13
En medio de la noche algo despertó a Sara. Al abrir los ojos vio la silueta masculina recortada en la oscuridad contra el fuego de la chimenea y se asustó. Iba a comenzar a gritar cuando una mano enorme le cubrió los labios. Reconoció el aroma de Alexander en el momento en que él la levantó en vilo.
—Soy yo, Sara, debemos irnos, vienen varios hombre hacia aquí.
Arrastró a Sara hasta la ventana. Desde allí observaron las sombras que se movían entre los árboles portando parpadeantes linternas.
—Corre, apresúrate a recoger algo de ropa. Será mejor que salgamos de aquí. A los sirvientes no les harán nada.
—¿Estás seguro?
—Obedece, Sara. No es tiempo de cuestionarme. —Ella le hizo caso y empezó a sacar ropa del armario que fue arrojando sobre los cobertores. —Vístete, no tenemos tiempo para más. —Alexander cogió las cuatro esquinas de la colcha y fabricó un hatillo.
Sara se puso el vestido todo lo rápido que pudo y bajó las escaleras con los botines en la mano. Alexander la seguía muy de cerca con una mirada apreciativa que abarcaba su cintura esbelta y las redondeadas caderas. Ella no se había abotonado el vestido y se ahuecaba en la espalda mostrando una fina camisa de batista.
—¡Por aquí! —avisó Sara abalanzándose por la puerta trasera al tiempo que se colocaba una capa oscura.
—Señorita…
—¡Job! Tengo que marcharme.
El mayordomo asintió y miró a Alexander con ojos preocupados.
—Cuídela mucho.
—Job yo escribiré a mi padre cuando pueda. No le alarmes por favor.
El hombre sostuvo la puerta para que ambos saliesen de la casa.
—Entreténgalos todo lo posible —dijo Alexander.
Era noche cerrada y la lluvia, aunque no caía con fuerza, empapaba.
—¿De quién es ese carro? —preguntó él cogiendo la mano de Sara para que le mirase.
Había una vieja carreta apostada junto al muro exterior.
—De la casa, la utilizamos para la leña. Podemos coger a Molly, la mula.
—Iré yo.
Sara le indicó dónde estaban las cuadras y mientras él fue a buscar a Molly, ella se acomodó en el carro como pudo y colocó el bulto de ropa en la parte trasera, muy cerca de ella. El suelo de la carreta estaba cubierto por serrín húmedo y virutas de madera.
La espera se hizo larguísima y por fin, Sara suspiró aliviada cuando el hombre regresó con la mula. Tardaron menos de un minuto en ponerse en marcha abriéndose paso por un camino embarrado. El maltrecho carro crujía peligrosamente con cada movimiento pareciendo que fuera a romperse.
—¿Dónde vamos, Yaron? —Sara se arrebujó bajo la capa. Su hombro rozaba el costado de Alexander que con gesto concentrado trataba de guiar a Molly en la oscuridad.
—A la ciudad de Dundee. Con un poco de suerte encontramos un barco en el puerto.
—¿Un barco? —repitió ella con ojos entrecerrados—. ¿Otra vez vamos a ir en barco?
Yaron asintió. Tenía los ojos clavados en cada sombra del camino.
—Iremos a mi casa. Allí estarás a salvo hasta que aclaremos todo.
—¿Y si no quiero volver a subir a un barco? —musitó atemorizada.
—Tienes muy malos recuerdos, ¿verdad? —dijo él con una nota de compasión. Sin previo aviso rodeó la cintura de Sara con un brazo. Inclinó la cabeza hasta que sus labios estuvieron junto al oído de la joven—. No todo fue horrible.
Ella se había colocado la capucha y había dejado de respirar. Podía sentir el aliento de Alexander a través de la tela. Como no contestó nada, él la soltó de nuevo y continuaron el trayecto en silencio. Una vez en la ciudad dejaron a Molly y la carreta en unos establos y buscaron habitación en una posada.
El dormitorio estaba agradablemente decorado en tonos amarillos, pero era un pequeño cuarto con una cama, una mesilla y un viejo y endeble armario.
—¿Te marchas? —le preguntó Sara cuando vio que él se disponía a salir de nuevo.
—Me acercaré al puerto, no te preocupes. Cierra la puerta con llave.
Él se marchó y la muchacha sacó el papel con los accesorios de escribir que el dueño de la posada les había proporcionado. Después se atrevió a echarse un ratito en la cama sin siquiera desvestirse.
Las horas se arrastraron con lentitud y la luz del nuevo día penetró a través de las pesadas cortinas que cubrían una ventana alargada.
Ante el sonido de los golpes de la puerta, Sara se estiró la falda y abrió a Yaron.
—¿Y bien? —preguntó ella observándole fijamente. Estaba empapado por la lluvia.
—El Dover está anclado y sale en menos de una hora. Conozco al capitán y he hablado con él. Ha aceptado venderme dos pasajes, pero para eso he tenido que decirle una pequeña mentira.
Ella frunció el ceño.
—¿De qué se trata?
—Le he dicho que acompaño a mi hermana de vuelta a casa.
—¿Y qué ha dicho?
—No hay problema siempre que no nos retrasemos en llegar. El segundo de abordo compartirá su camarote conmigo. El navío lleva mucha mercancía por lo que no seremos muchos pasajeros. El capitán Fergus me dijo que llevaba a su tía hacia Jacksonville y que seguramente estaría encantada de compartir el camarote contigo.
—¿Jacksonville? ¿Eso queda cerca de tu casa?
—Sí, posiblemente uno de los puntos más cercanos. Sara, el capitán Fergus es un señor muy amable, por favor te pido que no hables del Gitano delante de él. Verás, en alguna ocasión han tenido algún enfrentamiento en mar abierto.
—¡Qué extraño! —murmuró sarcástica—. Yo creía que el Diábolo no atacaba nunca.
—Alguna vez debe provisionarse en mitad de un viaje, normalmente cuando se queda sin víveres por algún motivo. En estos pequeños asaltos no suele haber daños ni bajas —dijo él en un suave siseo.
Sara había logrado enfadarlo. Pero ella estaba igualmente enfadada por tener que embarcar rumbo a lo desconocido.
—Puedes estar tranquilo, Alexander, no pienso decir nada. —Se cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Cómo se te ha ocurrido decir que somos hermanos si ni siquiera nos parecemos?
—Inventa lo que quieras, Sara. ¿Has escrito la carta?
Ella asintió entregándosela. Iban a dejarla en la posada para que se la hicieran llegar al señor Hamilton en Londres.
—Todo saldrá bien, preciosa.
Ella suspiró. Negó con la cabeza.
—Estas cosas nunca salen bien.
Alexander y ella recogieron lo poco que llevaban y dejaron la habitación. Sara se había cambiado el vestido por uno limpio de color azulado que presentaba bastantes arrugas.
—Por cierto —dijo él mirándola—, hay un baúl con prendas de mujer a bordo. Es para ti.
—¿Has robado… ropa? —preguntó sorprendida.
— Si te molesta usar prendas usadas no lo hagas.
Sara tragó con dificultad y caminó con la espalda erguida junto al hombre hasta el mostrador de piedra con la base de baldosas de cerámica, un estilo bastante común por la zona.
Un hombre fuerte, con la cabeza completamente rasurada, entregó a Alex un pequeño bulto y esté le dio la carta de Sara. Se despidieron con un rápido apretón de manos.
—¿Qué te ha dado? —preguntó la joven intrigada.
—Algo de comer y fruta. —Metió la mano y sacó una manzana—. ¿Quieres?
Sara negó con la cabeza. Tenía un nudo en la boca de su estómago. ¿Estaría haciendo lo correcto fiándose de Yaron, otra vez?