36
Sara despertó con un terrible dolor de cabeza y los recuerdos de lo ocurrido la noche anterior. Miró ansiosamente en derredor, una vez, dos, se puso en pie entre gritos, desesperada. Kendal no se hallaba allí.
—¡Kendal! —gritó su nombre entre alaridos recorriendo el dormitorio con prisas, impaciente por encontrarlo—. ¡Kendaaal!
No quería pararse a pensar dónde estaba ni qué es lo que podía suceder, solo deseaba tener a su bebé entre sus brazos, a su hijo. ¿Por qué no estaba allí? ¿Por qué se lo habían llevado?
Sabía que debía calmarse, encontrar la serenidad suficiente como para poder pensar, pero lo único que tenía en la cabeza era el rostro de su niño, y era consciente de que cuanto más tardara en salir a buscarlo él se iría alejando más.
—¡Por favor! —gritó entre sollozos—. Ayúdenme a buscar a mi hijo, por favor. —Se dejó caer contra la puerta clavando las uñas desesperada—. Háganme lo que quieran, pero devuélvanme a Kendal, por favor, por favor.
Lloró contra la puerta, se encontraba perdida, recordando a cada instante la mirada del pequeño, su sonrisa, cómo alzaba los bracitos al verla llegar. ¡No podía suceder! ¡No podía perderle! No estaba preparada para vivir sin él.
—Por favor —volvió a rogar esta vez en un murmullo. ¿Y si no volvía a ver a Kendal? Lloró con fuerza, no podría marcharse sin darle un último adiós, simplemente no podía resignarse a perderlo.
—¡Kendal! —Su voz era un desgarró hiriente y profundo.
No supo el tiempo que estuvo allí sentada, había dejado de respirar, su corazón había dejado de latir y sin embargo era capaz de ver imagines, recuerdos. Se puso en pie y con prisas buscó por la habitación algo con lo que poder abrir aquella puerta. Iba a salir de allí, iba a encontrar a su hijo.
—¡Maldita sea! —blasfemó tratando de encajar algo en la cerradura con manos nerviosas, desechando lo que no parecía servir de nada.
Con un gritó se levantó el vestido por encima de las piernas y empujó con fuerza varias veces y la puerta cedió ligeramente saliendo de los goznes.
Sara se detuvo jadeante, se pasó la mano por la cara arrastrando las lágrimas.
El dormitorio debía de haber sido bonito antes de que Sara lo destrozara por completo, miró a la puerta y cargó con el hombro.
Su cuerpo se vio impulsado al exterior chocando contra una baranda fina, de metal. Era un corredor estrecho y Sara debió optar por una de las dos direcciones que tenía ante sí. Algo en su mente le dijo que conocía aquel sitio de algo ¿Dónde demonios estaba? Tampoco le interesaba mucho, ella solo tenía un objetivo: Kendall no podría estar muy lejos. ¿Cuánto tiempo había pasado?
Llegó a unas estrechas escaleras y al mirar hacia arriba sus ojos se toparon con la luna que brillaba en una negra espesura semejante al terciopelo. Solo el lucero del alba lucía con más esplendor que nunca.
Le habían robado a su hijo, ahora que tenía una familia completa, ahora que había recuperado a su padre. ¡Yaron! Dios mío, cuando supiera que había perdido a su hijo, que había dejado que dos criminales se los llevaran. ¡Dios mío! ¡Qué diría Yaron! ¡La culparía! ¡Sí! Ella era la culpable, ella jamás debió haber conocido a… ¿pero qué estaba diciendo? Si Alexander no se hubiera cruzado en su camino ella no hubiera conocido el amor, no habría disfrutado tanto como cuando estaba en los brazos de su esposo y bajo la atenta mirada de Kendal. ¡Lo había perdido! ¡Tonta! ¡Tonta! Su mente era incapaz de callarse, solo era gritos y sufrimiento, hasta la mandíbula lanzaba punzadas de dolor de apretar los dientes con tal intensidad que sentía que podría partirlos sin esfuerzo.
Alcanzó el exterior y una ola de frío la golpeó de pleno terminando de soltar las agujas de su pelo que se abrió tras ella como una larga manta de satén plateado. Sus ojos ambarinos cubiertos de lágrimas brillaron peligrosos con ansia de venganza y su rostro, una máscara fría e inexpresiva, resultaba tan peligrosa que prometía justicia para bien o para mal: la muerte.
Su vestido azul se enroscaba en sus piernas en una lucha interna por tratar de tirarla, solo había un ganador y era ella. Escuchó voces tras de sí y regresó guiada por los sonidos escuchando tras las puertas. ¿Por qué no lograba reconocer el lugar? ¿El Dover? Era un barco, de eso estaba segura.
Se detuvo abruptamente al escuchar la voz clara de Rexford ¡Rexford! Había sido él, no le había visto la cara, pero ahora se daba cuenta. Era él quien le había amenazado con el cuchillo. Dejó escapar un enojado sonido gutural nacido de su mismo pecho.
¡Pues no le temía! Arrancó una extraña hacha que halló colgada en la pared junto a otra cantidad de utensilios que Sara no reconoció y regresó a la puerta, echó el arma hacía atrás abriendo ligeramente las piernas y sorbió tratando de enterrar su miedo. Kendal no la dejaba ver nada más. ¡No se iban a quedar con él, iba a recuperarlo así se muriera en el intento!
—¡No te temo! —gritó en el corredor—. ¡No te temo! ¡Cobarde! ¡Sal ahora mismo y dame a mi bebé o te juro por Dios que te arrancaré la piel a tiras! —Su voz resonó con eco y de repente quedo todo en un absoluto silencio.
Se calló para tomar aliento. Varias puertas se abrieron a la vez, la de Rexford fue la última.
Lanzándose a la carrera golpeó a un hombre con fuerza, no sabía quién era y no se detuvo a mirar, cruzó sobre su cuerpo e ingresó en la recamara.
—¡Sara! —¿Creyó haber escuchado su nombre tras de sí o lo había imaginado?
Cargó el arma y de nuevo buscó a Rexford. Gradualmente fue perdiendo el color de su rostro. ¡Estaba atrapada!
Fielding y Rexford la miraban con sorpresa, ambos se habían levantado de las sillas y ahora apoyaban las espaldas en la pared.
—No puede hacer nada con eso, Sara, suéltelo —dijo Fielding con amabilidad.
—¡No! —Se giró un poco y observó de reojo que la abertura de la puerta estaba ocupada por hombres. No importaba, arrancaría lo ojos a Fielding y a Rexford. Era tal el terror que sentía que llegó a creerse inmortal.
Un atisbo de duda cruzó su mente y ella bajó la vista dando la casualidad que los hombres al alejarse había dejado un arma de fuego sobre la mesa.
Con una sonrisa maliciosa agarró la pistola y sujetándola con ambas manos los apuntó. Les hizo una señal con el brazo al matrimonio extranjero que se hallaban en el otro rincón y enseguida se unieron a sus compañeros.
—¡Deténganla! ¿No ve que está loca? —le ordenó Fielding a alguien que debía estar tras su espalda, en el hueco de la puerta. Ella ya había sentido que el grupo no pensaba intervenir y eso le dio ventaja.
—¡Mi hijo! ¡Quiero a mi hijo! —ladró furiosa.
—No hemos traído al niño.
El coronel Fielding tragó con dificultad. Sabía, porque no era tonto, que un solo movimiento contra la furibunda belleza de cabellos plateados y el sable del Gitano cargado junto al cuerpo de su esposa lo atravesaría de una sola estocada.