35

Fielding se apretó la gruesa bufanda al cuello en un intento por combatir el frío. El humo que escapaba de los respiraderos de los locales se arremolinaba sobre el suelo girando y danzando de un lado a otro según la brisa lo fuera empujando.

Su mirada estaba atenta a la calle y desde su posición en la cubierta de La escocesa, tenía una perspectiva amplia de la zona. Era tarde y la noche envolvía el puerto formando extensas lagunas de sombras, sin embargo, desde allí, la silueta de cualquier cosa era completamente visible, sobre todo la inconfundible forma del vehículo que había entrado en la calle hacía unos minutos y que se acercaba lentamente. Los cascos de los caballos resonaron en la noche con un suave eco.

Estaba impaciente por zarpar, cuanto antes se alejaran de allí más tarde el Gitano les encontraría. También tenía unas ganas locas de perder un poco de vista al almirante de La escocesa, ese hombre le estaba respirando en el cuello y de su aliento emanaba fluidos alcohólicos que lograban marearle.

—Parece que ya están aquí —dijo el hombre rozándole ligeramente con el codo, con lo que se ganó una fría mirada.

—Puede avisar a su capitán si lo desea. Podremos marcharnos en cuanto suban —le contestó apartándose un poco de él.

—No puedo hacer eso, señor, tengo órdenes de verificar que es un crío lo que suben a bordo. A lo mejor no suben nada.

Fielding sintió ganas de abofetearle, ¿acaso pensaba que sus hombres fallarían?

—Traerán al mocoso y nos podremos marchar, luego lo dejaremos con su madre en Bristol —continuó contando la mentira que les dijo al contratarlos.

—Ah, sí, en Bristol le espera su familia —repitió el almirante asintiendo como bobo sin quitar la vista del coche que acababa de detener los caballos.

Fielding se encogió de hombros y haciendo una muesca de asco observó también la escena.

—Usted también descendía en Bristol —continuó diciendo el almirante como si acabara de recordarlo.

—Sí, yo también —dijo Fielding girándose hacia él nuevamente—. ¿Cómo dijo que se llamaba, almirante?

—Castor —respondió el hombre—, pero llámeme Almirante —advirtió, y de inmediato abrió los ojos sorprendido. El coronel siguió su mirada para ver qué ocurría.

El vehículo se había detenido y del interior sacaban a una persona inconsciente.

—¡Qué diablos! —exclamó el hombre tras su espalda—. ¡Dijeron que era un niño!

Fielding se volvió una vez más a mirarle, pero de nada sirvió su amedrentadora mirada, el almirante ni siquiera lo veía a él, solo se limitaba a seguir los movimientos de los recién llegados con los ojos entrecerrados, su rictus se había transformado y esa pose de tonto que tenía había desaparecido.

—¿Habría algún problema? —preguntó Fielding.

—Dijeron un niño. —Negó con la cabeza—. El capitán no va a permitirlo.

—Voy acercarme a ellos a ver qué ha sucedido, usted espere aquí. —Sin aguardar respuesta, Fielding atravesó la pasarela agarrándose con fuerza a las sogas. Varias capas de hielo brillaban peligrosamente sobre las tablillas. No llegó a bajar, se detuvo a mitad de camino y regresó de nuevo junto al hombre. Total, ¿para qué?, si tenían que embarcarse de todas maneras.

Fijó su mirada en Rexford y luego descendió sobre la señora Yaron, la inconsciente damisela hija del demonio.

—¿Y el mocoso? —preguntó sin apartar la vista de ella, tenía que reconocer que la mujerzuela era hermosa. Un haz de luz caía sobre el pálido y perfecto rostro acariciando sus parpados y aquellos labios rosados que tanto deseaba probar.

En el fondo se alegró de que ella estuviera allí, la dama le iba a pagar una a una todas las veces que el Gitano desbarató sus planes y las muertes de sus hombres, aunque bien era cierto no los conocía, tan solo los contrataba y nada más, pero no por eso dejaban de ser sus hombres.

—Preferí traerla a ella. Va a ganar más dinero vendiéndola, con el niño usted no se embolsaba nada, coronel —explicó Rexford.

Fielding alzó las cejas y esbozó una sonrisa peligrosa.

—Rex, a ver cómo se lo cuentas a los Bells. —Señaló con la cabeza el navío—. Esperan ansiosos al niño. —Se encogió de hombros y recorrió la pálida mejilla de la muchacha con un dedo. La sostenían los dos hombres y uno comenzaba a quejarse de estar parado con el peso encima.

—No estará muerta, ¿verdad? —El almirante se inclinó hacia delante de forma exagerada dándole con el hombro y metiendo la cabeza casi encima de la muchacha.

—¡Apártese, hombre! —Lo empujó Fielding. Castor se enderezó y miró a la calle una vez más.

— Nos podemos marchar entonces, ¿verdad? Debo avisar al capitán de que en vez de un niño han subido una… Parece una dama con ese vestido, ¿verdad?

—No se fie de las apariencias. —Rio Fielding abriendo la marcha. No vio la oscura mirada del almirante ni el riesgo que entrañaba.

—Será mejor dejar a la mujer en uno de los camarotes pequeños, tiene cerradura. Aún no sé qué responderá el capitán —siguió diciéndole el almirante caminando tras ellos—. Si la puerta tiene cerradura evitara que la tripulación de La escocesa se le eche encima. ¿No lo cree, coronel? Claro, sus hombres tampoco podrán entrar.

—No. La llevaré a mi compartimento. —Le sonrió con frialdad—. Recuerde, almirante Castor: la mujer es mía. Ustedes cobrarán cuando cumplan con su cometido en Virginia. Rexford será quien les indique los objetivos una vez allí, pero ahora, la mujer es mía, ¿me ha oído? Y se lo puede decir también a su capitán si quiere. Y ustedes —advirtió señalándoles a todos—, sepan que no quiero que nadie se acerque a ella.

—No es de extrañar —contestó el almirante sin mirarlos—, por lo poco que he visto es una verdadera beldad. —Fielding le ignoró deliberadamente y por un instante elevó la vista hacía los tres palos. No se acostumbraba a las goletas, sus velas estaban dispuestas en el mástil siguiendo la línea de crujía, de proa a popa, en forma de cuchillo.

Esa clase de embarcación solía ser rápida y ligera, esta en especial era de gran tonelaje por lo que estaba totalmente preparado para cruzar de un continente a otro.

Castor silbó con fuerza y enseguida se oyó el repiqueteo de una campana avisando a la tripulación.

El coronel sintió un gran alivio cuando notó que el navío se puso en marcha y él, por fin, podría sentarse frente alguna estufa para entrar en calor.

La esposa de Yaron fue dispuesta sobre la cama y estaba a punto de cerrar la puerta cuando Castor le detuvo, otra vez con la cara de bobo en su rostro.

—Será mejor que deje a la mujer sola hasta que hable con el capitán —insistió de nuevo. Fielding ya estaba comenzando a hartarse del empeño de ese hombre por apartarle de la zorra. Lo miró dispuesto a decirle un par de cosas, pero el almirante terminó de abrir la puerta de golpe con una lacerante mirada en sus rasgados ojos oscuros—. Nos ha contratado para llevarle a usted y a un niño al puerto de Bristol. —Enumeró con uno de sus gruesos dedos—. Nos ha contratado para robar, atacar e incluso asesinar en las costas de Virginia. —Levantó un segundo dedo y le apuntó con el dedo índice—. No dijo nada de la trata de blancos, y eso... —Se encogió despreocupado de hombros—, cambia las cosas.

—¿Qué quiere? ¿Más dinero? ¿Es eso? —preguntó enojado, pero el hombre negó con la cabeza—. Entonces, ¿el qué?

— Quiero que la mujer esté sola hasta que el capitán diga lo contrario. Lo toma o se puede bajar ahora mismo con sus hombres.

Fielding apretó los puños con fuerza deseando poder romperle a ese engreído todos los dientes buenos que tuviera. Con un fuerte suspiro asintió y salió del camarote cerrando la puerta con llave.

—Me reuniré ahora con el capitán.

—Será mañana, hoy se ha ido a dormir y no quieren que lo molesten. Le sugiero que duerma en el compartimento de su amigo o en la bodega con el resto de los hombres y, sobre todo, hable con ese matrimonio que está esperando el crío antes de que sea demasiado tarde.

Yaron esperaba en su camarote paseando de un lado a otro, había escuchado la campana de aviso y de un momento a otro Castor subiría a informarle. Se pasó las manos por la cara para despejarse y aunque deseaba salir en busca de Fielding y cortarle el cuello, se reprimió. Aún era demasiado pronto para actuar.

Se giró cuando llamaron a la puerta, el sable que colgaba de su cadera quemó su pierna durante un instante, Castor entró acompañado de otro hombre.

—¿Cómo está mi hijo? —preguntó con ansia cerrando la puerta tras ellos y mirando fijamente al otro hombre, un marinero que llevaba mucho tiempo a su servicio y que se había infiltrado como secuaz de Fielding.

—Su hijo está bien, capitán —lo tranquilizó—. Lo dejamos en la casa. Su esposa llegó justo cuando nos lo íbamos a llevar. El tal Rexford cambió de opinión y es su mujer la que está a bordo. —Alexander le miró con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados—. Quería que nos trajéramos a los dos, pero le convencí diciéndole que con uno bastaba. La doncella solo tendrá un fuerte dolor de cabeza. Como usted dijo, procuré que nadie saliera herido aunque uno de nuestros hombres fue apuñalado.

—¿Sara está aquí? —preguntó peligrosamente acercándose al hombre con pasos lentos—. ¿Dónde?

Castor se interpuso entre Yaron y Hug.

—El coronel… ejem… la está reclamando. Está en su dormitorio. —Detuvo al capitán asiéndolo del brazo antes que hiciera alguna locura—. Se halla sola. Cuando subió había perdido el sentido. —Y procedió a relatarle lo ocurrido, tranquilizándolo.

—Pero ¿la golpeasteis? —se enfrentó de nuevo a Hug.

El marinero dio dos pasos atrás atemorizado ante la fría mirada del hombre. Sus ojos turquesas parecían dos cuchillas a punto de degollar a alguien.

—¡No pude impedirlo, capitán! La he protegido en todo momento.

Yaron asintió sin llegar a sentirse satisfecho, se giró y golpeó la mesa con el puño cerrado, una de las patas de madera cedió y la pieza cayó al suelo con un golpe sordo.

—Entonces no hizo falta dejar ninguna nota a mi esposa explicándole la verdad, ¿no? —resopló furioso.

La puerta se abrió de nuevo y Simon entró con paso firme.

—¿Ya tenemos a Kendal? ¿Qué ocurrió con Laura… la doncella? ¿Está todo bien, Gitano? —Las cadenas de su cuello tintinearon con cada movimiento. Miró la mesa con el ceño fruncido y sacó una pequeña daga que guardaba en su cintura—. ¿Nos los cargamos ya?

—Ya veis, caballeros —dijo Alexander más tranquilo, como si toda su ira se hubiera esfumado al entrar Simon—, hay alguien más preocupado que yo. Ponedle al corriente de todo, pero no quiero que aún te dejes ver, Simon, Rexford te reconocería y aunque sería demasiado tarde para ellos, quiero acabar las cosas bien. Castor, encárgate de mi esposa.

—La historia se repite ¿no, capitán? —Simon agitó la cabeza recordando el día que sacó a Sara del Águila Blanca.

Yaron asintió. Otra vez estaba secuestrada. ¡Mataría a Rexford por eso!

—¿Y los demás hombres? —preguntó.

—Tenían la orden de cuidar de Sara, pero al llevárnosla, se quedaron para no perder de vista a su hijo y para atender las heridas del vigía —explicó Hug—. ¿Se han dado cuenta de que no podremos avanzar mucho? Las aguas están prácticamente heladas.

—No iremos muy lejos —respondió Yaron en un susurro. No sabía si estaba más preocupado por la reyerta que se aproximaba o por el terrible genio de su esposa cuando descubriera que él había colaborado para secuestrar a su propio hijo. Todo había sido estudiado de tal manera que el infante no había corrido peligro en ningún momento, pero ¿podría Sara entender eso o por el contrario pensaría que había expuesto a Kendal a propósito?—. Nos va a matar.

—¿Quién? —preguntaron Castor y Hug a un mismo tiempo.

—La señora Yaron, por supuesto —respondió Simon con ojos brillantes palmeando el hombro de Castor, después de todo era el que corría más peligro cuando se enfrentara a la belleza de ojos dorados y lengua viperina.