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Sara se hallaba en medio de la cama sumida en sus propios pensamientos. Había colocado un almohadón en el centro del colchón donde apoyaba la cabeza, ajena a la ardiente mirada del hombre que en ese momento entraba en el dormitorio con una sonrisa lasciva. Estaba recostada de espaldas y una larga pierna marfil y deliciosamente torneada, subía por la delicada columna del dosel mientras los dedos de sus pies jugaban con el cordón que ataban las colgaduras. Los brazos estirados hacía arriba, cubiertos a medias por el revuelto cabello que brillaba como hebras de platas bajo la luz de las velas, se mecían ligeramente al compás de una melodía que solo ella misma conocía.
Tenía los ojos cerrados, sin embargo, movía los labios entonando una canción silenciosa.
La visión de su cuerpo cimbreante sobre las sábanas, solo cubierto por un finísimo corsé en tonos crema que mostraba la mitad de los senos, caía suelto sobre las caderas y en ese momento dejaban toda la longitud de las piernas al descubierto, lograban dejarle sin aliento y excitarlo sin compasión.
Cuán bella y hermosa era Sara y qué poco parecía darse cuenta de que con una sola mirada lo había esclavizado. Qué distinta había sido su vida antes de conocerla. Tan fuerte, tan listo, siempre controlando las cosas, pendiente de todo cuanto le rodeaba, liderando con seguridad, y ahora, solo una mirada de ella y sería capaz de poner el mundo a su pies. Algunos de sus amigos no le reconocerían, se preguntarían dónde había ido a parar aquel que trazaba los planes sin omitir detalles, que se enfrentaba a los más osados con el sable en la mano y una fría sonrisa por compañía. Habría quienes incluso buscarían reírse, pero por raro que le pareciera, no le importaba. Ya no era el mismo, aquel loco que no temía a la muerte, el que era capaz de atravesar el mar sin decaer antes los suaves cantos de las sirenas, el que había logrado penetrar hasta las mismísimos calabozos de Palacio Real y Fortaleza de su Majestad para rescatar a uno de los suyos. ¡Ya no le importaba!
Se apoyó contra la puerta y con los brazos cruzados sobre el pecho la observó fijamente. Ella había elevado la otra pierna y las movía en forma de tijera, se estaba impacientando, sin embargo, él se encontraba muy a gusto en aquel preciso momento, sentía cómo la excitación viajaba por todas las venas de su cuerpo.
Ella ladeó la cabeza y lo miró con ojos burlones. Yaron sonrió, pero no se movió, entonces Sara giró de forma lenta sobre el colchón, sin apartar la vista de él. Por un momento el escote del corsé apretó las carnes y se quedó flojo, mostrando los senos que asomaban fuera de la prenda.
Alexander se pasó la lengua por los labios y un sudor perlado cubrió ligeramente su frente, ella lo hacía a propósito, sabía el estrago que estaba causando en su interior, sobre todo en dicha parte del cuerpo que parecía tener vida propia y que le pedía a gritos que se acercara, que le dejara hundirse y liberarse de la tensión que aplastaba sus riñones.
Los ojos de Sara brillaron sensuales cuando se incorporó de rodillas sobre la cama y con una lentitud abrumadora desató los finos cordones de la prenda que la cubría.
Yaron guardó el aliento hasta que la ropa cayó sobre la cama y los pechos turgentes salieron libres de presión, liberados ante su atenta mirada. Vio cómo la rosada lengua asomaba entre los labios, lamiendo y mordiéndose la piel con total erotismo, cómo paseaba las manos por el vientre y la cintura.
No pudo más. No quiso ser un simple espectador, se acercó en dos rápidas zancadas y sus manos se unieron a las de ella, acariciando donde ella lo hacía. Cuando quiso cogerle un pecho, la joven le detuvo tomándole de la mano y una mirada apasionada llena de promesas.
Yaron aprisionó sus labios en un solo movimiento y profundizó su beso hasta que ella dejó caer las manos rendida a la caricia de su boca, impotente y sin fuerza bajo el cálido aliento que ahondaba en su ser, en su alma. Lentamente su lengua se deslizó por el esbelto cuello y los hombros, deteniéndose justo en la excitante curva, dejando una agradable quemazón en la piel, un cosquilleo apabullante que cambió el ritmo de su respiración. La escuchó jadear cuando sus dientes rozaron la delicada piel de un pecho, la piel sedosa y fresca reaccionó y el pequeño botón que culminaba el perfecto montículo se hinchó adquiriendo un tono oscuro, casi tostado. Yaron lo tomó con suavidad entre los dientes y lo golpeó rítmicamente con la lengua. Sara apoyó las manos en sus hombros para guardar el equilibrio y él aprovecho para tomar el otro seno y prodigarle las mismas caricias que a su gemelo.
Sara dejó caer la cabeza hacia atrás y cerró los ojos con un suspiro, el hombre seguía deslizando los labios sobre su vientre y jugó muy cerca de su ombligo, bajando hacia el pubis, pero subiendo antes de llegar, lamiendo la piel, saboreando cada centímetro. La joven le tomó del cabello y lo atrajo contra ella rogando en un murmullo.
Alexander elevó la cabeza y se desnudó con prisa para volver a acercarse, y tras tomar las caderas con sus manos, apretar los labios contra su estómago, un vientre plano y liso que no siempre fue así. Casi con furia y con el oscuro sentimiento de saber que no estuvo allí cuando hubiera debido, la besó con ansia haciéndose la solemne promesa de no faltar nunca más. Sabía que no debería estar haciendo futuros planes cuando su vida pendía de un fino hilo que en cualquier momento podrían cortar. Sobre todo en dos días, solo en dos días se decidiría todo su futuro. Apartó esos pensamientos de sí, los echó de su mente cuando Sara le mordisqueó la mandíbula.
La hizo recostar sobre la cama y hundió su boca en el cuello donde presionó con la lengua y la notó temblar entre sus brazos. ¡Era suya! No podía creer que su más ansiado sueño se hubiera cumplido, que aquella beldad de cabellos plateados y rostro de ángel le perteneciera, le hubiera dado un hijo y se hubiera convertido en su esposa. La adoraba y era tanto el grado, que su corazón dolía de imaginar que algo malo pudiera pasarle. No lo permitiría.
—Te amo —susurró ella y Yaron se deshizo, se olvidó de todo excepto del cuerpo que se retorcía contra él excitándolo, llevándolo a los más altos límites de la pasión. Tan solo esperaba que después de esos dos días ella siguiera opinando lo mismo. Que se diera cuenta de que no tenía otra forma de actuar si quería mantenerlos a salvo.
¡Claro que se iba a enfadar! ¿A quién pretendía engañar? Ella no podía enterarse, el señor Hamilton no debía saberlo y Andrew lo haría encerrar de saber lo que se proponía. Fielding quería al Gitano, el veintidós de diciembre se encontraría con él. Lucharía a muerte y ni siquiera le importaba que la reyerta tuviera lugar en La escocesa ni que los hombres del coronel doblaran a la tripulación. La nave que Fielding había contratado para comenzar de nuevo sus ataques con la costa de Virginia. Qué sorpresa cuando se enterara de que había contratado ni más ni menos que a su peor enemigo. Lástima que se fuera a dar cuenta en alta mar.
Cuando Sara le besó ante la puerta de Yaron House, Alex la detuvo adrede para observar su dulce rostro aún arrobado por la noche de pasión vivida, para llevarse el recuerdo de los bellos ojos ambarinos.
—¿Qué ocurre? —le preguntó ella con mirada preocupada paseando los largos dedos sobre su mejilla.
—Nada, mi amor. —Tomó su mano para besarla en el dorso con fuerza, reteniéndola contra él los últimos segundos antes de marcharse—. Prométeme que te vas a cuidar mucho. —No quería susurrar, pero tenía miedo de que su voz temblara, de que ella dudara—. Hemos pasado una buena noche. —Consiguió sonreír.
Sara asintió y con ambos brazos le enlazó la cintura para aplastar la mejilla contra su pecho.
—Si pasara algo me lo dirías, ¿verdad, Alex? —le preguntó sin mirarle.
Alexander le observó fijamente la coronilla y asintió, ella no podía verle, pero sí sintió su movimiento.
—Entra, preciosa, aquí hace mucho frío.
Sara asintió elevando la cara para besarle una vez más.
—Estoy cansadísima. —Frunció los labios divertida—. No me has dejado descansar nada.
El brillo de su mirada turquesa no lució como siempre. Le rozó los hombros y con suavidad la empujó al interior de la casa.
La muchacha levantó una mano a modo de despedida antes de cerrar la puerta. Alexander cruzó la calle y desde allí observó cómo alguien iluminaba un dormitorio de la casa, sin duda era Sara que corría a desnudarse para aprovechar la hora que faltaba hasta que amaneciera. Cinco minutos después la luz se disipaba.
No supo cuánto tiempo se quedó allí, pensando, planeando sus próximos movimientos.
Miró una vez más hacía la ventana antes de marcharse y la vio, Sara estaba apoyada en el cristal con los ojos fijos en él y un gesto triste en su rostro.