24
Erika Hamilton salió a recibir al impaciente hombre que había golpeado el portón de la casa con insistencia y que ahora se dedicaba a recorrer el vestíbulo con furia. Cuando el mayordomo le había contado quién era el visitante, ella se extrañó.
—¡Señor Alexander! Qué alegría verle de nuevo —le saludó con jovialidad—. ¿A qué se debe el placer de su visita?
—Necesito hablar con Sara, es muy importante.
La joven terminó de bajar la ancha escalinata deteniéndose ante él. El hombre era realmente alto y Erika tuvo que admitir que sumamente guapo y varonil también, quizá como uno de los protagonistas de las novelas que solía leer Sara.
—¡Me asustó! —le reprochó con un mohín de disgusto—. Pensé que habría ocurrido algo.
Los ojos turquesas brillaron confusos. Tomando súbita conciencia de su falta de modales se ruborizó levemente.
—Lo siento mucho, señorita Hamilton. No era mi intención causarle alarma.
—No pasa nada. —Le miró con una pizca de compasión. Él verdaderamente parecía afectado—. Sara salió muy temprano esta mañana y aún no ha regresado. Puede esperarla porque no creo que se demore.
—Veré si puedo venir más tarde —respondió él con un deje de desilusión.
—¡Espere! ¿Por qué no se queda, Alexander? Mire —Le señaló a través de las ventanas donde había comenzado a caer una ligera llovizna—, se va a mojar. Pase y acompáñeme un rato.
—No quiero causar problemas.
—¡Claro que no lo hará! —Erika le indicó el camino, aunque él ya lo conocía de sobra—. Voy a echar un vistazo a mi querido sobrino y me reúno con usted enseguida.
Alexander se quedó helado durante unos segundos, como si alguien le hubiera volcado una jarra de agua fría en el rostro. Tenía ante él la posibilidad de conocer a su hijo si Erika se lo permitía. Una oportunidad que había estado esperando desde que llegara a la ciudad.
—No tenía ni idea de que su sobrino estuviera aquí.
—¿Dónde iba a estar si no?
—Escuché que se había quedado en Dundee.
—En un principio pensamos dejarlo con su aya, pero Sara decidió que no era capaz de apartarse de él y lo trajimos con nosotras —le explicó.
—¿Y cree que podría verlo? —se atrevió a decir luchando por no subir en busca del pequeño a las habitaciones superiores.
Erika no pudo negarse aun cuando sabía que Sara estallaría en una de sus famosas rabietas.
—Regreso ahora mismo, no tardo.
Alexander entró en la agradable estancia donde un fuego danzaba en el hogar. Sobre la chimenea se hallaban dos relucientes candelabros de plata repujada. La tapicería de los sofás y las cortinas eran de un tono azul aterciopelado con flores primaverales, y todos los muebles eran lacados en blanco.
Nervioso, caminó hasta uno de los sillones para sentarse con la espalda bien erguida. La espera se hacía interminable. Deseaba ver a Sara y hablar con ella, pero en ese instante rezó para que se demorara más de lo normal y le permitieran ver a su hijo. Conocerle era uno de los dos milagros con los que había soñado desde hacía mucho tiempo, el otro era recuperar la amistad de Sara ya que el amor no parecía que fuera a ser algo posible entre ellos.
Erika entró seguida de una doncella que cargaba con una bandeja. Los ánimos de Alexander cayeron en picado al no ver a su hijo de inmediato.
—Laura bajará a Kendal en cuanto termine de cambiarle.
Alexander suspiró impaciente. Observó cómo la sirvienta servía el humeante té en unas finas tazas de porcelana delicadamente talladas con flores doradas.
Erika intuía su inquietud e intentó mantenerle entretenido conversando sobre detalles de su boda, aun sabiendo que en realidad a él no le interesaba en absoluto. Pero Alexander era un caballero y se mostró muy correcto y formal, costándole todo un triunfo ocultar sus ansiedad. Sus ojos claros volaban constantemente hacía la puerta.
Al fin apareció Laura cargando el bebé entre sus brazos y lo llevó hacía él.
Alexander se incorporó y al observar el diminuto cuerpo que se agitaba con suavidad sintió una extraña mezcla de alivio y júbilo. Hasta el pecho pareció agrandarse bajo su chaqueta gris. Con el cabello negro, la piel blanquecina y los regordetes mofletes sonrosados, nunca había visto niño más hermoso que aquel.
Le permitieron tomarlo en brazos y todos sus sentidos recogieron el olor del pequeño y el calor de su cuerpo.
—Huele como Sara —musitó con la nariz pegada al rostro del bebé. Su voz se había cargado de ternura. Sin apartar la mirada de Kendal, rio complacido con los ojos brillantes de emoción—. Frunce los labios como ella —susurró.
Erika se acercó a él.
—Pero tiene tus mismos ojos, Alexander, y el cabello…
Él asintió observando a Erika con una cálida sonrisa. Este era un momento importante de su vida. Quería grabar la imagen del pequeño en su mente, sus rasgos, su olor. Tenía una vida entre sus brazos, un cuerpo delicado y necesitado de mucho amor, algo que sin duda Sara le estaba entregando con toda satisfacción.
De repente Kendal se echó a llorar y Laura tendió los brazos para que el niño le fuera devuelto. Alexander obedeció con pesar.
—¿Qué le pasa a mi querido Kendal? —preguntó una alegre Sara que entró en la sala como un soplo de aire fresco. Su sonrisa de bienvenida quedó congelada en su boca al toparse con la mirada de Alexander.
Él inclinó levemente la cabeza hacía ella. Sus ojos se recrearon en la muchacha con auténtica voracidad.
—Hola, Sara.
Ella frunció el entrecejo y parpadeó con sus largas pestañas.
—No te esperaba aquí.
Erika carraspeó haciéndole notar a su hermana que les acompañaban los sirvientes. Sara se apresuró a mandar a Laura al dormitorio con Kendal.
—El señor Yaron vino hablar contigo, os dejaré solos —dijo Erika llevándose a la otra criada.
Sara asintió bajando la mirada mientras su hermana abandonaba la sala. Una vez solos, la joven le enfrentó con un nudo en el pecho. Estaba muy sorprendida con la visita de Alexander.
—¿De qué se trata?
El frío tono de desdén comenzó a irritar a Alex.
—Vine a prevenirte sobre el coronel Fielding.
Ella se tensó. Había esperado cualquier cosa pero no esa.
—No lo entiendo. ¿Cómo sabes que he… hemos invitado al coronel a cenar?
Alexander la estudió detenidamente. Cada vez que la veía la encontraba mucho más hermosa. Algunos cabellos plateados habían escapado de su sombrero de piel verde y rozaban las suaves mejillas.
Sara también lo miraba, seguía admirando esa preciosa y sensual sonrisa que lograba enamorar a cualquier mujer.
—No te preguntaré ni cómo ni cuándo lo conociste —empezó a decir él midiendo su tono de voz y eligiendo las palabras con cuidado. No quería enfurecerla y que pensase que estaba celoso—. Esta mañana le he escuchado decir cosas bastantes inapropiadas sobre ti. Se ufanaba de haberte protegido…
—No lo hizo. Un ladronzuelo me arrolló en la calle y me quitó una joya que mi padre me había obsequiado. El coronel salió tras él, pero yo no sé qué pudo pasar después. —Sara tomó asiento y él hizo lo mismo frente a ella—. ¿Crees que tiene que ver con lo pasado? Él me abordó para decirme que deseaba hacerme preguntas sobre… —Bajó la voz inconscientemente—, el Gitano.
—¿Te dijo eso?
—Pero yo le respondí que no me interesaba sacar el tema de mi pasado con nadie. ¿Por qué querrá saber cosas que no le incumben?
—No lo sé —respondió él preocupado—. Es posible que tenga algo que ver. Trataré de averiguarlo en el campo.
—¿Qué campo? —preguntó con extrañeza. Había escuchado decir en algún sitio que cuando los hombres decían que se iban a reunir en el campo, o como en esta ocasión, que lo iba averiguar en el campo, se trataba de un duelo de caballeros—. No le habrás retado, ¿verdad?
—No podía dejar que dijese eso y saliera impune.
—¡No puedes hacer eso, Alex!
—¿Por qué no? Además te vendría bien a ti. Si yo muero, jamás nadie sabrá de lo nuestro. Si no tienes esa suerte, quiero reclamar a mi hijo y darle mis apellidos.
Sara se quedó atónita. Las palabras fluyeron con velocidad de sus labios:
—¡Por el amor de Dios, Yaron! ¡No digas tonterías! Kendal es tu hijo y podrás verlo cuando quieras. ¡Puedes reconocerlo si ese es tu deseo! —Se inclinó hacia delante y cogió la mano del hombre con angustia—. Un duelo no va arreglar nada, retráctate.
Alexander, más asombrado que nunca, trató de entender lo que Sara le había dicho.
—¿No te importará admitir que Kendal es hijo mío?
Parpadeando, miró a Alexander con una expresión de súplica.
—¡Claro que no! Erika sabe la verdad y tus parientes también. ¿Acaso crees que son ciegos y no han visto vuestro parecido?
—¿Mi hermano lo sabe? —preguntó sorprendido.
Sara asintió.
—El único que desconoce la noticia es mi padre, y la verdad, no sé muy bien cómo va a reaccionar. Supongo que no le va a gustar mucho enterarse de que… que… estuvimos juntos. —Esto último lo dijo tan bajo que a Alexander le costó escucharlo.
—Ahora entiendo que Andrew esté empeñado en que debería casarme contigo.
Sara se puso nerviosa. Estaba segura de que su padre cuando se enterase también le exigiría que cumpliese con ella. Le soltó la mano sin darse cuenta de que seguía reteniéndola. Deseaba lanzarse a sus brazos, besarle, acariciarle… Ese pequeño contacto era capaz de arrasar todo por lo que había luchado. Prefirió cambiar de tema a uno que nada tuviera que ver con sus sentimientos.
—¿Y si le siguiera el juego al Coronel?
—¡Ni lo pienses! —Alexander dejó de sonreír súbitamente.
—¿Qué hago entonces? Yo no quiero que te batas a duelo, por favor. No lo voy a permitir.
—¿Te preocupo?
—Sí —admitió con la vista fija en él.
—Soy experto en cuidarme solo.
Sara tragó con dificultad. Cuando él se ponía terco y cabezón ella era incapaz de hacerle entrar en razones.
—Si no quieres hacerlo por mí hazlo por Kendal, te lo ruego.
Alexander trató de leer los amados ojos dorados y la preocupación real que en ellos se veía. La tomó de los hombros con fuerza y cuando sus ojos cayeron sobre la boca de ella deseó saborearla con fuerza, aunque se abstuvo de hacerlo.
—Estoy seguro de que será el coronel quien se retracte —dijo él por fin—, pero escucha bien, Sara, no lo hago por el niño. —La ayudó a incorporarse, y antes de que ella pudiera hacer o decir algo, abandonó la sala con rapidez.
Mientras Sara observaba la cuna del pequeño Kendal, sus pensamientos estaban muy lejos de aquel lugar. Sus recuerdos la llevaron de nuevo a bordo del Dover. Los días tranquilos y agradables que pasara en compañía de Yaron. Si hubiera podido detener el tiempo allí… si hubiera podido abrir su corazón al hombre… Esos días estaban tan lejos y a la vez tan cerca. Había sido feliz paseando de su brazo, escuchando sus cuentos bajo la luz del sol, rodeados de las extensas aguas verdeazuladas… En el fondo de su alma se alegraba de que Alexander fuera el padre de Kendal, no podía imaginar a ningún otro.
Una voz a su espalda la hizo volver al presente. Laura estaba tras ella preguntándole si se cambiaría para la cena. Vio la alegre sonrisa de la doncella y arqueó las cejas.
—¿Qué te divierte tanto? —Arrojó el sombrero sobre la cama y se sentó frente al tocador.
Laura pestañeó sorprendida y con las manos entrelazadas en la espalda se disculpó.
—Lo lamento señorita. Es… es por ese hombre, Alexander. Es tan guapo y se ve que le interesa mucho. Será mejor que no se demore y baje al salón.
Sara asintió pero antes de abandonar el dormitorio la detuvo.
—¿Ha dicho él algo sobre Kendal?
—¿Como qué? —Laura se encogió de hombros.
—No importa. —Se dispuso a salir.
—¿Por qué no se casa con él?
—Porque no me quiere.
—¿Cómo puede estar segura?
—Me hubiera pedido matrimonio hace mucho tiempo.
La doncella abrió el ropero y sacó un vestido de tafetán castaño.
—Póngase este —le dijo—. Ese hombre está enamorado de usted. ¡Se le nota a la legua! Esta mañana casi nos tira la puerta abajo con sus golpes, y cuando la vio se puso nervioso.
—¿Alex nervioso? —Sara observó el vestido que la doncella estiraba sobre la cama—. Me estás hablando de otra persona. Me he llevado muchos desengaños con él.