14
El señor Fergus era un hombre de mediana edad muy amable y tranquilo. Sus ojos celestes y su cabello blanco destilaban confianza, al igual que su tía. La señorita Lucrecia, como la llamaban a pesar de ser una mujer muy mayor, era una persona encantadora y supo ganarse el corazón de Sara con tan solo una sonrisa.
De pasajeros eran catorce personas y aunque en un principio la mayoría no se conocían, la cordialidad entre ellos fue buena y a veces hasta divertida.
Yaron se metió tan de lleno en su papel de hermano protector, que los pocos jóvenes que trataban de acercarse a Sara le temían.
—¿Qué haces para que todos te persigan? —llegó a preguntarle a Sara, cansado de que pidiesen su permiso una y otra vez para poder acompañarla.
—¡Pues nada! ¿Qué voy hacer? ¡Puede que a ti yo no te guste, pero a otros sí! —le respondió ella enfadada porque él pensara que estaba provocando a los hombres adrede.
Ambos se hallaban ante una estrecha puerta que accedía a la planta inferior. Acababan de comer y algunas de las mujeres se retiraban a descansar, entre ellas Sara, ya que por la noche Lucrecia roncaba tanto que no dejaba descansar ni a los viajeros que tenían su camarote cerca del de ellas.
El barco no tenía mucha diversión y la tarea de fingir que Yaron era su hermano estaba siendo complicada. Mucho más cuando él no parecía disimular y se mostraba tan atento y cariñoso con ella. Por ese motivo Sara estaba tensa todo el día. Y también porque había dos señoritas a bordo que con descaro perseguían a Alexander y para ello se acercaban a ella con el propósito de estar más cerca de él.
—No te confundas, preciosa, siempre me has gustado —respondió Alexander, despreocupado.
Sara dilató los ojos con incredulidad.
—Lo has disimulado bien.
—No te hagas la inocente. Lo sabes desde un principio.
Ella no quiso que se lo aclarase y cambió de conversación hacia otro tema mucho más seguro.
—¿Tú también vas a descansar, Yaron?
—Tengo una cita. —Sonrió divertido cuando Sara arqueó las cejas—. La señorita Lucrecia quiere jugar a los naipes un rato. ¿Te apuntas?
—No creo que deba. —Se encogió de hombros y pasó la mano sobre la falda de tafetán amarillo. Uno de los muchos vestidos que había en el arcón y que había descubierto que pertenecía a una dama conocida del capitán Fergus, quien amablemente se los cedió antes de venderlos en el mercado. Yaron se había reído de lo lindo al ver su cara cuando se enteró de que las prendas no habían sido robadas.
—¿No sabes jugar? ¿Tú? ¡No lo creo! —Los ojos turquesas brillaron con asombro.
Sara rió divertida.
—¡Claro que sé jugar! Es solo que se me va la mano sin querer… y acabo haciendo trampas.
Yaron soltó una carcajada que movió sus hombros. ¡Sara haciendo trampas! ¡Lo creía!
Esos días, la unión entre ellos se había estrechado bastante. No era la clase de relación que ambos deseaban, pero sí una buena base donde fomentar la amistad y comenzar a confiar el uno en el otro. A veces paseaban silenciosos por cubierta pendiente de la cercanía de sus cuerpos, y a un tiempo perdidos en sus pensamientos. Los envolvía un aire de tranquilidad y calma donde las disputas se habían quedado olvidadas en tierra firme.
—Querida, me sorprende el color de ojos de Yaron. Es realmente bonito. ¿De qué parte de la familia proviene? —preguntó una noche Lucrecia a punto de meterse en la pequeña cama.
—Supongo que de su padre —respondió Sara—, no lo conocí. —No quería mentir a la mujer, de modo que solía evitar las preguntas personales. Sin embargo, con Lucrecia eso era difícil, su carácter alegre y jovial, la brillante chispa de sus ojos, su curiosidad por saber… Sara no podía culparla. La señorita Lucrecia era viuda desde hacía muchos años y durante su matrimonio no había tenido hijos. Vivió adorando a todos y cada uno de los sobrinos que sus dos hermanos tuvieron, todos varones. Ahora veía a Sara como a su hija, y sus ojos de águila no habían pasado por alto las miradas que dedicaba Alexander a la joven. La señorita Lucrecia tenía la mente muy joven, tanto que no se correspondía a sus cansados huesos.
El camarote que ambas compartían era tan estrecho que apenas si cabían las dos estando de pie, por eso siempre optaban por vestirse y desvestirse primero una y luego otra.
—¿Está lista, señorita Lucrecia?
—Cuando quieras, Sara.
La anciana esperó a que la joven se acostara para preguntarle:
—¿No crees que la dama Ronnie es muy linda para tu hermano?
—¿Nicole? ¡No! —Sara agradeció que en la oscuridad nadie pudiese ver sus ojos de miel dorada lanzando peligrosos destellos contra el techo del cuarto—. Alex… es decir, mi hermano… no aguantaría mucho tiempo a una persona así. Se ve a la legua que sus risas son fingidas y suenan como lo haría una bruja. —Lucrecia rió y la cama pareció vibrar bajo el movimiento de su peso—. Además se preocupa más porque no se le despeine el cabello que por otra cosa, sin contar que aborrece el mar y eso con Yaron no va, él adora navegar.
—No hace falta que te enfades. —Siguió riendo la mujer—. ¿Y de la señorita Helen? ¿Algo que decir?
Sara guardó silencio por un rato. ¿La señorita Lucrecia estaba provocándola?
—¿Y bien, niña?
Sara pensó con rapidez. Helen era una muchacha muy hermosa y sin un solo defecto visible.
—Es demasiado impecable, amable, divertida y cariñosa —dijo al fin. ¿Qué más podía decir de alguien tan perfecto?—. Yaron se aburriría con tanto empalago. A él le gusta que alguien le lleve la contraria en algunas ocasiones, prefiere que le digan las cosas de frente y necesita que le ayuden a analizar sus puntos de vista. Es muy terco, pero el mejor hombre que he conocido. Se enfada con facilidad, pero yo sé que dice cosas que no siente. Odia la mentira, la falsedad. —Tembló su voz emocionada. Justo por ese motivo él la había apartado de su lado—. Es valiente y abierto a las aventuras, peligroso y temible cuando la situación lo requiere.
—Se nota que es tu hermano —musitó la señorita Lucrecia—, has descrito a un héroe.