por último, era importante la participación en la producción de caucho (34%), estaño (20%) y cobre (alrededor de 10%). En otras exportaciones, las históricas, los valores también eran altos, del 38% para la plata, 30% para el azúcar y 17% para el oro.

Durante las primeras décadas del siglo XX, Europa avanzaba hacia formas cada vez más articuladas de proteccionismo e intervención estatal, y Estados Unidos afirmaba cada vez más su carácter de potencia hegemónica, con un superávit tal que estuvo en condiciones de proveer entradas espectaculares de capitales a la región. En este escenario, y en contraste con la antigua metrópolis, Estados Unidos articuló su hegemonía imperialista frente a unos mercados latinoamericanos de los cuales demandaba solamente productos primarios estratégicos. Asimismo, una nota particular de la nueva situación imperialista fue que Estados Unidos privilegió la inversión directa, paradigmáticamente, en el rubro de carnes enfriadas (chilled), compitiendo con el imperialismo inglés y desplazando las carnes congeladas. En los primeros años del siglo XX, los dos mayores frigoríficos del mundo, Swift y Armour, se instalaron en Argentina.

Argentina, otra vez, y Brasil fueron escenario de la penetración norteamericana. Durante las primeras décadas del siglo XX, y más señaladamente en los años veinte, se instalaron plantas fabriles controladas por grandes corporaciones capitalistas norteamericanas –y también algunas europeas–. Así, por ejemplo, The Remington Typewriter (1911), National Cash Register (1913), Kodak (1915), Firestone (1916), Standard Electric (1919), General Electric (1920), Westinghouse Electric International (1921), The American Express (1921), Standard Oil (1922), Ford Motors (1922), IBM (1923), General Motors (1925), Colgate-Palmolive (1927), Refinerías de Maíz (1928), en Argentina. Y General Electric (1919), RCA Victor (1919), International Bussines Machines, IBM (1924), Ericsson (1924), Philips (1925), Standard Electric (1926), Burroughs (1929), Pirelli (1929) y las automotrices Ford Motors y General Motors, en Brasil. En 1920 se creó la International Telephone and Telegraph Company (ITT). Enseguida, esta empresa tuvo el control de las principales compañías telefónicas de Argentina, México, Perú y Chile. Cabe notar que en este último país ella desempeñó un papel decisivo en el golpe de Estado contra el Gobierno de Salvador Allende y la instauración de la feroz dictadura encabezada por el general Augusto Pinochet. General Motors instaló una planta en Uruguay y Ford Motors instaló una fábrica de tractores en México.

Según Víctor Bulmer-Thomas (1997: 12), las señales de la decadencia previas a la crisis fueron, entre otras, el vertical aumento de los precios de las mercancías (aunque la oferta era superior a la demanda), en particular en los casos del trigo argentino, el azúcar cubano (marzo de 1928) y el café brasileño (marzo de 1929); el exceso de demanda del crédito y el alza de los tipos de interés; la fuga de capitales (atraídos por tipos de interés más elevados fuera de la región), como también la disminución, por igual razón, de nuevos flujos de capital. Estas señales, aunque evidentes, no fueron tenidas en cuenta, en buena medida, por la resistencia de los sectores dominantes vinculados al comercio internacional a resignar los beneficios (aunque cada vez menores) de un modelo de crecimiento hacia fuera que habían cultivado largamente y el cual había estructurado su identidad como grupo.

En los años inmediatamente posteriores a la quiebra de la bolsa de 1929, la caída abrupta de los precios y del volumen de las exportaciones, y el consiguiente deterioro de los términos de intercambio –esto es, una mayor caída de los precios de las exportaciones de materias primas de América Latina respecto del nivel de los precios de las importaciones industriales de los países centrales– terminó con la especulación en torno a las ventajas comparativas y puso de cruel manifiesto la situación de dependencia de los países periféricos. Entonces, fue evidente que el control de esa crucial variable económica estaba fuera del alcance de los Estados nacionales. La tendencia de deterioro de los términos de intercambio continuó durante toda la década y fue la durabilidad de esta tendencia la que selló la crisis del modelo (Díaz Alejandro, 1988).

Entre 1928 y 1932, los términos netos de intercambio cayeron un 44% para el conjunto de la región. Pero algunos países tuvieron una mejor respuesta que otros, como por ejemplo Venezuela, donde el precio unitario del petróleo cayó solo el 18,5%, u Honduras, donde el precio de exportación de la banana tuvo un deterioro del 9%. Como resultado, en estos países excepcionalmente poco afectados, los términos netos de intercambio no sufrieron variaciones críticas (Bulmer-Thomas, 1997: 12-13). Como se ha dicho, no era la primera vez que América Latina debía enfrentar una tendencia hacia la baja, pues una tendencia tal ya se había insinuado a comienzos de la década de 1920, cuando los progresos técnicos en la agricultura y el reemplazo de ciertos productos por otros nuevos (como los nitratos) alteraron el acostumbrado juego entre oferta y demanda en el mercado mundial en detrimento de algunos de los productos primarios latinoamericanos claves. Pero en los años treinta, la baja fue más pronunciada y durable, y la crisis tuvo efectos múltiples.

Las economías más afectadas fueron las de los países que sufrieron tanto la caída de los precios de sus materias primas como la de los volúmenes exportados: tales los casos de Bolivia, Chile y México, productores de minerales, cuya demanda las economías centrales podían satisfacer con las materias primas que tenían en existencia. En términos generales, la “combinación más desastrosa” fue la producida por “un alto nivel de apertura, un gran descenso del precio de las exportaciones y una disminución abrupta del valor de las mismas”. De allí, entonces, que Chile y Cuba resultasen los casos más agudos. En Chile, el valor de compra de sus exportaciones cayó 83%, entre uno y otro de los años 1928-1932. En Cuba, la extrema dependencia de Estados Unidos se tradujo en la firma del Convenio Internacional del Azúcar en 1931, que impuso fuertes restricciones a la exportación de esa producción. En una economía especializada en este único producto, el impacto fue fatal (Bulmer-Thomas, 1997: 13-14).

Un segundo grupo de economías afectadas por la crisis, en este caso con una caída de menos del 25% en el volumen de las exportaciones, está formado por Argentina, Brasil, Ecuador, Perú y toda América Central. Estas economías, a diferencia de las mencionadas antes, tenían una composición de las exportaciones más diversa, fundamentalmente productos agrícolas y alimentos. Si las economías del centro pudieron satisfacer la demanda de productos minerales con los que tenían en existencia, en el caso de los productos primarios y de alimentos la misma solución no era viable por su carácter perecedero (Bulmer-Thomas, 1997: 14).

En el conjunto de países que integran este segundo grupo cabe señalar algunas particularidades históricas relevantes. En el caso de Argentina, los efectos de la crisis estuvieron mitigados por el tratado comercial firmado en 1933 con Gran Bretaña, conocido como pacto Roca-Runciman. Este pacto significó para el país la posibilidad de colocar sus exportaciones, aunque como contrapartida ofreció importantes concesiones arancelarias a Gran Bretaña para el ingreso de sus productos al país. En Perú, el impacto estuvo mitigado por el hecho de que una de las principales exportaciones era el petróleo, cuyo precio se mantuvo más elevado que el de otros minerales. Brasil no corrió la misma suerte. Si bien el Estado brasileño había sorteado las crisis sucesivas del café con la implementación de una estrategia de “defesa”, esto es, un plan de valorización del grano que permitió reducir la oferta y mejorar el precio, hacia 1929 la estrategia estaba probadamente fracasada.

Por último, hubo un tercer grupo, el de las economías poco afectadas por el descenso del volumen de sus exportaciones. Se trata de Colombia (café), Venezuela (petróleo) y República Dominicana (azúcar), cuyo descenso del quantum exportado fue inferior a 10% (Bulmer-Thomas, 1997: 14). República Dominicana se benefició de las restricciones a la exportación del azúcar impuestas a Cuba por parte de Estados Unidos en los primeros años de la década de 1930. Colombia había sorteado la crisis de los años veinte con la expansión de sus plantaciones.

La caída de los precios y de los volúmenes de exportación en todos los países redujo cuantiosamente el poder de compra de las exportaciones. Como se ha dicho, Venezuela fue uno de los casos excepcionales en el que esta variable se mantuvo estable, gracias a los enormes beneficios de la explotación del petróleo. El otro caso, también señalado, fue Honduras, donde las compañías extranjeras que explotaban el banano utilizaron el beneficio del bajo costo de las plantaciones del pequeño país para concentrar allí su producción global (Bulmer-Thomas, 1997: 15).

Víctor Bulmer-Thomas (1997) señala que los países latinoamericanos, en razón de la crisis, enfrentaron dos desequilibrios: 1) el desajuste externo generado por las caídas de los ingresos de la exportación y el flujo de capital; 2) el desajuste interno provocado por la contracción de los ingresos fiscales y, en consecuencia, el déficit presupuestario, no factible de ser saldado mediante recursos externos. Conexo a ambos desajustes se encuentra la situación monetaria, que se tornó clave cuando Estados Unidos y Gran Bretaña decidieron abandonar el patrón oro. Tal decisión obligó a los gobiernos de la región a manipular el tipo de cambio.

Así, Cuba, Guatemala, Haití, Honduras, Panamá y República Dominicana –países considerados pequeños, sujetos a la fuerte influencia norteamericana– optaron por vincular sus respectivas monedas nacionales al dólar estadounidense. En cambio, Costa Rica, El Salvador y Nicaragua –con características similares a los del grupo anterior– intentaron el mismo procedimiento, pero finalmente debieron proceder a devaluar sus monedas. En el sur del continente, “Argentina, con algún éxito, y Bolivia, sin ninguno”, se orientaron a la vinculación de sus monedas a la libra esterlina, a partir de enero de 1934 y de enero de 1935, respectivamente. En cambio, sus vecinos Ecuador (mayo de 1932), Colombia (marzo de 1935), Chile (septiembre de 1936) y Brasil (diciembre de 1937), optaron por vincularlas con el dólar, al igual que México (julio de 1933). Paraguay constituye un caso especial, toda vez que su Gobierno decidió continuar con su política de paridad con el peso argentino. Venezuela también constituye un caso atípico y excepcional de flotación monetaria, en la que el bolívar se revalorizó frente al dólar en el lapso de cinco años (fines de 1932 a fines de 1937).

La imperiosa necesidad de reducción del déficit presupuestario llevó a los gobiernos latinoamericanos a subordinar a este objetivo el pago de las deudas interna y externa, si bien ninguno de ellos llegó al extremo de desconocerlas. Es cierto que se produjeron moratorias, decididas unilateralmente por los Estados deudores, pero también se arbitraron medidas para el pago de, al menos, la deuda externa. Según la argumentación de Bulmer-Thomas (1997), esta decisión pretendía preservar el acceso a los mercados de capital internacional. El adelantado en la declaración de la suspensión del pago del servicio de la deuda fue México, en 1928 –por razones que hicieron a la marcha de la revolución iniciada en 1910–, pero a partir de 1931 la acción se generalizó en la región.

Nuevamente, Venezuela es una excepción: en 1930, el dictador Gómez canceló la deuda externa generada en 1915. Argentina es otra: fue el único país que pagó, puntualmente, ambas deudas, “por razones que son todavía discutibles”, entre las cuales se citan la estrecha relación comercial y financiera que mantuvo con el Reino Unido, la posibilidad de obtener más préstamos y la ortodoxia financiera de los gobernantes conservadores (Bulmer-Thomas, 1997: 22). Empero, cabe acotar respecto de este caso, tales concesiones no implicaron mejoras en la situación de dependencia; por el contrario, ella se redefinió fuertemente en favor de la metrópolis económico-financiera, tal como lo muestra el tratado Roca-Runciman, alguna vez llamado el “estatuto del coloniaje”, por sus cláusulas tan decididamente probritánicas. En otros casos, como en el de Honduras, se suspendió el pago de la deuda interna, sin dejar de cumplir religiosamente con el pago de la externa, que también pagaron Haití y República Dominicana.

En términos del Producto Bruto Interno real, la recuperación de las economías latinoamericanas, en general, comenzó después de 1931-1932, y antecedió a la de Estados Unidos. Para la segunda mitad de la década, varios países de la región habían desarrollado “un respetable conjunto de instrumentos monetarios y fiscales, así como la voluntad de usarlos para evitar la deflación”. Durante el período 1929-1939, las tasas de crecimiento de las manufacturas variaron desde 3% anual, en Argentina, hasta 8% anual, en Colombia, muy por encima de la fluctuación alrededor de cero en Estados Unidos y Canadá (Díaz Alejandro, 1988: 52 y 57).

En medio de la crisis sin parangón, el Estado se convirtió en agente privilegiado de la gestión del comercio exterior, en particular de los acuerdos bilaterales orientados a asegurar una mejor reciprocidad en los intercambios, y a la racionalización de los recursos, en ese contexto, muy escasos. El Estado intervenía en la economía para fijar precios, establecer cupos máximos de producción, decidir la destrucción de la producción excedente, y en el mejor de los casos, pautar la indemnización de los productores afectados por estas medidas. También fijaba los precios de las tarifas de los servicios públicos. En los países donde los Estados ya habían logrado cierta diferenciación institucional, surgieron las juntas reguladoras y se crearon o fortalecieron los bancos centrales.

La crisis de 1930 trajo también como novedad el desarrollo de las instituciones financieras. Hubo créditos a mediano y largo plazo, los cuales favorecieron la construcción de viviendas y obras públicas, el crecimiento de la agricultura y, sobre todo, la industria. La promoción de los medios de transporte automotor, en desmedro de los ferrocarriles, potenció la construcción de nuevas carreteras pavimentadas, con efecto multiplicador en las industrias del cemento, hule, refinación de petróleo, ensamblado e incluso producción de autobuses, automóviles y camiones, como también en la percepción de ingresos fiscales derivados de tales actividades. Los nuevos caminos, las facilidades crediticias y, en el caso de México, la construcción de obras de riego contribuyeron a una expansión del capitalismo en la agricultura (Díaz Alejandro, 1988: 53-54).

La diversificación y ampliación de los medios de transporte, a su vez, rebajó sus costos. También apareció o se expandió el transporte aéreo. El pasaje del ferrocarril al automotor es inseparable de la lucha entre el imperialismo británico (promotor del primero) y el norteamericano (que lo fue del segundo).

Más allá de la controversia derivada de “las concepciones alternativas de los mecanismos de recuperación”, la “conclusión más notable” extraíble de la comparación entre casos sobre el impacto de la crisis externa y desarrollo de la crisis interna en los países de América Latina es “la rápida recuperación de la Depresión” (Thorp, 1988: 15). Los precios de las materias primas exportadas se recuperaron recién en 1936-1937, para volver a caer durante los dos años siguientes. Ahora bien, como los precios de las mercancías importadas se mantuvieron muy bajos, los términos netos del intercambio mejoraron desde 1933 hasta 1937, llegando en 1939 a un nivel 36% superior al de 1933 e igual al de 1930 (Bulmer-Thomas, 1997: 14-16 y 23).

Si bien la recuperación no implicó “un cambio estructural significativo” (Bulmer-Thomas, 1997: 45), cabe detenerse en el comportamiento del sector no exportador. En medio de la crisis, comenzó a tomar forma una alternativa: reorientar la economía hacia la producción de artículos sustitutos de las importaciones. Así, se fue delineando el modelo de industrialización de sustitución de importaciones (ISI), para sustituir las manufacturas que constituían el grueso de las importaciones, y la agricultura de sustitución de importaciones (ASI), para reemplazar los productos agrícolas que desde la década de 1920 muchos países estaban importando. La ISI y la ASI fueron mecanismos importantes de recuperación de la crisis en varios países de la región.

Respecto de la industrialización, cabe señalar que primero se desarrolló aquella de productos de bienes de consumo, para abastecer los mercados locales que empezaban a recuperarse pasado el cimbronazo de 1929. En buena medida, los primeros impulsos de industrialización aprovecharon la infraestructura y capacidad ociosas de los tímidos avances de la industria en los años previos y, desde luego, la gran disponibilidad de fuerza de trabajo de hombres y mujeres.

Como es evidente, la industrialización de bienes de consumo fue viable en aquellos países donde se había constituido un mercado interno y por ende había una masa de potenciales consumidores para la producción local. Así, la recuperación fue pronta en países que habían logrado cierta consolidación de sus Estados nacionales. A partir de 1935, se observan signos de rehabilitación en México, Brasil, Argentina y Colombia. También Chile, Perú y Venezuela pudieron recuperarse rápidamente; en el caso particular de Venezuela, gracias al beneficioso incremento de la producción de petróleo. Otro país que pudo sortear la crisis gracias a una coyuntura particularmente favorable a su especialización productiva fue Cuba, donde la exportación del azúcar estuvo estimulada por la recuperación de los precios internacionales. Decididamente, la ISI fue un mecanismo crucial de recuperación en Argentina y Colombia. Otros dos países sortearon mejor la crisis: Costa Rica y Uruguay, pues tenían un sector público relativamente autónomo y un alto nivel de integración social que les había permitido alcanzar cierta consolidación de sus mercados internos.

En otros países con economías pequeñas y Estados menos sólidos, especialmente Ecuador y algunos países de América Central y el Caribe, la crisis tuvo efectos más prolongados. La reactivación económica por la vía de la industrialización no contaba con el aliciente de un mercado interno. El caso de Guatemala es notable, puesto que allí se logró una recuperación relativamente más rápida gracias al mecanismo de la ASI. Y El Salvador, el otro país centroamericano que había logrado afianzar su Estado bajo la dominación oligárquica en el siglo XIX, también tuvo una buena recuperación hacia mediados de la década de 1930.

En los casos de Bolivia y Paraguay, la crisis se entreveró con el desastre provocado por el enfrentamiento bélico por la posesión del Chaco boreal. La victoria de Paraguay no significó para el país ninguna mejora económica: el valor nominal de las exportaciones siguió cayendo hasta 1940 (Bulmer-Thomas, 1997: 26).

En general, la expansión de un sector de la economía no exportador fue resultado del mismo crecimiento del comercio de exportación. En particular, la ISI fue un proceso generado por la crisis de 1929 y sus repercusiones en la región, pero no debe confundirse la implementación de la ISI desde el Estado y como modelo económico, con aquellas configuraciones incipientes de la ISI en los años previos a 1930. La sustitución de importaciones realizada en los años anteriores a la crisis de 1930 fue un fenómeno espontáneo estimulado por la expansión de las exportaciones. Puede decirse que el rasgo que marca la diferencia entre una y otra etapa es el carácter de política pública nacional que la ISI adquirió a partir de las décadas de 1940 y 1950, en países cuyos gobiernos entonces sí rechazaron de plano el crecimiento basado en la exportación. Es el caso de los populismos estudiados más arriba.

Conforme los resultados de varias investigaciones, resulta claro que la ISI tuvo expresiones diferentes según los países. En América del Sur, fue más intensiva en fuerza de trabajo que en capital. En general, si bien hubo casos de inversión directa por parte de empresas extranjeras, en estos países la ISI desarrolló pequeñas y medianas empresas de propiedad de capitales nacionales –con propietarios igualmente nacionales, pero sin desdeñar la presencia de nuevos inmigrantes provenientes de Europa, pero que no traían consigo capitales (Díaz Alejandro, 1988: 60)–. En términos generales, estos países continuaron la tendencia ya observada en los años veinte.

La intervención del Estado fue significativa en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Perú, Venezuela y México, creándose organismos específicamente dedicados a la regulación de la comercialización de productos primarios. En Argentina esto ocurrió con las carnes, los granos, los cereales, la yerba mate, etc. Un dato singular aquí fue la creación de un impuesto al ingreso, una política realmente innovadora llevada adelante por iniciativa de Federico Pinedo en 1933. En Chile cabe destacar la creación de un emblemático organismo orientado a la promoción de producciones industriales a gran escala y con maquinaria moderna, la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO), fundada en 1939 por el presidente Pedro Aguirre Cerda bajo el Gobierno del Frente Popular. En México, fue notable la creación de la Nacional Financiera establecida por el presidente Lázaro Cárdenas y reorganizada en 1940.

En algunos casos, la intervención fue más directa y el Estado se convirtió en propietario de medios de producción, particularmente, en aquellos sectores considerados estratégicos para el desempeño nacional: sectores de infraestructura y sectores industriales productores de acero, armas y otros insumos necesarios para la defensa militar. No fue ajeno a esta circunstancia el ascenso del militarismo en toda la región. En efecto, según vimos precedentemente, esta forma de intervención del Estado potenció la participación de las Fuerzas Armadas en los asuntos nacionales. En Argentina, como ya se ha dicho, se constituyeron la pionera YPF en 1922, y luego la Fábrica Militar de Aviones (1927) y varias fábricas militares establecidas en la década siguiente y agrupadas en la Dirección de Fábricas Militares, creada a fines de 1936 bajo un Gobierno conservador. Todas ellas tuvieron una importancia decisiva en la industria. En Brasil se creó la siderúrgica Companhia Vale do Rio Doce. En México, se fundó Petróleos Mexicanos (PEMEX), creada a partir de la política de nacionalización del Gobierno de Cárdenas en 1938. Casi contemporáneamente, y bastante antes del estallido revolucionario, en Bolivia se creó la empresa Yacimientos Petrolíferos Bolivianos (YPFB), bajo el Gobierno reformista militar de David Toro, en 1936. En Uruguay, como ya se ha visto, un país en donde el batllismo había impulsado una forma de Estado tutelar muy peculiar, en 1931 se creó la emblemática Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Petróleo (ANCAP). Tanto la empresa boliviana (que hasta copió su nombre) como la uruguaya –y más tarde la brasileña Petrobras (1953)– tomaron como modelo a la argentina YPF.

Para Carlos Díaz Alejandro (1988: 58), Brasil y Colombia tuvieron una notable industrialización por ser economías cafetaleras que ya antes de la crisis contaban con sectores manufactureros relativamente separados de las exportaciones. En efecto, en Brasil, tal como lo había demostrado Warren Dean en 1969, hacia 1920 el país contaba con cierta industrialización de hierro en lingotes, cemento, instrumentos y motores eléctricos, maquinaria textil, equipos procesadores de azúcar, partes automotrices, implementos agrícolas, aparatos de gas, relojes y básculas, textiles de rayón (43). En Colombia, la incipiente producción industrial estuvo dominada por los textiles de algodón y de rayón, y en menor medida la cerveza, el azúcar y el cemento. En este país fue notable el desarrollo de Medellín con su pequeña industria metalúrgica, a lo cual no fue ajena la diversificación de las inversiones de los cafetaleros golpeados por la crisis. El rasgo particular de Colombia, frente a Brasil, es que la consolidación capitalista cafetalera fue rápida y vertiginosa, y comparativamente más tardía.

La industrialización de Chile, según Gabriel Palma, había comenzado más o menos en los mismos años que en los dos países señalados arriba. En este caso en particular, influyó decisivamente la caída de las exportaciones de nitrato, que perdió su capacidad de competir con productos sintéticos que cumplían las mismas funciones que el mineral chileno, y que los países centrales habían desarrollado durante la Gran Guerra. En opinión de Palma, “la crisis de los años treinta no representa tanto un rompimiento con el pasado inmediato, como una aceleración de un proceso de transición del crecimiento impulsado por la exportación a la industrialización con sustitución de importaciones que ya se había iniciado” (Palma, 1988: 70, itálicas del autor).

En México, la industrialización tuvo un fuerte impulso durante el período de auge del orden oligárquico, en razón de las fuertes inversiones realizadas durante el Gobierno de Porfirio Díaz, particularmente entre las décadas de 1870 y 1890, los cuales pueden considerarse, a juicio de Michel Gutelman (1974: 30), “como la época Meiji de México”. A partir de la minería del oro y la plata crecieron las ramas textil (que en vísperas de la revolución empleaba unos 40.000 obreros), metalúrgica, siderúrgica (en Monterrey) y las fábricas de productos de plomo (en el centro del país), además de las de alimentos y bebidas (cervecerías, aceiteras), tabacos, jabones y otros bienes de la industria liviana. Asimismo, según el mismo autor, se inició la perforación de pozos petrolíferos y se construyeron las primeras centrales hidroeléctricas. Un caso destacable fue la creación, en 1904, de la fábrica siderúrgica La Fundidora, primera productora latinoamericana de rieles ferroviarios. El proceso señalado se vio obstaculizado cuando estalló la revolución y todo el país se sumió en la violencia y la desorganización. Pero pasada la fase de mayores convulsiones, el país entró enseguida en una fase de industrialización creciente.

Argentina comparte con México y Brasil el mismo rasgo de temprana industrialización y de articulación de un nuevo modelo de crecimiento económico bajo un Gobierno populista. Argentina constituyó rápidamente un importante mercado interno de manufacturas y una cierta infraestructura de producción que corrieron parejos con la expansión de las exportaciones de productos primarios. Pronto, el país tuvo una de las economías más industrializadas de la región, si no la más.

En contraste, los países centroamericanos son claros ejemplos que ilustran la permanencia del modelo primario exportador hasta bien avanzado el siglo XX. Las clases dominantes encontraron en la pequeñez de los mercados nacionales el argumento propicio para seguir apostando al modelo de crecimiento hacia fuera. No obstante, cabe notar que si bien no hubo un impulso a la producción industrial sí hubo un cambio en el papel del Estado, entre los cuales puede citarse “el reconocimiento de la necesidad de cierto grado de intervención estatal en la economía” (Bulmer-Thomas, 1988: 354).

En buena parte de la región, la ISI fue entonces un proceso generador de cambios significativos en la composición industrial: además de la ya instalada producción fabril de textiles y alimentos elaborados, creció la producción de bienes de consumo duradero, de productos químicos y farmacéuticos, de metales y de papel, entre otras (Bulmer-Thomas, 1997: 37-39). Como consecuencia de la diversificación del mercado de bienes industriales, las relaciones interindustriales se tornaron más complejas.

Empero, la magnitud de tales cambios no debe exagerarse: en 1939, en Argentina, el país más industrializado, el índice de la producción manufacturera neta respecto del PBI llegaba a solo 22,7%. El mismo índice en México llegaba a un 16% y en Brasil a un 14,5%. Los otros países tenían niveles aún más modestos, excepto Chile que rondaba el 18%. Según la interpretación de Celso Furtado, la primera fase de industrialización, la inducida por la expansión de las exportaciones antes de la crisis de 1929, se limitó “al procesamiento de materias primas locales con equipos importados o a la terminación de bienes de consumo importados semielaborados, siempre sobre la base de equipos adquiridos en el exterior”. El mismo autor continúa argumentando: “esa aparente ventaja de un primer momento repercutiría de forma extremadamente negativa en la fase siguiente”. En efecto, cuando se avanzó hacia una segunda fase de industrialización por sustitución de importaciones, la ausencia de una “mentalidad industrial” fue evidente (Furtado, 1991: 109).

Los límites del crecimiento industrial durante esta segunda fase se vinculan con una actitud de las burguesías que privilegiaron la ganancia inmediata por sobre la inversión en infraestructura. En efecto, la baja productividad de la industria se explica por la escasez de electricidad, falta de fuerza de trabajo calificada, acceso restringido al crédito y tecnología anticuada. Las insuficiencias e ineficiencias se relacionan también con estructuras fiscales inadecuadas y con el aumento de las presiones financieras. Asimismo, hay que tener en cuenta que la industrialización no fue un proceso lo suficientemente profundo como para que el cambio estructural tuviera alcance nacional. Por el contrario, fue un fenómeno localizado en algunas ciudades: Buenos Aires, Concepción, Medellín, São Paulo, Monterrey…

Según Bulmer-Thomas (1997: 42-43), los cambios ocurridos en los años treinta constituyeron “los fundamentos para una transición hacia el modelo puro de sustitución de importaciones”, siendo el cambio más importante la sustitución de “las políticas económicas autorreguladoras” por instrumentos de política activados por el Estado, y esto incluso en países que conocieron muy débilmente o nada la industrialización.

Un párrafo aparte merece el papel relevante desempeñado por la sustitución de importaciones agrícolas y los servicios, en particular el turismo, como fuentes de crecimiento en el período que se abrió con la crisis de 1929. Bulmer-Thomas (1997: 39) señala que la ASI tuvo una expansión “particularmente impresionante en el área del Caribe”. Según el autor, allí la ASI fue “una manera fácil de compensar la falta de oportunidades en la ISI”. Díaz Alejandro (1988: 61) matiza el papel de la ASI en el Caribe, pues señala que en Cuba tuvo resultados modestos.

Más allá de estas divergencias, ambos autores coinciden en señalar la importancia de la ASI en Guatemala y en América del Sur. La ISI estimuló el comercio entre países dentro de la región mientras que la ASI se desarrolló, en buena medida, “a expensas del comercio intralatinoamericano” (Díaz Alejandro, 1988). Un ejemplo de esto es el caso de la producción argentina de yerba mate. Esta reemplazó la producción yerbera de Paraguay, la cual, en consecuencia, se vio gravemente afectada. Como es fácil deducir, frecuentemente, la ASI fue inseparable de la ISI, a la cual proveyó de las materias primas necesarias para la producción de alimentos y bebidas.

En la misma época, los bienes y servicios no comercializados en el mercado externo también crecieron, conforme creció la economía real y se recuperó la demanda nacional final. Si bien el desfase entre oferta y demanda constituyó “un problema constante durante la mayor parte de la década de 1930”, el exceso de demanda operó como “un estímulo poderoso para el crecimiento tanto de los servicios públicos como de la industria de la construcción” (Bulmer-Thomas, 1997: 40).

La ISI y el crecimiento económico –y la intensificación de la urbanización– tienen “diversas consecuencias para la estratificación”. Se aprecian, en la mayoría de los países, “definidas diferencias regionales en el carácter de la organización de clases”. La concentración de la clase obrera y el peso relativo de la clase media, distintas en cada país de la región, generaron amplias diferencias nacionales en los patrones globales de estratificación, contribuyendo también a diferentes regímenes políticos. Asimismo, no debe olvidarse “la importancia de la población rural en la formación de la clase obrera y, hasta cierto punto, de la clase media”, en buena medida porque en la mayoría de los países las clases sociales urbanas se encontraban en la etapa inicial de su consolidación y mantenían aún sólidos vínculos con la población rural (Oliveira y Roberts, 1997: 233).

En términos de distribución de ingresos, durante la década de 1930, los grupos exportadores tradicionales se vieron afectados y, en cambio, se vieron favorecidos los grupos empresariales de la ISI y la ASI, que acumularon “jugosos beneficios” (Díaz Alejandro, 1988: 64). Desde luego, el escenario que venimos de describir de precios internos elevados, costos de fuerza de trabajo muy bajos y materias primas a disposición fueron factores esenciales para esa acumulación. En efecto, la década de 1930 estuvo signada por un proceso de acumulación sin distribución de ingresos en favor de los trabajadores. El cambio se produjo recién a partir de mediados de la década de 1940, cuando efectivamente hubo una distribución de ingresos de carácter favorable para ellos. No obstante, esta política se vio opacada por el aumento constante de la inflación, y consecuentemente, del costo de vida, que entre 1945 y 1955 llegó a duplicarse en los países más industrializados. Si bien la ISI elevó los niveles de consumo –a través del incremento en la producción de determinadas mercancías– esto no conllevó la transformación sustantiva de la estructura social. La ISI se sirvió de las viejas estructuras, de modo que, en rigor, hubo industrialización sin revolución industrial.

La Segunda Guerra Mundial puso de manifiesto la importancia de los cambios que venían desarrollándose desde el colapso de 1929, pues cuando se cerró el acceso a las importaciones extrarregionales, América Latina estaba en condiciones de articular más enfáticamente el proyecto de industrialización. Con todo, como se ha dicho, el proceso tuvo límites significativos.

Hacia 1945, los países de América Latina que habían sorteado los años críticos con la implementación de una industrialización relativamente exitosa pudieron pensar en completar el proceso de transformación de sociedades estructuralmente agrarias vueltas “hacia fuera” a sociedades modernas industriales vueltas “hacia dentro”, y por fin encauzarse en la senda del desarrollo autónomo o autosostenido. Pero, como es sabido, la historia tomó otro rumbo. Para el economista brasileño Luiz Carlos Bresser Pereira, se trata de un “subdesarrollo industrializado”. En otras palabras, la ISI generó un proceso de crecimiento, mas no de desarrollo industrial.

En la misma línea, Rouquié observa que los límites de la industrialización en América Latina se comprenden mejor si se tiene en cuenta que la ISI producía “bienes de acuerdo con un modelo de consumo exógeno” y que se basó en la producción de mercancías “poco adecuadas a las necesidades fundamentales de la mayoría de la población y destinadas a grupos sociales relativamente estrechos y privilegiados”. En la visión del mismo autor, la adopción de “políticas económicas de redistribución regresiva de los ingresos con el fin de crear un mercado concentrado para esos productos” (hacia la década de 1960, los automóviles particulares, la “línea blanca” de los electrodomésticos, la televisión, etc.) agravó las consecuencias de ese patrón imitativo (Rouquié, 1990: 278).

En términos generales, el desarrollo basado en la ISI y/o ASI falló porque no hubo un aumento de la composición técnica del capital. El crecimiento industrial se basó en el aumento de la fuerza de trabajo y en el agotamiento de las instalaciones disponibles. El crecimiento de la producción de artículos de consumo fue continuamente superior al incremento de la producción de medios de producción. No hubo inversiones en generación de energía ni en transportes. Por su parte, la agricultura, en general, tampoco se tecnificó significativamente. En aquellos países que las conocieron, la industrialización y la agricultura de sustitución de importaciones entraron en crisis en la década de 1960.

De la “política del buen vecino” a la Guerra Fría y la histeria anticomunista

Los años de gestación y explosión de la crisis de 1930 coincidieron con la progresiva cristalización de la hegemonía imperialista de Estados Unidos sobre la región. Ya se ha dicho que una de las formas que adoptó la vocación hegemónica de ese país fue el panamericanismo impulsado por el secretario de Estado James G. Blaine. Un aspecto destacable de la I Conferencia Panamericana, la celebrada en Washington en 1889-1890, fue la propuesta, finalmente fallida, de crear una Unión Aduanera. En aquella oportunidad, Argentina, principalmente, manifestó una fuerte resistencia: el delegado Roque Sáenz Peña acuñó la consigna “América para la Humanidad”, enfrentándose a la imperialista “América para los americanos”, justificación ideológica acuñada por el presidente James Monroe en la década de 1820 y más tarde reeditada por Theodore Roosevelt en su Corolario a la Doctrina Monroe.

Antes de la debacle de 1930 se realizaron otras cinco Conferencias Panamericanas, como ya se ha dicho en el capítulo 4. Los lugares de celebración (México, Rio de Janeiro, Buenos Aires Santiago de Chile, La Habana) marcan un claro derrotero de la voluntad de Estados Unidos por consolidar sus intereses en la región.

En los años veinte, la presión imperialista aumentó considerablemente y los reclamos de los supuestos socios latinoamericanos no tardaron en hacerse oír. La V y VI Conferencias Panamericanas estuvieron atravesadas por fuertes polémicas, en un contexto en el que la mayoría de los países latinoamericanos defendía la no intervención y la igualdad jurídica entre los Estados. Los años que median entre la Conferencia de 1928 y la de 1933 fueron los de apogeo de la lucha de Augusto César Sandino en Nicaragua por la soberanía nacional, alentada en la región por el APRA y por la Internacional Comunista, en este caso sobre todo a través de la Liga Antiimperialista de Bruselas, si bien las relaciones entre sandinistas y comunistas alternaron coincidencias y diferencias, e incluso rupturas. En este marco, fue singular la posición de Uruguay, que propició “la internacionalización de la doctrina Monroe” (Halperin Donghi, 1992: 297), coherente con una estrategia panamericanista de la diplomacia uruguaya que se hizo notar en varias oportunidades a lo largo de su historia.

En las primeras décadas del siglo XX, los objetivos de largo plazo inicialmente planteados por el panamericanismo se entremezclaron con otros de carácter más inmediato, en particular, con los delineados por el presidente Roosevelt y su ya mencionado Corolario a la Doctrina Monroe, por el cual se impuso la “política del garrote” (big stick), aunque hay que notar la doble estrategia de Estados Unidos: conferencias en América del Sur e intervención militar en América Central y el Caribe.

En verdad, el Corolario Roosevelt a la Doctrina Monroe fue la respuesta norteamericana a la Doctrina Drago, expresada en ocasión de la agresión anglo-alemana a Venezuela y llamada así en referencia al ministro de Relaciones Exteriores de Argentina, Luis María Drago, quien el 29 de diciembre de 1902 instruyó a su embajador en Washington, Martín García Mérou, informar al Gobierno norteamericano la posición argentina: la deuda de un Estado no podía ser argumento para justificar la agresión militar ni la ocupación de su territorio. Cabe notar que la Doctrina Drago apuntaba principalmente a las potencias europeas, sin advertir que, en rigor, el enemigo más peligroso para los Estados sudamericanos era la nueva potencia de América del Norte, como quedó de manifiesto muy poco tiempo después.

El sucesor de Roosevelt, William H. Taft (1909-1913), siguió una estrategia diferente: la “diplomacia del dólar”, aunque la política de Taft y luego la de su sucesor, Woodrow Wilson (1913-1921) y su New Freedom, en la práctica fueron tan intervencionistas como la del “garrote” de Roosevelt. Y si bien es cierto que bajo el Gobierno de Wilson, Estados Unidos acordó pagar a Colombia 25 millones de dólares en concepto de indemnización por los daños causados por el apoyo de Roosevelt a la separación de Panamá (como se ha visto en el capítulo 4), también es cierto que en 1914 invadió, sin mayores consecuencias, el puerto de Veracruz en México e intervino política y militarmente en América Central y el Caribe.

Durante la década de 1920, Estados Unidos ratificó sus intereses en América Central y el Caribe, especialmente en Nicaragua y Haití, donde las intervenciones se extendieron más allá de 1930. En el plano interno, los años veinte fueron para el país del Norte años de crecimiento económico, ampliación considerable del consumo y aumento notable de los niveles de ocupación. Sin embargo, hubo también signos inequívocos de fragilidad: fueron años de creciente especulación y de endeudamiento del sector agrícola. Al final de la década, la crisis sin parangón obligó a revisiones profundas. El dato más sobresaliente es tal vez el New Deal, implementado a partir de 1933 por el recientemente electo Franklin D. Roosevelt. En esta nueva coyuntura, Estados Unidos impulsó políticas proteccionistas montadas sobre un andamiaje de subsidios y leyes reformistas fundamentalmente orientadas a promover la recuperación económica del país después del crack de 1929.

Franklin D. Roosevelt introdujo un nuevo concepto en la política exterior de su país. Ahora, la denominada “política del buen vecino” (good neighbor policy) rechazaba la unilateralidad de la intervención de Estados Unidos en los asuntos de los países latinoamericanos. No obstante, esto no significó que el país del Norte resignara su vocación hegemónica, por el contrario, ella fue expresada por otros canales. En particular, se utilizó la vía diplomática para garantizar la seguridad mutua contra posibles agresores. La “política del buen vecino” se tradujo entonces en la elaboración de un complejo entramado de acuerdos, convenios e instituciones que culminaron en la creación de la Organización de los Estados Americanos (OEA) en 1948. Como ya se señaló, se abrogó la Enmienda Platt en Cuba, se retiraron las tropas de Nicaragua y Haití, y no hubo acciones significativas contra la política de expropiación de las empresas petroleras extranjeras en México.

Concluida la Segunda Guerra Mundial y con el recambio presidencial en Estados Unidos –de Roosevelt y su “política del buen vecino” al furibundo anticomunismo de Harry Truman (1945-1953)– el mundo entró en la denominada Guerra Fría. Estados Unidos montó más firmemente un “sistema interamericano”, cuya idea rectora era un sistema de seguridad hemisférico. En este contexto, en 1947 se firmó el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) en Rio de Janeiro. El TIAR condensaba en términos diplomáticos eso que en el plano militar era la Defensa Interamericana. Así quedó instalada en toda la región la idea de “solidaridad continental”, en verdad, un sistema de defensa frente a un eventual ataque extracontinental que identificaba en el comunismo a su más acérrimo enemigo.

En 1948, la Carta de Bogotá fue la partida de nacimiento de la OEA. También, en estos años la Organización de las Naciones Unidas (ONU) reemplazó a la Liga de las Naciones (1920-1946). Con estos cambios, la Unión Panamericana se convirtió en órgano central de la OEA.

En 1933, la VII Conferencia Panamericana reunida en Montevideo había consagrado los principios de no agresión y conciliación de la “política del buen vecino” e iniciado una nueva etapa en la institucionalización de las relaciones de Estados Unidos con América Latina. En este nuevo marco, de “cooperación interamericana”, tuvo lugar un evento clave para la institucionalización de los reclamos de las mujeres. En la VI Conferencia Panamericana de 1928, el delegado por Uruguay, Jacobo Varela Acevedo, había propuesto que se oyese a las mujeres representantes de las asociaciones femeninas. La iniciativa fue aceptada y las mujeres de varios países de América tuvieron acceso al debate público internacional. Como resultado, ese mismo año, se creó la Comisión Interamericana de Mujeres (CIM). En 1933, por iniciativa de la CIM reunida en Montevideo, se promovió y se adoptó la Convención Interamericana sobre la Nacionalidad de la Mujer, primer instrumento que reconocía los derechos específicos de las mujeres y que les permitía mantener su nacionalidad de origen en caso de matrimonio con extranjeros, situación muy frecuente en países de fuerte presencia de inmigrantes, como Argentina, Brasil y Uruguay. En 1938, la VIII Conferencia Panamericana aprobó la Declaración de Lima, en la que hubo consideraciones a favor de los derechos de las mujeres. Seguramente, la participación de las mujeres en el mercado de trabajo en el nuevo contexto de impulso a la industrialización guarda relación con todos estos cambios.

Con este marco internacional, en varios países latinoamericanos los derechos de las mujeres fueron revisados y ampliados sustantivamente. A cierta ampliación de la esfera de derechos sociales, que había tenido lugar durante las primeras décadas del siglo, se sumaba ahora la extensión de los derechos políticos (y algunos intentos exitosos de ampliación de los civiles, como en Uruguay). No fue ajeno a todo esto la presión ejercida por las organizaciones de mujeres.

Pronto, el compromiso de no intervención del “buen vecino” asumido por Estados Unidos comenzó a desmoronarse, especialmente a partir de 1941. Después del ataque a Pearl Harbor, los países de América Central y el Caribe inmediatamente se alinearon detrás de Estados Unidos, siendo Cuba y Costa Rica los primeros en declarar la guerra al Eje, aunque en el segundo de estos países solo contra Japón. En Cuba, el Gobierno de Fulgencio Batista explicitó su sólida vinculación dependiente: el 9 de diciembre de 1941, apenas 48 horas después del ataque japonés a la flota estadounidense, el Congreso votó, a solicitud del presidente, la declaración de guerra a Japón. El 11 la extendió a Alemania e Italia. Mediante dos convenios secretos de cooperación militar y naval con Estados Unidos, firmados en septiembre de 1942 y febrero de 1943, las Fuerzas Armadas de Cuba cooperaron con los norteamericanos durante toda la guerra, permitiéndoles el establecimiento de bases aéreas en San Antonio de los Baños, San Julián y Camagüey, y, en particular, participando en la persecución de los submarinos alemanes que operaban en aguas cubanas y vecinas, y en la formación y custodia de convoyes marítimos que transportaban mercancías y material de guerra entre ambos países.

México se sumó a la guerra en mayo de 1942 y un escuadrón aéreo profesional tuvo alguna intervención militar. Brasil experimentó el hundimiento de un alto número de barcos mercantes por parte de la marina nazi, lo cual llevó al Gobierno de Vargas a la declaración de guerra a Alemania en noviembre de 1942, dando lugar a la más importante participación latinoamericana en los frentes de combate, particularmente en el italiano. Pero en el resto de América Latina hubo posiciones más díscolas, frente a las cuales Estados Unidos adoptó una política de presiones crecientes. En Uruguay, en nombre de la causa aliada, Estados Unidos –que estaba reemplazando al Reino Unido en las relaciones de dependencia del país rioplatense– apoyó el golpe de Estado del presidente Alfredo Baldomir, en febrero de 1942: se trataba de defender la “democracia” y arrasar con el “fascismo” que se le imputaba a la oposición. Finalmente, en febrero de 1945, ya bajo la presidencia de Juan José de Amézaga, el Gobierno uruguayo declaró la guerra al Eje, poniendo fin a una neutralidad que nunca dejó de ser favorable a los aliados (y buena prueba de ello fue la actitud adoptada cuando el acorazado alemán Admiral Graf Spee entró en 1939 al puerto de Montevideo para reparaciones y fue conminado por el Gobierno de Baldomir, sujeto a presiones de las embajadas norteamericana y británica, a retirarse, no sin antes dar tiempo a la Royal Navy para aproximarse, enfrentarlo y hundirlo en la llamada batalla del Río de la Plata). Perú, Ecuador, Paraguay y Venezuela entraron en la guerra entre 1944 y 1945. Argentina –donde, a diferencia de Uruguay, la neutralidad encubría las simpatías del Gobierno y el Ejército por los nazis– recién declaró la guerra a Alemania en marzo de 1945. También Chile se resistió a brindar su apoyo militar a Estados Unidos hasta último momento y solo declaró la guerra a Japón (manteniendo la neutralidad con Alemania) sobre el final de la conflagración mundial (lo cual aconteció entre mayo y septiembre de 1945).

La América Latina de la década de 1950 no escapó a la cruzada anticomunista encarnada en Joseph McCarthy e irradiada desde Estados Unidos a todo el mundo occidental. En efecto, esos años fueron los de la definición del poderoso y terrorífico concepto Seguridad Nacional introducido por Dwight D. Eisenhower, político y militar presidente de Estados Unidos entre 1953 y 1961. En el contexto de la Guerra Fría, la política exterior de Eisenhower, seguido de su secretario de Estado John F. Dulles, se basó en el uso de la amenaza nuclear como instrumento disuasivo de la intervención soviética (o de la supuesta influencia soviética) en cualquier parte del mundo. El año 1959, el del comienzo de la Revolución Cubana, fue un parteaguas, es cierto, pero su impacto se proyectó sobre estructuras, en particular sobre las jurídicas y las mentales, que se incubaron en esa oscura década de 1950.

1. Tomamos de Ansaldi (2003a) varios fragmentos.

2. Esta sección reitera, con pocas modificaciones, lo sostenido en Ansaldi (2003a).

3. Los párrafos sobre el primer feminismo están basados en Giordano (2003b) y (2004).

4. Esta interpretación es la que propone Barrancos (2002) para el caso de Argentina y aquí la hacemos extensible al conjunto de la región.

5. Valobra (2010) ha llamado la atención sobre la reducción de los derechos políticos a la dimensión del voto, señalando que de este modo se soslaya la dimensión de representación respecto de la cual los derechos femeninos tuvieron que recorrer un trayecto bastante más allá de la sanción del sufragio (y que, añadimos, alcanza a las leyes de cuota).

6. El PSR fue la base del PC de Colombia, creado en julio de 1930.

7. El DOPS fue creado –sobre la base de anteriores organismos estaduales– para centralizar, bajo la dependencia del Gobierno federal, actividades de control de movimientos políticos y sociales y de sus dirigentes. Entre 1964 y 1974, bajo la dictadura, alcanzó un alto nivel de autonomía y se hizo tristemente célebre –sobre todo el de São Paulo– por su feroz acción represiva. Por su parte, la CLT transitó incólume el período de la democracia populista y fue aprovechada y reforzada durante la dictadura.

8. La expresión deriva de pelego, la piel de carnero con lana, empleada para cubrir y adornar las ancas del caballo (gualdrapa), pero en el lenguaje popular, e incluso en el científico-social, designa al dirigente sindical que actúa como portavoz y/o partidario, cuando no agente más o menos disfrazado, de la política del Ministerio de Trabajo, antes que de las posiciones de sus representados. El pelego hace, respecto de sus compañeros, lo que la piel del carnero al jinete: suaviza las fricciones, pero popularmente, se lo considera traidor de la clase obrera. El peleguismo se afirmó durante la fase populista y persistió bajo la dictadura, comenzando a ser erosionado desde fines de la década de 1970 (y por fuerza en la de 1980) con la aparición del novo sindicalismo.

9. Las sucesivas presidencias de cuatro integrantes de la familia a lo largo de casi dos décadas hizo que el período se conociera como el de la “dinastía Meléndez-Quiñonez”: Carlos Meléndez (1913-1914 y 1915-1918), Alfonso Quiñónez Molina (1914-1915 y 1918-1919 –como provisional– y 1923-1927), Jorge Meléndez (1919-1923) y Pío Romero Bosque (1927-1931). Jorge y Carlos eran hermanos, mientras Alfonso era cuñado de ambos, amén de ser vicepresidente de uno y otro de los hermanos Meléndez. Romero Bosque no pertenecía a la familia consanguínea pero fue considerado parte de ella por su condición de médico personal de la misma. Significativamente, varias de sus medidas afectaron los intereses de sus protectores. Con él concluyó la llamada “República Cafetalera”, iniciada en 1876 con la presidencia de Rafael Zaldívar.

10. El llamado Tercer Período de la Internacional Comunista (todavía con Nikolái Bujarin como presidente de su Comité Ejecutivo) comenzó con el VI Congreso Mundial de la organización (Moscú, 1928). Próxima la crisis del capitalismo, se aprobó la consigna de “clase contra clase” y el Programa de la Komintern. Durante el VII Congreso, reunido en agosto de 1935, la Internacional Comunista (dirigida desde 1934 por el búlgaro Georgi Dimitrov, tras el desplazamiento de Bujarin, en 1929), renegó de la concepción anterior, evaluada como ultraizquierdista, y adoptó la del Frente Popular como instrumento para enfrentar al fascismo.

11. Para Nora Hamilton (1983) el cardenismo no encaja exactamente en la definición clásica de populismo. El argumento principal es que la revolución había movilizado a las masas (fundamentalmente, las campesinas) y los sectores vinculados a la oligarquía ya habían sido desplazados. Asimismo, Hans Tobler (1994) argumenta que los industriales, aunque se beneficiaron de las políticas del Estado, no fueron formalmente parte de esa alianza e incluso importantes grupos de ellos entraron, en varias ocasiones, en conflicto con tales políticas. Mario Petrone (2003) confronta más detalladamente las distintas interpretaciones.

12. Al respecto, Arditi (2004a: 77-78) afirma: “determinar cuándo el modo de representación y el lado inquietante cruzan la línea y se convierten en un reverso de la democracia es una cuestión de juicio político y no puede ser establecido por mandato conceptual”.

13. Desde nuestra perspectiva, reiterémoslo, el populismo es siempre expresión de una forma de la democracia.

14. Mackinnon y Petrone definen tres rasgos que componen esa “unidad analítica mínima”: a) una situación de crisis y de cambio como condición de emergencia; b) la experiencia de participación como sustento de la movilización popular, y c) el carácter ambiguo de las experiencias populistas. Por su parte, Petrone (2003: 271), utiliza la definición de populismo como “articulación de rasgos” para el estudio del caso mexicano. Allí, se propone pensar el fenómeno populista “de manera afirmativa”, esto es, buscando poner en relieve lo que el populismo es y no aquello de lo cual este carece (fundamentalmente, en relación con las democracias de masas “típicas”).

15. La lucha corporativa organiza la lucha política de clases en torno al principio nacional-estatal, mientras la lucha hegemónica lo hace alrededor del principio nacional-popular.

16. Apelamos aquí al muy conocido fragmento “Análisis de las situaciones. Relaciones de fuerza” (Gramsci, 1975: III, 1578-1589, particularmente pp. 1581-1582).

17. Oliveira Vianna fue un influyente consultor jurídico del Ministerio de Trabajo durante las gestiones de Lindolfo Collor (1930-1932) y Joaquim Pedro Salgado Filho (1932-1934). El primero de estos –abuelo materno de Fernando Collor de Mello– es clave para entender la política laboral de Vargas.

18. En el formato de representación estatista “los dirigentes políticos son reclutados de entre las personas que ocupan cargos dentro del aparato del Estado” (Therborn, 1979: 237). La variante estatista en la que se inscribe el varguismo es resultado “de los reagrupamientos y cambios en el equilibrio de fuerzas entre las diversas fracciones y sectores” de la burguesía producidos por la combinación de colapso del formato tradicional de notables en la constitución de una representación unificada de la clase dominante (mucho más que en materia de estructurar a las masas), crisis económica y divisiones en el interior de esa clase. Otro tipo de formato estatista es, siempre según Therborn, la dictadura militar contrarrevolucionaria, que en Brasil fue impuesta por el golpe de 1964.

19. El caso de Argentina es analizado aquí conforme lo planteado en Ansaldi (1995).

20. Utilizamos las expresiones movimientos orgánicos (“relativamente permanentes”) y movimientos de coyuntura (“ocasionales”) en el sentido señalado por Gramsci (1975: III, 1579-1580).

21. En el muy largo artículo 27, la Constitución de 1917 estableció: “La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional corresponde originariamente a la Nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a los particulares constituyendo la propiedad privada. […] La nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el de regular el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, para hacer una distribución equitativa de la riqueza pública y para cuidar de su conservación”. Finalmente, dispuso declarar “revisables todos los contratos y concesiones hechos por los gobiernos anteriores desde el año de 1876, que hayan traído por consecuencia el acaparamiento de tierras, aguas y riquezas naturales de la nación por una sola persona o sociedad, y se faculta al Ejecutivo de la Unión para declararlos nulos cuando impliquen perjuicios graves para el interés público”.

22. Las empresas ferroviarias francesas eran tres y fueron compradas por el Estado en diciembre de 1946. Para entonces llevaban 14 años sin pagar dividendos.

23. La renacionalización de los ferrocarriles argentinos ha sido objeto de dos explicaciones antagónicas: para una de ellas implicó un acto de soberanía nacional; para otra, un gran negocio para el capital imperialista.

24. En las elecciones presidenciales de 1960, a instancias de Lacerda, impulsor de la tesitura de “aliarse con el pueblo”, la UDN apoyó la candidatura triunfante de Jânio Quadros, un outsider del sistema tripartidario, en una especie de triunfo electoral tantas veces negado. Después de la renuncia de Quadros la UDN se opuso con mucha fuerza al presidente trabalhista João –“Jango”– Goulart, a cuyo derrocamiento, en 1964, contribuyó decisivamente. En 1965, en el marco de la dictadura, los udenistas pasaron a ser parte de la oficialista Aliança Renovadora Nacional (ARENA).

25. Uno de los motivos por los cuales no tomamos in toto la definición de Touraine (1989: 165-166) de Estados populistas es porque el sociólogo francés, a pesar de la demoledora crítica de Florestan Fernandes en 1971, sostiene que América Latina no es explicable en términos de clases, sino de categorías sociopolíticas (oligarquía, pueblo, inteligencia). De ahí nuestro interés en subrayar como elemento nodal el componente policlasista que brinda Weffort.

26. Diferimos con el colega boliviano, de cuyo texto se desprende la convicción de que la revolución democrática tuvo y/o tiene como sujeto principal a la burguesía. La evidencia histórica muestra que la burguesía no ha sido ni es una clase constitutivamente democrática. En América Latina, menos aún que en otras partes del mundo.

27. El mencionado Consejo fue establecido por la Constitución de 1919. Fue expresión del acuerdo entre colorados y blancos para permitir a estos tener alguna participación en las decisiones de Gobierno. En 1933, Terra terminó con él.

28. Por el pacto, los cinco cargos de los consejos directivos de los entes autónomos se repartían proporcionalmente a los votos obtenidos. Posteriormente, ambos partidos, en su totalidad, incorporaron el reparto a la Constitución Nacional (reforma de 1951), redefinido conforme la regla de 3 y 2: tres para el partido mayoritario, dos para el minoritario. La componenda fortificó las prácticas clientelares. El mote despectivo de “pacto del chinchulín” fue puesto por Herrera, marginado del acuerdo.

29. Nos parece necesario destacar que el proceso costarricense de modernización, con el triunfo del civilismo, se desarrolló pari passu uno muy parecido en Uruguay, donde también fue un militar quien inició la primacía del civilismo sobre el militarismo. Ese papel lo desempeñó el general Máximo Tajes, presidente entre 1886 y 1890, cerrando el ciclo militarista iniciado, junto con el proyecto modernizador, por el coronel Lorenzo Latorre (1876-1880), quien renunció a su cargo por considerar a los uruguayos ingobernables. El sucesor de Tajes, el civil Julio Herrera y Obes (1890-1894), completó la transición. En ambos países, también, la Iglesia fue neutralizada como factor político, aunque Costa Rica mantuvo (hasta hoy) la religión católica como oficial y, en la década de 1940, la Iglesia Católica volvió al ruedo político.

30. Costa Rica había declarado la guerra al Eje y controlado a los alemanes residentes en el país, incluso enviando a algunos cientos de ellos a campos de concentración en Estados Unidos. También autorizó la radicación de una misión militar y la construcción de instalaciones bélicas estadounidenses en su territorio. Recibió, a cambio, “ayuda” económica. La política de Calderón (que inicialmente había complacido al Gobierno norteamericano) deterioró las relaciones en 1942-1943, no solo por la alianza con los comunistas sino también por la política social que afectó los intereses de la UFCo.

31. Tratamos el caso de Guatemala en sección aparte en razón del impacto que tuvo la Revolución de Octubre de 1944.

32. Esta situación ha sido (y sigue siendo, potencialmente) típica del comportamiento de las burguesías latinoamericanas. Véase Ansaldi (2007a: 35).

33. Guiteras reivindicó la lucha armada como recurso para derrocar a Machado. En 1935, mientras planeaba una insurrección, fue apresado y asesinado.

34. En el caso de Colombia, el momento que puede caracterizarse como de “aparición de coaliciones de contendientes con aspiraciones de controlar el Estado incompatibles entre sí” corresponde a un momento posterior (1948-1958) a la fase de movilización “de una parte importante de los ciudadanos” a favor de las aspiraciones de un grupo de contendientes (fundamentalmente, los liberales en los años 1930-1936; y más tarde, el gaitanismo). Como se verá en el próximo capítulo, la movilización de masas de 1948 y los años posteriores tuvo un fuerte contenido popular en ambas coaliciones contendientes (liberales –sobre todo– y conservadores), aunque decididamente carentes de estrategia, organización y dirección claras, vis-à-vis la incapacidad de las clases dominantes de institucionalizar el conflicto en lo inmediato.

35. Véase una discusión de las categorías de Tilly aplicadas al caso de Guatemala en Rostica (2006).

36. Un activo promotor de la intervención norteamericana en Guatemala, entendida, en tanto lucha contra el comunismo, fue Spruille Braden, el mismo de la oposición a Perón en Argentina. Durante el Gobierno de Truman se desempeñó como subsecretario de Asuntos Hemisféricos. Durante las negociaciones de paz entre Bolivia y Paraguay, al concluir la Guerra del Chaco, integró la comisión encargada de fijar los límites entre ambos países, operando en defensa de los intereses de la Standard Oil Co. En su actividad privada fue uno de los propietarios de la minera Braden Copper Company, que operaba en Chile, director de Relaciones Públicas de la UFCo y fundador de la ultraderechista John Birch Society. Alan Dulles, director de la CIA, John Moors Cabot, subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos, y el embajador Henry Cabot Lodge eran accionistas de la UFCo.

37. Tomamos como referencia la Constitución de 1967. En torno a ese año se produjeron otros acontecimientos significativos: el golpe de 1964 en Brasil, la creación de una Escuela Superior de Guerra en 1968, y un elemento que señala Diego Abente (1989): a partir de la década de 1960 el sistema de partidos paraguayo se puede definir mejor como un sistema hegemónico (colorado) pragmático, dada la extrema debilidad del Partido Liberal después de tantos años de represión.

38. “El despotismo [en el sentido definido por Jean-Jacques Rousseau en Du contrat social] republicano [...] incluye la idea del funcionamiento formal de la democracia, que invariablemente implica la existencia de un espacio político real diferenciado y diferenciable de los regímenes militares dictatoriales, en los cuales la referencia a la legitimidad se encuentra en el pasado (acción del terrorismo) o en el futuro (regreso a la democracia) pero en ningún caso en el presente. La república despótica, en cambio, intenta legitimidad en el presente. A diferencia de las dictaduras más o menos frecuentes, la república despótica es capaz de instaurar dominación política y hegemonía social” (Delich, 1981: 197 y 199).

39. Las compañías petroleras Royal Dutch Shell, Gulf y Standard Oil controlaban el 98% del mercado de exportación.

40. Se llama así al período comprendido entre el acceso a la presidencia de Cipriano Castro (1899) y el derrocamiento de Isaías Medina Angarita (1945). La denominación obedece al hecho de que durante esos cuarenta y seis años los cuatro presidentes que gobernaron el país habían nacido en el andino estado de Táchira, en el Occidente del país.

41. En 1941, el presidente Medina Angarita fundó Partidarios de las Políticas del Gobierno (PPG), luego Partido Democrático Venezolano en 1943. Fue el partido de la burguesía que, siguiendo a este general, había roto con lo que persistía del gomecismo y postulaba la democratización política. También atrajo a algunos intelectuales e incluso logró algunas adhesiones populares. En 1944 concurrió a elecciones municipales aliado con los comunistas, hecho que motivó la escisión de los partidarios del general López Contreras. Después del golpe de Estado de octubre de 1945, fue ilegalizado.

42. Agradecemos los comentarios y observaciones que a esta sección nos hiciera Ángel Rivera Quintero, permitiéndonos una mejor comprensión del proceso.

43. El clásico libro de Warren Dean es The Industrialization of São Paulo 1880-1945, Austin, 1969.