Prólogo
Costa de Virginia.
El Gitano bajó el catalejo justo cuando su segundo de abordo dio la orden de hacer virar al Diábolo, pero no podía quitarse de la cabeza el enfrentamiento que luego tendría con el capitán del Águila Blanca, Gerard Bells. En otra ocasión hubiera dejado que fuese la otra embarcación quien asaltara la nave que, huyendo de un par de fragatas americanas, se dirigía a ellos. Esta vez no lo había hecho, de modo que el Gitano tenía la obligación de enfrentarse a las consecuencias. Ni siquiera sus hombres sabían el motivo real por el que no podía permitir que Bells apresara aquel barco. Puede que con el tiempo entendieran por qué hacía ciertas concesiones con algunas embarcaciones, pero por el momento era mejor que no lo supiesen. No podía poner en riesgo su verdadera identidad y la de aquellos que lo contrataban. Para todos no era más que un pirata cualquiera.
El hombre moreno, erguido como una estatua y con la mirada clavada al frente, acarició con sus fríos ojos azules la sinuosa bahía de Chesapeake. Una suave brisa jugaba entre los negros mechones que se rizaban en su espalda y se revolvían en la frente, desordenados.
Estelas de nubes blancas sobrevolaban el cielo marcando la dirección del viento. El tiempo era bueno y las corrientes marítimas ayudaban a que la nave se deslizara con mucha ligereza.
Antes de que los cañones disparasen sus proyectiles, gritó:
—¡No quiero ni una maldita baja!
La luz del atardecer brilló sobre las azuladas aguas del océano. Castor y Simon, sus hombres más fieles, se prepararon para la batalla. El Gitano los miró recordándose que ellos protegerían al pasaje mientras el resto saqueaba las bodegas en busca de víveres y avituallamiento.
—¿Cuánto tiempo tardará Bells en llegar? —preguntó Simon pasándose su gigantesca mano por las pesadas cadenas que colgaban alrededor de su cuello. Miraba de reojo al Gitano al tiempo que no dejaba de vigilar la nave que incautamente se acercaba a ellos.
Fue Castor quién respondió:
—Unos veinte minutos lo más tardar. Para entonces ya deberíamos haber terminado y regresado al Diábolo.
Ninguno de ellos era partidario de la política que llevaba el capitán del Águila Blanca y mucho menos cuando se dedicaba a la trata de esclavos. Sin embargo, en el mar existía la ley del pirata: quien lo encuentra se lo queda.
El Diábolo disparó los cañones rompiendo la silenciosa tranquilidad de la tarde. Solo dos proyectiles de catorce impactaron directamente en el barco que fue tomado por sorpresa.
—¡Izad la bandera! —volvió a gritar el Gitano echando a correr hacia el lado de la embarcación situada más cerca del barco que iban a asaltar.
Segundos antes de que apareciera la bandera negra ondeando en lo alto del mástil se produjo un denso y completo silencio. De repente comenzaron los gritos y las carreras.
El ataque duró quince minutos exactos. Lo suficiente para que el Águila Blanca ni siquiera hiciese el intento de acercarse al descubrir que ya no tenían nada que hacer.
—Bells te exigirá su parte del botín.
—Cuando llegue el momento me preocuparé si hace falta. Aunque no creo que sea tan estúpido como para reclamarme nada. Antes de que quiera darse cuenta acabará colgado por sus fechorías o alimentando a los peces en el fondo del océano.
—Y tú también si él en verdad llega averiguar quién eres. Te tiene ojeriza, Gitano. Sabe que el Diábolo es la única embarcación que le impide convertirse en el dueño absoluto de los mares.
El capitán del Diábolo sonrió con presunción mientras sus ojos turquesas se clavaban en Simon con burla.
—¿Qué recomiendas que hagamos? ¿Cuál sería nuestro siguiente paso? —Le divertía cómo su compinche se preocupaba por él. Estaban en su camarote fumando puros y bebiendo vino de la mejor cosecha mientras el resto de la tripulación hacía balance.
—¿No contraía nupcias tu hermana? Tenemos la excusa perfecta para ir a Londres una temporada. Nadie será capaz de relacionarnos con esto.
El Gitano formó en su bonita boca un gesto de hastío y dejó escapar el aire por entre sus dientes. Sus compañeros pensaban que era demasiado guapo para ser pirata, en cambio no lo creían así las mujeres. Aunque eran pocas las que le hubiesen visto nunca a bordo del Diábolo.
—No me apetece nada volver a relacionarme con esas frívolas damitas de alcurnia, ni que barajen mi nombre entre los solteros de oro de la ciudad.
—Una coartada como esa es la que mejor te vendría, Gitano.
Después de pensarlo varios minutos mientras observaba cómo el humo de su puro ascendía en espiral hacía el techo, asintió con pesar:
—De acuerdo. Arreglad y limpiad el Diábolo. Y cambiad la bandera.
Lo que hizo después fue escribir una carta al ama de llaves de su plantación en Virginia. Por supuesto firmado con su verdadero nombre: Alexander Yaron.